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El furor del Gran Kan
Después de varios meses, Marco Polo entra por fin en Khanbaliq, acompañado sólo por Shayabami, a quien por fortuna había dejado en la corte de la princesa Hu-tu-lu.
Atravesó de nuevo el Japón, se embarcó con unos pescadores japoneses que le abandonaron en la isla de Tsushima. Allí, sin dinero, sin intérprete, con una tablilla de oro del Gran Kan que no tenía valor en el territorio, tuvo que dar pruebas de imaginación y persuasión para convencer de que le aceptaran a bordo de otro barco. Llegado a la isla coreana de Happo, vendió una de sus pellizas para pagar el pasaje en un navío hasta el continente. Una vez en él, inició su viaje a pie, y al verle transido de frío, unos campesinos que iban en carro se apiadaron de él y le recogieron. Se tumbó sobre los fardos y durmió pese al gélido viento. En el reino de Koryo no existía ningún servicio de postas que permitiera al viajero dirigirse rápidamente al otro extremo del país. Continuó avanzando así, a pie o en carro, al albur de los encuentros, prometiendo a quienes le ayudaban unas recompensas que no estaba seguro de poderles dar. La experiencia adquirida durante la travesía del Himalaya le sirvió para impedir que sus pies se helaran, porque se forró las botas con pajas o hierbas arrancadas al borde de los caminos. El deshielo no tardó en transformar las carreteras en lechos de barro por los que intentaba avanzar con el pesado andar de un caballo de labranza. Contrajo un catarro que le hizo estornudar y sonarse como su tío. Compartió una noche con dos niños mendigos, a los que abrigó bajo su manto, confiando en que también su hijo hubiera encontrado a alguien que le reconfortara en momentos de necesidad. Por primera vez desde su llegada a Khanbaliq, empezó a añorar Venecia. El perfume de la laguna, la dulzura de sus inviernos, el refinamiento de las damas, los duelos de los galanes, la lengua como una música. Se preguntó qué le había hecho viajar a miles de leguas de su tierra natal, qué le había impulsado a llevar a cabo misiones en las que arriesgaba su vida para servir a un soberano que no era el suyo, en medio de pueblos que no dejaban de mirarle como a un animal raro. Lejos de sus amores adolescentes, sin amigo, sin hermano, le invadió un sentimiento de soledad tan intenso que se echó a llorar, indiferente a las miradas de los viandantes que le tomaban por loco.
Cuando llegó a la capital coreana no paraba de toser y escupir y estaba tan demacrado que Shayabami, que se moría de inquietud desde la partida de su amo, le recibió con espanto. Marco tenía agujereadas las suelas de las botas y su manto de pieles era un harapo. La princesa Hu-tu-lu no necesitó un informe de embajada para adivinar el resultado de la misión. Le ofreció un banquete que estuvo a punto de sentarle mal tras aquellos meses de dieta, y un lecho donde permaneció durmiendo durante varios días. Finalmente, la princesa le dio prisa para que abandonara el reino de Koryo y se dirigiera, lo antes posible, a Khanbaliq. Le proporcionó un séquito digno de su rango y su misión, con caballos mongoles y escolta armada.
Cada vez que se da a conocer mostrando con manos temblorosas la tablilla de oro del Gran Kan que, en este territorio, recupera todo su sentido, siente que el miedo le va abandonando. Cada puerta que atraviesa le aproxima al santuario donde estará seguro. En el centro de China está la capital del emperador, en el seno de esta capital está la Ciudad imperial, y en el corazón de esta ciudad está el palacio del Gran Kan. Impaciente, Marco desdeña pasar por sus aposentos para cambiarse.
En el umbral de palacio, se hace anunciar. De inmediato, un ujier le precede con presurosos pasos. Marco se siente lleno de energía, de una combatividad que le haría mover montañas. Sabe que, como él, el emperador está impaciente. Marco recorre los salones casi a la carrera, como si fuera a reunirse con su propio padre. Nunca las galerías le parecieron tan largas, ni tan vastas las salas, ni tan llenos de cortesanos los corredores, ni tan lentos los guardias en abrir las puertas. Por lo general, la mirada que los habitantes de la corte le dirigen está llena de curiosidad, de desprecio incluso. Pero esta vez, sus ojos expresan una enorme incredulidad.
En la sala del consejo es evidente que le esperan. Por todas partes hay un derroche de lujo. Todo brilla; brillan los dorados de los biombos y brillan los rostros de los cortesanos. Los rayos de sol que se deslizan por las ventanas sacan fulgores a las figuras que adornan el centro del poder. Los dragones, casi vivos, exhiben orgullosamente sus colmillos de esmalte.
Kublai va vestido de gala. Está sentado al estilo mongol, con las piernas abiertas, los pies afianzados en el suelo, las manos posadas en las rodillas. Sus consejeros le rodean. P’ag-pa saluda a Marco con afabilidad, Zhenjin apenas si le dirige una fórmula de cortesía. Chabi le recibe con la discreta calidez habitual. Kublai escruta a Marco desde lo alto de su tranquila seguridad. Marco tiene la sensación de que su corazón palpita al compás del de Kublai. Se deja caer para la prosternación ritual y, cuando su frente toca el suelo, le parece imposible levantarse.
—Me han anunciado tu regreso. Estoy muy contento de verte tan mugriento —dice el Kan sonriendo.
Un pasajero vértigo asalta a Marco cuando levanta la cabeza hacia el emperador.
—En efecto, Gran Señor, no he deshecho mi equipaje para presentarme ante vos enseguida.
—Apresúrate, sobre todo, a contarme los detalles de tu expedición.
—Gran Señor, permanecí más de lo que me hubiera gustado en el Japón, largas semanas en aquel país hostil. Aproveché ese tiempo para observar las costumbres de sus habitantes. Es un pueblo sanguinario al que le gusta matar. Me he salvado por milagro. Todos vuestros precedentes emisarios fueron ejecutados. Sólo debo la vida al cansancio del shogun, que ya no quiere ver cómo otra embajada extranjera pone el pie en sus islas. Me apresuré a salir del Japón, pero mis compañeros han sido retenidos como rehenes.
Kublai frunce el ceño, preocupado.
—Prosigue, Marco Polo.
—Gran Señor, os lo digo humildemente: no ataquéis el Japón. El país está formado por escarpadas montañas y furiosos torrentes. Sus tierras no son buenas para el cultivo. Apenas si consiguen hacer crecer té en las laderas de sus colinas, y arroz en los bancales excavados en la montaña. Aun conquistado, este país no aumentará vuestras riquezas. Además, la travesía por mar es muy azarosa. Yo mismo fui retrasado varias semanas a causa de una fuerte tormenta que impedía que los barcos abandonaran el puerto. Escuchadme, Gran Señor, no ataquéis el Japón.
Kublai reflexiona largo rato, sondeando al veneciano con la mirada.
—Muy atormentado te veo, Marco Polo. No puedo creer que se deba a lo que viste allí. Eres aguerrido, has atravesado peligros que pocos hombres habrían superado. Me gustan los desafíos. Oigo lo que me dices, pero eso no hace sino atizar mi deseo. ¿Qué dice su rey?
—No tiene ningún poder. Quien dirige el país es el shogun —rectifica Marco.
El Gran Kan hace un vago gesto con la mano.
—Sí, lo sé, mi hija me mandó un correo.
Marco se saca de la manga el mensaje que le ha salvado la vida.
—Vuelvo solo, Gran Señor. El shogun pretende ejecutar a mis compañeros si intentáis desembarcar.
Kublai se levanta, furioso.
—¡Amenazas!
—Gran Señor, recordad que he venido a traeros esto.
Kublai rompe el sello y desenrolla el papel. Se levanta y lo lanza a lo lejos, con furor.
—¡Es ilegible! ¡Ese gusano lo ha hecho escribir en japonés! —exclama con voz atronadora.
Marco y todos los asistentes dan un respingo.
—¿Qué dice ese documento, Marco?
El veneciano traga saliva con esfuerzo; se ve obligado a reconocer el fracaso de su misión, y eso le causa una terrible humillación.
—El shogun rehúsa someterse a vuestra autoridad —dice con voz apagada.
Kublai golpea con el puño el brazo de su trono, con una mezcla de cólera y exaltación.
—¡Perro! Lo sabía.
—Se preparan para repeler un ataque. Han elevado ya en la costa un muro de fortificaciones.
—Perfecto. Zhenjin, toma nota: voy a crear un «secretariado para el castigo del Japón». Se encargará de la expedición oriental.
Chabi se inclina al oído de su esposo. Él la escucha atentamente, puntuando sus palabras con gruñidos de aprobación.
—Tienes razón, Chabi. De modo que enviaré a muy pocos de nuestros hermanos e hijos mongoles. Invadirá el Japón un ejército chino y coreano. Estos dos países siempre han soñado con conquistarlo. Les daré esa satisfacción. Ha llegado ya la hora de probar la pólvora a gran escala. Prepárate, Marco Polo, pues tomarás parte en la campaña. Quedas relevado de tus funciones de gobernador.
La sentencia ha caído, es una condena.
Con alivio, Marco regresa a su hogar en el corazón de la Ciudad imperial. Durante los días siguientes, declina numerosas invitaciones de los nobles mejor situados en la corte. Rechaza incluso la de Namo Kan, poco deseoso de satisfacer la curiosidad del príncipe mongol tras esa expedición que todos condenaban al fracaso, prediciendo su muerte. Haber regresado vivo y haber dejado tras de él a sus compañeros es una tortura cotidiana. Marco se concentra en su correspondencia, escribe a Sanga, a su padre y a su tío, incluso a Xiu Lan.
Varios días más tarde, recibe con sorpresa la visita de Sanga. Ordena que le hagan pasar de inmediato en su salón decorado con unas estampas chinas que acaba de adquirir.
Sanga saluda a Marco con una inclinación, a la manera china. El veneciano le responde del mismo modo.
—¡Sanga, amigo mío! De modo que has regresado del Tíbet.
—Hace sólo unos días. He sabido a mi regreso que habías realizado un viaje del que muchos no han regresado.
—Es cierto —dice Marco apartando la cabeza.
Da unas palmadas, ordena que les sirvan el té.
Se instalan en el suelo sobre una gruesa alfombra de Persia.
—Muy sombrío estás, Marco Polo. Antes eras un anfitrión más caluroso.
El veneciano lanza un suspiro.
—No tengo razones para alegrarme.
—Habla pues, amigo mío.
—El Gran Kan monta una expedición contra el Japón.
—No es la primera vez.
—Tomaré parte en ella…
Sanga calla, aturdido por la noticia.
—Pero… no eres un soldado —acaba diciendo.
—Tampoco soy mongol.
—¡Todavía no te has marchado!
Marco se quema al beber el té y suelta una exclamación de dolor.
—¿Y qué es de ti? —pregunta.
—El Gran Kan me ha alabado por mi acción en el Tíbet. He apaciguado la revuelta. Mi protector, el venerable lama P’ag-pa me ha confiado nuevas responsabilidades en la organización de su casa.
—¿Vas a quedarte en la corte, entonces?
—De momento sí.
Marco se levanta, súbitamente incapaz de permanecer sentado.
—Y yo no he encontrado aún a mi hijo.
—¿El de mi hermana la princesa?
A Marco le produce una extraña impresión imaginar a su antigua esclava en esta calidad de princesa.
—Sí —dice.
Sanga cierra los ojos unos momentos, como para recogerse.
—No me atreví a preguntártelo.
Marco se planta ante su amigo.
—Sanga, si yo no volviese, te tocaría a ti proseguir esa búsqueda.
Tras la marcha de Sanga, Marco va a sentarse a su escritorio, toma un pincel nuevo y escribe con su mejor caligrafía mongol un mensaje a Kublai, pidiéndole autorización para ir a visitar a sus parientes, en Yangzhu, antes de partir hacia levante.
En los días siguientes, mientras aguarda la respuesta del Gran Kan, Marco redacta su testamento, por el que lega sus bienes a sus parientes y a los hospicios de niños abandonados de Hangzhu. Cuando lo está sellando aparecen dos correos que le entregan al mismo tiempo dos mensajes. Uno lleva el sello imperial del Gran Kan. Sin embargo, comienza por abrir el otro, procedente de Hangzhu…