Dao Zhiyu no consigue relajarse. Como un animal al acecho, dirige la mirada a todos lados. Xiu Lan, en cambio, pasea por el mercado de Hangzhu con un placer que tiene cierto sabor a libertad. El canto de los pájaros se mezcla con el de los grillos, cristalino como las gotas de agua de una lluvia estival.
La joven se deja embaucar por un vendedor de horóscopos, luego se demora largo rato ante un puesto de ungüentos y perfumes. Dao Zhiyu se aleja, incapaz de permanecer quieto. Nervioso, se oculta tras un puesto de golosinas. Xiu Lan le alcanza.
—¿Quieres?
Señala unos pequeños muñecos de azúcar, en forma de mandarines y concubinas, envueltos en dorados estuches de miel. Unos dulces representan animales salvajes o míticos, otros semejan pájaros de resplandeciente plumaje. Dao Zhiyu observa fascinado la minuciosa hechura de las golosinas. Maravillado, esboza una sonrisa ante un pequeño dragón modelado con azúcar de soja.
—Lo tengo también de cebada o sésamo —propone el mercader.
Mudo, Dao Zhiyu mira a Xiu Lan con ojos de elocuente intensidad.
—Quiere éste —dice ella tendiendo un billete—. Y dadme también caña de azúcar.
Delicadamente, como si recogiera flores de jazmín, Dao Zhiyu toma el pequeño dragón. Se lo mete en la bocamanga donde lo guarda oculto como un tesoro.
Xiu Lan chupa golosa la caña de azúcar.
—Pero bueno, ¿no te lo comes?
Inquieto, Dao Zhiyu adopta un aire culpable. Xiu Lan le acaricia el pelo con ternura. Regresa hacia el puesto del vendedor de golosinas.
—Dámelos todos —dice.
Xiu Lan se permite el lujo de tomar un palanquín para regresar a casa. Dao se agarra a los montantes de madera, algo asustado. Se detienen ante un portal ricamente adornado. Penetran en un primer jardín rodeado de árboles, atraviesan un puente curvado y prosiguen su camino hasta la suntuosa morada. Dao está maravillado.
Antes de tomar al chiquillo a su servicio, Xiu Lan ha arreglado la casa y el parque, que eligió con Shayabami, de acuerdo con las ancestrales reglas del Feng Shui. Ahora que ha recuperado al niño, no está obligada a estar siempre presente en la casa de té. Incluso le permiten recibir en su propia morada a los clientes. Su fama comienza a extenderse en Hangzhu.
Una vez en sus habitaciones, Xiu Lan regala a Dao, deslumbrado, tres camisas de tela y un par de zapatos apenas usados.
Luego hace que laven al niño. Le zambullen en un baño helado. La sangre se contrae en sus venas produciéndole un dolor brutal. Dao resopla provocando las risas de las sirvientas. Poco a poco, su cuerpo se acostumbra al frío. Se incorpora para apoyarse en el banco sumergido.
Xiu Lan hace una seña a su criada. Esta arroja en el baño piezas de metal y piedras ardientes que, en contacto con el agua, crepitan unos instantes desprendiendo un humo pálido. De inmediato, el jabón exhala su aroma, mezcla de guisantes y hierbas. La sirvienta toma el frasco puesto en el borde de la bañera de loza y derrama en la palma de su mano el líquido, que se desliza por sus dedos.
Dao Zhiyu se deja frotar por la sirvienta, encogido sobre sí mismo. La experiencia es nueva para él. Una oleada de calor le hace sudar. Cuando la criada se vuelve para tomar una toalla de lino, Dao, con un ademán veloz, agarra el frasco y vierte a su vez el líquido en su mano. Abre la boca y, con una mueca, se frota la lengua con todas sus fuerzas, como si el gesto pudiera devolverle la palabra.
Al salir del baño, Xiu Lan ha preparado unos cataplasmas a base de ajo y espárragos para aplicárselos al niño. Lo conduce hasta una pequeña habitación. El chiquillo retrocede, a la defensiva.
—Déjanos —ordena la cortesana a la criada.
Ésta obedece tras haber hecho una gran reverencia.
Xiu Lan se sienta sobre los talones para estar a la altura de Dao. Sus miradas se cruzan. Ella permanece serena, impasible, preguntándose por qué ese chiquillo de la calle tiene tanta importancia para el Loto Blanco y para Marco Polo. Dao Zhiyu la devora con los ojos, como si temiera que desapareciese. Pero, incapaz de contenerse, el chiquillo empieza a rascarse. Las lágrimas asoman bajo sus párpados entornados.
—Tu piel está enferma —dice Xiu Lan—. Estas medicinas van a aliviarte. No haré más que poner esos emplastos sobre tus llagas. Si lo deseas, lo haré todos los días, hasta que te cures.
Dao la mira con expresión huraña.
Xiu Lan toma con gesto lento unos lienzos empapados. Se aproxima al niño. El no aparta la mirada y, temblando y prietos los dientes, se confía a ella. Xiu Lan le desnuda lentamente y le invita a tenderse de través en la cama. Aplica los lienzos sobre la piel dañada. Dao Zhiyu, tenso y tembloroso, siente que poco a poco le invade una extraña sensación. El aire parece circular mejor por sus pulmones y la energía por todos sus miembros. Su cuerpo se vuelve pesado en el lecho. Cierra los ojos.
Al cabo de varias semanas de tratamiento, la piel del chiquillo recobra un aspecto normal. Ahora aguarda con impaciencia el momento en que Xiu Lan va a ponerle los cataplasmas. Hurta un espejo para mirarse con curiosidad. Sigue sin pronunciar una sola palabra. Sin embargo, Xiu Lan no deja de hablarle, como si el niño pudiera contestarle.
—Pronto estarás curado, Dao, ya no tendré que cuidarte.
Xiu Lan juraría que ha visto en los ojos del pequeño una fugaz sombra de pesar.