Xiu Lan y Fan-fi caminan con paso decidido. Para la ocasión, se han vestido de modo sobrio y elegante. A falta de poder honrar a los antepasados de unos esposos que ellas no tienen, las cortesanas consagran parte de su tiempo y su dinero a las buenas obras. Pero, para Xiu Lan, estas visitas a los enfermos y a los moribundos representan mucho más que una simple buena acción.

Entran en el patio de un orfelinato donde los niños juegan descalzos en la nieve, salpicando de claras risas el aire cargado de vaho. De pronto, el monje que vigila a los pequeños da unas palmadas. Los juegos cesan poco apoco.

Los chiquillos se apretujan, maravillados, para mirar a las dos mujeres, a las que dedican radiantes sonrisas. Xiu Lan se lo agradece contemplándolos con una expresión afectuosa y conmovida.

—¡Qué monos son! Debe de ser muy agradable ocuparse de ellos.

El monje despliega una sonrisa de circunstancias. A su espalda, los niños le dedican espantosas muecas.

—¡Oh, éste es adorable! —exclama Fan-fi.

Acaricia el pelo del muchachito, pero advierte demasiado tarde que los cabellos se mueven solos sobre su cráneo. Asqueada, se limpia rápidamente las manos.

—¡Qué sucio estás…!

El chiquillo tose. Se rasca constantemente. Tiene las piernas cubiertas de costras purulentas.

—¿No los laváis nunca? —le pregunta Fan-fi al monje, frotándose las manos una contra otra.

—No sirve de nada. Los piojos vuelven en cuanto llega un chico nuevo.

—Podríais al menos cortarles los cabellos.

—Nos falta tiempo —se defiende el monje—. Les damos un techo y arroz.

Oculto detrás de las columnas, un niño mira a Xiu Lan con sus ojos rasgados, negros como lagos de montaña. Con el corazón palpitante, Dao Zhiyu vacila sin decidirse a lanzarse hacia las dos mujeres, a las que ha reconocido de inmediato.

—¿No tenéis más chiquillos que éstos? Deseo tomar uno a mi servicio.

De pronto, a su vez, Xiu Lan reconoce a Dao. Lanza un suspiro de alivio.

—Aquél, por ejemplo, el de allí —dice extendiendo la mano en su dirección.

—Oh, señora, aquél es un salvaje. No habla. Creemos que debe de tener unos ocho años. Es difícil decirlo, todos parecen más jóvenes de lo que son. Lo recogieron en la calle con los pies helados.

Xiu Lan saca unos billetes de su bolsa de seda.

—Gracias, señora, en nombre de ellos —dice el monje tomándolos e inclinándose profundamente—. Todos os deseamos buena salud, una vida feliz, las riquezas de vuestros protectores y la realización de vuestros deseos. Que renazcáis en una tierra pura rodeada de los Budas de los tres tiempos y las diez direcciones.

Al otro extremo del patio, el chiquillo no aparta de ella los ojos. El monje le agarra del brazo y le arrastra hasta las mujeres.

—Es robusto, os durará mucho tiempo —dice elogioso.

—Mostradme lo que lleva en el brazo.

—Un tatuaje. De hecho, nadie sabe de dónde proceden estos pobres pequeños…