XI
Eran tales las excelencias de la tarde, tan grato el tibio sesgo de la luz dorada, que gran parte de los invitados, resistiéndose a entrar, seguían demorándose en el jardín, formando pequeños grupos en torno a los blancos manteles de las mesas dispuestas sobre el césped, gozando del aperitivo que allí les era ofrecido, si bien, como suele suceder, desdeñando los combinados, casi todos terminaban decantándose por el whisky con hielo. Como buen anfitrión, yo mantenía una actitud discreta y diligente, a fin de que todos y cada uno de los invitados tuvieran la sensación de estar siendo objeto de una atención preferente. Pau Casals vestía un frac blanco, completamente distinto a la oscura etiqueta que reserva para sus actuaciones, deferencia que no tenía otro objeto que el de dar mayor realce al carácter festivo del acontecimiento.
Dentro, la animación era si cabe todavía mayor, como fácilmente podía apreciarse a través de las ventanas con sólo pegar la cara a los cristales y hacer pantalla con la mano, evitando así el reflejo deslumbrante de la tarde, la soleada fronda de los árboles, la imagen allí repetida de los invitados conversando con sosiego en torno a las mesas instaladas sobre el césped; y entonces, al otro lado de los cristales, casi como un segundo reflejo, bajo el esplendor de las arañas, lágrimas y lágrimas refulgentes, se divisaban nuevos grupos de invitados, nuevas y largas mesas, y toda clase de manjares y vinos dispuestos sobre los blancos manteles. Con todo y haber tanta gente, cualquier invitado podía avistarme de inmediato sentado ante el alegre fuego de la chimenea en un profundo sillón orejero de terciopelo verde, dándoles la espalda a todos.
Una fiesta nunca lo es para la totalidad de los presentes. Siempre ha de haber, perdido en el jovial bullicio, ajeno a todo tal un Nabucodonosor destronado y borracho que cree ser o es una doncella, siempre ha de haber ese hombre que se retrae, que rehúsa brindar, que escurre el bulto, agobiado por la mala suerte que se ha ganado a pulso, amargado por el mero hecho de encontrarse allí, participando en una celebración que le deprime no menos de lo que le deprime la prosperidad en general, la favorable coyuntura económica, índices en alza, gráficas que suben en flecha, todo como poniendo sordina a sus mascullaciones, sus bien, ¿y yo qué gano con todo eso? ¿Dónde está mi parte de esa famosa renta per cápita?, insolidario, taciturno, malhumorado. Como tampoco puede faltar ese otro desdichado, ese otro frustrado, ese otro perdedor nato que, acaso menos lúcido, se deja ganar, aunque sólo momentáneamente, por el alborozo general, y brinda con uno y otro como si las felicitaciones fuesen para él, a semejanza de ese acomodador de cine que, en el ámbito de su círculo de familiares y amigos, llega a convertir en mérito propio y triunfo personal el hecho de trabajar como acomodador de una sala donde se está proyectando un film de gran impacto comercial, a semejanza, sí, de ese acomodador de cine y del ciudadano medio en general, ese hombre medio que vive y muere como tantos otros han vivido y morirán por los siglos de los siglos, salidos del anonimato no por más tiempo del que dura la ilusión del brindis. Y están finalmente –y son los más– esos invitados a la fiesta que, como en el curso del desfile que pone el broche de oro a una revista musical, ese paseo ante el público en el que todos y cada uno de los artistas y estrellas van apareciendo por orden inverso a su importancia, sonrientes todos, como formando en verdad una gran familia, mientras por dentro cada estrella maldice a la que ha merecido más elogios del presentador y recogido más aplausos del público, todos y todas robándose luz, haciéndose sombra, pisándose el terreno, así, como en ese gran desfile final de las estrellas, el estado de ánimo más común entre los invitados a una fiesta.
Muy en consonancia con las dotes de sutileza y perspicacia propias del bajo pueblo, tuvo que ser a través de las fotos de revelado instantáneo que aquí y allá diversos comensales iban tomando del desarrollo del banquete, tuvo que ser ese paulatino aflorar de la imagen desde el viscoso fondo blanco, el único medio de que se percataran de la presencia incuestionable de determinadas personalidades que, en tanto su imagen no fue fijada en una foto, habían pasado inadvertidas: Esopo, Dante, Milton, Goethe, etcétera. Eso sí, una vez identificados, todo el mundo quería fotografiarse en su compañía, aflorar a su lado en los sombríos rosas, ya azules y pronto amarillos, definida más y más la imagen según los colores parecían coagularse, y a continuación, obtenida la foto, obtener el autógrafo que avalase por escrito el valor memorable de la prueba, así como chocar con ellos la copa en un afanoso brindis con el que habría de culminar aquel encuentro que, a partir de entonces, sería relatado por sus descendientes de generación en generación. El champán inevitablemente derramado les impulsaba puerilmente a descorchar nuevas botellas aunque fuese para mojarse el cogote y conjurar así la buena suerte, una vez tras otra, tantos más taponazos cuanto más abundante era la espuma derramada.
Los grandes espejos repetían indefinidamente la escena, el empeño de los improvisados fotógrafos en obtener fotos que, entre otras cosas, recogían su propia imagen en el acto de tomar una foto reflejada en espejos y espejos, repetida en fotos y fotos de espejos. Fue precisamente a través de uno de esos espejos como pillé al Moro intentando unirse a un brindis como si nada hubiese pasado, pero de la botella que había descorchado no salió sino aire fétido y una gruesa mosca, todo un augurio.
Resulta difícil, en la práctica, distinguir el indeseable de la persona cuya mera presencia se hace incómoda a los comensales. Así Aurea o Aurora, en su deambular solitario, llevando una blusa de cuello alto, como de enfermera o comadrona, pero de seda blanca, a fin de cubrir en lo posible la herida inferida a su yugular en un hotel de Manila o en el Hotel Manila de Barcelona, no tengo tiempo ni ganas para preocuparme por estos detalles. Y esas personas que nadie acierta a saber por quién han sido invitadas, ese épicier que va dando la razón a cuantos interlocutores consigue, sea cual fuere el tema, como a fin de tener la oportunidad, a su vez, de repetir y repetir que la importancia de Cataluña es perfectamente comparable a la de Francia, y no sólo desde el punto de vista paisajístico, en lo que concierne a sus respectivas bellezas naturales, sino, más globalmente, en todos los órdenes. Y a la que se hace un silencio, suspira, o mejor aspira, y exclama, quelle belle journée!
Cuando todo aquel parloteo se me hacía fatigoso en exceso, cambiaba de canal, y de este modo seguía contemplándoles, obsequioso como todo buen anfitrión, mientras escuchaba Las Bodas de Fígaro, asintiendo con un gesto de cabeza a la pregunta de alguna Barbarina, denegando cortés pero firmemente la petición de algún Cherubino; de vez en cuando cambiaba nuevamente de canal y escuchaba la adaptación radiofónica de Las Bodas de Camacho, o un curso de inglés que reproducía la alocución de Satanás a su corte de ángeles caídos, o incluso un reportaje en directo sobre el desarrollo del banquete. Y fue gracias a ese reportaje, advertido como quien dice por el locutor, que sorprendí al Moro en plena maniobra de fotografiarme a traición, riendo como un diablo tras sus grisosas barbas, un pobre diablo al que la foto no podía salirle más que como le salió, velada. Mi foto, por el contrario, le captó al vuelo, todavía riendo con prematuro júbilo, reducido a su real insignificancia en aquella toma que abarcaba el conjunto de la fiesta en su conjunto, presentes todos los presentes a excepción de mí en calidad de centro, de ojo de aquella cámara cuyo ángulo visual de 360° sólo dejaba fuera al autor de la foto, visible, a lo sumo, en el reflejo de algún que otro espejo.
Nuestros invitados de honor se hallaban literalmente acaparados por un grupo de chicos y chicas que acababan de remontar el río en un yate anfibio, gente joven de esa que sólo en razón de tal juventud se hace perdonar su conducta irreflexiva y sus maneras imprudentes, así como esa impresión que dan de estar todo el rato compartiendo sus respectivos sexos. Dignas de elogio, por el contrario, la inventiva y la pericia que habían demostrado al remontar con éxito los bancos de arena que dificultan la navegación de ríos como el Tordera, de tan exiguo caudal salvo en caso de crecida y eventual desbordamiento. Los chicos parecían hallarse especialmente atraídos por la figura de Dante, sin que ello fuera obstáculo para que el sentido de la atracción discurriese asimismo a la inversa.
La embriaguez del alcohol, que alborota los más bajos instintos de la naturaleza humana, contribuyó de forma decisiva a la degradación de una atmósfera inicialmente apacible, a crear entre los asistentes un clima de mala educación, cuando no de franca hostilidad. Así, esas alusiones a la Nochebuena y a la Noche Vieja, como fingiendo ignorar el aspecto más importante de la celebración: el final feliz de una obra, de una autobiografía que es en cierto modo la autobiografía de todos, siendo la coincidencia de fechas una mera forma de dar mayor relieve al acontecimiento. Y esa insistencia por parte de ciertos convidados en brindar por una presunta respuesta que yo había dado, cuando era notorio que nadie me había dirigido pregunta alguna. El desasosiego producido por esa serie de pequeños incidentes fue la causa directa de que dejase olvidada mi copa sobre algún mantel. Y lo que es peor: también un libro que llevaba en la mano. Y es que, verdaderamente, como en una de esas representaciones pictóricas del Juicio Final, sólo que a la inversa, hordas de réprobos trepando fuego arriba con ayuda de diablos y serpientes, como al encuentro de esos justos que, por su parte, desde sus radiantes alturas, no parecen sino estar derribando del centro de la gloria a sus legítimos ocupantes, precipitándoles como pueden hacia esa marea de manos vengadoras que suben y suben, así, en verdad, la fiesta convertida en orgía y en pandemonium el plácido banquete. Sic transit deorum gloria!
El brindis fue precedido de unas breves palabras en las que el homenajeado glosó el significado del acto, al tiempo que agradecía de corazón a los allí presentes las múltiples atenciones de las que estaba siendo objeto. Ironizó con finura sobre quienes no encontraban nada de sorprendente en su perfecto conocimiento de las circunstancias que habían concurrido en la muerte del joven Carlos y fustigó sin contemplaciones a cuantos osaban calificar de patético el recurso a la lógica de un silogismo por parte de quien, atribuyéndose toda clase de poderes extraordinarios, hacía de dicho silogismo la prueba última de la realidad de tales poderes. Tras diversas puntualizaciones, se refirió a la existencia de una mal intencionada maniobra contra la que no tenía otro remedio que ponerles en guardia, puso de manifiesto la doblez de determinadas personas, así como la presencia de traidores, usurpadores y falsarios, cada vez más embarullado el discurso, sea por deficiencias técnicas, interferencias, cruces o defectuoso funcionamiento de los auriculares en lo que a selección de canales se refiere, superpuestas ahora sus palabras a las del Contino de Las Bodas de Fígaro.
De signo eminentemente moralista, la prédica no tardó en centrarse en los excesos a los que de por sí tiende la juventud y, más exactamente, en los peligros que entrañan tales excesos, esa costumbre en apariencia tan inocente de pasarse el tiempo compartiendo los respectivos sexos. El camino tomado por el joven Carlos, por poner un ejemplo de todos conocido, un camino que, iniciado en sus perversos juegos infantiles, no podía conducirle más que a donde le había conducido, un camino plagado de toda clase de desviaciones y, en especial, de indiscriminados abusos sexuales, cuando, como presa de fiebre, en estado de ebriedad o locura, telefoneaba imperioso a su Mariana ordenándole que viniese a visitarle de inmediato y sin bragas, y así, no bien ella acudía obediente y se arrodillaba a los pies de la cama, ofreciéndole la grupa, poder penetrarla al instante con sólo levantarle la falda. Ebriedad o locura que, bien a continuación, bien justo antes de poseer a Mariana, le iban a llevar una vez más a la sauna, en blanco los ojos, tenía por costumbre entregarse a los hombres allí presentes, hombres y más hombres que, bajo la batuta de Modesto Pírez, el viejo anticuario, con cara de Lolly Loker, le poseían colectiva y reiteradamente, como insuflándole la fuerza precisa para volver con Mariana, de igual forma, y en virtud del mismo principio, que sus desahogos sexuales con Mariana le llevaban de nuevo a la sauna, permanentemente acuciado en sus oscilaciones pendulares por el temor a contraer la enfermedad infamante, tal si, más que huir, corriese al encuentro de aquel fatal desenlace en la trastienda de una farmacia.
Acompañando al sonido a manera de ilustraciones del discurso, los espejos, convertidos en improvisadas pantallas, ofrecían diversas imágenes –la boca entreabierta de Mariana mientras era penetrada, el acoplamiento de varios cuerpos en las ardientes turbulencias de la sauna– como por circuito cerrado. De hecho, la proyección objetiva de mis propias visiones, ahora también visibles para los comensales.
En el jardín, la audición era todavía más clara, y además se estaba a salvo de las molestias que ocasionan los focos de la televisión, calor, deslumbramiento, etcétera. Allí eran las caras externas de las ventanas las que hacían las veces de pantalla, y en ellas se proyectaban las mismas escenas que dentro repetían los espejos, detalles de la actividad organizada en la sauna en torno al joven Carlos, no menor el contraste entre su físico y el de aquellos hombres que ahora le aupaban para mejor penetrarle –calvas y pelos grises y pálidas barrigas y rodillas peladas– que el creado por una de esas luminosas deidades al manifestarse ante los atónitos trabajadores de una fragua o ante un grupo de borrachos entregados a torvas libaciones. También era posible seleccionar escenas ya proyectadas o pedir una ampliación de datos, bastando para ello pulsar el botón correspondiente. Así, a los pocos instantes de solicitar un informe sobre determinada persona, en la pantalla aparecía una foto tipo pasaporte del interesado, Modesto Pírez, pongamos por caso, y sobre su efigie, como letreros que anuncian el reparto de una película y demás datos de la ficha técnica, se iban sucediendo los antecedentes precisos para proveer al solicitante de la más completa información, desde edad, lugar de nacimiento y filiación (54 años, Barcelona, hijo de Modesto y Patrocinio, personas vinculadas al Movimiento, Delegación de Trabajo y Sección Femenina respectivamente, ambos naturales de Murcia), profesión (anticuario) y estado civil (s.), hasta grupo sanguíneo, tensión arterial, cicatrices (circuncisión tardía), tamaño pene (normal), prótesis dentarias (tres puentes), calificación bancaria (muy positiva), estado esfínter (normal), etcétera. Mi padre conoció a tu padre, dijo con sonrisa afable.
A semejanza de ese primer rayo de sol que, colándose en el interior de una habitación, termina por sacar del más profundo de los sueños al durmiente, ignorante hasta ese momento del nuevo día que amanece, así, a semejanza de ese rayo de sol, algo había que, como bien subrayaba el mensaje, por fuerza tenía que representar, incluso para el más obnubilado de los mortales, el anuncio de un importante acontecimiento. Tal impresión, más que de un hecho preciso, dimanaba del conjunto, de la mera presencia del joven Carlos, de sus ojos de luna y de la corona de laurel y las colgantes guirnaldas que llevaba, como si en un claro del bosque se hallase danzando, en un claro del bosque y no en una sauna; de su manera de manifestarse, sí, pero también de su manera de integrarse en la acción, hecho uno de esos faunillos de verga en perpetua erección y aberturas inferior y superior en forma de trompetilla, para después saltar sobre Mariana, como si, igual que el pitorro de un cántaro proyecta hacia fuera el agua tomada por el orificio de entrada, igual que ese cántaro, devolviese a través de su órgano penetrante cuanto había recibido a través de su órgano receptor, o como si éste constituyera la labiada corola de una flor cuyo tallo, traspasándole el bajo vientre, asomara enhiesto por la parte anterior. Y tened todos bien presente que así como híbrido fue el caos inicial, esa luz y esa sombra que habían de estructurarse en un orden, fruto híbrido es también su producto final en la medida en que este final significa en verdad un nuevo nacimiento.
¡No temáis que la luz os deslumbre, vosotros que estáis en la oscuridad! ¡La luz os hará ver lo que no veíais en la oscuridad! ¿Cómo sin la luz ibais a estar atentos a los grandes cambios que se avecinan? ¿Quién, desde la oscuridad, hubiera sido capaz de captar los signos, los anuncios, el carácter precursor de ese gran hermafrodita que fue el Bautista? ¿Qué otra cosa es el ciclo vital sino el permanente alumbramiento que genera la actividad, para muchos nefanda, de transmitir de continuo la materia a la vez que el espíritu? ¿Qué otro significado tenía para Orfeo la invención de la música? ¿Qué nos dice si no el Bautista con su ejemplo, en qué consistían si no sus prácticas de iniciación, dando a la vez que recibiendo una nueva vida en las aguas del río? ¿A qué responde su sacrificio sino a los furores de una mujer disconforme y celosa de esa difusión de vida que hubiera deseado para sí sola? ¿En qué se diferencia su sacrificio del de Orfeo a manos de las furias? ¿Tan distinto resulta el sacrificio del joven Carlos si consideramos la etiología de las alergias, la presencia de esa alergia insólita, quién sabe por qué y por quién inducida? ¿Qué es el hermafrodita sino el signo vivo de la fertilidad original, el anuncio de un nuevo ámbito, de un nuevo recién nacido, a la vez que del final de algo, la última luz de ese viejo a la vez que vieja cuya extinción precede necesariamente a todo nuevo nacimiento? ¿No podría incluso proclamarse que su función precursora y su función final, ese trágico y necesario final, son una sola y misma cosa? ¡Grabad este mensaje en vuestros corazones!
Así como Lucifer, inicialmente hincado en lo más profundo del Infierno, terminó por destacar como el Coloso muy por encima de las más altas montañas, así vosotros podéis encontrar en vuestro propio ojo la luz de esa pupila que constituye el centro del Paraíso, esa luz que, reflejada en su reflejo, da fuego a vuestra propia pupila, y descubrir entonces que el Paraíso está en vosotros, que vosotros sois el Paraíso. ¡No, no basta ser dioses! Porque yo os exhorto, sí, a crear a imagen y semejanza vuestra esos nuevos mundos no descubiertos que lleváis dentro, esos nuevos Paraísos, esos nuevos Infiernos. Pero, al igual que un nuevo mundo, yo os invito a crear también el nuevo padre eterno que ha de presidirlo desde ese punto único donde coinciden Infierno y Paraíso. ¡Cread creadores!
Del mismo modo que el hijo se venga del padre en los territorios del sueño y, por debajo del nivel de la conciencia, en las construcciones imaginarias en general, así el padre se venga a su vez del hijo atribuyéndole cuantas maldades y perversiones, a duras penas contenidas, anidan en su interior, uno y otro compitiendo en la tarea de proyectar sobre la parte contraria los aspectos más tenebrosos o más humillantes de sí mismo.
De ahí que la ambigüedad de la operación de crear, el valor ambivalente de los horrores que proyectamos sobre otros en la ignorancia de que nos pertenecen, ese hijo que atribuye al padre –Noé, Saturno– las experiencias más ridículas y vergonzantes, o que hace víctima a la madre del más despiadado de los crímenes, sin ni tan siquiera cobrar conciencia de que lo hace. O, en sentido inverso, cargar sobre la propia descendencia los actos más execrables, esto es, los actos que secretamente hubiéramos realizado de haber cobrado conciencia de que ansiábamos realizarlos.
Dos objeciones que hacer al desarrollo del convite: la insistencia con que se comenta que no es Nochebuena sino la víspera o antevíspera de Nochebuena, como si se pretendiera sembrar el equívoco y la duda respecto al motivo y circunstancias de esta celebración. Y, más grave aún, el rumor que se hace correr entre los invitados, esa historia de que me dedico a verter falsas acusaciones sobre un desgraciado convecino, un verdadero infeliz al que hago responsable de las mayores monstruosidades, un pobre diablo que ni siquiera existe, un personaje que me he inventado a fin de que cargue con mis propias atrocidades y maquinaciones. ¡Como si nadie hubiera perturbado jamás una celebración navideña vestido de rojo como un diablo! ¡Como si fuera yo quien lo hubiera hecho disfrazado de Papá Noel! Comentarios maliciosos hechos por lo bajo, en la creencia, se diría, de que tal vez escapan así a mi control. ¿Y si yo les dijese a esos invitados que ni parecen verme que el mal no es otra cosa que un aspecto de mí mismo, algo que campea a sus anchas mientras yo duermo, y que si ahora me durmiera, como es frecuente en los viejos, capaz sería de destruirles a todos?
Con independencia de que funcionen o no los auriculares, de que los altavoces difundan o no mi mensaje en el jardín, aquel que quiera oírme podrá hacerlo, a partir de ahora, sin interferencias de ningún género. Pues quiero que quede constancia, no sólo pública sino también por escrito, de que así como el joven Carlos es el verdadero autor de su Diario y Ricardo lo es de su Libro, el legado del que os hago herederos no tiene otro autor que yo. Carlos, lector de todos ellos en su calidad de transcriptor y depositario, así puede atestiguarlo, y a él consultaréis a este respecto. Pero el problema no se plantea hoy, lo sé de sobras; el problema se planteará cuando, desaparecidos así Carlos como todos vosotros, llegue el momento de la atribución errónea, de la obra apócrifa. Se trata, en definitiva, de que, llegado ese momento, cuando menos el contenido del presente mensaje no pueda ser erróneamente atribuido a otro autor que yo. Esto es lo que quiero que quede bien claro y por ello lo afirmo explícitamente, a sabiendas de que una cosa es tener ojos para leer y otra, por desgracia muy distinta, saber leer lo que está escrito. ¿Qué mayor evidencia, en efecto, que el superior conocimiento por mí demostrado, no ya de la dinámica de la creación en general y de la obra del joven Carlos y de Ricardo en particular, sino asimismo de cuanto concierne a la vida de uno y otro, a la muerte de uno y otro? ¿Qué conocimiento superior acerca de mí tenía Ricardo –por ni mencionar siquiera al joven Carlos, ya que es una personalidad como la de Ricardo a la que obviamente se le atribuiría la obra–, si hacemos salvedad de esa capacidad de la que a veces da muestras el ser humano, en circunstancias como la del accidente en que Ricardo encontró la muerte, no ya de reconstruir su vida en la fracción de un segundo, sino de inventar otras y otras hasta el extremo de convertir el propio final en el final de una invención? ¿Iba yo a ser entonces creación suya de principio a fin, sea como fulgurante visión global sobrevenida en el momento del accidente, sea como resultado de una minuciosa labor por él planeada y desarrollada en el curso de los años, hipótesis ambas igualmente inaceptables desde todos los puntos de vista, el de la lógica incluido? Pregúntese si no aquel para quien cuanto afirmo resulta inconcebible –ya que para él hablo– cómo explicar mi irrefutable conocimiento de los hechos. Pues una de dos: o se me cree porque cuanto digo es cierto, o no se me cree, y entonces hay que probar que no es cierto, cosa que no resulta precisamente más sencilla que probar que es cierto. Tales son los términos de un correcto planteamiento del dilema.
¿Cuántas cosas sobre sí mismo no ignoraba Ricardo? ¿Sabía acaso que había estado en Vilasacra muchos años antes de lo que él consideraba la primera vez? ¿Que también desde entonces conocía a Margarita? ¿Que juntos fueron a merendar a la Font de les Delícies? Al poco de acabar la guerra, con otros primos y primas y otros niños y niñas pertenecientes a las familias de la colonia veraniega del pueblo, en el curso de una de esas excursiones que se realizaban como para propiciar una inmediata recuperación de los hábitos perdidos en el verano del 36, como para encerrar en un paréntesis cuanto desde entonces había acontecido. Para Ricardo, un recuerdo confuso que nunca supo dónde situar, no muy seguro de que correspondiese a una realidad antes que a un sueño; para Margarita, algo que había olvidado por completo. También estaban presentes Joaquín y Jaime y hasta la pequeña Magda, siguiendo los pasos sin saberlo de las señoritas de Vilasacra de antes. Todavía me parece verlos ensartando fresas en finos tallos de hierba, buscando violetas, bebiendo casi como por obligación del agua burbujeante, habitual pretexto de la excursión.
La enfermera me informó de que en el office, al abrir la cámara frigorífica, sobre una bandeja, habían encontrado un conejo desollado en avanzado estado de descomposición. Esto es que se fue la luz, dijo. Pude observar que bajo la bata blanca le asomaban los bordes de un vestido negro. Sonreía, como es su costumbre cuando tiene ocasión de ser ordinaria y desagradable, sin que por ello se suavicen sus rasgos de zombi vietnamita.
Como si en lugar de diciembre fuese junio, luz y oscuridad mantenían su presencia simultánea, sol de medianoche en la línea del horizonte y, por debajo de esa línea, el paisaje sombrío, un efecto similar al de la noche americana o al de una película en color proyectada de súbito en blanco y negro. A levante, nubes retorcidas, traspasadas aquí y allá de claridad lunar, se configuraban en una colosal masa de músculos, en un iracundo y gesticulante atleta que planeaba sobre los relieves ensombrecidos de la montaña. Un espectáculo que era toda una invitación a olvidarse de la fiesta, de los invitados y del mensaje a ellos dirigido, con sólo tomar la grabadora, oprimir un botón y borrar el contenido de estas cintas desde la primera palabra hasta la última.