Dao Zhiyu comienza a preguntarse adónde irá. Primero, había dirigido sus pasos hacia el lugar donde caen las estrellas fugaces. Pero le asalta la duda de si podrá seguir caminando tanto tiempo. Al no ser muy mayor, tiene todavía pocos recuerdos. Sólo conoce un lugar adonde está seguro de no querer regresar: el campo de jazmines. En cambio, no consigue pensar en un lugar adonde le apetezca ir. Sigue el curso de un río con cuya agua podrá calmar la sed. Al ver los animales de pelo y pluma que corren ante sus narices con desvergonzada arrogancia, lamenta amargamente no saber cazar. A veces, un conejo se detiene para observarle, como si se burlara de él. Dao habría preferido verle huir ante su proximidad. Ignora cuántas jornadas hace que se marchó, pero está seguro de que ha pasado más días de ayuno que días de banquete. Su pollo duró menos tiempo del previsto, pues fue incapaz de racionarlo. Un día comió incluso tres veces. Aún añora los huesos, bien roídos sin embargo, que abandonó bobamente a los gatos monteses. Vuelve a meditar mucho rato sobre el camino que seguir. Decidido a alejarse lo más posible de los gusanos de seda, resuelve continuar andando en dirección opuesta a aquella de la que procede. Aunque desconozca adónde va, ciertamente acabará llegando a alguna parte.
Entra en una pequeña aldea de unas pocas cabañas y consigue, por su cara bonita, que le ofrezcan un mendrugo de pan. Comparte incluso medio bol de arroz con la familia. Pero le dan a entender que no le pueden emplear para trabajar en los campos. A su pesar, Dao detesta la mirada de compasión que le dirige la madre. Rechaza la oferta de pasar la noche en la casa y reemprende su solitario camino. A menudo, saca de su bolsillo el capullo y se lo acerca al oído para escucharlo.
Recorre cinco lis más antes de que la noche caiga, y se derrumba al borde del camino. Allí, se examina los pies: sangran, están cubiertos por una espesa capa de piel blanca, que se ha abierto en varios sitios. Una vez sentado, el dolor le abrasa con súbita brutalidad. Desearía poder zambullir los pies en un barreño de agua helada. A falta de eso, se contenta con limpiarlos delicadamente con algunas hojas. Se frota las manos que tiene heladas, y hecho un ovillo se tumba en medio de unos matorrales, esperando el alba. Los ruidos de la noche no tardan en aterrorizarle. Crujidos de madera, rumor de ramas, silbido del viento, gritos de animales nocturnos. Si acabara devorado por un dragón enviado por el Gran Kan, nadie le lloraría. Sus padres deben de aguardarlo en alguna parte, ¿pero dónde? Nadie le ha dicho nunca en qué lugar fue encontrado. Pero ese sentimiento de soledad le proporciona el valor y la cólera que le hacen desear luchar por sobrevivir. Aunque tiembla de miedo, está tan agotado que acaba sumiéndose en un agitado sopor.
Durante toda la noche, no cesa de imaginar en sueños que cuenta con elocuencia la historia de su familia a una colonia de gusanos de seda capaces de hablar. Hay además unos dragones gigantescos a los que consigue derrotar llamándolos por su nombre. Cuando despierta, le cuesta volver a la realidad.
Tiene los pies tan doloridos e hinchados que ha de hacer un esfuerzo sobrehumano para ponerse derecho. Para colmo de desgracias, empieza a llover a cántaros. Dao Zhiyu prosigue su camino bajo el chaparrón, transido de frío, estrechando contra sí sus magros harapos. Las lágrimas corren por sus mejillas, mezcladas con las gotas de lluvia. Piensa en sus gusanos de seda. Se imagina convertido en uno de ellos, muy calentito bajo una gruesa cobertura de hojas de morera. Su vida sería corta, pero feliz. Comería hasta hartarse antes de encerrarse tranquilamente en su capullo. Claro que acabaría escaldado pero aceptaría esa muerte violenta, sin duda rápida y segura, con la tranquilidad de saber que iba a renacer hecho unas pacas de seda. Mientras que ahora está a punto de morir de hambre y de frío, perdido, olvidado por todos y sin el consuelo de decirse que su vida habrá servido para algo. Dispuesto a encontrar un rincón confortable donde pasar el tiempo que le queda antes de perecer, avanza a campo traviesa por un paraje desierto. No le parece que sea un buen lugar para morir, de modo que sigue caminando hasta llegar al pie de una colina desde la que podría otear el panorama. Reanimado por su proyecto, trepa por la pendiente. Jadeante, empapado, llega a la cumbre. El espectáculo que se ofrece ante él acaba de dejarle sin aliento. Su mirada, que hasta entonces no se posaba mucho más allá de sus pies doloridos, se extiende libremente hasta los confines del horizonte. El corazón se le dilata en el pecho ante lo que ven sus ojos.
El río cuyo curso ha estado siguiendo rodea mansamente la colina a la que acaba de trepar. Sus meandros se dirigen hacia un conjunto de tejados curvos y de puentes que se prolonga hasta la franja del azulado horizonte. Dao nunca ha visto tantas casas juntas. Están pegadas unas a otras y algunas constan de varios pisos, como si quisieran alcanzar el cielo. Otras se desparraman alrededor de unos patios cuadrados rodeados de farolillos. El río se ramifica en centenares de canales que inundan las calles de la ciudad. Las embarcaciones, amarradas junto a las orillas, son tan numerosas que sus mástiles se entrechocan y sus cordajes se entremezclan como los árboles de un bosque agitados por el viento. También hay calles enlosadas, sobre las que unos palanquines ricamente decorados avanzan como enormes animales de inseguro andar. Unos carros más pequeños van a un ritmo más rápido. De la ciudad asciende un rumor de multitud, de pasos presurosos, de viandantes que se llaman unos a otros, de vida que palpita. Más lejos, un lago espejea como una joya de mil facetas; reluciente bajo los rayos del sol, enmarcado por boscosas colinas que descienden en suave pendiente hasta sus riberas está surcado por diques sobre los que pasean diminutas figuras humanas, semejantes a hormigas. En sus aguas navegan embarcaciones de todos los tamaños, que se deslizan impulsadas por los brazos de los remeros. Jirones de bruma que flotan por encima del horizonte dan un aspecto irreal al paisaje.
De modo que eso es una ciudad.
Dao Zhiyu se ha inmovilizado, fascinado. Se saca de la manga el capullo que ha conservado con cuidado. Desde hace algún tiempo, no oye ya nada en el interior. La crisálida ha alcanzado su madurez. Se pone el capullo en la palma de la mano y aguarda. El insecto corroe pacientemente la cubierta para salir de ella. Por fin aparece, color de arena y oro, y despliega sus alas para emprender el vuelo. Muy conmovido, Dao lo mira remontarse en el aire hasta que lo pierde de vista. Luego, con una determinación que le hace olvidar sus pies doloridos, comienza a bajar de la colina.