12
La sangre del Dragón

En el mensaje de Hangzhu, Marco ha encontrado una invitación para el teatro. Nada más obtener la aprobación del Gran Kan para su viaje, el veneciano, cuyo escaso equipaje estaba listo desde hacía varias semanas, se ha apresurado a ponerse en camino. La primavera de 1281 se despliega en un tierno paisaje de capullos en plena floración bajo un sol todavía suave. Marco se dirige hacia Hangzhu sin ni siquiera pasar por Yangzhu, a pesar de los reproches de Shayabami, que estima que si el Gran Kan le ha autorizado a abandonar Khanbaliq, ha sido para que Marco visite a su padre y su tío, que le esperan ciertamente con impaciencia.

En cuanto llega a Hangzhu, Marco alquila una habitación en un albergue reservado a los extranjeros, en los barrios lujosos, no lejos del lago. Contempla con nostalgia aquella extensión de agua tan apacible por la que se deslizan tranquilas embarcaciones. La última vez que la vio, Ai Xue era su guía.

Nervioso ante la perspectiva de encontrarse de nuevo con Xiu Lan —¿quién si no habría podido dirigirle tan curiosa invitación?—, Marco se dirige al teatro en pleno día. Una multitud inmensa se apretuja, alegre e indisciplinada, ante la entrada. Desde la conquista mongol, el teatro vive un extraordinario florecimiento. Todos los literatos cuya carrera se ha visto brutalmente interrumpida se han vuelto hacia las artes escénicas, muy apreciadas por los mongoles que las financian generosamente. Es la primera vez que Marco asiste a una ópera, pues las obras se representan siempre en chino. Pese a su impaciencia, espera su turno como los demás para penetrar en el teatro recién remozado. Dragones de vivos colores brillan con sus escamas acabadas de esmaltar. El veneciano sube por la escalera de madera y, utilizando desvergonzadamente los codos, encuentra un lugar entre las primeras filas. En la suya están muy apretujados y algunos deben permanecer de pie. Mordisquean cabello de ángel seco y tostado.

En la escena, gracias a una complicada maquinaria, unas nubes blancas se levantan por los aires al ritmo de las flautas. Constituyen el único decorado, pero la expresividad de los actores basta para imaginarlos bogando por los mares o subiendo una imaginaria escalera. Marco nada comprende del argumento, si es que lo hay, y tampoco puede compartir los accesos de risa o emoción a los que los espectadores se entregan con unánime entusiasmo. Debe limitarse a admirar los trajes y los maquillajes de los actores.

A fuerza de contemplar a la actriz principal, Marco reconoce con estupor a Xiu Lan. Va tan maquillada que no parece ella. Su tocado monumental la obliga a caminar muy despacio. Pero irradia felicidad y Marco sonríe viéndola así. En cuanto finaliza el espectáculo, el veneciano corre hacia las bambalinas. Pero le impiden el paso, despidiéndole como a un galanteador demasiado enardecido. De modo que se ve obligado a esperar, ante la mirada burlona de un coloso medio metro más alto que él.

Aparece por fin la flor de luna. Se ha desmaquillado y sus cejas apenas están perfiladas por un trazo de lápiz. Se arroja en brazos de Marco, como si se hubieran separado la víspera, antiguos amantes, buenos amigos. El veneciano responde al abrazo estrechándola contra sí.

—¡Llevadme al lago! —ordena ella.

Xiu Lan contempla fascinada la lisa superficie del agua. La joven tiene una expresión de tranquila gravedad que Marco no le conocía.

—Uno de los nuestros ha dicho que este lago es semejante a las cejas y los ojos de un rostro humano —dice ella.

Marco se deja impregnar por la quietud del lago de Hangzhu. Todo aquel paisaje ha sido creado por la mano del hombre, que al parecer ha puesto en su obra lo mejor de sí mismo. Si el mundo tuviera un porvenir, éste comenzaría allí.

Los pabellones budistas rodean el lago con sus armoniosas construcciones. Sobre el pico del Trueno se levanta una pagoda azul, tan alta como el más elevado de los pinos. Los barcos se cruzan rozándose, barquitas salidas de los canales de la ciudad, manejadas con un remo sujeto en la popa, o embarcaciones más rápidas impulsadas por ruedas o pedales. Otras, de fondo plano, transportan hasta diez familias que se reparten así el precio del pasaje.

El veneciano ha alquilado una barca de remos cuyo nombre es León de oro, adornada como todas las demás con esculturas de madera pintadas con vivos colores. El interior de la cabina está forrado de madera de cedro.

Apenas el remero ha abandonado la orilla cuando unos botes se acercan a ellos ofreciéndoles juegos de ajedrez, de dardos o de pelotas, y también vajilla, licores y una comida. Marco compra flores de loto y se las regala a Xiu Lan. Los ojos de la muchacha brillan en el crepúsculo.

A medida que se deslizan por la espejeante superficie, el paisaje va desvelándose poco a poco, como una pintura. Palacios, templos, monasterios, jardines cuyos altos árboles descienden en suave pendiente hasta el agua. De las demás embarcaciones brotan risas y gritos de júbilo. Algunos hombres intercambian discretas miradas con Xiu Lan, sin duda conocidos íntimos.

—¡Maese Polo! ¡Mirad! ¡Vayamos hacia aquella barca, os lo ruego! —grita Xiu Lan incorporándose con brusquedad.

La embarcación comienza a bambolearse peligrosamente.

—¡De acuerdo!

El batelero les lleva hacia la barca que ha señalado la joven. En el interior del casco transporta barreños de agua donde nadan tortugas y flotan moluscos.

Marco, acostumbrado desde su más tierna edad a navegar en las góndolas de Venecia, se yergue frente a la brisa del lago. Xiu Lan, también de pie, se siente tan cómoda como él. Su manto rojo de largas mangas blancas chasquea al viento, levantándose como las alas de un pájaro.

—¿Cuál quieres? —pregunta él.

Ella examina las tortugas con atención, como si su futuro dependiera de ello. Se inclina para verlas mejor de cerca. Por fin, vuelve a levantarse con una gran sonrisa que le ilumina el rostro. Señala una tortuga con el dedo y habla en chino con el vendedor. Éste saca el animal y se lo entrega a Marco.

El veneciano la toma pero lo mantiene lejos de sí extendiendo los brazos, algo asqueado. La tortuga agita impotente las patas.

—¡No la soltéis! —exclama Xiu Lan, riendo.

Paga al vendedor.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —se indigna Marco.

—Eso es cosa mía —responde ella sencillamente.

Luego, ordena al batelero que se aleje hacia el centro del lago.

Como si bebiera un licor de mucho grado, Marco se embriaga con la belleza de su rostro, liso, transparente, de frágiles párpados, con la boca tierna como un pétalo de rosa.

—Eso es, aquí está bien —dice ella.

Aguarda a que la barca se haya estabilizado. Luego se levanta y toma la tortuga de las manos de Marco. No ríe ya y su semblante expresa de nuevo esa extraña y bella gravedad. Pronuncia algunas palabras en su lengua. Con un gesto solemne, suelta al animal, que cae al agua. La tortuga agita las patas antes de ponerse a nadar hacia las profundidades, encantada al haber recobrado su libertad.

Xiu Lan deja que su mano flote en el líquido elemento hasta que el agua del lago ha recobrado su habitual quietud. Con la yema de los dedos, roza la superficie en la que se dibujan unos círculos cada vez más amplios.

Marco la interroga con la mirada.

—Es un rito. Para ahogar las penas —explica ella con un nudo en la garganta.

El acerca la mano a la suya. Ella se estremece, helada.

—He enterrado a un hijo —murmura con voz apenas audible. Luego ordena con brusquedad—: Regresemos.

Marco empuja la puerta y penetra en el jardín. Tras la hormigueante multitud de Hangzhu, cree haber entrado en el Edén. Los jazmines liberan su sutil y azucarado aroma, nubes de golondrinas pasan piando, un ruiseñor canta encaramado a los cerezos en flor, un petirrojo se posa en la rama de un hibiscus. Marco cruza un puente en miniatura, en forma de arco iris, que atraviesa un pequeño arroyo cantarín cuyos recodos bordean un prado recién segado y se pierden bajo las retorcidas raíces de un árbol de grandes flores, rojas y amarillas, que caen como campanas hasta el suelo. Un jardinero poda aplicadamente un seto.

La luz del crepúsculo acaricia con su calor el palacio, como el abrazo complace al amante. Los tejados alzan sus aleros, terminado por un friso calado del que gotean, en tiempos de lluvia, arroyos de agua, reproduciendo indefinidamente el ideograma de la felicidad. Tras haber cruzado el puente de cien rodeos, que sirve para ahuyentar los malos espíritus que al parecer sólo saben seguir una línea recta, Marco penetra en una especie de laberinto. Desde allí, ve grandes charcos cubiertos de flores de loto, corrientes de agua atravesadas por múltiples puentes y, bajo un techo desmesuradamente arqueado, un bosque de árboles enanos obtenidos al atrofiar las raíces y ligar los tallos y las ramas. Perfumes de flores raras le asaltan por todas partes, cantos de pájaros se responden de una punta a otra del jardín. Troncos de pinos entrelazados guían al paseante hacia grutas secretas donde se ocultan estanques. Pequeñas cascadas se desploman en unas aguas tumultuosas donde brillan como piedras preciosas los reflejos dorados de peces desconocidos. La mirada de Marco se ve atraída por una columna de nubes blancas que se levantan en el cielo límpido. Al acercarse, descubre que es el humo que exhalan unos guijarros transparentes que al ardor producen un aroma exótico. Alrededor de la gruta hay una refinada colección de rocas de forma y colores extraños.

El paisaje compone un conjunto tan armonioso que parece un cuadro. El pensamiento de Marco se evade, siguiendo los meandros de este espectáculo que estimula la imaginación. Se imagina en la corte de los Song como un mandarín rodeado de suntuosas concubinas, consejero del joven emperador, a quien enseña a manejar una barca por el lago de Hangzhu.

Tras su paseo por el agua, Xiu Lan se ha eclipsado, misteriosa, dándole una dirección para reunirse con ella más tarde.

Marco se demora largo rato contemplando un inmenso roquedal cuya silueta recuerda la del oleaje en alta mar.

A lo lejos, una sombrilla de papel de arroz gira como una inmensa flor entre los árboles. Marco aprieta el paso. Un grupo de muchachas toca pequeños instrumentos musicales en torno a la mujer oculta por la sombrilla. Bajo las botas de Marco cruje la grava del camino. Ella se vuelve.

Xiu Lan aparece como el sol que al amanecer ilumina por fin una noche demasiado larga. Su cuerpo está moldeado por una túnica de brocado rojo transparente, realzada con hilos de oro. Lleva un manto abierto por los lados que, a cada uno de sus movimientos, permite pensar que tal vez descubra su desnudez. Ciñendo sus torneadas caderas, un fino cinturón de jade hace tintinear unas minúsculas campanillas cuya melodía acompaña sus pasos. Lleva un tocado complicado y soberbio, que en parte desvela su nuca con cierto impudor. La mitad de sus cabellos está recogida en un alto, y sofisticado moño adornado con peinetas de oro y plata coronadas por flores artificiales y con alfileres de perlas, todos ellos de una exquisita belleza. La otra mitad de su cabellera cae hasta sus riñones, en un espeso telón de un negro brillante. Su collar de perlas hace juego con sus pendientes. Muy maquillada de blanco, con los ojos rodeados de oscuro, la boca invitadora como una cereza madura, la joven resplandece. Su rostro se ilumina con una hermosa sonrisa al ver al veneciano.

—¿Os habéis extraviado, maese Polo? —pregunta con voz suave.

—Admiraba ese sorprendente roquedal.

—Es un fragmento de montaña llegado del Tíbet. Fue esculpido en tiempos del esplendor de los Song, luego lo sumergieron en las aguas de un río durante decenas de años para hacer desaparecer todo rastro de la mano del hombre.

—En verdad, Xiu Lan, he penetrado en el jardín del Edén. Y tú eres su sacerdotisa.

Ella se acerca y le toma familiarmente del brazo para llevarle hacia un puentecillo. Su perfume de jazmín embelesa a Marco.

—Dime, Xiu Lan, ¿dónde estamos?

—En mi casa —responde ella sin mirarle.

—¡Shayabami se ha mostrado muy derrochador!

Ella se planta ante él.

—Yo elegí la casa. También yo me he convertido en alguien importante. ¿Acaso no soy experta en lo que aquí llamamos los juegos de las nubes y la lluvia…?

—¿Es una invitación?

—Un ofrecimiento tan sólo. ¿Estáis dispuesto a aceptarlo, señor extranjero?

La joven ha recuperado, de nuevo, una expresión lánguida.

—Ya sabes que me gusta la aventura… —dice él riendo.

Ella lo conduce a una avenida que lleva a la mansión. El esbelto palacete parece haber crecido en medio del parque como un árbol multicolor fruto del extravagante sueño de un poeta mandarín. Descansa sobre simples pilares de madera, que crean un inmenso espacio de galerías cubiertas por las que se pierde la mirada, decoradas con biombos y bellos arbolillos enanos.

La techumbre, cuyas tejas, como escamas de un pez, brillan con tonos de jade y amarillo, parece dispuesta a emprender el vuelo con sus alados extremos. Las maderas de sándalo y áloe están barnizadas de rojo y verde, y relucen como la laca. Algo más lejos, las columnas están finamente pintadas de oro y turquesa. Unos dragones y unas aves fénix velan por el conjunto, con las fauces abiertas y la mirada vivaz.

En el interior, Xiu Lan le invita al espacio de recepción. El suelo está compuesto de ladrillos esmaltados y de un entarimado incrustado con flores de oro. En las paredes han extendido grandes rollos cubiertos de pinturas que representan grandiosos paisajes, del valle de Changzhi o de la montaña sagrada de Tian Shan. Marco admira una estatua, posada en una mesilla de laca negra, que representa una amazona que viste un largo manto de color jade. Sus rasgos están esculpidos con tanta finura que apenas se distinguen y, sin embargo, son tan expresivos que diríase que van a animarse.

—Es una antigüedad, de la dinastía Tang —explica Xiu Lan con orgullo.

—No te ha bastado una imitación.

—El trabajo nunca sería tan delicado.

Xiu Lan hace que les sirvan la cena en la galería.

Los muros que rodean el recinto llegan sólo a la cadera, permitiendo divisar una magnífica vista del lago. El aire fresco penetra a suaves ráfagas. Las ventanas están confeccionadas con un enrejado de bambú y forradas con papel aceitado. Justo al otro lado, hay un estanque cubierto de nenúfares, flores de loto, jazmines, orquídeas de todos los colores, flores rojas de banano, flores de canela. Un molinete las va abanicando para que sus olores perfumen el interior de la estancia.

La cena se sirve con palillos de asta. Xiu Lan no se cansa de mostrarle su nueva riqueza.

—Voy a revelarte un secreto, Xiu Lan —le dice Marco—. Promete que no vas a divulgarlo.

—Os lo prometo.

—Acabo de regresar de la isla del Japón.

—Se dice que allí tienen extraordinarias cortesanas, muy bien educadas.

—Las llaman geishas.

—Ah, ya sabéis entonces de qué os hablo.

—Nada tienes que envidiarles, créeme.

—¿Formaba eso parte de vuestra misión secreta? —pregunta ella, picada.

—Tienes razón, nada sé de estas geishas

—Creo que lo decís para complacerme…

—¿Y qué? ¿Hay acaso mejor causa que complacer a una mujer? A veces te encuentro increíblemente veneciana…

Con la punta de los palillos, Xiu Lan toma un grano de arroz.

—He ido a consultar a un astrólogo —comenta—, ha calculado vuestro signo astral. Sois tigre. No me sorprende. Tenéis su ímpetu y su generosidad.

Marco se echa a reír.

—Allí, en mi país, no damos crédito a las mismas cosas, pero tenemos otras manías.

Ella hace una señal a un servidor. Éste toma un largo tubo de bambú con el que apaga, soplando, los farolillos de papel. La galería queda en una penumbra bañada por la luz azulada de la luna. Xiu Lan invita a Marco a seguirla a través de una larga columnata.

El suelo de la alcoba está cubierto de brocado. La decoración es negra y roja. Las paredes están adornadas con tapices realzados con hilos de oro. Barnizado con laca negra, el lecho de madera preciosa está cerrado, en tres de sus costados, por tablas decoradas con pinturas. El cuarto lado lo cierra una cortina. La cabecera de la cama está ocupada por un reposacabezas de porcelana colocado sobre esterillas de junco. Unas sirvientas queman perfumes e incienso, mientras otras preparan té en una tetera en forma de luna. Xiu Lan las despide y sirve ella misma a Marco el humeante brebaje.

—Es té verde. Excelente para vos.

—¿Cuáles son sus virtudes?

—Longevidad, fuerza —responde mirándole con intensidad—. Éste es de la mejor cosecha. Fue recogido en primavera, durante el período de los insectos excitados, en las primeras horas del alba, para que las hojas estuvieran aún cubiertas de rocío. Unas muchachas puras lo recolectaron con la punta de las uñas, para que no se manchara con su sudor, y se lavaban de continuo las manos en una jarra de agua. Esos gestos sagrados eran acompañados por los sonidos de unos músicos que tocaban el címbalo y el tambor.

Con los párpados cerrados, Marco moja con voluptuosidad los labios en la taza.

—Tienes razón, me parece aún sentir el perfume de esas muchachas… —murmura con una sonrisa.

—¿Qué os parece mi modesta morada?

—Muy poco modesta. Digna de una princesa.

—¿Es cierto? —exclama ella con ojos brillantes—. Vos que habéis visto los más hermosos palacios del mundo, ¿estáis seguro de lo que decís?

Se inclina hacia ella y antes de contestar le da un beso.

—Evidentemente.

—Pero aquí falta algo de vuestro país.

—¿Qué sabes tú de eso? Basta con que yo esté aquí.

Xiu Lan se acurruca contra él amorosamente.

—Sois un hombre influyente en la corte, ¿no es cierto?

—En efecto.

—Sé que al Gran Kan le encantan las jóvenes doncellas y que, hace que cada cierto tiempo le entreguen media docena.

—Es cierto —confirma Marco que comienza a divertirse.

—Conozco una tribu donde son especialmente hermosas.

—¿Tan hermosas como tú?

—¡Mucho más aún! —responde sonriendo.

—Y…

—Me sentiría muy honrada proporcionándoselas al Gran Kan.

—¿Ah?…

Ella suspira, levemente molesta.

—¿Podríais obtenerme este favor?

—¡Ah, ya estamos, bribona! ¿Pretendes utilizarme? Pero en verdad debieras pagarme tú —exclama él—. ¿No te basta el magnífico regalo que te hice?

Xiu Lan, más contenta, le dirige una mueca felina.

—Lo merecía ampliamente… Adoro mi nueva casa. Maese Polo, ocuparéis siempre un lugar especial en mi corazón.

—Si yo te presentara… —dice Marco pensando en voz alta.

Ella comienza a dar palmadas.

—¡Oh, sí! Me sentiría tan honrada…

—¿Estarías dispuesta a ser honrada por el Gran Kan? —pregunta él, hiriente—. Es viejo como un capullo seco, está gordo como una babosa obesa y, además, es un bárbaro.

—También vos sois un bárbaro. Y, por otra parte, aunque sea un mongol, es de todos modos el emperador —reconoce ella, impresionada.

Una sierva le acerca un plato lleno de setas negras secas, un bol con agua caliente y una pequeña bolsa de satén. Xiu Lan pone unos puñados de setas en la bolsa, y la aprieta con la mano para calibrar su dimensión.

—Se hinchan una vez mojadas. Podría apetecernos probarlas —dice con aire travieso.

Se aleja de Marco y, con un gesto, se quita la túnica transparente que cae a sus pies. Sus ojos brillan como un diamante negro al sol. Marco arde en deseos de acariciar el satén de su piel transparente. Es tan suave que el veneciano teme estropearla. Sus negros cabellos que le caen hasta las caderas llevan entrelazadas grandes perlas del color del agua que con sus reflejos iluminan su cuerpo desnudo.

Jadeando, Marco siente encenderse en su vientre el fuego de un volcán apagado durante demasiado tiempo.

Ella se sienta al borde de la cama y posa con gracia la mano entre los muslos de Marco. Advierte bajo sus dedos la emoción del veneciano, que se estremece.

Impaciente, atrae a la joven cortesana contra sí.

—Aguardad, señor, aguardad —susurra ella con su dulce voz.

Lentamente, le quita a Marco las botas, le desata las calzas, le despoja de la camisa. Con su boca y sus manos, tan expertas que no parecen serlo, Xiu Lan va rozando los musculosos muslos del extranjero, los poderosos brazos que quieren rodearla. Marco reacciona con un voluptuoso estremecimiento al sentir esas sedosas caricias.

Reina un sorprendente silencio, roto sólo por el crepitar de las velas que agonizan en el interior de sus farolillos.

De pronto, Marco desliza la mano tras la blanca nuca y aferra la brillante cabellera, llama nocturna que resbala como arena entre sus dedos. Xiu Lan le mira y a él le parece ver reflejada su alma en aquellos ojos tan sombríos. La joven entreabre sus labios de un rosa pálido. Con delicada dulzura, él la estrecha contra sí. Ella responde al abrazo con el mismo ardor. Los dos ruedan sobre la cama, donde les envuelven los cobertores de seda. Permanecen largo tiempo prietos el uno contra el otro, rostro en la cabellera, mejilla en el hombro, muslo contra vientre, seno contra pecho. Armonía de corazones que palpitan, de alientos que quieren absorber el aire que el otro respira. Marco besa a Xiu Lan en la boca, y ella se sorprende al sentir los labios de él tan suaves y tiernos. El veneciano le acaricia los sueltos cabellos que se extienden en espesos rayos de noche. Ella se abandona a sus voluptuosos besos que depositan en su carne el ardiente velo del deseo. Xiu Lan conoce todas las magias de las mujeres, hasta su intimidad que ofrece, a cada abrazo más sedosa.

Detrás de ellos, la cortina de seda se ha estremecido imperceptiblemente.

«Muy pronto tú y yo dejaremos de vernos. Tendré que entregarte a un hombre».

Un rayo de sol saca a Marco de su sueño. Abre los ojos, entorna los párpados, se da la vuelta bajo el cobertor… para descubrir que está solo. Se levanta de un salto. Recorre con la mirada la habitación. Nadie. Se levanta, desnudo. Al posar los pies en el suelo, el frío sube por sus muslos, contrae sus nalgas, llega hasta los riñones, pellizca el hueco de su nuca. Da un paso más poniendo el pie bien plano: la planta se va acostumbrando a la temperatura del suelo. Primero, oye unos murmullos, como el chapoteo de una fuente. A través del enrejado de la ventana, percibe una silueta sumergida en la pequeña alberca que hay abajo. La sirena del cuerpo de jade se desliza entre las flores acuáticas, arrastrando tras ella su opulenta cabellera negra como la cola de un traje regio. Una vez llegada al otro lado de la alberca, apoya los brazos en el borde y sale del agua, esbelta, desnuda: una diosa. Con una sonrisa, Marco vuelve a arrebujarse en los cobertores de seda. Un instante más tarde, aparece ella envuelta en un lienzo. Él le abre los brazos. La diosa se arroja en ellos y se acurruca en el hueco de sus poderosos hombros.

—¿Está el agua tan helada como tú? —pregunta él.

—¡Más aún! Es excelente para los humores, la circulación de la energía. ¿Me has visto enferma alguna vez? Durante los grandes calores, todos acuden a mi casa, gracias al pabellón del frío, que construí con pinos del Japón, blancos como el marfil. Lo habréis visto en el jardín.

—¿Cuántos hombres visitan tu palacio durante el calor?

—Los más importantes.

Marco toma su mano.

—También a mí me gusta volver aquí. Xiu Lan… quisiera tenerte a mi lado siempre.

Ella se yergue de pronto, mirándole con aire huraño.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero ser el único hombre en tu vida.

—¿Por qué? Me hacéis soñar en parajes que nunca he de ver. Y os doy amor como ninguna esposa o concubina sabe hacerlo. ¿Por qué cambiar la naturaleza que tan útil nos ha sido a ambos? Encuentro que conseguimos una buena armonía. Soy la tierra, sois el cielo. Así nos tocamos.

—Sin encontrarnos.

—Os debo mucho.

—Gracias —admite él, acerbo—. Es cierto que te instalé aquí. ¿Qué privilegio me concede eso?

—Pero es que además tengo que sufragar el mantenimiento de la casa. Unos diez sirvientes apenas son suficientes. Aprovechad los momentos que pasamos juntos. No penséis en los que nos separan. Así se alcanza la felicidad y la paz reinará en vuestro corazón.

—¿Y si te tomara por concubina? Vendría a menudo a verte aquí.

—Queréis una mujer a vuestra disposición. Ya me tenéis, ¿qué más pedís?

—No lo sé, un hogar, una familia, una casa que edificar…

—Alimentáis un sueño que sois incapaz de realizar. Habéis atravesado el mundo para llegar a China. Y una vez aquí, habéis vuelto a partir por los caminos. Sin duda sois el hombre que más ha viajado en todo el imperio. No os podéis estar quieto. La que os retenga en su casa más de una noche no ha nacido aún. Sois como los mongoles. Por eso os entendéis con ellos. Sois un nómada.

—Ellos son guerreros.

—Vosotros, los mercaderes, no sois muy distintos. Por eso nos importa tanto reteneros aquí, maese Polo. Si regresarais a vuestro país contando todas las maravillas que habéis visto, seríamos invadidos por los de vuestra raza.

—Necesito que seas sólo para mí —acaba soltando él, casi colérico.

—Es imposible. Si queréis privar a los demás hombres de mi compañía, tendréis que pagar. Pasadme una renta anual equivalente a la suma que en total cobro de los clientes que recibo. A mi casa vienen estudiantes de la escuela imperial, letrados, embajadores.

Marco calla, negándose a admitir que ella tiene razón.

En el jardín, los cantos de los pájaros festejan con alegría la mañana que se levanta. Pasado un largo momento, Xiu Lan rompe el silencio. Tras ellos, la cortina de seda ha oscilado.

—O, si no… llevadme a la corte… Y si deseáis una familia, podría daros hijos —añade, lánguida.

Marco no contesta, sumido en el nuevo dolor que crece día tras día. Desde su regreso del Japón, ha perdido la esperanza de encontrar a su hijo por medio de Ai Xue. No deja de preguntarse dónde se hallará el niño, qué estará haciendo en cada momento. Siente sobre todo la necesidad de saber con certeza si vive todavía o ha muerto.

—Tuve ya un hijo…

—¿Dónde está? ¿Con su madre?

—Ella murió. Fue raptado poco después de nacer. No sé dónde está, lo busco en vano…

Xiu Lan se acerca al veneciano, muy interesada.

—Ni siquiera podría reconocerle —prosigue Marco—. Si no llevara esa marca…

—¿Qué marca? —pregunta al instante la muchacha.

—Un tatuaje… en el brazo —responde Marco con un gesto.

Ella se anuda el pelo en la nuca con aire indiferente.

—¿Podríais dibujarlo? —le propone.

Y le entrega una hoja de papel de arroz, un pincel y su tintero, que parecían aguardar allí para ser utilizados.

Marco se sienta en la cama con las piernas cruzadas, y con mano vacilante reproduce aquel dibujo que persigue como una quimera. Concentrado en su obra, no ve que el rostro de Xiu Lan enrojece poco a poco. Ella procura disimular su creciente agitación, pero no puede evitar lanzar una furtiva ojeada hacia la cortina de seda. Luego se levanta, se envuelve en un simple velo transparente y se acerca a la cortina. Sin resolverse a apartarla, se vuelve y va a buscar una bandeja puesta en una fresquera al pie de la ventana.

—He preparado para vos ese plato mientras dormíais. Setas doradas en nidos de golondrina y corazón de cactus.

A Marco le cuesta contener su emoción.

—Xiu Lan, realmente tu gesto es el más hermoso de los regalos. Estoy tan acostumbrado a alimentarme en las tabernas, las embajadas, las casas de té, los palacios de los jefes que me reciben… Tu atención me conmueve más que todos los honores recibidos.

—¿No es ésta vuestra casa?

—Allí, en mi país, ninguna mujer cocinó nunca para mí, salvo mi madre. Y dejemos de hablar de mi patria. Mi casa, hoy, está aquí.

Ella no responde, dejando flotar una vaga sonrisa en sus pálidos labios, que no ha maquillado todavía.

Va a sentarse ante su espejo y toma afeite negro para dibujar sus cejas. Un «gato-león» de pelo amarillo y blanco se levanta de su cesto de mimbre desperezándose lánguidamente. Sube a su regazo ronroneando. Ella lo aparta suavemente con la mano. El animal salta a la mesa de bambú en la que descansa una pecera de cristal donde unos peces multicolores giran en silencio, haciendo revolotear las largas aletas. El gato los mira, goloso. Sus ojos se ven desmesuradamente grandes tras los reflejos del agua.

—¿Y mi proposición para el Gran Kan? —le recuerda ella.

—No tienes la menor idea de lo que se trama en la corte.

—Me gustaría mucho que me hicieran confidencias acerca de las intrigas imperiales —dice con aspecto travieso.

Marco mueve la cabeza.

—No, no lo querrías. Créeme. El momento es grave, voy a marcharme a la guerra, Xiu Lan.

—¿Vos? ¿Pero por qué?, ni siquiera sois mongol.

—Tampoco lo era cuando Kublai me envió en embajada al Japón. Y, además, tampoco lo son todos los soldados de la expedición oriental.

—¿Queréis decir que se cuenta también con los hermanos?

—Con chinos y coreanos, sobre todo.

Ella se vuelve con rapidez, haciéndole frente.

—Eso significa que tal vez no volvamos a vernos… Antes de que partáis, maese Polo, tengo que enseñaros algo…

Se acerca a la cortina de seda y la descorre con un gesto brusco.

Pero detrás sólo hay el vacío, la oscuridad.

—¿Y bien? —pregunta Marco con impaciencia.

Xiu Lan se vuelve hacia él, descompuesta.

—No lo sé, se ha marchado… Venid, no debe de estar lejos.

En un instante, se endosa un sencillo vestido y se calza. Después arrastra tras ella a Marco; atraviesan corriendo los pasillos hasta la puerta, y cruzan también rápidamente los jardines. La joven intercambia unas frases con el jardinero, que señala con el dedo la calle. Ella se precipita al exterior seguida por Marco. Cuando ya están entrando en el mercado, él la sujeta del brazo.

—Xiu Lan, ¿vas a explicarte? ¿A quién estamos buscando?

—¿Pero no lo comprendéis? ¡A vuestro hijo, lo he encontrado!

Él se queda atónito. Ella le precede con paso vivo y va interrogando a los mercaderes, que menean la cabeza.

Marco no se ha movido. A un tiro de piedra, un niño clava en él sus ojos, que parecen dos gotas negras. Tiene la piel mate, la complexión fuerte para su edad, el pelo rebelde. Eso es todo. ¿Qué esperaba? ¿Reconocerle? Marco deseaba secretamente que su corazón latiera de emoción, que sus brazos se tendieran para abrazarle, sentir una irresistible necesidad de protegerle. Creía que, nada más verle, el chiquillo gritaría: «¡papá!», como si hubiera esperado todos aquellos años con la misma ansia que él. Marco siente un sabor ocre en la boca, fruto de su amarga decepción. Se aparta. Xiu Lan, inmóvil y sonriente, contempla al niño con los ojos empañados. Marco trata de recordar aquel momento en que Noor-Zade le suplicó que se encargara del niño como si fuera suyo. ¡Como si fuera suyo! ¿Y si lo fuese a fin de cuentas? Mirándolo con más atención, Marco consigue encontrarle parecido con su madre, la sonrisa tal vez, o los ojos.

—¿Crees que podrías ser mi hijo? —le pregunta incrédulo al chiquillo.

Éste, turbado, traga saliva con dificultad.

—¿Es ella mi madre? —inquiere a su vez en chino, señalando con la barbilla a Xiu Lan.

Cuando Marco se acerca a él, el niño no aparta de él los ojos, como una bestia acosada dispuesta a brincar a la menor señal sospechosa. Ojo avizor, va retrocediendo con las rodillas un poco flexionadas. Marco se pregunta si será capaz de domar a la joven fiera.

—Nada tienes que temer, soy súbdito del Gran Kan.

Dao, que ha aprendido a reconocer esas dos palabras en mongol, no necesita oír más.

—¡Vete, sucio extranjero!

—Mírate, Dao Zhiyu. Tampoco tú eres de pura raza, en ti hay una mezcla de sangres —responde Marco, satisfecho por haber comprendido algunas palabras en chino.

Con gesto furioso, el niño hunde la mano en un fardo abierto y rebosante de guindillas «sangre del Dragón» y arroja un puñado al rostro de Marco.

Cegado, el veneciano lanza un grito de dolor.

Xiu Lan acude presurosa y lo conduce hacia el lebrillo de agua de un amaestrador de peces. Las protestas del hombre para que le paguen sus animales caen en saco roto.

—Retened al niño —ordena Marco que se rocía frenéticamente el rostro con mucha agua, resoplando como una ballena.

Cuando por fin puede abrir de nuevo sus ojos irritados, el chiquillo hace ya tiempo que ha desaparecido.

De regreso al palacio de Xiu Lan, Marco recorre nerviosamente el entarimado que resuena bajo los tacones de sus botas:

—¿Crees que volverá?

—No lo sé. Ha debido de asustarse.

—¿Por qué ha huido?

—Vos no sois chino.

Marco se dirige a ella con los ojos lanzando chispas:

—¿Cómo te atreves? ¡Te sentías muy orgullosa de que dignara poner en ti las manos! ¡Yo, un emisario del Gran Kan!

—¿Y qué? Desde entonces os han sucedido tantos que no recuerdo siquiera nuestro primer encuentro.

Rabioso, Marco la agarra por la muñeca.

—¡Soltadme, me hacéis daño!

—¿Y qué crees tú que me estás haciendo?

—Marco Polo, no tenéis derecho alguno sobre mí. ¡Salid de mi casa!

—Yo pago, no lo olvides. ¡Y eso me da todos los derechos!

Y, con toda determinación, la abofetea. Roja de cólera, ella levanta la mano para golpearle, pero él se la sujeta.

—Si queréis pegarme, es más caro —silba ella entre dientes.

Marco la suelta sin decir palabra, recoge sus cosas, saca su cartera y, sin ni siquiera contar los billetes, le lanza un fajo que cae como una lluvia de hojas muertas.