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Por las rutas de China

Otoño de 1278

Sur de Khanbaliq

La muchedumbre se apretuja en el puente. El calor agudiza el mal humor. La brisa que sopla en las ramas a orillas del río no basta para apaciguar los ánimos. Hay gritos, disputas y codazos entre los pasajeros. Comerciantes que transportan su mercancía de una ciudad a otra, campesinos que se doblan bajo el peso de su fardo tan cargado, ganado de toda clase, vagabundos o ladrones, el puente está tan animado como una calle. La proximidad de Khanbaliq, la capital del imperio, atrae a una población deseosa de tratar con el conquistador.

Entre la turba, un grupo de jinetes se distingue por su temible aspecto. Enjaezados de cuero, los caballos avanzan con la misma seguridad que sus dueños, cubiertos de sólidas armaduras. Con las mejillas relucientes de sudor, los soldados se cubren con cascos puntiagudos adornados con colas de animales. Su jefe lleva un águila posada en el puño, como si fuera un cetro. El menor estremecimiento de la rapaz provoca tanta inquietud como los movimientos malhumorados del capitán de los mongoles. Campesinos y mercaderes apenas se fijan en el jinete de veinticuatro años, de tez clara, ojos azules y aspecto exótico. Pero los que han reparado en él no pueden evitar seguirle con la mirada. Comentan entre sí esa insólita presencia. Lo señalan con el dedo, si bien discretamente. Antes de haber llegado al extremo del puente, Marco Polo sabe ya que no lo pierden de vista. Adivina que se asombran al verle vestido al estilo mongol y luciendo las armas del Gran Kan. Durante los tres años que ha vivido en la corte, se ha ido acostumbrando poco a poco a esa curiosidad que le divierte y le molesta. De momento, el veneciano contempla con orgullo su séquito de varias decenas de jinetes mongoles. Sólo su fiel Shayabami desentona en el grupo. Demasiado viejo y demasiado vinculado a las leyes cristianas, no consigue aceptar con la misma serenidad que Marco las costumbres de los mongoles. Pero el veneciano no podría prescindir de ese testigo de su viaje, aunque entre los dos nunca comenten sus incidencias.

Desde su salida de Khanbaliq, el grupo ha ido atravesando las ciudades y campiñas del mismo modo que el huracán se abre paso en la selva. La población les muestra respeto y obediencia, y les ofrece sus mejores carnes y sus más hermosas muchachas. Sanga, el intérprete, comunica a Marco que los habitantes de Catay se niegan a compartir sus mujeres con los conquistadores, limitándose a cederles sus cortesanas, a las que llaman flores de luna. Este guía no tiene el aspecto arrogante de los mongoles que Marco conoce; el veneciano se extrañó al ver desempeñar esa función al halconero que había conocido en la cacería y con el que por instinto creía tener cierta afinidad. Desde el primer día, Marco había intentado conocerlo mejor, considerándolo casi como un familiar, y Sanga siempre se había prestado de buena gana a conversar.

—Ignoraba que fueses un intérprete imperial. Cuando te encontré en la cacería y conocí al lama P’ag-pa, te tomé por un halconero.

—El lama P’ag-pa —le corrige Sanga con el acento adecuado—. Es un honor para mí, señor Marco, acompañaros.

—El capitán me ha dicho que hablas varias lenguas. Has debido de viajar mucho. ¿Qué conoces del imperio? —pregunta el veneciano, curioso.

—Nada, nunca había salido de Khanbaliq —responde Sanga con una sonrisa—. Aquí, se aprende mucho en la universidad.

—Sin embargo, si nunca has salido de Khanbaliq, ¿cómo te han elegido a ti para acompañarme? ¿Quién ha tomado esa decisión?

Sanga tarda unos momentos en responder, ocupado de pronto en ajustar los estribos de su caballo.

—Es una larga historia.

—Quiero que me la cuentes.

—Tendremos tiempo durante nuestro viaje. De hecho, en realidad no sé nada.

Marco calla, pero en su fuero interno se interroga sobre los verdaderos conocimientos de Sanga. ¿Cómo, en efecto, dominar una lengua sin tener ocasión de hablarla? A menudo ha tenido ganas de infringir la prohibición del Gran Kan y aprender personalmente el chino. Pero eso hubiera sido traicionar a quien consideraba ya su amo, y su conciencia se lo ha impedido.

Golpea con los talones los ijares de su montura y trota hasta ponerse a la altura de Sanga. El cráneo afeitado del intérprete brilla de transpiración.

—Sanga, ¿eres mongol?

El intérprete, sorprendido, vuelve la cabeza hacia Marco, al que no había visto llegar.

—¡Evidentemente! —responde.

—Los mongoles no están autorizados a aprender chino.

—Y sin embargo, de algún modo hay que comprender a esa gente.

—En la corte, los intérpretes pertenecen a otras tribus.

—No soy de ésos. ¡No me diréis que me parezco a ellos! —grita, indignado.

—¡Qué picajoso estás sobre ese tema!

De pronto, Marco distingue la sombra de un brazo que se levanta. Instintivamente, se tiende sobre el cuello de su montura. Una piedra pasa rozándole el cráneo.

—¡Perro sarnoso, vas a morir! —grita el capitán al tiempo que suelta su águila.

Desenvaina la espada y la hace girar sobre su cabeza, avanzando hacia el culpable. Pero la multitud se cierra, convertida en un muro infranqueable. El mongol vocifera rabioso.

—¡Arrojadlos al agua uno a uno, hasta que el criminal confiese!

—No os lo aconsejo —interviene Marco.

—¿Y quién va a impedírmelo?

—Ellos —dice Marco con un amplio gesto—. Son demasiado numerosos.

—No importa, si es necesario arrojaré a todos los chinos al río.

—Bastante sangre han arrastrado ya las aguas —murmura Sanga con voz apenas audible.

—Necesito la cabeza del culpable —se obstina el capitán.

—Tomad una al azar, eso servirá —bromea Marco.

Siguiendo el consejo al pie de la letra, el guerrero decapita de un sablazo al hombre que tiene más cerca y agarrando la cabeza por los cabellos la eleva muy alto para que todos la vean. El cuerpo permanece de pie unos instantes, con la sangre manando del cuello a borbotones, y se derrumba en el suelo con un ruido blando. Esa visión horrorosa consigue que la multitud les abra paso no sin dejar oír unos murmullos de cólera.

El capitán lanza la cabeza a la muchedumbre y azuza luego la montura de Marco, que está petrificado de espanto. Los caballos salen al galope con un golpeteo de cascos atronador. El estruendo de la carrera obnubila la mente del veneciano hasta que por fin, llevado por la embriaguez de la velocidad, siente que se desvanece el amargo sabor que ha invadido su boca.

A lo lejos, descubren una hilera de árboles perfectamente alineados. Los jinetes espolean a sus monturas, que avanzan todavía más rápido. El camino, cuya tierra ha sido recientemente apisonada, está algo elevado para protegerlo de las inundaciones. Las ramas de los árboles oscilan suavemente, saludando el paso de los viajeros. Unas linternas rojas danzan al albur del cálido viento, aguardando a que las enciendan por la noche. Las espigas de trigo, empapadas de sol, están rojas como lenguas de fuego. La marcha se hace más lenta. Marco deja que su montura se empareje de nuevo con la de Sanga.

—Tú conoces el objetivo de nuestro viaje, Sanga, ¿no es cierto? —le pregunta prosiguiendo su conversación brutalmente interrumpida.

El intérprete se vuelve hacia el extranjero. Junta las manos e inclina la cabeza, saludando a lo chino.

—Señor Marco, habéis sido enviado por el Gran Kan.

—Muy bien. ¿Y sabes por qué razón?

—No se me ha hecho esta confidencia.

—No me tomes el pelo. Tus relaciones con el lama P’ag-pa me permiten suponer que sabes mucho acerca de eso.

Sanga vacila un momento.

—Pues bien, me parece haber oído decir que el Gran Kan ignora la posición del general Bayan.

—¿Has visto alguna vez a ese general?

—Señor Marco, el general Bayan es un hombre de muy altas y nobles virtudes.

—Explícate.

—Es un hombre implacable y un guerrero invencible.

—Es un mongol —observa Marco.

—No es de ésos a quienes uno desee conocer.

—¿Tú le conoces?

Sanga se rezaga dejando que el grupo los adelante.

—Quienes se han acercado demasiado a él no están ya aquí para contarlo —suelta en un susurro, sumiendo a Marco en un pensativo silencio.

Al finalizar el día, penetran en una población. El calor se ve atemperado por un viento de otoño que huele a pino.

—Es Taianfu. Junto a las minas de hierro que hay aquí el Gran Kan ha hecho instalar unas forjas donde se fabrican las armas del ejército imperial.

En las calles resuenan los golpes de los herreros que aporrean el metal. De las fraguas brotan haces de chispas y gotas de sudor. Al ver pasar a la comitiva, la gente saluda inclinándose con las manos unidas. El capitán mongol descubre una taberna.

—Señor Polo, ¿nos detenemos ahí para pasar la noche?

El mongol está tan poco acostumbrado a actuar a las órdenes de un extranjero que sus sugerencias parecen siempre imposiciones. Ha tomado parte en varias campañas militares contra los Song[7]. Una grave herida le apartó de los campos de batalla y de las filas del general Bayan. Pero está seguro de que el Gran Kan le ha elegido con conocimiento de causa para escoltar al extranjero, así que conduce con cierta impaciencia la tropa hasta aquel bajo cuyo mando hubiera debido guerrear.

Los soldados penetran en el patio sombreado. Descabalgan y dejan los animales al cuidado de los palafreneros, luego se precipitan al interior. No tardan un momento en invadir toda la taberna. Agotan los toneles de vino de arroz, se meten con las sirvientas. En las otras mesas, los chinos siguen comiendo mientras les dirigen sonrisas afables. No hay ni una sola mujer entre ellos, pues esos viajeros protegen a sus esposas de los conquistadores enclaustrándolas en sus casas.

Agotado, Marco Polo se deja caer en un taburete de bambú. Shayabami se apresura a librarle de su manto con los colores del Gran Kan, y se arrodilla para quitarle las botas.

—Tráeme algo sustancioso para reponer mis fuerzas, y sírvete algo. Por este orden —añade Marco que conoce el apetito de su sirviente.

Una joven esclava de anchos párpados les acerca una jarra de vino de arroz. Marco percibe con agrado su fina silueta bajo la tela del vestido. Se felicita ya por haber hecho alto en esta posada.

Al abrigo de las miradas, saca la cartera de cuero de león, regalo del Gran Kan. Desata el lazo y la abre descubriendo las hojas de corteza de morera, finas y blancas, dobladas en dos. Mientras calcula cuántas deberá entregar, las va alisando con la palma de la mano. Elige varias de distintos tamaños y las tiende al tabernero. A pesar de que lleva tres años residiendo en China, todavía no ha aprendido a distinguir bien los dieciocho billetes diferentes que constituyen la moneda del Gran Kan. Son tan ligeros y fáciles de transportar que el que vale diez piezas de oro ni siquiera pesa lo que una.

Ha advertido que, desde el comienzo del viaje, Sanga no aparta los ojos del sable que su jefe lleva al cinto. En nada se parece a los que se fabrican en China. Ese magnífico sable curvo, de empuñadura ornamentada con un simple damasco de seda índigo, fue un regalo de Guillermo de Rubrouck, un monje que quince años atrás hizo el viaje hasta el país de los mongoles. Embajador secreto del rey San Luis, el religioso había acariciado la esperanza de convertir al Gran Kan al cristianismo, pero no lo había logrado en absoluto. En Jerusalén, Rubrouck le había confiado al joven Marco Polo que le habría gustado quedarse a vivir en el imperio mongol, pero que el Gran Kan no le había autorizado a ello. El veneciano piensa a menudo en el monje, pues a él Kublai le ha invitado a servir en la corte hasta su muerte. Y la hoja de este sable le ha salvado la vida más de una vez.

—El metal es tan puro que da la impresión de que la sangre no podría mancillarlo nunca —se maravilla Sanga.

Marco no parece haberle oído, atento a la sierva morena que se atarea a su alrededor, llevándose los boles en cuanto ellos los han vaciado y volviendo a llenarles los vasos nada más los han posado sobre la mesa. Debe de contribuir en gran medida al éxito del albergue, bajo la vigilante mirada de su patrón, tal vez su padre. Éste se acerca con una sonrisa servicial. Saluda con las manos unidas al extranjero antes de recoger los billetes.

—Dice que no es suficiente —traduce Sanga.

—Y sin embargo es lo que ella me ha pedido —replica Marco con un gesto hacia la sirvienta.

—Ella no está incluida en el precio. Hay que añadir su parte.

Marco sonríe, abriendo de nuevo su cartera. Su anfitrión se inclina en una reverencia más profunda aún. Sanga le dirige unas breves palabras en chino.

Marco observa por el rabillo del ojo a Sanga que, con la nariz hundida en su bol, aspira concienzudamente todos los fideos de su potaje, sin olvidar uno solo. Luego, bebe el líquido a grandes tragos. Su criado le tiende una hogaza de pan antes incluso de que haya terminado la primera y vuelve a servirle vino de arroz en cuanto su vaso está vacío. Sanga intercambia con él algunas palabras en su lengua. Oyéndole hablar, Marco cae en la cuenta de que le comprende perfectamente, como le había comprendido en el puente cuando Sanga mencionó lo de las aguas que arrastraban sangre.

Marco capta de pronto la razón: Sanga no se expresaba en chino sino en uigur, lengua hablada en un territorio del noroeste del imperio y que Marco aprendió en su viaje hacia China. Comenta, enormemente intrigado:

—Tu criado te trata con mucho respeto, Sanga. En verdad, como si fueras un mandarín.

—¿Acaso habéis conocido alguna vez a un mandarín, señor Marco?

Marco lanza un suspiro tan exasperado como divertido.

—Tu impertinencia merecería un castigo —declara.

—La he aprendido en el arroyo —añade el intérprete.

Éste pide otro bol y comienza a tragar fideos con voracidad.

Mientras, el tabernero toma una pequeña pala y la hunde en un cubo del que saca unas piedras muy negras. Las arroja en la chimenea y las enciende. El fuego prende suavemente, desprendiendo un calor continuo. Marco no aparta de él los ojos, fascinado, pues las brasas rojizas no desprenden llamas, y sin embargo una dulce calidez invade poco a poco la estancia.

—Estas piedras de fuego son extraordinarias. Si pudiéramos venderlas en Venecia… Tengo que hablar sin falta de ellas a mi padre, Shayabami. El Gran Kan debe impulsar su producción. ¿Por qué él no se calienta de este modo?

—Tal vez porque vos no le habéis hablado aún de ello, señor Marco.

El veneciano se encoge de hombros.

—¡Mañana estarán aún calientes! —prosigue Sanga—. Y cuestan más baratas que los troncos ordinarios. Se llaman carbón.

Marco, compadecido de Shayabami, que bosteza hasta descoyuntarse la mandíbula, se dirige a la habitación, acompañado por la criada. Shayabami le sigue a unos pasos y, antes incluso de que su dueño haya cerrado la puerta, se tiende de través en el umbral y se pone a roncar hasta hacer vibrar el entablado. Su presencia no molesta a Marco que, tras haber gozado rápidamente del placer carnal con la joven sirvienta, la despide y se sume en un profundo sueño acunado por los rítmicos ronquidos de su criado. Sin embargo, mientras duerme se le aparece de repente el misterioso general que tiene el destino del imperio en la punta de su espada.

Siguen su ruta durante cinco largas jornadas. El aire se vuelve cada vez más ligero. Llegan a Aqbaligh[8], donde Sanga, por razones particulares, ha solicitado que se detengan. Éste deja a los soldados tomando vino de arroz en un albergue y se aleja con su servidor. Marco le sigue discretamente, pese a las protestas de Shayabami. Más allá de un bosque de cedros, se alza un inmenso monasterio budista. El mayor de los varios templos se destaca sobre las altas columnas teñidas de rojo, y su techo es de un amarillo dorado. La entrada está custodiada. Es inútil intentar penetrar allí, pues a Marco le resultaría tan difícil como para un mongol armado cruzar el umbral del Palazzo Ducale en Venecia.

De regreso en la posada, Marco pide a Shayabami que le despierte a la mañana siguiente antes del amanecer.

Aún es negra noche cuando el sirio sacude a Marco en su lecho. El veneciano se pone de pie con el corazón palpitante, pero se tranquiliza al reconocer a su fiel servidor. Le hace señas de que guarde silencio y después de vestirse a toda prisa sale de la habitación. De puntillas, avanza hacia la habitación de Sanga. Aguza el oído y percibe una salmodia. Por los intersticios de la puerta, le ve sentado sobre un almohadón, rezando y meditando ante una pequeña figura budista.

«Sanga es un mongol con un chamanismo muy curioso…», se dice, pensativo.

Prosiguen su viaje a través de Shanxi, donde degustan el famoso vino de las cepas que crecen agarradas a esas moreras cuyas hojas alimentan los gusanos de seda. La llanura se extiende desvelando un paisaje sin árboles, ondulado por bancales de cultivo que muestran todos los matices del amarillo al ocre, desde el más pálido al más cobrizo.

—No estamos lejos del castillo del rey de Oro, uno de los emperadores de la dinastía Jin. Dicen que sólo empleaba mujeres para su servicio, las utilizaba incluso para tirar de su calesa.

—¡Excelente idea! —exclama Marco.

—Mucho me temo que esta especie de amazonas haya desaparecido.

—Basta con adiestrarlas para ello —bromea el veneciano—. Decididamente, este país me gusta. Creía que íbamos a encontrar a uno de los hijos de Kublai, Mandalay, gobernador de Shanxi.

—Es, en efecto, gobernador de Shanxi, y nosotros estamos en Shanxi.

Marco hace que Sanga repita varias veces esos nombres antes de captar las sutilezas de la lengua. Se echa a reír, algo molesto.

—Tal vez Kublai prohíba a los mongoles aprender el chino porque serían incapaces de hacerlo.

Se internan en la planicie hasta que llegan a un caudaloso río. Sus aguas tumultuosas tienen el mismo color ocre rojizo de la llanura, y en sus orillas crecen bosques de bambúes gigantescos, algunos de los cuales son más altos que diez hombres. Nubes de pájaros emprenden el vuelo en un rumoroso aleteo desde sus refugios ocultos en las pantanosas riberas.

—Es el Karamoran, el río Negro —explica Sanga—. Los chinos lo llaman el río Amarillo. Es tan ancho que ningún puente puede atravesarlo y además la corriente es tan poderosa que se los llevaría por delante.

El rugido de las aguas es ensordecedor y se ven obligados a levantar la voz para entenderse. Para cruzar, deben utilizar una barcaza. En cuanto los bateleros descubren las armas del Gran Kan, se apresuran a negociar el precio del pasaje. La discusión entre Sanga y el batelero es larga. Marco sabe muy bien que eso forma parte de las costumbres del país, pero acaba impacientándose, pues el viento frío que azota la corriente le hiela la piel del rostro.

—Vamos, Sanga, dale lo que exige y acabemos de una vez.

Sanga obedece. El batelero les indica por señas que suban a bordo. Marco pone el pie en la embarcación, que comienza a bambolearse peligrosamente. El otro le agarra del brazo y tira de él insultándole en chino. Marco no se tranquiliza al verse en una especie de burda balsa. Se pregunta si no habría sido mejor llevar consigo unas canoas de cuero de camello, más estrechas pero, sin duda, más seguras. Los jinetes arrastran por la brida a los caballos, que embarcan aterrados, a pesar de que por precaución les han tapado los ojos. Sobre todo los mongoles están muy nerviosos y disimulan su angustia con dudosas chanzas. Por fin, los barqueros sueltan las amarras. De inmediato la barcaza comienza a girar sobre sí misma. Entre los pasajeros se elevan agudos chillidos. En mongol o en chino, el grito de miedo tiene el mismo sonido. Marco se agarra a su caballo, que relincha. Pero los bateleros no parecen preocupados. El veneciano estudia la corriente del río y se dice que, entre el pánico de los hombres y el de las bestias, si zozobraran tendría pocas posibilidades de salvarse. Un navío que huele a jazmín cruza por delante de la barcaza. Marco se fija en que transporta enormes fardos de los que escapan algunas florecillas blancas que revolotean al albur del viento.

Por fin, la barcaza se acerca a la ribera. De un ágil salto, un batelero se planta en tierra firme y se apresura a sujetar la embarcación a un grueso bambú. Los mongoles desembarcan en desorden, aturdidos y aliviados. Marco se dispone a saltar a su vez a la orilla. Pero de pronto Sanga retrocede y le hace perder el equilibrio.

—¡Signore Marco! —grita Shayabami, horrorizado.

Antes de hundirse en el agua, Marco alcanza a oír el grito ahogado de su esclavo. Trabado por su espada y envuelto en el pesado manto, se siente arrastrado hacia el fondo del río, atraído por los remolinos hacia los rugientes rápidos. Con un esfuerzo de voluntad, logra sacar la cabeza del agua. Intenta orientarse buscando con la mirada a su séquito. Hace acopio de energía y comienza a nadar penosamente hacia la orilla. Da una brazada, luego otra, pero los pies se le traban en sus vestiduras. Prisionero de sus ropas imperiales, sigue luchando contra la corriente, con el riesgo de ser golpeado por las demás barcazas. No tarda en darse cuenta de que el remolino lo arrastra en su infernal danza. Sus fuerzas se agotan, le falta el aliento. La tranquila laguna de Venecia, que tan bien conoce, le parece algo de un pasado muy remoto, pero ¡cuánto más habría preferido perder la vida en ella!

Renuncia a luchar.

Implacable, el remolino de agua le arrastra hacia la opacidad del fondo. El silencio le acoge en su intimidad. Abre mucho los ojos, pero su visión se ve nublada por la arena removida. De pronto, advierte que el remolino ha dejado de succionarle. Vuelve a nadar de inmediato en línea recta bajo el agua, intentando en vano librarse de su manto que se le pega a la piel.

Agotado, da una rabiosa patada para subir a la superficie, y con otra más consigue sacar por fin la cabeza y respirar al aire libre. Como la corriente lo arrastra a lo largo de la orilla, decide dejarse llevar por las aguas. Descubre una maraña de plantas y procura dirigirse hacia ella. Dándose impulso con una violenta torsión de cintura logra agarrarse con la punta de los dedos a una rama y se aferra a ella con presteza. Sin detenerse a recuperar el aliento, aprovecha la ocasión para izarse hasta la orilla. Se derrumba con la cabeza en el limo; violentos accesos de tos le sacuden el pecho.

Shayabami, que le ha seguido a pie por la ribera, acude jadeando, llevando el caballo por la brida.

—¡Signore Marco Polo! Va bene?

Marco se limita a hacer un vago ademán. Shayabami levanta sin esfuerzo a su amo, y después de ayudarle a montar le conduce hasta el resto de la tropa.

Llegan a una casa de campo situada en las cercanías. Durante el corto trayecto Marco ha conseguido reponerse. Entra en la vivienda, mojado, vacilante, con los chasquidos de sus botas empapadas de agua.

Arroja su manto a Shayabami. Luego se dirige al intérprete, conteniendo su cólera.

—Sanga, ven a quitarme las botas.

Acerca una silla y después de sentarse alarga las piernas y pone los tacones en el borde de la mesa. Shayabami se apresura a colocar ante él un bol de té ardiente.

—Ya tenéis un criado para esas tareas —replica Sanga.

—Shayabami está derrengado. No quiero que se agote más.

Sanga chasquea los dedos.

—Muy bien, el mío lo hará perfectamente.

Marco bebe de un trago el líquido humeante, haciendo una mueca. Su rostro se vuelve escarlata. Da un puñetazo en la mesa.

—¡No! Exijo que seas tú. ¡Podría hacer que te ejecutaran de inmediato por el crimen que has cometido!

Clava los ojos en las pupilas de Sanga como si en ellas pudiera adivinar su secreto. Sanga sostiene la mirada sin parpadear. Sólo un leve temblor de su mandíbula revela la agitación de su alma. A su alrededor se hace el silencio. Ambos hombres se enfrentan durante un largo momento. Todas las miradas se vuelven hacia ese mudo combate. Marco golpea con el tacón de su bota la esquina de la mesa, a pocas pulgadas de Sanga. Rompiendo el pesado silencio, el servidor de Sanga comienza a hablarle a éste muy deprisa en su lengua. El intérprete le responde con acento de contenido furor. Bajando por fin los ojos se da por vencido y levantando las manos con una fatiga infinita, agarra la bota del veneciano. Pero, en el último momento, Marco deja caer la pierna al suelo. Sorprendido, Sanga le contempla con expresión interrogadora.

—Ven —ordena Marco en uigur.

Toma de manos de Shayabami la ropa seca que el esclavo le ha preparado y arrastra a Sanga hasta la habitación contigua, cerrando con violencia la puerta ante la mirada atónita de los propietarios. En la estancia en la que han entrado hay un jergón de paja en el suelo, sobre el que duermen abrazados dos niños. Los chiquillos despiertan de pronto, asustados. Uno de ellos comienza a gritar. Marco ordena al otro que le traiga una botella de vino de arroz. El mayor sale arrastrando a su hermano pequeño.

Los dos hombres se enfrentan de nuevo. Esta vez, Sanga mantiene los ojos bajos. Marco comienza a desnudarse sin apartar la vista del intérprete.

—Me has mentido —declara en uigur. Su voz es tan cortante como el filo de su espada—. No quiero conocer la razón. Quiero que me digas la verdad.

—Soy vuestro intérprete —responde Sanga en mongol.

Incapaz de contenerse, Marco agarra a Sanga por el cuello de su manto y lo empuja violentamente contra la pared. En el musculoso brazo de Marco se destacan las venas cuando desenfunda la espada con un gesto veloz.

—Sanga, no me tomes el pelo. ¿Ves esta hoja? Hace un rato la admirabas, alababas la pureza de este metal que ninguna sangre podría mancillar. Si yo no os conozco a vosotros, tampoco tú me conoces. Quien ha visto mi espada manchada de sangre no puede encontrarla hermosa.

Sanga sostiene la mirada de Marco.

—Soy un antiguo príncipe de sangre uigur —confiesa al fin.

La puerta se abre de pronto y aparece el chiquillo, que sostiene en los brazos una botella casi tan grande como él. Se inmoviliza al ver la actitud de los dos hombres.

Marco baja el arma.

El niño deja el vino en el suelo y se va de inmediato.

El veneciano empieza a quitarse las calzas mientras se dispone a escuchar la explicación de Sanga.

—Prosigue.

—¿Habéis oído hablar de Kaidu?

Al oír ese nombre, la sangre de Marco se le hiela en las venas. ¿Cómo habría podido olvidarlo? Kaidu, el príncipe mongol rebelde que no acata la autoridad de Kublai cuya legitimidad niega. Kaidu había jurado aniquilar a su primo Kublai y consiguió seguir siendo dueño de un vasto territorio al oeste de Khanbaliq. Fue él quien introdujo un traidor en la caravana de los Polo para hacer que fracasara su misión ante Kublai, y asimismo fue la causa de la muerte del primer amor de Marco, Noor-Zade. Incluso retuvo al joven como rehén durante más de un año en condiciones muy penosas.

—Sí, conozco a Kaidu.

—Kaidu se apoderó de mi país —prosigue Sanga—. Juró matar a todos los herederos de mi sangre. Desde la edad de trece años, vivo oculto en la corte y me he convertido en monje budista bajo la protección del ministro de nuestro culto, P’ag-pa.

Marco suelta la espada y la deposita en el suelo. Vacila y está a punto de derrumbarse temblando de frío. Sanga se arrodilla para ayudarle a quitarse las chorreantes botas.

—¿Desconfiabas de mí? —pregunta el veneciano.

—Desconfío de todos. Supongo que vos ignoráis incluso qué es un uigur.

Marco levanta la botella y bebe un trago de vino de arroz. El ardiente alcohol le provoca un estremecimiento.

—Desengáñate. Antaño tuve una esclava uigur.

Encolerizado, Sanga da un empujón a Marco y vuelca la botella en el suelo de tierra apisonada.

—¡Si os atrevéis a decir eso quizá seáis un cómplice de Kaidu! ¡No somos un pueblo servil!

—Sin embargo, estás al servicio de los mongoles.

Sanga se calma un poco.

—Esos bárbaros nos han arrebatado las tierras y hasta el alfabeto. ¿Quién os ha dicho que estoy a su servicio?

Marco lanza un suspiro, mientras se pone con alivio las prendas secas que le parecen casi calientes.

—Tu altivez es inútil, Sanga. ¿Pretendes hacerte con el poder por medio de maniobras en la corte?

Sanga se aparta de Marco.

—Vuestra esclava debía de ser una cautiva. Cuando se apoderó de nuestras tierras, Kaidu mató a todos los hombres y se llevó a las mujeres y los niños para venderlos.