8
La cortesana

Las últimas llanuras que Marco, Ai Xue y Shayabami atraviesan están cubiertas de arrozales donde trabajan campesinos tocados con grandes sombreros de paja.

A lo lejos, la tranquila inmovilidad de un lago azul es un descanso para la vista. El tejado de oro de las pagodas refleja el fulgor de la luz irisada del sol poniente. Alrededor de la planicie se alzan unas colinas que encierran la ciudad en un estuche de verdor. Al otro lado, un río corre apaciblemente, y antes de llegar al mar se ensancha formando un estuario. La ciudad está protegida por unas altas murallas rectangulares de mampostería recubiertas de ladrillos encalados.

Vista desde lejos, parece la mayor ciudad del mundo, con sus numerosos arrabales que salpican la llanura en el exterior de las murallas. Algunos de ellos son más grandes que Venecia, de modo que sería posible caminar seis o siete días sin salir de la ciudad.

—El lago es artificial —explica Ai Xue—. Construyeron un dique hace centenares de años para retener las aguas que bajan de las montañas vecinas.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Nací aquí, en Hangzhu —recuerda el médico con una amplia sonrisa—. Estoy en mi elemento. En las murallas se abren trece puertas monumentales, que dan paso a las grandes avenidas de la ciudad, y cinco puertas más que dan paso a los canales.

—¿Los canales? —pregunta Marco con tono intrigado—. ¿Hangzhu tiene canales?

—¡Más de los que nunca has visto!

Marco sonríe ante la idea de descubrir, a miles de leguas de Venecia, una ciudad gemela. Impaciente, espolea su caballo.

Se dirigen a la ciudad por el oeste, pasando bajo unos arcos rematados por unas banderas. En la parte oriental, más vulnerable, las puertas están precedidas por unas barbacanas de defensa. Tardan más de una hora en entrar en la ciudad, pues las puertas son demasiado estrechas para absorber la multitud de carros, caballos, asnos y porteadores que se empujan entre injurias y maldiciones.

Una vez franqueadas las murallas avanzan a lo largo de las riberas del río, muy bien pavimentadas con anchas piedras planas.

—Estas losas impiden que, como antaño, la corriente se lleve las orillas.

Marco se asombra ante la limpieza de las aguas. Ai Xue le explica que unos canales más estrechos acarrean las inmundicias hacia el océano.

De pie en la popa de las embarcaciones, los bateleros bogan valiéndose de una pértiga o un remo, como los gondoleros de Venecia. Los muelles están protegidos por muretes que tienen una puerta en cada embarcadero.

Unas barcazas enormes transportan arroz, otras transportan madera, carbón, ladrillos, tejas y sacos de sal. Por los canales se entrecruzan también unos barcos impulsados por múltiples ruedas hidráulicas de paletas, cargados de toda clase de mercancías. En algunos de ellos han instalado su domicilio familias enteras. La ropa se seca, tendida en la cubierta, donde el que cocina siempre es un hombre, pues se supone que el varón transmite más energía a los alimentos.

—¡Qué cantidad de arroz!

—Aquí lo hay para todos los gustos. Arroz precoz, arroz tardío, arroz pelado de invierno, arroz de espigas amarillas, arroz de tallo, arroz con gluten, arroz de tallo corto, arroz rojo…

—¡Vaya! Ni siquiera en la corte he visto tantas variedades. ¿Qué diferencia hay entre ellas? El arroz es siempre arroz ¿no?

—Tú mismo lo probarás. Tu insaciable curiosidad quedará satisfecha.

Ven pasar los barcos cargados de pasajeros que discuten a gritos. La madre tiende la colada que acaba de lavar en el canal. Una pandilla de niños harapientos juega en cubierta; mientras ríen a carcajadas van dando vueltas alrededor del abuelo sentado en una vieja estera como un montón de ropa olvidada. Cuando ven a Marco en la orilla, los chiquillos se interrumpen y le contemplan con una mezcla de espanto y curiosidad. Comienzan a susurrar entre sí, los más pequeños se ocultan detrás de los mayores pero, incapaces de perderse el espectáculo, sacan la cabeza por entre las piernas de los más grandes para contemplar al extranjero.

—Recuerda que hace apenas tres años que los mongoles conquistaron la ciudad. Es lógico que no nos prodiguen una cálida bienvenida —advierte Ai Xue—. ¡Hangzhu es la antigua ciudad imperial!

Desembocan en la Vía imperial, amplia avenida que corta en ángulo recto otras calles más modestas. Los cascos de los caballos resuenan sobre el adoquinado, que en el centro está cubierto de gravilla.

—Bajo nuestros pies, un canal subterráneo evacúa las aguas de lluvia, para que las calles nunca se vean inundadas pero queden limpias.

—Muy ingenioso. Hangzhu no se parece a ciudad alguna.

—Es cierto —admite Ai Xue con orgullo—. Tiene un plano cuadriculado, como un tablero de go.

Ai Xue conduce a Marco por las animadas callejas de la ciudad. La gente se empuja, mujeres, niños, ancianos, sin distinción de rango o de edad. Los codos se convierten en armas para avanzar en el tumulto. Algunos han adiestrado a sus asnos para que distribuyan adecuadamente algunas coces.

—La ciudad cuenta con ciento noventa mil familias.

Maravillado, Marco descubre que la gran urbe consta de prietas hileras de edificios, algunos de los cuales tienen al menos cinco pisos. Se sorprende al ver que están construidos con madera y bambú, y que entre ellos no hay el menor campo, huerto o jardín. Las viviendas están pegadas unas a otras como en una colmena, unidas entre sí por el tejado. Pero en los ricos barrios del sur, hay magníficos parques muy bien cuidados en los que se levantan unos quioscos.

A Marco Hangzhu le recuerda Venecia, por la maraña de sus canales. Pero la ciudad es tan desmesurada como la propia China. Los ríos son tan anchos y los puentes tan altos que los navíos que surcan el océano pueden navegar por sus aguas. Al contrario que en Venecia, las calles están adoquinadas y poseen pendientes de desagüe para los días de lluvia. Con el corazón oprimido, Marco se deja invadir por una oleada de emociones y recuerdos nostálgicos.

—Henos aquí en la Ciudad del Cielo —susurra Ai Xue, encantado.

Marco advierte en los ojos del médico un fulgor que no le conocía.

—Yo diría más bien la Ciudad de las Aguas.

—Aguardad hasta llegar al Paraíso, no querréis volver a bajar. El antiguo palacio imperial se encuentra al sur de la ciudad. Allí se extienden, también, los barrios ricos, hacia la colina de los Diez Mil Pinos. Más hacia el sur aún, del lado del monte de los Fénix, se han instalado los mercaderes pudientes, en especial los que se dedican al comercio marítimo. Gente que se parece un poco a vos, en suma.

La multitud se apretuja en las callejas, todas ellas adoquinadas con piedra y ladrillo, de modo que están bastante limpias y se puede caminar por ellas sin ensuciarse. Aunque Marco se ha acostumbrado a los amplios espacios de las estepas y llanuras del imperio, recorre con agrado las sombrías y estrechas callejas de Hangzhu, tan parecidas a las de Venecia que le resultan familiares. El cielo, en lugar de ser una inmensa bóveda extendida a uno y otro lado del horizonte, se recorta ahora en estrechas franjas por encima de su cabeza, entre dos hileras de tejados tan cercanas que parecen querer tocarse.

Apenas inclinados por el peso de su carga, unos hombres transportan sobre las espaldas unos cestos colgados a ambos extremos de una larga vara de bambú que hacen girar con destreza cuando deben enfrentarse a un paso delicado. Los cestos están hechos con varas de mimbre entretejidas. Todos los oficios se afanan en su tarea: barberos, astrólogos, vendedores de arroz o de agua caliente, de pasta o de fideos. Varios curiosos se detienen para observar la rapidez y habilidad con que un peluquero corta el pelo a sus clientes. Un quincallero repara unas ollas.

Hacia el norte, detrás de la Vía imperial, están los barrios pobres.

Todas las casas exhiben en la fachada una tablilla donde se han inscrito los nombres de los ocupantes.

—Ya veis, los habitantes han respetado perfectamente el edicto del Gran Kan —observa Ai Xue mostrando las famosas tablillas clavadas junto a cada puerta—. ¿Cuándo queréis que comencemos a buscar?

—Dentro de un rato.

Lejos de las grandes mansiones de los ricos, las casas tienen unas fachadas muy estrechas, pero se alargan por detrás hacia exiguos patios. La mayoría de las plantas bajas están ocupadas por tiendas de artesanos o comerciantes. Los vendedores de fideos muestran sus largas madejas de pasta. Unos obreros aceitan el papel con que han de cubrir las ventanas. Las tiendas de incienso, de velas y aceite de soja exhalan sus perfumes hasta en los más estrechos callejones. Los compositores de piezas literarias, los copistas, y los expertos en libros se inclinan sobre sus escritos.

Ai Xue se adelanta una vez más hacia otra de las tablillas con la lista de nombres y, tras una atenta lectura, sacude la cabeza.

—No hay ningún Dao Zhiyu.

Al cabo de varias horas, Ai Xue comienza a cansarse, Shayabami a suspirar y Marco a impacientarse.

—Ya os lo he dicho, maese Polo, tal vez los propietarios no hayan inscrito su nombre.

Varios saltimbanquis callejeros reúnen a su alrededor una multitud de curiosos que dificulta más aún el paso. Un malabarista actúa junto a un manipulador de marionetas, no lejos de un espectáculo de sombras chinescas ante el que Marco se detiene, fascinado por la habilidad del artista.

Éste, además de las aclamaciones de la multitud, recibe, encantado, mucho dinero. Algunos le dan incluso rollos de sapeques, una moneda anterior a la conquista mongol cuyas piezas, agujereadas, están enhebradas en una cuerda formando un verdadero collar. El artista se lo coloca con orgullo alrededor del cuello y saluda a la muchedumbre con grandes sonrisas, encorvado bajo el peso de las monedas.

Uno de los saltimbanquis se ha acercado a Ai Xue con una profunda reverencia. Conversan en voz baja y luego el hombre se aleja.

—Nuestros informadores no han encontrado nada —le dice Ai Xue a Marco—. Nos sugieren que busquemos en los hospicios donde recogen a los niños abandonados.

Al día siguiente, el veneciano, compadecido de su viejo esclavo, le ordena quedarse en la posada. Ai Xue y Marco visitan los tres hospicios de la ciudad. Los oscuros y polvorientos corredores dan a un patio interior donde niños de todas las edades juegan, con la brutalidad propia de la edad de la inocencia. Cuando ven aparecer a Marco en el umbral, se quedan todos inmóviles, estupefactos tanto por su presencia como por su fisonomía.

Por orden del director del hospicio todos exhiben, tímidamente a veces, el antebrazo. Marco los examina con atención, pero menea la cabeza, desolado.

—Podéis llevaros al que queráis, señor, son todos buenos trabajadores y están sanos —dice el director.

Pero antes de que Ai Xue haya acabado de traducir esas palabras, Marco ha saludado ya a su interlocutor y abandonado el patio. El médico chino alcanza al veneciano en la calle.

—Ai Xue, comienzo a pensar que nunca le encontraremos.

—No desesperéis, la ciudad es vasta.

—También el imperio. ¿Por qué ha de estar aquí y no en otra parte?

—Es lo que revelaron los astros en la montaña del Tian Shan.

—¿Y por qué concederles más credibilidad que a la Madona?

—¿Habéis recurrido a vuestra diosa?

Marco suelta la carcajada.

—¡Sí, claro está! ¡Mi diosa!

—Entonces, no debéis preocuparos. Le encontraremos.

Delante del hospicio, un anciano se ha instalado para cocer en un brasero algunas legumbres y pedazos de carne. El olorcillo les abre el apetito.

—Maese Polo, mi estómago reclama vuestra clemencia. No hemos comido nada desde esta mañana.

—Tienes razón.

—Venid entonces, voy a llevaros a una posada donde nos servirán como a mandarines.

Al pasar ante una pagoda cuyo letrero ostenta un gran cucharón, Ai Xue le desaconseja a Marco entrar, aduciendo que en ella el servicio es muy mediocre. Encuentran por fin la gran puerta del Tigre Llameante. Bajo la arcada se está asando la mitad de un cerdo, que gira en el espetón. Impaciente, Marco penetra enseguida en el establecimiento. Ai Xue entra a su vez.

—Dejadme hablar a mí —dice.

La gran sala está ricamente decorada con colores vivos, rojo y verde, y rodeada de reservados íntimos. El patrón les lanza una mirada de experto y les propone aislarse.

Pero Marco prefiere quedarse donde los demás clientes. Elige una mesa al fondo, desde la que ve el conjunto de la sala. Les entregan a cada uno un pergamino bellamente iluminado. Marco se limita a observar con atención los signos caligráficos.

—Es la lista de platos.

—¿Quieres decir que podemos elegir? —pregunta Marco, asombrado.

Ai Xue sonríe.

—¡Esto es Hangzhu!

—Decide por mí.

—Os propongo comenzar con unos rollos de capullos de gusanos de seda y unos rollos de gamba —dice Ai Xue—. Luego, pescado al jengibre almizclado y cerdo con brotes de bambú silvestre. Y acabaremos con frutos secos, naranjas y mandarinas confitadas.

El posadero se acerca, deferente.

Ai Xue precisa:

—El pescado, crudo y helado. El cerdo, asado pero no abrasado. Y los rollos, solos para mí y con su salsa para él. Tráenos también arroz dorado, arroz viejo y arroz con granos de loto rojo.

El hombre toma el pedido de otra mesa y luego, se dirige hacia la cocina donde repite cantando la lista de los platos.

Un mensajero mongol entra en el restaurante. Busca con la mirada entre los clientes, y por fin se apresura a arrodillarse ante Marco Polo.

—¿Vos sois el señor Marco Polo?

—Lo soy.

—Un mensaje de Yangzhu, señor Polo.

Marco abre el pliego, recordando que le es imposible pasar desapercibido. Reconoce enseguida el sello de su padre. Niccolò, sin duda por pereza tanto como por afición al lujo, se ha hecho confeccionar un sello con sus iniciales, a la moda mongol. En efecto, los mongoles, analfabetos en su mayoría, dictan sus mensajes y han encontrado ese práctico método para firmarlos.

Marco recorre rápidamente la carta.

—Se «digna» encargarse en mi ausencia del gobierno de Yangzhu. ¡Viejo pillastre! ¡Pues claro! No está en condiciones de negármelo.

—Vuestra relación paterno filial es muy complicada.

—Digamos que no tenemos costumbre de estar juntos…

El encargado se acerca a saludarlos, todo sonrisas. Se dirige a Ai Xue con entusiasmo.

—El patrón nos invita a tomar el té en una casa que él conoce, donde encontraremos una especialidad de Hangzhu que podría interesaros y ayudaros a liberar vuestras energías.

Marco suelta una risita ante lo que cree una broma.

—Querido Ai Xue —comenta—, me temo que un té no sea suficiente o, en todo caso, habría que añadirle una bebida más fuerte.

Ai Xue le dirige una misteriosa sonrisa.

—Ya conocéis el té, lo sé. Pero ¿conocéis las casas de té?

—Es una lástima que no puedas trabajar con nosotros. Para los pequeños como tú y yo es lo más rentable que existe.

En el barrio de la Dulce Armonía, Dao Zhiyu y Xighang, a los que han echado de la casa, permanecen apostados junto a la puerta coronada por un farolillo multicolor cubierto de un cestillo de bambú. Su luz brilla como un sol en la noche.

—Bueno, ¿me esperas aquí?

Dao Zhiyu asiente con la cabeza. Se oculta tras un montón de canastos.

Xighang se despide con un gesto y después de plantarse en medio de la calle, empieza a pasear como si aguardara a alguien. Pasa un grupo de cinco hombres, uno de los cuales sostiene un farolillo encendido. El chiquillo se acerca con una gran sonrisa. Trotando a su lado, le suelta su cantinela con el entusiasmo que dicta el hambre. Los sujetos sonríen, vacilan. Cuando se detienen y se consultan, Xighang ya casi ha ganado la partida. Sólo habrá de conducirlos. En efecto, siguen al chiquillo hasta un porche bajo el que desaparecen.

Dao aguarda un buen rato. Finalmente, su compañero reaparece con el semblante muy alegre. Se acerca a Dao dando saltitos, y éste sale de su escondrijo:

—¡Han entrado todos, mira!

Entusiasta, Xighang entreabre su camisa y muestra los billetes que se ha embolsado. Dao sonríe, compartiendo la felicidad de su amigo.

—¡Espera! Mira a aquellos dos, ¡allá voy!

En el mar proceloso de la noche, dos hombres que cabalgan por el centro de la calle atraen todas las miradas. Uno de ellos, chino, tiene el rostro desfigurado y las manos retorcidas de quienes han sido torturados por los mongoles. Su sonrisa, que parece casi incongruente, provoca al mismo tiempo fascinación y repulsión. Más extraño aún es el otro jinete. Dao Zhiyu nunca ha visto a nadie semejante. Sus ojos son pasmosamente redondos y claros. Sus cabellos, anudados en la nuca, forman rizos como los tallos de los jazmines. Tiene una nariz grande y una tez de yeso que le hace parecer enfermo. Su espesa barba está bien recortada y luce un recio mostacho. Pese a sus ropas mongoles, Dao está seguro de que no pertenece a esta raza. Sin saber por qué, su corazón ha comenzado a palpitar con violencia. Le invade una sensación de familiaridad. De pronto, recuerda y reconoce al curandero, al arrancador de la «gran greña». Fue en otra vida.

Quiere retener a su amigo. Pero éste se ha lanzado ya al asalto de sus próximas presas. Dao regresa a su escondrijo. Se encoge sobre sí mismo como si quisiera desaparecer en las profundidades de la tierra.

—Te estás esforzando en vano, pequeño —dice Ai Xue.

—¡Os conduciré al paraíso, señor! —insiste el chiquillo.

—¡Ya sabemos adónde vamos!

Marco y Ai Xue descabalgan y confían la montura al servidor, frente a la casa.

—Pero ¡si es aquí donde quería yo traeros! —exclama el chico, ofendido y tan decepcionado que siente que las lágrimas le abrasan los ojos.

—Ya ves, no te necesitábamos.

—¡Vamos, dejadme entrar con vos, por favor! —suplica dando vueltas a su alrededor, febril.

—¿Quién te paga, los clientes o la casa?

—La casa.

—No te preocupes, diremos que tú nos has enseñado el camino —dice Ai Xue con un ademán tranquilizador.

En cuanto ambos hombres desaparecen bajo el porche, el muchacho corre a reunirse con Dao.

—No he ganado nada —le suelta agitando la cabeza—, y no es extraño, era un miembro del Loto Blanco. ¿Recuerdas a los hombres que vinieron el otro día?

Sin responder, Dao agarra con fuerza la muñeca de su compañero y le dobla el brazo en la espalda. El chiquillo ahoga un grito y se arrodilla gimiendo.

—¡Déjame! ¿Qué estás haciendo?

Dao Zhiyu registra al chiquillo y de entre sus ropas extrae una cartera cara, de cuero de león. Le da vueltas y vueltas, examinándola de cerca. En su interior hay muchos billetes, todos nuevos.

—No pensaba quedármela, ¡te lo juro! —declara Xighang.

Dao Zhiyu da una palmada amistosa y protectora a su amigo. Reparte entre los dos el botín y se queda con la cartera.

Ai Xue precede a Marco por la puerta estrecha y sucia. Recorren un hediondo pasillo hasta llegar a un patio. El veneciano cree descubrir el paraíso oculto detrás del lodo. El patio cuadrado, embellecido por un jardín hecho con pinos y cipreses enanos, está rodeado por unas galerías cubiertas. Los balcones están pintados de púrpura y verde, y tienen persianas del mismo color. Racimos de flores caen en coloreadas cascadas de las balaustradas. El patio está iluminado por farolillos de papel de arroz, rojos y dorados. Bajo las columnas, un entramado de varas de bambú sostiene las perchas donde se balancean loros de distintos colores. En unas jaulas cantan unos pajarillos, acogiendo con sus trinos a los visitantes.

Bajo las galerías se deslizan unas siluetas, con las piernas ceñidas por estrechos pantalones. Sus cabellos, sembrados de perlas y piedras multicolores, están recogidos en lo alto de la cabeza en primorosos bucles, dejando al descubierto sus gráciles nucas. Visten ajustadas túnicas de seda que permiten ver, a cada paso, unos pies minúsculos y vendados de los que surgen unas finas extremidades.

—Parecen… hadas —murmura Marco, maravillado.

—Acercaos, veréis que son de carne y hueso.

Con encantadoras sonrisas las heteras invitan a entrar a los recién llegados. Al traspasar el umbral se encuentran de inmediato rodeados por el rumor de las conversaciones y el canto de las cortesanas que hacen música para distraer a los hombres. Las jóvenes que los escoltan les dicen algo a los dos hombres.

—Os ofrecen bebida —traduce Ai Xue—. No aceptéis nada sin decírmelo a mí —le advierte al veneciano.

En el interior, ante los ojos de Marco se despliega un espectáculo abigarrado. La estancia está llena de magníficas flores, orquídeas, flores de loto, rosas, y las paredes están adornadas por pinturas y caligrafías en papel de arroz que a buen seguro revelan secretos que el veneciano no comprende. Algunas cortesanas de sonrisas enrojecidas por un maquillaje de laca se bambolean en taburetes redondos con patas en forma de coma. Unos pequeños hornillos transportables, provistos de brasas de carbón, están dispuestos en el centro de las estancias, como la hoguera en las tiendas mongoles.

—En Hangzhu, es posible encontrar muchachas de una belleza inimaginable. En cualquier otra parte, fijar en ellas vuestra mirada os convertiría en un criminal. Pero, aquí, el placer es una industria que antaño estaba organizada por el Estado. Hace sólo tres años, bajo la dinastía de los Song del sur, antes de los mongoles, este burdel pertenecía al Estado.

—¿Las mozas entregaban su dinero al imperio?

Ai Xue suelta un discreto eructo.

—Era una buena fuente de beneficios. Como el monopolio de la sal, del alcohol, del té y del incienso. Pero ahora no sé qué piensan hacer los mongoles.

—¿Intentas sondearme?

Ai Xue se limita a sonreír.

—Hay tantas prostitutas que ni siquiera están erradas en un barrio. Se desparraman por toda la ciudad. Tienen mucho talento y saben adivinar los gustos de los clientes, tanto chinos como extranjeros. No tienen preferencia por ninguna nacionalidad en particular. Gracias a ellas, quienes salen de Hangzhu afirman que han visitado la Ciudad del Cielo y que sólo aspiran a regresar. Sin embargo, un consejo: no se os ocurra mirarlas jamás a los ojos. Son auténticas hechiceras. Quedaríais embrujado.

Ha pronunciado estas últimas palabras en tono impasible.

Unos sillones de bambú ofrecen sus confortables brazos. Marco se deja conducir hasta allí por una joven belleza sonriente. Ai Xue elige una silla cuyas patas se cruzan en forma de equis.

—¿Sabéis cómo llaman aquí a estas sillas? —pregunta ella a Marco con alegre risa—. Una silla «bárbara».

Ai Xue no necesita pedir que los atiendan. Una sirvienta se le acerca ya, cargada con una bandeja de laca. Se inclina para ofrecer buñuelos. Cuando Marco va a tomar uno, advierte que ella lleva los pechos desnudos. Sorprendido y turbado, deja caer el buñuelo en la bandeja. La moza disimula la risa tapándose la boca con la mano.

—Aquí sirven el mejor té de la ciudad —afirma Ai Xue—: té de los joyeles, té del bosque de perfumes o té de las nubes blancas. No os dejéis tentar por el té del dragón negro, no es para extranjeros. Pero podemos estar seguros de que aquí emplean la mejor agua, la del rocío campestre.

Marco se fija en unos lingotes de té, oscuros sobre las bandejas de laca roja.

—O, si lo preferís, la casa fabrica un licor de flores de ciruelo que es exquisito. Poneos cómodo, hace calor aquí. Y no os preocupéis, si sentís algún malestar, aquí estoy yo.

Marco se decide, para empezar, por un té de cítricos y violetas. Ai Xue toma un licor de madroño, servido en taza de plata. Cuatro muchachas cuyas túnicas de seda tienen una larga hendidura que les descubre los muslos avanzan, cargadas con una pequeña mesa baja de patas rectas y finas. Se arrodillan. Una de ellas pone a calentar el agua en un hervidor, sobre un hornillo de carbón cuyas brasas atiza con un abanico. Entre tanto, otra desprende de un lingote de té unas hojas que procede a aplastar. Luego, las pasa a la tercera, que las tamiza antes de ponerlas en la tetera y verter encima agua caliente. Una vez hecha la infusión, la vierte con la ayuda de un cucharón en la taza que sostiene la cuarta muchacha. Esta coloca sobre un platillo dorado la taza sin asa, cubierta por una pequeña tapadera. Arrodillada, le tiende la infusión a Marco y aguarda.

Ai Xue se inclina y susurra al oído del veneciano:

—Por lo general, lo hacen en la cocina. Pero aquí, en vuestro honor, realizan toda la ceremonia. Así se sirve el té en Hangzhu. Una de ellas permanecerá a vuestro lado hasta que hayáis terminado vuestro té.

—Y supongo que, según la costumbre, será de buen tono que sea mi preferida. Siendo a cual más bonita, puedo dejarme seducir.

Ai Xue mueve la cabeza.

—No, aguardad un poco antes de elegir, maese Polo. Confiad en mí…

Mientras, Marco aprecia la calidad de la porcelana, fina y transparente de la taza. Comprueba con cierta admiración que el desarrollo de la industria, impulsado por el Gran Kan, da sus frutos hasta en Hangzhu. Devora varios huevos de codorniz, delicadamente ahumados y aromatizados con plantas.

Aunque habla en mongol, Ai Xue le dice en voz baja a Marco:

—Dejadme discutir con ellas el precio de sus servicios. De lo contrario, pagaríais el doble.

Luego, Ai Xue se vuelve y lanza en chino a la matrona:

—Trátale bien, es un emisario del Gran Kan. Tarifa especial —precisa escupiendo en el suelo.

Una pequeña china pasa cojeando. Uno de sus pies es muy pequeño y está vendado como los de sus compañeras, pero el otro se ha desarrollado normalmente.

—Detrás están los baños. Estamos acostumbrados al agua fría. Pero hay agua caliente para los extranjeros.

—¿Los mahometanos?

—Sí. Y los extranjeros como vos también. Para todos los que tienen ganas de que les dé un masaje ante un bol de té una joven y hermosa sierva. Pero hoy es el día de la rata. Nada bueno para el baño.

—Lástima —lamenta Marco examinando una bella flor de la casa.

La matrona se acerca a ellos y conversa en chino con Ai Xue. Este asiente con la cabeza antes de inclinarse hacia Marco:

—Mirad, ¿qué os parece aquélla?

Marco sigue el gesto del chino. Su atención se ve atraída, de inmediato, por una mujer fina y esbelta. Ceñida en una túnica de seda roja, su silueta parece trazada de una sola pincelada de los minúsculos pies hasta el moño negro y realzado con perlas y flores. Marco queda fascinado por la curva de sus caderas, por sus cabellos lisos que forman en la nuca un grueso moño muy prieto. Su mirada se desliza por las piernas de la muchacha y ve que ésta lleva alrededor del tobillo una fina cadena de oro que subraya la pequeñez de su pie que, con el empeine desmesuradamente arqueado, casi parece más alto que largo. Junto al biombo bordado, la cortesana, con la mano en la cadera, no aparta los ojos de Marco. Él intenta adivinar sus rasgos, que disimula la sombra de un farolillo.

—Ésta es experta en longevidad, maese Polo —comenta Ai Xue—. Y creo que podéis permitírosla…

La matrona llama a la joven en chino. La muchacha despliega con gracioso gesto su abanico de seda. Tras éste, pintado con flores de loto, sólo aparecen sus ojos orillados de negro y sus párpados que aletean como mariposas nocturnas. La forma de sus dedos largos y finos, el arco de sus cejas cuidadosamente pintado, la cinta de sus cabellos de ébano parecen haber sido creados ex profeso para armonizar perfectamente con el abanico.

El veneciano contiene el impulso de apartar el abanico para descubrir, por fin, ese rostro cuyo cuerpo tanto promete.

De la ascensión hasta el piso, Marco recuerda el gracioso balanceo de las caderas de la cortesana. Ésta le lleva a una habitación de lujoso encanto. Unos biombos de papel de arroz decorados con refinadas escenas eróticas distribuyen el espacio de la habitación formando una geometría celestial. El perfume almizclado del incienso inunda la atmósfera con su espesa dulzura. Unos farolillos destilan su suave claridad sobre una cama con sábanas de seda. Marco se recuesta en los almohadones, junto a una mesa que sostiene unos recipientes con vino de arroz y té humeante. Le indica por signos a la muchacha que se acerque. El rostro de la cortesana está tan maquillado que parece llevar una máscara de alabastro. Por encima de sus cejas, por completo depiladas, se ha dibujado con un pincel unos arcos de un negro de ébano. Su boca muy pintada de rojo tiene forma de corazón. Y, aunque apenas sonríe, una hechicera expresión de alegría ilumina sus ojos brillantes como la tinta.

Marco tiene la vaga impresión de que esa cara no le es del todo desconocida.

Ella le da vuelta a un panzudo reloj de arena posado en una consola. El rosado polvo de oro comienza su inexorable caída.

—¿Cuál es tu nombre, hermosa mía?

—Yo conozco el de mi huésped, maese Polo —dice ella con aire travieso—. Sois alguien importante.

De acuerdo con la costumbre, ella le sirve primero el té y luego licor de arroz.

—¿Eres acaso hechicera?

—Todas las mujeres lo somos un poco. Pero, desde la puesta del sol sabía que iba a pasar esta noche con vos. Me habían avisado.

—¡Si yo mismo ignoraba que vendría aquí!

Con un andar oscilante, como una orquídea balanceándose en su tallo, ella se acerca a Marco y se arrodilla ante él con un movimiento felino.

—Tengo un regalo para vos, señor. Es mi secreto.

Saca de su manga un pañuelo de seda, cuidadosamente doblado en cuatro.

Él lo abre delicadamente, intrigado. En su interior brilla una joya que Marco reconoce enseguida: la medalla de Michele. Está tan conmovido que unas lágrimas le asoman a los ojos.

—¿Cómo es posible? —pregunta Marco contemplando a la muchacha con atención.

—En las montañas del oeste, no habréis olvidado que vuestra medalla… —dice ella como respuesta.

—¿Cómo te llamas? —intenta recordar Marco.

—Xiu Lan. He ido con frecuencia al templo para quemar incienso y rogar para volver a veros. Mis plegarias han sido escuchadas.

Xiu Lan ha perdido su dulzura infantil, sustituida por una sensualidad arrolladora. Su tez se ha aclarado. Lleva alta la cabeza, con un orgullo de amazona dispuesta a convertirse en dueña de su destino. ¡Qué lejos parece estar la torpe campesina que Marco conoció casi tres años atrás! Sus manos están ahora cuidadas y parecen más finas con sus largas uñas lacadas. Presa de intensa emoción, Marco se cuelga de nuevo la medalla al cuello y le hace seña a la joven de que se acerque. Se pregunta si Ai Xue sabía…

—Permitidme que os lea las líneas de la mano, maese Polo.

Ella le toma la mano y le examina la palma un largo rato, volviéndola una y otra vez.

—Esta mano ha conocido a muchas mujeres. Su piel guarda la huella de todas ellas.

Marco se inclina para verificar si esas huellas son realmente visibles. La muchacha, sin inmutarse, vuelve a agarrar la mano del extranjero y posándole la boca sobre la palma, la desliza por la muñeca y recorre con los labios las abultadas venas del brazo hasta llegar al hueco opuesto al codo. Marco se estremece.

—Tus labios son excelentes lectores —susurra con los ojos entornados—. ¿Cómo has venido a parar aquí?

—Mi padre me vendió a un mercader que comerciaba con mujeres. Cuando yo tenía seis años, este hombre había pasado por nuestra aldea y había predicho que podría convertirme en concubina. A mi padre le habría gustado que fuera la vuestra. Tras vuestra partida, me vendió al mercader a un precio muy alto. Desde entonces, he vivido con la esperanza de volver a veros y guardando como un tesoro la joya que vos habíais olvidado. Aprendí el oficio de cortesana y si no me mostraba avara de mis favores era porque mantenía la ilusión de poder complaceros algún día. Siempre que un cliente pedía un favor especial yo me ofrecía a satisfacerle. De modo que me he vuelto experta en el arte de los juegos de las nubes y la lluvia. Y, aunque un ardiente viento primaveral ha estado soplando durante mucho tiempo en el cielo de mis noches, nunca las nubes me dieron su lluvia. Ahora que os tengo ante mí, el corazón me late en el pecho como un pájaro que debe emprender su primer vuelo y que sabe que si no lo logra, caerá al pie del árbol y será devorado, lejos del nido, por un zorro al acecho. Por eso hago durar ese momento en que el pájaro aún puede confiar en que desplegará majestuosamente las alas, como un hermoso flamenco, y mecido por la corriente se remontará en el aire y se desposará con el cielo.

—¡No recordaba semejante elocuencia!

—Yo no sabía mongol e ignoraba el arte de componer poemas. Y nada sabía de los demás juegos.

—Ven —ordena Marco.

En lugar de obedecerle, ella se levanta y se dirige hacia un cofrecillo de laca negra. Saca una baraja de naipes y la tiende a Marco. Las cartas representan sugerentes figuras eróticas. El veneciano contempla excitado cada una de esas escenas, todas provistas de una leyenda, como «el tallo de jade llama a la puerta», «forjar la espada en la vaina escarlata», «el cetro de jade entre las cuerdas del laúd» o también «el tigre blanco dando un brinco».

—Está escrito en mongol —se sorprende Marco.

—Existe otro juego en chino —explica ella—. Deberéis escoger una al azar, señor.

Tomando de sus manos las cartas, Xiu Lan las baraja con habilidad y las extiende ante él. Marco vacila largo rato, clavando su mirada en la de la joven. Impasible, ella aguarda sonriente. Marco se decide y toma la carta llamada «la mariposa bebe el néctar de la flor».

—Poneos cómodo —maese Polo—, murmura ella con voz lasciva.

Algo achispado por el licor de arroz, Marco se deleita contemplando la figura sinuosa de la cortesana, ceñida por la túnica de seda que dibuja sus piernas esbeltas y sus curvas seductoras. Su vestido tiene una abertura que muestra con impudor sus largos y torneados muslos. Ella se desabrocha lo alto de la túnica. Un nuevo mundo aparece ante Marco. Le parece que Xiu Lan ha crecido. Sus pechos se han redondeado. Su cuerpo resplandece como una joya liberada por fin de la tela que la engastaba. Pero ella, con un arte consumado, no descubre de inmediato su desnudez, sino que dosifica sabiamente el pudor y la indecencia. Hace resbalar su estola a lo largo de su brazo y acaba por desanudar del todo los lazos de su vestido que cae a sus pies. Sólo conserva las medias, de seda bordada, sujetas a media pantorrilla por una cinta y que caen hasta cubrir sus pequeños pies, de los que sólo asoma la punta. Finalmente, se ofrece, orquídea longilínea con el corazón rosa de té y los pétalos de una blancura y una transparencia espléndidas.

Impaciente, Marco se levanta, con los ojos brillantes. Toma a la muchacha por las muñecas y la atrae hacia sí. Se inclina hacia ella y, brutal, besa sus pechos cuyos pezones están maquillados de rojo.

—Aguardad —dice ella rechazándole con dulzura.

Se deshace de su abrazo. Con gracia, baraja de nuevo los naipes.

—La última vez, maese Polo, olvidasteis darme un presente, como estaba convenido.

—Pero te dejé uno cuyo recuerdo has guardado en tu carne —responde él con voz ronca.

Avanza hacia ella, dispuesto a estrecharla entre sus brazos. La muchacha se oculta detrás de las cartas, desplegándolas en abanico. Suspirando, Marco retrocede y se decide a escoger una.

—Ahora es demasiado tarde, maese Polo. Cualquier regalo que me hagas, tendré que entregárselo a la encargada. Si fuera libre, sería distinto…

—¿Y qué debes hacer para serlo? —pregunta Marco, que se huele la respuesta.

—Si tuviera una casa donde pudiera recibiros y serviros, maese Polo…

Impaciente, él le pone la mano detrás de la nuca, hunde los dedos en la negra cabellera y oprime su boca con la suya. Con la lengua entreabre el terciopelo de sus labios, roza el esmalte de sus dientes y le acaricia el interior de las mejillas.

Aturdida, Xiu Lan ya no respira. De pronto, llaman a la puerta. Marco vuelve la cabeza. Una silueta aparece al trasluz tras el papel de arroz. Una jovencísima muchacha descorre el panel y asoma su carita. Xiu Lan se aleja para ocultarse tras un biombo decorado con aves fabulosas.

—Maese Polo, un mensajero para vos… La sierva se vuelve para hacer una señal. Unos pesados pasos martillean los peldaños de la escalera. El mensajero aguarda el permiso de Marco antes de entrar en la estancia. Se arrodilla para tenderle un mensaje sellado. El veneciano abre el pliego.

Mi pequeño Marco:

Kublai Kan te felicita por tu actuación en Yangzhu. Ahora, te reclama de inmediato en la corte. Ya conoces la impaciencia del emperador. Apresúrate, te lo ruego, a complacerle en nombre de quien será siempre tu muy honrado padre.

NICCOLÒ POLO

Marco imagina con cuánto orgullo su padre habrá escrito con su propia mano el mensaje gracias a sus anteojos.

El sol se levanta sobre la casa de té, vacía ahora de clientes. Las siervas han lavado ya los baños que, de momento, están destinados a las cortesanas. Tras su noche de trabajo, cada una se ocupa de sí misma. El eco de sus animadas conversaciones repercute en las baldosas de la sala. Brotan risas de los rincones, también, a veces, algunos llantos.

Xiu Lan se quita las joyas, una tras otra, y las coloca en un cofre de madera lacada. Una sirvienta vendrá luego a recogerlas para guardarlas, junto con las demás, en una habitación cerrada con llave. Se las devolverá al anochecer.

La joven se quita las peinetas y agujas y suelta las largas guedejas de su negra cabellera. De una botella de porcelana, Fan-fi vierte un poco de aceite en la palma de su mano y unta los cabellos de su compañera, mechón a mechón, reavivando su brillo.

—Me pregunto a veces cómo será ser una esposa, pertenecer a un solo hombre —murmura Fan-fi—. Puedo llegar a envidiarlas, incluso a las concubinas. Debe de ser descansado compartir un hombre con otras mujeres.

—Sí, pero serías la esclava de un solo dueño —observa Xiu Lan, levantando la voz para dominar el rumor de las conversaciones.

—¡Mientras que ahora tengo varios! —responde la otra—. Las faltas que cometimos en nuestra vida pasada nos han hecho renacer mujeres y ser condenadas, en esta vida, a la reclusión perpetua.

—De todos modos eres más libre que si fueras la esposa de un mercader o de un funcionario que te impusiera sus concubinas, el vendaje de cuyos pies y cuya fidelidad tendrías que supervisar. Y que te daría mortales palizas si le apeteciera, sin incurrir en la menor sanción. Al menos, si nosotras somos asesinadas, el culpable es castigado.

Xiu Lan se quita el maquillaje con mucha agua. Han pasado ya las horas en que debía valerse de su cuerpo. Puede por fin desnudarse con tranquilidad por primera vez en la noche. Frota con suavidad cada parcela de su piel, haciendo desaparecer la capa de polvos y maquillajes que la protege para que la mancilla del combate cuerpo a cuerpo, del que sale siempre vencida, resbale por ella sin dejar rastros.

Xiu Lan toma un espejo de metal pulido y contempla su rostro libre de afeites que recupera fugazmente los rasgos de la niña que fue. Pero, por la noche, vuelve a ser parecido al de Fan-fi. Ésta es la tradición de la casa de té. En efecto, la encargada exige a las muchachas que se maquillen de un modo similar para ofrecer el mismo rostro amable y sofisticado a todos los clientes. Comprueba celosamente que se hayan depilado bien las cejas y pintado con pulcritud las cejas nuevas sobre los párpados.

Fan-fi machaca con cuidado una mezcla de alumbre y hojas de balsamina roja. Luego, se unta con ella las uñas, de un rosa oscuro ya. De este modo cuida, cada semana, que conserven su color.

—Le gustaste al extranjero. Ha sido tu único cliente esta noche.

—Si hubiera querido, me habría podido marchar con él. Habría podido convertirme en su concubina.

Cuando el baño ha terminado, Xiu Lan vuelve a vendarse los pies. Los suyos son tan minúsculos que constituyen una de sus mejores bazas en la casa. Pero no debe dejarles gozar mucho rato de esos instantes de alivio. Aprieta la seda blanca de modo que las puntas de los pies parezcan afiladas como los cuernos de la luna creciente.

—¿Y qué te lo impedía? —pregunta Fan-fi con una pizca de envidia.

—Tengo mejores ideas, para él y para mí. —Y prosigue a media voz—: Siempre he dicho que no me quedaría aquí. Cumpliré mi palabra.

—¿Por quién te tomas? Debieras considerarte honrada por trabajar en una casa de la antigua ciudad imperial.

—El imperio ha cambiado de bando. Lo que yo quiero es acercarme al Gran Kan —insiste Xiu Lan, decidida.

—¡Un mongol!

—Es el emperador…

Una sierva se aproxima presurosa a Xiu Lan:

—¡La matrona os llama! ¡Pronto!

Ayudada por Fan-fi, Xiu Lan acaba de vestirse y va poniéndose sus pendientes de cristal mientras camina.

Con la sonrisa en los labios, se apresura hacia la salita particular de su ama, convencida de que va a recibir unas felicitaciones. Penetra en la pieza sumida en la oscuridad. Las cortinas de papel de arroz siguen cerradas. La silueta de un hombre se recorta al fondo de la estancia.

—Entra y cierra —ordena la voz.

Ella obedece.

—Acércate.

Ella avanza a pequeños pasos, con los ojos muy abiertos en la penumbra. Está a pocas pulgadas de él cuando, de pronto, la mano del hombre le abofetea el rostro. Xiu Lan cae al suelo, sorprendida y aturdida por la violencia del golpe.

—¡El extranjero! ¡El emisario del Gran Kan! ¿Por qué no le has hablado del niño? ¿No era eso lo que tu ama te había ordenado?

El furor del desconocido es tal que la joven enmudece.

—¡Hubiera debido encargarme personalmente de ti! Si al menos hubiera podido dejarle solo…

Pese a la oscuridad, Xiu Lan adivina el rostro desfigurado del hombre. Recuerda que la matrona le había pedido que hablara de un niño con el brazo tatuado, perteneciente a la pandilla que les buscaba clientes.

—¿Por qué tenía que mencionar al pequeño? —replica ella—. ¿Qué importancia tiene?

—Eso no te incumbe. La próxima vez que el chiquillo venga a verte, retenle. No se te ocurra desobedecer otra vez, de lo contrario… ¿Quieres volver a vivir tu primera noche en la casa?

Xiu Lan se estremece al recordarlo.

Arrancado brutalmente de su sopor por unas pequeñas patadas, Dao Zhiyu se incorpora, con los puños cerrados, dispuesto a golpear.

—Tranquilo, no sabía si dormías o…

El hombre le contempla con una mezcla de compasión y temor. Dao retrocede, siempre a la defensiva.

—Ven, te llevaré el hospicio.

Dao busca a su alrededor a sus camaradas. ¿Se los han llevado ya o han conseguido huir? Los que entran en el hospicio ya no regresan jamás. En ese lugar deben de hacerles trabajar hasta el agotamiento para comérselos luego.

—Ningún chiquillo debe estar fuera. Orden del Gran Kan —prosigue el hombre acercándose al muchacho.

Al oír ese nombre, Dao echa a correr como un conejo, internándose en el dédalo de callejas que conoce como su propio bolsillo. Se desliza bajo los puestos de los mercaderes de arroz, pasa entre las piernas de los vendedores de agua caliente, pero de pronto topa con otro hombre, éste inmenso, que lo agarra apoderándose de él como de un simple ratón. Dao Zhiyu se debate, suspendido por el cuello y agitando en vano las piernas en el aire.

—No tengas miedo. Allí comerás hasta quedar ahíto aunque no sepas lo que eso significa.