7
El secreto de Ai Xue
Envueltas en amplios mantos, dos sombras se deslizan con paso sigiloso fuera de un palacio. Se acerca la hora del toque de queda. De pronto las dos sombras se inmovilizan: unas siluetas han surgido en el cruce de la Vía imperial con la avenida del Pelícano. De noche Khanbaliq pertenece a quienes no conocen más ley que la propia. Las siluetas siguen su camino. Y las dos sombras reanudan la marcha por las amplias avenidas de la ciudad. Se introducen en el dédalo de los callejones bordeados de muros sin ventanas antes de penetrar en el laberinto de los desiertos patios traseros. Finalmente, se detienen ante una casa de paredes desconchadas, que acaricia la cálida luz del crepúsculo otoñal. La más pequeña de ambas sombras levanta la cabeza. En la esquina, la única ventana iluminada de la calle despide una claridad azul. En las entrañas de ese barrio pobre de la ciudad en el que ningún extranjero osa aventurarse, Marco Polo, pese a sus precauciones, tiene muchas posibilidades de ser advertido por los escasos viandantes. Con el puño, golpea perentorio la puerta. El eco de la llamada resuena en la calleja. Al otro lado de la puerta se oyen unos susurros.
Al cabo de un buen rato, la llave rechina en el cerrojo y el batiente se abre. La luz polvorienta de una candela inunda brevemente los negros adoquines, pero la corriente de aire la apaga casi enseguida. En el interior reina tal oscuridad que es imposible distinguir a la persona que les franquea la entrada. Marco da un paso hacia delante. El misterioso anfitrión se aparta para dejarle vía libre y acto seguido cierra la puerta en las narices de Shayabami.
—Aguardad, no estoy solo —protesta el veneciano.
—Ya lo sé, maese Polo —responde Ai Xue, cuya voz Marco reconoce enseguida—. Pero deseamos que lo estéis. Adelante, os lo ruego.
Ambos hombres se saludan a la china, con las manos unidas bajo el mentón. Luego, con el corazón palpitante, Marco sigue a Ai Xue por un largo corredor en penumbra. Mientras camina, sus pies producen secos crujidos al aplastar lo que parecen hojas muertas.
—Cucarachas gigantes —comenta tranquilamente el médico chino, adivinando la pregunta del veneciano.
Marco no puede reprimir un estremecimiento.
Llegan por fin a una pequeña estancia iluminada por un farolillo de papel. Con un súbito impulso, Marco se vuelve para mirar al suelo y descubre un tapiz de hojas secas. No se había equivocado, Ai Xue se ríe de su broma.
—Perdonadme, maese Polo, me ha hecho gracia engañaros.
—Si no me equivoco, la puerta es el único acceso a vuestra estancia. De modo que estos crujidos os avisarían de la llegada de algún indeseable, o de unos guardias imperiales…
Sin contestar, el médico chino se instala en el suelo sobre una estera trenzada, e invita a Marco a imitarle. Una mesa de madera sobriamente tallada sostiene una humeante tetera acompañada de dos pequeños boles de terracota. Sirve el propio Ai Xue —asegurándose así la discreción total—, y después de llenar los dos boles le ofrece uno a Marco.
—No, gracias, ¿dónde estoy exactamente, Ai Xue?
—Un bol de té no se rechaza nunca, maese Polo —insiste Ai Xue con voz pausada.
Marco, enojado, toma entre las palmas el tazón y moja en él los labios. Ahoga una exclamación. La infusión está ardiendo.
—Estáis en mi casa, maese Polo.
—No sabía que vivieras en Khanbaliq.
—No me lo preguntasteis.
—Te creía médico ambulante.
—Lo soy, todos me acogen vaya a donde vaya.
—No cometas el error de tomar a un bárbaro por un ingenuo, Ai Xue. Este lugar tiene todo el aspecto de una guarida de bandidos. Debes saber que he averiguado algo antes de venir hasta aquí: esta casa pertenece a la sociedad secreta del Loto Blanco. Y has de saber también que la policía del emperador se interesa mucho por conocer la identidad de quienes eliminaron a los mensajeros del general Bayan y del Gran Kan durante la campaña china.
Ai Xue se pone tenso de pronto.
—Y sin embargo vos estáis vivo —precisa.
—Más a mi favor, no creo en el azar…
—Es cierto, si el Loto Blanco no hubiera decidido perdonaros la vida —dice Ai Xue señalando la marca en la muñeca de Marco—, no estaríais ya en este mundo.
—Así queda aclarado el misterio del tatuaje; era eso. ¿Por qué me protegiste?
—Necesitaba atravesar las líneas de Bayan. Vos me proporcionasteis la escolta que necesitaba.
Con un gesto de cólera, Marco desenvaina el sable y se arroja sobre Ai Xue. El chino le esquiva con destreza y, con un golpe brutal en la muñeca, hace caer el arma del veneciano. Ambos hombres se miran fijamente, dispuestos a llegar a las manos.
—Me utilizaste —dice Marco apretando los dientes.
—Al emisario del Gran Kan, sí, a Marco Polo, no.
—Marco Polo está al servicio del Gran Kan.
—Y sin embargo no habéis venido con la guardia imperial.
—Prefiero saldar yo solo mis cuentas.
—El talismán que hice tatuar en vuestra piel, sabedlo, no significa que el Loto Blanco os haya indultado, si no que yo soy el único que tiene derecho a ejecutaros —dice Ai Xue en tono pausado.
—Permaneceré vivo mientras me necesites, ¿no es eso?
—En efecto. Pero también vos tenéis necesidad de mí.
Puedo ayudaros a encontrar lo que buscáis, porque buscáis a alguien, ¿no es cierto? Y tendréis de vuestra parte todo el poder del Loto Blanco.
Marco frunce el ceño.
—El sabio dijo: «Quien quiere mover la montaña debe comenzar por quitar los guijarros» —prosigue Ai Xue—. Sentaos, maese Polo, el té va a enfriarse.
El veneciano envaina su sable y se acuclilla en el suelo, dispuesto a brincar de nuevo.
El médico calla un largo momento antes de soltar:
—Lao Tsé dijo: «Más vale que el pez permanezca en aguas profundas y las armas de un Estado en las sombras».
—¿De qué Estado estás hablando? China pertenece a los mongoles.
—«El día más alejado existe, pero el que no vendrá no existe», dijo Confucio. Kublai nos tolera.
—Podría dejar de hacerlo si le contara que estáis fomentando una conspiración para derribarle.
Ai Xue degusta tranquilamente un trago de té.
—¿Qué estáis imaginando?
—No importa lo que imagino. Pero te pido que me acompañes en mi próxima misión. Necesito un intérprete. Conoces muchas lenguas y dialectos del imperio.
—En tal caso, vamos a negociar. ¿Qué me ofrecéis por ello?
—Ya ves, te ofrezco la vida y la libertad —declara tranquilamente Marco.
Los dos hombres sueltan la carcajada al mismo tiempo.
La nieve cubre con su manto las llanuras del norte. De nuevo Marco se pone en camino escoltado sólo por Shayabami y Ai Xue. El veneciano ha despedido a los criados que le servían en Khanbaliq y enviado todos sus efectos a Yangzhu, donde debieran llegar una o dos semanas después que él. El chino permanece apartado, con expresión malhumorada.
Por orden de Marco, Shayabami se encarga de atender al médico que parece indiferente a estas muestras de consideración. Cierta noche, después de detenerse en un albergue, Marco se aovilla sobre una pelliza, junto al fuego, y va saboreando un té ardiente. Ai Xue contempla, fascinado, las brasas que arden en la chimenea con esporádicos chasquidos.
—Ai Xue, ¿qué ocultas en tu calabaza?
—Nosotros, los médicos, no ocultamos nada.
—Muéstramelo entonces —insiste Marco.
El chino saca de su calabaza unos pequeños botes de arcilla.
—Cuerno de rinoceronte, jade y perlas pulverizadas, veneno de sapo, lombrices, arañas, ciempiés cocidos y molidos, piel de serpiente. ¿Estáis satisfecho?
—No es muy apetitoso.
—Son remedios, maese Polo, no las viandas que se sirven en el palacio imperial.
El veneciano fija la vista en otros instrumentos que Ai Xue no ha sacado de su calabaza.
—¿Y qué es eso?
Ai Xue contempla al extranjero sin decir palabra.
—Nada importante —precisa al fin.
Marco no insiste, pero no por ello renuncia a satisfacer su curiosidad.
La pequeña partida prosigue su cabalgada, sólo interrumpida por sus paradas nocturnas en las casas de postas mongoles, donde toman caballos de refresco.
Tras varias semanas, el grupito llega a Yangzhu, donde Marco debe ejercer las funciones de gobernador. El veneciano sólo lleva menos de un cuarto de hora en la ciudad cuando un mensajero se arroja a sus pies. Le conduce hasta el palacio del gobernador, donde Marco es recibido como un príncipe, con todos los honores debidos a su nuevo rango.
—Señor, vuestros altos consejeros nos han pedido que los advirtiéramos de vuestra llegada.
—¿Dónde están?
Marco sigue al servidor por los corredores magníficamente decorados con motivos florales, hasta un salón en el que relucen la laca y las maderas azules y doradas.
Los «altos consejeros» están de espaldas, pero Marco no necesita que se vuelvan para reconocer la robustez del uno y el enclenque aspecto del otro.
—¡Padre, tío!
Los hermanos Polo avanzan juntos para recibir a Marco.
—¿Y qué, Marco?
—Estoy agotado, estas rutas mongoles…
—… son excelentes —concluye Niccolò.
—¡Precisamente! Por eso pueden hacerse largas jornadas a caballo. Uno no se da cuenta del paso del tiempo y no se para a descansar.
—Querido sobrino, me parece que os adaptáis muy bien al peculiar lenguaje de esta gente… —advierte Matteo, perplejo.
Niccolò se acerca y susurra al oído de su hijo.
—¿Quién es ese tipo?
Marco da media vuelta y lanza una ojeada a Ai Xue, que deambula, curioso y maravillado, por el interior del palacio.
—Mi intérprete y médico.
—Me gustaba más el otro.
—No era médico.
—No importa. Éste no me inspira mucha confianza. No estoy seguro de que lo hayas elegido bien.
Matteo da un codazo a su hermano.
—¡Nicco! Per Bacco! Lo dices porque es chino.
Niccolò se encoge de hombros.
—Nunca he sabido distinguirlos.
—Desengañaos, señor padre, Ai Xue es exactamente el hombre que necesito —afirma Marco sin dar más explicaciones.
—Esperemos y veamos cuál de nosotros dos tiene razón.
Matteo interviene para acabar la discusión entre padre e hijo.
—Marco, hemos acudido nada más recibir tu mensaje. Bravissimo por lo de tu nombramiento. En nombre de la República y de la Ca’Polo[18], te presento mis más oficiales felicitaciones.
Marco esboza una reverencia a guisa de agradecimiento.
—Pero ¿no tienes que darnos una noticia? —interroga Niccolò, impaciente.
—Claro que sí, padre mío —responde Marco mirando con una sonrisa cómplice a su tío.
Matteo le ofrece un vino de arroz con especias, y le precede hasta el salón decorado a la veneciana.
—Nos hemos tomado ciertas libertades en tu ausencia —explica Niccolò—, sabiendo que no nos lo reprocharías.
Marco da la callada por respuesta.
Habituado a las costumbres locales, se sienta en el suelo sobre un almohadón persa y adopta una actitud bastante solemne.
—Además del gobierno de Yangzhu, el Gran Kan me ha confiado el monopolio de la explotación de la sal.
—¡Marco, hijo mío!
Niccolò lo estrecha entre sus brazos, en un arrebato de entusiasmo y afecto que no le es habitual. Luego se levanta, da unas palmadas.
—Vayamos a celebrarlo. Había previsto un banquete para tu regreso, ¡será un festín!
Marco declina la propuesta con un suspiro.
—Un baño, un lecho, una cena; eso es todo lo que pido…
—¡Y una mujer, ya puestos a ello! —exclama Niccolò levantando una ceja.
—¿Por qué no?, aunque eso después… —replica Marco seriamente.
—Vamos, ve a quitarte la mugre, pero apresúrate —dice Niccolò dándole tan fuerte palmada en la espalda que su hijo pierde el equilibrio.
Tras haber visitado el palacio, Marco se relaja largo rato en un baño aromático.
A continuación se reúne con su padre y su tío, que le esperan para la cena, servida por dos chinas muy sonrientes. Marco se deja tentar primero por unos nidos de golondrina con licor de rosas. Unas jóvenes intérpretes y bailarinas, de aspecto seductor, alegran la velada. Marco no puede apartar su mirada de las chinas, que con sus ligeras vestiduras, insólita mezcla de atavíos orientales y venecianos, representan unas culturas que ellas mismas desconocen. Los comensales degustan una especialidad de la región para terminar con un vino de uva que Niccolò ha hecho traer por una caravana desde el otro lado de las montañas. Lo saborean ante un tablero de go; durante el juego, Niccolò, con el pretexto de no comprender nada, hace trampas a las mil maravillas.
Marco, ahito por la colación demasiado rica, sale a tomar el aire junto a los cerezos en flor del jardín que separa el pabellón de recepción de la casa principal. A la escasa luz de un farolillo, entrevé la magnífica decoración de su nueva morada.
Lentamente, ascendiendo con esfuerzo por la ladera, el tibetano se reúne con Marco junto al pino. La nieve está manchada de sangre, del caballo o del hombre. El animal yace, despanzurrado, a un tiro de piedra. Sus entrañas palpitan aún, humeantes.
Marco, protegido por su montura, está tendido en una extraña postura, como desarticulado. El guía se inclina sobre él. La sangre oculta el rostro de Marco; su rodilla sanguinolenta está doblada en un ángulo antinatural. El tibetano limpia el rostro del joven, apoya el oído sobre su pecho.
—Vive, señor Niccolò —dice sonriente al mercader que se acerca, llevando el caballo por la brida.
Matteo lanza un suspiro de alivio.
—Remata al caballo —ordena Niccolò a Kunze, el guía persa.
Éste, que ha viajado con ellos desde Venecia, lanza una mirada a Marco antes de alejarse hacia el animal.
—Es un milagro, sólo tiene rota la rodilla —comenta el tibetano.
—¿Sabrás curarle? —pregunta Niccolò, preocupado.
A unos metros, Kunze corta fríamente la carótida del caballo.
—Habrá que bajarle en brazos, al menos hasta el pie de la ladera. A lomos de un animal sería demasiado peligroso. Yo lo haré.
Noor-Zade va a buscar un pedazo de madera lo bastante largo y sólido. Con sus ágiles dedos, comienza a confeccionar una cuerda con pelo de yak. Darmala lo aprueba con la mirada.
—Voy a enderezar su pierna aquí mismo —anuncia el tibetano—, antes de que recupere el conocimiento.
Pide a Niccolò que le ayude, sujetando firmemente a su hijo. Noor-Zade se concentra en su trabajo. Matteo y Kunze no apartan los ojos del rostro de Marco.
El tibetano, con un gesto seco y brusco, coloca la rodilla en su posición normal.
Marco se despierta al oír su propio grito. Instintivamente, se lleva la mano a la pierna. Le duele tanto que le parece estar soñando aún. Shayabami acude, a medio afeitar.
Marco le tranquiliza con un gesto, incapaz de hablar.
Shayabami desplaza bruscamente el biombo que oculta la pequeña ventana, y de este modo deja entrar la luz del día.
Marco se tapa los ojos con ambos brazos.
—Creo que los nidos de golondrina me han sentado mal, eso es todo.
Shayabami le mira un instante y exclama:
—¡Voy a buscar al médico!
—¡No lo hagas! —le prohíbe Marco. Pero el esclavo ha desaparecido ya fuera del pabellón.
Penosamente, el veneciano consigue sentarse. Su nuca está rígida y tiene un espantoso dolor de cabeza. Apenas puede doblar la rodilla. Se aprieta las sienes con ambas manos. Tal vez un bol de té le sentaría bien.
Shayabami regresa seguido de Ai Xue.
—Déjanos, Shayabami —ordena el chino—. Tu amo te llamará si te necesita.
El sirio contempla al médico, asombrado ante su audacia.
Marco le hace una señal a su esclavo.
—Haz lo que te dice.
Marco se tiende lentamente en el lecho.
—¿Tu profesión te concede los derechos del amo, Ai Xue?
—El sabio dijo: «El hombre dueño de sí mismo no tiene otro dueño».
Marco se frota la rodilla dolorida, recuerdo de la violenta caída que sufrió al final de la travesía del Himalaya. A la vista de Kashgar, impaciente por llegar, había descuidado la vigilancia y no había podido impedir que su montura tropezara y chocara contra un pino.
A Marco se le había fracturado la rodilla y había permanecido inconsciente varios días. Luego tuvo que andar con muletas durante semanas. Desde entonces le quedan secuelas, unas punzadas que a veces casi le paralizan.
Ai Xue se aproxima a Marco, y lo examina de cerca. El veneciano, incómodo, aparta la cara.
—Vuestras energías se han debilitado. Un niño se daría cuenta.
—Déjame.
—Eso quisiera, pero os arriesgáis a ser un mal gobernador. Y ya sabéis cómo me preocupa la suerte de los chinos, ¿no es cierto?
El veneciano, levemente enojado, levanta los ojos hacia el médico.
—Me siento mucho mejor. Tu sola presencia casi me ha curado.
—Tenéis los párpados oscuros y los ojos enrojecidos, lo que significa que os falta yin en los riñones. Vuestra tez está verdosa, lo que prueba que el hígado está dañado. La cólera se os ha subido a la cabeza —concluye Ai Xue.
Marco sonríe, incrédulo.
—A veces me pregunto, oyéndote hablar así, si vosotros, los chinos, estáis hechos de la misma pasta que nosotros.
—Responderé a esta pregunta: estoy seguro de que no. —Ai Xue aguanta, divertido, la mirada de su paciente.
—Muy bien, ¿tienes en tus remedios algo contra mi mal?
—Las agujas —dice tranquilamente el médico.
Marco suspira. No ha olvidado la primera vez que vio actuar a Ai Xue. El temor que le sobrecoge ante la idea de esa extraña medicina se mezcla con la curiosidad, el deseo de aceptar el desafío.
—Hazlo, entonces.
Se tiende en su yacija, tenso.
Con delicadeza, Ai Xue le quita la camisa a Marco. Éste observa con atención cada gesto del chino. Ai Xue se separa los faldones de la chaqueta desvelando un ancho cinto plano que le rodea la cintura y lo desata. En el interior del cinturón hay una prieta hilera de agujas.
—No es doloroso. Apenas sentiréis un pinchazo. Y además, será por vuestro bien.
—No tengo miedo —dice Marco que no puede evitar que sus músculos tiemblen levemente.
Con gesto seguro y preciso, Ai Xue clava sus agujas en las manos de Marco, en sus muñecas, sus tobillos, sus pies. A cada pinchazo, el veneciano da un respingo, tenso como una ballesta.
—Eso os relajará. No os mováis. Permaneced tranquilo.
Escéptico pero curioso, Marco se abandona en sus manos. Por primera vez, se da cuenta del poder de Ai Xue, que es como un volcán adormecido. El chino hace ademán de apartarse de la cama.
—¿Adónde vas? —grita Marco con un tono de inquietud.
—A ninguna parte. Me quedo junto a vos.
Ai Xue se sienta con las piernas cruzadas y comienza a meditar.
Marco no aparta de él la mirada. El médico está del todo inmóvil. Sus párpados descansan tranquilamente sobre sus órbitas. Sólo el pecho se levanta con apacible regularidad. Marco contempla su extraña figura, sus manos torturadas, tan delicadas, que atestiguan un pasado secreto. Como hipnotizado, Marco se deja dominar por esa sorprendente quietud. Siente una relajación espiritual y física como nunca ha conocido. Deja de pensar en su hijo desaparecido, en su lejano padre, en el omnisciente Gran Kan. Al compás regular de su respiración, se nota tan ligero como la brisa que va y viene sobre la arena. Se abisma en el infinito del espacio, abandonándose al silencio de su inmensidad.
De pronto, recupera la conciencia. Ai Xue le quita con gesto vivo una de las agujas. Marco siente una extraña sensación de liberación.
—Me has hecho dormir —dice con voz pastosa—. ¿Qué significa esta magia?
—Tú solo te has dormido. Yo he ayudado, sencillamente, a tu qi a circular mejor por tus meridianos. No veas en ello magia alguna. Es un conocimiento ancestral que tenemos de la naturaleza y los astros y de sus vínculos con los hombres. He hecho lo que estaba en mi mano. El resto del mal procede de ti. Y contra eso, nada puedo… salvo escucharte.
Ai Xue quita una a una las agujas. Marco experimenta, a su pesar, una profunda sensación de alivio, porque durante unos instantes no ha sido el dueño de su cuerpo sino un simple paciente esperando los actos de Ai Xue.
—Nada tengo que decirte —suelta el veneciano.
—Entonces, dejad que os hable.
—Buena idea. ¿Por qué no lo has hecho antes?
—Nunca me habéis interrogado.
Marco sonríe: siempre la misma respuesta.
—Os oí hablar con Sanga, mientras yo le curaba la herida.
—¿Conoces la lengua uigur? —exclama Marco, inquieto.
—No, pero conozco el alma de los hombres, es mi oficio. He visto el dibujo que lleva en el hombro.
—¿Y qué? —pregunta Marco, cuyo corazón comienza a palpitar enloquecido sin que él comprenda por qué.
—Sobre todo vi la impresión que os produjo el verlo, maese Polo.
—El dibujo me trajo algunos recuerdos, eso es todo.
Después de esta afirmación, el veneciano se levanta, en plena forma de pronto.
Ai Xue guarda con cuidado y en silencio las agujas en su cinto. Luego se incorpora y se lo ajusta al talle.
Marco se dirige hacia el espejo que Shayabami ha instalado para afeitarle. Agarra las largas tijeras y comienza a recortarse la barba.
«¿Se parece a mí el niño? —se dice—. ¿Seré capaz de…?». Lanza un profundo suspiro.
—Busco a un niño mestizo —declara—. Lo busco por todo el imperio sin saber a qué casa, a qué puerta llamar, sin siquiera saber si voy a reconocerle —añade excitándose cada vez más.
—¿Por qué buscáis a ese niño?
—Soy… su padre —suelta Marco, vacilante.
Ai Xue sonríe.
—No parecéis muy seguro de lo que queréis hacer.
Marco deja las tijeras, lleno de rabia. Le es imposible olvidar la promesa que hizo a Noor-Zade en su lecho de muerte.
—Hice un juramento a su madre.
—¿Qué edad tiene el niño?
Marco reflexiona unos instantes.
—Unos seis o siete años, supongo… Tal vez, mientras hablamos, él lleve ya mucho tiempo muerto. Y tú, ¿tienes hijos?
—¿Cómo os sentís? ¿Y vuestro dolor de cabeza?
Marco comienza a vestirse.
—Eres un maestro en el arte de eludir mis preguntas.
—¿Qué haríais con las respuestas?
—Quizás empiezo a interesarme por ti.
—¿Por qué? Si la muerte me arranca de vuestro lado, bueno será que sepáis lo menos posible. Pensad sino en lo que se siente al perder a un perro al que habéis acogido.
—Nunca he tenido perro. Pienso en el niño. Desconoce por completo sus orígenes. Él no conoce a su padre. Lo mismo que yo.
Ai Xue frunce el ceño, interrogador.
—¿Vuestro padre no es nuestro huésped, Niccolò?
—En efecto, pero le he conocido tan poco…
—Al menos sabíais que existía en alguna parte.
—Apenas.
—¿Y por qué pretendéis que la cosa sea distinta con vuestro hijo?
«Mi hijo».
—Tal vez porque lo merezco. Merezco darle lo que me ha faltado. ¿Sabes, Ai Xue?, a veces espero que, si le viera, le reconocería al primer vistazo. Pero ¿y si no siento ese impulso?
—Tenéis que reforzarlo para que no se agote. Venid, voy a haceros una confesión.
Instintivamente, Marco se acerca, atento, pensando en el sentido de las últimas palabras del chino.
Ai Xue abre su calabaza y saca los instrumentos que habían intrigado ya a Marco: su material de escritura, un estuche con pinceles, una pequeña placa de hierro colado y una barrita de tinta decorado con un dragón esculpido. Los instala en la mesa donde se afeitaba Marco, apartando la pequeña jofaina de terracota. Vierte unas gotas de agua en la placa de hierro, frota sobre ellas la barrita para crear una minúscula mancha de tinta que brilla con fulgurante negrura. Elige un pincel lo bastante fino y, sujetando su extremo con la yema de los dedos, moja la punta en el líquido negro.
—Dadme vuestro brazo.
Marco obedece sin vacilar.
Con gestos rápidos y, sin embargo, con la precisión de una bordadora, Ai Xue traza en el interior del antebrazo de Marco una primera cursiva. El dibujo sube en dirección al codo, antes de descender en una gruesa flecha erizada de llamitas. Ai Xue prosigue su trazado a lo largo de las sobresalientes venas. La caricia de los pelos húmedos de tinta exhala una sensualidad fresca y delicada en la piel del veneciano. El médico levanta el pincel.
—¿Qué has escrito?
—Cerrad el puño —ordena Ai Xue.
El veneciano lo hace. El dibujo parece tomar vida, aparecen las fauces abiertas de un animal, medio tigre, medio dragón, dispuesto a rugir. El corazón de Marco comienza a palpitar con la misma enloquecida velocidad que si hubiera visto un fantasma. Aparta con viveza su brazo, como si quisiera librarse de él.
—Era más o menos eso, ¿no?
—Tienes buena memoria —confirma Marco, aún sofocado.
—El niño lo lleva en el lugar donde yo lo he dibujado.
Marco está pendiente de los labios de Ai Xue.
—Curé a uno de sus compañeros, corroído por la gangrena, no a él —prosigue el chino Ai Xue—. Pero recuerdo que su tatuaje me intrigó tanto más cuanto que trataba de ocultarlo.
De pronto, la esperanza que Marco procuraba contener estalla en su pecho con toda la fuerza de un sentimiento reprimido durante demasiado tiempo. Podrá por fin hacer honor a su palabra de gentilhombre, dejar de maldecirse.
Por fin le es posible creer que el niño tendrá algún día la oportunidad de hacerse hombre. Y, si está vivo, cada vez que Marco pose los ojos en un niño abrigará la esperanza de que sea el suyo, la esperanza de descubrir en él la huella de Noor-Zade, su amor perdido.
—Dio! —exclama Marco—. ¿Estás diciendo que viste a un niño que llevaba este tatuaje?
—Sí, fue al norte de Hangzhu, en una granja donde trabajaban otros niños.
—¿Cómo se llama? ¿A quién… qué parece?
—No conozco su nombre. En cualquier caso, no era chino, eso es seguro. Tenía unos ojos finos como granos de arroz negro. Sus cortos cabellos no le impedían tener piojos. Además tenía sarna. Era bastante enclenque, debía de estar mal alimentado. No me habló, pero en su mirada leí furtivamente el brillo de una estrella fugaz.
Marco ha empalidecido al oír la descripción del chiquillo.
—Cállate, Ai Xue.
—Vos habéis insistido, maese.
—¿Cómo puedo aguantar oír esas cosas cuando nada puedo hacer por él?
—Tal vez en cierto momento habríais podido y no hicisteis nada…
Marco le suelta un puñetazo. Ai Xue lo esquiva con facilidad, y mira al veneciano con sus ojos vivos.
—El sabio dijo: «Es más fácil desviar el curso de un río que cambiar el carácter de un hombre» —recita tranquilo.
Intercambian una larga mirada.
—Perdóname —suelta Marco en un soplo—. Háblame de él, llévame hasta él, te lo ruego.
Obligándose a concentrarse, Marco pasa largas jornadas en compañía de su tío Matteo. Aunque poco acostumbrado a esta clase de ejercicio, intenta comprender la organización administrativa del imperio. Éste está dividido en treinta y cuatro provincias, regidas por doce gobiernos. El gobernador no ejerce el poder judicial, que se confía a un juez por provincia, ayudado por algunos secretarios. Los gobernadores chinos quedan bajo la autoridad de los gobernadores mongoles que, a pesar de la excelente red de comunicaciones, han adquirido una independencia real con respecto al poder central. Marco estudia los expedientes, da autorizaciones de explotación, decide las tasas sobre los productos importados, exonera de ellas las ventas al extranjero, desarrolla la industria de la sal y la porcelana.
Encerrado en su despacho con Matteo, Marco no ha visto a su padre desde hace semanas. Niccolò se ocupa de la distribución comercial de la sal, corriendo de mercado en mercado. Cuando Marco le convoca y Niccolò entra en la estancia, el joven vuelve a ser el niño de siete años que vio partir a su padre hacia un viaje tal vez sin retorno y que contenía las lágrimas para estar a la altura.
Niccolò se sienta sin miramientos en un antiguo sillón de la dinastía Jin, y lo acerca a pocas pulgadas de la chimenea donde agoniza un rojizo fuego. «Debe de asfixiarlo de calor», piensa Marco. Del brazo del sillón pende con abandono la mano de Niccolò, que brilla a la luz de las llamas como la de una figura de cera. Éste se quita el gorro, se atusa los escasos cabellos con el mismo gesto maquinal que su hermano Matteo y vuelve a cubrirse.
—¡Bueno, mi pequeño Marco! ¿A qué viene esta convocatoria oficial?
—Señor padre mío, es un favor que solicito de vuestra benevolencia.
—¿Quieres compartir una de mis concubinas?
Y suelta la carcajada, como si la perspectiva le encantase realmente.
Marco lanza un suspiro.
—Debo abandonar Yangzhu.
—¿Ya? ¡Pero si acabas de llegar! ¡Eres peor que yo!
Pero lo ha dicho en tono de elogio.
—Tengo un deber que cumplir.
—Sí, el de gobernar para el Gran Kan —dice Niccolò con perfecta mala fe.
Marco se levanta y camina de un lado a otro para calmar su nerviosismo. «¿Por qué, a fin de cuentas?». También él es un hombre. Se acerca a su padre que no le quita los ojos de encima, con una indiferencia casi insultante.
—Tengo una pista para encontrar al hijo de Noor-Zade.
—Noor-Zade… Noor-Zade… ¿La esclava que vendí en Venecia y con la que me ofendiste al traerla de nuevo a mi caravana?
—Exactamente —replica Marco con voz firme.
—¡Si tuviera que buscar todos los hijos que he sembrado, no dispondría de tiempo para nada más! —exclama Niccolò.
—Tal vez hubierais debido buscarlos —insiste Marco con verdadero rencor—. ¿Recordáis que dejasteis a dos de ellos en Venecia, hace ocho años?
—¿Los hijos de la encantadora Fiordalisa?
—Los que ella tuvo de vos, en efecto.
—Pero ¿cómo se llaman? Creo que lo he olvidado. —Uno Stefano y el otro no había nacido cuando vos partisteis.
—Sí, claro —asiente Niccolò, soñador—. ¡Cuánto habrán crecido cuando regresemos a Venecia! Pero ¿por qué preocuparte del pequeño bastardo? Ni siquiera sabes dónde encontrarlo.
—Tal vez tenga una idea.
—¿Te das cuenta de los soldi que tendrás que desembolsar? ¿Por qué cargar con una boca para alimentar?
Marco interrumpe sus paseos. Mortificado, mira a su padre.
—No me creéis capaz de generosidad, ¿verdad? ¿No se os ocurre que yo pueda sentir afecto por ese niño? Ni siquiera imagináis que pueda preocuparme por él o, peor aún, sentir deseos de darle lo que me pertenece. Ésa es la idea que tenéis de mí… ¿O tal vez de vos mismo?
Su voz tiembla, pero su mirada es penetrante. Niccolò salta de su asiento como si fuera a arrojarse a la chimenea para consumir su furor.
—¡Marco Polo! ¡Guardaos mucho de ser insultante!
—¿Podéis encargaros del gobierno de Yangzhu en mi ausencia? —pregunta Marco en un tono calmado.
—¿Estás loco? ¡También yo tengo mis asuntos! No puedo esperarte advitam aeternam en los sillones, por lo demás muy confortables, de este palacio.
Marco duda unos instantes, sorprendido por la viva reacción de su padre.
—Señor padre mío, había esperado…
—¡Pues bien, te equivocabas!
Marco comienza a enfadarse. Avanza hacia su padre al que domina ahora con su estatura.
—Esperaba no tener que recordároslo: obtuve del Gran Kan lo que vos deseabais.
—De modo que, evidentemente, te debo algo —se indigna Niccolò con tan amplios movimientos de brazos que las anchas mangas corren peligro de incendiarse al rozar las llamas.
Marco rodea la mesa para ocupar su lugar en el sillón de gobernador.
—No me debéis nada, pero puedo privaros del comercio de la sal en cualquier momento.
—Voy a hablar de eso con Matteo. Decida lo que decida, seguiré su consejo.
Eso no promete nada bueno, pues Niccolò manipula a su hermano desde su más tierna infancia.
—Durante mi ausencia sólo tendréis que encargaros de los asuntos en curso bajo la supervisión de mi secretario —insiste Marco.
Shayabami les interrumpe dirigiendo a su amo una discreta señal. Niccolò, olvidando que regaló su esclavo a su hijo, se dispone a responderle. Marco y Shayabami se miran, incrédulos. Niccolò se aparta, vejado.
—Señor Marco, vuestras cosas están listas, tal como me habéis ordenado.
Marco mira a su padre, que le da la espalda, ocupado en aplastar con sus botas las ascuas para dejar sólo tibias cenizas en el hogar grisáceo.
—Partiré dentro de una hora.
En este nuevo viaje, Ai Xue no es ya sólo el intérprete sino también el guía. Puesto que conoce muy bien la región, elige las rutas que deben seguir. Consigue que hagan un alto en la montaña sagrada Tai Shan. Es un espectáculo que deja sin aliento. El monte parece suspendido en los aires, sostenido por llanuras de vaporosa bruma cuyas columnas serían los pinos, escalonados como en un jardín en miniatura.
Ai Xue relata a Marco la historia del monte. Domina el lugar donde nació Confucio. Su madre subió a él para expresar el deseo de tener un hijo. Desde entonces, las mujeres lo escalan para formular la misma petición.
El médico intenta convencer al veneciano de que no le siga hasta la cumbre. Los seis mil cuatrocientos veinticuatro peldaños, asociados al vértigo, son una prueba que un extranjero no puede soportar.
—Si no lo consigo, volveré a bajar.
—No, quien ha iniciado la ascensión debe proseguirla. Y no os ayudaré.
—No dejaré que me ayudes.
Shayabami, viendo que su amo se dispone a subir, se acerca tímidamente a él.
—Señor Marco, os acompañaría de buena gana, pero los caballos me necesitan.
Shayabami corre para vigilar a los animales. Sin decir palabra, los otros inician la subida. Al comienzo, Marco se interrumpe para admirar el paisaje que se revela en todo su esplendor a medida que se elevan. Pero quienes le siguen se ven obligados a detenerse también, pues la escalera es, en ciertos lugares, tan estrecha que dos hombres no pueden cruzarse, ni siquiera de perfil. Desde el pie hasta la cumbre de la escalera, sus rocosas paredes llevan grabados textos sagrados. Marco se concentra cada vez más en los ágiles pies de Ai Xue, que le precede. Aunque tiene la boca seca, cuanto más se agota, más le parece a Marco encontrar en su interior nuevos ánimos. Le domina el vértigo, pero también cierta euforia. Comprende que la meditación comienza desde el primer peldaño. La regularidad del movimiento de las piernas lleva al espíritu a elevarse con el cuerpo. Al llegar arriba, Ai Xue se vuelve hacia Marco.
—¿No habréis olvidado pedir un favor a vuestros dioses antes de subir?
—He rogado para encontrar a mi hijo —consigue exhalar Marco en un soplo.
En la cima, Ai Xue parece estar en su elemento, cosa que despierta la admiración del veneciano. Recuperan el aliento, instalados en unas lápidas conmemorativas, mientras contemplan un espectáculo mágico, cimas cubiertas de pinos y sumidas en la bruma.
—En realidad, Ai Xue, ¿quién eres?
—Soy doctor en letras. Obtuve el primer puesto en el concurso del palacio imperial. Eso no significa nada para vos, maese Polo, pero para nosotros es el mayor de los honores.
—Vamos, si bastaría con que tu familia tuviera dinero bastante.
—¡En absoluto! —se indigna Ai Xue—. Para el concurso tenemos un sistema muy seguro. Escribimos nuestro nombre, luego lo ocultamos para que el corrector no conozca al alumno. Y se hacen tres correcciones sucesivas para evitar errores de apreciación.
—Me cuesta creerlo. ¿Qué hiciste luego?
—Fui prefecto de la provincia de Hangzhu, de donde era originaria mi familia. Hace apenas tres años, Hangzhu era la capital imperial. El último de los Song mantenía allí una fastuosa corte.
—¿Entonces eres un gran mandarín? —exclama Marco, incrédulo.
Ai Xue agacha la cabeza.
—Lo era. Ahora soy un simple médico.
—¿Te lo propuso el Loto Blanco como un modo de pasar desapercibido? En ninguna parte rechazarían a un médico.
Ai Xue sonríe, divertido por la idea.
—No, en nuestros días es una profesión mucho más rentable, eso es todo.
—¿Y tu familia? ¿Sigue en Hangzhu?
—No —responde simplemente Ai Xue, volviéndose—. Vamos, bajemos.
El descenso le parece mucho más peligroso a Marco. Más de una vez debe sujetarse a la pared de la montaña.
—Es difícil regresar a la tierra una vez que te has elevado.
Prosiguen su ruta, atravesando campos y aldeas. Cierta mañana, Marco acompaña a Ai Xue al mercado, mientras Shayabami guarda los caballos. En el suelo, hay cestillas de mimbre que contienen especias y géneros de todas formas y colores. Marco reconoce frutos de jengibre e higos secos ensartados en collares. Un mercader saluda respetuosamente a Ai Xue; luego los conduce hasta un puesto ante el que un hombre se dedica a observar la mercancía sin comprar nada. Ai Xue mantiene con él una larga conversación. El médico elige una enorme estrella de mar y una serpiente enrollada, ambas secas. Rechaza con un gesto el caparazón de tortuga que el mercader le quiere endilgar y entrega sus adquisiciones al hombre, que resulta ser un cojo.
Éste arrastra a Marco y Ai Xue a través del mercado. El veneciano dirige miradas interrogadoras al chino, que se limita a sonreírle, confiado. Ante una caseta de bambú se ha reunido una innumerable multitud. Al acercarse, Marco descubre, colgadas de largos cilindros, aletas de tiburón frescas.
Por fin, al salir del mercado, encuentran la carreta del cojo, vigilada por un niño de unos diez años. Shayabami y los caballos se reúnen con ellos, y todos reemprenden el camino en pos del cojo. El chiquillo no les quita la vista de encima.
Cuando llegan a la granja, el cojo guarda enseguida las mercancías compradas por Ai Xue.
—Aquí encontré al niño —le explica el médico a Marco—. Nuestra sociedad ha visto al cojo en el mercado.
El corazón de Marco acelera sus latidos.
—¿Crees que podrás reconocer al pequeño? —pregunta.
Ai Xue mueve la cabeza, dubitativo. Después se vuelve hacia el contramaestre cojo y comienza a interrogarle antes de traducirle a Marco lo que dice.
—¡Hace mucho tiempo ya! —exclama el cojo—. Desde entonces, he renovado la mitad de mis obreros. Cuando la temporada ha terminado, sólo me quedo con los más robustos para que trabajen en la granja.
—El niño del que te hablo era mestizo. Traduce, te lo ruego, Ai Xue.
El hombre menea la cabeza.
—Llevaba un tatuaje muy particular en el brazo. En este lugar —dice Marco, mostrando lleno de esperanza, el tatuaje todavía visible en su propio brazo.
—Nunca le he visto.
Marco comienza a impacientarse.
—Ai Xue, ¿puedes dibujárselo tú? Lo verá mejor.
El chino saca de su calabaza un largo pincel y con mano ligera traza en la arena la figura del tatuaje. El capataz hace de nuevo un signo de negación.
—Es importante —insiste Marco sacando de su cartera de cuero de león un manojo de irresistibles argumentos.
En tales circunstancias, el enviado del Gran Kan sólo es un simple mercader extranjero.
El hombre se embolsa los billetes antes de proponer:
—Id a ver en el granero, señor. Todos duermen allí.
Antes de que Ai Xue haya terminado de traducir la frase, Marco se ha precipitado hacia el edificio de adobe contiguo al cuerpo principal. Con el corazón palpitante, se detiene ante la gran puerta. El capataz le sigue los pasos.
—No los despertéis, señor. Esta noche tendrán trabajo.
El portalón de madera chirría sobre sus goznes y la luz del día inunda los pequeños cuerpos entremezclados en el desorden del sueño. Algunos se mueven, gimiendo. Marco avanza con pasos silenciosos por entre los niños, que duermen con expresión apacible, aunque algunas caras muestran arañazos o huellas de golpes. Delicadamente, el veneciano levanta el brazo del más próximo. Nada. Pasa por encima de los durmientes, le da dulcemente la vuelta a un chiquillo que se resiste. «¡Tal vez sea él!». Es un error, en ese brazo no hay ningún dibujo. Marco prosigue su búsqueda, cada vez con menos miramientos. Algunos despiertan con gruñidos de protesta. Marco mira incluso a las niñas, porque ¿y si la memoria le traicionase? A medida que va examinando esos cuerpecitos, surge en su mente esta pregunta: ¿Por qué busca a ese niño en particular? ¿Por qué no adoptar a uno de esos chiquillos abandonados? No deben de ser muy distintos de su hijo y todos necesitan un padre que se ocupe de ellos.
Los pequeños comienzan a incorporarse, sus caritas están arrugadas de cansancio a la luz del día.
—¡Me los habéis despertado! ¡Salid, señor, os lo ruego! ¡Él no está ya aquí!
Marco ha terminado su inspección. La compasión que le atenaza el pecho le impide decirles nada a los niños que, enfurruñados, le ven salir a toda prisa del granero.
De pronto, Marco da media vuelta y agarra al capataz por el cuello.
—¿Cómo sabes que él no está ya aquí? ¡Habla o te mato!
El cojo, temblando ante la cólera del extranjero, comienza a balbucear.
Ai Xue traduce a toda velocidad.
—¡Tuve uno que huyó, pero hace ya mucho tiempo!
—El que yo busco, ¿no es cierto?
—Se fue a campo traviesa, hacia la ruta de Hangzhu.
Marco lo suelta, y el capataz se deja caer de rodillas.
—Hay pocas posibilidades de que siga vivo, maese —dice Ai Xue con suavidad.
—Lo sé —responde Marco, sombrío.
Pero si Dios le da fuerzas para buscarlo, también habrá concedido al niño el valor para sobrevivir.
—¿Cuál es su nombre? —pregunta al capataz apretando los dientes.