Mi marido eligió un restaurante que queda entre mi trabajo y nuestra casa. Ya hemos estado en él antes. Me gusta la comida, la bebida y el ambiente que hay, pero siempre he pensado que la comida casera es mejor. Solo ceno fuera cuando mi «vida social» lo requiere, pero siempre que puedo lo evito. Me encanta cocinar. Me encanta estar con mi familia, sentir que los protejo y sentirme protegida al mismo tiempo.

Entre las cosas que no hice de mi lista de tareas matinal está «pasar en coche por delante de la casa de Jacob König». Conseguí resistir el impulso. Ya tengo bastantes problemas imaginarios como para sumarles problemas reales de amor no correspondido. Aquello que sentí ya pasó. Y no va a volver a suceder. Y así caminamos hacia un futuro de paz, de esperanza y prosperidad.

—Dicen que ha cambiado de dueño y la comida ya no es la misma —comenta mi marido.

No importa. La comida de restaurante es siempre igual: mucha mantequilla, platos muy decorados y, como vivimos en una de las ciudades más caras del mundo, un precio desorbitado por algo que realmente no vale la pena.

Pero salir a cenar es un ritual. Nos recibe el maître, que nos conduce hasta nuestra mesa de siempre (aunque ya hace bastante tiempo que no aparecemos por aquí), nos pregunta si queremos el mismo vino (por supuesto) y nos entrega la carta. Lo leo de principio a fin y elijo lo mismo de siempre. Mi marido también se decanta por el tradicional cordero asado con lentejas. El maître viene a decirnos los platos especiales del día: lo escuchamos con educación, le decimos una o dos palabras amables y pedimos los platos a los que ya estamos acostumbrados.

La primera copa de vino (que no hemos tenido que probar ni analizar cuidadosamente, porque ya hace diez años que estamos casados) baja rápidamente, entre conversaciones de trabajo y quejas sobre el técnico de la calefacción de casa, que no apareció.

—Y ¿cómo va lo de las elecciones del próximo domingo? —pregunta mi marido.

Me han encargado un tema que me resulta especialmente interesante: «¿Pueden los votantes hurgar en la vida privada de un político?». El artículo sigue con el tema de la portada del otro día, la que hablaba del diputado chantajeado por los nigerianos. La opinión general de los encuestados es: «No me interesa». No vivimos en Estados Unidos, y estamos muy orgullosos de ello.

Hablamos de otros temas recientes: la participación ha aumentado alrededor del 38 por ciento desde las últimas elecciones al Consejo de los Estados. Los conductores del TPG (Transports Publics Genevois, Transportes Públicos de Ginebra) están cansados, pero contentos con su trabajo. Una mujer fue atropellada cruzando un paso de peatones. Un tren se averió e impidió la circulación durante más de dos horas. Y otros temas habituales.

Y voy a por la segunda copa, sin esperar al entrante, gentileza de la casa, y sin preguntarle a mi marido cómo le ha ido el día. Escucha cortésmente todo lo que acabo de contarle. Debe de estar preguntándose qué estamos haciendo aquí.

—Hoy pareces más contenta —dice después de que el camarero nos traiga el plato principal. Entonces me doy cuenta de que estoy hablando sin parar desde hace veinte minutos—. ¿Ha pasado algo especial?

Si me hubiera hecho esa misma pregunta el día que estuve en el Parc des Eaux-Vives, me habría ruborizado y le habría soltado la serie de disculpas que ya tenía preparada. Pero no, mi día ha sido igual de aburrido que siempre, aunque trato de convencerme de que soy muy importante para el mundo.

—Y ¿de qué querías hablar conmigo?

Me dispongo a confesarlo todo, camino ya de la tercera copa de vino. Entonces viene el camarero y me sorprende cuando estoy a punto de saltar al abismo. Intercambiamos unas cuantas palabras insignificantes, valiosos minutos de mi vida que se desperdician en cortesías.

Mi marido le pide otra botella de vino. El maître nos desea buen provecho y se va a buscarla. Entonces empiezo.

Me dirás que tengo que ver a un médico. No estoy de acuerdo. Cumplo con todas mis obligaciones en casa y en el trabajo. Pero hace unos meses que me siento triste.

—No es eso lo que pienso. Acabo de decirte que estás más contenta.

Claro. Mi tristeza se ha convertido en rutina, ya nadie se da cuenta. Me siento feliz por tener a alguien con quien hablar. Pero lo que quiero decirte no tiene nada que ver con esta aparente alegría. No duermo bien. Me siento egoísta. Sigo tratando de impresionar a la gente como si todavía fuese una niña. Lloro sola y sin motivo en el baño. Solo he hecho el amor con ganas de verdad una vez en muchos meses, y sabes muy bien a qué día me refiero. Ya he barajado la posibilidad de que se trate de un momento de cambio, consecuencia de haber rebasado la barrera de los treinta, pero esa explicación no es suficiente para mí. Siento que estoy desperdiciando mi vida, que un día voy a mirar atrás y me voy a arrepentir de todo lo que he hecho. Menos de haberme casado contigo y de haber tenido a nuestros maravillosos hijos.

—Pero ¿no es eso lo más importante?

Para mucha gente, sí. Aunque para mí no es suficiente. Y cada vez es peor. Cuando por fin remato las tareas del día, comienza un cuestionario interminable en mi cabeza. Me da pánico que las cosas cambien, pero al mismo tiempo siento un gran deseo de vivir algo diferente. Los pensamientos se repiten, ya no tengo control sobre nada. Tú no sabes nada porque ya estás dormido. ¿No oíste el mistral anoche golpeando la ventana?

—No. Pero estaban bien cerradas.

A eso me refiero. Hasta un simple viento que ha soplado miles de veces desde que nos casamos es capaz de despertarme. Te oigo cuando te mueves en la cama y cuando hablas dormido. No te lo tomes como algo personal, por favor, pero parece que estoy rodeada de cosas que no tienen absolutamente ningún sentido. Y que quede claro: quiero a nuestros hijos. Te quiero a ti. Me encanta mi trabajo. Y todo eso me hace sentir aún peor, porque estoy siendo injusta con Dios, con la vida, con vosotros.

Apenas toca el plato. Es como si estuviera con una extraña. Pero decirle esas palabras me hace sentir mucha paz. He revelado mi secreto. El vino está haciendo efecto. Ya no estoy sola. Gracias, Jacob König.

—¿Crees que necesitas un médico?

No lo sé. Pero, aunque así fuera, no quiero hacerlo bajo ningún concepto. Tengo que aprender a resolver mis problemas sola.

—Supongo que resulta muy difícil guardarte esos sentimientos durante tanto tiempo. Gracias por confiar en mí. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Porque ahora ha llegado a ser insoportable. Hoy he recordado mi infancia y mi adolescencia. ¿Ya estaba allí la semilla? No creo. A no ser que mi mente me haya traicionado durante todos estos años, lo cual me parece prácticamente imposible. Procedo de una familia normal, recibí una educación normal, llevo una vida normal. ¿Qué me pasa?

No te dije nada antes, le digo entre lágrimas, porque pensé que se me iba a pasar pronto y no quería preocuparte.

—No estás loca. Nunca has dado la impresión de estarlo. No estás más irritable ni has perdido peso. Si hay control, hay salida.

¿A qué viene lo de perder peso?

—Puedo pedirle a nuestro médico que te recete unos ansiolíticos para ayudarte a dormir. Puedo decirle que son para mí. Estoy convencido de que, si consigues descansar, poco a poco podrás volver a dominar tus pensamientos. Tal vez deberíamos hacer más ejercicio. A los niños les encantaría. Estamos demasiado volcados en nuestro trabajo, y eso no es bueno.

No estoy demasiado volcada en el trabajo. Todo lo contrario, esos reportajes estúpidos me ayudan a mantener la mente ocupada y evitan que me invadan esos pensamientos en cuanto no tengo nada que hacer.

—En cualquier caso, necesitamos hacer más ejercicio, estar al aire libre. Correr hasta no poder más, hasta caer rendidos por el cansancio. Tal vez deberíamos invitar a más gente a casa…

¡Eso sería una pesadilla! Tener que charlar, entretener a la gente, mantener una sonrisa forzada, escuchar opiniones sobre ópera y el tráfico y, por encima de todo, tener que lavar toda la loza.

—Vayamos al parque natural del Jura el fin de semana. Hace mucho tiempo que no vamos allí.

El fin de semana son las elecciones. Voy a estar de guardia en el periódico.

Comemos en silencio. El camarero se ha acercado dos veces para ver si habíamos terminado, y los platos estaban sin tocar. La segunda botella de vino se acaba rápidamente. Imagino lo que mi marido estará pensando ahora mismo: «¿Cómo ayudar a mi mujer? ¿Qué puedo hacer para que sea feliz?». Nada. Nada más que lo que hace. Cualquier otra cosa, como aparecer con una caja de bombones o un ramo de flores, sería una sobredosis de afecto y me resultaría empalagoso.

Llegamos a la conclusión de que no puede conducir para volver a casa, hay que dejar el coche en el restaurante y volver a recogerlo mañana. Llamo a mi suegra y le pido que pase la noche con los niños. Mañana por la mañana iré a buscarlos temprano.

—Pero ¿qué le falta realmente a tu vida?

Por favor, no me preguntes eso. La respuesta es: nada. ¡Nada! Quién me diera tener problemas serios que resolver. No conozco a nadie que esté viviendo la misma situación. Una amiga mía, que ha estado años deprimida, ahora se está medicando. No creo que sea eso lo que yo necesito porque no tengo todos los síntomas que ella citó, ni quiero entrar en el peligroso terreno de las drogas legales. En cuanto a los demás, pueden estar enfadados, estresados, llorar por tener el corazón roto. Y, en este último caso, pueden llegar a pensar que están deprimidos, que necesitan un médico y tratamiento. Pero no es así: no es más que un corazón roto, que los hay desde que el mundo es mundo, desde que el hombre descubrió ese misterio llamado Amor.

—Si no quieres ir a un médico, ¿por qué no lees sobre el tema?

Ya lo he intentado. Pasé algún tiempo leyendo sitios de psicología. Puse más empeño en el yoga. ¿No has notado que los libros que llevo a casa muestran un cambio de gustos literarios? ¿Pensaste que estaba más centrada en lo espiritual?

¡No! Busco una respuesta que no encuentro. Después de leer unos diez libros de palabras sabias, me di cuenta de que no me llevaban a ninguna parte. Tenían un efecto inmediato, pero dejaban de funcionar en cuanto los cerraba. Son frases, palabras que describen un mundo ideal que no existe ni para el que los escribió.

—Y ahora, en la cena, ¿te sientes mejor?

Claro. Pero no se trata de eso. Necesito saber en lo que me he convertido. Soy eso, no es algo ajeno a mí.

Veo que trata desesperadamente de ayudarme, pero está tan perdido como yo. Insiste en los síntomas y yo le contesto que no es ese el problema, todo es un síntoma. Si te digo que es un agujero negro y esponjoso, ¿lo entiendes?

—No.

Pues es eso.

Él me asegura que voy a salir de esta situación. No debo juzgarme a mí misma. No debo culparme por nada. Él está a mi lado.

—Hay luz al final del túnel.

Quiero creerlo, pero mis pies están pegados al cemento. En cualquier caso, no te preocupes, voy a seguir luchando. He luchado durante todos estos meses. Ya me he enfrentado a etapas similares, y acabaron pasando. Un día me despertaré y todo habrá sido como una pesadilla. Estoy segura.

Pide la cuenta, me coge de la mano, paramos un taxi. Algo han mejorado las cosas. Confiar en quien amas siempre da buenos resultados.