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La huella del pasado

Cuando se ponen de nuevo en camino, el humor de Marco se hace cada vez más sombrío. Los animales que han comprado no están acostumbrados a los viajes y avanzan lentamente, tanto más cuanto que los tres caballos apenas merecen ese nombre. Los soldados y servidores deben contentarse con montar las flacas mulas. Después de haber dejado atrás las montañas heladas del oeste, llegan a una región cálida barrida por el monzón. Cuando alcanzan la provincia de Caindu, al oeste del imperio, Marco no hace mucho caso de las perlas que se extraen del gran lago. Los habitantes son extremadamente acogedores y se disputan el honor de recibir al emisario del emperador.

La expedición deja allí los inútiles jamelgos, pues los nativos les venden otros caballos por un precio módico. Los pescadores representan la elite de la población, pues para ejercer su oficio disfrutan de una autorización expresa, que el Gran Kan concede con parsimonia. De ese modo, el precio de las perlas se mantiene a un nivel lo bastante alto para el imperio y para sus súbditos. Lo mismo ocurre con una especie de piedra que Marco nunca había visto antes, de color azul y a la que llaman turquesa. Y cuando el dueño de la casa en la que se instala el extranjero le ruega que disponga a voluntad de su mujer y de sus hijas, y se apresura a desaparecer para esperar a que el huésped haya saciado sus instintos, Marco goza con moderado ardor de la ocasión que le recuerda, en exceso, su aventura en las montañas. En cambio, bebe sin moderación sus estupendos vinos de trigo, de arroz y de especias. Compra jengibre, canela de gran calidad y clavo, cuya flor blanca y pequeña le gusta.

El grupo se interna en la provincia de Karajan[11]. El capitán mongol pone por las nubes a la población, que, según el soldado, cuenta con excelentes criadores de caballos. Marco se apresura para adquirir nuevas monturas, confiando su elección al capitán, que las examina con mirada experta.

Sanga señala a Marco muchos templos budistas de hermosa planta. En la región encuentran también a gentes que profesan la doctrina de Mahoma y de Néstor. Tampoco allí tiene curso legal la moneda del Gran Kan. Utilizan para su comercio unas conchas blancas[12] parecidas a la porcelana.

El gobernador de la provincia los invita a compartir su mesa. La comida consiste en hígado crudo cortado a trocitos, con una salsa de agua caliente sazonada con ajos. El magnate les comunica que los soldados de Bayan han sido vistos, al parecer, más al sur, en las montañas cubiertas de bosques.

El veneciano apenas prueba el contenido de su plato.

Abandonan la provincia y entran en un territorio donde la vegetación hace la vida imposible al hombre. Las hojas, tan anchas como un luchador mongol, recogen el agua de la lluvia en la oquedad de sus nervaduras. Los mosquitos devoran con apetito a los miembros de la expedición. Cubiertos con sus inútiles armaduras, los soldados maldicen ese peso que se ha vuelto insoportable. Las pesadas espadas ya sólo sirven para cortar los enmarañados ramajes. Lo escarpado del terreno obliga a los hombres a bajar de sus monturas. Shayabami utiliza una de las grandes hojas para abanicar a su dueño, bañado en sudor. El calor asfixiante y húmedo les produce la impresión de estar respirando agua. Avanzan con mucha lentitud. La región les parece tan hostil que Marco decide, a pesar de sus reticencias, alquilar un guía local. Se deja convencer por un campesino tuerto que afirma que la pérdida de un ojo le ha dotado de la facultad de videncia, con lo que podrá advertirlos de cualquier peligro.

El tuerto les dice que tengan cuidado con una especie de dragones particularmente terroríficos. Ocultos en cuclillas tras un bambú gigante, los expedicionarios tratan de divisar a uno de ellos, a orillas de un río de aguas pantanosas. Marco tarda un rato en distinguir lo que su guía les señala: un animal vivo bajo la capa de lodo que le cubre. Tiene diez pasos de largo y es grueso como un tonel. Sus patas están provistas de grandes garras. La cabeza es enorme y los ojos brillan como bolas de ámbar. Las fauces son tan profundas que podría tragarse un hombre entero. Sanga traduce susurrando las explicaciones del guía.

—Parece un tronco de árbol, si no te fijas bien. De día, permanece bajo tierra huyendo del fuerte calor. Sólo sale por la noche para saciarse con todos los bichos que puede atrapar. Tiene una cola tan enorme que, cuando se desplaza, ésta va formando un foso en el que cabría toda una barrica.

—Diríase una enorme serpiente con patas —exclama Marco Polo con voz ronca.

—Los llaman cocodrilos.

Atento en adelante a los «troncos de árbol», el grupo prosigue su marcha. Los soldados se han quitado la armadura, bajo la cual se asfixiaban. Los caballos, acostumbrados como sus dueños a atmósferas más frías, avanzan con esfuerzo.

La noche cae en un abrir y cerrar de ojos. Los mongoles montan el campamento tan rápidamente como se lo permite la fatiga. El capitán asigna a cada cual un turno de guardia. Los soldados se duermen apenas acostados, ebrios de vino de arroz y de agotamiento. Marco estudia la ruta con el guía, luego se dedica a completar su mapa antes de sumirse también en el sueño. Sanga vela, observando al mongol de guardia que abre una nueva botella. Los ruidos del bosque se amplifican en la oscuridad. En lo alto resuena un ulular. Un rugido se escucha a lo lejos; un chasquido en la maleza, muy cerca… El soldado de guardia se ha dormido apoyado en su espada. Sus ronquidos hacen temblar unas cañas que crecen junto a sus pies. Sanga se levanta e intenta despertarle. Pero el guardia, embrutecido por el alcohol, sigue durmiendo como un bendito. Un nuevo crujido sobresalta a Sanga. Alejándose de sus compañeros, penetra en el bosque en dirección hacia el río. Se vuelve una vez y percibe, entre los helechos, las brasas de la hoguera. A medida que se acerca a la ribera, se da cuenta de que las hojas de las plantas parecen como arrancadas por una tormenta, aplastadas, destrozadas. Pero no ve huellas a su alrededor. El crepitar del fuego ya no se oye a su espalda. Un olor ácido asalta su olfato. Prudentemente, se arrodilla en la penumbra. La noche está iluminada por la media luna que brilla en el firmamento estrellado. Descubre en el suelo unos rastros sanguinolentos que parecen gavillas escarlatas. Ruidos de salpicaduras se perciben débilmente tras el biombo que forma la vegetación. En algún lugar, un animal está devorando un festín sangriento. Instintivamente, Sanga se lleva la mano a la cintura en busca de su daga. El miedo le atenaza de pronto la garganta.

Se dispone a desenvainar el arma cuando oye que se quiebran las primeras cañas.

Por encima de él, muy lejos, la montaña parece caer. La ladera se hace cada vez más pendiente. Marco se ve obligado a seguir trepando a gatas. Las rocas se desmenuzan bajo sus manos y se convierten en polvo. Sus dedos se hunden en la arena. La tierra se desliza a lo largo de sus brazos. De la montaña se desprende una constante arenilla, como si se tratara de un gigantesco reloj de arena. Abajo, unas siluetas envueltas en ropajes índigos se alejan con paso vivo, corriendo por la cresta de su pasado. Entre ellos, le parece reconocer a… Quisiera gritar, tanto para llamarla como para pedir ayuda, pero ningún sonido sale de su garganta. Las siluetas están ahora tan lejos que nunca podrán verle. Y la montaña sigue cayendo hacia el cielo.

De pronto, está abajo, a pocos pasos de ellos. Echa a correr. Ahora, está seguro de reconocer los rasgos de una mujer cuya larga trenza negra le llega a las caderas. Pero a medida que se acerca a ella, otras siluetas se confunden con la de la mujer, y son tantas que la ocultan del todo. Marco acelera el paso pero en balde. Le duelen las piernas. Siente una punzada en el vientre. Haciendo un supremo esfuerzo, avanza con mayor ímpetu, más deprisa. De una sola zancada, llega a la altura de la mujer. La agarra del hombro, la vuelve hacia sí.

—¡Noor-Zade! ¡Es imposible!

La joven uigur le dirige una sonrisa dulce y apacible, pero su rostro está lívido. No viste ya los andrajos de una esclava sino las sedas de una princesa.

—¿Dónde está mi hijo, Marco? —pregunta tranquilamente.

Los ojos de la joven se llenan de lágrimas y su rostro se contrae como un agua clara azotada por una súbita brisa.

Marco quiere estrecharla en sus brazos, pero cuando va a abrazarla, el cuerpo de Noor-Zade se convierte en polvo y ceniza.

Su propio grito le despierta cuando, fuera, el sol no ha aparecido aún.

Shayabami acude presuroso. Marco, empapado en sudor, le tranquiliza.

Tutto va bene, Shayabami.

Cuando el veneciano se incorpora, siente las sienes oprimidas por un calor ya asfixiante. El guardia mongol se acerca frotándose los ojos. Marco aspira con alivio el nauseabundo olor, entre leche de yegua rancia, aliento aguardentoso y viejo sudor, que se le ha hecho familiar desde que salió de Venecia. Casi agradece que ese pueblo nómada no se lave, pues le da la oportunidad de recuperar un perfume tan tranquilizador como el del estiércol. En efecto, los mongoles consideran que el agua es sagrada y no desean mancillarla en modo alguno.

—Me he dormido, señor Marco.

Marco suspira.

—Es para ti una suerte que sigamos vivos.

—¡Será castigado! —exclama tras él el capitán, con voz cavernosa. Éste se despereza sujetándose los riñones con una horrenda mueca.

—¿Dónde está Sanga? —pregunta Marco.

Todos le buscan por los alrededores, sin gran convicción.

—Ha desaparecido —admite el guardia.

—¡Ha huido! —remacha el capitán.

Abrumado ya por el calor, Marco se pone a regañadientes la camisa que le tiende Shayabami.

—¿Por qué va a huir? Salgamos en su búsqueda —decide.

El capitán suelta un gruñido.

—Ya encontraremos otro, señor Marco.

—Capitán, sé que el valor de la persona no tiene para vos el mismo sentido que para mí. En cambio, sé que compartimos el mismo sentido del deber y la obediencia para con nuestro Señor, el Señor de todos, el Gran Kan.

El capitán, satisfecho, se yergue con la mano en el puño de la espada.

—Os ordeno que salgáis en busca de Sanga —dice Marco con voz firme.

El capitán suspira y se inclina con gesto cansado.

—Os espero en el campamento con mis hombres. Os cedo cuatro para la búsqueda.

Tras haber tomado un bol de té ardiente y unos filetes de pescado seco, Marco se interna en el espeso bosque con un soldado, mientras dos grupos más se separan en distintas direcciones. El mongol, armado con su espada, va cortando las lianas que dificultan la marcha. La vegetación es tan tupida que, a veces, pueden dudar de que sea de día. El soldado resopla como un buey, sofocado por el calor húmedo. Marco se desabrocha el cuello de la camisa. Una sensación de vacío le oprime desde que han abandonado las montañas del oeste. Se lleva la mano a la garganta, ¡su medalla! Comienza a escudriñar el suelo a su alrededor cuando, de pronto, medio sumergida en el río, ven a lo lejos una forma humana. Marco se precipita hacia ella.

—Está muerto —suelta con indiferencia el mongol—. Regresemos al campamento.

El veneciano se arrodilla ante el cuerpo ensangrentado de Sanga. El pecho del herido se levanta débilmente de un modo irregular. Sus ropas sanguinolentas ocultan sus heridas.

—Ayúdame. Vamos a llevarlo al campamento. Rápido.

El mongol agarra sin miramientos las piernas del intérprete. Marco le levanta por los sobacos. La camisa de Sanga se abre dejando al descubierto su hombro. A la vista del tatuaje que adorna la piel del herido, el veneciano se inmoviliza.

«¡Es imposible!».