Dao Zhiyu se desliza hacia el pequeño patio. Ha descubierto hace ya un rato el magnífico pollo que podrá alimentarlo durante varios días. De plumas rojas y muslos gordos, carnoso bajo las alas, sólo pide ser devorado. Dao habría querido robar un par, pero renuncia al ver a un perro tres veces mayor que él. A fin de cuentas, un solo pollo servirá. El perro, de cola cortada, le deja pasar, pues prefiere seguir devorando los restos que su dueño le ha arrojado.

En el campo se dice que, cuando un perro se aovilla para dormir, la cola le cubre los ojos permitiéndole sumirse en un profundo sueño al protegerle del viento y del frío. Pero si se le corta la cola, las corrientes de aire le rozarán el hocico, de modo que dormirá sólo con un ojo abierto y se convertirá así en un excelente perro guardián. Para Dao, ha llegado el momento de comprobar si la tradición es cierta. Lleva ya mucho rato observando sin dejar de rascar la tierra con sus cortas uñas. Excava hasta que se le entumecen los dedos, y logra practicar un agujero bajo la cerca, como haría un zorro. Cerrando los ojos, invoca a su animal protector, que es esa alimaña depredadora y se pone bajo su amparo. Conteniendo el aliento, se tiende boca abajo, se retuerce para introducirse en el estrecho túnel entre el suelo de tierra y la cerca de madera. Se desuella las rodillas, pero tiene tanta hambre que su atención está fija en esos pollos que se burlan de él con sus estúpidos andares. Con una última contorsión y sin pensar en el regreso, se desliza bajo la valla de madera. Repta hasta el gallinero, se agazapa en la sombra. El perro sigue mordiendo pacientemente los huesos, haciéndolos estallar de una dentellada. Tranquilizado, el niño entra en el gallinero. De un solo brinco, se introduce entre sus emplumadas presas. Los pollos huyen con desordenados cacareos, pese a que Dao con sus gestos trata de imponerles silencio. Agarra a un animal y lo aprieta con todas sus fuerzas contra su pecho esperando ahogarlo, pues así se evitaría tener que degollarlo, cosa que sería tanto más difícil cuanto que no dispone de cuchillo. Pero no tiene tiempo de preocuparse por ello, porque resuenan unos furiosos ladridos. Lleno de pánico, está a punto de soltar su presa. Intenta agarrar las patas del pollo y éste le araña. Pero sigue abrazado al ave que se debate frenéticamente. Sin ninguna de las precauciones que había tomado minutos antes, el chiquillo sale del gallinero y pone pies en polvorosa. Tropieza en la grava y cae pesadamente de bruces, algo que produce por lo menos el efecto de atontar al pollo. Con todo el cuerpo señalado, se levanta a trancas y barrancas y corre en línea recta, olvidando el túnel que tan pacientemente ha excavado. Choca con la barrera de madera, mucho más alta que él. Con un impulso desesperado, se arroja contra el obstáculo. Después de varios encarnizados asaltos, la barrera acaba por ceder, y Dao se lanza enloquecido por la abertura. Tras él, los ladridos siguen sonando como presagios de otras tantas mandíbulas que se dispusieran a cerrarse sobre su magra osamenta. Sin embargo, le parecen muy lejanos. Intrigado, Dao se da la vuelta y descubre con estupor que el perro de la cola cortada persigue a un zorro que lleva en sus fauces un pollo ensangrentado. Petrificado, Dao sigue con la mirada el animal que huye, precisamente, por el paso que él ha excavado. Por primera vez desde hace horas, respira con normalidad.