Desde su llegada al hospicio, Dao Zhiyu no ha dejado de tiritar. Sin embargo, hace menos frío que en la calle y no llueve. Pero la idea de ser devorado por el Gran Kan le aterroriza tanto que no necesita esforzarse para rechazar el alimento que le dan para engordarle. Además, sufre una descomposición de vientre desde hace días. Con su apariencia mestiza, incapaz de hablar, está aislado de sus compañeros de desgracia que le temen igual que a un animal salvaje. Al menos, no se le acercan demasiado. Las noches son especialmente penosas. Amontonados en jergones puestos en el suelo, los chiquillos aprovechan la promiscuidad para hurtarse sus magras pertenencias, un par de zapatos o una pelliza apolillada. Dao duerme con un ojo abierto, más inseguro aún del mañana que cuando era un vagabundo. Ha pensado en escapar, pero están bien custodiados y no le seduce la única alternativa que se le ofrece: volver a las calles.
Aquel día, despierto antes del amanecer, acurrucado e inmóvil para conservar su calor, observa los cuerpecitos que se han acercado unos a otros durante la noche. Poco a poco se levanta la aurora, lívida, arrojando sus hilillos de luz a través del papel aceitado de las ventanas. Unas formas ocre, desmesuradamente agrandadas, se dibujan en los muros. Dao cree ver una silueta de mujer que corre. Es hermosa y tiende hacia él los brazos con una sonrisa resplandeciente.
De pronto, el niño da un respingo, como atrapado en flagrante delito. Los demás se han despertado y se acercan a él con paso cauteloso.
—Vamos, enseña tu secreto.
Dao Zhiyu se levanta y se aleja encogiéndose de hombros.
—¡Vamos, pequeño salvaje!
A una seña de su cabecilla, los chiquillos se arrojan sobre Dao, que se defiende. Pese a su fuerza y su rabia, abrumado por el número, se encuentra al fin sujeto contra el suelo e incapaz de moverse. El jefe, con un gesto seco, le desgarra la manga y descubre ante los ojos de todos el tatuaje de un animal medio tigre, medio dragón que adorna el antebrazo del muchacho.
—¡Es un verdadero salvaje! Ni siquiera sabe hablar. Y, además, está marcado como los caníbales.
El muchacho lucha con todas sus fuerzas. Consigue morder a uno de sus adversarios, que lanza un grito y le suelta. Dao lo aprovecha para dar patadas a mansalva. Por fin dejan de sujetarle. Dao suelta aún varios puñetazos antes de huir, rabioso.
Si al menos supiera en nombre de qué fuerza o qué divinidad lleva esta marca.