14
La llamada del corazón
Mientras los restos de la armada imperial regresan a la capital coreana, abandonada triunfalmente unos meses antes, Marco relata a la princesa Hu-tu-lu el desarrollo de los acontecimientos. Ella envía de inmediato un mensajero a Khanbaliq.
Marco y los supervivientes emprenden, a su vez, la ruta hacia la capital. Los soldados del primer ejército del mundo han perdido su arrogancia de antaño. A medida que se acercan al corazón del imperio, entre sus componentes crece la aprensión. El temor ante la cólera del Gran Kan se mezcla con el alivio por haber sobrevivido al infierno. Por todo ello su marcha es muy lenta. Hasta los propios caballos parecen avanzar a duras penas.
Finalmente, llegan a la capital del imperio y cruzan las puertas entre la indiferencia general. La gente se aparta para dejar paso a los soldados. Los generales vuelven a sus cuarteles; Marco al barrio de los embajadores. Encuentra un mensaje de su padre en el que éste le relata las muchas atenciones que dedica al nuevo gobernador de Yangzhu. Niccolò considera que le tratan bien gracias a los beneficios que él procura al imperio con el comercio de la sal.
Apenas instalado, a Marco le llega una orden de presentarse ante el Gran Kan.
Shayabami le recorta la barba cuidadosamente, echando los pelos a la chimenea por superstición, como ha visto hacer a los chinos. Marco se arrodilla para invocar la protección de la Madona antes de presentarse ante el emperador, y a continuación se pone su más sobrio y elegante atavío.
Atraviesa el parque a paso vivo. Se anuncia un otoño precoz. Las hojas de los árboles crujen bajo sus botas. El viento le envuelve con una manta gélida. Al final de su recorrido, se entera de que este año Kublai ha regresado de la cacería antes de lo que solía. Los cortesanos evitan al veneciano, apartándose cuando pasa. Los guardias de la Ciudad imperial le saludan, y en la puerta de palacio le despojan de su arma. A Marco se le encoge el corazón. Se pregunta si no será detenido antes incluso de haber podido ver al emperador.
—¿El Gran Kan ha recibido ya a los generales?
Los servidores no le responden, limitándose a indicarle el camino. Extrañamente, cuanto más se acerca Marco a la sala del trono, más desiertas están las galerías. Cuando llega al umbral de la antecámara, un guardia le detiene con un gesto.
—Nuestro Señor Kublai no está en palacio.
Es la primera vez que un servidor no lo llama el Gran Kan.
—¿Dónde puedo encontrarle? —pregunta Marco.
En los vacíos corredores, los pasos de Marco levantan interminables ecos. Baja por las escaleras que llevan al parque; sigue entre las hileras de arces llameantes hasta el lugar donde se levantan las tiendas mongoles, azotadas por los gélidos vientos de un otoño temprano. Un faldón de fieltro chasquea como la vela de un navío en plena tempestad. El veneciano contiene un estremecimiento. Ante la más modesta de las tiendas está plantado un alano, uno de los caucásicos que Kublai ha destinado a su guardia personal. Marco adivina que en ella se alberga su señor.
Un monje vestido con una túnica roja corre al encuentro de Marco.
—¡Sanga!
Éste, jadeante, le dirige una sonrisa, mientras recobra el aliento.
—¡Marco…! Me he enterado… —dice con voz entrecortada—. Soy… feliz… al verte de nuevo.
—Yo también.
Ambos amigos permanecen mudos unos instantes, como si el viaje de Marco y la vida de Sanga en la corte hubieran abierto un foso entre ambos.
—Mi corazón está lleno de pesadumbre, Marco. He perdido a mi maestro y protector.
—¿P’ag-pa?
—Sí, poco después de tu marcha, el Venerable partió hacia una tierra pura.
—Entonces, estás solo —dice Marco, entristecido por su amigo.
—Tal vez… Kublai se enfrentó a su hijo para imponerme en la corte. Nos hemos propuesto realizar el antiguo proyecto del gran canal para unir el norte del imperio con el sur.
—Busco al emperador —dice Marco, demasiado preocupado para escuchar a Sanga.
—Sigue por aquí —responde Sanga mostrándole la tienda más cercana.
Marco, impaciente, saluda a su amigo y se dirige a grandes zancadas hacia el pabellón.
El centinela le saluda al reconocerle. Marco franquea prudentemente, con un acto reflejo, el umbral de la puerta de madera decorada en rojo y oro. En efecto, casi ha asumido la creencia de los mongoles de que debe respetarse el umbral de las viviendas. Quien tenga la desgracia de pisarlo, podría ser castigado con la muerte.
En el interior, en la primera sala, unas mujeres oran mientras un chamán salmodia hechizos mágicos para un feliz alumbramiento. Nadie presta atención a Marco, que pasa a la segunda estancia. Como una sombra chinesca tras un biombo, Marco adivina la silueta de Kublai a la cabecera de una de sus más jóvenes esposas mongoles, que se halla en pleno parto. Es la primera vez que el emperador se mantiene junto a una de sus mujeres durante semejante acontecimiento. En el centro del hogar, un fuego crepitante da calor a los presentes. Una sierva arroja a las llamas un puñado de polvo, y de inmediato brota un fuerte olor a incienso. La mujer saluda a Marco y luego pasa detrás del biombo. El veneciano la ve arrodillarse ante el emperador. Luego, éste se levanta penosamente y sale de detrás de la mampara convirtiéndose en un ser real cuando antes era una sombra. Su rostro ha engordado aún más, su tez se ha vuelto casi gris. Avanza con unos andares de anciano. Al ver a Marco, su mirada se ilumina unos instantes. El veneciano ejecuta el ritual de las prosternaciones. De rodillas, le domina una violenta náusea.
—Marco Polo —dice Kublai con una débil sonrisa—. Me satisface volver a verte. Mi hija Hu-tu-lu me anunció tu regreso. Me gustaría escuchar tu relato, pues eres un excelente narrador.
—Gran Señor, lo que he vivido no se lo deseo a nadie.
—Tengo que lanzar un nuevo ejército contra el Japón —anuncia suspirando el Gran Kan.
Marco contiene a duras penas la cólera.
—¡Gran Señor, dadles a los hijos de vuestros soldados el tiempo de hacerse hombres!
El Gran Kan mira a Marco con sus ojos de lobo. De pronto, el veneciano sabe por qué nota el vacío de una presencia en el entorno de Kublai.
—¿Dónde está Chabi? —pregunta.
Nada más pronunciar su nombre, comprende lo ocurrido.
—Mi dulce Chabi se marchó hacia las estepas de nuestros antepasados. Allí está, dispuesta a recibirme —dice dulcemente el emperador.
Ese invierno de duelo ha blanqueado sus cabellos, que parecen polvo. Su mirada lavada por las lágrimas penetra en el alma de Marco.
—Mi pesadumbre se une a la vuestra, Gran Señor.
—¿De qué Gran Señor hablas? He sido incapaz de conquistar una islita perdida en medio del océano. Mis súbditos dejarán de respetarme.
—Los mongoles son temidos desde la época de Gengis Kan.
—Ahora ya no lo seremos. Es nuestra más terrible derrota.
—El ejército de invasión contaba con muy pocos mongoles. Y éstos no son marineros.
Kublai mueve la cabeza.
—¡No importa! El mundo entero sabrá que no somos invencibles. Yo deseaba ser respetado y acabar con el terror que inspirábamos. Quería adherirme a las creencias de los chinos, a sus costumbres. Hacerles compartir las mías. Tenía un sueño…
Kublai se acurruca contra el faldón de paño de la tienda.
—¡Estos palacios son tan fríos! Estoy mejor aquí. Tú, que has conocido el frío tanto como yo, sabes que incluso puede ser desagradable cuando uno dispone de medios para calentarse… Echo en falta a Chabi. ¿Sabías, Marco, que los emperadores chinos acostumbraban hacerse enterrar con sus esposas favoritas? Te hago esta confidencia porque sé que no vas a divulgarla: he llegado a lamentar no poder actuar a la inversa.
—Comprendo —dice Marco que de hecho no comprende.
—A mi abuelo Gengis Kan le gustaba la guerra, el olor de la sangre y el miedo. Fue un gran conquistador, yo quería ser un gran emperador. Creo que he fracasado.
Ambos hombres callan. Los segundos de silencio transcurren, pesados como gotas de plomo.
—No te alejes de la corte, Marco Polo, puedo necesitarte.
El veneciano recibe la noticia con alivio.
—¿Qué vais a hacer ahora, Gran Señor?
—Voy a ordenar que disuelvan el secretariado para la expedición oriental. Luego, me sentaré en mi trono y esperaré…
Marco sale de la tienda compungido, pues comparte sinceramente la pena de su imperial amigo. Busca con la mirada a Sanga, pero al no encontrarle decide regresar a sus aposentos. Recorre las avenidas flanqueadas de árboles, cruza las primeras murallas de palacio y sin salir de la ciudad se dirige al barrio de los embajadores. Enfila una de las callejuelas coronadas por un tejadillo en forma de dragón.
Cuando llega a la puerta de su palacio, Marco ve surgir ante sí una sombra blanca que parece estar esperándole. El veneciano da un respingo y hace ademán de desenvainar la espada. Una mano le detiene.
—¡Ai Xue!
Sin decir una palabra más, los dos amigos se funden en un abrazo. Ambos exhalan un suspiro que denota un profundo contento. Se separan, se contemplan en silencio largo rato.
—¡Cuéntame, Ai Xue! ¡Fui a la guerra para sacarte del Japón! —exclama Marco con lágrimas en los ojos, invadido por una inmensa oleada de alivio.
—Fuimos trasladados de Kamakura hacia el sur de la isla. Entonces se produjo el tifón. Aprovechamos el desorden y el pánico de nuestros guardianes para huir. Ocultos en la selva, aguardamos a que se apaciguara la cólera de los dioses. Algunos de los nuestros no sobrevivieron. Finalmente, descubrimos un barco chino que nos trasladó a las costas del imperio. Vengo de Hangzhu.
Al oír ese nombre, el rostro de Marco se crispa.
—También yo me siento feliz al encontraros vivo —prosigue Ai Xue—. Temía que Kublai descargara sobre vos su furor. No habría sido la primera vez.
—Como ves, Ai Xue, tengo la piel dura. Mi padre me lo repite a menudo: hay una estrella en lo alto que me protege. La Madonna.
—Sí, vuestra diosa —dice el médico sonriendo.
—Durante mucho tiempo me recriminé por haberte llevado conmigo.
Ai Xue se acerca a Marco Polo y baja la voz para hacerle una confidencia:
—No lamentéis ser un hombre de palabra. Ahora me toca a mí cumplir mi promesa. ¿Recordáis a Xiu Lan?
Como impulsado por un presentimiento, Marco se adelanta a Ai Xue y entra en su palacio. Contrariamente a la costumbre, ningún servidor le recibe. Unas voces agudas y unas risas brotan del salón veneciano. Marco sube los peldaños de cuatro en cuatro, seguido muy de cerca por el médico chino. Empuja con brusquedad la puerta. En el interior, Xiu Lan degusta un vaso de té, enloquecedoramente hermosa, espléndida en sus ricos ropajes de seda, con los párpados perfilados en negro y la boca realzada por una pintura de color rojo. A su lado, un niño se ha puesto en pie de un salto. Marco da un paso para entrar en la habitación, y el chiquillo retrocede, aterrorizado. Xiu Lan le habla en chino con voz apaciguadora, después se levanta y le toma suavemente la mano. El muchacho, calmado, vuelve a sentarse otra vez a su lado. Pero está tenso como una ballesta, dispuesto a huir en cualquier instante. Tiene la frente colorada y cubierta de sudor.
Marco espera unos momentos. Por mucho que se haya preparado para este encuentro desde hace mucho tiempo, desde Hangzhu incluso, el hecho de ver a ese niño que en nada se le asemeja le procura una violenta emoción. Extrañamente, había creído o esperado que el chico tuviera con él cierto parecido, quizás unos rizos castaños y los ojos azules, pero nunca imaginó a un chiquillo enclenque para su edad, con ojos almendrados y tez morena.
Pero Dao Zhiyu, que no se hallaba en absoluto preparado para verle, recibe una impresión aún más fuerte. Había soñado en encontrarse con su madre… y en cuanto a su padre, sin duda sospechaba que sería un extranjero, ¡pero no un bárbaro! Por otra parte, ¿qué podía acreditar que aquel hombre era, en efecto, su padre? Vuelve una insegura mirada hacia Xiu Lan.
—Decidle algo, Marco Polo —dice ella.
—No hablo chino.
—Yo traduciré.
Pero Marco sigue callado. Se arrodilla para ponerse a la altura del niño.
—Ai Xue, ¿cómo has conseguido convencerle para que te siguiese? —pregunta Marco sin mirar al médico.
El médico clava la vista en Xiu Lan. Ella entorna los párpados.
—Prometí enseñarle las artes del combate —responde Ai Xue.
Dao Zhiyu se acurruca en brazos de la cortesana.
—¿Xiu Lan es mi madre? —pregunta esperanzado.
Marco agita la cabeza, apenado.
—¿Dónde está mi madre?
Marco suspira. Luego ordena que sirvan unas golosinas, pastelillos de garbanzos, de guisantes y semillas de loto con azúcar.
—El hermano de tu madre está en la corte, yo le encargaré que te enseñe todo lo que debes saber —le dice al niño.
—Sabe contar con el ábaco y escribir su nombre —anuncia Xiu Lan con orgullo, envolviéndole en una mirada de madre.
—Permanecerás conmigo en la corte del Gran Kan —declara Marco.
Dao, al oír ese nombre, interroga a Xiu Lan con la mirada.
—Cuéntaselo a maese Polo, Dao —le pide ésta.
—Dicen que el Gran Kan es hediondo, gordo y viejo, que devora a los niños para rejuvenecerse y que tiene mil años —declara el chiquillo.
Marco suelta la carcajada.
—Te presentaré al Gran Kan, Dao. Verás que sólo es hediondo, gordo y viejo, pero no tanto. Tiene sesenta y seis años y no se come a los niños.
Durante horas, Marco relata a Dao su viaje, la llegada a Khanbaliq, su larga búsqueda para que estuviesen por fin reunidos. No obstante, le oculta al niño que su madre era su esclava. Al hablar de Noor-Zade, Marco contiene a duras penas su emoción. La recuerda sonriente y amorosa. Una imagen, sobre todo, no le abandona: la joven esclava apretando al niño contra su corazón como si quisiera ahogarle con todo su amor. Por aquel entonces, Marco ignoraba que de ese cariño obtenía ella su valor. «¡Encuentra a mi hijo!», había suplicado Noor-Zade en su lecho de muerte. Marco había tenido que cumplir ese ruego.
—Xiu Lan, dile a mi hijo que le enseñaré la lengua de sus padres.
—¿Dónde está mi madre? —repite Dao impaciente.
—Murió —confiesa por fin Marco.
Dao lo temía, aunque no quería creerlo.
Al ver un brillo de lágrimas en los ojos del chiquillo, Marco se acerca a él. Dao hace un movimiento instintivo de retroceso. El veneciano toma la muñeca del niño y le levanta la manga para mostrar el tatuaje.
—Tu madre, al saberse amenazada, hizo que te marcaran en el brazo el emblema de su clan, para que yo pudiera encontrarte y reconocerte. Llevas en ti todo su amor. Tu madre era una princesa. De ella has heredado el orgullo, la voluntad y la nobleza.
Estupefacto, Dao bebe las palabras de ese extranjero que convierten al niño perdido que era en un ser desconocido al que deberá descubrir.