I
De las mujeres me atrae únicamente el cuerpo. O mejor: determinadas partes del cuerpo. Eso no significa, ni que decir tiene, que prefiera los hombres: en modo alguno. He tenido amantes masculinos, en ocasiones creí amarlos; hasta llegué a estar casada. Pero el cuerpo del hombre, incluso en el mejor de los casos, cuando se trata de un cuerpo joven y hermoso, es árido y duro, áspero al tacto, lo menos adecuado para incitar a una caricia o buscar en él recogimiento. Cuanto me atrae de los hombres, su sentido de la amistad, su claridad en el trato, el carácter consecuente de su pensamiento, pertenece al dominio del espíritu, no del cuerpo. Exactamente lo contrario de lo que sucede con la mujer, de lo que la mujer es: pura invitación al amor el cuerpo y a la contemplación absorta el oscuro mecanismo síquico que encierra, lascivia y crueldad posesiva entremezcladas a una ilimitada capacidad de traición. De ahí que si alguna vez he creído estar enamorada de un hombre, jamás he llegado al extremo de creer que estaba enamorada de una mujer.
Cuando era joven, mejor dicho, cuando tenía alrededor de veinte años en lugar de alrededor de cuarenta, tuve toda clase de experiencias. Y desde entonces no he dejado de tenerlas. Por eso puedo hablar como hablo, decir lo que digo. Porque –y no sólo durante mi primera época parisina– he tenido ocasión de probarlo todo. Incluso he practicado el amor como un hombre suele hacerlo con otro hombre. Pues bien, la conclusión que con los años se me ha ido imponiendo por sí misma es la siguiente: en lo que al hombre concierne, más que aspectos de su cuerpo, me han atraído, podrían atraerme todavía, determinadas proyecciones de ese cuerpo sólo hasta cierto punto físicas: la mirada, la voz, la risa, la sonrisa, la forma de moverse.
En cuanto a las mujeres, lo que menos me gusta es, precisamente, el conjunto de la persona. Su modo de ser y, sobre todo, de actuar: esa manera tan suya de seducir, y una vez alcanzado el objetivo, disponer a su arbitrio de la felicidad o desgracia de su presa. Pero lo peor es la convicción que parece imbuirlas de conseguir más por las malas que por las buenas, y el hecho de que, por lo general, no les falten motivos para pensarlo. Sólo, por lo general, con otras personas; no conmigo. Conmigo no valen chantajes, y las traiciones –consustanciales, se diría, a la especie– encuentran siempre en mí la respuesta que se merecen. No por venganza; tampoco por amor, desde luego. Nada más lejos ya de mí que la pretensión de amar o ser amada, ni de convertir en sana venganza un amor contrariado. Simplemente quiero lo que es mío. Que no me quiten lo que me pertenece ni, menos aún, que me tomen por tonta. Debo aclarar, por otra parte, que no sé lo que son los celos, y que si hay alguien por quien nunca he sentido compasión es por mí misma.
Quizá sea demasiado concisa en mis afirmaciones, pero lo cierto es que me exaspera la incontinencia verbal de las mujeres. Cuando hablan de sus problemas, de sus cosas, todo como en una de esas novelas ambientadas en París que escriben los que son de fuera, obligándose a una concreción de la que, en el caso de cualquier otra ciudad, se sentirían eximidos: nombres de calles y plazas, parques, hoteles, el nombre del barman o el de la patrona del bistrot, cosas que a nadie interesan y, menos que a nadie, a los propios parisinos, ya que vivir en París no es ni un mérito ni una profesión, y semejante retahíla no tiene mayor interés que las explicaciones que a través de un micro va dando a los pasmados turistas el guía de una de esas excursiones en autocar que, en un solo día, muestran lo esencial de una ciudad a visitantes con prisas o simplemente desdichados.
En contrapartida, existe quizá un encanto mayor en conquistar a una mujer que a un hombre: hacerle morder el cebo de su propia seducción, caer en la trampa que ella misma ha tendido, dejarla enredarse en los hilos que ha ido tejiendo, auxiliarla en la tarea de cortarse la retirada, de corromper los principios que le sirven de amparo; toda una operación de largo alcance donde, como si de un puzzle se tratase, la recompensa reside en la dificultad que entraña y lo paciente se torna sugestivo, siendo Cadaqués punto privilegiado para su desarrollo, tal si sus habituales se sintieran libres en la medida en que alejados del confortable hogar barcelonés. Esas casadas que se desahogan con una, a sabiendas, sin duda, de que una tiene fama de lesbiana, a modo de instintiva coquetería: el marido, sus torpezas, su tacañería, su incapacidad de entenderlas, lo harta que las tiene, el asco que sienten cuando las toca. Supongo que cualquier dama de las que así me habla y que se debe creer una original, se sorprendería de lo frecuente que son esta clase de confesiones, la violencia expresiva con que son expuestas, no ya para interesarnos ni mucho menos por necesidad de contar a alguien lo que les pasa, cuanto por el deseo de que eso, lo que nos cuenta, se repita y comente, lo harta que fulanita llega a estar del pelma de menganito, la mauvaise milk que es capaz de gastar, lo independiente y de cuidado que ella es, etcétera, exhibicionismos y jactancias que no por más aparentes que otra cosa, más de cara a la galería que de trascendencia práctica, una tiene por qué desaprovechar si la ocasión que se nos brinda lo merece, ya que basta con tomarles la palabra al pie de la letra.
Estas reflexiones lúcidas, escuetas, concisas y, como es natural, debidamente estructuradas, desprovistas del magma de otras mil ideas, sentimientos y aun sensaciones, son el resultado, en el recuerdo, de aquella siesta en Cadaqués, cuando, con la perspectiva que ofrecían las semanas transcurridas desde el comienzo de los hechos, me entregué a la tarea, insomne, solitaria, de reconstruirlos y analizarlos, a partir del furor inicial que rodeó el descubrimiento de lo sucedido.
Los cabos estaban todos en mis manos y ni se me había ocurrido atarlos. Lo hice y, eso sí, de un modo fulminante, aquella noche de un 27 de junio de recuerdo aciago. Pero sólo cuando, vencida por el sueño, me retiré a dormir y, ya en la cama, me encontré con que algo me impedía conciliar ese sueño ansiado, sensibilizada, como sin duda estaba por mi radar particular, por uno de esos golpes de intuición que, lo mismo que un relámpago, parecen iluminarme en todo momento decisivo. Resulta casi humillante reconocerlo: que a una mujer como yo, a quien una de las últimas cosas de las que se la puede tildar es de ingenua, de que carece de sentido crítico, le pueda pasar eso igual que a una imbécil. Haberme dormido sobre mis laureles, ésta era precisamente la intuición que me mantenía despierta, el hecho contra el que me alertaba mi sexto sentido. Algo que, por supuesto, presupone la existencia de laureles. La seguridad derivada de mi situación dominante respecto a Camila, en este caso; de la confianza en mi penetración sicológica, en mi clarividencia. Una confianza que inevitablemente termina por dar paso al exceso de confianza, circunstancia tradicionalmente propiciatoria de todo ataque por sorpresa. Una confortable sensación de seguridad fundada en mi sentimiento de superioridad respecto a Camila, una mujer que si bien posee todas las cualidades que puedan ser halladas en una mujer –de no ser así, nunca hubiera llegado a ser mi amante–, posee también todos los defectos inherentes, por las razones que sean, a su condición. Y, asimismo, una total sensación de seguridad respecto a Roberto, un hombre lo suficientemente anodino –o vulgar, lo que se llama un hortera, basta ya de circunloquios– como para no despertar la más mínima suspicacia en cualquier persona con cierta clase: uno de esos tipos simpáticos y casi divertidos que van dejando secar su seso de año en año, al sol de las playas. Además, por lo que se ve, o por lo que pretende, medio argentino. Un Robert Taylor argentino. La versión dulzona de uno de esos seres canallescos que tanto abundan en las playas de por aquí, luciendo su piel bronceada y su discutible virilidad, entregados a la caza de la pobre secretaria centroeuropea de turno, localización y conquista que, gracias a su mucho oficio, llevan a cabo con precisión de ornitólogo, cobrándose un plus o comisión por el dinero que le ayudan a gastar y, encima, se ríen de ella –que no entiende lo que se dice– ante los amigos, no te preocupes, nena, tú a lo que ya sabes, a lo tuyo, puntualizando innecesariamente qué es lo suyo con toda clase de obscenas precisiones; uno de esos seres canallescos. Resumiendo: las dos facetas de mi error: considerar en menos a ese Roberto, considerar en más –incapaz de caer tan bajo– a Camila.
Y entonces, no menos divagante mi cuerpo que mi mente, ni dando menos vueltas sobre sí mismo en el intento inútil de dormir, los hilos parecieron entretejerse, formar una trama. Había dejado a Camila y a nuestro apasionante huésped a solas en el celler, entregados a uno de esos insustanciales flirteos que tanto complacen a Camila, sobre todo cuando bebe champán. La conozco, sé que lo necesita, y siempre me ha parecido cruel privarla de expansiones, en definitiva, tan inocentes.
Se habían conocido –nos habíamos conocido, según él, el Robert Taylor argentino– en casa de alguien, circunstancia de la que, por supuesto, nada recuerdo. Y seguimos tropezándonos con él a cada paso, uno de esos zánganos inevitables en lugares como Cadaqués. Total, que aquella noche, después de coincidir en nuestro restorán preferido y tomar una copa en el Hostal, Camila le propuso tomar una más, la última, en casa. Yo me sentía fatigada pero accedí en atención a Camila, a sus caprichos, a sus arrechuchos de vitalidad, de consecuencias tan impensables como con frecuencia estimulantes, resueltos en insaciable actividad erótica, cosa, ésta sí, mucho más previsible y, ni que decir tiene, siempre presente en mis cálculos. El celler, el champán, los números de Camila, sus tangos, su maquillaje estilo años treinta, sus disfraces –o semidesnudeces–, su forma de mimar la actuación de una cabaretera: lo de costumbre. A mí me da más bien por una melodía norteamericana de la época de nuestros padres –The smoke gets into your eyes–, cuando no de nuestros abuelos –Ivette Gilbert–, y asomarme al embarcadero particular, a mirar embelesada el agua, sus luces nocturnas; cuando pongo la Misa Solemnis quiere decir que ya estoy irrecuperable, desenlace que, algunos días, puede provocar el champán mejor que cualquier otra bebida tras la primera fase de exaltación que le es característica, ese peculiar desplome con que responde nuestro organismo por motivos cuya naturaleza específica desconozco, aunque nunca andan lejos de estados tales como cierta fatiga previa, fatiga o hastío, así como de un intento de forzarnos a superar tal estado, de un apresuramiento excesivo, en consecuencia, en vaciar las copas. Aquella noche me dio por poner Core Ingrato, lo que significa –aparte de cierto reblandecimiento sentimental– que, si me da el aire, todavía puedo espabilarme lo suficiente como para decidir que ya es hora de recoger velas. En el embarcadero me dio el aire, y fue allí donde decidí despedirme lo más discretamente posible, irme a la cama y dejarles que siguieran bebiendo y bailando tangos, casi sin que ellos se dieran cuenta de que yo me retiraba, por más que Camila podía estar más que habituada a este modo tan mío de dejar que la fiesta siga su curso, elemental, por otra parte, para toda persona de verdadera clase.
Se diría que necesitaba llevar un buen rato dando vueltas en la cama, desnuda, abrazada a la almohada como una niña en mis esfuerzos por dormir, para que, sin saber cómo, viniese a mi memoria lo de la postal y, casi simultáneamente, la relación entre esa postal y lo que bien pudiera estar pasando en el celler. Una postal de lo más vulgar –la típica vista de Piccadilly Circus– con un grafismo ilegible por todo texto, dirigida a Camila. Había saltado al suelo desde su bolso aquella mañana, mientras tomábamos un Martini en la terraza del Marítim, cuando yo empecé a hurgar entre sus cosas en busca de fuego. Lo malo de las postales es que ni siquiera te enteras de quién te las manda, recuerdo que comentó. Y sólo entonces, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, desnuda y como una niña abrazada a mi almohada, recordé otro comentario, éste de nuestro apuesto Robert Taylor, un rato antes, abajo, relativo a su reciente estancia en Londres, justamente en Londres. Casi simultáneamente se me impuso una pregunta: ¿a qué se debía la tardanza de Camila? Mejor: ¿por qué alargaba tanto con un pelma del calibre de nuestro apuesto galán? Me arropé en un albornoz de este tono bordeaux que tan bien me sienta –odio las batas, los saltos de cama y todas esas prendas que la gente considera picantes– y tiré escaleras abajo como un águila perdicera que cae sobre su presa. No parecieron enterarse de mi irrupción, los dos a media luz, como dicen los tangos, uno de esos tangos que sonaban y sonaban sin que ellos le prestaran mayor atención, así tendidos en el sofá, desnudos, perfectamente acoplada la simetría invertida de sus cuerpos, entregados ambos con aplicación a esas prácticas que los hombres piensan que nos vuelven locas y para las que ellos suelen estar tan escasamente dotados. No os mováis, por favor, tuve que decir a fin de hacerles abandonar tan torpe artesanía. ¡Os voy a sacar una foto!
Me sería del todo imposible reconstruir el mundo de ideas y sentimientos que parecía ahogarme en aquel instante preciso, mientras se deshacía ante mis ojos el cuadro que me había encontrado, súbitamente desbaratada su composición, una sensación de ahogo tan aguda que realmente resulta poco menos que inconcebible que pudiera haber hablado como hablé, con tanta serenidad y dominio de mí misma. Respecto a Camila, respecto a aquella pobre mujer que corría hacia mí y se agazapaba a mis pies, sollozando, balbuceando, intentando cubrir su desnudez con lo que fuera, como una por segunda vez infausta Eva, ¿qué pensamientos, qué deseos podía yo abrigar sino el de no verla más, apartarla de mí, como fuera, saber que se encontraba lo más lejos posible? Y, al mismo tiempo, tenerla cerca, a mano, para hundirla, para destrozar su vida y no perderme el espectáculo. En lo que al apuesto Robert Taylor se refiere, sacarlo simplemente a patadas, ya que no hay ley, por desgracia, que autorice, en estos casos, sacarlo a tiros. ¿Qué otras consideraciones podía sugerir a cualquiera semejante show, Camila aferrándose a mis pies desnudos y yo zafándome, desprendiéndome de su cuerpo como de un perro excesivamente cariñoso o de una rata que intenta trepar por nuestras piernas, en tanto que él se iba vistiendo, ridículo –los calcetines, los calzoncillos y todo eso– a la vez que cachazudo, como inerte, un tipo canallesco cuyo lógico final hubieran sido las aguas de nuestro embarcadero, caso de haber pirañas en el Mediterráneo, pequeños peces multitudinarios que, en pocos minutos, destruyeran toda prueba de la ejecución? Tuvo que ser la propia Camila quien, increpándole, insultándole, maldiciéndole –por supuesto que en defensa propia– acabara conminándole a irse de una vez, a desaparecer, bastante mal nos había ya hecho abusando de su embriaguez y, sobre todo, de mi confianza, él, él que no era más que un pobre desgraciado. La bajeza que supone esa manera tan femenina de revolverse contra el ser con el que se ha estado yaciendo casi le valió mi aplauso, por lo que de respaldo a mi particular punto de vista pudiera representar, y únicamente el aspecto bufo de la situación –casi una escenificación– impidió que me manifestara en este sentido, ella a mis pies y él adormecido en una poltrona. No hay que dar importancia a este tipo de cosas, dijo el muy imbécil incorporándose; en Argentina son muy frecuentes. Broche de oro a toda una actuación, perfecta despedida –ahora que finalmente se ibapara un sujeto como él, un ser canallesco provisto de todos los trucos de conquistador barato, empezando por la típica medallita que cuelga en flecha sobre el vello pectoral que, en su descenso, parece señalar a su vez directamente al sexo, aquel abultamiento pulposo que nuestro gaucho cuidaba bien de realzar lo más posible. Uno de esos donjuanes de verano que, cuando la temporada toca a su fin, se saca de la manga los problemas que le plantea la mujer y lo mucho que quiere a los chicos y demás coartadas por el estilo, tras las que inevitablemente se escudan los casados o semicasados cuando quieren dar por terminada una aventura. Trucos de este género.
Camila me siguió escaleras arriba, se interpuso entre la puerta y el marco para evitar que me encerrase en la habitación, se hizo un ovillo junto a la cabecera de la cama, sobrecogida; mientras mi furor estallaba de nuevo, su onda expansiva cobrando mayor y mayor amplitud. La apartaba a manotazos, le gritaba que se fuera, que hiciera inmediatamente las maletas, que no se le ocurriera dejarse ver nunca más. Las palabras y expresiones utilizadas fueron, ni que decir tiene, mucho más crudas, como corresponde a tales estados de ánimo, por lo que sería innecesario y hasta impropio transcribirlas. Ella, por su parte, la muy imbécil, repetía y repetía que había cometido una tontería, sí, pero que era una tontería sin importancia; que, de cualquier forma, ella hubiera sido la primera en contarme lo sucedido, la tontería aquella, la historia de cómo pudo llegar a dejarse seducir por un pobre desgraciado, algo incluso gracioso de puro disparatado, lo mucho que nos hubiéramos reído juntas, (¡reído juntas!), después, al comentarlo, el más absurdo de los disparates, bien mirado. Casi reía al decirlo, entre sollozos, y volvía a preguntarme, mejor, a preguntarse, que cómo, que por qué había bajado.
Dormía, dije. Y soñé que en el celler había dos serpientes entrelazadas. Me desperté con esa imagen y bajé.
Pero la imagen que volvía a mi memoria mientras así le hablaba era la obscena simetría de aquellos dos cuerpos desnudos y, más que el tango que les arrullaba cuando hice mi entrada, era el Catari, Catari de Core Ingrato la música que sonaba y resonaba en mi cerebro, el disco que yo misma les había hecho oír varias veces antes de retirarme, sumida ya en la flotación que produce el champán y que tanto propicia la sublimación romántica –camuflada de ironía– de esa clase de expansiones a las que una fue sensible cuando creía estar enamorada. Cosas de otros tiempos, para mí muy lejanas, ya por completo fuera de la influencia de tales estados anímicos, ya simple mecánica repetitiva, fruto de la fatiga producida por una parodia que –con independencia de lo que iba a ocurrir, antes incluso de que me retirase lo más discretamente posible– ya estaba durando demasiado.
Los abrazos de Camila se hicieron cada vez más estrechos y apasionados, caricias envolventes lo que al comienzo eran tímidas aproximaciones, suscitándose así, imperceptiblemente, una mutación paulatina en el signo de la disputa. Cambio táctico que, de haberle ofrecido yo antes la oportunidad, de habérsele ocurrido a Camila ponerlo en práctica desde el principio, acaso hubiera evitado que mi violencia verbal, ya que no mi energía física, alcanzase tales extremos. Lo cierto es que, a sabiendas o no de lo que se hacía, con cálculo o sin él, lo hacía bien. De vez en cuando nos quedábamos dormidas, y si un rescoldo de lo sucedido, como reavivándose, me sacaba bruscamente de mi sueño y me acometía de nuevo el furor insaciable –me hubiera resultado difícil precisar en cada momento a qué género pertenecía ese furor–, Camila lo aplacaba una vez más, con especial frenesí a partir del momento en que, sea por un lapsus, sea por lo que sea, le prohibí volver a verle, que el argentino y ella volvieran a verse en su vida, exigencia que, respecto a mi absoluto rechazo inicial de ambos, suponía obviamente un cambio de actitud por mi parte, y un estímulo para ella en la prosecución del camino emprendido. Un camino –furia y delicia en alternancia– cuyos aspectos agradables yo no dejaba de aprovechar, ni tenía por qué hacerlo, tanto cuanto que se me estaban revelando dos facetas de mi propio erotismo hasta entonces ignoradas, ya que no por completo desconocidas: el placer que me producía el amor no exento de violencia –tirar del pelo, arañar, morder, etcétera–, una violencia más que justificada por las circunstancias, y el acicate, más oscuro en sus raíces, con más elementos sicológicos que directamente físicos en el estímulo, suscitado por la idea de que aquel cuerpo en el que así me ensañaba, al que así poseía, acababa de ser gozado por otro cuerpo, el de un varón. Fue una noche, o mejor, un amanecer, o mejor, una mañana realmente inolvidable, ya que, cuando finalmente conseguí dormirme, tanto los ruidos de la calle como la franja de sol que se colaba entre ambas cortinas, indicaban hasta qué punto se hallaba avanzado el curso del día.
Best celler: imposible más impecable. Como si, más que el decorado de cuanto se había desarrollado allí tan pocas horas antes, se tratase más bien de la siempre idéntica a sí misma sala de un museo. Impoluta, como si aparte del champán derramado, las botellas vacías, las velas consumidas, los discos diseminados y las esparcidas prendas que sirvieron de disfraces, y aparte, sobre todo, del desorden y el olor a colillas, allí no hubiese pasado nada y nadie hubiese oído la música, las voces, los gritos, los lloros, ni resultara extraño que yo me levantase a mediodía y que Camila siguiera durmiendo o, al menos, encerrada en su habitación, de la que no habría de salir hasta la noche. Conocía la eficacia profesional de Herminia, así como su discreción, la total apariencia de normalidad con que acogía por ejemplo eso, el hecho de que Camila siguiera durmiendo –o fuera incapaz de levantarse– todo el día. Una actitud por completo merecedora de mi elogio, aunque, por razones obvias, no hiciera el caso manifestárselo, faltaría más. A diferencia de ella, que sabía encubrir perfectamente la curiosidad morbosa y las prácticas de espionaje consustanciales a todo doméstico, para Emilia y Constantino tal disciplina debía de constituir algo superior a sus fuerzas. Así, Constantino, con su gorra marinera en la mano, no supo renunciar al goce de preguntarme, solícito y respetuoso, si todavía pensaba realizar la excursión en barca prevista desde la víspera. Yo le dije que tal vez saldríamos de pesca al atardecer; que esperase. Y desde la terraza, mientras almorzaba, tuve ocasión de presenciar su aparición en el embarcadero, mascullando para sí solo, maldiciéndome, seguramente: subirse a la barca, parar el motor y sentarse junto al timón sin dejar de renegar, en cuclillas, como un niño que hace sus necesidades. No soporto esa clase de cazurrería, esas expresiones como de cándida inocencia, de seriedad ansiosa, sólo traicionadas por el goce irreprimible que produce en el inferior cualquier desgracia o contratiempo, por menudo que sea, que afecte al superior, a quien está encima de su nivel en todos los aspectos; los sentimientos de júbilo, de tosca burla, que en tales mentes limitadas suscita el –a su entender– justo castigo a la fortuna, al placer, a cuanto de espléndido hay en la vida: la cuchufleta infame, el rebuzno sempiterno del bajo pueblo.
Emilia, la mujer, es más hipócrita y también, por su mayor inteligencia, más ladina, más consciente de que, dada su condición de pescadores que no pescan –como todos los de Cadaqués, por otra parte–, estar a mi servicio, ocuparse de mi barca y de mi casa, a la que, aparte de algún que otro fin de semana, no vamos más que en verano –y menos aún, tal vez, en el futuro, imposible como se está poniendo el pueblo, adocenado, vencido por el mal gusto snob y por esa fama de costumbres disipadas que no trae sino gentuza–, constituye un verdadero chollo que más de un matrimonio quisiera para sí, teniendo en cuenta lo que les pago. Por eso disimula mejor; por eso, aquella misma tarde, a la primera oportunidad, iban a tener una bronca –la tendría él: ella se encargaría bien de pegársela–: por la impertinencia, por la cazurrería embrutecida con que él se la juega, con que los dos se juegan el puesto. Lo sabe ella mejor que yo y de ahí sus broncas, sus agarradas, sus peloteras, que debían de oírlas hasta los pulpos y demás bichos que habitan las aguas del embarcadero. Con que somos ignorantes, pues somos malos, recuerdo que me vino a decir una vez Constantino –sin poder evitar ni siquiera entonces una especie de sonrisa placentera– a propósito de una enérgica reprimenda provocada por ya no sé qué clase de trastada.
Puse en marcha el tocadiscos, de forma que, mediante el dispositivo automático, Core Ingrato sonara una y otra vez, y almorcé al sol, en la terraza, gafas oscuras amparando mis ojos del mar resplandeciente, alisado por la tramontana. Y como la tramontana, así mi mente, lúcida, diáfana, cristalina. Y también como ella, como la firmeza implacable de su impulso, mis propósitos. Era como si la pasada furia hubiese desencadenado en mi interior un proceso de renovación que sentía expanderse dentro de mí como se expande la tramontana sobre las aguas a partir de la orilla, una especie de vigor, más aún, de sensación de omnipotencia, similar a ese ímpetu incontenible que posee al caballo no bien siente que las puertas de la cuadra se abren a una hermosa mañana. Y, por encima de todo, ansiaba emplearme a fondo en la tarea no ya de trazar las líneas maestras de la estrategia a seguir, sino, sobre todo, de llevarla a cabo inexorablemente, de ponerme de inmediato manos a la obra. A todas ésas, devoraba vorazmente mi ensalada de tomate y mi filete bien saignant de por lo menos media libra, que Herminia, con su habitual tacto, había dispuesto por propia iniciativa junto a una botella de blanco frío –el tinto no me gusta. Se trata de uno de mis menús preferidos con independencia de sus cualidades, más que verificadas, de riqueza alimenticia, ligereza y valor energético, combinación a la vez sana y estimulante, por más que la gente venga con historias como la de que una persona puede vivir exclusivamente de espinacas a la crema y tonterías por el estilo.
Fue tal vez el estímulo que proporciona la vista incomparable de la bahía desde mi terraza, añadido al que de por sí trae la tramontana. El hecho es que, henchida o no por estímulos exteriores, era no ya una fuerza nueva lo que sentía crecer en mí, un poder hasta entonces desconocido, una sensación como de fiebre que parecía situar a mi alcance cuanto quisiera proponerme, no ya eso, sino más bien como si en mi interior hubiese verdaderamente nacido un ser nuevo, una niña como la que fui, pero, lejos de los factores constrictivos que inhibieron mi infancia, dotada tanto de todas las facultades que caracterizan a la mujer adulta, como de lo que incluso cabría considerar, en razón misma de su omnipotencia, rasgos propios de una nueva especie de mujer. A semejanza del águila que parece brotar de una peña cuando despliega las alas, así, también como un ave que emprende el vuelo, el despertar de esta mujer nueva.
En ese estado superior, que a tan pocos y tan raramente es posible alcanzar, el plan de acción se me ofreció como un todo, a modo casi de un organigrama del que sólo fuera preciso desglosar, para su examen, los diversos puntos concretos en que se hallaba articulado. El plan tenía un presupuesto: la evidencia de que Camila y su flamante Robert Taylor argentino se conocían desde tiempo atrás, de que no había sido aquél su primer encuentro ni tampoco iba a ser el último. El cómo, el dónde y demás detalles de su ligue, carecen por completo de interés, ya que hoy día esas cosas se dan en cualquier parte, a diferencia de antes, cuando el gigoló –la figura más asimilable, sin duda, a nuestro gaucho– constituía un fenómeno privativo de los lugares mínimamente selectos. Lo que realmente importaba era tener bien clara la idea de que la peor maniobra que yo podía haber hecho, dada la situación, hubiera sido abandonar Cadaqués. Llevarme a Camila a Barcelona, por ejemplo, donde la pareja hubiera disfrutado de todas las facilidades para reencontrarse, pretextos, complicidades, nidos secretos, etcétera. Lo mismo podía decirse, en mayor o menor grado, de otros lugares –y debo admitir que pensé en varios, Venecia, Estambul, Tahití– donde nunca llegaría a estar segura, por lejanos que fueran, de que no habíamos sido seguidas.
No: mi terreno era Cadaqués y allí debía jugarse la partida; un terreno que controlaba a la perfección, tanto por sus dimensiones –todo a mano– cuanto por mi conocimiento de sus habituales y asiduos, de sus hábitos, de sus debilidades, de sus horarios, de sus secretos más íntimos en buen número de casos. Y, elegido el terreno, sería también yo quien eligiese, no ya las reglas del juego, sino el mismo juego a jugar en cada momento, el que más me conviniera según las circunstancias. Esto es: más que cortar por lo sano el gran amor que, al menos Camila, debía de creer estar viviendo, medida contraproducente a corto plazo por el enardecimiento que en esta clase de asuntos suelen provocar temporalmente los obstáculos, las adversidades, más que actuar de este modo, la táctica a seguir, en lo que a mí respecta, consistía, muy al contrario, en procurar facilitarles el trato, encuentros frecuentes y, en lo posible, superficiales, de forma que la afanosa búsqueda de nuevas ocasiones de traicionarme, a la que presumiblemente se habrían de entregar ambos, pendientes siempre del riesgo de ser descubiertos, terminase por resultarles tan angustiosa como agotadora. Y eso por tiempo indefinido, sin puntualizar fechas, sin determinar la duración de nuestra estancia en Cadaqués. O mejor: concretar al máximo para luego ir postergándolo todo, ir dejando para más tarde nuestra partida de Cadaqués tantas veces como pareciese aconsejable; que los alardes gauchescos del gigoló, en suma, se fueran gastando por el roce, desgastando contra las condiciones de furtividad a las que les obligaba. Que la ruptura o, con más precisión, el abandono, dejarlo correr, acabase representando para ambos una especie de liberación. Sofocar el fuego con una manta, el principio que informa todo asedio. O, más vulgarmente, que se cocieran en su propia salsa. Todo salvo permitir que me robaran lo que era mío. No romper con Camila, no cedérsela a nadie, no renunciar a nada. Muy al contrario: vencer como fuera a mis antagonistas, obtener su rendición, hacerles reconocer su derrota. Y sólo entonces, tras la victoria, desprenderme, si así me apeteciera, de Camila.
En cualquier caso, en lo que al futuro de nuestras relaciones se refiere, estaba claro que no podían volver a ser las de antes. Y que si yo decidía permitirle que continuase a mi lado –cosa que estaba por ver, asunto en más de un aspecto problemático–, la supeditación de su voluntad a la mía debía ser total, sin matices, sin falsas apariencias que desfigurasen la crudeza del hecho. La natural supeditación, en definitiva, de una sierva, lo que ella es respecto a mí en lo que a supeditación económica se refiere, ni más ni menos que una sierva, viviendo como vive a mi costa, aunque hasta el momento, por razones de pura delicadeza, no le haya exigido, en lógica contrapartida, vivir también a merced de mi capricho. Ciertamente Camila debiera haber pensado todo eso antes y no después, cuando resultase ya del todo innecesario pensárselo dos veces para saber que una experiencia como la que me había brindado era simplemente irrepetible. Como bien dijo alguien antes que yo: si hoy te evita, te buscará pronto; si hoy no los toma, querrá dar regalos; si no ama, te hablará de querer, pesándole, pronto.
Por lo demás, las maniobras tácticas y las iniciativas imprevisibles que pudieran modificar mi plan de actuación dependían de las vicisitudes que el mismo desarrollo de los acontecimientos fuese haciendo aconsejables. Lo que en modo alguno estaba dispuesta a tolerar es que se repitiera lo de mi historia con la muy apropiadamente llamada Maldonado, Francisca Maldonado, una actriz teatral de cierto renombre en el Madrid de hará unos quince o veinte años, el número de años, aproximadamente, que ella me llevaba; vamos, que me lleva, aunque nada he vuelto a saber de ella, ni ganas. Yo era poco más que una niña por aquel entonces, y la amaba con toda la ingenuidad apasionada clásica de esa edad. Vivíamos en Madrid, o mejor, yo vivía con ella en Madrid, aunque a tal edad resulte imposible comprender el matiz. Fue una hermosa aventura que concluyó, por motivos que ahora no vienen al caso, de la manera más destemplada, brutal y cínica; imperdonable, realmente, respecto a una joven apenas salida de la adolescencia. Eso sí: una de las pocas veces –mientras duró– en que Madrid me pareció una ciudad satisfactoria; la única, probablemente. Como para llamarla Madridgi, en italiano.
O que se burlaran de mí. Ni siquiera que lo intentaran. Como la W. L., aquella muchacha norteamericana –una de esas chicas americanas que caen por Cadaqués– que el otro verano tuvo la osadía de pretender robarme a Camila –naturalmente sin éxito– recurriendo a todos los sofismas de las lesbianillas que se disfrazan de feministas. Y eso con todo el descaro, con la impertinencia del crítico que, aureolado de joven promesa, irrumpe en las páginas del TLS o similar publicación estreñida, llevado de su juvenil intolerancia, de su agresividad conservadora, de la imperiosidad de sus deseos homosexuales y, sobre todo, de la tonalidad ciclamen de su corbata de seda.
De los hombres, lo que más me irrita es esa especie de aura que parecen irradiar cuando se sienten presa de un complejo de superioridad, seguros de sí mismos como jóvenes dioses. Y si tal espíritu olímpico se manifiesta con especial frecuencia en los años mozos –París, en mi memoria, está repleto de esta clase de deidades–, hay casos en los que el fenómeno no hace sino acentuarse con los años; y no sin motivo, a veces, que esto es lo peor del asunto. Pues lo cierto es que hay dos clases de aura, y que una de ellas es real, verificable, que responde a una cualidad tangible, como en alguno (especialmente en uno, muy especialmente) de esos amigos de mi época de estudiante de idiomas en París, a la que acabo de referirme. Pero lo más normal es que la presunta aura –como en lo que a nuestro gaucho se refiere– sea simple brillo de bisutería, quincalla de disfraz teatral, esplendores de Kohol y rímel y de pelo fijado con gomina, propios de un galán de la época del tango o, más próximo a nosotros, el particular esplendor que dimana de ese físico de tenista y esas maneras dinámicas y esa agudeza un poco cínica que caracterizan al hombre de nuestro tiempo. Auras que se esfuman ante el primer accidente, la nube breve que ensombrece una vasta extensión de paisaje, la ráfaga de lluvia que desbarata todo el esmero de un peinado.
Una de las cosas que siempre me ha chocado al respecto es la íntima maravilla de los hombres, el orgullo infantil que les desborda, tras la primera unión sexual con su conquista –seducción, violación o lo que sea–, cuando, al menos formalmente, han cumplido con éxito. Éxito formal –desde su punto de vista: erección, penetración, ah, ah, ah, y todo esoque, muy equivocadamente, les lleva a presumir que el disfrute de la mujer ha discurrido a un ritmo y una intensidad paralelas, que su afortunada pareja ha compartido plenamente el placer que ellos han –o creen haberexperimentado. Y, en consecuencia, por poca que sea la maña con que han resuelto el compromiso, parecen sentirse como más seguros tanto de su mujercita –es decir: de la fidelidad que ella les guarda, irremplazables como son, inútil como sería aventurarse con otro– cuanto de sus amores ocasionales y, en último término –o en primero–, de sí mismos. Esa preocupación maniática acerca de si todo ha ido bien, esa obsesión por saber, por estar seguro de que una lo ha pasado como nunca o, al menos, mejor que de costumbre, vamos, no peor que otras veces por lo menos; una insistencia que no puede sino llevarnos a pensar que, a fin de cuentas, acaso sea él quien lo ha pasado peor. La preocupación es comprensible en los hombres escasamente dotados –la mayoría–, aunque, con mucha frecuencia, sean los más torpes los también más despreocupados. Pero lo realmente curioso es que tal preocupación se da, asimismo, entre las raras excepciones a la regla, entre hombres provistos no ya de oficio amatorio, sino, sobre todo, de sensibilidad y tacto. Pienso que, probablemente, lo que quisieran oír no es que lo hacen bien sino que lo hacen mejor, mejor que cualquier otro. El inevitable espíritu competitivo que, contra lo que generalmente se cree, está mucho más arraigado en el hombre que en nosotras, y justamente en el sentido más anatómico y materialista: tamaño, duración, capacidad reiterativa, etcétera. El hecho es que si una les dice que sí, que todo ha ido muy bien –aunque no sea cierto–, nos lo agradecen como si lo que nos debieran fuese la vida; incluso a sabiendas de que posiblemente no somos sinceras. Pero, sea cierto o no lo sea, si llegan a convencerse, a autoconvencerse, de que para nosotras él es el mejor, es entonces cuando adoptan esa actitud característica del perdonavidas, del perdonaorgasmos, del que sabe que nos vuelve locas a todas y cada una, sin margen de escapatoria, con sus zafias manipulaciones.
Lo que más me subleva, no obstante, lo que ya me resulta por completo incomprensible y escapa casi a mis límites de tolerancia, es la imbécil complicidad que las mujeres, con su comportamiento, les prestan graciosamente. Será que temen ser consideradas frígidas, será que no dejan de considerar un desprestigio haber tenido trato asiduo con un probado incompetente, el hecho es que rara vez admiten su insatisfacción. Tiene que tratarse poco menos que de una payasada, algo que hicieron en estado de etilismo agudo o similar circunstancia, para que opten por hacerlo. Y tal reserva la mantienen no sólo de cara a la nulidad que se han conseguido por amante, sino también, y sobre todo, de cara a sus amigas más íntimas, aquellas que teóricamente gozan de su total confianza; son, simplemente, confidencias que no se hacen jamás. En mis años de París, cuando más experiencias acumulé a este respecto, pude comprobarlo a la perfección. Ni la mayor parte de los hombres sabe hacer el amor, ni las mujeres se atreven a confesárselo.
París. Es curiosa esa tendencia inconsciente que se tiene a cargar en la cuenta de determinados lugares, ciudades, pueblos, paisajes y hasta casas, el recuerdo de las aventuras amorosas que tuvieron tales lugares por escenario, así felices como desgraciadas, siendo, de acuerdo con ese resultado, positiva o negativa, respectivamente, la impresión dejada en el recuerdo por esos lugares. Positiva respecto a París y Londres, por ejemplo. Como a Cadaqués. Negativa respecto a Madrid. Lo mismo que respecto a Sète, un lugar, no obstante, de indudable atractivo, cosa que demuestra hasta qué punto son independientes de todo criterio objetivo las tendencias a las que me estoy refiriendo. Y lo mismo también, en general, respecto a los paisajes verdes y frescos, parecidos al de Aiguaviva, en La Selva, la finca que se vendió mi madre. En este caso, más que de impresión –cuando fue vendida no debía tener yo más de seis o siete años, edad insuficiente para aventuras amorosas propiamente dichas– habría que hablar de predisposición inhibitoria. Claro que si se me pregunta el por qué, la causa de una predisposición de este género, como en tantas otras conclusiones a las que he ido llegando por mí misma, verificables pero indemostrables, nada podré contestar. Lo que sí podría hacer –y tal vez lo haga algún día, si me convenzo de que el esfuerzo merece la pena– es desarrollar un esquema teórico relativo a esta y otras causas de predisposiciones inhibitorias –prendas, palabras, objetos, incluso nombres propios– por lo menos tan válido como lo del complejo de castración y todas esas teorías que se inventan, no sin la astucia suficiente, no obstante, para que, por el mero hecho de calificarlas de tontas, quede incluida yo, a partir de sus formulaciones, entre las víctimas de tal complejo. Sólo que no menos invulnerables que este tipo de ocurrencias serán asimismo mis construcciones teóricas.
Cadaqués, en cambio, siempre me ha sido un lugar especialmente propicio. Son tantos los estímulos y vitalidad que allí me alientan que, lo noto, soy totalmente consciente de ello, la gente llega a tenerme miedo. Yo sé que allí, en mi terreno, ganaré siempre, que nada ni nadie podrán batirme. Una convicción que, soporte o impulso, me poseía plenamente aquel famoso 27 de junio, mientras almorzaba con excelente apetito al sol de la terraza, perfecta forma física que en nada desmerecía de la lucidez de mi mente. Aceptar la crueldad de lo que es como es: saber que Camila no me quería pero que yo la quería conservar a mi lado por puro y simple egoísmo, por amor propio, por respeto a mí misma, la razón que se prefiera. A fin de cuentas, tampoco yo estaba enamorada ni remotamente de Camila. Pero sólo a fuerza de clarividencia es posible el tránsito de la formulación de un estado de cosas al establecimiento de un plan de actuación como el que establecí entonces, cuando no disponía de ninguno de los elementos –no hablo aún de claves– que estarían en mi poder unos dos meses después, a principios de septiembre –pasado ya lo de Port de la Selva–, la tarde en que, a la hora de la siesta, como vencido mi ánimo por la inminencia de la victoria, renunciando a toda recapitulación, a toda reflexión, a todo cálculo, terminó por imponérseme el recuerdo de aquel amor loco al que nos entregamos Camila y yo tras la escena del celler, allí, en la misma habitación, en la misma cama. Aquella siesta al calor de la tarde, mientras con las rendijas de sol, llegaban las voces de fuera, nada más lejano al ruido callejero de Barcelona, de cualquier ciudad, que ese peculiar arrullo de palabras perdidas, de cuerpos próximos, de sombras que giran en la penumbra del techo. Y yo, desnuda sobre la cama, sintiendo a impulsos de mi memoria disparada que, como alguien ya nos dejó escrito, otra vez Eros, el que afloja los miembros, me atolondra, dulce y amargo, irresistible bicho; sintiendo su opresiva presencia, sintiéndome su presa, llegando a experimentar una excitación en modo alguno menor que la de entonces, un goce superior al goce recordado.