El junco abandona por fin Tsushima para dirigirse a Dazaifu. La travesía dura varias semanas. Marco se siente a la vez impaciente por atracar en las costas japonesas e inquieto ante la idea de dirigirse a un país hostil, sin retirada posible. Las fronteras del Japón son las más infranqueables que pueda tener un reino. Una vez en la isla, serán prisioneros con tanta seguridad como si estuvieran encerrados en las mazmorras del Gran Kan.

Una neblina planea por encima del agua, difuminando el límite entre la superficie del mar y el cielo. El océano se levanta en repentinas oleadas. La mayoría de los mongoles están abajo en la cabina, vomitando todo lo que les queda en el estómago. Sólo Ai Xue y Marco Polo permanecen en cubierta para intentar divisar con claridad las costas que se recortan, inciertas, en las brumosas lejanías del océano. Marco nunca habría soñado en dirigirse tan lejos hacia levante. Una sorda angustia le oprime a medida que el junco se hunde en la opacidad blanca, que parece dispuesta a devorar el propio mundo. Cuando Marco era pequeño, la gente decía que en el confín de la tierra los navíos llegaban al puerto del infierno, poblado por demonios y súcubos. Un estremecimiento le recorre todo el cuerpo. Fue capaz de sobreponerse al aislamiento de las cumbres del Tíbet, a las alucinaciones del desierto de Taklamakan, a la desolación del desierto de Gobi, a la cautividad en el campamento de Kaidu. Sin embargo, aquí, en este mar que se balancea, experimenta una sensación de soledad extrema. Contempla a Ai Xue, que tiene la mirada fija en la espuma de las olas que saltan como felinos. De pronto, Marco se siente extranjero. El miedo le oprime el corazón y le humedece las manos. ¿Y si estuviera en el confín del mundo? ¿Y si no fuera a regresar nunca, si se quedara extraviado en este océano de brumas, condenado a errar? Se recuerda de niño, en Venecia, soñando en los mundos desconocidos y tan lejanos por los que vagaba su padre. Su madre, que quería disuadir a su hijo de partir, alimentaba sin embargo el recuerdo de aquel padre ausente, de quien nada se sabía salvo que había desaparecido a las puertas de la Horda de Oro. Marco aspiraba a encontrarle, a reunirse con él, a abandonar esos estrechos canales, esos ambiciosos de cortas miras que intentaban aplastar a los demás en vez de intercambiar sus historias. Imaginaba el encuentro con su padre. Las veladas de Venecia se habrían iluminado con relatos de viajes dignos de Homero. El padre y el hijo habrían recuperado el tiempo perdido, durante el cual habían estado separados, creciendo el uno, envejeciendo el otro. Pero la desilusión fue total cuando regresó aquel padre que todos creían muerto; aquel padre que había dejado a un niño y encontraba a un hombre. Y mientras que el hijo soñaba en un aventurero encantado de compartir sus experiencias, había encontrado a un desconocido avaro de su tiempo y su saber, y ávido de efímeros placeres. Sólo los unía la pasión por partir cada vez más lejos. En eso se habían encontrado por fin, para ese loco viaje: atravesar el mundo en busca del mayor de los emperadores. Marco admiraba a su padre por su capacidad de atravesar países sin interesarse más que por sí mismo. ¿Podría él, Marco, hacerlo mejor? Comienza a pensar, naturalmente, en Noor-Zade y en su hijo. ¿Por qué se siente atado por el juramento hecho a una esclava? Al pensarlo, nota una opresión en el pecho. ¿Quiere encontrar al niño para darle el padre que él había soñado en tener? ¿O para disfrutar él mismo ejerciendo el papel de padre?

Cuando, por fin, la costa se recorta en el horizonte, Marco siente expectación y temor a la vez. La advertencia de Namo Kan no ha dejado de obsesionarle. Ahora es imposible retroceder. Ordena a la tripulación que reúna sus efectos y se prepare para desembarcar. Repite por última vez a Kim Yi las instrucciones que debe traducir a los japoneses.

Pero donde espera encontrar las tan alabadas arenas blancas, Marco descubre con estupor los muros de unas fortificaciones capaces de rechazar cualquier invasión marítima. Distingue en lo alto de una de las torres una silueta armada con una lanza, que desaparece en cuanto avista el junco. Más allá, a lo largo de la costa, se elevan montañas con las laderas tapizadas de pinos verde oscuro. Las olas se estrellan con estruendo contra las altas murallas. El viento sopla con estridentes silbidos, como para transmitir su advertencia a todo un pueblo.

Han de costear un rato antes de poder atracar en una estrecha playa. Con una, maniobra osada, el junco embanca en la arena. Al instante, los mongoles saltan de la embarcación, contentos al volver a pisar tierra firme, aunque no sea la suya. Sin parar mientes en la fatiga, el veneciano ordena emprender la marcha. Confía en que el aire marino logrará disipar el hedor nauseabundo que exhalan los mongoles, tanto tiempo confinados en el fondo de la cala. En silencio, recorren largo rato el pie de las murallas antes de encontrar un escarpado pasaje, por el que trepan uno tras otro.

Tras la desolación del reino de Koryo, el paisaje que se abre ante Marco le parece hechicero. El cielo ha tomado unos tintes pastel, que van del azul al rosa pasando por infinitos matices. A lo lejos, en las laderas de las colinas, unas casitas de extraños techos se superponen como en una construcción infantil, mostrando una armonía de colores que parece haber sido creada para la dulce luz del crepúsculo. El bosque se despliega en tornasolados colores, en los que se mezclan los verdes más azules con los más intensos dorados. El musgo tapiza las rocas hasta en el lecho de los ríos, dejando aparecer a flor de agua largas matas llameantes que brillan bajo el fulgor del sol. Mientras caminan, los expedicionarios bordean cascadas cantarinas y otras que rugen y salpican. Las viviendas que ven carecen de adornos y están construidas por completo en madera. Atraviesan puentes de pino lacado de rojo, que remontan con su arco perfecto numerosos arroyos. En los bancales de cultivo, hombres, mujeres y niños, doblados en dos, se agotan plantando arroz.

Atraviesan una avenida de bambúes tan altos que parecen rozar la bóveda celestial, apenas entrevista a través del follaje.

Instintivamente, Marco comprende la ambición del Gran Kan. Esta isla contiene tesoros ocultos y se empeña en conservarlos celosamente. La belleza arrebatadora del país está a la altura de la dificultad que a buen seguro presentará el cumplimiento de su misión.

El grupo penetra en el bosque. Los jinetes avanzan a través de espesos follajes húmedos. Por fin encuentran una senda que los conduce a un paso a través de la montaña. De pronto, unos jinetes revestidos de armadura aparecen y les rodean en silencio. Llevan un casco que les llega hasta los hombros y de cuya parte superior sobresalen dos curvas púas de hierro. Del cinto les cuelga una larga espada que les golpea la cadera. Sus ojos son rasgados como los de los chinos, pero el color de su tez y sus rasgos faciales son distintos a los de su raza. Su mirada es tan penetrante como cortante parece su hoja. Los soldados mongoles hacen ademán de desenvainar sus armas.

Marco los detiene.

—No lo hagáis, nuestra misión es de embajada.

—¡Son samuráis! —exclama Kim Yi, levemente inquieto.

—Querido Kim Yi, ha llegado el momento de demostrarme que recuerdas lo que hemos estado ensayando durante semanas —dice Marco, tranquilo.

El coreano asiente con la cabeza y se dirige a los jinetes japoneses. Los samuráis no apartan los ojos del veneciano. Éste, aunque no comprende ni una palabra de lo que dice el intérprete, va siguiendo el movimiento de sus labios como para transmitirle sus propios pensamientos. De pronto, por el rabillo del ojo, le parece distinguir que uno de los samuráis se dedica con cautela a deslizar mediante el pulgar el sable fuera de la vaina, dispuesto a atacar. Marco lanza una furtiva mirada a Ai Xue. El chino sigue impasible, atento al discurso de Kim Yi. Si el samurái les agrede, a ellos que han llegado en misión de negociación, será un crimen más del rey del Japón. Sin embargo, Marco no puede dar a los mongoles la orden de defenderse cuando aún no han sido atacados. Sería una agresión inaceptable, porque el Gran Kan ha puesto en ellos toda su confianza. ¿Y si Kim Yi no hubiera comprendido el sentido del mensaje? ¿Y si no lograra traducirlo? ¿Y si los samuráis fueran demasiado belicosos para escucharle…? En la cabeza de Marco bulle un sinfín de dudas y preguntas.

De pronto, con la velocidad del rayo, Ai Xue salta por los aires y, de un solo movimiento, propina dos patadas seguidas a la muñeca del samurái, que ya está desenvainando la katana. El ataque es tan rápido que el japonés, sorprendido, no consigue que su caballo retroceda a tiempo, y él mismo pierde el equilibrio. Con un agudo grito, Ai Xue aprovecha esa circunstancia para brincar de nuevo y golpear en el pecho a su adversario, que cae al suelo. Trabado por su armadura, el samurái se levanta trabajosamente. Ai Xue, veloz, recoge del camino una gruesa rama y con ella en alto salta por los aires manteniendo a distancia al samurái, que le descarga un sablazo con fulgurante rapidez. El chino puntúa cada brinco con un breve grito. Con armoniosos y largos movimientos, va esquivando los mandobles y estocadas del japonés. No obstante, éste consigue acorralar a Ai Xue contra un árbol. El chino trepa tronco arriba como si caminara por el suelo y, después de saltar sobre la espalda del samurái, vuelve a caer de pie, con las piernas flexionadas, dispuesto a un nuevo asalto.

El samurái levanta la katana, que hiende el aire con lúgubre silbido. El hombre hace con el arma unos molinetes velocísimos antes de descargar el golpe, pero falla de nuevo el blanco y el arma se clava en un tronco resinoso.

Marco asiste, fascinado e impotente, al extraño ballet que se desarrolla ante sus ojos. El samurái maneja con maestría el sable, realizando cortos ataques rápidos como el rayo, seguidos de largas esperas en las que permanece totalmente inmóvil. Cuando la lucha se reanuda, los contendientes se desplazan con tanta rapidez que Marco apenas ve la hoja que corta el aire con siniestro siseo. El helado soplo de la muerte le roza varias veces. El samurái se acuclilla con la espalda muy recta antes de saltar con el arma en ristre. Ai Xue, con todo el cuerpo en tensión, no para de moverse, dando volteretas sobre sí mismo o ejecutando amplios rodeos en torno de su enemigo.

Ai Xue da un salto que le propulsa literalmente a dos metros de altura, y propina dos fuertes patadas al rostro del samurái antes de dejarse caer al suelo. Sin dar tiempo a que el samurái recupere el dominio de sí mismo, Ai Xue vuelve a brincar y le golpea con el canto externo del pie.

Trastornado, inseguro del resultado del combate, Marco se acerca al intérprete coreano que, como él, contempla petrificado la agresión del samurái. Ai Xue revolotea sin descanso, gira apoyándose en un pie y detiene con creciente rapidez los golpes de la espada del japonés. Algo apartado, el grupo de samuráis observa la lucha considerando que su compañero no necesita su intervención.

—Kim Yi, diles que no tenemos intenciones belicosas. ¡Haz algo! De lo contrario, nos decapitarán a todos con el filo de su espada.

El coreano se dirige con energía a los guerreros nipones. El jefe le escucha mientras observa el combate. Luego fija la mirada en los ojos de Marco y pronuncia con acentos brutales unas palabras en su lengua, haciendo que el samurái y Ai Xue se inmovilicen, sin aliento.

—¿Cómo os habéis atrevido a poner el pie en nuestra isla? —le traduce el intérprete coreano a Marco.

—Diles que tenemos el honor de haber sido enviados por el Gran Kan para comunicar un mensaje al rey del Japón.

Tras haber escuchado a Kim Yi, el japonés lanza una orden a su belicoso compañero. Entonces, con infinita lentitud, el samurái baja la espada. Por debajo de su casco, las gotas de sudor que le gotean de la frente le obligan a parpadear.

—Maese Polo, se ofrecen a acompañarnos hasta su señor.

Siguiendo una escolta de la que no tardan en sentirse prisioneros, los hombres de Marco avanzan a marchas forzadas a través de bosques de árboles espinosos con matices de terciopelo oscuro.

Cabalgan una jornada entera alejándose de la costa hasta llegar a un pueblo cuyos habitantes los contemplan con estupor. Tras atravesar la aldea, penetran en un recinto fortificado. Los samuráis los conducen hasta una casa que tiene las paredes de papel. Uno de los guerreros, que responde al nombre de Hakuka, es el encargado de vigilarlos; es precisamente el que les había recibido en la isla con tantos aspavientos. Les obliga a descalzarse. El mobiliario es austero: una simple estera en el suelo y unas mantas enrolladas. Todos ellos comparten una sola habitación. A Marco le cuesta soportar la proximidad de los mongoles, cuya hediondez es más patente en un ambiente cerrado. Ai Xue hace arder bastoncillos de incienso durante sus largas sesiones de meditación, sentado con las piernas cruzadas. La presencia del carcelero limita las conversaciones de los prisioneros. Sólo tienen derecho a una frugal comida diaria, clásico método destinado a debilitar las fuerzas del adversario. Marco lo padeció ya cuando era rehén de Kaidu. Procura olvidar el hambre que le atormenta y concentrarse en su misión. Hakuka, sentado sobre sus talones en el umbral de la estancia, no aparta de ellos los ojos. Marco no puede evitar pensar en el tabú mongol que considera sagrado el umbral de una casa. El japonés parece una estatua, dada su total inmovilidad. El veneciano lamenta no poder comunicarse con él, pues la fuerza de carácter que manifiesta le impresiona mucho y le gustaría recoger de él ciertas enseñanzas. Fuera, la lluvia comienza a caer. Las gotas tamborilean con violencia en las paredes de papel. Encogido sobre sí mismo, Marco acaba sumiéndose en un sueño durante el que imagina padecer los asaltos de un samurái sin ser capaz de esquivarlos.

Cuando por fin van a buscarlos, Marco se siente lleno de una nueva combatividad. Hakuka los precede a través de un jardín dispuesto con primor. Amplias losas de piedra cubren el suelo de arena. Aquí y allá, sobre unas rocas de más de un metro de altura, unos árboles de gruesos troncos pero minúsculo follaje surgen de anchas macetas de arcilla. A Marco le parece que son pinos o cedros, cuyas ramas se despliegan en vastas copas de varios niveles. Los caminos que recorren están flanqueados de roquedales que representan montañas enanas.

Penetran en una antecámara de gran sobriedad. Ai Xue ha adelgazado, pero sus ojos brillan de impaciencia. El guía los precede en silencio hasta una sala de audiencia presidida por un personaje metido en carnes y rodeado por una guardia personal de hermosas muchachas. Apenas ha puesto Marco el pie en la sala cuando éstas comienzan a dar vueltas a su alrededor lanzando unas risitas. Bajo la túnica del dignatario se transparenta su musculatura recubierta por una gruesa capa de grasa. Éste hace gala de una arrogancia y una seguridad que se hacen más evidentes cuando habla, pues su voz es firme y cortante. El intérprete coreano traduce al mongol para Marco.

—Pregunta quiénes somos y la razón de nuestra presencia en la isla.

—Dile que venimos a impartir a su soberano la orden de someterse al mayor emperador del mundo.

—No podemos decir eso, Marco —interviene Ai Xue discretamente.

El veneciano se vuelve entonces hacia Kim Yi.

—¡Evidentemente! Prueba más bien a decir esto: nos prosternamos a sus pies, honorable gobernador e imploramos de su gran benevolencia el honor de ser admitidos a la presencia de su soberano en nombre de Kublai Kan.

—Dejadme a mí.

Ai Xue empieza a soltar una larga parrafada en chino, que el intérprete coreano parece escuchar distraído. Marco intenta poner buena cara. ¿Por qué Ai Xue le ha hablado en chino a Kim Yi? El intérprete traduce lo dicho al gobernador, que comienza a impacientarse también ante esa interminable conversación. Finalmente, el gobernador responde agitando los brazos sin dejar de mirar a Marco. Éste se obliga a permanecer impasible durante toda la traducción del coreano, seguida de la de Ai Xue. Éste dice lo siguiente:

—Consiente en concederos el insigne honor de hablar con el shogun en Kamakura[23], pero pide que dejéis aquí vuestra escolta.

—¿Quiere que vaya solo?

—Sí.

—Me niego. No debemos separarnos, suceda lo que suceda. De todos modos, te necesito al menos a ti y al intérprete. De lo contrario, ¿cómo podría hacerme comprender?

El japonés emite ruidosos suspiros.

—Está perdiendo la paciencia, ¿qué decidís, maese Polo? —pregunta Ai Xue.

—Lo que te he dicho. O vamos todos o no vamos.

—No podemos decírselo así.

—Ni siquiera sabes lo que traduce el coreano —objeta Marco.

—Vos tampoco.

Marco inclina la cabeza.

Las discusiones prosiguen en vano durante varias horas, y los prisioneros son devueltos a su celda sin estar seguros de su suerte.

Marco no consigue conciliar el sueño durante las siguientes noches. Duda del éxito de su misión, y teme que les obliguen a hacerse a la mar sin haber podido penetrar más en territorio japonés. Aun suponiendo que lleguen ante el shogun, todavía no habrá cumplido ni una mínima parte de su misión. En la penumbra, adivina la silueta oscilante de Hakuka recortándose en la claridad de la fría luna de primavera. Sus rayos macilentos entran en la estancia a través de los paneles de papel. Pero a medida que el astro asciende por el cielo, sus haces perforan la noche como flechas de una luz tan blanca como una tez de mujer. Por las estrechas ventanas, las flores de los cerezos se ven volar al albur del viento, como una lluvia de copos de nieve.

Su régimen de comidas mejora. Les sirven platos de pescado crudo cortado a finas láminas. Kim Yi explica a los mongoles, asqueados, que así consumen los japoneses todo lo que procede del mar. Marco se deja seducir por la gama de colores, del rosa coral al blanco lechoso, que decora su plato de gres. Prueba con cuidado un trocito de pescado, casi sangrante, y sorprendentemente le gusta. Las cantidades son modestas pero el exquisito sabor de los alimentos exige que se paladeen despacio. El primer día Marco ha devorado aquella única comida tan deprisa como los mongoles, pero después ha aprendido con Ai Xue a hacer durar ese momento de placer y de alivio.

—Imaginad que deseáis a una hermosa mujer. Los mejores momentos son, a menudo, los que preceden a su posesión. Asimismo, si sabéis esperar, la oruga se convertirá en mariposa.

—Quienes no esperaron, inventaron la seda…

Los dos hombres intercambian una sonrisa. A costa de supremos esfuerzos, Marco consigue olvidar las punzadas del hambre pensando en el goce sublimado que le depararán los manjares que sus ojos devoran ya.

Al día siguiente, les sirven platos de pescado y marisco, moluscos y crustáceo, acompañados de un bol de arroz.

Durante una nueva audiencia el gobernador les comunica que ha decidido acceder a su petición, siempre que vayan escoltados por samuráis.

Tienen que esperar aún varios días antes de poder abandonar Dazaifu. Por la mañana, devoran un almuerzo más copioso de lo que nunca han comido desde su llegada al Japón. Ai Xue sorbe ruidosamente el bol de sopa humeante. Los mongoles consumen con aspecto asqueado el pescado, que tragan con una gran bola de arroz. Marco degusta largo rato el té verde que le calienta hasta los huesos. La cremosa espuma que flota en la superficie de la ardiente infusión le deja un sabor amargo en la lengua. Sólo lamenta no haber sido autorizado a lavarse, pues comienza a oler tan mal como los mongoles.

Kim Yi les cuenta que el té sólo se vende en el Japón desde hace unos cincuenta años, gracias a los coreanos. Relata con cierta admiración las técnicas de cultivo del té, la selección de los brotes, el modo de cubrir los arbustos cuando llega el gran calor para que las hojas conserven su frescura. Por primera vez, Marco comprende que los coreanos sienten más afinidades con los japoneses, pueblo pescador y montañés, que con los chinos, gente letrada de las llanuras, y desde luego con los mongoles, rústicos guerreros de las estepas.

Los samuráis son apenas una decena, pero su aspecto imponente provoca respeto y temor. Sus cascos parecen más bien máscaras que hacen muecas de furor. Nunca se quitan su muy sofisticada armadura, que se adapta perfectamente a sus articulaciones. Se mantienen en una actitud muy rígida. Cuando Marco comprende que Hakuka ha sido designado para tomar el mando de la tropa, se siente casi tranquilizado. El samurái traza en el suelo una cuadrícula con nueve letras y un dragón en el centro.

—Es una práctica del budismo zen —explica Kim Yi— para conjurar la mala suerte e impetrar buenos presagios para nuestro viaje.