Cuando, tras haber atravesado los bosques de arces y franqueado los torrentes, la delegación del Gran Kan llega a avistar Kamakura bajo la vigilancia de los samuráis, todos los miembros del grupo extranjero respiran con alivio. Pues vuelven a ver seres humanos, personas que transportan mercancías, se disputan para ser los primeros.

La agitación que reina en Kamakura recuerda la de Khanbaliq. Cuando entran en la ciudad es día de mercado. En los mostradores de los tenderetes están descargando grandes pescados, atún plateado, pedazos de ballena, pez espada gris, que chorrean agua de mar sobre los pies de los viandantes. La primavera, precoz, ofrece el espectáculo de los cerezos en flor. La ciudad se despliega en minúsculas callejas, callejones que se hunden en la sombra formando interminables marañas en las que la mirada no penetra. Unas siluetas de mujeres desaparecen bajo los porches iluminados por farolillos de papel rojo.

—Vendedoras de primavera —explica Kim Yi.

La ropa tendida se balancea dulcemente en las ventanas, regando a veces el pequeño jardincillo que hay abajo. En una esquina, unos hombres queman un enorme montón de basuras que los vecinos van engrosando sin cesar. Extraños olores asaltan las narices de Marco, el ácido perfume del pescado seco, el olorcillo agridulce de las frituras, los vapores sosos de grandes legumbres terrosas. Las mujeres, con su hijo a la espalda, transportan pesados cestos en la cabeza. Unos vendedores ambulantes llaman a los parroquianos, pero su grito se les hiela en la garganta al ver pasar a ese extranjero, escoltado por un pelotón de samuráis. No muy lejos se levanta la montaña que no habían dejado de distinguir desde que desembarcaron en la gran isla, el monte Fuji, cubierto de luminosa blancura. Marco lo compara con el monte Ararat, en la Gran Armenia. La montaña, con la cima como cortada, se yergue orgullosa y blanca. Parece adornada con árboles en flor.

Entran en los jardines de palacio por un gran portal rodeado de arces. El parque ha sido diseñado con un gusto exquisito. Un laberinto de puentes está tendido, como una tela de araña, por encima del pequeño lago, que es posible vadear gracias a una hilera de losas planas. Un curso de agua se ramifica en cientos de arroyuelos, cada uno de los cuales riega un bosquecillo de plantas y minúsculos arbolillos. Desde lo alto de una colina artificial se desploma una ristra de cascadas formando inmensas nubes de gotitas en los que se refleja el arco iris. Cuando ya han dejado atrás las cascadas aparece, envuelto en un halo de vapor de agua, el palacio. Sus tejados se curvan hacia el cielo. Son tan numerosos que sus filas sucesivas parecen formar un encaje de tejas que se extiende hasta el horizonte. Sus armazones de madera púrpura están a menudo al descubierto, y su decoración es muy modesta comparada con la de las construcciones chinas. Ascienden por una suave pendiente que llega al umbral del palacio, como preparando al visitante para una audiencia imperial.

De inmediato son introducidos en una vasta sala donde conversan reunidos varios hombres que visten uniforme militar. Cuando su grupito se dispersa aparece el shogun Tokimune, jefe supremo del Japón, ataviado con su traje de gala. Es un coloso que domina con su prestancia a todos los demás señores. Su barba negra es muy espesa, lleva los cabellos recogidos en un complicado peinado. Los contempla con altivez.

—He aquí, pues, los últimos enviados de Kublai.

Al escuchar la traducción de Kim Yi, Marco se pregunta con inquietud en qué sentido ha empleado la palabra «últimos». Visiblemente, los extranjeros no son bienvenidos. Marco es el primero en hacer una gran reverencia, imitado por su séquito. Los samuráis les dan la orden de arrodillarse. Reticentes primero, acaban haciéndolo.

—Señor, vengo en embajada en nombre del Gran Kan Kublai, dueño del más poderoso imperio que el mundo haya conocido.

—Pequeña embajada para tan gran soberano…

—Señor, el Gran Kan no intenta impresionaros con su magnificencia.

—Quiero que regreséis ante Kublai y le digáis que me envíe una embajada digna de nuestro poder.

A Marco le cuesta creer lo que dice el intérprete coreano, cuyo tono frío no se adecúa a la exasperación del shogun. El veneciano presenta el gran rollo metálico, casi del tamaño de un hombre, que contiene el mensaje de Kublai. Dos servidores lo entregan al shogun, y le ayudan a desenrollar el papel. Enojado, el magnate lo recorre con rapidez antes de dejarlo caer al suelo.

«Evidentemente, no comprende nada, y el sello de Kublai no basta en absoluto para impresionarle», dice Marco para sus adentros.

Se reanuda el intercambio de traducciones que todos escuchan con la mayor concentración. A Marco se le permite conocer el contenido del rollo.

—He aquí lo que dice el mensaje de Kublai: «Nos, por la gracia del Cielo, emperador, ordenamos al rey del Japón que escuche mi voluntad. Mis antepasados recibieron del Cielo el mandato de extender su reinado sobre China. Innumerables son los países extranjeros y lejanos que temen nuestro poder y solicitan nuestra benevolente protección. Nuestras relaciones debieran ser las de un soberano y su vasallo, pero gracias a mi ecuanimidad, cultivamos los vínculos sin nubes de un padre y de su hijo. Pero creo que el rey del Japón sabe ya todo eso. Sin embargo, ni una sola vez el Japón me ha enviado embajada para solicitar el establecimiento de relaciones amistosas conmigo. Temo que tu país, rey del Japón, no haya sido bastante advertido de la voluntad del mío. Con este fin te envío un emisario que se encarga de esta misiva. Deseo un intercambio de tributos entre nuestros dos países con el fin de entablar mutuos vínculos de amistad y paz. Los países que rodean los cuatro océanos, dicen los sabios, forman una sola y misma familia. Quien se negara a establecer relaciones con mi imperio, se negaría a entrar en esta familia y me obligaría a recurrir a la fuerza armada. Pero ¿quién desearía semejante final? Por ello, rey del Japón, sopesa tu respuesta. El Japón es un país famoso por conocer los ritos, y espero que respete las conveniencias».

Marco contiene el aliento. El rostro del shogun se ha petrificado, impasible, al escuchar las palabras del intérprete. Sólo sus ojos lanzan relámpagos de furor.

—¿Habéis visto nuestras fortificaciones ante el mar? Hemos necesitado cinco años para edificarlas y se han sacrificado centenares de vidas. Eso os dará una mínima idea de nuestra determinación. Pero estoy cansado de oír y de repetir, desde hace años, el mismo discurso. No sois los primeros que se han atrevido a mancillar nuestra tierra. Me apena comprobar que el kan no tiene que decirme nada más. Él y yo no tenemos el mismo sentido del humor.

A Marco le cuesta tragar saliva, pendiente de los labios del intérprete que traduce con voz monocorde las vehementes palabras del shogun.

—¡Ejecutadlos! —suelta fríamente Tokimune.

Atónito, Kim Yi no traduce de inmediato la sentencia, pero Marco no necesita intérprete para comprender el espanto que refleja su rostro.

Con un impulso incontenible, Marco se levanta de un salto. Los samuráis se agitan, pero el shogun los contiene con un gesto.

—¡Señor, no podéis hacer eso!

El shogun no responde y se limita a esperar.

Marco tiene la garganta seca.

—Venimos en embajada para establecer relaciones entre nuestros dos países.

Cada momento de traducción es un segundo más ganado a la vida.

—Lo que traéis es un mensaje de guerra.

Tras un gesto del shogun, los guardias comienzan a rodearlos para prenderlos. Marco se rebela, con los puños prietos de rabia.

—¡Señor! ¿Cómo sabrá el Gran Kan que habéis rechazado su oferta?

Un samurái le propina en el vientre un golpe con el canto de la mano. Marco se dobla, falto de aliento, y después se yergue penosamente.

—Señor, escuchadme —dice con voz ronca—. El Gran Kan podría imaginar que hemos perecido en el mar, que hemos zozobrado. ¿Cómo sabrá que hemos entregado su mensaje? Entonces mandará a otros embajadores. No somos los primeros que nos presentamos ante vos.

—Y sin duda no seréis los últimos. Sabed que el imperio celestial nunca se dejará invadir. Tu kan se equivoca si imagina que vamos a ceder ante él. Ningún poder extranjero pondrá el pie en nuestra isla bendecida por los dioses. Seréis degollados. Así serán tratados todos los perros que se atrevan a presentarse ante mí.

—El Gran Kan ha de llegar a enterarse de vuestra advertencia. Tal vez renuncie entonces a intentar una expedición militar… tal vez esté dispuesto a reconocer vuestro poder. Debemos regresar a Khanbaliq para comunicarle vuestra posición.

El shogun detiene de nuevo, con un ademán, a sus guardias. Esboza la sombra de una sonrisa.

—Tus palabras son acertadas. El Gran Kan debe saber que toda empresa militar contra nosotros estará condenada al fracaso. Regresarás al continente y le dirás que si pone el pie en mi isla no vacilaré en cortarle yo mismo la cabeza, y ésa es la suerte que quiero reservar a todos los que violen nuestro territorio.

Hace un gesto y uno de sus consejeros se apresura a sentarse ante un escritorio. Finalmente, el shogun prosigue con voz fuerte y decidida.

—He aquí mi mensaje: «El Hijo del Cielo del imperio del sol naciente se dirige al Hijo del Cielo del imperio del sol poniente. Hemos leído con benevolencia tu mensaje y comprobado con placer la respetuosa humildad que revela. Mide, oh kan, lo valioso de mi mirada vuelta hacia ti. Me enviaste ya varios emisarios, supongo que para mi propio regocijo. Pues a mis samuráis y a mí mismo nos complació mucho cortarles la cabeza con la hoja de nuestros sables. Por lo visto eso no ha bastado. Sabe entonces que nunca mi país se someterá a una nación extranjera. No ha nacido aún quien nos haga renunciar. Es un hecho. Hay reglas, no me toca a mí cambiarlas. Somos y seguiremos siendo la única civilización bajo el Cielo».[24]

Mientras el escriba termina de caligrafiar el mensaje y lo enrolla para sellarlo, el shogun agrega:

—Te perdono la vida para que transmitas este mensaje. Pero con una condición…

—Concedida de antemano, señor —dice Marco rápidamente.

—Volverás solo al país de tu kan. Tus compañeros se quedarán como rehenes. Si tu kan emprende una acción contra mí, haré que los ejecuten.

Marco vuelve la cabeza buscando la mirada de Ai Xue. El chino está impasible. Sólo una gota de sudor revela la brutal tormenta que invade su alma.