5
La muerte del emperador

Al día siguiente, cuando los expedicionarios van a partir, los aldeanos les aconsejan que atraviesen la selva a lomos de elefantes. Aunque aquellos monstruos le provocan cierta reticencia, Marco se deja convencer por fin. Ha intentado en vano venderles los caballos a los nativos, pero en cambio éstos le ayudan a elegir y comprar los elefantes. Despide a su guía que habla mongol y no conoce la región, y convence al anciano de la aldea para que le permita llevarse a un muchacho que les haga de cicerone por las más peligrosas pistas. Sanga, que sufre de vértigo, se queja de que se mareará sentado en el paquidermo. Ai Xue le procura medicinas para aliviarle. Encaramado en un enorme elefante, Marco, algo intranquilo al principio, se relaja y comienza a apreciar la vista que percibe por encima de la maleza. Cabalgan a través de inmensas selvas sin encontrar hombre alguno. Descubren rinocerontes, que al principio a Marco le parecen fantásticos unicornios, pero que se asemejan a enormes bueyes con la piel gruesa y gris. Al parecer no les incomoda la presencia de pájaros o insectos en su lomo. Los soldados del séquito de Marco, ahogados de calor, añoran el viento de las estepas que sopla sobre la yurta en invierno y la nieve que es preciso apartar para salvar a los rebaños. Están ahora en el imperio birmano, al sur de Mandalay, no sometido aún al Gran Kan. El mapa, que Marco no consigue ya descifrar, no revela nada acerca de este territorio desconocido, que se hace cada vez más impracticable. Las pistas son muy estrechas, encajonadas entre enormes troncos de árboles asfixiados por nudosas lianas y plantas trepadoras que tienen un inquietante aspecto de reptil. Las expediciones avanzan con cautela, por temor a caer en alguna fosa cubierta por la hojarasca. Un día, llegan al borde de un valle que parece una llaga abierta por un terremoto. Está recorrido por un torrente alimentado por una cascada que, aguas arriba, se desploma levantando una nube casi opaca de gotas de agua que envuelve la copa de los árboles en un halo que se confunde con el cielo. Un puente de bambú cuelga por encima del precipicio, oscilando ante las violentas corrientes de aire provocadas por los remolinos de la catarata. El guía desciende de su elefante y, sin más dilación, lo conduce hacia el puente, indicando por signos a los demás que pasarán uno a uno. Con calmado andar, el hombre y el animal cruzan sin inconveniente la pasarela. El grupo lanza un suspiro de alivio. Marco se ofrece a ser el siguiente. Desde su salida de Venecia, ha aprendido a eliminar las inquietudes mediante la acción. Desde el otro lado del abismo, el guía le dirige una sonrisa de aliento. El veneciano se decide a imitarle. Pero nada más poner el pie en el puente, éste comienza a bambolearse como una barca. Abajo, el torrente parece muy lejano. Marco tiene la impresión de hallarse en lo más alto de un campanario. El corazón le palpita enloquecido en el pecho. Con un esfuerzo de voluntad, levanta la cabeza, mira fijamente hacia delante e inicia el segundo paso. Su elefante le sigue con docilidad. Desde enfrente, el guía le indica que sólo se fije en dónde pone los pies. Obediente, Marco se dedica a contar los nudos de las cuerdas de bambú que forman el piso de la pasarela. Pero al llegar con el paquidermo a la mitad del puente, éste se columpia como un barco en plena tormenta. Marco se aferra a la cuerda que sirve de barandilla, felicitándose por estar acostumbrado a navegar. Quisiera avanzar más deprisa, pero los vaivenes del puente se lo impiden. Los últimos pasos le parecen durar horas. Cuando pone el pie en tierra firme, las piernas apenas pueden aguantarle. Se deja caer sentado, débil y sin fuerzas, y entonces advierte que está empapado en sudor. No le resulta menos duro contemplar la travesía de sus compañeros, y ha de esperar largo rato hasta que todos hayan pasado. Es preciso regar con vino de arroz el éxito de la empresa antes de que los soldados puedan reanudar la marcha. Pero Marco no consigue acostumbrarse al espectáculo de los mongoles ebrios. Con las manos todavía temblorosas despliega el mapa del Gran Kan, aunque no consigue añadir en él el menor signo.

Al día siguiente, llegan a una región que muestra aún las huellas de batallas recientes. Los campesinos les comunican que el ejército mongol ha derrotado al del rey de Pagan, la capital del imperio birmano. Los elefantes de guerra birmanos avanzaron en prietas hileras, formando un muro tan infranqueable como una fortaleza. Sin embargo, los paquidermos, pese a su aspecto impresionante, se vieron paralizados por la lluvia de flechas que les soltaron los soldados mongoles y que les atravesaba la gruesa armadura de cuero; de modo que unos se derrumbaron y otros se batieron en retirada, llenos de pánico. La batalla concluyó con la derrota de los ejércitos birmanos.

El grupo de Marco trepa por unas montañas cubiertas de espesos bosques. Los hombres, acribillados por los mosquitos, caminan vigilantes, examinando a ratos el suelo que pisan, temerosos de descubrir una de aquellas arañas peludas del tamaño de una mano, agazapada tras una roca musgosa, y a ratos inspeccionando los enormes troncos de los árboles, en los cuales podría estar enroscada una serpiente de decenas de palmos de longitud. A Ai Xue la camisa mojada de sudor se le pega al cuerpo, y Marco descubre que el médico posee una musculatura que nunca habría sospechado en un hombre de su delgadez. Dejan de avanzar hacia el sur y se dirigen al este, hacia el reino jemer. Penetran en una comarca rica en algodón, en galanga[14], en jengibre y en azúcar. Se cruzan con mercaderes indios llegados para comprar esclavos de ambos sexos, cautivos de guerra que venderán, luego, por todo el mundo. Estos hindúes siguen a los ejércitos mongoles a fin de sacar provecho de los seres humanos que éstos sojuzgan. Marco observa a los esclavos encadenados, descalzos, cubiertos de harapos.

—¿Os interesa adquirir a uno de estos sujetos? —pregunta en persa uno de los mercaderes, que se huele un buen negocio.

—No, gracias, voy bien servido —responde Marco señalando a Shayabami.

—Efectivamente —reconoce el mercader mirando con admiración al robusto sirio—. ¿Queréis tal vez una mujer?

—No, más bien un niño.

—Ah. No nos los quedamos, no aguantan en estas selvas malsanas.

Esta noticia le produce a Marco cierta decepción, pero luego siente alivio.

—¿Os habéis cruzado con las tropas mongolas del general Bayan? —pregunta lleno de esperanza.

—Claro que no. Sus soldados no están equipados para estos parajes. Sabemos que lograron ganar una batalla contra el rey de Pagan. Pero no pudieron mantener la posición a causa del clima, que les quebrantaba la salud.

—¿Habláis en serio? —exclama Marco incrédulo—. No puedo creer que el mejor ejército del mundo conocido…

—¿Por qué os sorprende? ¿Os gustaría a vos conquistar este país para instalaros en él?

El mercader hace una mueca elocuente. Siguen hablando unos momentos, luego intercambian algunos géneros antes de separarse.

El grupo de Marco prosigue hacia Toloman, en la frontera entre el sur del imperio y el reino de Annam[15]. Venden los elefantes para adquirir unos caballitos flacos y unos cuantos mulos de carga. Marco aspira de nuevo el olor ácido del estiércol con una satisfacción que no esperaba. Y, por fin, encuentran carreteras empedradas. Esas losas mal talladas en las que los caballos se tuercen a veces los cascos nunca le parecieron tan hermosas a Marco. El clima se le antoja menos hostil, o quizás esa impresión se deba a la mejoría en el estado de salud de Sanga. Ai Xue, sin embargo, le diagnostica al intérprete una fiebre maligna que tal vez nunca le abandone. Pero Sanga se siente tan feliz de estar vivo que hace poco caso de los sombríos pronósticos del médico.

Se acercan al río Mekong y atraviesan un mercado donde se pueden adquirir buenas mercancías a cambio de un poco de oro. Marco lo aprovecha para proveer de vituallas a su grupo. Acompaña a Sanga a una pagoda en forma de pirámide recubierta de oro, y luego a otra pagoda cubierta de plata. Cada cúpula se levanta a treinta pies de altura. Sus aleros están rodeados por una ristra de campanas de oro y plata que tintinean con el soplo del viento. Al veneciano le embarga una súbita sensación de placidez al oír la delicada melodía que tocan los elementos. Para agradecer a los dioses que le hayan salvado, Sanga se arruina en ofrendas de toda clase, y pasa largos ratos en oración. Abandona a regañadientes estas meditaciones durante las que parece encontrarse a sí mismo, cuando Marco le recuerda con insistencia la urgencia de su misión.

Llegan al reino de Annam escoltados durante todo el camino por pacíficos elefantes que les reclaman algunas golosinas.

Sin embargo, Marco está preocupado, los guías locales que eligió Ai Xue y que por las trazas están más a gusto que Sanga, parecen alejarle de las tropas de Bayan. Pero ¿cómo prescindir de sus servicios en aquella maraña de selvas y marismas? A pesar de sus dudas, se ve obligado a concederles su confianza.

Son recibidos con gran pompa por el rey de Annam, que les presenta orgullosamente a sus trescientas esposas. Sanga descubre inquieto que no comprende su lengua. Ai Xue se ofrece entonces a traducir. Marco vacila.

—¡Casi tantas esposas como el Gran Kan! —exclama el rey riendo.

Ai Xue se lo traduce al veneciano.

—El Señor de todos nosotros tiene casi tres mil —comenta Marco, divertido.

Los cortesanos viven medio desnudos, pero rivalizan en elegancia con los dibujos que llevan tatuados en todo el cuerpo.

—Buscamos al general Bayan, majestad. Venimos del imperio birmano. Traduce, Ai Xue.

El médico obedece.

El rey escucha con mucha atención antes de agitar la mano.

—Ignoro dónde se encuentra vuestro general, pero mi vecino, el maharajá de Champa, tal vez lo sepa.

Marco aprieta el brazo de Ai Xue.

—El ejército mongol pasó forzosamente por aquí para dirigirse hacia el imperio —murmura—. Pídele que responda a mi pregunta y deje de tomarme el pelo.

—No conocéis la susceptibilidad de estos pueblos. Dejadme a mí.

Ai Xue se lanza a hacer un discurso extremadamente largo que parece encantar al rey de Annam, y éste en contestación pronuncia tres palabras.

—Dice que está encantado por tener el honor de recibir al emisario del Gran Kan.

—¡Ai Xue!

—Calmaos, maese Polo. No olvidéis dónde estáis, esto es muy distinto de vuestro país.

—De acuerdo, pero te lo ruego, obtén lo que quiero o me haré comprender yo mismo.

Ai Xue traduce de nuevo con grandes gestos, el rey lo escucha con el semblante muy alegre, y responde con dos palabras.

—¿Y qué? —interroga Marco.

—Dice que su vecino el maharajá de Champa estará también encantado y muy honrado al recibir la visita del enviado del Gran Kan.

Marco golpea el suelo con el pie, incapaz de retener su cólera.

Sanga se interpone, dirigiéndose a Marco en uigur:

—Paz, señor Marco, eres ante todo un mercader y no un diplomático. No estamos negociando. En estas tierras debes adivinar las palabras ocultas detrás de las palabras.

—Las palabras están ocultas detrás de palabras que, de todos modos, yo no entiendo.

—Por eso estoy aquí contigo. Déjame explicarte: se impone una visita diplomática al maharajá de Champa. El Gran Kan tendrá que agradecerte que hayas llegado a los confines de su imperio.

—Sanga, no te pido que imagines cuál será la reacción del Gran Kan cuando regresemos a la corte…

—Si regresamos vivos…

—Siempre he regresado vivo. Llegar a Champa supone un viaje de varios centenares de leguas.

—¿De leguas?

—De lis.

El rey interrumpe su discusión pronunciando unas frases.

—Su majestad supone que un extranjero como tú, llegado de tan lejos, debe de sentirse encantado de que le inviten a visitar el reino de Champa, país eminente, rico y próspero —traduce Ai Xue.

—De hecho, si entiendo bien lo que no comprendo, nuestro anfitrión nos incita a que invitemos al Gran Kan a invadir a su vecino, cuyo país es mucho más rico que el suyo.

»Es muy natural. Muy bien, sigamos su consejo y vayamos a Champa sin perder tiempo. Cuanto antes hayamos regresado al imperio de nuestro Señor, mejor nos sentiremos tanto yo como mis hombres.

Provista de víveres y nuevos animales de carga, la embajada secreta del emperador mongol Kublai atraviesa el Mekong para entrar en el próspero reino de Champa. Su llegada ha sido anunciada al rey y son escoltados hasta la corte. Las mujeres llevan ajorcas de oro y plata en brazos y piernas, y los hombres lucen adornos todavía más refinados y ricos. Es un país de ganaderos, criadores de caballos y búfalos que venden a los hindúes. El rey recibe a Marco Polo con todo el fasto debido a su rango. El veneciano obtiene por fin la información que le interesa: el general Bayan está, al parecer, más al norte, viéndoselas con la guardia del emperador de China, que permanece fiel a su soberano. Sin aguardar más, Marco ordena que la expedición emprenda el camino.

Atraviesan de nuevo montañas cubiertas de una selva densa y lujuriante. Shayabami se agota espantando los insectos alrededor de su dueño. Marco comprende que están de nuevo en el imperio cuando los habitantes aceptan el papel moneda del Gran Kan. Con cierto alivio vuelve a embolsarse las monedas de oro, inútiles ya.

Algunos mercaderes se dirigen familiarmente a Marco.

—Dicen que te conocen —se extraña Sanga—. No han olvidado tus ojos.

—Para ellos, todos los extranjeros se parecen. Pídeles que nos conduzcan a donde ya me han visto a mí.

Siguen la dirección indicada durante varios lis. Por el camino, algunos campesinos saludan a Marco respetuosamente, aunque con la misma familiaridad.

De vez en cuando, ven a lo lejos unos leones que parecen acecharles. Unos mercaderes les ofrecen feroces perros que son capaces, según ellos, de vencer a las fieras. Aunque escéptico, Marco se decide a adquirir dos con la esperanza de devolver el ánimo a su tropa, sobre todo a Sanga que tiembla más aún que los demás.

Mientras prosiguen su camino, a Marco le cuesta contener su impaciencia.

Fuera de las espesas selvas, el veneciano se cubre con el ancho sombrero de forma triangular que protege del sol.

Penetran en la provincia de Shantung donde Sanga señala a Marco la roca de los mil Budas, unas estatuas talladas en la montaña, como por una mano divina. Aun teniendo la desagradable sensación de estar perdido en las profundidades del imperio, Marco queda subyugado por la belleza de la obra.

Guiados por una tropilla de niños a los que alimentan, los jinetes cabalgan al paso durante varias decenas de lis. El paisaje se compone de franjas de arrozales donde trabajan, inclinados, mujeres y niños que llevan anchos sombreros y saludan a los expedicionarios agitando el brazo. La escolta de chiquillos se detiene ante la muralla de un suntuoso palacio, el del otro extranjero. Marco arroja unas monedas a los niños, que las recogen alborozados.

La mansión está rodeada de un ancho muro pintado de colores. Una avenida de jazmines amarillos y blancos les envía perfumes de primavera. Los floridos cerezos están cubiertos de nubecillas blancas. En alguna parte mana una fuente que murmura dulcemente. El veneciano ordena a su tropa que le aguarde en el patio. Ai Xue insiste en seguirle, pero Marco acaba llevándose sólo a Sanga.

En el umbral, Marco es recibido por un doméstico vestido de gala. Antes incluso de que el veneciano haya pronunciado una sola palabra, el servidor se ha dirigido a un gong colgado de un soporte y le ha dado un golpe que despierta una larga y sonora resonancia en las alturas del palacio. Con profundas reverencias, el servidor invita a Marco a seguirle hasta la sala de recepción. Está decorada con lujo. Las más finas porcelanas brillan con majestuoso fulgor. El minucioso trabajo de las estatuas de piedra indias llama la atención. Sin embargo, algunos elementos parecen fuera de lugar en este palacio digno de un mandarín. La alfombra con caligrafías persas, las jarras colmadas de frutas de cristal coloreado y transparente, un espejo finamente decorado cuyo brillo procede de un metal llegado de lejos.

—¡Marco!

Niccolò sigue siendo el mismo. Embutido en una túnica de seda cuyo brillante azul rivaliza con el del océano, rodeado por tres concubinas entradas en carnes y de diversos orígenes, que le siguen en prieta hilera, agita el cálido aire con sus amplias mangas. Ni siquiera parece sorprendido al ver llegar a su hijo de un modo tan inesperado.

—¡Hace diez años que no te veo! ¡Hijo ingrato!

—Apenas tres, padre mío. ¡Siempre tan exagerado!

—Es el cálculo del corazón —comenta Matteo que seguía a Niccolò sin que nadie lo advirtiera—. ¡Qué sorpresa! Pero ¿qué estás haciendo aquí?

El hermano de Niccolò se ha encorvado un poco y sus cabellos se han hecho más escasos. Con el tiempo, ha perdido en apostura lo que su hermano mayor ha ganado. A Niccolò le sientan bien los largos mechones plateados que le confieren dignidad y seducción. Sus ojos brillan como los de un hombre que ha vivido mucho pero que no está saciado.

—Tiene el arte de multiplicar el tiempo —comenta Matteo.

—O de dividirlo…

Niccolò descubre por fin a Shayabami, algo retirado tras su joven dueño.

Per Bacco! ¡Estás llorando, Shayabami!

—Perdón, monseñor —se excusa el esclavo secándose las mejillas—, es la emoción de veros después de tanto tiempo, las gotas brotan como guisantes.

Niccolò le abraza con efusión.

—Voy a creer que mi hijo te maltrata.

—¡Oh no, monseñor! ¡Es el mejor de los amos!

—¿Mejor que yo? —le reprende Niccolò con su voz de buffo basso.

—¡No, no! —balbucea Shayabami—. Yo…

Niccolò suelta una vibrante carcajada que le sacude los hombros y la panza de viajero que se ha hecho sedentario.

—Shayabami preferiría que me jubilara en la corte —explica Marco.

—Sería beneficioso para su salud, señor Marco.

—Para la tuya seguro que no. Te volverías gordo como un cerdo y tan amargado como la concubina número cien del Gran Kan —advierte Marco.

—¿Por qué no le escuchas? —sugiere Matteo.

—Padre mío, decidme más bien qué diantre hacéis aquí. Os creía en el Yunnan.

—¡Ésta sí que es buena! ¡Estás en el Yunnan, hijo mío!

Sanga, que nada comprende de su conversación, mira a Marco con ojos interrogadores. Éste le traduce el error geográfico. Pero Niccolò le interrumpe:

—No, Marco, efectivamente estás en Guanxi —lanza con una gran carcajada—. Lo que más me divierte es que si los chinos vinieran a nuestro país, probablemente no verían la diferencia entre Venecia y Génova. —Y, sin dar tiempo para que su hijo se lo aclare a Sanga, Niccolò prosigue—: Espera, Marco, mira este hallazgo que me han traído de Europa.

Saca un instrumento hecho con dos lupas engarzadas en una montura de hierro, y se lo coloca sobre la nariz, justo delante de los ojos.

—Matteo, dame algo para leer, vai! —ordena con un gesto impaciente.

Matteo rebusca en sus bolsillos y saca un manojo de hojas medio arrugadas.

—Eso es todo lo que tengo.

Niccolò se apodera de ellas y comienza a descifrarlas frunciendo el ceño.

—«… Matteo, nuestra última noche ha sido extraordinaria…». No, estoy tomándote el pelo —añade riendo—, era para que tu tío se ruborizara. Veamos: «Dos jarrones de laca negra, cincuenta ding».

—¿Ahora conseguís leer?

—¡Pues sí! ¡A eso lo llaman anteojos! Míralo tú mismo, es pura magia, e vero.

Marco lee a su vez a través de las lupas. Las acerca y las aleja varias veces.

—En efecto, es sorprendente, las letras aumentan. Se ve perfectamente con todo detalle.

—No veo qué falta te hacía eso —lanza Matteo, burlón.

—Claro, yo te tengo sin cuidado.

Con gesto seco, Matteo recupera sus notas y se aleja, embutiendo las manos en sus largas mangas, como hacen los chinos.

—Bueno, Marco, ¿te has cansado ya de la vida de la corte? —pregunta Niccolò—. No me sorprende. No es comparable a la vida del expedicionario, que es el amo en todas partes. Cuando estás en campaña no debes temer las intrigas de unos cortesanos que te detestan, aunque tú ignores incluso su existencia. Tus informadores te comunican las noticias que merecen tu interés. Pero no te guardo rencor por haberme olvidado: te he reservado unos aposentos aquí. Enséñaselos —ordena a una de las jóvenes con un elocuente ademán.

Marco suspira.

—Padre mío, dejadme hablar con vos, os lo suplico.

—Tú eres el que no me escucha, como de costumbre. Matteo, te lo juro, amo mucho a este hijo, pero tiene varias casillas vacías en la biblioteca de su espíritu.

—Soy un enviado del Gran Kan, en misión especial.

—¿De verdad? —pregunta Matteo interesado.

—Y ni siquiera te has apartado de tu camino para venir a visitarme —prosigue Niccolò.

—¡Aquí estoy!

Ohime! Y pretenderás que me sienta eternamente agradecido, supongo. Vai! Recibe ese eterno reconocimiento, pequeño. Vamos, ahora pasemos al vino de arroz. Ya verás, aquí es perfecto. Tengo incluso algún vino de uva que no te disgustará. Es algo distinto de los nuestros, pero no desmerece comparado con ellos.

Niccolò, con un amplio gesto, rodea los hombros de su hijo y se lo lleva aparte.

—Hace tanto tiempo que no te veo que quiero hablarte en privado.

—¿Es éste un modo de pedir que me retire? —sugiere Matteo.

—Claro que no, querido Matteo —responde Niccolò envolviéndolo a su vez en un caluroso abrazo—. ¡Sabes muy bien que tú estás incluido!

Con andares de conquistador, Niccolò se dirige al salón. Decorado con sus recuerdos de viaje, está tan atiborrado de cosas que uno no sabe dónde posar la vista.

Sanga, que se ha quedado solo, sale del palacio con gran alivio de Shayabami.

Los tres Polo se acomodan en el suelo, ante una mesa festoneada con molduras caladas. Niccolò se ha sentado con toda naturalidad, cruzando las piernas, mientras que a Matteo se le ha hecho más difícil. Una sierva llena los vasos con vino de arroz.

—Ya sabes, Marco, si quieres instalarte…

—¿De qué estáis hablando, padre mío? Soy como vos, no consigo pasar dos noches bajo el mismo techo.

—¡Vamos! No hay un hombre más casero que yo. Sólo aspiro a la paz de un hogar. De no haber sido por el Gran Kan, me habría quedado en Venecia. Mi familia cuenta para mí, ¿sabes? Y debo consolidar tu fortuna para cuando regreses a nuestra patria.

—No estoy seguro de querer regresar a Venecia. Está gustándome la vida en el imperio. Dejad que os cuente…

Va bene. Pero ¿con qué mujer podrías casarte aquí? Toma ejemplo de mí. Cásate en nuestro país, y luego vuelves a marcharte por tus negocios.

A Marco le cuesta contener su exasperación.

—Una vez más habláis por vos, padre mío.

—Toma dos o tres concubinas y hazles robustos bastardos que puedan mantenerte cuando seas viejo —suelta Matteo muy deprisa.

Bebe de un trago su vino de arroz, y de inmediato le sacude una tos violenta. Niccolò y Marco le miran sorprendidos.

—Dime una cosa… Bueno, Marco, ¿así que estás bien visto en la corte? —inquiere Niccolò.

Certo, padre mío. Por otra parte, en mi última audiencia con el Gran Kan…

—Perfecto, entonces es preciso que hagas algo por tu pobre padre, perdido aquí en lo más profundo del imperio… —comienza lastimero Niccolò, muy commediante.

—Precisamente os estaréis preguntando, sin duda, las razones de mi viaje…

—Mi querido Marco, comprendo muy bien que ardes de impaciencia por saber qué ha sido de nosotros. Déjame pues satisfacer tu curiosidad sin tardanza.

Niccolò se levanta y empieza a caminar con la copa en la mano. Una de las muchachas se la llena de inmediato.

Resignado, Marco se arrellana en los hinchados almohadones. Observando a su padre, tiene la desagradable impresión de parecerse a él.

—No dudo de que en la corte del Gran Kan a pesar de los años transcurridos nuestra reputación se mantiene… —dice Niccolò con énfasis.

—La importancia del séquito de nuestro hijo lo prueba ampliamente —añade Matteo.

—Todo depende de qué reputación estemos hablando —suelta Marco en voz baja.

Niccolò le dirige una mirada molesta.

—Matteo y yo mismo abrigamos el proyecto de desarrollar nuestros negocios… a una escala, ¿cómo decirlo?… ¡imperial!

Matteo pica una golosina de miel para tener las manos ocupadas, y lo consigue plenamente: largos hilos dorados se enrollan en sus dedos como una tela de araña de la que no puede deshacerse.

—Ah, os creía instalados para gozar un poco de vuestras ganancias —se extraña Marco.

Niccolò baja el tono.

—Hemos decidido que el Gran Kan se beneficie de nuestros valiosos y únicos conocimientos.

Marco, que conoce a su padre aunque lo haya tratado poco, espera sin moverse, reclinado contra los almohadones persas.

Niccolò vuelve a sentarse junto a su hijo:

—Habrás advertido sin duda, pues eres observador, que en este país el comercio de la sal está todavía en pañales. Matteo y yo, como buenos venecianos, tenemos todas las cualidades necesarias para esta noble causa…

—¿La explotación de la sal?

—Sólo que, para eso, necesitamos tener el monopolio. Obtendrás tu parte en los beneficios, naturalmente.

—Si gozas del favor del Gran Kan, te será fácil obtenerlo —insiste Matteo, que estira y dobla las piernas sobre la alfombra.

Marco contempla los rostros expectantes de su padre y de su tío. Nunca los había visto tan atentos a sus palabras.

—Mi señor padre, ¿no sentís la menor curiosidad por la misión que me ha traído hasta aquí?

Niccolò parpadea y se echa hacia atrás imperceptiblemente.

—Sí, claro está…

—Sólo la discreción nos ha impuesto silencio —agrega rápidamente Matteo, para sacar a su hermano del apuro.

Va bene —exclama Marco con un amplio ademán—. Ahora me toca a mí proponeros algo. Necesito una información. Si podéis obtenérmela, intentaré defender vuestra causa ante el Gran Kan.

—Una causa que también es la tuya —le corrige Niccolò.

—¿Qué quieres saber, pues? —pregunta Matteo, impaciente.

Al día siguiente, Marco se despide de su padre con alivio. Ha descubierto que éste le irrita más de lo que le impresiona, y esas pocas horas con él le han dejado saturado. La expedición prosigue su camino hacia el sur siguiendo las informaciones prodigadas por los Polo. El calor se hace cada vez más pesado. Las ropas se pegan a la piel empapada en sudor. El mismo aire parece impregnado de una humedad asfixiante. La vegetación se vuelve lujuriante. De nuevo se los traga la espesa selva, impidiéndoles distinguir el sol. Apenas si Marco consigue discernir lo que su pluma traza en el mapa del Gran Kan.

Tras dos semanas de avanzar a marchas forzadas, Marco descubre que su padre no se ha equivocado, pues avistan las tropas del general Bayan a pocos lis tan sólo de Cantón[16]. Marco ordena un alto para ponerse el pesado manto con las armas del imperio y enarbolar las tablillas del Gran Kan. Ai Xue se acerca al veneciano.

—Maese Polo, solicito una audiencia en privado.

Intrigado, Marco lo lleva detrás de un árbol de gigantescas hojas. Advierte que el médico carga con la calabaza y el equipaje.

—Pero bueno, Ai Xue, ¿qué haces?

—Ya lo veis, maese Polo, parto.

—No puedes abandonarme así —objeta Marco.

—Habéis encontrado a vuestro general, no me necesitáis ya. Os he acompañado durante todo el final de vuestro viaje. He cabalgado junto a soldados mongoles. He velado por vuestra salud y la de vuestros compañeros. Ahora, habéis alcanzado el ejército mongol, que debe de contar con buenos médicos. Ya no necesitáis, pues, mi medicina. Voy a ofrecer mi ciencia a quienes la necesitan de veras.

Marco contempla atentamente al médico. Éste se mantiene recto como una vara, aunque un leve temblor le agita un párpado.

—Mi objetivo es regresar a Khanbaliq. ¿No deseas que te presente al emperador? —le propone el veneciano para tentarlo.

—Maese Polo, sólo conozco a un emperador. Kublai es tan sólo un impostor mongol.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Corres peligro de muerte si te denuncio al general Bayan.

Ai Xue suspira. Levanta la cabeza y mira a Marco a los ojos.

—Escuchadme, maese Polo; mejor será para ambos que el general Bayan no sepa de mi presencia.

Marco no puede disimular su sorpresa.

—¿Por qué? ¿Le conoces?

—Hacéis demasiadas preguntas…

—Si no te mostraras tan misterioso…

—El sabio dijo: «La palabra es la espuma del agua, la acción es una perla de oro».

Marco lanza una ojeada a través del follaje por encima del hombro de Ai Xue.

—Mis hombres no dejan de mirarnos, me bastaría hacerles una señal…

—Maese Polo, ¿habéis admirado alguna vez las pinturas chinas? ¿Habéis advertido que las flores que pintamos en ellas no tienen ya raíces? Desde que los mongoles se apoderaron de nuestra tierra…

—¿Quién eres?

—Recorro las rutas de China prodigando mis medicinas, y todos conocen el perfume de mi flor.

—No comprendo nada —dice Marco frunciendo el ceño—. Lo que dices es tan oscuro como el tatuaje cuyo sentido sigues sin explicarme.

—La marca me pertenece, me protege, es una especie de talismán. Pues, como vos, sé que los tatuajes cuentan una historia.

—Vas a explicarte ante el general Bayan —dice Marco, profundamente turbado.

—No os conviene, maese Polo. Correríais el riesgo de quedar en ridículo y… perder su confianza… Adiós.

Ai Xue da media vuelta y se hunde en la selva con paso rápido.

—¡Volveremos a vernos! —exclama Marco.

19 de marzo de 1279

Bahía de Cantón

Antes de la puesta del sol, la expedición alcanza la retaguardia del ejército mongol. Sudando bajo sus armaduras, los soldados del general Bayan no dejan por ello de dar pruebas de una disciplina que revela la autoridad de su jefe. Hace poco que han plantado las tiendas. Hilillos de humo blanco escapan de las fogatas. Por el campamento circulan unas gallinas que van cacareando. Sin embargo, reina una atmósfera febril cargada de la tensión de la espera. Los hombres afilan sus armas, enceran sus botas, comprueban la solidez de su escudo.

La tropa vestida de gala no pasa desapercibida. El enviado del emperador es recibido con las prosternaciones rituales.

Marco se extraña al ver un batallón chino entre las fuerzas del general mongol. Aunque sería exagerado llamar batallón a aquella pandilla que viste harapos de seda sobre sus armaduras, que bebe como los mongoles y escupe como los chinos.

A través de un lugarteniente de Bayan, Marco se entera de que aquella panda la forman los hombres de Zhu Jing y Zhang Xuan, dos piratas chinos que saben obtener el mayor provecho del trato de favor que les dispensa Kublai. Aunque están más acostumbrados a las batallas marinas que a las terrestres, el general alaba sus hazañas y su bravura.

Caminando solo, con el corazón palpitante bajo la tablilla de oro que parece abrasarle el pecho, Marco se hace escoltar hasta el cuartel general. Una tienda corriente, apenas dos veces mayor que las demás, alberga al general y a sus lugartenientes. En su interior, los enseres están dispuestos a la manera mongola, el lecho orientado a mediodía, el kumis seco que hierve sobre un hornillo en el centro de la tienda. Alguien ha trazado en el suelo un esquema que podría representar un plan de batalla. Un hombre lo borra con el pie en cuanto ve entrar a Marco. También en la tienda los nervios están a flor de piel y las espadas dispuestas a entrar en acción. El general Bayan, que saluda al extranjero como si fuera el propio Gran Kan, parece mucho mayor de lo que Marco había imaginado. Aquél a quien Kublai llama su más viejo amigo ha librado, sin duda, muchos combates a su lado. Ahora que el nieto de Gengis Kan ha subido al trono, a su compañero de guerra le incumbe proseguir su obra en los campos de batalla. Tal vez su barba blanca no se deba tanto a los años como podría suponerse de buenas a primeras. Sin embargo, el veneciano adivina que al general, ese anciano sombrío, no le gusta mucho que le molesten cuando se dedica a sus asuntos: Le queda poco tiempo y no piensa perderlo en charlas vanas.

—Sed bienvenido, señor Marco Polo. Mi corazón se llena de alegría al veros. —La fórmula es acertada pero, el tono no lo es—. Llegáis justo a punto para asistir a nuestra victoria. Iba a ordenar el asalto final.

—El Gran Kan se preocupa por vuestra suerte y la de vuestros hombres, general.

—¿Y os ha enviado a vos? —pregunta Bayan, mirando de arriba abajo y con escepticismo a Marco Polo, treinta años menor que él—. Su impaciencia debe de haber sido muy grande… Y sin embargo, he enviado regularmente mensajeros a la corte.

—Pero ninguno ha llegado a la presencia de nuestro Señor.

—¡Diablos! Es un milagro que vos hayáis podido pasar. La resistencia china está muy bien organizada. Sus sociedades secretas tienen agentes en todas partes. Esta mañana hemos detenido a otro miembro de la secta del Loto Blanco, una de las más activas. Pero sospecho que era sólo un señuelo. Incluso bajo la tortura del carnero no nos ha dicho nada que no supiéramos ya. Y, entre tanto, otro de ellos ha conseguido atravesar nuestras líneas y el emperador chino ha logrado embarcar en su junco cuando estábamos a punto de detenerle. Debemos alcanzar su embarcación antes de que pueda escapar.

Uno de sus lugartenientes dirige un discreto gesto a Bayan, que le responde con una señal de la cabeza, mientras se atusa la blanca barba.

—Pero pronto habrá terminado. Venid, señor Marco.

Sujetando firmemente la espada con sus arrugadas manos, el general lanza una orden con una voz fuerte y grave, que sus lugartenientes repiten.

Los soldados mongoles se disponen a embarcar rápidamente en los navíos de guerra amarrados en el puerto. Decididos a librar el último combate, los hombres de armas corren en prietas hileras a lo largo de los muelles y suben a la carrera a las embarcaciones. Las velas, ya izadas, se hinchan crujiendo al viento. Los remeros inician su tarea a una cadencia infernal.

El general, escoltado por sus lugartenientes, arrastra a Marco hacia el andén. La vista de la bahía de Cantón es magnífica. Bajo la bóveda celeste, el mar turquesa se adorna con velas doradas por el sol cuyos rayos desgarran las nubes azuladas. El paisaje, de una belleza arrobadora, ofrece un terrible contraste con los sangrientos acontecimientos que se avecinan. Decenas de cormoranes planean indolentemente mecidos por las corrientes de aire, y se lanzan sobre los peces que atrapan con el pico.

El general salta al navío almirante, seguido por Marco. Los remeros comienzan de inmediato a bogar, jadeando por el esfuerzo. Las olas chapotean contra el casco con un rumor apagado. Los arqueros preparan sus armas, los soldados desenvainan sus espadas con un tintineo metálico.

—Mañana, el imperio de China se habrá extinguido —grita Bayan para hacerse oír pese al ruido—. El día de hoy nos será favorable para el ataque. He consultado los astros.

—¿Los astros? —se sorprende Marco.

—¿Qué ocurre? Nuestros chamanes deben aprender de los astrólogos chinos. Pero, tranquilizaos, he tomado la precaución de examinar los omoplatos de cordero carbonizados.

Marco recuerda haber visto al propio iljan de Persia entregado personalmente a esta práctica mágica, heredada de los más antiguos ritos mongoles.

—Los chinos esperan llegar a una isla frente a las costas del continente —explica el general—, pero los hundiremos antes.

Los bajeles, impelidos por los brazos de robustos galeotes, se deslizan por el agua a una velocidad vertiginosa. Las olas, en su agitado vaivén, ocultan con intermitencia los barcos tras el telón de su espuma.

En los juncos chinos, la defensa se organiza. Flechas incendiarias iluminan las cubiertas, dispuestas a volar por los aires.

Los remeros aceleran más el ritmo. Los mongoles, a pesar de que éste es su primer combate marítimo, se lanzan al abordaje con decisión. Impresionados, agotados, los chinos se defienden encarnizadamente. En la clara mañana se alza un entrechocar de espadas. Sobre la espuma resuenan gritos de guerra, gritos de muerte.

Uno a uno, los juncos chinos que protegen el navío imperial son puestos fuera de combate.

—Admirad, señor Marco Polo, lo que queda de la resistencia china.

Y el general Bayan señala con un amplio gesto el disperso puñado de juncos que flotan como cáscaras de nuez en la bahía.

Únicamente un junco ricamente adornado sigue avanzando hacia el mar abierto.

El resultado de la batalla no es dudoso. Pero, decididos a no rendirse, los chinos se lanzan sobre las espadas de sus enemigos invocando a su emperador. El eco de sus gritos repercute, multiplicado, bajo la bóveda gris. Los mongoles, más numerosos que la guardia personal del emperador chino, la dejan fuera de combate y sus bajeles se acercan peligrosamente a la nave imperial.

De pronto, un hombre que viste un magnífico manto de seda recamado en oro aparece en cubierta, alzando en alto a un niño que chilla de terror.

—¡No atraparéis vivo al emperador! —grita.

Y se lanza al agua llevándose al último de los Song. Ambos se debaten en vano entre las olas, pues instantes más tarde se han hundido hacia el misterioso abismo. Sólo unos remolinos dan testimonio de su lucha.

—He aquí cómo zozobra la última esperanza de los chinos. ¡Qué lástima! El Gran Kan habría tratado adecuadamente, en la corte, a ese niño. ¡No importa! El último de los Song ya no existe. Señor Marco Polo, alegrémonos: China nos pertenece.

Marco cierra los ojos, incapaz de compartir la alegría del general. Las salpicaduras saladas del mar de China le dejan un sabor amargo en la boca.