13
El kamikaze
Unos días más tarde, en la carretera que lleva de Hangzhu a Yangzhu, Marco intercambia pocas palabras con Shayabami. El rostro del niño no deja de obsesionarle. Mil veces toma el pincel para redactar un mensaje a Xiu Lan; mil veces deja secar la tinta sin escribir el menor signo mongol. Finalmente, cuando llegan a las murallas de Yangzhu, se dirige rápidamente al palacio donde le saludan como si hubiera partido la víspera. Una insólita agitación reina allí, al igual que en toda la ciudad. Sus baúles y cofres están ya dispuestos para el viaje hacia Khanbaliq.
—¡Marco! ¡Por fin! ¿No has recibido las órdenes del Gran Kan?
Rodeado de una corte impresionante, Niccolò recibe a su hijo con su atuendo de gala, una singular mezcla de sedas persas, bordados chinos, pieles mongolas y oros venecianos.
—Sí, padre mío —responde Marco, que se pregunta de qué está hablando—. Por lo demás, heme aquí, ya veis.
Niccolò abraza a su hijo y le susurra al oído en su lengua natal:
—El Gran Kan te liberará de tus funciones de gobernador en cuanto partas hacia el Japón. Entre tanto, estarás a las órdenes del general encargado de la preparación militar de las tropas; éste supervisa sobre todo la construcción de los barcos de guerra.
—¿Y cuál es ahí mi papel?
—Conoces el Japón. —Niccolò le propina una palmada en la espalda y prosigue en mongol—: Ven, te presentaré al general Fan Wenhu.
Un hombre enteco de largos bigotes negros cuyas puntas le caen hasta el pecho saluda a Marco a la manera china. Éste intuye enseguida que el militar no va a ser un amigo.
—Señor Polo —comienza el general en mongol con fuerte acento chino—. El Gran Kan me ha ordenado que hable con vos en privado.
Satisfecho de librarse por fin del ambiguo personaje, Niccolò le hace una señal a Marco.
Éste acompaña al general hasta un gabinete sobriamente decorado con rollos caligrafiados en las paredes. El chino no ha utilizado las habituales normas de cortesía, confirmando la desconfianza de Marco.
—Voy a exponeros el orden de batalla que el Gran Kan ha decidido.
El general aguarda que los criados hayan servido el té para desenrollar un mapa mongol.
—El año[25] en que el Gran Kan tomó la capital imperial china Hangzhu es el mismo en el que envió una embajada al Japón, pidiéndole que se sometiese a su autoridad.
—No me decís nada nuevo, general. Por toda respuesta, los embajadores fueron ejecutados.
—Suerte a la que vos escapasteis providencialmente.
—La providencia nada tiene que ver en ello… —comienza Marco, irritado.
—Desde entonces, el Gran Kan me ha invitado a unirme a la nueva dinastía Yuan, que él ha creado —le interrumpe el general.
—Ya había advertido que vos no erais mongol.
—A partir de aquel año, como estaba diciendo, nos hemos dedicado a renovar nuestro ejército, a reclutar hombres en todo el imperio, a construir navíos de guerra a fin de estar bien preparados para la invasión. Hoy, tengo a mis órdenes cien mil soldados chinos, quince mil marinos coreanos y novecientos barcos, dispuestos a salir de Chuanchu[26].
Con el pensamiento muy lejos del destino del imperio y de su soberano, Marco debe hacer un esfuerzo para centrar su atención en las palabras del general.
—Y aquí intervenís vos, señor Polo —continúa diciendo éste—: debéis regresar a Gaegyong donde están ya los ejércitos del general coreano Hong Tagu y sus ciento veinte mil soldados reclutados tanto en China como en el reino de Koryo, y el del general mongol Xindu al mando de cuarenta y cinco mil mongoles.
—¿No es ya Bayan el que mandará la expedición?
—El general Bayan está batallando con los rebeldes, al oeste del imperio.
Cada vez más reticente, Marco escucha al general que repite el plan de batalla perfecto ideado por Kublai.
—Los ejércitos de Hong Tagu y Xindu se harán a la mar desde Happo, en el reino de Koryo, para llegar a la isla de Ikishima. Allí se les reunirán mis navíos. Juntos, lanzaremos nuestra flota contra el Japón. Luego, una vez los hayamos metido en cintura, el Gran Kan desembarcará a bordo del navio imperial.
—Me parece estupendo —observa Marco con una leve ironía.
—El Gran Kan ha dado a entender que sois originario de un país de navegantes.
—Eso es, una República llamada Venecia —precisa Marco con orgullo, aunque el nombre nada evoque para el general.
—Estaréis pues, naturalmente, en primera línea.
—Así me lo imaginaba.
—Las órdenes que se os han dado disponen que partáis de inmediato. El ejército de Hong Tagu salió de Khanbaliq el diez de febrero, debiera llegar al reino de Koryo a mediados de marzo. Procurad no hacerlo esperar como habéis hecho conmigo —termina Fan Wenhu, mordaz.
—Perdonadme, general, ignoraba que se me esperase —dice Marco con ironía.
—Acepto vuestras excusas. Nos veremos con mis hombres en la isla de Ikishima, el día de la luna llena del sexto mes. Buena suerte, señor Polo.
Saluda al veneciano con una breve inclinación.
Con el corazón en un puño, Marco abandona a solas Yangzhu al alba del 20 de febrero de 1281. El paisaje, cubierto de una algodonosa capa de nieve, le trae recuerdos que le producen una gran melancolía. Por aquella misma época, en las alturas del Pamir, Noor-Zade había dado a luz a su hijo. Ella había luchado para que la criatura viviera a pesar de que aquellos glaciares no eran propicios para la existencia humana. Y el pequeño había sobrevivido. Cuando la madre sintió próximo su fin, le había hecho grabar al niño el mismo tatuaje que llevaba ella para que Marco pudiera encontrarle, aunque fuese años después. El veneciano se dice que él debe estar a la altura de aquel tesón con que madre e hijo desafiaron las leyes del destino. Unas lágrimas asoman a sus ojos abrasados por el frío.
Alcanza la capital del reino de Koryo apenas unos días después de la llegada de los ejércitos del general Hong Tagu. Ese coreano, que ha abrazado la causa mongol y es calificado de traidor por sus compatriotas —que procuran que ese calificativo llegue a sus oídos—, ha sido educado en la corte del Gran Kan en compañía de numerosos niños coreanos, rehenes entregados al imperio como tributo. Ha crecido absorbiendo los valores imperiales y sintiendo el fuerte anhelo de integrarse en el nuevo orden dinástico. Contempla a Marco con altivez. La capital coreana, transformada en un gigantesco campamento militar, se ha quedado sin habitantes, que han huido a refugiarse en los templos erigidos en las laderas de las montañas. Ni un solo civil recorre las calles, sólo tropas que se afanan en preparar la partida. Enormes cañones han sido instalados en carretas, así como catapultas y arietes. Todos los animales domésticos han sido requisados y esperan, encerrados en jaulas de bambú, la hora de ser sacrificados para servir de alimento.
Durante el banquete que Hu-tu-lu ofrece en honor de su huésped veneciano, Hong Tagu interroga a Marco sobre las condiciones de su viaje al Japón.
—¿Existe la posibilidad de desembarcar en otra parte que no sea ante esas fortificaciones de las que nos habláis, en la isla de Dazaifu?
—Ellos esperan que desembarquemos en otra parte.
—Sí, sin duda, por eso mismo desembarcaremos precisamente ahí.
—Podemos dividir nuestras fuerzas.
—Nuestra mejor baza, por el contrario, es nuestro número. Perdonadme, señor Polo, pero nada conocéis del arte de la guerra.
Marco esboza una sonrisa.
—En efecto, pero conozco el Japón.
—Por eso sois muy valioso para nosotros. Hemos consultado los oráculos. Mañana es el día de la primavera y es un buen día para partir a la guerra.
—¿Mañana? ¡Si he llegado hoy mismo!
Hong Tagu bebe un trago de té y omite un sonoro chasquido.
—Será entonces que los cielos os aguardaban —replica con una sonrisa.
Al alba se da la orden de partida. Marco ha dejado a Shayabami en la capital coreana, con el pretexto de que el Japón trae mala suerte. De hecho, la ausencia de Shayabami le valió, una vez, salvar su propia vida y, por superstición, Marco no quiere tentar la fortuna por segunda vez. Con toda naturalidad, el sirio ha aceptado la decisión de su amo, y solamente ha insistido para mostrar su abnegación.
La vanguardia del ejército se pone en marcha hacia el sur de la ciudad. Lentamente, entre el estruendo de las armaduras, el chirriar de las ruedas, el golpeteo de los cascos de las monturas, la ciudad se va quedando vacía. Sólo el cacarear de algunos pollos que huyen y los gritos de quienes los persiguen turban esa siniestra melopea amortiguada por la nieve. Los capitanes organizan los batallones, prodigando sus órdenes con rigor. Antes de la hora nona, los ciento setenta mil hombres de los ejércitos coreano, mongol y chino del Gran Kan se han puesto en camino hacia la costa coreana. Durante todo el trayecto, la tropa va engrosando con los soldados reclutados, de buen grado o por fuerza: criminales, esclavos, vagabundos, muchachos o ancianos harapientos, como era costumbre cuando los ejércitos iban a la guerra.
Un mes más tarde, han llegado a la bahía de Happo. En las laderas de las colinas que llegan hasta el mar, los mongoles plantan con rapidez y eficacia sus tiendas, sus hogares, y encierran a los animales en corrales montados a toda prisa. Los chinos, por falta de disciplina, lo hacen con mucha menos eficacia. El ejército coreano está constituido, en su inmensa mayoría, por soldados sin experiencia, campesinos arrancados a sus campos o artesanos que han abandonado su taller. Esos hombres aguardan toda una semana, en completa desorganización, que les indiquen cómo instalar su campamento. Las órdenes se dan en todas las lenguas, los intérpretes corren de un batallón a otro, agotados.
Los novecientos navíos de guerra se extienden por toda la bahía hasta la ristra de minúsculas islas que la protegen de las grandes olas del océano. El mar parece tapizado por una oscura alfombra de barcos amarrados unos a otros. El silbido del viento en los mástiles produce una siniestra melodía, y muy distintas clases de bajeles se codean. El Gran Kan ha ordenado a los coreanos construir barcos copiados de los de los bárbaros de Occidente, sin reparar en el gasto. Los marinos han tenido que aprender en pocos meses el manejo de esos navíos. Los chinos y los mongoles trepan a los clásicos juncos de guerra, de nueve cubiertas, muy anchos y pesadamente armados.
El embarque, previsto inicialmente para una semana después de su llegada, se ve retrasado por los oráculos que predicen mal tiempo. El estruendo de los barcos que chocan entre sí basta para comprender que sería imposible salir de la bahía. El viento glacial levanta las tiendas de los chinos y los coreanos, menos acostumbrados que los mongoles a precaverse contra él.
Por fin, el segundo día del mes de mayo, el general Hong Tagu anuncia la partida para el día siguiente. La noticia es recibida con alivio por todas las tropas que comenzaban a hartarse de su inmovilidad.
La víspera del embarque, una sorda angustia mantiene a Marco despierto a pesar de la oscuridad que ha caído de pronto. Piensa en Ai Xue y en sus compañeros, condenados a una muerte cierta. Trata de hallar un medio para llegar al Japón y salvarlos, pero no se le ocurre ninguno. En el momento de realizar el designio del Gran Kan, acude a su memoria lo ocurrido diez años antes, cuando desde Venecia viajó su padre a Khanbaliq, para conocer un pueblo considerado bárbaro y sanguinario. Una eternidad concentrada en un abrir y cerrar de ojos. Se recuerda, joven ingenuo y arrogante de diecisiete años, recorriendo los canales de su ciudad natal a la caza de sus sueños de aventura. Pero esta noche, acurrucado bajo sus mantas, procurando dormir pese al viento que muge contra la tienda, debe admitir que ha ido mucho más allá de sus ambiciones. No sabe qué razones le empujan a acometer las más locas empresas. Pero no podría seguir viviendo sin haberlo intentado todo para salvar a Ai Xue y sus compañeros. Piensa en Sanga, convertido en un cortesano, influyente, intrigante, impaciente. Casi le envidia, y se pregunta cuál será su secreto para realizarse tranquilamente en esta vida.
Aparta malhumorado estos pensamientos: nada de debilidades en el momento de partir al combate. Y sin embargo, aunque sea hábil en el manejo de la espada, como todo gentilhombre mercader, está lejos de ser un experto —como se lo recordó muy amablemente el general Hong Tagu— en el «arte de la guerra». Se embarca con una misión de explorador, lo que no le impedirá estar en primera línea. Y aunque sabe que su protección estará muy bien asegurada hasta que desembarque en las costas japonesas, una vez haya transmitido las informaciones que posee se convertirá en un explorador más molesto que valioso. Obsesionado por la certidumbre de que va a morir, pasa toda la noche enfermo de miedo, y apenas le quedan ánimos para rezar a la Madona.
La mañana del tercer día del quinto mes del año del Dragón[27], los ejércitos del Gran Kan comenzaron a embarcar en los navíos de guerra, a pesar de los malos presagios aparecidos a última hora: al parecer se había divisado una serpiente que emergía de las aguas y el mar desprendía un olor a azufre. Pero Hong Tagu no puede retrasar más la partida si quiere acudir a la cita de la luna llena con el general Fan Wenhu.
Marco examina el firmamento donde se desgarran negras nubes. Pero antes del mediodía, el cielo se ha vuelto perfectamente límpido, lavado por un viento gélido pese a la primavera que anuncian ya los árboles en flor.
Mientras aguarda a que sus soldados tengan lista la impedimenta, el general Hong Tagu se recoge ante la stupa de los Tres Joyeles, donde medita sobre la segura victoria de los ejércitos del Gran Kan.
A última hora de la tarde, los ciento setenta mil hombres están a bordo de los bajeles y las embarcaciones se hacen a la mar.
Marco ha subido a bordo de un enorme junco de guerra, tan ancho que casi parece cuadrado. Estudia con interés la construcción del navío, que pone simétricas la proa y la popa, y ambas están muy elevadas con respecto a la cubierta. El junco va provisto de una especie de espadillas manejadas por cuatro hombres cada vez que el mar lo permite. Posee dos enormes anclas de piedra que rebotan con un ruido sordo contra el casco cuando hay mucho oleaje. Las velas están confeccionadas con estera y tela. Marco admira la astucia de los compartimentos estancos, que limitan los riesgos de zozobrar en caso de que se abra una brecha en el casco. Las cabinas individuales, que son varias decenas, están colocadas a proa. El junco arrastra tras de sí una barca cargada de madera y agua dulce. Marco entabla amistad con el capitán, y, gracias a la complicidad de los hombres de mar, aprovecha su presencia a bordo para aprender algunos secretos de navegación. Impresionantes cartas marinas y estelares, extremadamente precisas, permiten al capitán guiarse por medio de los movimientos de las estrellas y del sol. Si las nubes le impiden distinguir estos valiosos puntos de orientación, una brújula china le indica el sur y le permite perfectamente trazar la ruta.
A bordo, infantes y jinetes cuidan con mimo sus armaduras de cuero y metal. Durante toda la duración de la travesía, comparan sus técnicas de tiro con arco o ballesta, hacen ejercicios con la espada, se entrenan para el cuerpo a cuerpo y las artes marciales.
Marco disfruta navegando. El mar podría recordarle Venecia si sus aguas fueran tan plácidas como aquéllas en las que de niño se zambullía con delicia. Pero pese al cielo despejado, las olas forman enormes crestas orilladas de espuma. Un viento constante hiela los huesos.
Ciento cincuenta navíos coreanos forman la vanguardia de la flota y los cincuenta últimos defienden la retaguardia. En caso de ataque naval, serán los primeros expuestos a los tiros. El tiempo despejado permite a la armada llegar rápidamente frente a las costas japonesas.
A bordo de los juncos de guerra, los soldados mongoles arman las catapultas. Una decena de hombres sudan la gota gorda tendiendo las enormes ballestas. Los más jóvenes preparan las bombas explosivas, los bloques de piedra y de metal fundido, las bolas envenenadas y las que una vez inflamadas servirán de proyectiles. Todos están serios y concentrados. La flota se ha adelantado a las fuerzas chinas; en consecuencia el general Hong Tagu da orden de echar el ancla. Las instrucciones se transmiten a voces desde la vanguardia a la retaguardia. Ya sólo hay que esperar a las tropas del general Fan Wenhu. Todos se mantienen dispuestos para el asalto. Cae la noche sobre la armada. Los marinos, que no duermen demasiado, aguardan con ansiedad la aparición de la luna en el cielo. Las nubes oscurecen la bóveda celeste, pero se adivina el astro nocturno, casi lleno. Dos días transcurren así antes de que el disco ilumine, como en pleno día, la negra superficie del océano. Los guerreros, la mayoría de los cuales no ha conciliado el sueño, se mandan señales de un navío a otro, confiando en ver aparecer la gran flota china tras un pespunte de espuma. El sol se levanta entre largas llamaradas rosas y anaranjadas en las que el cielo se desposa por el mar. Las olas se alzan en un ritmo desordenado e incesante, pero no asoma el menor bajel en el horizonte. Los días transcurren y los hombres, cada vez más nerviosos, no dejan de afilar sus armas y pulir sus armaduras.
Incansablemente, Hong Tagu estudia el único mapa que posee de las costas japonesas. Tiene muchas inexactitudes pero las precisiones de Marco lo completan con eficacia. Los comandantes de las flotas coreana y mongol discuten, junto con Marco, la estrategia que deben adoptar. Se reúnen en torno a media docena de botellas de vino de arroz.
—Nos llevamos víveres para tres meses, pero hemos consumido ya los dos tercios. La situación es inquietante —manifiesta Hong Tagu.
—Pero ¿qué está haciendo Fan Wenhu? Nos ha traicionado. Es un chino —dice el general Xindu respondiendo a su propia pregunta—. Ha estado esperando la hora de su revancha.
—Nunca haría eso. Ha adoptado la causa de la nueva dinastía, como yo mismo —le defiende Hong Tagu.
Xindu suelta un gruñido.
—Sin sus fuerzas, corremos el riesgo de fracasar contra los japoneses —apunta Marco.
—Si le esperamos, corremos el riesgo de perecer de hambre —advierte Hong Tagu.
—Mandemos un barco a su encuentro, para obtener información —sugiere Xindu.
—O mejor aún, un mensajero a tierra, a Koryo, sin duda nos comunicará algo —propone Marco.
—¿Y por qué no un mensajero a Khanbaliq, para pedir nuevas instrucciones al Gran Kan? —suelta Hong Tagu con una pizca de ironía.
Xindu apura su vaso de un trago.
—¡Buena idea! —exclama con el rostro congestionado.
El general Hong Tagu mueve la cabeza, desesperado.
—¿Por qué perdemos el tiempo discutiendo? No tenemos elección: lancemos el ataque. Los japoneses nos esperan, hace tiempo ya que el efecto sorpresa se ha perdido.
Xindu alarga el brazo y mueve de un lado a otro el dedo en señal de negación.
—Debemos obedecer las órdenes del Gran Kan.
Hong Tagu se inclina, rígido en su uniforme.
—General, respeto vuestra lealtad hacia el Señor de todos nosotros. Y estoy seguro de que os lo agradecería. Sin embargo, existe una información que él no conoce y que sólo yo poseo…
Hace una pausa para mayor efecto. Xindu, que iba a servirse otro trago de vino de arroz, se detiene sin completar la acción.
—Los soldados chinos no parten entusiasmados a combatir en nombre del emperador. Cuanto más esperemos, más desearán regresar a su casa. Por lo que a los coreanos se refiere, son campesinos.
—¿Queréis decir que estáis al mando de un ejército de traidores, general? —exclama Xindu, indignado.
—Os digo que debemos atacar sin esperar a Fan Wenhu. Tendremos que actuar deprisa, no tenemos ninguna base de retaguardia.
—Lo importante es salvar a los hombres —dice Marco.
Cuando apuran la última botella, han tomado ya la decisión de lanzar el asalto contra el Japón.
Al día siguiente, toda la flota leva el ancla para dirigirse en buen orden hacia la bahía de Hataka. El muro de fortificaciones se distingue por encima del oleaje. Hong Tagu envía dos emisarios a tierra, con el encargo de hacer llegar una última advertencia a los japoneses. La pequeña barca desaparece rápidamente en los remolinos, para aparecer de nuevo sobre una cresta cargada de espuma. Finalmente, llega a tierra. Los dos hombres ponen el pie en el suelo e, inmediatamente, son acribillados a flechazos.
Un silencio de muerte cae sobre la flota. Hong Tagu da la orden de atracar.
Los remeros hacen avanzar los navíos rápidamente. La playa está desierta, aunque parece más amenazadora aún que si hubiera estado llena de soldados japoneses. Las olas rompen con furor contra las altas murallas. Hong Tagu descubre una cala que parece menos defendida que el resto de la costa. Los navíos se acercan tanto como pueden al litoral, formando varias filas que se extienden por muchos lis. Luego, los arqueros arman sus arcos y ballestas. Los artilleros cargan las catapultas, dispuestos a cubrir el desembarco de los batallones. Los soldados saltan a tierra en desorden, pero recuperan toda su disciplina al tomar posiciones. Los encargados de instalar el campamento emprenden su tarea con fervor. Otros desembarcan las escalas y los ingenios bélicos montados sobre ruedas. Los primeros soldados se lanzan al asalto de las fortificaciones con grandes gritos. De pronto, miles de japoneses, armados hasta los dientes, surgen en lo alto de las fortificaciones. Los arqueros mongoles lanzan flechas inflamadas que alcanzan las tropas japonesas. Las catapultas disparan bombas incendiarias que lo abrasan todo allí donde caen. Pero los japoneses son cada vez más numerosos, más combativos. En cuanto un mongol llega a lo alto de la escala de mano, es decapitado de un sablazo. Los japoneses consiguen derribar centenares de escaleras apoyadas en sus murallas.
Hong Tagu da la orden de retirada. Los soldados se repliegan hacia su improvisado campamento, y cuentan sus heridos y sus muertos.
—Son más duros de pelar de lo que imaginaba —maldice Hong Tagu.
—Nos falta la mitad de nuestro ejército, general —recuerda Xindu—. Esperemos a Fan Wenhu.
—Me temo que sea demasiado tarde —dice Marco.
—Con nuestras bajas en soldados, podemos considerar que nuestras reservas han aumentado —deduce Xindu, en un silencio general.
Deciden proseguir los asaltos.
Mientras, por el mar los atacan unas embarcaciones japonesas, pequeñas, rápidas y de fácil manejo que consiguen hundir muchos de los enormes juncos de guerra y de los barcos de avituallamiento.
Transcurre un mes durante el cual la posición conquistada un día es recuperada por el enemigo al día siguiente, y una terrible epidemia de cólera se abate sobre las filas mongolas, agotadas ya por los combates y el calor. Pese a las precauciones y el aislamiento de los enfermos, miles de soldados contraen la enfermedad y yacen bajo las tiendas entre abominables sufrimientos. Se sospecha que los japoneses han contaminado el agua. Tras unas semanas, los invasores cuentan tres mil muertos que tratan de enterrar de acuerdo con los ritos bajo los disparos enemigos. Pero pronto los cadáveres son tan numerosos que deben resolverse a quemarlos. Y la flota de Fan Wenhu sigue sin aparecer.
El mes de agosto de 1281 se anuncia especialmente cálido. Hong Tagu reúne el consejo.
—La situación es grave. Hemos perdido muchos hombres ante estas malditas murallas y la epidemia nos ha arrebatado muchos más. Los japoneses son valerosos y tenaces. No hemos podido atravesar sus defensas. Las tres insignificantes posiciones que hemos conquistado nada tienen de estratégico. Os propongo, con enorme pesar, que volvamos a embarcar y nos marchemos.
Marco y Xindu se miran, aliviados.
—Creo que es una prudente decisión —aprueba el veneciano—. El Gran Kan os agradecerá que hayáis salvado su ejército.
De pronto, un mensajero entra en la tienda, jadeante, con el fatigado rostro iluminado por una amplia sonrisa.
—¡Mi general! ¡La flota del general Fan Wenhu está a la vista!
De inmediato, Hong Tagu corre hacia la playa, seguido de Xindu y Marco. En efecto, a lo lejos, minúsculas velas oscuras se dibujan contra el horizonte como una colonia de insectos.
—Hay que mandar a alguien a su encuentro —murmura Hong Tagu, impaciente—. Venid, señores.
Los lleva de nuevo a la tienda, saca el gastado mapa del Japón, mil veces plegado y desplegado.
—Estamos aquí. Fan Wenhu debe desembarcar al otro lado, para atrapar a los japoneses en una tenaza y cortar la isla en dos. ¡Que traigan vino de arroz para festejarlo! —exclama, aliviado.
—Tal vez el general Fan Wenhu pudiera enviar una parte de sus hombres para relevar a los nuestros —sugiere Marco.
Hong Tagu mueve la cabeza.
—Es inútil. Con sus cien mil soldados, atravesará la isla sin dificultades para reunirse con nosotros.
—Nosotros teníamos setenta mil —precisa Marco.
Hong Tagu clava en él una negra mirada.
—Sois un pájaro de mal agüero, señor Polo. Quizá no hubiéramos debido traeros…
Marco suspira:
—Si fuera un pájaro, emprendería el vuelo y abandonaría lo antes posible este lugar, general.
Unos días más tarde, reanimados, los mongoles han emprendido de nuevo la ofensiva. Acumulan las victorias, y se disponen a abrir una brecha en la muralla al observar que se debilitan las defensas japonesas. La lluvia de flechas es tan densa que oscurece el cielo.
En la tienda, Hong Tagu, Marco y Xindu reciben un mensaje de Fan Wenhu: acaba de arribar al otro lado de la isla de Kyushu y va a emprender el asalto contra los japoneses. Marco no ha dormido en toda la noche. Una terrible descomposición de vientre le ha mantenido despierto. Intenta tranquilizarse atribuyéndola al miedo más que al cólera. Incapaz de comer nada, bebe botellas de té ardiente, el único brebaje que le alivia. Escucha distraído las noticias del frente, más atento al dolor de sus entrañas.
—Señor Polo, parecéis enfermo.
—En efecto, general, he pasado bastante mala noche.
Hong Tagu se sobresalta y retrocede ostensiblemente.
—Os sugiero que vayáis sin tardanza al navío almirante para que os cuiden.
—La sugerencia suena como una orden.
Temiendo que Marco le haya contaminado, Hong Tagu pretende alejarle del frente, como hacen con los soldados enfermos, de modo que le indica que salga al momento.
Marco obedece, demasiado indispuesto para discutir, y sigue al soldado encargado de escoltarle. Sube a una de las barcas que hacen el trayecto hacia los bajeles más grandes. Con la cabeza entre las manos, no dirige la palabra al remero.
Empieza a oír una especie de silbido, y al principio cree que es un síntoma de su mal. Ya embarcado en el mayor de los juncos, Marco se dispone a dirigirse a una cabina cuando, al levantar la cabeza, percibe en el horizonte una cinta negra que se tensa y se destensa, como un dragón furioso. Fija en ella la mirada, con los ojos desorbitados.
—¿Veis lo que se acerca por allí? ¡Los soldados deben embarcar de inmediato!
El capitán se pone de puntillas, atónito.
—¡El kamikaze[28]! ¡No tendremos tiempo, señor Polo!
—¡Es una orden!
—Perdonadme, señor, pero soy el único que manda a bordo. Voy a dar orden de zarpar.
El escolta de Marco tiende el brazo hacia la playa.
—¡Mirad!
En tierra ha comenzado la retirada, espontánea y en desorden. Los oficiales procuran retener a sus hombres, pero es en vano.
Como un monstruo que reptara sobre el agua a una velocidad de vértigo, el tornado se divisa a lo lejos. Se despliega, retorciendo hacia el cielo sus inmensos anillos. Parece estar a decenas de lis, pero el viento sopla ya con mayor ímpetu. Los marinos se atarean, nerviosos. El capitán da las órdenes con sangre fría. Se izan las velas, se leva el ancla. El barco se aleja hacia mar abierto. En todos los labios, Marco puede leer una plegaria. Otros navíos los imitan. En la playa, a los soldados les cuesta ya moverse a causa de la ventolera. El combate contra los japoneses ha cesado, ahora la lucha se centra en la supervivencia. Los árboles danzan enloquecidos, sacudidos en todas direcciones. A bordo, el silbido del viento se hace tan violento que el capitán se desgañita en vano. Se ve obligado a correr de un lado a otro de la cubierta para transmitir sus órdenes. Se detiene junto a Marco.
—Haríais mejor entrando en la cabina, señor. La cosa no tiene muy buen aspecto.
—¡También yo soy un marino! —grita el veneciano.
El capitán le mira rápidamente.
—Id a ayudar con la vela mayor.
Al momento, Marco olvida su dolor de vientre y sólo piensa en ser útil. Cuando baja los peldaños que llevan al palo mayor, ve a una decena de marineros que trata de izar la vela que chasquea, se hincha y resiste como si estuviera viva. Consiguen izarla hasta medio mástil y se disponen a hacer lo mismo con la vela de proa cuando ésta se desgarra con un crujido tan penetrante que parece un alarido. Los mongoles, aterrorizados, comienzan a lanzar terribles gritos. Medio li por detrás de ellos, el espectáculo es inaguantable. Atrapados aún en la cala, los navíos son levantados por el viento como vulgares cáscaras de nuez, arrastrados por olas tan altas como el palacio del Gran Kan, y chocan unos con otros como dados. Otros son lanzados contra el litoral y se aplastan destrozados en la playa, por la que corren unos soldados desesperados que buscan un refugio allí donde saben desde hace dos meses que no hay ninguno. Siniestros crujidos llegan hasta la embarcación de Marco. Pero el viento cubre los gritos de los hombres. En el junco de guerra, los marinos se han detenido, aterrados, al ver que su destino podría quebrarse tan fácilmente como los barcos del mayor emperador del mundo. El segundo mástil del navío se rompe con un enorme estrépito y se desploma sobre la cubierta. Gritos, sangre. Todos huyen presa del pánico, corriendo sin objetivo preciso. Algunos se lanzan al mar.
El barco, empujado por el viento, corre a la velocidad del rayo y se estampa contra el navío que le precede. Los gritos de los marinos se mezclan con los crujidos del aparejo.
Milagrosamente, el montón de madera y sangre formado por las dos naves parece proteger el bajel de Marco. El capitán consigue mantener el rumbo, navegando al abrigo del monstruo sanguinolento. Las olas caen a ráfagas sobre los tripulantes, dejándolos cada vez más aturdidos. Empapados hasta los huesos, les cuesta recuperar el aliento entre los embates del mar que los empujan de una punta a la otra del navío. El barco parece divertirse con ellos, cuando él mismo es juguete de los más terribles elementos. Los siniestros crujidos del casco auguran el final de todos ellos.
—¡Hay que sujetar el timón! —vocea el capitán, casi afónico.
Marco y tres más corren hacia el timón y se aferran a él con la energía que da la última esperanza.
—¡Atémonos! —grita Marco a sus compañeros.
Uno de los marineros se aleja para hacerse con una cuerda. El barco se hunde en el abismo de una ola inmensa. El marinero pierde el equilibrio y con los ojos desorbitados de horror desaparece devorado por la ola que cae rugiendo, como una fiera que cerrara sus fauces de espuma para tragarlo de un bocado. Los demás contienen la respiración. La ola se desploma sobre el barco con un espantoso estruendo, azotándolos con una violencia que nace de las entrañas de los mares. Marco siente que se ahoga, pero permanece con las manos crispadas, casi soldadas a la barra. Con la manga se va secando sin cesar los ojos, irritados por las salpicaduras. Hace un esfuerzo sobrehumano para aguantar. Su cuerpo tiene ganas de renunciar, de dejarse arrastrar por el agua que se retira con fulgurante rapidez del barco. Empapado, temblando, abre de nuevo los ojos. De todos sus compañeros, sólo quedan tres, agarrados como él al timón. «¡Tenemos que atarnos!», se repite. El navío se levanta por los aires como si fuera a emprender el vuelo. El viento parece soplar con más violencia aún. Objetos de toda clase vuelan a través de las velas medio desgarradas. Marco se arrastra hasta la amurada y se apodera de un rollo de gruesos cabos. El bajel está tan empinado sobre la ola que el veneciano podría creerse en lo alto de un acantilado. Por primera vez en su vida, le domina el vértigo, pero logra sobreponerse cuando la embarcación comienza a deslizarse hacia el abismo. Sin perder un momento, regresa junto al timón y entrega la cuerda a sus compañeros. Con los dedos entumecidos, consigue hacer un fuerte nudo, imaginando con terror, durante una fracción de segundo, que una oleada arranca el timón, pues el mar embravecido, erizado de dragones de múltiples anillos, lo arranca todo. Marco reza con fervor. Sus labios tiemblan de frío. Los tres hombres procuran mantener el rumbo, sea éste cual sea. Durante horas, Marco permanece rígido en la misma posición, azotado por el viento y el agua, con el corazón en un puño y el estómago revuelto. El miedo es tan intenso que uno de los marineros vacía allí mismo sus entrañas. Marco deja de existir; es sólo una mota de polvo presa de la brutalidad de los elementos. Ruega para volver a ser un hombre.
Bruscamente, el tifón se aleja y la tormenta se transforma en simple ventolera. Marco ha permanecido quieto tanto tiempo que no puede moverse. Sobre su cabeza, el cielo muestra jirones azules. Con esfuerzo, casi con rabia, se libera de las cuerdas que le han salvado la vida. Los demás marineros, ya de pie, le ayudan. La cubierta está sembrada de restos de toda clase, árboles arrancados a la tierra, residuos de navíos y despojos humanos, y casi todos sus elementos propios han desaparecido. Varios cadáveres resbalan de aquí para allí al albur de los bamboleos de la nave. El capitán, medio aturdido aún, ordena que los arrojen al mar con todos los honores. A lo lejos es todavía visible la costa. Han avanzado muy poco. El océano es un mar de cadáveres que oscilan sobre las olas.
—O Dio! —grita Marco al descubrir el espantoso espectáculo.
Se agarra la cabeza con las manos y sin poder contenerse rompe a llorar como un niño.
Una semana más tarde, cuando se acercan a las costas coreanas, un junco que había abandonado el Japón tras el paso del tifón les facilita algunas informaciones. La flota del general Fan Wenhu fue diezmada por el tornado. Quienes habían podido escapar tuvieron que capitular ante los japoneses o fueron eliminados. Apenas un tercio del orgulloso ejército regresará a buen puerto. Muchos de los bajeles se hundieron durante la tempestad.
Al volver a pisar por fin tierra firme, Marco, enfermo, no es capaz de borrar de su memoria la visión de las olas que arrojan incansablemente a las costas japonesas miles de cuerpos entremezclados. El océano se había tragado para siempre los sueños de conquista de Kublai.