Como si fuera un juego, Dao Zhiyu comienza a arrastrarse por el suelo sucio de la tienducha. Consigue incluso deslizarse entre las piernas de los clientes y el mostrador. El mercader ni siquiera advierte su presencia. El collar ya sólo está a pocos palmos de él. Alarga el brazo, temblando, roza la joya. Su mano húmeda se desliza sobre el metal. Se la seca en su túnica de cáñamo llena de agujeros. Cierra el puño sobre la gargantilla cincelada, la desliza contra su vientre. La cadena suelta un sonoro tintineo, como si Dao la hubiera cosquilleado; será difícil ocultarla ya en la calle. De momento, debe salir de ahí. Su ropa está empapada de sudor producto del miedo. Sabe que, si lo atrapan, podrían matarlo allí mismo y nadie reclamaría jamás su cuerpo. De hecho, nadie se preocupa de él. El único que se inquieta, de momento, es el jefe de la banda que le espera a diez calles de allí y no aguardará más de una hora. Lentamente, Dao retrocede hacia la salida. Por debajo del sobaco, percibe la luz del día. Se seca las gotas de transpiración que le caen sobre los ojos. El metal del collar le hace daño al hincársele en los muslos. Aprieta los dientes, le parece estar resoplando como un búfalo. Por encima de él, el rumor de las voces se vuelve confuso. Contiene la respiración. Decide proseguir, y aprieta todavía con más fuerza el ancho collar que resbala entre sus dedos demasiado pequeños. ¡Está a punto de lograrlo! Retrocede apoyándose en los codos y sin preocuparse del rastro de sangre que van dejando en el suelo sus muslos destrozados por las aristas metálicas del collar. Por fin está junto a la entrada. Como un ahogado en busca del aire, se levanta, pero el pie se le engancha en su pantalón desgarrado, y cae cuan largo es. Compradores y vendedores salen de la tienda, se preocupan por él.
—Pero bueno, pequeño, ¿te has hecho daño?
Sin mirar a nadie, sacude negativamente la cabeza; tiene la cara muy roja. Cuando se incorpora, el collar suelta un tintineo alegre, que a él le parece un tañido acusador. El mercader le mira con una expresión de estupor. El chiquillo sin darle tiempo para interpretar lo ocurrido, pone pies en polvorosa y se aleja tan deprisa como puede sin que se le caiga el objeto de su latrocinio.
—¡Eh, ladronzuelo! ¡Detenedle!