6
El regalo de Kublai
A lo largo de la costa, el victorioso ejército del general Bayan reemprende el camino hacia la capital. A su paso, los habitantes huyen despavoridos, aunque los guerreros respetan las estrictas consignas imperiales: nada de saqueos ni exacciones. Los hombres de Marco se han mezclado con los soldados del general. El veneciano cabalga en cabeza, con Sanga y Shayabami, justo detrás de los lugartenientes de Bayan. La marcha del convoy es especialmente lenta. Más de una vez, Marco ha intentado convencer al general para que le permita adelantarse, pero el viejo militar se ha negado siempre, arguyendo que los caminos son poco seguros y que el deseo del emperador es que regresen juntos a la corte para anunciarle el éxito de la campaña.
Tras su largo periplo por el imperio, Marco recupera con deleite los fuertes olores de Khanbaliq, una mezcla de estiércol húmedo, pescado seco y raíz de jengibre. Aquí, los sonidos parecen más intensos, los gritos son más fuertes, las voces más altas, la gente carga con pesos más grandes, ríe más abiertamente. Las partidas de go terminan en peleas, púdicas beldades se ocultan tras la cortina de palanquines decorados con frívola extravagancia. Aquí nadie se vuelve para mirar a Marco Polo, encantado de perderse en esta muchedumbre donde se entrecruzan numerosos extranjeros, persas, indios o uigures. El general Bayan, apenas atravesadas las primeras murallas, abandona al veneciano para ponerse al mando de sus hombres. Marco se dirige de inmediato a su pabellón situado en la Ciudad imperial, en el corazón de los barrios reservados a los extranjeros.
Al entrar en su palacio, se detiene en el primer patio para dejar su caballo al cuidado del palafrenero, que lo llevará a los establos. Llega a la terraza donde jazmines y naranjos, recientemente plantados, le acogen con su perfume azucarado. Una pequeña lavandera, que se ha hecho adolescente en su ausencia, le precede para abrirle la puerta coronada por columnas del edificio principal. Se arrodilla para limpiar en el suelo la huella de los pasos de su amo. Marco, que se fija en ella por primera vez, se felicita por la elección de Shayabami.
—Espera, Shayabami, iré directamente a los baños, y luego regresaré a esta casa.
Una vez dadas las instrucciones, Marco propone a Sanga que le acompañe. Comienzan a caminar por el parque imperial.
—Gracias, señor Marco. Ahora debo reunirme con los míos. Nos veremos luego en casa del emperador —dice Sanga.
Saluda al veneciano para dirigirse a los barrios de los monjes budistas de la Ciudad imperial. Al verle reunirse con otros correligionarios vestidos con sus túnicas rojas y amarillas, Marco comprende que Sanga es también un monje.
En cuclillas junto a la entrada de los baños, un vendedor de agua caliente pregona su mercancía. En el interior, tendido sobre unas ardientes losas de tierra, Marco se hace masajear por un experto mientras escucha con oído atento las últimas noticias de la capital. Kublai ha adquirido una nueva docena de concubinas. Su hijo Zhenjin, «heredero aparente» del trono, multiplica las escaramuzas con los ministros de su padre, ante la mirada benevolente de Kublai, mientras Chabi intenta interponerse con la firme dulzura que tanto aprecia su esposo. El precio de la sal ha aumentado y quienes compraron a tiempo se felicitan por sus beneficios. Kublai ha establecido una lista de las sociedades secretas que está dispuesto a tolerar, un gesto destinado a apaciguar los ánimos. Corre el rumor de que los éxitos del emperador en China ya no le bastan.
En compañía de un mercader persa, Marco comparte los favores de tres o cuatro cortesanas de piel oscura. Comienzan por ofrecerle la especialidad de la casa, un té de cinco flores, servido con algunos pasteles de miel. En la superficie ambarina del líquido flota el polvo negro del té formando volutas. Medio tendido sobre las esteras trenzadas, Marco acaricia el pelo de la bella hetaira acurrucada entre sus piernas y se sume en una larga ensoñación antes de regresar a su pabellón.
Antes del alba, Shayabami entra en la alcoba de su dueño. Arranca del sueño a la pequeña sirvienta medio desnuda, y ésta se encarga de despertar a Marco mientras Shayabami atiza las brasas. El veneciano, una vez recuperados sus sentidos, despide a la muchacha que se viste rápidamente antes de dirigirse a las cocinas. Marco, durante su abundante desayuno, imparte instrucciones a Shayabami para que aquel mismo día se entreguen los presentes al Gran Kan. El sirio abandona el palacio, escoltando la carreta cargada con distintos objetos valiosos.
El día de la vigésimo octava luna en el noveno mes del año del Tigre[17] es el aniversario del nacimiento del Gran Kan. La fiesta que se anuncia va a durar varios días.
Khanbaliq está ya en pleno regocijo. Una abigarrada muchedumbre de mercaderes y porteadores, de mandarines y estudiantes, se apretuja en los aledaños de la Ciudad imperial. Los mercaderes de las calles acaban precipitadamente de plantar sus tenderetes.
Un ejército de soldados a caballo avanza cadenciosamente hacia la Ciudad. Los gritos de la muchedumbre han cubierto hasta ahora los sones de gongs y tambores. El grupo de guerreros montados se va engrosando con jinetes que surgen de las más estrechas callejas. Trotan, ligeros, como cascabeles de mil colores, e hinchan orgullosos el torso, bajo sus brillantes armaduras. Un sol prometedor comienza a atravesar las nubes de un blanco cremoso.
Los elefantes y camellos imperiales, cubiertos de paños bordados, desfilan por toda la ciudad provocando el pasmo de la población.
A lo largo de la ruta que lleva a la Ciudad imperial, se elevan luces de Bengala que estallan en el aire formando figuras magníficas.
—Diríase… un tigre ¡con las fauces abiertas! —exclama entusiasta el veneciano.
Numerosos cortejos se dirigen hacia el palacio imperial, cargados de presentes que rivalizan en magnificencia, oro, plata, perlas, piedras preciosas y muchos ricos paños.
Marco recorre al paso la amplia avenida flanqueada de altos muros que lleva al palacio imperial. Llegando al pie de las murallas, puesto que el acceso al recinto está prohibido a los ciudadanos ordinarios, Marco debe mostrar las tablillas de oro. En la otra punta del imperio, bastaba con enarbolar los colores del Gran Kan para inspirar temor y respeto. Aquí, en el centro del poder, hay que demostrar que uno tiene derecho a llevarlos.
Ante el enorme portal imperial, unos guardas comprueban por última vez su identidad, y Marco es autorizado a entrar en palacio. Los arqueros forman un pasillo para recibir a los invitados. Cuando éstos descabalgan, una legión de sirvientes se encarga de cuidar a los caballos. En la primera antecámara, numerosos cortesanos se apretujan, cargados de regalos para el Gran Kan, con la esperanza de ser invitados a la fiesta. Cuando llega por fin el turno de Marco, éste ha de entregar su sable a un asistente que se apresura a trazar en caligrafía mongol su nombre en un pedazo de papel de seda; luego parte en dos el resguardo, le da la primera mitad y desliza la segunda en la vaina del arma.
Marco enfila un corredor. El eco de sus botas recién bruñidas repercute en aquellos techos, tan altos que resulta difícil distinguir sus molduras y artesonados. En la antecámara retumba el runrún de las conversaciones de los que allí se apiñan mientras aguardan la audiencia imperial. El estruendo es tal que es preciso levantar la voz para hacerse oír.
El general Bayan está ya allí. Como un tigre de las estepas enjaulado, recorre la sala de una punta a otra mirando con desagrado las paredes de ese palacio demasiado refinado para él. Sanga saluda a Marco levantando la barbilla. Está dialogando animadamente con el lama P’ag-pa, que viste una mezcla armónica de ropas mongoles y chinas.
El veneciano se acerca a Bayan, sorprendido.
—General, es una inmensa alegría volveros a ver en este palacio y un grandísimo honor prosternarme a vuestro lado ante el emperador.
El anciano hace un gesto con la mano.
—Para mí también, ambos lo sabemos. Soy un mongol, no un chino, señor Marco —recuerda poniendo fin a los cumplidos del veneciano.
Después comienza a alejarse.
—¡General! Quisiera hablar con vos.
Bayan se vuelve hacia Marco.
—Os escucho.
El joven se acerca imperceptiblemente a él, y le habla al oído, en voz tan baja como el tumulto se lo permite.
—Iré derecho al grano, general. Me hablasteis de la secta del Loto Blanco. Sé que ahora es tolerada por el emperador. Necesito que me ayudéis a encontrarla —solicita Marco con aplomo.
Bayan le mira fijamente, impasible.
—¿Por qué iba yo a hacer eso?
Marco se dispone a responderle, pero aprovechando un remolino de la muchedumbre el general se escabulle.
Marco sólo alcanza a verle desaparecer. Pero su despecho no dura mucho; tan grande es su curiosidad por lo que le rodea. Es la primera vez que está invitado al cumpleaños del emperador. Se siente más conmovido aún que si hubiera asistido a la coronación del dux, en Venecia.
Cada invitado desfila con sus regalos o con la lista de ellos: los animales o esclavos que no han sido autorizados a ser presentados al emperador.
Marco ofrece a su vez los presentes para Kublai: cuernos de rinoceronte de Bengala, marfil de la India y de África, coral, ágatas, perlas, cristales, maderas preciosas como el sándalo y el áloe, incienso, alcanfor, clavos de olor, cardamomo. Chabi da las gracias a Marco con una discreta inclinación de cabeza.
Kublai ha invitado a unos sabios expertos en hechicerías y a unos astrólogos del Tíbet y de Cachemira para que muestren sus prodigios. Van ricamente ataviados de amarillo y con la barba y la cabeza afeitadas. El emperador se sienta ante una mesa que está a más de diez pasos de él, en la que están posadas copas de vino y de licores de especias.
—Que me sirvan de beber —ordena el emperador.
Los hechiceros hacen que las copas se eleven por los aires y se desplacen hasta la mano de Kublai, pasmado como un niño. Tras varios de estos trucos, el Gran Kan está dispuesto a escuchar sus quejas. Por lo visto se acerca la fiesta de un ídolo nefasto, un ídolo que provoca el mal tiempo y toda clase de males cuando no recibe ofrendas. En consecuencia solicitan que se les entregue cierto número de corderos de cabeza negra, incienso y áloe para que puedan honrar a sus ídolos con grandes sacrificios y de este modo no reciban ningún daño ni sus personas ni sus bienes.
Tras el festín y la audiencia pública, cuando el alba apenas ilumina las negras nubes con una pálida claridad, Kublai invita a Marco, con Sanga, y a Bayan a una audiencia restringida. Después de despedir a sus esposas e hijas, ordena que permanezcan a su lado algunos de sus hijos y Chabi, a la que todos consideran su mejor consejero. El heredero aparente del trono, Zhenjin, parece más chino que mongol, no sólo por su atuendo sino también por su peinado. La decoración de esta sala está inspirada en los orígenes de Kublai: las paredes están forradas con pieles de armiño, al igual que los biombos. A esta audiencia restringida asisten los principales ministros de Kublai, Ahmad, el primer ministro, y el venerable P’ag-pa, ministro del culto budista.
Con un gesto, el emperador autoriza a Bayan a hablar.
—Gran Señor, tengo la dicha y el honor de anunciarte que, en adelante, China pertenece al imperio en su totalidad. Con mis propios ojos vi perecer al niño rey. El señor Polo podrá atestiguarlo.
La expresión de Kublai refleja un verdadero alivio mezclado con un orgullo sin límites. Intercambia unas palabras con Chabi antes de responder:
—Querido general, fiel amigo, una vez más has cumplido tu deber con osadía y tenacidad, no me has decepcionado. Tenemos ahora las manos libres para proseguir nuestro gran designio —añade con fervor.
Después de permanecer un rato en silencio saboreando la esperanza de un destino imperial que sólo él conoce, se vuelve entonces hacia el veneciano.
—Marco Polo, he elegido la palabra «Yuan» para designar la dinastía que fundo, como Hijo del Cielo que soy. ¿Conoces su significado?
—No.
—Yuan significa el comienzo. Soy el origen de un mundo. Una nueva era empieza ahora para los chinos —declara Kublai con tranquila certidumbre.
Quebrantando las normas de cortesía, el general Bayan toma la palabra sin ser autorizado por su señor, aunque él es el único que tiene ese privilegio.
—Gran Señor, como tú estoy impaciente por reunir bajo tu mando todas las tierras que existen bajo el cielo. Pero debo advertirte de que hemos de consolidar nuestro poder antes de pensar en otras conquistas.
—Explícate —ordena Kublai aplastando una nuez en su enorme puño.
—Gran Señor, mis hombres están agotados y, en lo que se refiere sólo a este territorio, aunque hayamos conseguido vencer a los elefantes de guerra birmanos, no estoy seguro de que nuestros soldados puedan seguir dominando el país durante mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—El señor Marco Polo os lo contará mejor que yo.
—Quiero prometerte que tus hombres serán recompensados como merecen. Les daré a todos oro, mujeres y caballos.
El general Bayan hace una reverencia antes de dejar paso al veneciano.
Kublai le invita a acercarse. Cuando se inclina profundamente ante el emperador, Marco siente que del estómago le sube a la boca un desagradable regusto a comida.
—Marco Polo, has cambiado. Tienes un no sé qué de mongol. Pareces más viejo —observa Kublai sonriendo—. Bueno, háblame de mis provincias.
—Gran Señor, os son especialmente afectas y sumisas.
—Me interesan éstas, sin duda, pero háblame de lo que preocupa a mi amigo Bayan.
—He completado el mapa que me confiasteis y lo entrego hoy mismo al cuidado de vuestros cartógrafos, rogando que me perdonen si encuentran algún error —dice Marco sacando de su jubón el pergamino tantas veces desplegado—. Cerca del imperio birmano se encuentran tres reinos, el reino de Champa, el reino de Annam y el jemer. Son países muy ricos en oro y pedrería. A mi juicio están dispuestos a reconocer la soberanía del imperio, pero sin pagar tributo.
—¿Y su ejército?
—Me ha parecido insignificante.
—Entonces, si hemos vencido a los elefantes birmanos, ¿por qué no vamos a seguir siendo amos de la región?
—En verdad, su mejor muralla la constituye una selva como nunca la había visto, tan espesa que en pleno día es ya de noche. El calor que allí reina la convierte en un infierno.
—¿Y consigue esa gente vivir allí?
—Están acostumbrados, Gran Señor, y a pesar de ello viven medio desnudos sin pudor alguno.
—Mandaremos tropas para que releven a los soldados de Bayan dos veces al año. Si no hemos retrocedido ante los elefantes, no retrocederemos ante un amasijo de plantas.
Por primera vez, el general Bayan y Marco Polo intercambian la mirada cómplice de quienes han vivido las mismas pruebas.
Chabi susurra unas palabras al oído de su augusto esposo. Kublai aprueba meneando su triple papada.
—Marco Polo, se han producido importantes acontecimientos en tu ausencia.
Sin saber por qué, Marco siente un nudo en la garganta.
—De buen augurio y de mal augurio. La buena noticia es que puedo por fin presentarte a mi cuarto hijo, Namo.
Un hombre de aproximadamente la edad de Marco avanza hacia el extranjero y le saluda con calor. Al moverse exhibe orgulloso la musculatura de un guerrero, y va vestido al estilo mongol, contrariamente a la mayoría de los cortesanos que van trajeados a la moda china, con mantos de seda a cual más hermoso.
—Marco Polo, te agradezco, en nombre de mi padre, que me salvaras la vida.
Cuatro años antes, en 1275, mientras la caravana de Marco permanecía como rehén en poder de Kaidu, enemigo del Gran Kan, Namo había sido enviado a luchar contra el malvado. Pero, traicionado por sus capitanes, había sido hecho prisionero a su vez. Marco recuerda su propia entrevista con Kaidu, durante la que logró convencerle de que respetara la vida del príncipe mongol. El general Bayan, por su parte, había intentado en vano liberarle.
—Mi corazón se llena de alegría al tener el honor de conocerte, Namo —responde Marco saludando a su vez.
—Namo me fue devuelto hace un año. No puedes imaginar la alegría que siente un padre al recuperar a su hijo desaparecido —dice Kublai con una de sus escasas sonrisas.
—No, no puedo imaginarlo, Gran Señor —afirma Marco con el corazón en un puño al pensar en aquel niño que quizá sea su hijo.
—La mala noticia —prosigue Kublai— es que ese perro de Kaidu ha invadido Mongolia tras haberse apoderado de Uiguria. Ha tenido la audacia de tomar Karakorum, cuna de mi raza y de mi ilustre abuelo, Gengis Kan. La cosa es tanto más grave cuanto que mis ejércitos van a buscar sus caballos en las tierras de las estepas. No puedo tolerar que de un modo u otro obtenga provecho de esta ventaja. General, he aquí una nueva tarea para ti. Eres el único que puede arrebatar nuestra tierra a Kaidu.
El primer ministro Ahmad interviene.
—Gran Señor, ¿cómo vamos a pagar semejante campaña? El tesoro real ya no puede permitírselo.
Kublai sonríe, como si acabara de recibir una buena noticia.
—Marco Polo, para eso debemos recurrir a ti y a tu habilidad. Tenemos grandes proyectos, a la medida de nuestro imperio. Un imperio es como un hombre, posee una historia y un destino. Estoy aquí para escribir esa historia y realizar ese destino. Por eso debo permanecer en mi trono, desde donde puedo distinguir el más remoto pasado y el porvenir más lejano. Tú serás mis ojos para ver la realidad actual. Verás lo que, desde la altura del trono, yo no puedo divisar. Por eso hemos tomado la decisión de ennoblecerte, señor Marco Polo, y de confiarte el gobierno de Yangzhu.
Marco se siente sorprendido y enormemente halagado por el favor del Kan, aunque también le embarga cierto temor al verse encumbrado hasta semejante puesto en un país que conoce aún tan poco y cuya lengua no habla; y se pregunta si sabrá estar a la altura.
—Gran Señor, éste es un honor inmenso para vuestro servidor.
—Evidentemente, tendrás que acatar las leyes del imperio. Como súbdito del imperio, te está prohibido aprender la lengua china.
Marco conoce asimismo el edicto que prohíbe a los chinos conocer el mongol. Lo encuentra tan absurdo que se pregunta si no será el resultado de las presiones de la casta de los intérpretes.
—Háblame de tu padre y de tu tío. ¿Siguen viviendo a gusto en su apartada provincia?
—Sin duda, Gran Señor, prefieren el aire cálido del sur al frío de nuestra querida capital. Y han encontrado una actividad que les ocupa en grado sumo. Se han lanzado a la explotación de la sal. Por su conocimiento del tema, se proponen incluso comerciar en nombre del imperio.
—Eso es muy propio de Niccolò Polo. ¿Qué solicita? —pregunta el Gran Kan.
—El monopolio de la sal, en el bien entendido que la mitad de los beneficios irá a las arcas del imperio.
—Una vez me dijiste que la fortuna de Venecia se edificó sobre la sal, ¿no es cierto?
Marco asiente con la cabeza.
—En efecto, Gran Señor. Me honra que recordéis la historia de Venecia que yo os conté.
—¿Qué te parece a ti el comercio de la sal en China?
—Vale la pena desarrollarlo. He probado durante mis viajes una sal de primera calidad, tan fina y blanca que podría creerse harina.
—Te confío el comisariado de la sal. Asóciate con tus parientes y regresa para rendirme cuentas.
—Ojalá vuestro humilde servidor pueda mostrarse digno del insigne honor que le concedéis, Gran Señor —murmura Marco con una inclinación.
Kublai da una palmada. Un servidor le trae un volumen de hermosa hechura, encuadernado en cuero y seda.
—Mira este libro, Marco. Es una ópera. Existe gracias a mí. Se ha vendido incluso en las Indias. Te lo regalo.
Confuso y feliz, Marco se prosterna en señal de humildad y de agradecimiento, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
Kublai se vuelve hacia Sanga, que ha permanecido inmóvil como un pétreo monolito en la estepa mientras ha durado la audiencia.
—Sanga, P’ag-pa me ha hablado de ti. Ha estallado una revuelta en el Tíbet. Esa gente se niega a reconocer nuestra autoridad. Te encargo de que los metas en cintura. Tienes todos los poderes para llevar a cabo esta misión. Siendo de la misma religión que ellos, te será fácil hacerte comprender por esos montañeses que por lo que dicen son muy zafios. Pero han sufrido ya tanto a manos del ejército de mi hermano Mongka que no quiero enviar contra ellos a mis soldados.
Marco, satisfecho por su audiencia con el Gran Kan, se reúne con Shayabami en los jardines de palacio y le confía un mensaje destinado a su padre. El sol pone vetas rosadas en las nubes azul marino semejantes a manchas de tinta. En la pálida luz de la aurora ven aproximarse a Sanga, que abraza calurosamente al veneciano.
—¿Cómo voy a hacerme entender a partir de ahora, sin ti? —le pregunta Marco.
—Un verdadero intérprete te será más útil de lo que yo lo fui.
—No estoy seguro de eso.
Un jinete se detiene a su lado y descabalga para inclinarse ante Marco.
—¿Señor Marco Polo?
—El mismo.
—El general Bayan me ha mandado que hable con vos en privado.
—¿Estás en dificultades? —pregunta Sanga, inquieto.
Marco mueve la cabeza y se despide:
—Adiós, Sanga, volveremos a vernos.
Sigue al mensajero hasta un bosquecillo de jazmines de perfume embriagador.
—Habla —ordena Marco, impaciente.
—Soy portador de dos mensajes, señor Marco Polo. El primero es éste: el general os hace el favor de acceder a vuestra petición, en pago de vuestra gestión para salvar al príncipe Namo Kan, al que considera como su propio hijo.
Marco suelta un suspiro de alivio.
—¿Y el segundo mensaje?
El jinete saca de su manga un pliego sellado.