3
Lluvia tormentosa de las primeras nubes
El grupo de Marco Polo se acerca a las altas montañas del oeste. Aunque han transcurrido más de veinte años, la región muestra todavía los estragos de la conquista de Mongka, el hermano mayor y predecesor de Kublai en el trono del imperio mongol. Muchas aldeas no son más que un montón de ruinas destrozadas por los vientos y las tempestades de nieve. Los supervivientes han huido y han sido reemplazados por bestias salvajes, tigres, osos y demás fieras. Las escasas posadas que la expedición encuentra a su paso no ofrecen ya más cobijo que el de sus vigas desnudas, testimonio de un tiempo pasado en el que el viajero era bienvenido. Se oyen amenazadores gruñidos que siembran la alarma entre los componentes de la caravana. Los caballos se espantan y los jinetes, acostumbrados sin embargo a toda clase de peligros, se estremecen en la silla.
Una gélida borrasca entumece a Marco sobre su montura. Le viene a la memoria lo que ha sugerido Mandalay. Si la resistencia china elimina a los mensajeros del general Bayan, es muy probable que intente también acabar con los del Gran Kan.
Caída ya la noche, tras haber buscado en vano un abrigo, Marco se decide a ordenar que planten el campamento a orillas de un torrente. El veneciano manda a sus hombres que revisen sus armas. Tanto para tranquilizarlos como para protegerse de los animales salvajes y del frío, hace que corten grandes cañas de bambú y enciendan una hoguera; aunque están algo verdes, espera que las cañas serán un buen comestible. Marco estudia el mapa del Gran Kan, y se dedica a hacer algunas correcciones y a añadir varias cumbres que no figuraban en él.
Un soldado arroja al fuego los tallos verdes. Al contacto de las llamas, su corteza se desprende, la madera se resquebraja. De pronto, un espantoso traquido hace que todos se sobresalten. Los mongoles se arrojan sobre sus arcos y sus espadas, dispuestos a defenderse.
—¡Es la hoguera! —exclama Marco—. ¡Va a estallar!
Los hombres se alejan, asustados. El bambú comienza a crujir con un fragor de tormenta. Los caballos relinchan, aterrorizados.
—¡Sujetad a los animales! —exclama el capitán.
Pero los soldados, atemorizados, no reaccionan a tiempo y los équidos huyen como perseguidos por el retumbar de unos truenos. Los hombres se alejan más aún de la fogata, temblando de temor y de frío a la vez. Para no oír aquel infernal ruido, se cubren la cabeza con gruesas mantas. Cuando el terrible crujido se calma por fin, nadie intenta avivar el fuego, que se apaga. Cada cual se abriga como puede. La noche, gélida, transcurre con gran angustia. Incapaces de conciliar el sueño, los expedicionarios intercambian fugaces miradas sin articular palabra.
Al alba, agotados pero vivos, hacen el inventario de lo que han perdido con la fuga de los caballos. Marco bendice al Gran Kan por haber instaurado el papel moneda, lo que le permite llevar encima toda su fortuna. Pero el grupo comprueba la magnitud del desastre: sus víveres, sus tiendas y sus ropas se han desvanecido junto con las monturas. El capitán amenaza con terribles castigos a sus hombres, culpables de tan indigna cobardía. Marco, más realista, le insta a que se pongan en marcha para encontrar otras monturas antes de que anochezca. Cargados con las mantas y los pocos víveres restantes, todos reemprenden el camino. A menos de un li, descubren el cadáver medio devorado de un caballo de carga que había conseguido soltarse de la recua. Después de recuperar las mercancías que el animal acarreaba, reemprenden la marcha. Caminan veinte jornadas sin encontrar una sola casa, ni un alma viviente, economizando sus vituallas, carne y pescado seco.
Se adentran más aún en la provincia. Gente vestida de harapos se detiene a su paso y los contempla largo rato. Algunos perros, enormes aunque flacos, gruñen levantando el belfo de un rojo sangre.
Se cruzan con una columna de mercaderes de piel oscura. La pista es tan estrecha que el grupo de Marco debe detenerse para dejarlos pasar. Sus animales van cargados con pesados sacos.
—Diles que queremos comprar monturas y víveres.
Sanga discute unos instantes con ellos antes de volverse hacia Marco.
—No los comprendo. No estoy seguro de que hablen bien el chino.
Marco se dirige a ellos en persa. De inmediato, el más gordo de todos ellos se anima, encantado. Son hindúes que regresan a sus casas después de haber comerciado y obtenido buenos beneficios. Marco les hace hablar y ellos, satisfechos de poder conversar en una lengua que conocen, no se hacen rogar. El objetivo de su viaje ha consistido en cambiar su coral por almizcle, pepitas de oro sacadas de los lagos y también jengibre, canela y clavo.
—En esa región abundan los chivos almizcleros.
—¿Almizcleros? —repite Sanga con sorpresa.
—Los machos llevan dentro del vientre una bola de donde se extrae el almizcle —explica Marco.
Con mil consideraciones debidas al rango de Marco, los mercaderes se niegan a cederles nada, pero les aconsejan, con una sonrisa maliciosa, que vengan a cierta aldea donde serán especialmente bien recibidos. Siguiendo esta indicación, siguen caminando durante tres o cuatro lis antes de descubrir, aliviados, las primeras casas.
Unas estatuas budistas cubiertas de collares de coral parecen recibirlos. Marco se acerca, curioso. Acaricia delicadamente las piedras de un rosa vivo.
—Es coral procedente de la India —decide.
A la entrada de la aldea se ven rodeados por todos los habitantes que interrumpiendo sus actividades y acompañados por numerosos niños risueños, se han reunido para desear la bienvenida a los viajeros. Cuando pasa Marco y ven las armas del Gran Kan, los lugareños se prosternan cuan largos son en el suelo, como exige la costumbre. Luego se apretujan para observar a los extranjeros, sobre todo al que tan distinto es de los demás. Un hombre, algo más viejo y algo mejor alimentado, se dirige hacia ellos con paso seguro y les dedica una sonrisa.
Es el jefe del pueblo. Los precede hasta el templo budista, ricamente decorado con pinturas en rojo y oro que contrastan con la indigencia de los habitantes de la aldea. Las estatuas están adornadas con esos magníficos collares de coral comprados a gran precio a los mercaderes indios. Sanga felicita al jefe por esas muestras de veneración a los dioses.
—Dile que tenemos prisa por descansar —le pide Marco.
El jefe los invita de inmediato a compartir su comida. Les precede a su pequeña cabaña donde deben apelotonarse, sentados en el suelo, rodilla contra rodilla. Su mujer, preñada de nueve meses, se atarea como una abeja a pesar de sus oscilantes andares. El jefe les presenta a sus cuatro hijos y sus tres hijas.
—No he visto caballos al atravesar el pueblo —dice Marco.
Intuye que en esta familia no hay lugar para el niño que se dispone a venir al mundo.
—Asegura que su pueblo ama al Gran Kan —explica Sanga—. Sus hijos van a la escuela que el emperador hizo instalar en la aldea… Bueno, cuando no han de trabajar, claro está.
—Sanga, pregúntales qué animales poseen —acucia Marco.
La comida está servida. Los soldados se arrojan sobre el vino de arroz. Incluso Shayabami adopta sus toscas maneras.
Mientras Sanga habla con el padre, Marco se fija en una de las muchachas que les sirven el refrigerio. Mejor vestida que las demás, avanza a rápidos pasitos. Aunque tiene la tez bronceada de las campesinas, parece haber sido destinada al servicio del extranjero. Se mantiene de rodillas, junto a Marco pero un poco más atrás, dispuesta a satisfacer sus menores deseos. Con un impudor que sorprende a Marco, se las arregla para rozar con el dorso de la mano su jubón de seda, después ruborizada, levanta hacía el veneciano un rostro de expresión franca y risueña. Lleva los cabellos recogidos en la nuca. Muestra un encanto sencillo y discreto. Sus cejas que se arquean por encima de los ojos negros como la tinta y finamente alargados, su boca entreabierta como los pétalos de una rosa en un amanecer de primavera, todo su rostro y sus maneras conservan las características de la infancia. Pero la niña está impaciente por convertirse en mujer; no deja de contemplar a Marco con insistencia. Éste cree que el padre la ha llamado al orden, porque ella baja de pronto los ojos, aunque deja flotar en sus labios una sonrisa traviesa. Durante toda la comida, compuesta esencialmente de arroz hervido y viscoso, la muchacha no deja de dedicar mil arrumacos al extranjero mientras le sirve tapándose la boca para disimular unas risitas. Sus manos bronceadas por el sol están resecas por el trabajo. Sin embargo, las utiliza con una gracia de danzarina sagrada, haciéndolas revolotear para apoderarse de una jarra o servir un plato. Camina con pasos muy pequeños. Cuando sonríe, sus ojos brillan de curiosidad y esperanza. Con ingenua audacia, le lanza unas impúdicas miradas de soslayo. Marco se divierte.
De pronto ella rompe a hablar y suelta de un tirón una parrafada.
—Puede encontrar tres caballos y quizás algunas mulas —traduce Sanga—. Pero no responde de su estado.
—Shayabami lo comprobará. Dime, ¿qué más cuenta esta moza?
—Le gustaría que le enseñarais el mongol —dice Sanga.
La muchacha se echa a reír junto con su hermana, tapándose la boca con las manos.
—¿Qué dicen? —pregunta Marco.
—Admiran vuestros ojos de porcelana azul.
—¡Apuesto a que nunca ha visto la porcelana! —exclama Marco.
—Si le autorizáis, ella quisiera tocar vuestro jubón.
—Sólo si ella me permite acariciar su vestido —replica Marco que comienza a entrar en el juego.
—Nunca ha visto la seda —explica Sanga prosiguiendo su traducción—. Y sueña en acudir a la corte imperial.
Marco suelta una carcajada.
La muchacha se dirige humildemente a Sanga.
—Quiere que yo deje de traducir sus conversaciones con su hermana —traduce Sanga.
—Estás aquí para eso —replica Marco.
—Es lo que le he respondido —dice Sanga.
El jefe del pueblo interviene con viveza en la conversación. Habla largo rato con el intérprete.
—¿Os gusta? Os la ofrece para pasar la noche —explica Sanga.
—Es una chiquilla.
Sanga se encoge de hombros.
Marco abre su cartera de cuero de león y saca algunos billetes que se dispone a dar al jefe. Pero éste le hace enérgicamente un gesto negativo. Muestra una pequeña bolsa que lleva al cinto y desata los cordeles que la cierran. Con cuidado, saca unos pequeños lingotes blancos.
—Diríase que… —comienza Marco acercándose.
—… es sal moldeada —concluye Sanga—. Es su moneda. El papel no le sirve para nada.
—¿Cuánto quiere por su hija?
—Nada. Os muestra su moneda porque es distinta de la vuestra, eso es todo.
Marco queda desconcertado unos instantes.
—Quiero pagar… Su miseria me subleva —insiste.
—Sois su huésped… Sois un emisario del emperador. No les hagáis quedar mal. Guardad vuestros billetes.
Resignado, el veneciano dobla cuidadosamente las hojas.
—A lo que parece, para él es un gran honor que la desflore un enviado del Gran Kan —prosigue con seriedad Sanga.
—Si así están las cosas, no sería mala idea mandar aquí a toda una caravana de venecianos —dice Marco en son de broma.
Se interrumpe y mira a la muchacha.
Bajo el fuego de su mirada, ella baja por primera vez los ojos y sus mejillas se tiñen de rojo.
—Si os negáis, va a quedar en ridículo.
—¿Él… o ella?
—¡Él, evidentemente! —exclama Sanga, irritado.
—Que no se diga que he ofendido a un hombre que tan bien nos ha recibido y a un padre tan generoso con la persona de su hija.
Sanga traduce al padre la decisión de Marco, antes de volverse de nuevo hacia el veneciano:
—Luego le haréis a ella un regalo —añade.
—¿A la medida del placer que habré obtenido?
—No, seríais vos quien quedaría mal. Todavía no comprendéis las costumbres y las maneras de la gente de por aquí.
—Admite conmigo que eso no es tan sencillo. ¿Cómo se llama la chica?
Sanga interroga al padre pero, antes de que éste haya respondido, ella suelta con una voz fuerte y grave que contrasta con su fina silueta:
—Xiu Lan.
En ese instante, cuando los expedicionarios aún no han terminado el licor de arroz, la madre siente los primeros dolores. Sujetándose el vientre, se levanta de la mesa y se aleja, sola. El padre deja que las hijas se ocupen de ella. Xiu Lan corre hacia el pozo con una de sus hermanas y llena de agua un hondo barreño.
—Para el recién nacido, si es una niña —explica fríamente Sanga a Marco.
A lo lejos, Marco distingue a unas mujeres que rodean a la parturienta y despiden a Xiu Lan. La muchacha regresa hacia él con sus pasitos cortos y rápidos, y le sonríe. Pero se estremece al oír los gemidos de su madre, a su espalda.
El padre le lanza entonces a la joven un largo discurso que ella escucha atentamente, asintiendo con pequeños movimientos del mentón. Luego, se levanta sobre sus minúsculos pies y saluda a Marco con el rostro iluminado por una hermosa sonrisa en sus labios frescos y brillantes como las cerezas.
Marco se levanta y la sigue. Ella avanza con paso danzante, como un pajarillo. De pronto se detiene y se vuelve. Acerca dulcemente los dedos a las mejillas del extranjero y los posa a cada lado de su boca. Cuando él le sonríe a su vez, ella se echa a reír al ver los hoyuelos que se forman en las mejillas de Marco. A la entrada de la estancia contigua, se halla una mujer arrugada como un higo seco, que se inclina profundamente ante el extranjero mientras mantiene abierta la cortina. Xiu Lan se para en el umbral y dirige al veneciano una ojeada desvergonzada antes de deslizarse hacia el interior. La cortina cae a espaldas de Marco.
El mobiliario de la habitación se compone de un lecho cóncavo de ladrillos bajo el que arden unas brasas, y que está cubierto de una gruesa manta de pelo de yak. En una jofaina de agua clara flota un gran ramillete de hierbas olorosas. Una botella de vino de arroz, sin destapar, y un bol están colocados en el suelo de tierra apisonada. Una lámpara de manteca suelta un olor más fuerte que su luz. Esa modesta puesta en escena mediante los magros objetos de confort de los que disponen los aldeanos, confirma a Marco la extraña impresión de que la entrega de la joven había sido decidida en cuanto se conoció su paso por la región.
Por la estrecha ventana, el papel aceitado deja penetrar una corriente de aire fresco. Xiu Lan enciende un bastoncillo de incienso. Agita la varilla incandescente con gestos de hada. Un cálido perfume invade la estancia.
Marco, medio ebrio, se deja caer en el jergón.
—Ven a animarme un poco —dice, aun sabiendo que ella no le comprende.
Al oír un grito de dolor de la madre, la hija da un respingo y volviendo la espalda a Marco se queda inmóvil.
—¡No me obligues a levantarme, ven! —suelta Marco con voz más firme.
La joven china clava el incienso en el suelo con gestos de extremada lentitud. Finalmente, se vuelve y tiende la mano hacia la botella de vino de arroz. Marco detiene su gesto aferrándola por la muñeca.
—No lo necesitamos.
La tez de la muchacha ha palidecido. Sus labios tiemblan por primera vez.
—¿Tienes miedo? —pregunta él con dulzura.
Sin apartar de ella los ojos, Marco se quita el jubón y cubre con él la ventana. La penumbra se instala enseguida en la estancia. La esbelta silueta de la joven china forma una suerte de larga caligrafía.
Los estridentes lloros del recién nacido rompen el silencio.
Con infinita delicadeza, Marco abraza dulcemente a Xiu Lan. Reticente, temerosa, ella se abandona poco a poco al poderoso abrazo. Cierra los ojos, acurrucándose contra su calor. Marco siente el corazón de Xiu Lan palpitando enloquecido contra su pecho. La aprieta más aún para notar la firmeza de sus senos. Transcurre un largo momento que llena la estancia de una inmensa ternura. El silencio de la noche los cubre con su benevolente protección. Sus respiraciones se acompasan. Ella parece tan frágil en los brazos del veneciano que, por primera vez desde hace mucho tiempo, él siente un insólito deseo: el de conceder su protección, de mantenerla junto a sí. Con mucha dulzura, levanta a Xiu Lan, y la deposita en el jergón. En ese momento ve en sus ojos un relámpago de temor mezclado con impaciencia. El pecho de la muchacha se levanta como un pájaro asustado. Marco siente una violenta excitación; su concupiscencia se ha despertado. Se tiende sobre ella, que yace petrificada, y recorre con sus manos ardientes el tejido que cubre el cuerpo estremecido de la china, notando bajo los pliegues los montículos de los senos y las crestas de las caderas. Es tan menuda que le puede palpar las costillas. Tras los párpados entornados, la muchacha espía los gestos del extranjero, que sigue explorando el resto de su cuerpo con la misma delicadeza, firme y tierna a la vez. Los dedos de Marco parecen muy ligeros, como si tocaran un instrumento en el que cada roce provocara una vibración. Cuando le acaricia el cuello, la joven vuelve la cabeza pero permanece inmóvil. La palma baja hasta sus hombros, le envuelve el talle, le recorre los muslos, le cosquillea detrás de la rodilla, y trata de acariciarle el tobillo. Pero Marco descubre con sorpresa que los pies de Xiu Lan están vendados. Con un brusco movimiento, ella levanta la pierna zafándola de las manos de Marco. Él decide respetar el pudor de la china, que considera tabú esta parte de su cuerpo, pero sigue acariciándola. La piel de Xiu Lan es más fina y dulce que la seda de Ghella. De pronto Marco se inclina y posa sus labios junto al tobillo de la joven. Ésta reacciona al instante con un largo e incontrolable estremecimiento. Luego agarra ansiosa a Marco de los hombros y trata de atraerlo sobre sí. Pero el veneciano quiere proseguir con ese preludio sensual y rechaza la impensada invitación. Progresa con aplicada lentitud a lo largo de esas piernas cuyos músculos se tensan bajo la incesante caricia causante de una calidez desconocida. Fascinado por sus minúsculos pies, Marco intenta de nuevo tocarlos. Pero, con mano firme, ella le retiene. Él dirige entonces su atención a la cintura y los costados. Cuando le roza delicadamente los pezones, el cuerpo de la muchacha se arquea, deshaciéndose bajo la caricia del hombre, retardando el placer que descubre de pronto con impúdica brutalidad. Marco se tiende sobre ella. Con la rodilla separa los reticentes muslos. Las manos heladas de Xiu Lan se posan en el torso musculoso de Marco como para rechazarle.
Justo al lado, los gritos del recién nacido han cesado.
—Bu yao[10] —dice ella.
—Espera —responde Marco en veneciano.
Tomando la mano de Xiu Lan la posa sobre su miembro viril presto para la conquista. Ella aparta la mano con un gesto de rechazo, y, sobresaltada, pugna por escabullirse, aumentando así el deseo de Marco. El veneciano le inmoviliza los brazos por encima de la cabeza, y con un empuje imperioso, se hunde dulcemente en el corazón de la flor secreta. Xiu Lan da un respingo de sorpresa, mordiéndose los labios.
—Pronto habrá terminado —le susurra él.
El sol está ya alto en el cielo cuando Marco abre los ojos. Tiene la cabeza pesada, la nuca rígida. La botella está vacía en el suelo. Se promete no volver a beber nunca tanto. Los rayos del astro solar se filtran, brillantes, a través de la opacidad de la ventana. A su lado, las arrugas de las sábanas dibujan aún la silueta de dos cuerpos enlazados.
Está solo.
Se incorpora penosamente y llama.
Acude Xiu Lan, radiante. En la cruda claridad de la mañana, parece casi una niña. Se inclina con las manos unidas. Tras haber dicho dos palabras en chino, sale para regresar con un bol de té humeante y una jofaina de agua caliente.
—Déjalo en el suelo —pide él con un gesto.
Ella obedece y se arrodilla. Marco se levanta y llama a Shayabami. Aparece el sirio, llevando previsor un recipiente lleno de agua.
—¿Dónde está Sanga?
Marco se inclina sobre la vasija de arcilla, desdeñando la que contiene el agua caliente. Se salpica el rostro con el líquido helado. Al levantar la cabeza, de sus oscuros cabellos se escurre el agua sobre su torso.
El esclavo regresa instantes más tarde, seguido por Sanga.
—¿Qué pasa con los caballos? —pregunta Marco mientras se recorta la barba.
—El padre de ella desea verte.
—¡Allá voy!
Shayabami acaba de vestir a su amo como conviene al embajador del Gran Kan. Marco sale de la cabaña sin ni siquiera mirar a Xiu Lan. Cuando la muchacha se levanta para recoger el bol de té advierte, brillando en el suelo, una medalla en forma de estrella de seis puntas. La toma y corre hacia el exterior.
Marco atraviesa el pueblo tras los talones de Sanga. En un campito, uno de los hijos apisona la tierra recién removida.
En la estancia donde cenaron la víspera, el padre saluda con las manos juntas, doblándose con humildad.
—Te pregunta si su hija te ha dado plena satisfacción y te invita a tomar el té —traduce Sanga.
Se sientan en el suelo con las piernas cruzadas.
—Certo. ¿Ha reunido los animales de la aldea? ¿Cuántos ha encontrado, a qué precio puede venderlos?
Sanga va traduciendo.
La madre se acerca con el té y unos panecillos con miel.
—Te da las gracias por el favor que le has hecho, así como a su familia. Dice que desde que su hija era pequeñita la ha estado educando para ser concubina —explica Sanga.
Marco comprende, de pronto, por qué Xiu Lan tenía los pies vendados.
Ésta aparece en el umbral, mostrando en la palma de la mano la medalla que Marco ha perdido. Se acerca a su madre.
—Si estás contento de la chica, se sentiría honrado de cedértela a buen precio —traduce Sanga.
—No —replica Marco—. Sólo nos llevaremos sus tres caballos y sus mulos.
Saca la cartera y tiende al hombre unos billetes.
—Dice que es un precio muy honorable por su hija.
El hijo que trabajaba la tierra regresa con aire sombrío. Lleva la pesada pala en la mano. Intercambia una mirada con su madre. La mujer que muestra profundas ojeras, sirve los boles con gestos contenidos y los codos apretados contra el cuerpo. Sus labios cerrados expresan un dolor que nunca mencionará. Marco comprende de pronto: el pedazo de tierra recién removida era una tumba. Deja el pastel que estaba comiendo, incapaz de tragar otro bocado.
—Pero no la quiero. No voy a cargar con una chiquilla incapaz de caminar más de un cuarto de li —exclama el veneciano.
—Le debes un presente, no lo olvides, señor Marco —sugiere Sanga.
—Sí, claro está. Busca en nuestras mercancías algo que más tarde no vaya a hacernos falta. Dale calurosamente las gracias por su acogida. Insiste mucho en el hecho de que le agradecemos mucho que nos ceda sus animales. Dile que el precio «muy honorable» es por los caballos y los mulos. Vamos, Sanga, démonos prisa, quiero ponerme en camino lo antes posible.
Marco se detiene un momento al cruzar el umbral. Ve en los ojos de Xiu Lan una expresión de cólera y desafío que le recuerda a su esclava Noor-Zade, muerta durante el viaje. Pero él no desea tener que pasar de nuevo por semejante prueba. Se vuelve y se aleja a grandes zancadas.
Mientras Sanga traduce para el padre las palabras de agradecimiento de Marco, Xiu Lan cierra el puño sobre la medalla clavándose las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.