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La isla del Sol naciente
Una gélida brisa ha dispersado las nubes que por la noche cubrían la capital coreana, Gaegyong, para ofrecer a la mirada un cielo limpio. El séquito de Marco Polo, compuesto por una veintena de hombres, entre ellos dos coreanos —el intérprete Kim Yi y un pescador que conoce bien las costas coreanas y japonesas—, abandona la ciudad al alba. Todos los gastos corren a cargo del reino de Koryo, en nombre de su lealtad y su vasallaje al imperio. Marco ordena un breve galope a fin de que sus hombres olviden el frío que los tiene ateridos a pesar de sus mantos de pieles. Llegan sin percances al extremo del reino de Koryo, a Happo. Por suerte, el buen tiempo les permite embarcar enseguida en un pequeño junco. Empujados por un viento constante, ponen el pie en la isla de Tsushima tres meses después de su partida de Gaegyong. Pero cuando se disponen de nuevo a zarpar, estalla una violenta tempestad. Impaciente, Marco obliga al capitán a lanzarse a la borrasca, pero el oleaje es tal que es imposible dirigir el barco y el veneciano acepta regresar a puerto, donde se ven obligados a permanecer durante varias semanas. Los mongoles lo aprovechan para entregarse a unas cuantas borracheras que les calientan el cuerpo.
Durante días, Marco observa, fascinado, el espectáculo de la pesca de algas y conchas, hecha a mano. Unas mujeres que visten largas camisas que les llegan hasta los tobillos y que se cubren la cabeza y la boca con un pañolón, se lanzan al asalto de las olas. Sobre el agua flota un cesto atado a su cintura por un simple cordel. Marco, impulsado por la curiosidad, se sumerge con las pescadoras. Los fondos marinos, densos, opacos, son muy distintos de la laguna de Venecia. La corriente es muy poderosa y balancea a su guisa a los nadadores. El agua está helada pero, tras unos instantes de sobrecogimiento, Marco no siente ya la mordedura del frío a través de su ropa. Recoge algunas algas y conchas y se las lleva triunfalmente. Las pescadoras les quitan la arena para examinarlas mejor mientras sueltan espesas nubes de vaho blanco. Se burlan de él y las arrojan al mar. ¡Eso no se come!
A la semana siguiente, el veneciano organiza un torneo de tiro con arco y de lucha para mantener ocupados a sus hombres. Él mismo se concentra en la lectura de la ópera que le ha dado Kublai, imaginando melodías venecianas. Con gran sorpresa por su parte, Ai Xue vence en el torneo de lucha. Marco se siente tanto más pasmado cuanto que las manos del chino están terriblemente dañadas. Había observado ya que el médico tenía los dedos lo bastante ágiles para poner sus agujas, pero no había imaginado que también los tuviera tan fuertes.
—¡Tendríais que haberlo visto, maese Polo! —exclama el intérprete coreano Kim Yi—. Vuestro médico es un luchador pasmoso.
Marco abandona la lectura para felicitar a Ai Xue.
—Ignoraba que tuvieras esas cualidades, Ai Xue.
Apenas fatigado, Ai Xue se cambia bajo la tienda dispuesta para los luchadores.
—Soy también un excelente cocinero.
Para aligerar la espera, Ai Xue pasa entonces los días preparando platos que los mongoles devoran sin miramientos.
Los soldados han subido a acostarse. El chino y el veneciano permanecen a solas ante la mesa de la sala del albergue.
Ai Xue traga a pequeños sorbos una sopa mientras Marco se sirve con el extremo de sus palillos soja cruda.
—No sé cómo lo haces, Ai Xue, para concentrarte en una actividad tan trivial como la de cocinar. ¡Es indigna de tu estado!
Ai Xue posa el tazón de sopa para volverse hacia Marco.
—Nosotros, los chinos, podemos responderos que la cocina nada tiene de trivial. También la medicina pasa por el estómago, de modo que el arte de cocinar está en perfecta armonía con mi condición. Voy a explicároslo. Es un juego en el que es preciso hallar la armonía de los cinco sabores. ¿Los conocéis?
—Dulce, salado… ¿Por qué te importa tanto acompañarme al Japón?
—Acre, ácido y amargo. Los cinco sabores se combinan de seis maneras distintas para formar las ocho clases de manjares de nuestra cocina. Buscamos la armonía entre el plato y el que lo degusta.
Marco toma con los dedos un pegajoso rollo frito. Lo muerde. Mientras lo mastica, va reflexionando.
—Esperas obtener un apoyo para el Loto Blanco…
—Y lo que coméis está de acuerdo con lo que sois. Es la alianza lo que importa, en efecto. Una opción no excluye las demás. La cocina china está en armonía con la energía humana, os lo repito, y debe adaptarse a ella. Vos mismo, maese Polo, podéis ser, sucesivamente, generoso, tiránico, tolerante o arbitrario.
Marco se atraganta.
—¿Eso es todo? —pregunta tosiendo.
—Es sólo un esbozo. Este plato se prepara sólo en los territorios del norte, cerca de donde están los bárbaros. Nada tiene que ver con la cocina más de contrastes típica del sur, que precisa todo un aprendizaje para poder saborearla.
—Ya veo. Creo que he sido demasiado generoso contigo.
—No, acabo de decirlo —insiste Ai Xue con una sonrisa encantadora—. Vosotros, los bárbaros, seréis siempre incapaces de comprendernos.
En aquel momento, Marco se pregunta si no tendrá razón.
Por fin, al día siguiente, llega una calma que los oráculos predicen duradera, y Marco ordena que aparejen el barco para hacerse a la mar.