Durante mucho tiempo, Dao Zhiyu ha estado lamentando el no haberse comido incluso las plumas de aquel pollo. Tras varios días de lluvia que le permitieron degustar toda clase de gruesas babosas doradas, ha tenido que alimentarse de raíces medio podridas. Ha devorado puñados de bayas rojas de apariencia apetitosa que han terminado de ponerle enfermo. No deja de pensar en Chang. En vez de socorrerle, huyó como un conejo. Chang, en cambio, se habría quedado junto a él. Por su culpa ha muerto Chang. A veces, esta simple idea basta para arrancarle grandes sollozos de desesperación. El hambre que le atenaza le tortura menos que los remordimientos.
A cada chaparrón, abre de par en par la boca y levanta la cabeza hacia el cielo para beber agua, pero de poco le sirve.
Con la garganta irritada por la sed, ha partido en busca de una ciudad donde poder mendigar y por el camino ha detenido una carreta tirada por un viejo mulo. Aunque Dao se habría contentado con un mendrugo de pan seco, los campesinos que viajaban en ella le han hecho el gran favor de tomarle a su servicio.
Viven en una pequeña granja, entre árboles de moreras, cerca de un bosque.
Le han lavado y le han dado ropas de sus hijos, gastadas pero no manchadas, que le han parecido nuevas. Luego, para evitar los piojos, le han afeitado los cabellos que llevaba bastante largos. La mujer de más edad de la familia es la única que no sale a faenar y que trabaja sólo en casa. A Dao Zhiyu le gusta, porque tampoco ella habla. Cuando la vio por primera vez, Dao se asombró al ver los extraños collares que le rodeaban el cuello. Ante su expresión de pasmo, el padre le explicó que eran huevos de gusanos de seda. Como la anciana no se agitaba mucho y tenía buen carácter, su cuerpo proporcionaba la temperatura ideal para que los capullos pudieran crecer tranquilamente y abrirse.
—Los gusanos de seda necesitan amor y calor —añadió el padre con emoción.
Por primera vez en su vida, Dao Zhiyu deseó ser una de aquellas orugas en su próxima reencarnación.
En el campo, los mayores se afanan cortando con un cuchillo las ramas de las moreras, con las que llenan grandes cestos de mimbre. Bajo el sol, los niños empujan la carreta que los transporta. Las ruedas traquetean por el camino de tierra.
Una vez en la granja, los más jóvenes deshojan cuidadosamente las ramas, una a una. Luego, los padres extienden pacientemente las hojas en las tablas por donde avanzan las grandes orugas blancas y peludas. La mitad de la casa está ocupada por los gusanos de seda, mientras que la familia se apretuja en dos habitaciones.
—Hay que repartir bien las hojas —explica a Dao el hermano mayor—, de lo contrario, los gusanos de debajo no comen bastante. ¿Y sabes qué ocurriría entonces? —Puesto que Dao Zhiyu no responde, concluye—: Los de encima se convertirían en enormes monstruos que no vacilarían en devorarte para calmar su hambre. —Haciendo caso omiso de la expresión aterrada del chiquillo, prosigue—: No lo olvides, los gusanos comen tres veces al día. Para la primera, yo te despertaré.