9
Sueño imperial
Tras dos semanas recorriendo las carreteras recién construidas a lo largo de las costas mongoles Marco cruza las primeras puertas de Khanbaliq. Ha conocido la humillación de tener que pedirle dinero prestado a Ai Xue, pues le habían robado la cartera en la casa de té de Hangzhu. Sin embargo, antes de abandonar la ciudad impartió instrucciones concretas a Shayabami mientras Ai Xue pagaba sus deudas. Dio a su esclavo el nombre de Xiu Lan y su dirección. Le ordenó que le encontrara una casa. «Hermosa, sofisticada, con jardines secretos y puertas ocultas, a su imagen y semejanza, en una palabra. Quiero que compres esa vivienda y la instales allí, diciéndole que es el regalo que yo le debía. Luego, te reúnes conmigo en Khanbaliq».
Marco llega a la Ciudad imperial donde, tras haberse dado a conocer, le asignan una residencia en el barrio de los dignatarios y gobernadores del emperador. La morada y el servicio tienen el esplendor de un palacio. Ai Xue se separa del veneciano para reunirse con los suyos. Después de haberse acicalado en la casa de baños, Marco regresa al albergue donde, en ausencia de Shayabami, hace que acuda el sastre. En efecto, aunque Marco tenga medios para adquirir un abundante vestuario, continúa encariñado con sus viejas ropas que, como una segunda piel, sigue llevando cuando viaja. Para presentarse ante el Gran Kan, mejor será lucir un atuendo nuevo y flamante.
Finalmente, recién afeitado, tocado con un gorro de pieles, vestido con una túnica de seda púrpura bajo su manto, se dirige a la Ciudad imperial.
En los jardines cubiertos por una capa de escarcha, un puñado de soldados mongoles se pasa botellas de vino de arroz. Se mantienen separados de los cortesanos, que visten a la china. Uno de los guerreros mira a Marco con atención. El veneciano se dice que sus rasgos le son familiares, pero no puede identificarle. Le saluda con discreción. El otro, viendo en ello una invitación, se acerca a grandes zancadas.
—Señor Marco, sincera es mi alegría al volverte a ver vivo, pero lo será más aún cuando te hayas entrevistado con mi padre.
Marco, al oírle hablar, ha reconocido a Namo Kan.
—Comparto tu alegría, príncipe Namo, pero mi dominio de la lengua mongol no es perfecto y temo no entender el sentido de tus palabras.
Namo se acerca más aún a Marco y lo toma del brazo con sus rudos modales de guerrero de las estepas. Un fulgor feroz brilla en sus ojos.
—Marco Polo. Debes rechazar la nueva misión del Gran Kan. Mi hermano mayor Zhenjin, desde que se ha convertido en el heredero aparente de mi padre, comienza ya a reorganizar la corte a su guisa. Ha sabido que habías tomado a tu servicio a un médico poco recomendable, lo que te hace sospechoso a sus ojos. Sabe que Kublai presta oídos a lo que le dice nuestra madre, y como mi hermano la domina, le dicta lo que ella ha de aconsejarle al Gran Kan.
—Perdóname, príncipe Namo, pero lo que sé de la emperatriz Chabi me ha demostrado que tiene discernimiento y juicio bastantes para descubrir las buenas y las malas opiniones de su entorno. Zhenjin no es el único que quiere utilizar su influencia ante nuestro Señor y dueño.
—Sin duda, pero Zhenjin es el único primogénito de mi madre…
Namo ha pronunciado su última frase con una emoción que dice mucho sobre sus propios sentimientos.
—Durante los años de cautividad en el kanato de la Horda de Oro[19], tuve tiempo para reflexionar. Comprendí por qué nuestros primos se oponen al Gran Kan. Kublai no es el lobo de las estepas que Gengis Kan era —añade el príncipe.
Marco descubre un acento de nostalgia en la voz de Namo.
—Pareces lamentarlo —le contesta—. Tu padre es un gran emperador. Ha dado cuerpo y vida al sueño de Gengis Kan. La extensión de su imperio lo prueba.
—Sin duda, pero mírale, se ha vuelto gordo y viejo y temo que muera en la cama.
Marco no puede evitar una sonrisa.
—No por ello su muerte será menos digna.
—Debiera cuidar más a nuestros hermanos mongoles y un poco menos a nuestros súbditos chinos.
El veneciano patea el suelo, intentando calentarse.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Él no me escucha. Yo no soy como Zhenjin, no he crecido entre las sedas de los palacios, aprendiendo esta complicada lengua. ¡Qué ironía! Nosotros, hijos del Kan, somos los únicos mongoles autorizados a saberla. En la corte no me conocen. Mi padre me educó como un soldado. Sé combatir mejor que él. Por lo que a montar se refiere, probablemente ya no exista ni un solo caballo en todo el imperio capaz de soportar su peso. Quizá yo no entienda nada de política, pero conozco nuestras provincias. En cambio, Zhenjin nunca ha salido de Khanbaliq, a la que se obstina en llamar Tatú. Por mucho que hable en chino y vista manto de seda, seguirá siendo un mongol. Si algo he aprendido de los chinos, es que «el dragón engendra un dragón y el ave fénix un ave fénix».
Marco, incómodo, se dispone a dirigirse hacia la entrada de palacio.
—Príncipe Namo, debo acudir a la convocatoria del Gran Kan —concluye saludando a Namo.
Pero el príncipe, con un gesto vivaz, le retiene bruscamente.
—Marco Polo, no olvido que te debo la vida. Pero debes escucharme. Rechaza la nueva misión del Gran Kan. Zhenjin te ha condenado.
Mientras Marco cumple el ceremonioso rito de prosternarse ante el Gran Kan tendiéndose tres veces boca abajo en el suelo, la advertencia de Namo resuena con amenazadores ecos en su mente.
Chabi se halla junto a su esposo. Como de costumbre, evita posar sus ojos en el extranjero, pero Marco sabe que no va a perderse nada de la audiencia. Zhenjin asiste a la ceremonia, con la actitud orgullosa de un futuro emperador.
Kublai va vestido con una túnica de seda bordada, muy costosa, cubierta con un rico manto de piel de armiño. Hace girar en su gorda y arrugada mano un velloso melocotón.
—Mira esta fruta, Marco Polo. Procede de lo más profundo de mi imperio. De un paraje que yo no conozco. Sin embargo, sus habitantes me temen y me respetan. Me pagan tributo. Les he dado escuelas, graneros de cereales para los duros inviernos. He construido caminos. Les he proporcionado la mejor policía y la mejor justicia que nunca han conocido. ¿Sabes tú que, a veces, los chinos se quejan incluso de mis tribunales, considerándolos benévolos? Les respondo: ¿por qué matar a los criminales cuando podemos hacer que trabajen útilmente en obras para la colectividad?
Kublai acaricia el melocotón, haciéndolo rodar en su palma.
—Pero volvamos a esta fruta. Ha sido cogida esta mañana. Once mensajeros se han relevado para traérmela antes del anochecer, como yo había ordenado, mientras que un comerciante que viajara solo hubiera necesitado diez días. Y todo ello gracias a mis carreteras y los relevos de mis postas, que el mundo entero me envidia. He sometido este país y voy a hacerte una confidencia: también él me ha domesticado. Creo que no podría ya regresar a las estepas de mis antepasados. Este fruto me pertenece y eso me autoriza a comerlo. Así será con todos los frutos que desee.
Kublai hinca los dientes en la jugosa carne. Cierra los ojos de placer. El jugo se desliza por las hebras de su barba.
—Soy un anciano, Marco. Y sin embargo, el entusiasmo anima mi corazón, piafa como un joven potro, e inflama mis entrañas. Pero no sé qué hacer con él. Mientras que tú…
Marco se inclina hacia el anciano, conmovido por sus confidencias.
—Ya lo sabes, eres como mi hijo.
Zhenjin está a punto de atragantarse, Kublai prosigue, sin hacerle caso:
—Voy a confiarte, por fin, el secreto que me ha impulsado a encomendarte numerosas misiones desde que llegaste a mi lado. Acércate más.
Marco, intrigado, obedece mientras Kublai ordena a un servidor que traiga un objeto oculto bajo un tejido de seda. Con los ojos brillantes de malicia, el emperador quita el trozo de tela descubriendo una enorme esfera de madera de sándalo, adornada con alambicados dibujos.
—Mírala de cerca, Marco. ¿Sabes lo que es?
El veneciano se agacha para examinar atentamente esos dibujos que le recuerdan los tatuajes que llevaban los habitantes de Champa.
—Puedes tocarla —insiste Kublai.
El veneciano pasa los dedos por la superficie de madera, grabada con finos surcos.
—¿Qué me dices? —insiste el emperador como un niño.
—Es una pieza muy hermosa, Gran Señor, nunca vi otra igual.
El emperador suelta la risa.
—Y sin embargo, la recorres todos los días de tu vida y no la abandonarás hasta el día de tu muerte, cuando seas enterrado según los ritos de tu fe. ¡Es la Tierra!
Marco, atónito, mira a Kublai sin comprender.
—Es un globo terrestre —explica Kublai—, extraordinario, ¿no es cierto? Hace… ¿cuánto?
—Unos diez años, Gran Señor —concluye Zhenjin.
—Hace unos diez años invité a mi corte a un persa llamado Jamal al-Din. ¿Te has encontrado con él?
Marco ha advertido ya que cada vez que cuenta sus viajes y cita uno de los territorios y reinos que ha atravesado, le preguntan si se ha encontrado con ese o aquel visitante, si conoce determinado templo o poblado, como si para quienes permanecen en sus casas, Persia o Egipto se resumieran en un solo personaje y un solo lugar. Ni siquiera el emperador se libraba de ese defecto.
—No, Gran Señor.
—Bueno, el caso es que me regaló unos cuadrantes solares, un astrolabio, un globo celeste y este globo terráqueo.
—Pero es un juego de ingenio, Gran Señor, la tierra es plana.
—¿Estás seguro, Marco? Eres un gran viajero, por lo tanto debieras saberlo.
—En mi país, se afirma que en los confines del mundo las tierras están pobladas de bárbaros.
Kublai sonríe, malicioso.
—Olvidas que, aquí, el bárbaro eres tú.
Y el emperador se echa a reír a mandíbula batiente, y su enorme panza se sacude al compás de sus carcajadas.
—Sin duda, Gran Señor —asiente Marco riéndose a su vez, divertido por la chanza del emperador—. Sin embargo, he cabalgado semanas, meses, años enteros y la tierra era siempre plana, incluso desde la cima de las más altas.
Kublai lanza un gruñido.
—No me preguntes qué prodigiosos cálculos los persas hicieron realizar a los astros para llegar a construir este globo. Afirman que si se pudiera subir lo bastante arriba en el cielo, la tierra se vería así.
Marco sonríe ante la ingenuidad de Kublai ¡como si las estrellas fueran capaces de pensar por sí mismas y obedecer a los hombres! Estupefacto aún por lo que revela el globo, permanece sumido en su contemplación largo rato. Miles de pensamientos afluyen y se entrechocan en su mente.
—Gran Señor, si lo que dicen fuera cierto, significaría que si uno cabalgara o navegara bastante tiempo en la misma dirección…
—… regresaría al punto de partida —concluye Kublai, entusiasta.
Marco sonríe, pensativo.
—Creo que, para un viajero como tú, la idea es agradable —dice el emperador—. Nosotros, los mongoles, permanecemos en nuestros territorios mientras que tú no vacilas en abandonar los que conoces.
—Gran Señor, también vos habéis abandonado las tierras de vuestros ancestros…
—Es cierto. Pero, ahora, este territorio me pertenece. —Hace girar el globo y pone un dedo encima de un punto—. Tú y yo estamos aquí. Mira cómo mi imperio parece más vasto aún en este pequeño globo. ¿Y aquí, qué ves aquí?
—El océano, islas.
—En efecto, islas, pero que componen un solo reino. ¿Has oído hablar del Japón?
—Dicen que es una grandísima isla cerca del reino de Koryo[20].
—Todo el Asia está a mis pies, Persia, el Oriente Medio. Japón es el último joyel que falta en mi colección. Su rey me desafía. El año del Gallo[21] lancé una primera flota para invadir el Japón. Mis hombres estaban mal preparados, porque los mongoles conocen mejor las estepas que los mares o las costas, y debieron embarcar de nuevo hacia Koryo. Desde entonces, he hecho el honor de enviar numerosas ofertas al soberano del Japón, que ha tenido siempre la audacia de rechazarlas.
Cansado después de tan larga parrafada, hace una señal a Zhenjin. El heredero llama a su vez a un servidor que le entrega un rollo de metal casi tan alto como un hombre y bastante ancho. Zhenjin tiende el rollo a Marco.
—Desde entonces, he reforzado mi alianza con Koryo. Mi hija Hu-tu-lu se ha casado con el príncipe heredero. Marco Polo, quiero que entregues este mensaje al rey del Japón. Contiene una nueva proposición de alianza. Quiero que me traigas su respuesta. —Kublai, más calmado, emite un suspiro—. A menudo, eso ha bastado. Mi hijo Zhenjin opina que serás el mejor embajador. Oficialmente, visitas en mi nombre a mi hija Hu-tu-lu. ¡Apresúrate a regresar vivo para informarme sobre el tema, Marco Polo!
El veneciano se inclina profundamente ante el soberano.
—Se hará como ordenáis —afirma, aunque se siente intranquilo al recordar la advertencia de Namo.
Sentado sobre la piel de un tigre con las fauces abiertas, Ai Xue aguarda, aparentemente insensible al frío. Marco se le reúne con paso rápido. El médico se levanta.
—Ai Xue, nuestros caminos van a separarse. La audiencia real lo ha decidido así. Me envían a un país cuya lengua no conoces.
—¿Cuál? —pregunta Ai Xue, audaz.
—Es un secreto que no puedo divulgar. Gracias por tu ayuda, aunque ésta no haya tenido el resultado que yo esperaba. —Marco da media vuelta y comienza a alejarse.
Ai Xue le alcanza.
—¡Aguardad, maese Polo! ¡Podéis aún necesitarme!
El veneciano se detiene, contempla al médico.
—Si no te lo reprocho, has hecho lo que has podido. Este viaje lejos del imperio me ayudará a olvidar la loca esperanza que alimentaba de recobrar a mi hijo.
—No la perdáis, señor, creed que por algo fomento vuestras ilusiones.
—Vamos —dice Marco con un gesto de mal humor—, ni con la ayuda de tu poderosa sociedad has conseguido nada.
—El sabio dijo: «Si deseáis recorrer diez lis, pensad que el noveno señalará la mitad del camino». Estoy seguro de que el niño está en Hangzhu. Lo vieron pero se nos escapó.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Marco, interesado.
—El sabio dijo: «El momento concedido por el azar vale más que el momento elegido».
—No respondes a mi pregunta —dice Marco, molesto.
—Confiad en mí, maese Polo —responde poniendo la mano en el brazo del veneciano—. En este momento los míos están trabajando para vos en Hangzhu.
—¿Y si aceptara creerte?
—Prometedme que me autorizaréis a acompañaros a donde vayáis como emisario del Gran Kan.
Xiu Lan entra en la antecámara de la encargada, a la que todas las pupilas están obligadas a llamar madre. Hace una pausa en el umbral, dando tiempo a que las demás muchachas interrumpan sus conversaciones. Todas las miradas se vuelven hacia ella. La joven levanta la barbilla. Sea cual sea la razón por la que la patrona la ha hecho llamar, Xiu Lan quiere desafiar el envidioso desprecio de sus solapados dardos. Fan-fi le dirige una cálida mirada y le estrecha el brazo.
—También me ocurrió a mí, sólo se trata de pasar un mal momento —susurra.
Sin esperar más, Xiu Lan atraviesa la estancia y penetra en el silencio del gabinete privado de la señora. Pero allí, no puede contenerse y da un paso atrás. La encargada está sentada muy tiesa en su sillón que imita el estilo bárbaro. Lleva un peinado complicado, adornado con joyas, que no corresponde ya a su edad, sino que es el reflejo de su pasado esplendor. Los muros lacados de oscuro ensombrecen los rasgos de la patrona, enmarcados por sus perlas negras. El fuerte olor del incienso inunda la pieza de un profundo perfume almizclado.
Las piernas de Xiu Lan tiemblan levemente. Une las manos y saluda con humildad.
—Siéntate, hija mía. No me gusta levantar los ojos hacia ti.
Xiu Lan se arrodilla para sentarse sobre los talones. Oculta las manos en las anchas mangas, y se hinca las uñas en las muñecas.
—Me han llegado unos rumores, hija mía, que me disgusta oír. Quisiera, pues, que el viento se los llevara lejos de mí.
Xiu Lan traga con dificultad.
—Al parecer, en una de tus escapadas por el mar regresaste con el barco lleno.
Xiu Lan se encoge como para hundirse en la tierra. Todo su cuerpo se hiela de pronto. «Si algún día llego a su honorable edad, me pareceré a ella», piensa con aflicción. Los pesados y caídos párpados de la mujer ocultan unos ojos que podrían ser los suyos. Esas mejillas que caen a cada lado del mentón acentúan las arrugas que rodean esa boca de gesto duro. La vejez, caricatura de sí misma que la juventud quisiera relegar al olvido con toda impunidad. Las pestañas demasiado maquilladas (como patas de araña) de la vieja china se agitan una vez. En su rostro se abre una llaga de un rojo vivo. ¿Una sonrisa?
—Madre, estoy buscando un puerto que me acoja.
—¿Y donde puedas descargar la mercancía? Sé también que dejaste escapar una mucho más preciosa, tienes que recuperarla para redimirte…
Xiu Lan asiente con la cabeza.
—Querida pequeña, supe desde que te vi que aspirabas a la navegación de altura. Me satisface comprobar que estás dispuesta a elegir el casco y los aparejos necesarios. Estoy tanto más satisfecha cuanto que me costaste cara y que, gracias a tu ambición, no necesitaste mucho tiempo para pagarme. A tus encantos les quedan aún algunos años fructíferos. Intentaremos evitarte en el porvenir esos regresos imprevistos a puerto, ¿verdad, hija mía?
—Sí, madre —asiente Xiu Lan, que con un nudo en la garganta se aprieta el vientre con las manos.
A medida que el séquito de Marco avanza por el reino de Koryo, el frío empapa a los viajeros hasta los huesos a pesar de sus gruesas pellizas. El veneciano se pregunta si es el frío o el aspecto desolado de los paisajes que atraviesa lo que más le entumece.
Atraviesan una región asolada por el hambre, donde nada crece ya en los campos, donde ni una rata, un gato o un perro atraviesan ya camino alguno. Al borde de las carreteras, mendigan pandillas de niños. Las monturas se hunden hasta las corvas en el lodo formado por antiguas nevadas. Arrozales y campos parecen abandonados. Aunque su grupo sea poco numeroso, se cruzan con muy pocos habitantes pues éstos se han refugiado en las montañas o han huido a las islas al acercarse los soldados mongoles.
Entran en Gaegyong[22], capital del reino de Koryo. La ciudad es una verdadera guarnición donde reina el mayor desorden. Jóvenes coreanos enrolados en el ejército imperial vagabundean por las calles en pequeños grupos. Incluso el palacio rebosa de soldados mongoles y caballos de guerra. Su edificio principal, sus templos, y hasta las viviendas han sido transformados en cuarteles, y en todas partes donde había pozos se han construido establos. Ai Xue observa esa situación con el corazón encogido.
Nada más llegar, Marco es recibido por la princesa Hu-tu-lu. El veneciano ve en ello tanto la confianza que los mongoles tienen en sus mujeres como la de un padre hacia su hija. De unos veinte años de edad, la muchacha es de una gran belleza. En honor de Marco despliega un lujo imperial, pese al estado del país. Las mesas están cubiertas de flores raras. Caligrafías pintadas con colores vivos se han colocado en las paredes. La princesa Hu-tu-lu ha hecho disponer en todo el palacio pirámides de farolillos que producen un magnífico efecto. Hu-tu-lu le presenta a su hija, de unos dos años, que muestra mucha curiosidad por la fisonomía de Marco. El príncipe de Koryo permanece algo más atrás, y Marco apenas oye el sonido de su voz. Como la presencia de Ai Xue no es necesaria en la corte, puesto que todas las conversaciones tienen lugar en mongol, el médico queda relegado entre los servidores, con Shayabami, que se alegra sobremanera. En efecto, desde que el sirio cumplió con éxito su misión en Hangzhu, cree poder representar el papel de confidente ante su dueño, un papel que disputa a Ai Xue.
Durante toda la comida, melodiosos conciertos acarician los oídos de los invitados. De la corte de Khanbaliq, la princesa se llevó un tigre semejante al que posee su padre.
Al finalizar el banquete, invita a Marco a subir al mirador para admirar a la fiera que corretea en libertad por el parque de palacio.
El príncipe, aprovechando que su esposa está contemplando absorta la agilidad del felino, lleva a Marco a un aparte.
—Señor Polo —dice—, ha llegado a nuestros oídos que tenéis el honor de ser recibido en audiencia privada por el emperador.
Marco adopta un aire humilde.
—Alteza, es en efecto para mí una gran satisfacción que el Gran Kan me conceda a veces esa merced.
—Señor Polo, quiero pediros un favor.
—Alteza, sea cual sea su naturaleza, será para mí un orgullo satisfacer vuestro deseo.
Sin más formalidades, el príncipe se sienta, invitando a Marco a imitarle.
—Señor Polo, el Gran Kan espera que nuestro reino contribuya de nuevo a sus campañas bélicas. Pero nuestro país está destrozado. Tengo intención de enviarle algunos regalos para solicitar su indulgencia. Sabed también que deseo confiaros una carta que espero aceptéis llevarle. Entregada por vuestras manos, no dudo de que el emperador la leerá con atención. ¿Me hacéis el honor de permitirme que os la lea?
—Con mucho gusto, alteza.
El príncipe extiende un rollo de papel de arroz y se aclara la voz.
«Gran Señor, tened la bondad de perdonar mi retraso en enviaros el tributo. Me domina un respetuoso temor ante la idea de contrariar vuestra imperial voluntad. Lamentablemente, siento anunciaros que no tenemos madera para construir nuevos barcos para el ejército imperial…».
El príncipe no ha terminado aún su lectura cuando aparece su esposa seguida por sus cortesanos. El príncipe se levanta y enrolla el mensaje ante la mirada en apariencia indiferente de Hu-tu-lu.
—Esposo mío, ¿me permitís unos momentos con el señor Polo? Tengo que hablar con él.
El príncipe se inclina en señal de asentimiento.
Con un movimiento de la barbilla, Hu-tu-lu invita a Marco a seguirla. El veneciano la acompaña a sus aposentos, que albergan muchos objetos artísticos mongoles, recuerdos de su juventud en la corte del Gran Kan. Panzudos cofres ocupan los muros en toda su longitud, llenos sin duda de sus atavíos. La princesa se sienta en uno de ellos, junto a una bandeja de laca puesta en un trípode de madera labrada.
—Acomodaos, señor Polo, haré que nos sirvan un té muy caliente.
Da unas palmadas. Los servidores se atarean a su alrededor. A Marco, poco acostumbrado a tratar con soberanas, le cuesta disimular su impaciencia. Se agita en su asiento, ante la mirada inquisitiva de la princesa, que le contempla con una expresión muy dulce a la par que perspicaz. Cuando, por fin, el té está servido, ella toma una taza con ambas manos y un ademán de gracia infantil.
—¿Cómo se encuentra mi padre?
—Como la más robusta encina que resiste todas las tempestades.
Ella sonríe, con la mirada llena de nostalgia.
—¿Qué noticias hay de la corte?
—Vuestro hermano Zhenjin…
—¡Zhenjin no es mi hermano!
—Tened la bondad de perdonarme… Zhenjin se toma su papel de «heredero aparente» muy en serio, estudia de cerca las artes y técnicas del poder.
Ella emite una risita.
—¿Qué quería de vos mi esposo? —pregunta a continuación con aplomo.
Sorprendido ante tal entrada en materia, Marco se inclina para tomar su bol.
—El príncipe me ha pedido que lleve un mensaje al Gran Kan —dice tras un momento.
—No lo haréis —ordena ella con autoridad—. El príncipe no conoce el objeto de vuestra misión como lo conozco yo. Regresar a la corte con un mensaje de nuestro reino, tras el viaje que habréis efectuado, y sea cual sea el resultado de éste, sería un acto de inconsciencia. Mi padre podría imaginarse enojosas connivencias entre el Japón, el reino de Koryo y vos mismo, ¿quién sabe?
—Alteza, conozco mis deberes para con vuestro padre —precisa Marco, algo molesto.
—El reino de Koryo es el más cercano al territorio del Japón. Por eso mi padre me eligió para ser su soberana. Unió el destino de Koryo al suyo dando al príncipe heredero su propia hija. Mi padre teme que los coreanos, en vez de abrazar nuestra causa, se nieguen a Servir como base de retaguardia. Teme que la vecindad con el Japón haya estrechado los vínculos entre ambos países. Es no conocer el Japón: en su isla su rey se siente invencible.
—Alteza, vuestro esfuerzo por interesaros en los asuntos imperiales es loable para una mujer, sin embargo…
—Sois vos, señor Marco, quien deberíais hacer un esfuerzo para escucharme —exclama ella, enfadada.
Sorprendido, Marco la deja seguir hablando.
—Desde mi llegada aquí, he tenido tiempo de trabajar para mi padre… y para vos. El Gran Kan os ha entregado un mensaje destinado al rey del Japón, ¿no es cierto?
—En efecto, alteza.
—No hay rey del Japón —suelta espaciando las palabras para aumentar su efecto.
Marco calla, frunciendo el ceño.
—Su soberano, al que llaman emperador, es sin duda la más valiosa de sus cerámicas.
La brutalidad de las palabras sorprende a Marco en boca de una mujer tan joven.
—El Japón tiene un gobierno militar cuyo jefe es el shogun. Con él debéis hablar —le aconseja ella.
—¿Posee vuestro padre esta información?
—Todavía no. Los japoneses son adeptos de Buda desde hace menos de cien años, pero de un modo muy distinto a los chinos. Han remodelado sus enseñanzas de acuerdo con la doctrina zen.
—Estáis bien informada.
—Consultaremos los oráculos para determinar el día de vuestra partida. En fin, sabed que mi padre insiste para que vuestra misión se cumpla a pesar de los escollos, los vientos y las tempestades —añade con una fina sonrisa.
Marco comprueba que la eficacia de los mensajeros mongoles supera su leyenda. La princesa fingía pedirle noticias de la corte, noticias que conocía ya, y muy bien.
Una semana más tarde, los oráculos se reúnen de nuevo en consejo reducido.
Deciden interrogar a los cielos e invitan a Marco a que asista a su consulta. Al veneciano le cuesta disimular su impaciencia. Se contiene para no oponerse a estas supersticiones que no son las suyas. Al amanecer, toda la corte se dirige a lo alto de un acantilado. Apartados de los oídos profanos, los oráculos preparan su interrogatorio.
—Debemos aguardar la luna adecuada —le confía Hu-tu-lu—. Los días de la rata y la liebre eran de mal augurio para vuestra partida.
Los oráculos lanzan una cometa desde lo alto del acantilado, a cuyo pie las olas rompen contra las rocas con un rugido de trueno. A Marco le fascina su poder. Luego, contempla fijamente el cometa que flota formando volutas alrededor de las nubes, como un hilo que se encanillara.
Ai Xue se acerca a él con cierto disimulo.
—Maese Polo, creo que apreciáis a Shayabami.
El veneciano se vuelve hacia el médico, alarmado.
—Tranquilizaos, su salud no me preocupa mientras estemos en el continente.
—¿Crees que los japoneses se comen a los sirios? —dice Marco divertido.
—Hablo de los embajadores. Los japoneses degollaron a los que Kublai envió con anterioridad.
Un estremecimiento recorre la columna vertebral de Marco hasta la punta del pelo. La advertencia de Namo Kan le viene de sopetón a la memoria. A su pesar, siente que el temor le acelera los latidos del corazón. Kublai nunca le mandaría conscientemente a la muerte…
—¿Cómo lo sabes? —inquiere.
—Los coreanos detestan a los mongoles tanto como nosotros. Ved lo que han hecho con su país. Fue fácil obtener confidencias. He pensado que ésta os interesaría.
—¿Y hay otras?
—Ninguna que os concierna directamente.
—Ai Xue, al decir eso pones a prueba mi confianza.
—Siempre os he dicho que desconfiarais de quienes no son de vuestra sangre.
Marco hace un amplio gesto hacia la montaña.
—En ese caso, debería desconfiar aquí de todo el mundo.
—Todo el mundo desconfía de vos. Sois el extranjero aquí. Tal vez deberíais pensar en regresar al país de donde procedéis.
Marco camina impetuoso, de un lado a otro, esforzándose por disimular su nerviosismo.
—No te tomé a mi servicio para escuchar tus elucubraciones o tus amenazas.
—Entonces, olvidad lo que os he dicho.
Marco sigue con la mirada el trayecto de la cometa. Se vuelve hacia Ai Xue:
—Si es cierto, ¿por qué quieres acompañarme?
El chino esboza una mueca enigmática que a un cristiano podría parecerle una sonrisa.
—El sabio dijo: «Interrogarse es mejor que interrogar a los demás».
«El sabio siempre tiene respuesta para todo», se dice Marco, reanudando con un suspiro su contemplación de la cometa.
Ésta ha emprendido un descenso inexorable. El veneciano se pone la mano en la frente a modo de visera. De pronto, distingue con detalle la forma de la cometa.
—¡Pero si hay un hombre allí arriba! —grita con espanto.
El oráculo se acerca a él.
—Es uno de los condenados a morir atado a una cometa destinada a caer con su carga, a la velocidad determinada por el viento que sople en tal ocasión. Un día de tormenta, sucedió que uno de esos reos se posó suavemente. Fue indultado. Éste, si cae demasiado deprisa, nos indicará que no es el buen momento para que partáis; en cambio, si logra volar el tiempo suficiente, significará que ha llegado el momento propicio.