Me despierto a las dos de la mañana y me quedo mirando el techo, aun sabiendo que al día siguiente tengo que madrugar, algo que simplemente detesto. En lugar de pensar en alguna cosa productiva como «qué me está pasando», simplemente no puedo controlar las ideas. Hay días, aunque pocos, gracias a Dios, que me pregunto si debería ir a un hospital psiquiátrico en busca de ayuda. Lo que me lo impide no es mi trabajo ni mi marido, sino los niños. No pueden darse cuenta de lo que siento, de ninguna manera.

Todo es más intenso. Vuelvo a pensar en un matrimonio, el mío, en el que los celos nunca han formado parte de ninguna discusión. Pero nosotras, las mujeres, tenemos un sexto sentido. Tal vez mi marido ha encontrado a otra y yo me estoy dando cuenta de ello inconscientemente. Sin embargo, no hay razón alguna para sospechar de él.

¿No es absurdo? ¿Acaso, de todos los hombres del mundo, fui a casarme con el único que es absolutamente perfecto? No bebe, no sale por la noche, no tiene un día fijo para quedar con sus amigos. Su vida se reduce a la familia.

Sería un sueño si no fuese una pesadilla. Porque tengo la gran responsabilidad de corresponderlo.

Entonces me doy cuenta de que palabras como optimismo y esperanza, que aparecen en todos los libros que tratan de transmitirnos seguridad y prepararnos para la vida, no son más que eso: palabras. Puede que los sabios que las pronunciaron les buscaran un sentido y nos utilizaran como cobayas para ver cómo reaccionábamos ante ese estímulo.

En realidad, estoy cansada de tener una vida feliz y perfecta. Y eso solo puede ser síntoma de una enfermedad mental.

Me duermo pensando en ello. Quién sabe, a lo mejor tengo algún problema serio.