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Las cacerías del Gran Kan
Verano de 1278
En algún lugar del imperio mongol
Se despliega, con extraña pesadez, y planea llevada por el viento que la empuja hacia atrás. Sin luchar, se abandona a la fuerza invisible que la guía por encima de las cumbres. Como una hoja seca, vuela al albur de las corrientes ascendentes, agitada por un leve estremecimiento. El sol arranca reflejos plateados en sus plumas que se levantan como olas sobre el mar. Arrebatada por una súbita borrasca, pierde el equilibrio por unos instantes, pero con un movimiento imperceptible, apenas un gesto de la punta del ala, recupera su posición. Ávida de carne y sangre, parece vacilar. Por fin, inmóvil, suspendida en el aire, se deja caer como una piedra. La presa no tiene posibilidad alguna. El águila real la alcanzará antes incluso de que haya advertido su presencia.
En el suelo, un hombre se destaca entre el grupo de cortesanos. Su cabellera y su piel claras contrastan con los cabellos y la tez oscuros de los demás. Sus ojos garzos brillan con insólito fulgor en estos parajes donde los hombres parecen dibujados en negro y blanco. Marco Polo es un extranjero que exhibe su diferencia y su mirada azul ultramar. A los veinticuatro años, su esbelta silueta deja entrever la potencia de sus músculos, esculpidos por cuatro años de odisea, desde Venecia a Khanbaliq[1]. Unos rizos de color dorado oscuro escapan de su sombrero de fieltro. Se atusa con cuidada mano la corta barba y el bigote, que él mismo recorta dos veces al día con el cuidado de un tapicero. Se ha alejado de los cortesanos para seguir a los halconeros. En el cielo, el ave remonta otra vez el vuelo, aprisionando en sus garras el botín. Marco hunde los talones en los flancos de su montura, siguiendo con la mirada la trayectoria de la rapaz. Embriagado, galopa evitando, por los pelos, chocar con otros caballos que van al paso. Finalmente, el vuelo del águila se hace más lento. Planea y baja oscilando suavemente hacia el suelo.
El ave suelta su presa a los pies de un caballo enjaezado de cuero. Luego, despliega sus alas en un gesto majestuoso y se posa con delicada brutalidad en el puño de su dueño. En su pico brillan aún las perlas granate de la sangre de su víctima. Marco Polo, impresionado, se acerca con su montura al joven cuyo cráneo está completamente afeitado, en contra de la moda de la corte. Su piel mate y sus ojos apenas rasgados resaltan entre los rostros de los cortesanos.
—Tu rapaz es de una habilidad espectacular —le comenta Marco.
El joven le saluda con una inclinación de la cabeza.
—¿Eres chino? —pregunta el veneciano devolviéndole el saludo.
El joven le contempla con extrañeza.
—No. ¿Por qué? ¿Los buscáis?
—Hace tres años que estoy aquí y no he encontrado aún ninguno.
El otro se echa a reír.
—¡Tampoco yo y hace ya quince! Estamos en la corte del Gran Kan, eso es todo, señor Marco Polo. Es la primera vez que os veo en una cacería imperial —añade aún sonriendo ante su propia broma.
—La última vez, mi padre ostentaba la representación de nuestra casa y…
Se interrumpe, incómodo. ¿A santo de qué debe justificarse ante un perfecto desconocido? Como siempre desde que llegó al imperio mongol, Marco se siente transparente como el agua clara, tan vulnerable como un joven grumete ante su primera tempestad.
No consigue acostumbrarse a la desagradable sensación de ser reconocido por gentes a las que él no conoce. Hasta ahora, su padre Niccolò estaba siempre a su lado y atraía sobre él toda la atención. Casi echa de menos esta circunstancia.
Un hombre se acerca al galope y se detiene, haciendo caso omiso de la presencia de Marco. De edad madura, con el cráneo afeitado también, va vestido con ricas sedas y tocado con un sombrero de alto dignatario.
—¿Sanga, has perdido la cabeza? Lanzar tu águila sin que yo lo ordenase… Era la única que cazaba —le reprochó al joven.
—¿Y el emperador…? —pregunta aquél a quien el anciano ha llamado Sanga.
—Afortunadamente está ocupado y no ha visto nada. —Luego, contemplando con curiosidad a Marco, añade—: Nuestro imperial dueño y señor ha preguntado varias veces por vos. —Y volviéndose hacia Sanga le ordena con sequedad—: Reúnete enseguida con los demás halconeros.
Dócil, Sanga le saluda con humildad.
—Bien, venerable P’ag-pa.
De modo que ese anciano todavía ágil es el venerable lama que tanta influencia tiene sobre el Gran Kan. Marco le sigue con la mirada mientras el lama se aleja. Acto seguido, fija de nuevo su atención en la rapaz.
—Tu águila es magnífica, Sanga. ¿Utilizas siempre la misma para cazar?
—Claro, mirad, cada ave lleva en la pata una ficha de metal en la que está inscrito el nombre de su dueño.
—Casi como los hombres, a fin de cuentas.
Sanga le mira frunciendo el ceño, bruscamente a la defensiva. Marco lamenta enseguida lo que ha dicho. Le cuesta aún calibrar la sensibilidad de sus interlocutores. Todo es tan distinto aquí…
Sanga golpea con los talones los flancos de su montura. Cuando el caballo se pone al paso, la rapaz despliega por unos instantes sus inmensas alas, como si llevara la impedimenta. Marco sigue al joven, envidiando la tranquila seguridad que la compañía del águila confiere a Sanga.
Marco busca con los ojos el estandarte del emperador.
Hace ya dos días que comenzó la batida, y aún se distingue entre las copas de los árboles la punta del pabellón de estío del soberano. En recuerdo de su vida de nómada por las estepas mongoles, el emperador hace plantar todos los años una simple tienda. Pero es tan fastuosa, cubierta de pieles de tigre, forrada de paños de seda y de oro, que rivaliza con cualquier palacio de Khanbaliq.
Los gritos de los ojeadores resuenan como el estruendo de un torrente. El susurro del follaje al ser agitado llega a los oídos de Marco Polo. A veces, unos chasquidos más fuertes revelan el paso de un animal salvaje. Pasa una sombra, huyendo hacia donde los cazadores quieren llevarla.
La tropa que avanzaba en prietas hileras desde el palacio de estío del Gran Kan comienza a dispersarse por la llanura levemente ondulada, salpicada de grupos de árboles y de bosques. La multitud de miles de cortesanos se extiende por varios lis[2] pues cada uno de ellos ha salido con su gente, y las damas del Gran Kan viajan por todo lo alto. Los monteros van por delante con los perros, formando dos columnas que marchan en direcciones divergentes. Dentro de unas horas se habrán reunido formando un gran círculo dentro del cual los animales estarán presos como en una trampa. Luego, los cortesanos irán creando ese anillo en torno a las bestias salvajes. Los enormes mastines corren ladrando, obligando a ciervos, osos y lobos a dirigirse hacia el centro. La multitud avanza lenta e inexorablemente. El olor de los hombres sudorosos satura la cálida brisa del verano. Los halconeros sueltan sus aves, que se lanzan contra menudas presas. Las águilas y los gerifaltes vuelan o planean al albur del viento, ejecutando una especie de ballet puntuado por los gritos de sus víctimas. Sus movimientos dibujan líneas caligráficas en el azul del cielo. Gerifaltes, azores, halcones peregrinos y milanos rivalizan en rapidez. Los halconeros avanzan con su ave posada en el brazo como si formara parte de su cuerpo. Estos hombres alados, tocados con pieles de animales, tienen un aspecto fantástico de seres imaginarios.
Kublai, nieto de Gengis Kan, heredero del imperio mongol que se extiende desde la planicie del Danubio a las costas coreanas, se esfuerza por conquistar el sur de Asia. Las llanuras del norte de la China han sido invadidas por los ejércitos mongoles, pero el sur sigue resistiendo. El Gran Kan Kublai intenta mantener un equilibrio entre sus propias tradiciones y las costumbres de la civilización china. Pasa la temporada cálida en su palacio de verano, una tienda fastuosa en pleno bosque, donde organiza gigantescas cacerías.
Marco divisa por fin el séquito imperial.
El Gran Kan está encaramado en un palanquín de madera, a varios pies del suelo, sostenido por cuatro elefantes decorados con magnificencia. Los paquidermos se han inmovilizado tras una señal que su dueño ha dirigido a un esclavo.
Resguardado de las miradas bajo el dosel de piel de león forrado de paño de oro, Kublai ha recreado una intimidad que le aisla del resto de la cacería.
—Flor de loto amarillo, ven a azuzar mi tallo de jade. Siento que te reclama.
La concubina que el Gran Kan ha elegido se arrodilla y se dispone a satisfacer a su amo con una humilde sonrisa.
El emperador entreabre las colgaduras de seda. Han acercado la jaula donde revolotean las grullas, impacientes por emprender el vuelo al ignorar la suerte que les aguarda. El jefe de los halconeros espera la orden. Kublai levanta el brazo. Al momento se abren las jaulas expulsando a los pájaros que emprenden el vuelo lanzando grititos. Luego llega el turno de los gerifaltes. Kublai sigue con los ojos una de las rapaces que se eleva en dos aleteos soltando un chillido penetrante. Se aleja por encima de las cumbres, persiguiendo a las grullas, y las alcanza con rapidez. Se alza muy por encima de ellas, elige su presa y, de pronto, se precipita sobre la grulla que intenta huir con todas sus fuerzas. El gerifalte se desploma con su presa. Luego se afana en remontar el vuelo y planea hasta el dosel que protege a su dueño. Allí suelta a la grulla agonizante y va a posarse en el brazo que le tiende el halconero. Éste le acaricia afectuosamente. Desde su puesto de observación, Kublai saborea la mirada dorada de la rapaz, serena y segura de su victoria.
Marco ha estado esperando en vano una señal del emperador.
Al acercarse el crepúsculo, los servidores, tranquila y metódicamente, erigen las numerosas tiendas que, orientadas al sur, albergarán a toda la corte. En medio del campamento se encienden hogueras.
Bajando de su palanquín, el Gran Kan invita a sus más cercanos consejeros y cortesanos a compartir su comida en la enorme tienda de campaña. Sentado al estilo mongol frente a todos sus invitados, con las mujeres a la izquierda y los hombres a la derecha, por orden de preferencia, Kublai nada pierde de lo que se dice o hace en su presencia.
Todos procuran comportarse con la mayor dignidad. Se sirve el kumis, leche de yegua fermentada, la bebida favorita de los mongoles. Hay que esperar para beber a que lo haga el Gran Kan, según la costumbre. Luego, los criados depositan las fuentes entre los comensales, que se sirven directamente con los dedos. El ágape es generosamente regado con vino de arroz sazonado con especias. Pronto muchos de los invitados están borrachos como cubas. Olvidando el protocolo, empiezan a hablar en voz alta, a reír con estruendo, a escupir o eructar sin aguardar a que el Gran Kan les preceda.
Finalmente, Marco Polo, por orden del emperador, se arrodilla a pocos pasos del trono. Cada vez se acerca con la misma emoción al trono del mayor soberano del mundo conocido.
—Marco Polo, prosigue el relato de tus viajes. ¿Dónde estabas?
—Donde os plazca recordar, Gran Señor.
—¿Tu salida de Venecia?
—Mi padre había venido a buscarme para que le acompañara hasta donde vos estabais, Gran Señor. Sabía que yo iba a ser indispensable para la buena marcha de la caravana.
Kublai frunce sus altas cejas negras. La última vez que Marco le contó su historia, aseguró que su padre Niccolò no deseaba su presencia.
—Reaviva mi desfalleciente memoria. ¿Conocías mejor el camino que él, que lo había recorrido ya varias veces?
—No, desde luego —admite Marco—. Pero podía aportarle una nueva perspectiva acerca de todo lo que él conocía tan bien que ya no lo veía siquiera.
—Como yo con mis concubinas —comenta riendo el Gran Kan.
—Eso es, Gran Señor —aprueba Marco—. Recordaréis sin duda haber confiado una misión a mi padre. La de traer unas gotas de óleo del Santo Sepulcro…
—… y cien monjes para organizar un debate teológico. Mi hermano mayor, Mongka, que fue emperador antes que yo, organizó una discusión que resultó inolvidable. Estaba presente un representante de cada culto, un musulmán, un monje budista y un monje cristiano de tu tierra, un tal Guillermo de Bouruck.
—Rubrouck, fray Guillermo de Rubrouck —le corrige Marco riendo.
—Sí, eso es. ¡Y todo lo que tu padre es capaz de traerme eres tú!
—¡Y el óleo del Santo Sepulcro! —exclama Marco en son de protesta.
—Es cierto. Lo conservo celosamente en mi colección de reliquias. Pero ¿por qué fue tan largo vuestro viaje? De ordinario, mis enviados tardan poco menos de un año en llegar al mundo latino.
—En estos viajes, nada es ordinario, Gran Señor. Uno cruza varias veces el infierno. El de los elementos y el de los hombres.
Marco va granjeándose el favor del Gran Kan al repetir su historia mil veces contada, mil veces reinventada. Añade un detalle, define un olor como entre clavo y jengibre, describe el aspecto de los bazares y mercados de Persia, se demora relatando la organización de las tribus del Kafinistán, reseña las costumbres de los mongoles de la Horda de Oro, hace el inventario del armamento de su enemigo Kaidu.
Es un momento de intensa complicidad entre el que sabe y el que desea saber. Entonces, la corte desaparece, la diferencia de lenguas y orígenes se difumina, el anciano y el joven desafían al tiempo, el emperador y el mercader se convierten en simples hombres que comparten la misma pasión por el conocimiento.
Marco se lanza a un inflamado relato durante el que sus manos hablan tanto como sus labios. Inútil ya, el intérprete chino del Gran Kan procura, en algunas ocasiones, intervenir para aclarar un gesto. Pero ni las imprecisiones ni el acento extranjero del veneciano consiguen acabar con la paciencia de Kublai, que en ciertos momentos propone una palabra o una idea que le parece más exacta. A veces, el intérprete, fatigado y hastiado, acepta una expresión del emperador con un apresuramiento que pone de acuerdo a todo el mundo. Entonces, el veneciano reanuda su relato con un entusiasmo que arroba a todo su auditorio e incluso a quienes se limitan a seguir los ampulosos movimientos de sus mangas. Marco, que viste a la moda mongol, no deja de utilizar en abundancia el estilo ampuloso propio de esta región del mundo conocido. Cuando el veneciano da muestras de vacilación, el Gran Kan le abraza con una brutalidad muy bárbara y le llama su hijo, del mismo modo en que debía de alentar a sus retoños durante las primeras lecciones de equitación, lucha o tiro con arco. Parecen estar solos en el mundo y los cortesanos se sienten excluidos de ese intercambio, que sin embargo es público.
—He advertido que has errado la puntería en muchas ocasiones, Marco Polo —dice Kublai como si se dirigiera a su hijo—. ¿Acaso la impaciencia ha turbado tu espíritu?
A Marco le asombra saber que el emperador ha estado observando sus hechos y gestos, mientras que él creía que no le prestaba atención.
—Muy al contrario, Gran Señor. Mi viaje me ha enseñado a tomarme tiempo.
—¿Tiempo para encontrar una concubina a tu gusto, por ejemplo?
—Gran Señor, todas las que ponéis a mi disposición son de primera calidad.
—De segunda, en el mejor de los casos —corrige el Gran Kan—. Tienes mucho que aprender de las mujeres, Marco Polo.
—¿De verdad, Gran Señor? Perdonad mi asombro…
—Fíjate en mí, mi mejor consejero es Chabi, mi segunda esposa.
—Es una persona excepcional, Gran Señor.
—Eso es también lo que le pasa a tu padre: no sabe escucharlas. Si encontrara yo más mujeres como Chabi, consideraría que las féminas son superiores a los varones.
El emperador ordena que le escancien bebida. La audiencia ha terminado. Marco se levanta, saluda al Gran Kan y vuelve a su lugar, lleno de orgullo.
Un joven, vestido con rico paño de seda se acerca al emperador.
El guepardo de Kublai gruñe como si se dispusiera a saltar, aunque la mano del Gran Kan lo sujeta con firmeza.
El cortesano se detiene, con el enjuto rostro crispado.
Kublai tira dos o tres veces de la cadena, haciendo que la fiera vuelva a sentarse a sus pies, sobre un almohadón de seda cuyos colores y motivos hacen juego con su brillante pelaje.
—Zhenjin, hijo mío, ven.
El primogénito de Kublai, que lleva el título de «heredero aparente» del trono, se sienta, según la costumbre, detrás de su padre.
—Mira, Zhenjin, los chinos son semejantes a este felino. Parecen domesticados, pero a la primera ocasión se lanzarán a nuestras gargantas. Yo los dominaré, como he dominado a esta fiera. Entonces, podremos ocuparnos de lo demás.
Zhenjin susurra:
—Gran Señor, de momento, el general Bayan no nos envía más noticias del frente.
—¿Crees que lo ignoro? Avanza hacia el sur. Pero estos diablos de chinos resisten con mayor valor del que hubiéramos podido suponerles en nuestras peores pesadillas. Hace ya casi diez años que intentamos aplastarlos. —El Gran Kan lanza un suspiro—. Ya verás, Zhenjin, conseguiré terminar la obra de mi glorioso antepasado, el gran Gengis Kan, padre de mi padre. Seré algún día dueño de China.
Zhenjin carraspea para aclararse la garganta:
—¿Qué pensáis hacer con este extranjero, Marco Polo, Gran Señor?
—Acércate, Zhenjin, voy a confiarte un secreto.
El joven, halagado, se inclina hacia su padre y señor en una deferente reverencia.
—Soy el mayor emperador que el mundo haya conocido nunca. La presencia de Marco Polo aquí me lo demuestra. Atravesando inhumanas pruebas, desafiando poblaciones y peligros que superan el entendimiento, ha llegado de parajes cuya existencia tú ni siquiera sospechabas, para rendirme homenaje.
Zhenjin sonríe al notar que el orgullo de su padre se hincha como un fruto demasiado maduro a punto de estallar.
—No me gusta verle en la corte —manifiesta—. Nos entretiene con sus relatos mientras su padre y su tío siguen, lejos de nosotros, con sus manejos.
El Gran Kan suelta una sonora carcajada.
—No creo que lo temas. Creo que estás celoso.
Zhenjin se incorpora, herido en lo más vivo.
—¡No, Gran Señor! Si ni siquiera es mongol —observa como si eso no fuera evidente—. Pienso en la seguridad del imperio y en la de vuestra persona, que lo encarna.
—Debieras pensar más en divertirte y menos en mí y en el imperio.
Kublai ordena de nuevo que le sirvan vino de arroz.
Zhenjin, huraño, saluda con una profunda inclinación a su padre antes de mezclarse con los cortesanos.
Entre ellos se distingue un cráneo afeitado. Zhenjin se acerca al lama P’ag-pa, que va vestido a lo mongol y no como corresponde a un religioso, algo que sus detractores le reprochan regularmente.
—Venerable P’ag-pa, el Gran Kan acaba de nombrarte ministro del culto budista. Es un gran honor —dice Zhenjin.
—Es una gran responsabilidad, joven príncipe —recuerda el lama saludando al hijo de su amo.
P’ag-pa advierte, de lejos, que la segunda esposa de Kublai no les quita los ojos de encima. Como la madre de Kublai hiciera antes que ella, la mujer vigila a su cría con los ojos protectores de una loba.
—Sigo de cerca el favor con que nuestro gran emperador distingue a los cortesanos… —dice Zhenjin.
—Como a ese extranjero cuya piel es tan clara como oscura es su alma… —añade el lama.
—Exactamente, venerable P’ag-pa. Desde que hace tres años llegó a Khanbaliq, no cesa de revolotear en torno al emperador…
—… y se acerca a él en círculos concéntricos. Halaga el corazón conquistador del Gran Kan.
—Venerable P’ag-pa, veo que aunque nuestras opiniones a veces difieran, nuestras convicciones coinciden… Llegará la hora en la que Marco Polo no tendrá ya lugar en la corte.
La segunda esposa de Kublai y madre de Zhenjin avanza a su vez aproximándose a su hijo. Es la única autorizada a hablar con los hombres. A pesar de su edad, su piel mate es perfectamente lisa. Sólo unas arruguitas en torno a su boca y en el extremo de los ojos atestiguan su natural alegre.
—¿Qué estás diciendo, Zhenjin?
El joven saluda con respeto a su madre. El lama hace lo mismo antes de retirarse.
—Madre mía, debemos apoyar a nuestro emperador. Está envejeciendo.
—No tanto, créeme, Zhenjin —responde Chabi con una sonrisa.
—Me preocupa su política. Mira qué poca atención dedica a nuestros súbditos chinos.
—Aprende de tu padre. Es un hombre prudente y reflexivo. No confía demasiado en este pueblo que tanto nos cuesta someter. Los chinos son arteros. Y tiene razón al confiar solamente en nuestros amigos extranjeros.
—¿Incluso en éste? —dice Zhenjin, despectivo, señalando con la barbilla a Marco Polo.
—Claro está, incluso en éste. Lleva tres años demostrando que sabe escuchar al emperador. Y a Kublai Kan le gusta escucharle pues habla con los ojos.
—Sin embargo, desconfío de él más que de P’ag-pa. Es un bárbaro. No consigo comprender a mi padre.
—Recuerda que ese extranjero salvó a tu hermano Namo. Un hijo no tiene precio para un padre.
Más tarde, echado en su tienda junto a su concubina mongol, Marco medita un momento sobre las últimas palabras de Kublai, que no consigue aplicar a su propio caso. Le envidia secretamente por haber sabido encontrar una mujer de la calidad de Chabi.
Al alba, la batida prosigue. El calor es todavía más opresivo que la víspera. El cielo es blanco, opaco, asfixiante. Los animales acosados sacuden la maleza con su sudoroso pelaje. Sus gruñidos de miedo repercuten por encima de los árboles.
Algunas carretas cuidadosamente cubiertas van escoltadas por domadores armados con una pesada lanza prolongada por un látigo. Marco, curioso, levanta con precaución una de las telas. Un feroz rugido le hace retroceder al momento.
—¡Estos leones rayados son mayores que los de Babilonia! —exclama el veneciano, impresionado.
En unas jaulas sólidamente trenzadas, enormes bestias rayadas, cuyo pelaje espeso y sedoso muestra unas listas negras, amarillas y blancas, azotan con su cola los barrotes. En otra jaula hay lobos domesticados que parecen mucho menos temibles que los felinos.
Un domador, blandiendo su látigo, abre cautamente la puerta de una de las jaulas. Con un gruñido de satisfacción, la fiera se lanza a la espesura con rugidos que hacen temblar el suelo. Ante él, presa del pánico, un jabalí pone pies en polvorosa, salpicando de sudor el follaje que le rodea. Con ritmo seguro y rápido, el tigre va ganando terreno. Las ramas parecen abrirse a su paso mientras alarga sus zancadas. Se lanza bruscamente y, con súbito impulso, se arroja sobre su presa. Pegado al suelo, el jabalí suelta agudos gruñidos. El felino clava los colmillos en el empapado cuello de su víctima y aprieta las mandíbulas con unos gruñidos de placer que acompañan a los gritos de agonía del jabalí. A continuación el león rayado se levanta y, dócil y orgulloso, arrastra su presa hasta los pies de su dueño, que se lo agradece con una amplia caricia en el pelaje. Luego, el adiestrador saca de su zurrón un pedazo de carne sanguinolenta y lo arroja al animal que lo devora con deleite alzando el belfo.
De pronto, un jinete lanzado al galope choca con Marco. La brutal sacudida desestabiliza al veneciano. Cuando intenta recuperar el equilibrio, advierte que el otro le ha arrancado el sable. Sin vacilar, se lanza tras él. Pero su atacante es un jinete mongol de los más expertos. Consigue despistar a su víctima cambiando frecuentemente de dirección y de velocidad. Jadeante, furioso, Marco frena su montura, consciente de su impotencia, y vuelve hacia atrás. De súbito descubre, a unos cien pasos de él, el estandarte del guardián de los objetos hallados. Aprieta con sus muslos los flancos del caballo. En una breve galopada, el animal llega a la altura de la bandera que ondea al viento. Qué extraño… Marco advierte enseguida la lanza plantada en el suelo. No hay rastro de ser humano en los alrededores. Los ruidos de la caza se han difuminado a su espalda. Un olor ácido hace que aumente su malestar. Prudentemente, desciende de su montura. Huellas de pasos precipitados convergen hacia la lanza. ¿Hombre o animal? Su caballo relincha inquieto. El estandarte chasquea como un látigo sobre su cabeza. Más allá, las águilas cazadoras planean en busca de su presa. El caballo se encabrita. Olvidando que no lo tiene, Marco hace un gesto para empuñar el sable. Su mano sólo encuentra el vacío. Se oye el retumbar de un galope que se aproxima, multiplicado por la calma circundante. Sin vacilar, Marco arranca la lanza plantada en el suelo y la blande ante él, retrocediendo hacia su montura. Aparece un jinete, tocado con un sombrero mongol de color vivo: el guardián de los objetos hallados.
Marco lanza un suspiro de alivio.
—¿Sois Marco Polo?
El veneciano inclina la lanza.
—Lo soy.
—¿Habéis extraviado vuestro sable?
Humillado porque la noticia haya corrido ya, Marco se limita a asentir con la cabeza.
—Sé donde encontrarlo. Seguidme. A pie.
Intrigado por el tono imperioso del hombre, Marco planta la lanza en el suelo, justo en el lugar donde la había encontrado, y acto seguido se interna en la maleza siguiendo al hombre. Éste emite un silbido característico. De inmediato, Marco se encuentra flanqueado por dos alanos, miembros de la tribu del Cáucaso elegida por Kublai para formar su guardia personal. El veneciano, sorprendido, no tiene más opción que seguir avanzando bajo el ralo ramaje.
A pocos centenares de pasos, en la hondonada de un pequeño calvero al que llegan los rayos del sol, se levanta una tienda mongol, sobria y de modesto tamaño. El guardián de los objetos hallados penetra en su interior, indicando a Marco que espere. Al cabo de un instante, el veneciano oye, apagada por el fieltro, una voz grave de timbre familiar:
—Que entre.
El guardián vuelve a salir de la tienda y transmite la orden a Marco con un gesto de la cabeza.
Al entrar, el joven descubre a Kublai que, sentado en un banco cubierto de pieles y rodeado de concubinas que se ocupan de satisfacerle ante la mirada indiferente de su segunda esposa Chabi, exclama con divertida impaciencia:
—¡Bueno, Marco Polo!, ¿de modo que esta arma es en efecto la tuya?
A sus pies yace el sable con la empuñadura adornada de seda adamascada de color índigo. El veneciano, sin responder, se inclina tres veces ante el Gran Kan, según la costumbre.
El emperador se echa a reír, coreado por las muchachas.
—He encontrado ese placentero medio de convocarte a una audiencia secreta. ¿Es de tu gusto?
—Del todo, Gran Señor. Disfruto tanto más con vuestras chanzas cuanto que me dan la ocasión de obedeceros y serviros —responde Marco con excesiva frialdad.
Con un gesto seco, el emperador ordena a sus concubinas y servidores que salgan. Sólo Chabi permanece a su lado.
—Mi abuelo, Gengis Kan, cuando me tenía sentado en sus rodillas, me decía siempre que mi camino me llevaría muy lejos. Es cierto y, sin embargo, he viajado menos que tú.
—El que no está en el trono no es el que reina, Gran Señor —dice Marco.
—Mi hijo Zhenjin imagina que siempre he sido viejo y gordo. Pero antes de verme obligado a viajar transportado por cuatro infelices elefantes, era el mejor jinete de todas las estepas, ¿no es cierto, Chabi?
Chabi intercambia con su esposo una mirada cómplice, testimonio de sus últimos encuentros.
—Muchos de mis consejeros desconfían de ti, Marco Polo. Por eso vamos a fingir que los satisfacemos. Voy a alejarte de la corte.
Chabi tiende a su marido un rollo de pergamino. Kublai lo despliega ante él.
—Acércate, Marco Polo.
Marco descubre una plantilla cuadriculada que lleva escritos en caracteres mongoles distintos nombres de ciudades.
—Este mapa está inspirado en los trabajos secretos de Pei-Xin. ¿Conoces a Pei-Xin, Marco Polo? Era el ministro de Obras Públicas del primer rey de la dinastía Jin[3]. Confeccionó unos mapas con escala graduada, utilizando triángulos rectángulos para medir las montañas, los lagos y los mares. Es lo que tienes ante tus ojos. La cuadrícula permite indicar con precisión la posición de determinada ciudad o ruta. Detallándola más, incluso sería posible señalar el emplazamiento de cada puente del imperio. Y, como puedes ver, es inútil trazar el contorno de los territorios.
El pergamino que Marco tiene ante los ojos en nada se parece a un mapa. No ve dibujado en él ningún contorno, ningún río, sólo nombres escritos sobre la cuadrícula de una simetría perfecta.
—Únicamente un ojo hábil como el tuyo es capaz de leerlo —prosigue Kublai—. Tanto más cuanto que he ordenado que no aparezca la escala de valores. Voy a facilitarte el punto de partida, que aprenderás de memoria. Y fíjate bien, hay dos caligrafías: la roja y la negra. Sólo la negra es cierta.
—Gran Señor —dice Marco—, ¿me mostráis este mapa sólo para hacerme compartir los descubrimientos de vuestros cartógrafos…?
El emperador se echa a reír. Su enorme vientre se levanta a sacudidas.
—Lo que me gusta de ti, Marco Polo, es la viveza de tu mente. Los cartógrafos son letrados que nunca han abandonado su mesa de escritura. Es preciso un hombre de acción que se asegure de la veracidad de sus afirmaciones. Quiero que seas este hombre. Muchos pretenden que no has visto todo lo que dices. Cuando me cuentas tus viajes, nunca sé si inventas o dices la verdad —suelta el emperador levantando la voz—. Pensándolo bien, proporcionas tantos detalles que no habrías podido inventarlos.
Marco pregunta en un tono más bajo:
—¿Y qué importa?, Gran Señor, si tengo el valor de hacerte creer en mis historias y tú el estado de ánimo para escucharlas.
Kublai levanta despacio sus pesados párpados para mirar al desvergonzado. Marco ni siquiera se reprocha su audacia, pues el subterfugio del que se ha valido el emperador para convocarle le ha humillado profundamente.
—Puedes agradecer al Cielo y la Tierra que tengas un buen karma, Marco Polo. De lo contrario, te reencarnarías en perro.
Aunque no se ha convertido oficialmente al budismo con objeto de preservar las tradiciones chamánicas de los suyos, Kublai afirma su preferencia por dichas creencias en cualquier ocasión.
—En tigre, para seguir sirviéndoos. He atravesado ya muchas vidas durante ésta. Fui un ignorante, un habitante de una ciudad que todos se afanaban en abandonar, un gran viajero a lomos de camello o de yak. Y aquí, en la corte del más grande emperador que el mundo haya conocido…
—… y conocerá nunca —concluye Kublai—. ¿Cuál será tu próxima vida?
—Sólo Dios lo sabe, Gran Señor —responde Marco con esperanza.
—Soy el Hijo del Cielo —dice Kublai con convicción—. Voy a guiarte. Acércate.
Marco se inclina hacia el emperador. El olor salado del sudor imperial asalta sus narices.
—Serás un enviado secreto del imperio —susurra Kublai en un soplo—. Como funcionario encargado de recaudar impuestos, partirás en busca de informaciones sobre el avance de las tropas de mi fiel general Bayan, hermano de guerra y amigo de corazón.
Marco traga saliva, con el corazón palpitante de excitación.
—Gran Señor, el honor es inmenso.
Cuando llegó a la corte del emperador mongol, el veneciano se dedicó a gozar de los nuevos placeres que descubría. Tras casi cuatro años de un viaje agotador, durante el que había conocido el amor y la traición, el valor y la desesperación, Marco Polo se sentía más fuerte que el común de los mortales. Eso le daba una tranquila audacia que brillaba en su mirada azul. Era uno de los rasgos de carácter que más apreciaba en él el Gran Kan.
—Quisiera poder alejarme de Khanbaliq, ver de más lejos mi imperio —anuncia Kublai—. Pero no puedo. Sé mis ojos y mis oídos, Marco Polo. Y cuéntamelo sólo a mí. Mis astrólogos me han asegurado que tienes interés en abandonar Khanbaliq.
Marco le mira con aire interrogador.
—¿Unos astrólogos muy próximos al trono…?
Kublai ignora la alusión a Zhenjin.
—Acércate, Marco Polo. Hace casi un año que aguardo el regreso de mi amigo Bayan, general en jefe de mis tropas para la conquista de China. Hasta ahora, las noticias eran buenas, pero he aquí que, desde hace tres meses, no me ha llegado mensajero alguno. Vivo angustiado todas mis noches. He perdido el sueño, tal vez un amigo, la victoria sobre todo…
—¡Viajaré por el imperio!
—Bajo la capa de una expedición de funcionario imperial. Tendrás una escolta, tablillas de oro para abrirte paso. —Kublai hace un leve ademán hacia el veneciano—. También yo soy un poco adivino —concluye con ironía—. Mi objetivo es ganarme a todos los súbditos de mi imperio, que son un poco mis hijos.
Marco, impaciente por ponerse de nuevo en camino en nombre del Gran Kan, le dedica una reverencia, dispuesto a abandonar la tienda.
—Espera… Olvidas tu sable —dice el emperador con una sonrisa.
Marco toma su arma.
—¿Oyes? —susurra Kublai haciendo un gesto. Ambos callan, atentos a los aullidos que levantan ecos en el corazón del bosque.
—… los lobos. Es de buen augurio, el año será fértil y próspero.
Al día siguiente, antes del alba, el Gran Kan da la orden de levantar el campo. Ha llegado el momento de ejecutar el rito mongol que debe asegurar los beneficios del año en curso. Mientras todos se ajetrean plegando las tiendas, enrollando las mantas, cargando los cofres en los carros, se ha procedido a ordeñar las más hermosas yeguas del rebaño imperial. Su pelaje de un blanco inmaculado es tan deslumbrante que su simple visión purifica la mirada. Justo antes de que la corte se ponga en marcha, unos hombres derraman la leche en la llanura, y el suelo se ilumina por un instante con su preciosa y efímera pureza. Los chamanes cantan hechizos, invocando la protección de las divinidades del Cielo y de la Tierra sobre el emperador y sus súbditos.
El sol brilla con fuerza cuando el cortejo imperial emprende la marcha. Está formado por miles de cortesanos. Cada una de las cuatro esposas de Kublai va acompañada por la mitad de su propio séquito, es decir por cinco mil personas. Las jaulas de las fieras avanzan a la cabeza de la multitud. Al final de la comitiva, para que a los felinos no los excite el olor, se amontonan las piezas de caza despedazadas, desplumadas y vaciadas, chorreando aún sangre fresca.
La inmensa comitiva avanza despacio, abrumada por el calor. Los habitantes de la comarca se apartan a su paso, tanto por temor como por respeto. A lo lejos la gran muralla recorre las crestas de la montaña. Arrobado por el pasmoso espectáculo, Marco suelta las riendas sobre el cuello de su corcel. Se rumorea que cada pulgada de muralla ha costado la vida de un hombre. Los obreros eran en su mayoría penados, y sabían que serían ejecutados si dejaban que la brisa pasara entre dos bloques de piedra. Ciertas historias afirmaban que los soldados apostados como centinelas en los confines del imperio enloquecían de soledad. Los muros son de tierra apisonada reforzada por un armazón vegetal. El mortero, extremadamente sólido, está compuesto de harina de arroz, cal y arcilla. Pero esas orgullosas defensas fueron impotentes para rechazar los ataques de Gengis Kan y sus descendientes.
Tras varios días, el cortejo llega por fin a Khanbaliq, la capital del imperio, llamada en chino Tatú. Uno de los primeros actos políticos de Kublai como emperador fue ordenar la construcción de una nueva capital, pues se negó a instalarse en una antigua capital del imperio chino. Eligió un emplazamiento en las llanuras del norte, cerca de Mongolia, cuna de su civilización, y la región más poblada y próspera de China. En 1266, comenzó la edificación bajo la supervisión de un arquitecto musulmán, Yh-hei-tieh-erh. Sin embargo, la ciudad fue planificada al estilo chino. Rectangular, rodeada de murallas de adobe con almenas, dotadas de doce puertas coronadas por torres de vigía, tiene una planta geométrica, reflejo del universo. El emperador hizo construir un santuario en honor de Confucio, un gesto simbólico destinado a ganarse la confianza de los letrados chinos. Kublai no dejó de subrayar que él había nacido el mismo día del mismo mes que el venerable sabio. En 1274, apenas un año antes de la llegada de Marco Polo a la corte, Kublai dio su primera audiencia en el nuevo palacio.
Las calles son tan rectilíneas que desde la puerta por la que entra Marco se ve la puerta de la muralla opuesta. La comitiva penetra antes del toque de queda. En efecto, en cuanto cae la noche, sólo las mujeres de parto o los enfermos están autorizados a circular, siempre que lleven una luz que los alumbre.
Al este, se levanta el observatorio erigido por los astrónomos llegados de Persia. La idea de construir un edificio consagrado a las estrellas era del emperador Mongka, hermano mayor de Kublai, que murió sin haber podido realizar su prodigioso designio. Las avenidas son tan anchas que nueve jinetes pueden galopar por ellas de frente. Aunque el sol casi se ha puesto, desde que han entrado en la ciudad el calor se ha hecho más intenso. Todos se apresuran hacia la Ciudad imperial para encontrar el frescor de sus vastos parques.
El inmenso cortejo atraviesa las primeras murallas de la Ciudad imperial, verdadera urbe en plena ciudad, cuyo acceso está prohibido a la gente común. Los cortesanos regresan a sus casas, los cetreros se encargan de las piezas cazadas, los palafreneros se atarean con los caballos. Marco se dirige a su pabellón, en el barrio de los emisarios extranjeros. Recorre una calleja cuyos muros están erizados de figuras barnizadas, dragones, aves fénix y pájaros. Frente a un saledizo en forma de dragón colérico, descabalga y llama a la puerta. De inmediato, su servidor chino le abre saludándole con las manos unidas. Siguiendo el corredor, Marco rodea el muro que oculta a los malos genios la verdadera puerta de entrada. Mientras que las paredes que dan a la calle no tienen ventana alguna, el interior de la casa da a un pequeño jardín donde se cultivan cuidadosamente jazmines y orquídeas. Gracias a una experta planificación, los rayos del sol que se reflejan en el estanque se extienden por las estancias adyacentes en una claridad difusa. Agotado por el viaje, Marco se hace servir vino de arroz en su salón, ante el brasero que apenas calienta la gran estancia decorada con caligrafías y grabados que representan escenas de batallas mongolas. Su esclavo sirio Shayabami, un coloso, se arrodilla ante su dueño.
—Mi buen Shayabami, abandono la corte…
—¡Qué me decís, señor Marco! —exclama el servidor, permitiéndose la audacia de interrumpir a su dueño.
Marco no le tiene en cuenta esa infracción a las normas. Durante veinte años, Shayabami acompañó a Niccolò Polo en todos sus viajes, incluido el primer periplo por el imperio mongol. Marco le conoció cuando siguió a su padre hasta Khanbaliq. Tres años después de su llegada a Catay[4], Niccolò abandonó la capital para instalarse en el sur del Manzi[5]. Cedió entonces Shayabami a Marco, dejando su hijo al cuidado del sirio. Aunque en el pelo del sirio brillan hebras de plata, conserva un vigor y una resistencia excepcionales para su edad.
—No te preocupes —dice Marco con voz tranquilizadora—. Vendrás conmigo. Partiremos después de cenar en palacio. Organiza la intendencia de la casa en mi ausencia.
—Precisamente, señor Marco, debemos contratar a una nueva lavandera.
—¿Qué ha ocurrido con la que teníamos?
—Se agota en la tarea. Necesitamos brazos nuevos y vigorosos. ¿Queréis ver a las que he elegido?
—No, no tengo tiempo. Confío en ti.
Para pasar la noche, Marco llama a la concubina mongol que mantiene bajo su techo. Discreta y dócil, le fue ofrecida por el Gran Kan. Marco satisface sus deseos carnales olvidando los del corazón.
Al día siguiente, Marco se viste con sus mejores atavíos mongoles, se ajusta el manto, se cubre con un puntiagudo sombrero de seda.
Entre el estruendo de los cascos sobre los adoquines, sale de su palacio montando un hermoso semental alazán. El sol no se ha levantado aún; perezosamente, apenas colorea el horizonte con pálidos matices que van del azul cobalto al rosa pétalo.
La Ciudad imperial se construyó siguiendo un eje norte-sur, según la costumbre de los mongoles, que orientan sus tiendas siempre al mediodía. Parques cuidadosamente diseñados, adornados con lagos y árboles en flor, se extienden a lo largo de varios lis. Falsas perspectivas crean una ilusión de inmensidad. Losas azules y verdes guían los pasos del viajero hasta el corazón de la Ciudad. El parque está sembrado de tiendas mongolas, plantadas aquí y allá.
Concluido desde hace apenas tres años, el palacio imperial resplandece con un aura de soberbia y eternidad. Está rodeado por una muralla cuadrada, de unas cuatro millas de lado, más de diez pasos de alto, blanca y almenada. En cada esquina se levanta una torre donde se guardan los arneses del Gran Kan, los arcos tártaros, las sillas y los bocados y las cuerdas de los arcos. Cada torre está dedicada a la conservación de una sola clase de objetos. Una vez pasada esta muralla, Marco se encuentra ante otro muro que protege el gran palacio donde reside Kublai. Construido a ras de suelo, su techo está cubierto de oro, plata y pintura lacada. Las vigas son de varios tonos, con predominio de los amarillos, verdes y azules. El barniz brilla como el cristal. Desde la población, a gran distancia, se ve resplandecer el palacio entre el terciopelo de sus parques como una joya engastada en un estuche de murallas. En los exuberantes jardines, ciervos, gamuzas, cabras, gacelas y almizcleras retozan con toda libertad. Un río alimenta un lago en el que nadan numerosas especies de peces que el Gran Kan ha elegido. Los peces no pueden salir del lago por el río, pues el emperador mandó colocar unos enrejados de hierro. Al norte, a un tiro de flecha de palacio, una colina artificial está cubierta de árboles, algunos inmensos, que llegaron transportados a lomos de elefantes con sus raíces y su tierra de origen. Todos conservan sus hojas en invierno. Asimismo, el Gran Kan hizo esparcir en la tierra carbonato de cobre azulado, tapizando así la colina de un hermoso color esmeralda. De modo que tomó el nombre de Monte-Verde[6]. El Gran Kan hizo construir incluso un palacio que luce el mismo color, tanto en el interior como en el exterior.
Marco da una vuelta por esta colina antes de dirigirse al edificio principal, disfrutando del perfume de la gran variedad de pinos.
Una formación de arqueros recibe a los cortesanos. La guardia de Kublai consta de doce mil soldados, organizados en cuatro relevos de tres mil soldados cada uno. Marco deja su caballo a los palafreneros. En una primera antecámara, algunos cortesanos esperan discutiendo con animación. Antes de internarse en el palacio, todos deben entregar sus armas, que se marcan con cuidado para que luego sus propietarios puedan recuperarlas.
Marco recorre las galerías hasta las antesalas. Cada vez que entra allí se detiene, pasmado, ante las paredes cubiertas de oro y plata, pintadas con dragones, bestias y jinetes que representan coloridas escenas. Cada detalle ha sido minuciosamente reproducido para hallar con naturalidad su lugar en el conjunto. Unos sirvientes van presentando a los allí reunidos unos cestos llenos de clavos de especia, que los cortesanos que tendrán el honor de ser recibidos en audiencia por el Gran Kan mascan largo rato para ofrecer al emperador un aliento digno de su rango.
Finalmente, el sonido de un gong señala el inicio de la audiencia.
La sala guarda proporción con las características del imperio y de su dueño: es vasta y ostentosa.
El emperador está sentado en el trono, junto a su segunda esposa Chabi, de rostro dulce y confiado. Kublai parece haber engordado más aún. Su tez se ha vuelto cerosa. Pero sus ojos brillan con el mismo fulgor juvenil que infunde confianza a Marco. Bajo el dosel real se hallan tendidos unos tigres autómatas que parecen tan reales como si estuvieran vivos. Cada vez que le presentan a un recién llegado, Kublai se divierte haciendo que los felinos se muevan mediante un mecanismo secreto.
El veneciano, como los demás cortesanos, realiza la obligada salutación ritual ante el mayor emperador del mundo: tres genuflexiones y prosternaciones hasta tocar el suelo con la frente.
Vistiendo paños de oro batido, Kublai preside la asamblea en su trono elevado, desde donde puede ver a cada uno de sus invitados. Lleva unos zapatos de piel de camello, bordados con hilos de plata. Los invitados, ataviados con túnicas de seda decoradas con pedrería y valiosas perlas y ceñidas con un cordón de oro, están colocados según su calidad y cuna. Los trajes de los cortesanos de mayor categoría van forrados de ricas pieles de cebellina, armiño, marta o zorro. Las damas lucen vestidos de seda, de color verde, rojo y turquesa realzados con perlas y bordados finos. Sólo Chabi está sentada a la misma altura que el Gran Kan, a su izquierda. A Marco todo eso le hace pensar en un teatro romano cuyo principal espectador gozara contemplando ante sus ojos a seis mil personas. De pronto, un rugido le sobresalta. Los invitados se apartan con gritos de sorpresa para dejar paso a un león en libertad, rugiente, inquieto, dispuesto a saltar. El animal avanza bajo los latigazos de su domador hasta los pies del Gran Kan. Allí, como por arte de magia, la fiera se tiende agachando la cabeza ante el emperador, como para reconocer su poder.
En el centro de la sala está la fuente de las bebidas del Gran Kan, una enorme tina llena de vino con especias finas. Un hábil mecanismo permite que el brebaje se vierta en otros recipientes de menor dimensión. Los invitados se sirven directamente hundiendo en la tina su copa de oro fino, capaz de contener todo el vino que puedan trasegar durante toda la noche hasta emborracharse. Los servidores de noble cuna, que presentan los platos y bebidas al Gran Kan, llevan la nariz y la boca cubiertos con velos de oro y seda, pues su aliento o su olor no deben mancillar la carne y el vino del emperador. En cuanto éste se dispone a beber, todos los instrumentos de música resuenan; los asistentes se arrodillan en señal de humildad. Luego, cada cual bebe a su vez. El festín lo componen numerosos platos a cual más abundante. La comida empieza con asados de aves. A continuación, los servidores traen fuentes de cierva en salsa y jabalíes guisados. Finalmente, llegan los osos y los tigres, cocidos al fuego de leña. A los pies del Gran Kan, el león no se ha movido, y va tragándose de un bocado los restos que su dueño le arroja.
Marco admira la porcelana en la que le sirven el té. El exquisito bol azul y blanco es tan transparente que se adivina el color dorado del líquido en su interior. Su vecino le explica con orgullo que el Gran Kan hizo traer de Persia y de las Indias el azul de cobalto que permite a sus obreros realizar ese vidriado especial, tan fino, tan delicado. Les encanta a todos los embajadores, y él mismo se encarga de promover su venta en los países extranjeros.
El vino corre en abundancia. Antes de que llegue la noche, la mayoría de los invitados están ya tan ebrios que no pueden levantarse solos de sus asientos. Los músicos tocan las notas agudas y cristalinas de unas melodías que el veneciano comienza a apreciar.
Al final, cuando todos han terminado —y Marco acaba antes que los demás, debido a su enorme impaciencia por lanzarse a las rutas del imperio—, los criados se llevan las mesas para dejar lugar a los malabaristas, contorsionistas y bailarines. Dos muchachas muy jóvenes se entregan a inimaginables acrobacias. Son capaces de retorcerse en todas direcciones, doblándose hasta asomar la cabeza entre las piernas, de modo que sus huesos parecen estar hechos de caucho. Sin perder la sonrisa, se contorsionan y entrelazan sus miembros como si fueran cintas. No obstante, el sudor que humedece su piel permite adivinar el esfuerzo que se imponen. Viendo cómo las frágiles muchachas se inclinan hacia atrás para acabar agarrándose los tobillos con las manos, el veneciano se siente al borde de la apoplejía. Al verlas sacar la cabeza entre los muslos, está a punto de levantarse. Pero su malestar se debe sobre todo al último bocado de tigre que acaba de engullir. Tal vez la actuación de los magos le permita digerirlo.
Más tarde, mientras un ejército de servidores sostiene a los invitados acompañándolos hasta sus carruajes, Kublai convoca a Marco Polo para regalarle una magnífica cartera de cuero de león, llena de billetes de papel fabricados con hojas de morera; es la moneda que está en curso en todo el imperio.
Al día siguiente, a las seis de la madrugada, Shayabami se ve obligado a arrancar a su amo del lecho con una firmeza poco acorde con su oficio de servidor. Por la noche, empachado por la comilona, Marco había ya avisado a su escolta que retrasaba un día la partida. Se viste rápidamente, se recorta la barba con gesto seguro e, instalado ante la chimenea de la antecocina, devora un copioso desayuno, compuesto por un estofado de cordero y arroz. Siguiendo su costumbre, hace inventario de su equipaje, que ha exigido que sea lo más parco posible: un vestido de gala, dos prendas de abrigo y dos ligeras, dos pares de botas, un sombrero de piel y uno de paja, su sable, un cuchillo y un arco. Shayabami comunica a Marco quiénes compondrán su séquito. Mientras escucha mordiendo la jugosa carne, Marco se felicita al poder confiar en su esclavo y casi le da gracias por ello a su padre.
Hace un gesto y un servidor acerca una jofaina de agua clara en la que el joven se lava las manos. Tras habérselas secado en las calzas, Marco despliega el mapa del Gran Kan, como si se tratara de un manuscrito de la Biblia. Lo examina largo rato. Lleno de desazón, se esfuerza por elegir el camino que va a tomar. Luego, vuelve a doblarlo con el mismo cuidado. Le cuesta dominar su excitación. A los veinticuatro años, la idea de un nuevo viaje le embriaga como si se tratara del primero. Se siente tanto más dichoso al poder descubrir el imperio del Gran Kan cuanto que le resulta desconocido en su mayor parte, porque se ha visto obligado a someterse a las leyes imperiales que prohíben a los mongoles aprender el chino, y a la inversa. Asimismo, los matrimonios entre mongoles y chinos no están autorizados. De hecho, la corte del Gran Kan está esencialmente compuesta por mongoles y extranjeros al servicio del emperador. Tras haber conocido el corazón mismo del imperio, a Marco le queda aún por descubrir su enorme corpachón…