I

9 Sept. La belleza física reside en el cuerpo, pero sólo reside, ya que sólo hasta cierto punto su naturaleza es en verdad física. Junto a rasgos propiamente físicos, una determinada armonía de líneas, una determinada calidad de piel, del cabello, de los dientes, hay rasgos que, con todo y manifestarse en el cuerpo, superpuestos a los rasgos físicos, no son de naturaleza física. Su ámbito, más que al cuerpo, pertenece al espíritu, a lo que antaño se llamaba el alma, una palabra a la que me parece una lástima haber renunciado, dado su alto valor analógico, cuando lo que con ella se quiere designar es el conjunto de factores síquicos que en el cuerpo tienen su asiento y seguirán teniéndolo hasta que la muerte los separe, todo igual que en una de esas pinturas primitivas que nos muestran el alma inmortal en trance de abandonar la cárcel que para ella fue el cuerpo perecedero, ese cuerpo que ahora exhala, exangüe, su último aliento. Y ello aunque hoy sepamos que las potencias síquicas que constituyen lo que antes se denominaba el alma, así como sus perturbaciones, los soles y lunas de la locura, son mera exteriorización de una oscura cadena de reacciones químicas. En definitiva, cuando te refieres al carácter anímico de tal o cual rasgo físico, todo el mundo te entiende.

Claro que la actitud normal es otra. Cuando la gente alude a la belleza concreta de un cuerpo concreto, no parece sino que lo haga respecto a un todo fragmentable en las diversas partes que lo componen, a un producto susceptible de ser desmontado en elementos de serie: tetas, culo, labios de arriba y de abajo, y ello siempre de acuerdo con un ideal de estandarización establecido de antemano, un ideal que permita clasificarlos en razón de su mayor o menor aproximación al modelo. Para mí, en cambio, está claro que hasta el aspecto de un culo obedece, más que a su propia materialidad, a las órdenes que el cuerpo recibe desde esa área de sombras donde se configura lo que llamamos personalidad.

En un rostro, en su rostro, ¿es la belleza en sí de los ojos lo que manda o es la mirada? ¿La línea estilizada de esos ojos o los pliegues que forman los párpados superiores en su encuentro con los inferiores, rasgos que, así como los meandros de un río son producto no tanto de un capricho del cauce cuanto del fluir del agua, así, de igual modo, no son esos rasgos movimiento fijado, expresión impresa en la materia? ¿Son sus labios o es su sonrisa, o será más bien, como sucede con los ojos, la huella del gesto que conforma la comisura de sus labios lo que da su verdadera peculiaridad a la expresión de su boca? ¿Es acaso obra de un peluquero ese vuelo del pelo que acompaña sus movimientos de cabeza? ¿Cabe afirmar que ese movimiento o vuelo, ese gesto de párpados y de labios, son algo propiamente físico? ¿Serían iguales en ella los cabellos, los ojos y la boca, una vez muerta, con todo y seguir siendo los mismos? ¿No es esa identidad lo primero que desaparece con la muerte, lo que de inmediato convierte a un muerto en un extraño, bruscamente despojado el cuerpo de las manifestaciones visibles de cuanto en él había de invisible?

No es que estuviese a punto de saludarme como se saluda a una persona que se cree conocer y no se sabe de qué. Fue como si nosotros mismos nos presentásemos el uno al otro cuando nuestras miradas se cruzaron y ella desvió la suya. Justamente lo que yo sabía que ella iba a hacer, no ya al verla, sino antes de verla, antes de doblar la esquina, pues fue en ese momento, fracciones de segundo antes de tropezarme con ella, cuando supe que iba a tener lugar el encuentro. Descartado un don adivinatorio que no poseo, sólo se me ocurre pensar que tal certidumbre no fue sino el residuo de uno de esos sueños que se interrumpen cuando uno despierta, y que, aunque generalmente luego se olvidan, no por eso dejan de inquietarnos sus atisbos durante el resto del día. Sea como fuere, esto es exactamente lo que sucedió: al doblar la esquina de la calle donde ella y yo vivimos, en la acera de su lado, por la que ahora se iba aproximando con la mirada puesta en los escaparates de una boutique. Y fue al apartar la vista del escaparate cuando su mirada se cruzó con la mía y ella desvió la suya.

Yo seguí caminando sin volverme poseído por una sensación de aturdimiento y extrañeza sólo comparable a la que puede generar una vuelta por la feria de belenes que poco antes de Navidad suele instalarse en los contornos de la catedral, encontrarse de pronto en pleno despliegue de movimiento, sumido en aquel vaho de frescor y rutilancias y villancicos que se expande sobre el área afectada, deambulando entre los tenderetes, entre musgo y muérdago y agujas de abeto, entre olores fugaces, ni sólo a clorofila ni sólo a marihuana, singular atmósfera constituida en base no tanto a lo que es afín y entonado cuanto a lo que resulta chillón y disonante, matracas picassianas, apretujones, floristas con aspecto de campesina soviética, vibrantes víboras de papel, flautas de terracota, las caras del público como flotando sobre un confuso amontonamiento de ropas de abrigo, expresiones ora aleladas, ora perversas, la cómplice fascinación suscitada por la figura del cagador, el brillo codicioso de un diente de oro, y, a modo de réplica de todo aquello, acorde lo pequeño con lo grande, el detalle con la panorámica, a modo de concordancia, la expresión de la señora que tenemos al lado, que contempla lo que nosotros estamos contemplando, una de esas reposadas mujeres de la pequeña burguesía barcelonesa que tanto tienen en común con un repostero de Nuremberg, plácida la reposada redondez de su presencia física, de su cara, de sus ojos de pesados párpados, de sus trepados y reteñidos rizos, plácida, sí, aunque no por ello menos jovial y hasta pícara, con ese aire de escuchar la tonadilla de una cajita de música que asume quien, ensimismado, va pensando en las buenas ventas realizadas y en la apacible pipa de porcelana que le aguarda tras la frugal cena sólidamente preparada para ambos por la amada esposa, no bien acabe de cerrar la tienda y todo sea calma en el hogar. Como si más que mercado aquello fuese campamento y la gente allí congregada allí permaneciera en vez de llegar y marcharse, las calles de los alrededores ofrecían un aspecto tranquilo, desahogado, y se diría que hasta los escaparates de los comercios –artesanía, libros de lance, antigüedadeseran una invitación al sosiego. Desde el interior de la tienda, poco menos que integrado en la composición de un tapiz flamenco, el anticuario me observaba con aire risueño, casi como si estuviésemos conversando. Y me hallaba yo mirando aún los pequeños objetos expuestos en primer término, contra el cristal, cuando sonó un repiqueteo de campanillas y el anticuario apareció en la puerta. ¿Vendes algo?, me preguntó. Si tú vendes, yo compro.

10 Sept. La observación de su ventana ha llegado a convertirse en una verdadera actividad refleja, como fumar sin siquiera darse cuenta o conducir mientras se habla de lo que sea. Puedo pasarme toda la tarde ante mi mesa, de cara a la ventana, sin que la visión de las ventanas del otro lado de la calle y, más concretamente, de su ventana, me estorbe para nada, tanto si lo que hago es estudiar, como si escribo mi diario o escucho música; mi capacidad de concentración no se ve alterada en ningún caso. Y esto, no desde lo del otro día, sino desde hace años. Al contrario: lo del otro día bien hubiera podido alterar mi atención durante una buena temporada, crear una interferencia entre mis libros y su ventana, de no ser por la de años que llevo compaginando ambas cosas, factor éste –la repetición en el tiempo– consustancial, me imagino, al proceso que permite que un acto determinado se convierta en acción refleja. Me había levantado a mear, o tal vez a estirar las piernas, y mientras paseaba por mi habitación, arriba y abajo, se me ocurrió mear, no lo recuerdo exactamente ni tiene mayor importancia. El hecho es que acababa de mear, así como, según tengo por costumbre hacer a continuación, de aclararme el capullo en el lavabo. El baño comunica directamente con mi habitación, así que, distraído, con la cabeza en otras cosas, me encontré avanzando hacia la ventana con el pene todavía fuera, dándole esas sacudidas que se dan justo antes de guardarlo. Fue entonces cuando advertí su presencia allí enfrente, tras los cristales de su ventana, como lo demuestra inequívocamente el hecho de que, al ver que yo me daba cuenta de que ella estaba mirándome, los visillos cayeran de inmediato. Ella siguió allí, no obstante, algo retirada, ahora mirando a través de los visillos, en la ignorancia, sin duda, de que su silueta continuaba siendo perfectamente visible desde el otro lado de la calle, así como de que su ventana no era para mí una ventana más, una de tantas del otro lado de la calle, sino precisamente su ventana, la única entre las muchas que quedan por encima de las copas de los árboles que merecía mi atención. Volví a mi mesa y me senté haciendo como que me enfrascaba en la lectura de mis libros, pero sólo la perdí de vista cuando ella se retiró definitivamente.

Hoy, a la misma hora, he repetido puntualmente la ceremonia. Y salvo en el hecho de que ella atisbaba desde el principio al amparo de los visillos, con la seguridad del que cree hallarse en un santuario, ha vuelto a suceder exactamente lo del otro día. Salvo, asimismo, en lo que a otro detalle se refiere: la parsimoniosa operación de guardarme de nuevo el pene ha venido dificultada por el hecho de que, para entonces, lo tenía ya en estado de total erección.

12 Sept. Esta tarde me ha telefoneado Mariana para concretar la hora. Yo le he pedido excusas por olvidar que habíamos quedado en salir juntos; pero me había pasado eso, lo había olvidado, y ahora tenía otro compromiso. Mi olvido no le ha hecho ninguna gracia, sobre todo porque me conoce lo bastante como para saber que yo no tengo esta clase de olvidos. El motivo, para ella, seguro que habrá sido lo de menos; está más que acostumbrada a mis cambios de humor. Y hubiera supuesto una ofensa inútil explicarle que tenía una cita más importante, mucho más importante.

No parece, sin embargo, que mi fidelidad para con esa otra cita se haya visto recompensada: su ventana debía de estar medio entornada y la brisa que movía los visillos me impedía distinguir a ciencia cierta si era o no era su silueta la sombra que se divisaba en segundo término. En cualquier caso, al menos por mi parte, el ceremonial se ha repetido hasta en su más mínimo detalle, erección incluida. El único elemento simulado –ni que decir tiene– es lo de ir a mear. Se trata sólo de una convención, pero mantenerla me parece tan importante como, en una obra narrativa, el que la ficción cobre realidad autónoma.

La lástima es que la tarde se presentaba propicia, con todo y no saber en qué sentido se presentaba propicia, con todo y no saber, tampoco, qué coño podía hacer yo aparte de repetir una vez más el ceremonial, por muy propicio que se presentara todo. Mi estado de ánimo era el de quien se encuentra a la espera de algo que, a manera de contraseña, le marque una pauta de actuación. Y la contraseña no se produjo.

Por otra parte, la sensación de que la tarde me era propicia no pasaba de ser eso, pura sensación subjetiva, desvinculada por entero de la señal esperada, sin posibilidad alguna de suscitarla o estimularla. Una sensación, en definitiva, asentada en el hecho de que me encontraba solo en casa, que es cuando uno se siente más a sus anchas, cuando el servicio tiene la tarde libre y mi madre está fuera, jugando al bridge con unas amigas, y mi padre se quedará en el despacho hasta que pueda despachar a gusto con su secretaria, en cuanto salga el resto del personal. Desde luego que lo del bridge de mi madre bien pudiera ser tan sólo una tapadera; algo debe de hacer para conservar esa cualidad de leche fresca que todavía tiene su tez, y es sabido que no hay método más eficaz que el ejercicio erótico. A fin de cuentas, seguro que el único punto de acuerdo entre ella y mi padre será el de que cada uno lleve su vida cuidando de mantener las formas; de ahí lo de la tapadera. En una ocasión, no obstante, llegó poco menos que a fugarse con un joven que conoció en el curso de un crucero por el Mediterráneo, un maltés, y mi padre parecía el ogro de un cuento de niños. Luego todo volvió a los cauces de siempre, mi madre con un aspecto inmejorable.

La norma, sin embargo, tanto en lo que se refiere a mi madre como a mi padre, es cuidar con esmero la imagen pública de su matrimonio. El por qué lo hacen es para mí un misterio, pero el hecho es que ambos parecen preferir continuar juntos, como si temieran que separados no iban a poder seguir tan de cerca los efectos que cada uno inflinge al otro, que cada uno recibe del otro. Y eso desde mis primeros recuerdos, cuando mi madre me llevaba con ella a visitar a un amigo que veraneaba en el mismo pueblo que nosotros. Por lo general se veían en su casa, y yo jugaba en un jardín donde había cañas de bambú, pero me divertía más cuando se encontraban en un enorme yate que él tenía, que aún tiene, y me dejaban explorar la cubierta bajo la vigilancia de un marinero. Yo sabía de sobras que aquello era un secreto entre ella y yo, algo que no debía contar a nadie.

Fue por aquel entonces cuando descubrí el significado de la palabra torpe, aunque no sabría precisar en qué circunstancias concretas, en qué momento, a consecuencia de qué. Y, en realidad, mi descubrimiento se refería no tanto al significado de la palabra cuanto a que ese significado no coincidía con el que hasta entonces le había atribuido. Cierta vez que mi padre me había asustado, probablemente a consecuencia de alguna de sus bromas, de no menor mala sombra para un niño que para un adulto, recuerdo que mi madre, tomándome en brazos, le dijo: no seas torpe. Y yo pensé, y así seguí creyéndolo durante años, que con lo de torpe se refería a esa calidad como de ladrillo que tiene su cara, a ese aspecto de terracota que se adquiere a fuerza de tomar el sol tanto en invierno como en verano, así como al carácter abrupto que en consecuencia tomaba cualquier cosa que dijera, cualquier expresión que adoptara, características todas ellas que contrastaban desagradablemente con esa cualidad como de leche fresca, a la que antes hice mención, que es propia de mi madre. También en este caso tenía conciencia de que se trataba de un secreto, de que era una palabra que no podía pronunciarse sin riesgo a conjurar, precisamente, la más torpe de sus reacciones. Por eso se lo decía en voz baja, por dentro, cuando se hallaba cerca, y a gritos, entonces sí, cuando se hallaba lejos y no me oía: ¡Torpe! ¡Torpe! ¡Torpe!

14 Sept. Pacientemente atento a la ventana de enfrente, sin evidencia alguna de no haber actuado una vez más para un espectador ausente –la persiana a medio bajar, los visillos quietos, ni el más mínimo movimiento–, me ha venido a la memoria el día en que dio comienzo mi relación con ella. No recuerdo la fecha, el año. Sólo recuerdo que entonces iba al cole en lugar de a la uni y que fue a comienzos de verano, una tarde calurosa en la que yo preparaba mis exámenes mientras fuera sonaban intermitentes los estallidos de los petardos y el silbido de los cohetes que, con menor convicción cada año, anuncian la inminente verbena de San Juan. Empezaba a oscurecer y, al otro lado de la calle, a contraponiente, se veía alguna luz encendida. Fue durante ese largo intervalo en que la claridad decrece y se aquietan las hojas de los árboles cuando algo sustrajo mi atención de aquel mirar sin ver las luces que se encendían, algo que, en la medida en que escapaba a este reclamo, en la medida en que estaba sucediendo a la luz natural, era escasamente susceptible de atraer la atención de todo aquel que no se encontrara en mi situación, sentado a una mesa ante una de tantas ventanas del otro lado de la calle. Más aún: frente por frente de aquella ventana, al mismo nivel una que otra, en un mismo plano, como si de una prolongación de mi piso se tratase, como si fuera al otro extremo de mi piso donde la mujer hubiera hecho su aparición, una mujer moviéndose precipitadamente, seguida de un hombre que la abraza y la besa mientras, como venciendo cierta resistencia, la atrae hacia una cama sobre la que terminan por caer juntos. Aunque lo único de la cama que entra en mi campo visual es el último tercio, la agitación que se percibe es suficientemente expresiva respecto a lo que está ocurriendo. El abrazo es breve, apenas unos minutos, y el primero que reaparece, metiéndose los pliegues de la camisa en los pantalones, es el hombre. Pasa a la habitación de al lado, la sala de estar, también con ventana de fachada, para seguir hacia el fondo, pasillo adentro. Quien ahora vuelve al campo visual es la mujer, asimismo como ajustándose la ropa, y entra en una contigua al dormitorio, sin duda el cuarto de baño. Cuando reaparece viste una prenda larga de color negro, tipo camisón o bata ligera; enciende la luz y baja la persiana. Momentos más tarde pasa a la habitación de al lado, la sala, y enciende también las luces. Sus movimientos son suaves pero precisos: cierra la puerta del pasillo, se dirige a un rincón, tal vez para poner un disco, y luego al rincón opuesto, donde se sirve un vaso de algo, whisky, a juzgar por la forma del vaso. Como al objeto de confirmarlo, abandona la pieza para volver instantes más tarde con un recipiente blanco de forma cúbica: el hielo. Cierra de nuevo la puerta del pasillo, se aproxima a la ventana y echa una mirada al exterior; fuera ya es casi oscuro, y la mirada de la mujer ha pasado de largo por mi ventana, sin advertir siquiera que alguien la está observando desde la penumbra. Baja la persiana poco a poco, se diría que para graduar su descenso, y, efectivamente, como para que entre el aire, deja abierta una franja de aproximadamente palmo y medio, dos palmos máximo. Una franja estrecha, lo bastante estrecha como para ponerla a cubierto de la curiosidad ajena, salvo, claro está, desde una posición de verdadero privilegio, la posición de un observador que se halle situado frente por frente y en un mismo plano, sobre todo si el observador se ha hecho –como yo me había hecho– con unos buenos prismáticos, y si la mujer ocupa –como ocupó– un sofá encarado a la ventana, sin más objetos interpuestos que un whisky con hielo sobre una mesita baja. Al instalarse, se ha despojado ya de la túnica negra y, más recostada que propiamente tendida, abraza y acaricia su propio cuerpo como tiritando, como estremecida. La calle es ancha, pero unos prismáticos realmente buenos permiten distinguir hasta los cubitos de hielo que se deslíen dentro de un vaso. Y, con mayor motivo, seguir el movimiento de aquellas manos al deslizarse sobre el cuerpo, casi como a ralentí, sea porque la lentitud de ese movimiento –ora espoleando, ora retardando– responde a una realidad, así cuando se centra en los puntos más destacados como cuando lo hace en los más recónditos, cuando se adentra y extravía en el sombrío pubis, sea porque es la propia emoción del observador lo que, distendiendo el tiempo, lo dilata en su secuencia.

Pocos días después, a la salida del cole, me encontré con ella en el estanco. Yo iba con unos compañeros, a comprar cigarrillos, y ella estaba haciéndose pesar una carta. Inmediatamente detrás de nosotros entró un hombre de pelo canoso y aspecto deportivo como de oficial de marina, que la saludó efusivamente; la llamó Aurea.

En otra ocasión, aquel mismo verano, recuerdo haberla visto asomada a su ventana, a la importante, la de la sala de estar. Entonces me asomé yo también, ostensiblemente, agitando la mano y mirando para abajo, como si estuviese hablando con alguien situado en la acera de mi lado, un paseante que a ella le quedaba forzosamente oculto por el follaje de los árboles. ¡Tú, aquí!, grité. ¡Soy Carlos! ¿Que no me ves? ¡Carlos, sí, Carlos! ¿Te ha ido bien? ¡Pues me alegro! ¡A mí también! Y volví a saludar con la mano. Lo que ignoro es si ella recuerda la escena –en el supuesto de que le hubiera prestado atención– y, caso afirmativo, si sabe que aquel chico llamado Carlos que hablaba con alguien a gritos desde su ventana, que aquel chico y yo somos la misma persona.

17 Sept. Me enteré de que Torpe se entendía con su secretaria merced a una irónica observación de Leche, una de esas observaciones que los padres se dedican mutuamente delante de los hijos con la intención de herirse sin que los chicos se enteren. Sólo que el cónyuge herido en su amor propio suele reaccionar mal, y los chicos, salvo en caso de subnormalidad extrema, acaban por enterarse, aunque lo aconsejable sea hacer como que no. ¿Qué mejor defensa tiene el niño que la hipocresía? De ahí que el adulto le exija sinceridad por encima de todo.

Lo que me sorprendió no fue el hecho en sí, muy propio de Torpe, sino el que se entendiera con la persona a la que yo pensé que se estaban refiriendo, Tere o Montse, uno de esos seres que a fuerza de dedicación terminan por serlo todo en un despacho, la típica mujer cuya presencia física y aseada indumentaria la definen en función de lo que en la vida constituyen sus objetivos: el hogar y la oficina, o incluso al revés, invirtiendo el orden. Así, su pelo corto y manejable, sus pendientes pequeños, su blusa, su suéter, su falda plisada, sus zapatos cómodos, elementos que no son sino expresión complementaria del físico propiamente dicho, ojos vivarachos, manos pequeñas y expertas, piernas cortas y dinámicas, en contraste con el abultado busto y la no menos abultada popa, que confieren a su silueta un algo de ánade. En otras palabras: un ser constituido para conjugar rapidez y estabilidad, precisión y resistencia, y, por encima de todo, energía aplicable a las labores administrativas y domésticas que le son propias. La simple idea de que Torpe y ella se hallaban sentimentalmente enganchados era algo que me llenaba de júbilo, que me hacía soltar la carcajada a la que me encontraba a solas.

Luego resultó que no era el ánade sino otra, rubia, pícara, cursi como ella sola, pero con unas gafas que, aparte de disimular la vaciedad de su mirada, de dotarla incluso de cierto contenido intelectual, realzaban el atractivo de sus ojos claros y enormes, una pizca saltones, con ese algo de miopía que a menudo no es sino exteriorización de las calenturientas turbulencias que ciegan el organismo entero de la ninfómana. Se había convertido –o había sido convertida– en secretaria personal de Torpe, la secretaria que atiende en todo, en absolutamente todo, al mánager, que es lo mínimo que en esos ambientes puede esperarse de la secretaria de un mánager que se precie de serlo.

Pero todo esto no lo supe hasta años más tarde, una vez que, con eso del veraneo y de la jornada intensiva, Torpe me propuso que almorzáramos juntos en un restorán gallego que queda cerca del despacho. Me bastó verle dar órdenes por el interfono, en la penumbra de aquel ámbito insonorizado y climatizado, sin más color vivo que el de alguna litografía de Miró, a manera de entonado contraste con la impresión de recogimiento, reflexión y poderes mistéricos que con todo aquello se pretendía imponer al amedrentado visitante, como si a las decisiones de un Richelieu se hallase sometido, me bastó verle ahí, en su ambiente, tras la animosa y cómplice acogida que me había dispensado el ánade, un ánade que sabe lo que es la vida, y la discreta y cariñosa aparición de la secretaria personal, muy en su papel de rubia de película que se dirige al hijo de su amante con la esperanza de que acabe por comprenderla y quererla, me bastó eso para hacerme una completa composición de lugar. El final de la jornada intensiva, la salida del personal, la ensimismada permanencia de Torpe, su parsimonioso paseo por las oficinas recogidas y desiertas, para terminar entrando –siempre como de acuerdo con la cotidiana rutina– en el retrete de las chicas y, abiertas de par en par todas las puertas, contemplar meditabundo sus dominios en tanto va haciendo sus necesidades. Cenará con la rubia de hermosos ojos miopes y hablarán de la empresa y de la vida en general, y él expondrá sus problemas y acabará la noche sumido en la tijera de sus muslos, desquiciado, desvalido, trémulo y quejumbroso infante.

Otro hecho sobre el cual arrojó luz retrospectiva aquel almuerzo en plan rodríguez con Torpe: el que, con motivo de mi cumpleaños, mis buenas notas o lo que fuera, por la misma época en la que yo le creía vinculado al ánade, Torpe me regalara un libro, el único libro que me ha regalado en su vida: Robinson Crusoe. La atmósfera de aquel despacho me ayudó a comprender la naturaleza de la satisfacción que se expande en el ánimo del hombre de provecho –no forzosamente un burgués– ante la lectura del Robinson, los valores que encuentra en sus páginas, el carácter instructivo de su contenido, las lecciones que de su perseverancia pueden extraerse, los progresos derivados de su esfuerzo, la acumulación de bienes de los que nuestro héroe se convierte en señor absoluto y único, la tranquilidad de espíritu que se deriva de esa posesión solitaria, similar a la que embarga a un dios al contemplar sus creaturas, sus creaciones, sus construcciones, la redondez de su obra.

Entonces, por supuesto, ni me gustó el libro ni caí en el motivo de que lo regalara, esto es, en que si me lo regalaba era porque le gustaba a él, y, de haber caído, el descubrimiento no me hubiera afectado ni poco ni mucho. Por aquel entonces, el pasatiempo favorito de mis veraneos era otro: las horas pasadas caminando despacio a lo largo de los viejos muros soleados, empuñando una carabina de aire comprimido, atento a los movimientos de las lagartijas que corren a esconderse en los resquicios erosionados de la argamasa, a los altos que hacen de vez en cuando a fin de otear en derredor, justo el momento que hay que aprovechar para abatirlas, para segarles como mínimo la cola y, una vez a nuestros pies, contemplar sus prolongadas contorsiones, sus vibraciones espasmódicas, últimos caracoleos de un miembro que se resiste, se diría, al hecho consumado de la amputación. ¿Cazar a sangre fría unos animalitos inofensivos e inermes? En efecto; y tal vez precisamente por eso, por inofensivos e inermes, para hacer así más implacable nuestro escarmiento. Solía cazarlas en las afueras del pueblo; abundaban especialmente en el exterior de los muros del cementerio.

18 Sept. Basta de hacer el ridículo como un cretino. O Aurea no está, o está y me observa a escondidas y entonces soy doblemente cretino. ¿Y si se lo ha dicho a cualquier amiga o amigo, aquel con aspecto de marino, y cada tarde se reúnen a tomar copas y bromear a mi costa en espera del show de las seis en punto? ¿Y si me han filmado, si tienen en su poder un largo travelling que termina con un primer plano de mis genitales y se dedican a pasarlo ante sus amigos? Y lo sigue haciendo cada tarde, les dirá. Venid mañana y lo veréis con vuestros propios ojos. Esto y similares y más detalladas ideas es lo que, como un vértigo en rotación, me ha venido hoy a la cabeza una vez he acabado mi número de cada día, con el habitual entusiasmo y la también falta de respuesta. Una sensación muy parecida a la que en su día debió de experimentar Rousseau al ser apresado en el acto de mostrar el culo, semioculto tras unas matas, a un grupo de mujeres. Sólo ahora estoy en situación de comprender la razón de que imbécile, idiot, stupide y cretin sean los calificativos que Rousseau, con insobornable honestidad, se aplica a sí mismo con mayor frecuencia en las páginas de sus confesiones.

Por un momento me he complacido identificando a Aurea con una de esas mujeres que, en razón de una menopausia que adivinan próxima y de acuerdo con un peculiar criterio coleccionista basado más en la resta que en la suma, no tanto en lo que se atesora cuanto en lo que se disipa, van acumulando orgasmos alcanzados como aquel que apura hasta el límite el cupo de tal o cual producto que tiene asignado, el tiempo máximo de permanencia al que le da derecho una entrada, la distancia total que le permite un billete quilométrico; una fórmula, verdadera regla de oro del orgasmo femenino, cuyo planteamiento vendría a ser el siguiente: número ideal de orgasmos igual a número de ovulaciones habidas multiplicado por infinito. Orgasmos que esa mujer ansía gastar como un pistolero borracho ansía vaciar el cargador, con la codicia de aquel que exprime el vientre del esturión a fin de vaciarlo de cuantos granos de caviar contiene. Sólo que nada de esto, es obvio, tiene relación alguna con Aurea. Con independencia del comportamiento que para mi satisfacción me empeñe en atribuirle, la realidad de Aurea, la realidad que de su cuerpo dimana, es otra: el brillo movedizo de su pelo, glorioso como la irrupción de los cobres en una sinfonía; la viveza sonriente de sus ojos; la divertida expresión de sus labios, con esa satisfacción en las comisuras que infunde el conocimiento del placer potencial que el propio cuerpo encierra; y, sobre todo, la tez, más sofisticada que simplemente suave así en la tersura cuanto en la coloración, con un rosa marronáceo en el fondo, susceptible por sí solo de incitar a la práctica de toda clase de perversiones. Ésta es Aurea, ésta es el aura de Aurea, prueba tangible de que no puede hablarse de materia y espíritu. Y es en este sentido en el que debiera rectificar mi afirmación inicial acerca de lo que es y lo que no es propiamente físico, siendo como son lo uno y lo otro simples estratos diferentes de una misma cosa: la materia, una materia única que en sus capas más profundas incluye su contrario, lo que llamamos espíritu. Y es precisamente entre tales estratos de la presencia física de Aurea donde se esconde el principio activo de la atracción que siento por ella, lo que en ella me fascina, familiar en la medida en que desconocido.

No creo que sea necesario aclarar que no es precisamente al gran amor a lo que me estoy refiriendo cuando hablo de Aurea, a esa gran aventura a la que todo el mundo apunta cuando está viviendo una aventura que es una de tantas, aventuras que hay que entender como simple preparación de esa otra aventura más definitiva, y también más general y abstracta, que incide sobre la vida de uno hasta el punto de confundirse con ella, de ser tomada por uno de sus grandes hitos, incluso al margen de que en efecto concluya siéndolo, sea para bien del sujeto, sea para su desgracia. No, a mi modo de ver, si el atractivo de una aventura hay que cifrarlo en su carácter sucedáneo, tal atractivo se pierde en cuanto se transmuta en el gran amor buscado para, eventualmente, acabar en boda. A mi modo de ver, así como sería superficial pensar que lo que importa al cazador es la pieza cobrada cuando, aunque tal vez ni se le haya ocurrido pensarlo, lo que realmente le importa es la prueba de sí mismo que supone cobrarla, la prueba de que ha salido victorioso merced a su destreza o su valor o su puntería, esto es lo de menos, así, de modo semejante, lo que en una aventura amorosa se dirime no es tanto el conjunto de cualidades que posee la persona que se pretende seducir cuanto el que la seducción se haya consumado, lo que para cada parte supone la posesión de la otra, extremo acerca del cual –dicho sea de paso– anda más que acertado el viejo derecho canónico. Y, si bien está fuera de duda que hay piezas y piezas, que el cazador se siente más satisfecho de unas que de otras, que ante unas se prueba mejor a sí mismo que ante otras, también lo está el que lo propio sucede en lo que a la aventura amorosa se refiere, y es en este sentido en el que cabe afirmar que, si yo soy el cazador, Aurea es la gran pieza. El porqué de esta afirmación es algo que yo no sabría precisar. Ni siquiera el origen del planteamiento, la explicación de que haya llegado a planteárseme tal y como se me plantea. Está la escena que presencié desde mi ventana cuando era colegial, aquellas vísperas de San Juan. Imágenes que, ni que decir tiene, pueden impresionar fuertemente a un muchacho, y ello más por lo que despiertan en él que por lo que tienen de espectáculo, sobre todo si, en cuanto espectáculo, no representa nada nuevo para el muchacho desde el momento que sus propias experiencias infantiles lo superan con creces. ¿Qué fue entonces exactamente lo que en mí despertó cuanto presencié aquella tarde desde mi ventana y, en grado no menor, el encontronazo del estanco, cuando, en presencia de un grupo de colegiales, el hombre con aspecto de marino la llamó Aurea, los latidos de mi corazón amedrentándome, como si más que dentro sonaran fuera, atronadores, para escándalo y cólera de los allí presentes?

Responder a esta cuestión no es más fácil que responder a la pregunta de por qué escribo, de por qué estoy ahora redactando estas líneas. Y conste que no me refiero al hecho de que lo que estoy escribiendo sea un diario, al problema de por qué una persona escribe su diario, sino al hecho de escribir en sí, indiferente como es el que se trate de un diario o de una ficción, no menos ficticia como resulta ser la materia narrativa de un diario que la de un relato, ni menos biográfica ésta que aquélla. Pues así como la memoria del hombre comienza con su nacimiento en cuanto individuo, esto es, a partir del momento en que el niño establece la distinción entre su yo y el mundo, entre cuanto pertenece al mundo y cuanto pertenece a sí mismo, relegando al olvido, a los desvanes de la memoria cuantas vivencias pertenecen a la previa fase de indiferenciación, de confusión entre lo que uno es y lo que no es, así, no menos incierto que el rastreo de datos almacenados en esos desvanes y sótanos de la memoria, no menos incierto, en verdad, ha de ser referir el fenómeno de la escritura a toda contingencia ajena a la conciencia de estar siendo lo que realmente es que posee el escritor en el acto de proyectarse hacia el exterior por medio de su obra, de una obra que –él lo sabe bien– escapa al dominio de su conciencia en la medida en que se objetiviza, en la medida en que se convierte en réplica antagónica de sí mismo; incierta, sí, aunque no por ello menos determinante.

21 Sept. Aburrida tarde con Mariana. Cuando llegué a su casa estaba ya algo nerviosa debido a que las tripas le sonaban con intermitencia, ora como puertas correderas, ora como desagües. La noche anterior había salido por ahí, se debió de tomar uno de esos ricos gin-tonics a los que es tan aficionada, y he aquí el resultado: incomodidad y tensión, la mano lista para presionar el vientre, en un vano intento represivo, allá donde al solapado y travieso ruido, con el sobresalto de un ratón que irrumpe en nuestro campo visual, le diera por aparecer. Pero lo que definitivamente la puso de mal humor fue que, tras una precipitada escapada al cuarto de baño, yo entrase a continuación, sin darle tiempo siquiera a que apagase la luz, el agua todavía cascadeando en el depósito del retrete. Es un recurso que aprendí de niño y que solía poner en práctica con Leche, al igual que el de esperar fuera no bien ella se encerraba dentro, quedarme a la puerta canturreando como para matar el tiempo, cosa que tenía la virtud de crisparla aún en mayor grado y que, en más de una ocasión, la hizo salir casi de inmediato, con brusquedad apenas controlada. Conocido el efecto, comprobado que su alcance no es menor en Mariana que en Leche, lo utilizo como castigo según me sienta de humor y según sea el comportamiento de Mariana, su estado de ánimo y hasta su expresión, esa expresión –pesados los párpados, altiva la nariz– que tanto acentúa su aspecto de pelirroja irlandesa estilo fin de siglo, de muchacha perezosa y mal criada; basta hacer una ligera referencia a nuestros comunes juegos infantiles, por ejemplo, para que ponga esta cara y diga que ella no recuerda nada. Son este tipo de reacciones, tan parecidas a las de Leche, así como cierta similitud de rasgos y hasta de cutis, lo que me impulsa, me imagino yo, a trasladar de una a otra así mis gestos afectivos cuanto vengativos.

Antes que a Mariana conocí a su hermano. Iba al cole, pero aunque era de mi curso no empecé a tratarlo hasta que, por esos cambios de sitio que tanto gusta imponer a los profesores, como amantes celosos de los niños que intiman en exceso con el compañero, me lo encontré sentado a mi lado. Tenía por costumbre sacarse el pito durante la clase y manejarlo al amparo de la mesa como si fuera un muñeco, una especie de polichinela que hacía burla del profe; luego se olfateaba los dedos. Por aquella época vivía en un piso del Ensanche, enorme, silencioso, sombrío, y el piso contiguo, de iguales características, estaba deshabitado; le llamaban el piso del abuelo, de un abuelo que –es de suponer– estaba muerto, si bien, incluso al margen de esta contingencia, difícilmente cabe imaginar un piso al que le cuadrase mejor eso de ser el piso del abuelo. Las llaves las tenían los padres, pero a través del patio era sencillísimo pasar de un piso a otro, de la ventana de un cuarto de baño a la del otro. Y allí, en aquel segundo piso deshabitado, idéntico al primero, sólo que invertido, como reflejado en un espejo, establecimos nuestra sede secreta: él, Mariana, otro tío del cole y yo. Desnudos, nos torturábamos por turno, con rigor y detenimiento, sobre el damasco color caramelo de una aparatosa cama de matrimonio. Supongo que es esta evolución de mis relaciones con Mariana, sin solución de continuidad en el tránsito de aquel tipo de juego erótico al de ahora –tampoco tan distinto, por otra parte–, lo que hace de nosotros una pareja que en nada responde a lo que normalmente se entiende por tal. Lo único que siento es que cambiaran de piso, que del principal se hayan pasado al ático y sobreático que han construido arriba; Mariana tiene poco menos que un apartamento para ella sola en el sobreático, pero yo prefería el piso deshabitado de abajo, el damasco polvoriento color caramelo.

Con el hermano, en cambio, he perdido contacto casi por completo. El problema no es que esté como una cabra, que es lo que de él se decía ya en el cole, sino que sea una cabra sin interés por más que haga, por más que presuma de sus aficiones y conocimientos literarios, de sus viajes, de su amistad con escritores famosos. Para él, por lo que veo, la palabra clave de hoy día es transgredir, transgredirlo todo en todos los terrenos, la moral, el lenguaje, los parámetros culturales, todo. Una palabra que le debe de servir, me supongo, transgresor habitual como él es, para justificar esa costumbre que tiene de encerrarse en los lavabos al objeto de transgredirse a gusto, radicalmente. En definitiva, no era mucho más todo lo que se le ocurría hacer en las ricas profundidades del piso de abajo, debido, probablemente, dada su manera de ser, al mayor margen de satisfacción de las propias fantasías que tales aficiones permiten, adaptables como anillo al dedo a las modalidades del propio gusto. Por eso yo le llamo Mariano. Porque la que cuenta es Mariana.

La culpa de mi mal humor de esta tarde, no obstante, no es Mariana. Ni siquiera pensaba en ella al volver a casa. Pensaba más bien en lo grandioso que hubiera sido haber dispuesto de un megáfono aquella tarde en que, mientras preparaba mis exámenes escolares, descubrí la existencia de Aurea, enfrente, al otro lado de la calle, y entonces, de ventana a ventana, hablarle como le hablaría un dios que la estuviese contemplando así tendida en el sofá, desnuda, entregada a prácticas pecaminosas: su incredulidad al oír la terrible voz, su pánico.

27 Sept. El abuelo la está palmando y Torpe se ha ido al pueblo para hacerle la rosca ahora que aún puede sacar algo en limpio. En casa, todos nos sentimos mejor, más relajados. Y es que el mismo problema que con los años parece que acaba planteándose en el seno de todo matrimonio respecto al sexo, centro simbólico de su enlace tanto si el comercio carnal ha cesado cuanto si sigue siendo ejercitado, sea a modo de imperioso y expeditivo asalto, sea en forma de repetición ritual de una seducción amorosamente correspondida, fórmula si cabe todavía más agobiante, el mismo problema, sí, se extiende a los restantes ámbitos de la vida conyugal, creándose así en el hogar una atmósfera de crispación que afecta no sólo a los hijos que viven en la casa sino también al servicio y a los animales domésticos. De ahí que resulte indiferente el que sea Torpe o que sea Leche quien se halle ausente, que la repercusión de su ausencia en el mundo familiar sea idéntica en ambos casos: la tensión cede.

Al abuelo no recuerdo haberle visto más de dos o tres veces. Es uno de esos viejos caciques rurales que ha llegado a ser quien es, a tener el pueblo en un puño, con sólo la ayuda de esa sabiduría práctica, tipo Esopo, acerca de lo que es la vida. El hombre que se hace a sí mismo que está en el origen de toda mitología familiar, sin que, por otra parte, tampoco falte la leyenda de la ayuda providencial, del hallazgo de un tesoro oculto cuyo brillo alumbra como una aureola la oscuridad de los comienzos. Y es ese otro brillo más tangible, el de su actual fortuna –el dogal que tiene puesto al pueblo–, lo que ha congregado allí a sus herederos: la esperanza de no irse sin su bocado, el ansia de conocer de una vez por todas la hasta ahora inescrutable, última voluntad del viejo, el temor a las manipulaciones entre bastidores, a los manejos de algún presunto sucesor, ni más ni menos escrupuloso que los restantes, pero sí más allegado al que ahora agoniza y, en calidad de tal, más susceptible de influir en una mente senil que es como un sol que se enfría. Cuesta poco imaginar el clima de la casa grande, la multiplicación de disputas entre abuelos, tíos y primos, entre hermanos y sobrinos, los reproches y acusaciones que se formulan con la intervención generalizada de sus respectivos cónyuges, las inmensas trifulcas que se organizan entonces, cada parte haciendo recuento ab initio de las ofensas y daños recibidos, las escenas, los tranquilizantes tomados con un trago de agua, los amagos de infarto, los sustos, las llamadas al médico. Y lo que, más que esfuerzo alguno, constituye un verdadero placer, es imaginar a Torpe allí en medio, en representación de Leche, cumpliendo con la consigna oficial de neutralizar a su querido cuñado Morro de Cerdo, único punto respecto al cual los demás familiares, sin quitarse por ello el ojo de encima el uno al otro, sin perderse de vista mutuamente, parecen estar de acuerdo: ojo con Morro de Cerdo, ojo con quien desde hace años pretende convertirse en la mano derecha del viejo, como si el viejo hubiera necesitado alguna vez de otras manos que las propias, de una visión distinta a la que dimana de su propia mente. Y así como desde los puntos más remotos del Islam las diversas tribus convergen a tambor batiente sobre el escenario de la Guerra Santa, así de modo semejante, cabe imaginar a la descendencia del viejo orientándolo todo contra Morro de Cerdo, y a Morro de Cerdo revolviéndose contra todos como un jabalí se revuelve agigantado contra la jauría que le acosa, o como un miembro viril se levanta sobre la pelambre al entrar en erección, cabeza de jabalí morada de puro fogosa.

Morro de Cerdo tiene un hijo de mi edad. Cara de Pedo, que, para decirlo en el lenguaje de los profesores, es uno de esos chicos que no sirven para estudiar, que no llegan, que no les entra. Recuerdo que, de niños, hubo una época en la que nuestros respectivos padres parecieron empeñarse en que jugáramos juntos como buenos primos o, al menos, que lo intentáramos. Desde entonces, Cara de Pedo procura siempre causarme buena impresión, como si sus padres me hubieran puesto por modelo, y el impresionar favorablemente a ese modelo supusiera, ya que no parecerse, aproximarse a él de algún modo; un raciocinio muy de oligofrénico. Por otro lado, eso de que, en estos casos, más que a superar la propia cortedad, se les enseñe a disimularla, me parece una delicadeza para con el prójimo que es muy de agradecer. Y así tenemos a Cara de Pedo esforzándose, luchando por contrarrestar, animoso y tesonero, la pobreza de espíritu que desprende su desdibujada presencia física, la imagen de cortedad que ofrece a primera vista y de la que es consciente; y así nos lo encontramos, por ejemplo, leyendo el periódico en el metro, en el autobús, para que todos vean que se interesa por las cosas, que soy un chico serio y hasta sesudo, de esos que aprovechan para aprender el tiempo que se pierde yendo de un sitio a otro. Y la gente pensará que él es un chico que estudia o, mejor aún, que trabaja y estudia, que tiene mucho mérito. Pero lo más curioso es que tal vez haya un fondo de verdad en todo eso y que, a fuerza de esfuerzo, algo haya logrado. La última vez que le vi, por ejemplo, como si advirtiera que mi comentario a la enumeración de los progresos por él realizados en materia de ir en moto era en exceso encomiástico, me miró con esos ojos de charco nublado que tiene. No, si ya sé, dijo: mi sitio es el retrete. ¡Y estaba en lo cierto! ¡Mediante un mecanismo del que nunca le hubiera creído capaz, como ese aficionado principiante que en un concurso de pesca se hace con el ejemplar de mayor tamaño, su limitada inteligencia había sintonizado en las profundidades del inconsciente la más acertada de las imágenes que sobre sí mismo pudieran ser propuestas!

Si para cualquier padre tener un hijo de estas características es lo que se llama una verdadera cruz, para Morro de Cerdo debe de serlo especialmente, siendo como es tan sentimental en su vida familiar cuanto despiadado fuera de ella, conforme a una dicotomía que supera a la que es habitual en el hombre de negocios, quién sabe si en la medida en que también es más agudo el contraste, en lo que a él se refiere, entre sus triunfos profesionales y sus desdichas domésticas. Un drama similar al de ese hombre de negocios al que, un buen año, a los sustanciosos beneficios con que va a saldarlo, se le juntan de golpe los millones correspondientes a una serie completa del Gordo de Navidad, y entonces, llevado de su natural extrovertido, reparte besos y abrazos, y brinda y estrecha manos y más manos, casi sorprendido de lo mucho que quiere a la mujer y a los chicos, a sus colaboradores, subordinados y clientela, a toda esa gente que le rodea, a todo el mundo, y va de un lado para otro, incapaz de estarse quieto, hasta que, súbitamente, como a la luz de una bengala que ilumina la noche, ve todo ese gozo desde fuera, a modo de conjunto que de golpe se ofrece a sus ojos de forma global y simultánea, un conjunto que le hace caer en la cuenta de que con esos millones de más no cambia nada, que nada nuevo hay en la vida respecto a la situación de antes de que le tocara el Gordo, nada que no pudiera hacer antes y que sin embargo, no hacía y que ahora seguirá sin hacer, siendo como es imposible hacer al mismo tiempo lo que uno quiere y lo que uno debe, que el problema está ahí, y que como su solución no es cuestión de dinero, todo continuará igual que antes, con más preocupaciones que antes, más problemas, más disgustos, que la única satisfacción de contar con esos millones de más reside en la idea de que se cuenta con ellos, y que lo que más desea en estos momentos de júbilo, lo que verdaderamente desea, no es otra cosa que meterse en cama y apagar la luz.

El mal que se abate sobre los otros me produce placer, eso está claro. Sí, disfruto con la desgracia ajena, y tanto más cuanto más próxima me es, cuando más de cerca la veo. Me alegra, por ejemplo, que el viejo esté agonizando, pero mayor sería mi alegría si fuera Morro de Cerdo el que agonizara, ya que le conozco más y me imagino mejor la situación, el dolor de tía Mercedes, Cara de Pedo estupefacto, etcétera. Como mayor que si se tratara de Morro de Cerdo sería si se tratara de Torpe. Y más aún de Leche. Sí, de ella sobre todo, y conste que para elaborar esta conclusión tuve que medir y afinar hasta el límite el alcance de mis sentimientos. Y es este acto de lucidez, el hecho de haber llegado a formular mis sentimientos que todo el mundo comparte consciente o inconscientemente, lo que singulariza mi actitud moral. Pues lo que la gente hace es justamente lo contrario: reprimir, interponer cortinas, ocultar bajo otras apariencias –sean simplemente diferentes, sean ni más ni menos que las opuestas– la reacción de alegría que experimenta ante el mal ajeno, sea éste de la índole que fuere, muerte, ruina, desmoronamiento. Así, mientras en presencia de un accidente cualquiera, un viejo que resbala y se rompe la cadera, un atropello, revisten su júbilo de curiosidad morbosa sancionada por cualquier comentario conmiserativo, vaya por Dios, qué desgracia, así, en virtud del mismo impulso, cuando es preciso, cuando el mal se abate sobre un conocido, un familiar, un amigo, y tanto más cuanto más próximo, transforman su alegría en horror modificando la exteriorización de las enormes carcajadas que resuenan en los sótanos de su conciencia, haciendo de ellas manifestaciones de dolor tan escalofriantes como contagiosas, generadoras y potenciadoras de nuevas reacciones de parecido signo. Nada más sintomático en este sentido que lo que sucede con los niños, ya que, en lo que a ellos concierne, la sublimación del placer hasta su transmutación en horror supone un proceso de apariencia en extremo dramática, elevando como eleva el valor simbólico de esos inocentes por antonomasia a la categoría suprema de víctimas sacrificiales. Un autocar lleno de niños que cae al río, por ejemplo, que sufre uno cualquiera de esos accidentes que de vez en cuando consiguen significativos titulares de primera plana: el espectáculo espeluznante del que uno ha sido privilegiado testigo presencial, las escenas de dolor entre los familiares y amigos que van llegando al lugar del suceso, la historia que se extiende al resto de los curiosos allí congregados, escenas desgarradoras y reacciones compulsivas que se repiten cada vez que el suceso es relatado de nuevo, ganando si cabe en lo que a plasticidad y riqueza de detalles se refiere según los sucesivos oyentes lo van repitiendo ante un nuevo auditorio, el sentido de culpa estimulado al máximo por el contagio de un oyente a otro: niños que podrían ser los propios, los amados hijos de cada uno; que podrían incluso ser ellos mismos cuando eran niños y ya culpables y perversos. La descarga emocional característica de toda catástrofe, insoslayable hasta el extremo de haberse ido plasmando en la conciencia colectiva a través de dichos populares como lo de ni qué niño muerto, a modo de prototípico summum del infortunio, colmo de las desdichas que señala el carácter potencialmente límite de la respuesta emotiva. Respuesta que, como toda descarga síquica, física y hasta fisiológica, supone un intenso placer: el de suscitar en los otros el sentido de culpa, explosión catártica que no hace sino aliviar el peso de la culpa propia conforme a un mecanismo compensatorio –el más usual, no el único– que suele activarse por debajo del nivel de la conciencia. Un placer que, por más que la gente lo ignore, por más que desconozca su verdadera naturaleza, no por ello deja de gozarlo. Caso que no es el mío: yo conozco su verdadera naturaleza y mi placer es otro. Mi placer, el que yo experimento ante la desgracia ajena, se fundamenta en la posibilidad de actuar con éxito contra ese mecanismo compensatorio: darle la vuelta a la situación, utilizar el horror que hace presa en el testigo presencial de una catástrofe, en el curioso que acude al lugar del suceso, en el oyente que escucha y pide precisiones, y que todo ese horror no haga sino incrementar la propia culpa en cada uno de ellos, que contribuya en lo posible a que su respuesta emocional, lejos de descargar, sobrecargue, abrume. Esto es: convertir el sacrificio expiatorio en castigo ejemplar, a semejanza de aquel sabio emperador persa que castigaba los pecados de sus súbditos haciéndoles desfilar entre una doble hilera de despojos, los cuerpos descuartizados de sus hijos. Invertir, simplemente, el sentido del proceso.

27 Sept. Seguir a Maira sin que se diera cuenta no ofrecía mayor dificultad a esa hora, cuando los colegiales camino de la escuela se entremezclan a la gente que corre al trabajo. La dificultad comenzaba al llegar al laboratorio, situado bajo un templo a medio construir, algo así como la Sagrada Familia, una Sagrada Familia en cuya cripta se hallara ubicado el laboratorio. El templo se alzaba en un área yerma, en vasto descampado donde los materiales de construcción, piedra, ladrillo, sacos de cemento, se amontonaban junto a los escombros. Las obras, totalmente abandonadas, daban al conjunto un aspecto más de ruina que de construcción, pórticos, escalinatas, arcos y columnas a cielo abierto configurando espacios apenas insinuados. La entrada del laboratorio se encontraba dentro del recinto configurado por las ruinas, y para llegar hasta allí había que seguir alguno de esos senderos que los escasos transeúntes van trazando con sus propias pisadas al atravesar el descampado. Pero, si se quería evitar ser visto, no quedaba otro remedio que arrastrarse entre las zarzas y los hierbajos, aun a costa de arañarse las rodillas, aprovechando, como máximo, la protección visual de las grandes piedras talladas para correr agachado durante un trecho. Los riesgos eran grandes: un niño que avanzaba por aquellos senderos fue súbitamente levantado en volandas por dos hombres que permanecían ocultos y transportado a toda prisa al recinto central. Algo más lejos sucedió lo mismo con otros dos niños que habían osado adentrarse en el descampado, y ni tan siquiera escapaban al asalto los niños que se limitaban a bordearlo, a transitar simplemente por las calles que delimitaban su perímetro. Es más: de vez en cuando se detenía algún coche en las proximidades, y algún que otro pequeño cuerpo pataleante era sacado de su interior y llevado como un fardo hasta las ruinas. Y bastaba oír los chillidos y sollozos que llegaban por los tragaluces abiertos a ras de suelo para comprender lo que sucedía allí abajo. Volvió atrás, se dirigió a varios viandantes, una señora mayor vestida de oscuro, un caballero con un abrigo reversible y un sombrero de fieltro verde, les explicó lo de los raptos y asaltos, lo de los experimentos con niños que se realizaban en aquel laboratorio. Nadie le hizo caso, ni tan siquiera se detenían a escucharle, y él tenía que correr para mantenerse a su lado mientras les hablaba. Estaba claro, no obstante, que el problema no era que no le creyeran, que ellos sabían que cuanto les decía era cierto, que incluso estaban interesados en que sucediera todo esto, que todo esto les beneficiaba de algún modo, que era inútil esperar nada de ellos. Así pues, resolvió introducirse en las ruinas, meterse bajo aquella enorme bóveda que sobresalía del suelo como el tope de una calavera, descender a la cripta. Sí, dejarse asaltar, ser conducido a la sala de operaciones, y que la propia Maira, al advertir que ahora le tocaba a él, que él era la próxima víctima de los experimentos, que era él justamente quien iba a ser inyectado, comprendiera la trascendencia de todo aquello. Que Maira lo comprendiera, esto era lo esencial. Tanto o más que a la Sagrada Familia, el ámbito del laboratorio se parecía al Hospital de San Pablo, y había enfermeras y enfermeros que deambulaban entre los pabellones.

Estas líneas podrían haber sido escritas sustituyendo el pasado por el presente en lo que a tiempo de verbo se refiere, así como, aquí y allá, la tercera persona por la primera. Resuelvo por resolví, resolvió, etcétera.