Lo primero que hacemos es visitar el museo romano y después subimos la pequeña colina para ver algunas ruinas. Nuestros hijos juegan. Ahora que mi marido lo sabe todo, me siento aliviada: no tengo que fingir todo el tiempo.
—Vamos a correr un poco por la orilla del lago.
¿Y los niños?
—No te preocupes. Están lo suficientemente bien educados como para obedecernos si les pedimos que nos esperen aquí.
Bajamos hasta la orilla del lago Lemán, al que los extranjeros llaman lago de Ginebra. Él compra helados para los niños, les pide que se sienten en un banco y que esperen allí mientras mamá y papá van a correr un rato para hacer ejercicio. El mayor se queja de que no ha llevado el iPad. Mi marido va al coche a coger el maldito aparato. A partir de ese momento, la pantalla es la mejor niñera posible. No se van a mover hasta haber matado a unos cuantos terroristas en unos juegos que parecen hechos para adultos.
Nos ponemos a correr. Por un lado están los jardines, por el otro las gaviotas y los barcos que aprovechan el mistral. El viento no dejó de soplar el tercer día, ni el sexto, y ya debe de estar llegando el noveno, en el que desaparecerá durante un tiempo, llevándose consigo el cielo azul y el buen tiempo. Seguimos por la pista durante quince minutos. Nyon ha quedado atrás y es mejor dar media vuelta.
Hace tiempo que no hago ejercicio. Cuando llevamos veinte minutos corriendo, me detengo. No puedo más. Puedo hacer el resto del recorrido andando.
—¡Claro que puedes! —me anima mi marido, saltando a mi lado, sin perder el ritmo—. No lo dejes. Ve hasta el final.
Inclino el cuerpo hacia adelante con las manos sobre las piernas. Mi corazón está acelerado; culpa de las noches de insomnio. Él no deja de correr a mi alrededor.
—¡Venga, sí que puedes! Ese es el problema: parar. Hazlo por mí, por los niños. No se trata de una simple carrera para hacer ejercicio. Se trata de que hay una línea de meta y sabes que no se puede renunciar por el camino.
¿Se estará refiriendo a mi tristeza compulsiva?
Se me acerca. Me coge de las manos y me sacude suavemente. Estoy exhausta para correr, sin embargo, también me siento demasiado cansada para resistirme. Hago lo que me pide. Seguiremos juntos los diez minutos que faltan.
Paso junto a unos carteles de candidatos al Consejo de los Estados, que no había visto al ir. Entre ellos está el de Jacob König, sonriendo a la cámara.
Aumento la velocidad. Mi marido se sorprende y también acelera el paso. Llegamos en siete minutos, en lugar de los diez previstos. Los niños no se han movido. A pesar de los hermosos paisajes alrededor, con las montañas, las gaviotas, los Alpes en el horizonte, tienen los ojos pegados a la pantalla de ese aparato devorador de almas.
Mi marido se acerca a ellos, pero yo paso de largo. Él me mira sorprendido y feliz al mismo tiempo. Debe de pensar que sus palabras han surtido efecto, que estoy llenando mi cuerpo de las tan necesarias endorfinas, que se liberan en la sangre cada vez que hacemos una actividad física un poco más intensa, como cuando corremos o tenemos un orgasmo. Las principales características de esta hormona son mejorar el humor, mejorar el sistema inmunológico, prevenir el envejecimiento prematuro, pero, sobre todo, dar sensación de euforia y placer.
Sin embargo, no es nada de eso lo que la endorfina me está haciendo. Solo me ha dado fuerza extra para seguir adelante, corriendo hasta desaparecer en el horizonte, dejándolo todo atrás. ¿Por qué he tenido unos hijos tan maravillosos? ¿Por qué conocí a mi marido y me enamoré de él? Si no se hubiera cruzado en mi vida, ¿no sería yo ahora una mujer libre?
Estoy loca. Debería seguir corriendo hasta el hospital más cercano, porque no debería pensar esas cosas. Pero sigo pensándolas.
Corro unos minutos más y vuelvo. A mitad de camino me entra el pánico ante la posibilidad de que mi deseo de libertad se convierta en realidad y de no encontrar a nadie al volver al parque en Nyon.
Pero están allí, sonriendo ante la llegada de la madre y amante esposa. Los abrazo. Estoy sudando, siento que mi cuerpo y mi mente están sucios, pero aun así los abrazo con fuerza contra mi pecho.
A pesar de lo que siento. O, mejor dicho, a pesar de lo que no siento.