Durante el viaje, los mongoles, recuperando su instinto nómada, ya reclaman una tienda para dormir, que el aire se ha vuelto mucho más fresco. Sanga, acostumbrado a los cómodos lechos de los palacios de Khanbaliq, se lo concede de mala gana. Pasan junto a fértiles viñedos cuyas cepas se retuercen orgullosas sobre sus gruesos tocones. Cuando la tropa de Marco Polo llega a la capital de Shanxi, Chang an[9], Sanga siente un gran alivio.

—Shanxi es tan importante para el Gran Kan que nombró gobernador a uno de sus propios hijos, Mandalay; seremos sus huéspedes —añade Sanga.

Desde que Sanga desveló su identidad a Marco, un clima de confianza se ha instalado entre ellos, aumentado por la complicidad que les aporta la lengua.

—Es la provincia puntera en el comercio de seda y tiene fama por sus tejidos de hilos de oro.

—Entonces, ahí deben de hacerse buenos negocios.

—Vos sois el comerciante.

—Por fin obtendremos información acerca del general Bayan —dice Marco.

En cuanto se esparce la noticia de su llegada, unos mensajeros los invitan a dirigirse al palacio del gobernador. Rodeado de altas murallas de mármol, resplandece en medio de una llanura donde brillan lagos y ríos. Las salas del palacio están decoradas con panes de oro y pinturas de lapislázuli. Los techos en forma de cúpula representan el cielo y están sostenidos por numerosas columnas de mármol. El chambelán indica a Marco que le siga, él solo. La sala de audiencias a la que conduce es de dimensiones modestas y está dispuesta según un orden geométrico perfecto. Al igual que su padre, el príncipe mongol va vestido al estilo chino, con una túnica de seda de anchas mangas. Sus cabellos negros están sujetos en un moño en lo alto del cráneo. Saluda a Marco Polo con las manos unidas.

—Sed bienvenido a mi humilde palacio.

Kublai ha hecho que sus hijos destinados a ejercer altas funciones fuesen educados por letrados chinos, que les enseñaron también los modales de los que carecen por completo los mongoles. Mandalay tiene unos cuarenta años. Se toma muy en serio su papel y recibe en audiencia como un verdadero Kan. Contempla a Marco, veinte años menor que él, con una altivez que sin embargo no excluye el respeto debido a su calidad de enviado del Gran Kan.

—El Gran Kan no ahorra elogios sobre vos en sus mensajes —añade Mandalay, casi celoso.

—Noble príncipe, os agradezco vuestro recibimiento y doy gracias al Señor de todos nosotros, el Gran Kan, por haberme proporcionado el gozo de ser vuestro huésped.

El príncipe mongol ordena que sirvan kumis y té.

—Mi padre es un gran estratega y un gran conquistador, como digno heredero de Gengis Kan. Pero su apetito es insaciable. Al parecer, durante los cinco años que hace que no lo veo, se ha engordado más aún. ¿Qué hacéis cuando vuestro apetito es mayor que vuestra panza?

—Pues bien, no termino la comida —responde el veneciano divertido.

—Pues él, sí. Dilata su panza para tragárselo todo.

—Noble príncipe —dice Marco—, vuestro padre, Señor de todos nosotros, carece de noticias del general Bayan y se siente muy inquieto.

El príncipe da un respingo de sorpresa.

—¿Cómo es posible? Yo mismo entregué un caballo al último de sus mensajeros, hace apenas dos meses.

Sin saber por qué, Marco siente un nudo en la garganta.

—Nunca llegó a Khanbaliq. ¿Dijo si se había enterado de algo?

El príncipe mira a Marco como si acabara de pronunciar un despropósito inimaginable.

—Me sorprende que me lo preguntéis, señor Marco. Los mensajes de Bayan se dirigen sólo al Gran Kan. Proseguid, pues, vuestra búsqueda. Si el general Bayan mandó un mensajero a mi padre, es que combate todavía más al sur. Allí tendréis que enfrentaros con las grandes selvas que, según dicen, son tan inextricables como la descendencia de Gengis Kan. —Se echa a reír—. Los chinos del sur son los más duros —prosigue—. Por lo que se refiere a si el general ha podido vencer su resistencia… ¡Quién sabe! Pero es tan fiel a su señor que nunca se permitiría morir sin avisarle —añade con una sonrisa.

Mandalay vuelve ligeramente la cabeza, indicando que la audiencia ha terminado.

Marco se reúne con Sanga y Shayabami en los jardines de palacio. Sanga camina de un lado a otro, arrebujado en el manto. No hace pregunta alguna, pero el veneciano adivina por su expresión que se muere de ganas de conocer lo que han tratado durante la audiencia.

—La resistencia china va eliminando a los mensajeros de Bayan —comenta.

—¿Y los del Gran Kan? —pregunta Shayabami.

A medida que avanzan hacia el sur, el relieve se hace más accidentado. Bancales de arroz se alinean en las laderas de las montañas. Los campesinos y aldeanos los reciben con mayor frialdad. La conquista es reciente. Los mongoles han desbaratado la organización administrativa y universitaria china, y han trastocado el destino de cada habitante. Los chinos ven a los mongoles como unos bárbaros y unos invasores, tanto más cuanto que el imperio de los Song del sur no ha capitulado aún. El ejército chino se repliega hacia la parte meridional, en unos parajes más abruptos. No por ello los soldados mongoles dejan de avanzar inexorablemente. De pronto, al ladear una colina, aparece a lo lejos un brazo de mar con mil reflejos.

—¡El Yangzi jiang! —exclama Sanga.

El río se despliega, como un inmenso dragón de palpitantes escamas. La marcha de la expedición se ve retrasada por los numerosos caballos y peatones que se dirigen hacia la ciudad. Cuando consiguen entrar en ella se dirigen al puente que cruza el Yangzi, que divide la ciudad en dos. El puente tiene ocho pasos de anchura, y está enteramente cubierto por un techo de madera adornado con ricas pinturas barnizadas. El armazón descansa sobre columnas de mármol. Dos prietas hileras de pequeños tenderetes de madera bordean el andén. Algunos pueden desmontarse al terminar el día. Una inmensa multitud se apretuja para cruzar el puente ante la severa mirada de decenas de guardias.

El río tiene más de media milla de ancho. Sobre las aguas pululan, con una agitación de colmena, centenares de embarcaciones de todos los tamaños que recorren el Yangzi evitando chocar entre sí con osadas maniobras. Algunas naves son tan grandes que parece imposible que puedan navegar fuera del océano.

La corriente es poderosa y numerosas embarcaciones deben ser sirgadas para remontar el curso del río. Unas mujeres, encorvadas por el esfuerzo, tiran de las gruesas cuerdas trenzadas de bambú. En el agua, unos nadadores, muchos de ellos niños, liberan las sogas que quedan atrapadas en las rocas. Maquinalmente, como si eso tuviera un sentido, Marco intenta reconocer a alguno de aquellos rostros.

A la entrada del puente, una construcción erigida por orden del Gran Kan para cobrar el peaje levanta su impresionante fachada. El veneciano se presenta ante el guardia, que saluda respetuosamente al emisario del emperador. Hablando con él, Marco se entera de que recoge un millar de monedas de oro al día, además de los billetes. En efecto, el tráfico es incesante. El veneciano rechaza el privilegio de pasar delante de los demás. Los mercaderes y porteadores esperan maldiciendo, en una fila larga y compacta en la que se apiña una multitud, ruidosa y excitada. Varios vendedores ambulantes ofrecen golosinas, circulando entre la gente que los guardias procuran contener. La espera es tanto más larga cuanto que todos van deteniéndose para comprar género en los tenderetes del puente o para intercambiar las últimas informaciones que circulan de una a otra punta de la ciudad. Grandes carretas pesadamente cargadas recorren el puente. Sus conductores lanzan gritos estridentes para que los dejen pasar. Llega, finalmente, el turno del séquito de Marco. La entrada del puente es estrecha y deben presentarse uno a uno ante la puerta de acceso.

—Al atravesar este puente, salimos de Catay para entrar en Manzi —se dice Marco en voz alta.

—Señor Marco, ¿no habéis advertido que esas gentes son todas de la misma raza? —comenta Sarga.

—Sí, pero es porque mis ojos de extranjero no saben distinguir las diferencias.

—Tal vez, pero dejadme que os diga algo: lo que vos denomináis Catay y Manzi no son, en verdad, más que un mismo gran territorio.

Marco desmonta y se detiene delante de un mercader de incienso. Despliega el mapa que le dio el Gran Kan.

—Mira, Sanga.

Estudian unos momentos la cuadrícula antes de conjeturar, con un posible error de unos centenares de lis, dónde deben de estar.

—Si entiendo bien lo que dices —se extraña Marco—, más al sur se extendería el mar.

—Sí, el mapa no lo muestra, claro está. No hay ríos, ni montañas, ni océano. Pero es seguro que, si prosiguiéramos hacia el sur, llegaríamos al océano.

Marco enrolla el mapa, pensativo, con los ojos brillantes de excitación.

—Los mercaderes persas conocen los puertos de Manzi. Los mercaderes hindúes conocen las llanuras de Catay. Si nadie ha establecido nunca el vínculo entre las dos tierras, si nadie ha comprendido que las costas eran las del mismo continente y que estas montañas llegaban hasta el mar… —prosigue exaltado por su descubrimiento—, eso significa que el imperio del Gran Kan es más vasto aún que lo que nosotros podíamos imaginar.

—¿Quiénes, nosotros?

—¡Nosotros, claro, Venecia, el papa! A tu entender, ¿estamos lejos del mar?