Un grito desgarra el silencio. Xiu Lan se incorpora de un salto. Corre hacia la escalera, está a punto de caer al suelo, se detiene, jadeante. Al llegar al umbral de la estancia sumida en la oscuridad, escruta vacilante la negrura. El grito se prolonga, penetrante, inaguantable. Xiu Lan entra en la habitación. El niño se retuerce, con la boca abierta, como presa de una crisis de demencia. Ella intenta levantarlo en brazos, pero el muchacho pesa más de lo que imaginaba, y debe dejarlo en su regazo.
—¡Cambia las sábanas, están empapadas! —ordena a su criada que aparece por la puerta entornada.
Dao levanta la cabeza con los ojos desorbitados, aterrorizado y sorprendido. Xiu Lan le pone con suavidad la mano en la nuca y le apoya suavemente la cabeza contra su pecho. Él se abandona a esta caricia. Con los ojos cerrados, se agarra a ella, le rodea el cuello con los brazos, y posa la cabeza sobre el hombro de la joven. Se tranquiliza poco a poco, entumecido aún de sueño. Su respiración se hace más lenta. Xiu Lan disfruta de la calidez frágil y apaciguadora del cuerpo del niño, que la ciñe con infinita ternura. Ese contacto le recuerda cruelmente la pesadumbre de su vientre vacío. Unas lágrimas ardientes y dulces se escurren bajo sus párpados. Se siente llena de una maternidad frustrada. Permanece así escuchando la respiración del niño, que poco a poco se acompasa a su propio aliento. Ese abrazo no tiene nada de la sensualidad de las caricias de su vida de cortesana. Vencida por una emoción sin par, deja que transcurra la noche, velando con amor el sueño del niño.
Desde que llegó a casa de Xiu Lan, Dao Zhiyu no sale nunca, muy feliz por haber encontrado un hogar donde se encargan de él y lo mantienen caliente. Quisiera hacerle a Xiu Lan preguntas sobre su padre. En secreto, está convencido de que, aunque ella no se lo confiese, Xiu Lan es su madre, tanto más cuanto que no le asigna ninguna tarea en particular. Ella es consciente de que su protegido tiene los modales propios de un golfillo callejero. Al principio, le sorprendió metiéndose furtivamente trozos de comida en el bolsillo mientras estaban en la mesa. Pronto advirtió que la inactividad perjudicaba al niño, que estaba cada vez más agitado. Pasadas unas semanas, se decidió a confiarle el cuidado del jardín. Reticente primero ante la idea de encargarse de las plantas, Dao Zhiyu comenzó a encontrarle gusto y pronto siguió con atención el florecimiento de un rosal que había podado días atrás.
Al caer la noche, Xiu Lan desaparece y le deja solo en su habitación. Aunque ella cierra con llave sus aposentos, él ha encontrado un medio de pasar por los tejados y ocultarse tras una cortina de papel de arroz, para espiar lo que hace la joven. Al principio, el olor a jazmín le disuadió, pero, decidido a satisfacer su curiosidad, cierta noche se apoderó del frasco de perfume y se agazapó tras la cortina prohibida. Ésta se levantó de golpe, y Xiu Lan se irguió ante él, vestida con una sencilla túnica de lino, y con el rostro limpio de maquillaje. Parece tan joven que Dao Zhiyu apenas la reconoce. Petrificado de terror, como si fuera a ser expulsado a golpes de bambú, esconde a su espalda el perfume.
—Entra, Dao. Así verás mejor lo que hago.
El niño se desliza hacia el interior. Ella vuelve a sentarse ante los pequeños botes llenos de polvos de todos los colores. Hunde el dedo en ellos y se maquilla con leves toques en las mejillas, los párpados, los labios. Vuelve la cabeza y contempla con satisfacción a Dao. El chiquillo ha engordado, sus cabellos han crecido y su piel es tan lisa como la de un recién nacido.
—¿Qué ocultas detrás de la espalda?
Él se encoge de hombros. Ella se ladea y echa una mirada tras él.
—¡Eh, ladronzuelo! —grita.
Quiere quitarle el frasco de las manos, pero Dao es más rápido y corre hacia la ventana. Desgarra el papel aceitado y, con todas sus fuerzas, tira el recipiente al jardín. El frasco se rompe con un ruido seco, mezclando su aroma con los de la naturaleza. Indignada, ella levanta la mano para abofetearle. Él la esquiva y huye por la habitación.
—¿Tienes idea del número de noches que he necesitado para pagarme un frasco de este precio? —grita, furiosa Xiu Lan.
Dao asiente con la cabeza, y sale de detrás de la mesa.
Ella se muerde el puño de rabia.
—Tienes suerte de estar protegido, de lo contrario… Además, ¿por qué eres tan valioso? ¿Lo sabes tú?
Él mueve la cabeza, apenado.
Dejándose caer en un taburete, Xiu Lan rompe a llorar. Desde que volvió a ver a Marco Polo, la oprime una invencible sensación de angustia.
—Vamos, acércate —dice entre dos sollozos.
Dao Zhiyu avanza hacia ella sin saber qué hacer. Xiu Lan se sobrepone, se seca los ojos con un pañuelo de seda. Hunde delicadamente las yemas de los dedos en un bote de crema.
—¿Recuerdas que una noche te pusiste a gritar?
Dao la mira con asombro, abriendo mucho los ojos.
—Eso significa que las palabras están en tu interior. No has encontrado aún la llave pero, algún día, saldrán también, como los gritos.
Xiu Lan acaricia las manos del niño, cubriéndolas con un ungüento suavemente perfumado.
—Ya verás —añade—, cuando seas mayor serás guapo y fuerte. —Luego se echa a reír—. Por lo general, trato con hombres menos tímidos que tú.
Le acaricia con los dedos la muñeca. Dao Zhiyu, hechizado, se abandona poco a poco a esa delicadeza a la que no está acostumbrado.
—Muy pronto tú y yo dejaremos de vernos —anuncia de pronto la joven—. Tendré que entregarte a un hombre. Llevas un bonito tatuaje.
Devuelto brutalmente a la realidad, Dao retira las manos y las oculta en las bocamangas, al tiempo que mira a Xiu Lan con rabia.
Ella sigue observándole sin decir palabra. La dulzura de esa mirada le turba, porque sólo está acostumbrado a la curiosidad o al odio. El silencio se prolonga. Xiu Lan lo rompe.
—Enséñamelo. Es muy bonito. Diríase una especie de dragón o de tigre. ¿De dónde procede?
El muchacho se limita a encogerse de hombros.
—¿Es tu signo astral? Entonces no puede ser tigre ni dragón, yo diría más bien búfalo. Tozudo, tonto y cobarde.
—¡No es verdad! —grita enfadado Dao.
Xiu Lan prosigue la conversación como si no hubiera oído hablar a Dao por primera vez, aunque su corazón estalla de gozo.
—¿El búfalo no es tu signo? —pregunta con una sonrisa.
Él se enoja de nuevo.
—No lo sé.
—Enséñame el tatuaje.
Él agita la cabeza, decidido.
—Cuéntame entonces su historia.
Dao suspira antes de preguntar:
—¿Es verdad que no volveremos a vernos?
Xiu Lan se lleva una mano al vientre. El sabor de las hierbas amargas de la encargada le vuelve a la boca.
—Podrías estar orgulloso de este dibujo que llevas —comenta sin responder a su pregunta.
Él la mira, pasmado.
—¿Por qué?
—Podría hablarte. Hay que saber leer.
El niño baja los ojos, avergonzado.
—No sé.
—¿Quieres que te enseñe?
—¿De qué va a servirme? —dice con acento rabioso.
—Tal vez para comprender lo que se oculta en el fondo de ti mismo.