VIII
Más triste, sí, más triste si es posible, mas no con la tristeza tierna que complace en el fondo ni con sentimiento egotista alguno, no sumido en ensoñaciones solitarias, no, sino más bien con el ánimo deprimido de quien contempla la entrada victoriosa de los ejércitos enemigos y, en contraste con el movimiento y las aclamaciones circundantes, no percibe su cuerpo más que como una presencia grávida, piedra irreparablemente desplomada. Bajo, más bajo de ánimo que otros años por esas mismas fechas de nefasto ambiente prenavideño, cuando en el vestíbulo se acumulan las felicitaciones y los escaparates se revisten de estrellas y las calles se enguirnaldan de luces y oropel y ante la catedral se enmaraña la feria de belenes y ramas, muérdago, musgo, acebo, tiestos con abetos cuajados de llovizna, brillos y verdes en razón directa a la tristeza y el agobio y la rabia acrecentados de año en año. Y hoy especialmente acrecentados no sólo por la marcha de los acontecimientos, ni siquiera por los presagios, o al menos no sólo por eso; también, qué duda cabe, por el torvo curso de las nubes y la lluvia presentida. Como la primavera, la lluvia. ¿Qué relación tienen las bajas tonalidades del ánimo, los niveles depresivos, la niebla interior y el vacío inerte, con la lluvia? ¿Causas de orden físico, la actuación de factores atmosféricos, el influjo de ciertos fluidos sobre el organismo? ¿De orden simbólico? Como cuando rompen los brotes y se abren paso y los capullos revientan y se desarrollan los tallos rosáceos y los pámpanos, y lo que al principio va de uno en uno se multiplica incontrolable, se extiende, recubre, gana espesura, y ante las frondas frescas uno siente como si también tuviera raíces, pero no para transmitir impulso alguno, para infundir fuerzas, aliento dinámico, sino para fijar, para atornillarlo a la tierra, mineralizarlo, sobrepasado igual que una pagoda asimilada por la selva, inmutabilidad en el cambio, impotencia en la acción, apariencia perseverada. Así esta lluvia que por el momento se diría conjurada, si bien no lo suficiente como para hacer desaparecer de la calle los paraguas y las gabardinas, los plásticos centelleantes, en modo alguno tranquilizador el aire húmedo, translúcidas alturas de diciembre, mediodías como atardeceres, el día entero entre dos luces, la claridad anodina del neón y el abalorio de las ambientaciones navideñas contra el resol negro de las nubes en expansión, relumbre movedizo por encima de la plaza, donde, como a la espera del cataclismo, la tierra se abría en el centro y los sepulcros se alternaban con los macizos de flores, Dis Manibus Flaviae Theodote heres ex testamento.
El peculiar sonido de las pisadas en un suelo más pegajoso que mojado, a lo largo del reflejo ciego, por Canuda, Vertrallans, Santa Ana y, cruzando Puerta del Ángel, por Condal, hasta el número 20, sede del Juzgado Municipal número 4. Asfalto mortecino, amortiguado por las poluciones desleídas, calles de tono sombrío, ese gris violáceo de la ciudad que, como el rojo de Londres, el negro de París o el dorado de Roma, caracteriza a Barcelona, coloración de tumor o escoria que, en el casco antiguo, unido a la degradación general de las fachadas, adquiere particular relieve, por más que el hecho escape acaso a la percepción de los barceloneses, del mismo modo que, a partir de cierto grado y en virtud de la misma familiaridad que da la convivencia, la vejez deja de ser advertida en su espantosa progresión de arrugamientos y resecaciones. ¡Comparación tan fatídica como exacta! El exterior funesto del Juzgado Municipal número 4, por ejemplo, el patio severo que sugiere una prisión, las siniestras escalinatas, los interiores tenebrosos; todo allí destila desgracia y sirve de asiento a la corrupción y al cohecho. Todo, desde los objetos y utensilios más comunes, desprende allí un algo opresivo que no tarda en imponerse al visitante, el mobiliario de los sucesivos despachos y negociados, el escritorio tan innoble como indestructible que encontramos en las oficinas más sórdidas, las sillas, los ficheros, la estufilla abominable, las lámparas que apenas alcanzan a orientar al público que deambula o espera, hombres y mujeres cuyas expresiones configuran el rencor disimulado o el servilismo atroz, la avidez abyecta propia de quienes, como los internos de un asilo, saben que su situación no les da derecho más que a lo que graciosamente se les quiera conceder. Por su parte, los funcionarios, desde la anciana mecanógrafa hasta el primer secretario, cuidan de dejar bien sentado con su actitud, tanto por lo que dicen como por lo que callan, que así es en efecto, que a nadie le cabe esperar otra cosa una vez adentrado en aquellos hostiles dominios. De ese modo, limitándonos en nuestras consideraciones a los funcionarios encargados del Registro Civil, si la conducta despótica de uno puede hacer pensar que se trata más bien de un comisario de policía, el cinismo taciturno del otro, que con ademán hosco dio a entender que había advertido la presencia de Raúl y la tenía en cuenta, induce a suponer que se está en presencia de uno de esos hombres que sobreviven en su cargo a todos los regímenes políticos y sociales, Monarquía y República, Generalidad y Franquismo. Lugar, en suma, que un Balzac no hubiera dudado en calificar de rongé, crevassé, exécrable, puant, étouffant, nauséabond, lugubre, affreux, y no sin satisfacer previamente la curiosidad du passant, du voyageur, revelando que el inmueble en cuestión había sido propiedad y residencia de los Ollet, pongamos por caso, hasta que la ruina familiar hizo que fuese vendido en pública subasta por la irrisoria cantidad de ocho mil setecientos reales, hubiera terminado precisando que para mostrar hasta qué punto lo que fue mansión noble se encuentra hoy en semejante estado, il faudrait en faire une description qui retarderait trop l’intérêt de cette histoire et que les gens pressés ne perdonneraient pas.
De seguida soy con usted, dijo el funcionario que había respondido al saludo de Raúl. Catalán, mala leche, eficacia. El otro, no catalán: engreído y marrullero, de humor inestable y, en consecuencia, más capaz de ablandarse pese a su trato inicialmente tiránico, de tener un gesto humanitario, de ser no sólo burócrata, sino también, y ante todo, ser humano. Muy humano, casi paternal, al embolsarse la propina. Decir gracias, hijo, y oprimir el codo con gesto íntimo, en expresión de sentimientos inexpresables. El catalán, en cambio, más eficiente, expeditivo incluso al retirar los cinco duros dejados sobre la mesa o el cigarro puro, al entreabrir el cajón con la izquierda y barrer hacia dentro con la derecha, limpiamente, como para mejor subrayar el carácter proverbial, aunque voluntario, de la compensación, discreta pero significativamente evocada por el dorado anillo del habano que despuntaba del bolsillo superior de la americana. Imperturbable, reacio a las expansiones, sin siquiera las impertinencias de su compañero, agresividad verbal siempre susceptible, en definitiva, de ofrecer cierto margen de beligerancia, de dar paso al diálogo; más antipático, más miope, más maniático, sus lápices y bolígrafos y plumas y plumillas y sellos y tampones y clips, todo sistemáticamente ordenado, entre tic y tic, con gesto automático. Gato viejo, esclarecido por la experiencia, sabiamente escéptico, implacablemente cerrado así a las protestas como a los agradecimientos del público, insensible y sordo al descontento de los impacientes que nunca faltan en las esperas y que, quién sabe si a causa de un temperamento singularmente irascible o de algún complejo de inferioridad, no pueden reprimir su disgusto al verse relegados en favor de los gestores y demás profesionales que allí acuden en el habitual desempeño de sus funciones, gente lógicamente más desenvuelta y mejor relacionada, disgusto, contrariedad y reprobación a menudo traducidos en imprecaciones pronunciadas a media voz, con el evidente propósito de extender su personal malhumor al resto de los expectantes, de hacerles sentirse individual y colectivamente menospreciados, padres de recién nacidos demasiado ufanos para dejarse arrastrar por la amargura, viudas con demasiadas horas de vuelo para pretender forzar la fatalidad de las colas, viejos demasiado disminuidos, adolescentes demasiado impuestos en su papel de adultos, insoliviantables todos para mayor resentimiento del agitador, un tipo con aspecto de albañil convertido en contratista de obras, catalán también, a la vez cabreado y melancólico, víctima inequívoca de los quebraderos de cabeza inherentes a su ascensión social –los hijos, las mujeres, las letras–, un tipo de párpados gruesos, macizo, peludo, moreno, atabacado, con la ronca afonía de quien tiene la garganta estragada por el cáncer y la boca por el coñac y las lamidas. Insensible y sordo, asimismo, a la gratitud expresada por medio de promesas o proyectos para el futuro que la obtención de las certificaciones solicitadas suele provocar en algunas personas, promesas no carentes de sinceridad en cuanto el que así se manifiesta, impulsado por el júbilo del momento, llega a experimentar realmente un reconocimiento que raya en lo supersticioso hacia el funcionario otorgante, encarnación material de la diligencia resuelta, así como de las consecuencias provechosas que de todo ello puedan derivarse, pero no por lo sinceras menos efímeras en cuanto no a las pocas horas, sino a los pocos minutos, habrá olvidado por completo a ese hombre prudente y grave por el que súbitamente sintió tanto aprecio, a ese ser anónimo y abnegado que consume su vida sirviendo al público, olvido extensivo, claro está, a la firme resolución recién adoptada de tratarle al margen de las barreras burocráticas que separan o enfrentan a administrandos y administrados, crear una relación de verdadera amistad, siempre útil por otra parte, volver otro día y hacer el vermut a la salida de la oficina o incluso salir a cenar algún sábado con las respectivas señoras, y mientras ellas charlan de sus tonterías, en la sobremesa, con un buen puro cada uno, contarle sus opiniones acerca de la vida, sus problemas, y que él le cuente los suyos. Todo ello en el supuesto de que una vez en la calle, apenas reintegrado al tráfago ciudadano, no empiece ya a recapitular, a montarse poco a poco, tanto más cuanto más lejos del Juzgado, y haciendo memoria de todos los servilismos cometidos y humillaciones soportadas, transformará su mansedumbre en rencor hacia unos tíos que, porque hacen de chupatintas en un juzgado de mierda, se creen que son no sé qué, y parece que te hagan un favor atendiéndote cuando no es más que su obligación, que por eso cobran del contribuyente, de uno mismo, si vas a mirar, y con el fin de quitarse el mal sabor de boca y superar el factor irritativo del recuerdo, en un saludable ejercicio de higiene mental, hará planes a largo plazo, para cuando sea alguien, una personalidad conocida y respetada en algún terreno, con influencia, y entonces dejarse caer por aquí una mañana y darse el gusto de ver a toda esta colla de maricones lamiéndole el culo formados en batería, que en la vida todo se paga y donde las dan las toman, etcétera, discurso interior desarrollado conforme a un esquema sobradamente conocido, sin duda, por el funcionario catalán, conclusiones más que sabidas para considerar siquiera las efusiones iniciales con otra actitud que la de una indiferente reserva. Sensible, en cambio, y perspicazmente atento y receptivo a cuanto entraña no un contacto ocasional, sino profesional, continuado, el gestor, el procurador, el abogado, el cliente de verdad, asiduo y hábil, con oficio, que sabe envolver en frases a la vez ingeniosas y convencionales la propina justa, la contribución exacta, ni excesiva ni escasa, propia de quien conoce el paño y con quien, en consecuencia, es posible entenderse, responderle ingeniosa y convencionalmente, como es costumbre, trato cerrado entre sutiles matizaciones sobre la base de un entendimiento tácito, con el tacto de un seductor que en cada lecho acomoda las reglas del ritual erótico a las particulares debilidades de su amante, según su intuición le dicta, de acuerdo con una experiencia que a la larga siempre resulta preferible. Pájaro en mano, no padres de familia numerosa, ni desconsolados hijos y demás familia, ni cornudos en trance de separación, ni viudas pasivas, ni mozos pasmados, ni viejos filosóficos, ni patanes sin mundología que sabrán cómo hacer dinero, pero no cómo utilizarlo oportunamente, ni dramoneras empeñadas en sugerir que bastante han sufrido ya en la vida para tener que esperar encima, partida de liantes, charlatanes, desgraciados, fulleros, un andaluz de condición trabajadora, mudado y sumiso, preguntando, afirmando casi, si no será necesario, además, un certificado de la parroquia, posiblemente con objeto de mostrar su buena disposición, a diferencia de otros, ante los trámites administrativos, adhesión incondicional que le llevaba a extremar el rigor de los requisitos pertinentes, completándolos y perfeccionándolos con nuevas pruebas y aportaciones, actitud fatalmente destinada a suscitar la desconfianza del funcionario catalán, por lo insólitamente alejada del normal y razonable antagonismo que tiende a constituirse entre quien precisa una certificación cualquiera y quien se encarga de despacharla, y de hecho la despacha, pero no sin un tira y afloja tan conflictivo como fructífero; desconfianza y animadversión exteriorizadas mediante una mirada por encima de las gafas, una repetición interrogativa de la palabra parroquia y una vuelta a sus papeles mascullando algo, formulación o juicio que, por las torcidas dilataciones de la boca, bien pudiera ser pedazo de bestia, pedazo de bestia o concepto análogo. Desconfianza y animadversión que no iban sino a incrementarse cuanto mayores fueran los esfuerzos del trabajador sumiso por neutralizar o al menos paliar el mal efecto a todas luces producido de entrada, y más insistente su aplicación en evidenciar que él no era sino justamente eso, un trabajador sumiso, un obrero tan dispuesto y voluntarioso como ignorante y, en resolución, necesitado de guía, más aún, con derecho moral a exigir ser guiado, a tener la oportunidad de hacer patente su acatamiento, él, el dócil, el obrero sin nociones ni conocimientos, que por eso pregunto, por si acaso, y perdone la pregunta, que lo pregunté porque yo no entiendo de esas cosas, que yo comprendo que han de estar ustedes hartos de que les pregunten tonterías, pero pasa eso, que lo he preguntado para facilitar su labor como si dijéramos, por si acaso, obstinada reiteración que si inútil y hasta contraproducente en lo que se refiere al funcionario catalán, atrincherado en sus mascullaciones en un salvaje juego de estampillazos, terminaría por doblegar en cambio, como era de suponer, al funcionario no catalán, más vulnerable a las compensaciones de carácter puramente deferencial y propenso a la confraternización última, llegando incluso, obviamente halagado por las alusiones relativas a la complejidad y responsabilidad de su tarea, a terciar con un estimulante y confortador nada, hombre, para eso estamos. Así pues, se podría establecer una correlación o equivalencia entre el trabajador voluntarioso y el funcionario no catalán, réplica aquél, en cuanto componente del público, de éste en cuanto funcionario, del mismo modo que el agitador con aspecto de albañil llegado a contratista podría ser considerado réplica del funcionario catalán, resultando de todo ello una nueva e ilustrativa relación antagónica, referida más al comportamiento de los elementos considerados que a su función, divergencia o polarización de líneas no horizontales, sino verticales, contraposición entre lo que cabría cifrar como reverencia hacia lo aparencial y formulario en el primer caso, y como animosidad instintiva hacia normas, preceptos y demás ambages extraños cuando no contrarios a lo estrictamente práctico, en el segundo.
Una pupila de fanático en el fondo de todas sus dioptrías, el funcionario catalán se incorporó y, con paso crispado pero testarudo, concluyente, salió al balcón como para cerciorarse de algún hecho exterior, de algún dato pendiente de comprobación, aunque muy posiblemente se tratara más bien de soltar un pedo irresistible al amparo de los ruidos callejeros, no por perfecta la coartada impresumible el móvil, habida cuenta, sobre todo, de la forzada inmovilidad que mantuvo durante el desenlace de la maniobra, destinada con toda evidencia a evitar el lógico desprestigio que su no ejecución le hubiera ocasionado ante el público que aguardaba, rostros de variedad quieta, expresiones aflojadas reflejando, como en un charco la brisa, pasajeras curiosidades por los otros, fuga de ideas insustanciales, casi en la linde del sueño, proximidad que tal vez favorecía la tibieza de aquel ambiente atufado por las ropas y los zapatos mojados que, con la humedad caldeada, emanaban juntamente los efluvios más íntimos del cuerpo, actitudes por un momento ausentes y enseguida de nuevo instantes, conforme corresponde a quien se encuentra en trance de solicitar algo, a la paciente espera del turno, pasividad que en ningún caso excluye el acecho atento, la busca del trato de favor, la pugna por adelantarse a los demás, por acelerar los trámites precisos y acortar los plazos de obtención mediante cualquier recurso, excepción hecha, claro está, de los que allí acuden con objeto de inscribir un nacimiento, ya que si por una parte la misma naturaleza de su gestión les exime de volver otro día, el estado eufórico que suelen comportar tan felices sucesos les hace, por otra, más llevadera la permanencia, siendo frecuente que haste lleguen a considerarse centro del acontecimiento, a olvidar que el verdadero protagonista de la inscripción es otro, el verdadero recién llegado a unos dominios donde lo único fácil es la entrada. Como olvidar, un domingo al mediodía, lo que será salir por la tarde, las digestiones pesadas de los paseantes, las colas ante los cines, los llenos, el crepúsculo desabrido; o como ignorar, una vez más, que no será menor la abominación de los días que sigan a esta época de burbujeos navideños, cuando remitan los destellos, el movimiento callejero, hoy particularmente animado, en los contornos de la catedral, por los grupos alborotados de modistillas que celebran Santa Lucía, trece de diciembre, martes, fecha lo bastante expresiva como para resumir la racha aciaga de los últimos tiempos, la sucesión de contrariedades, la reiteración de contratiempos, acontecimientos no previstos o al menos no previstos en cuanto problema susceptible de afectarle, lo de la novia de Pluto y la muerte de tía Paquita y el accidente del padre de Nuria y la pérdida del abrigo y las puertas del metro ya en marcha ante sus narices, pequeños tropiezos no menos exasperantes que los grandes, cadena de hechos cuyo examen, en un intento de recapacitar acerca del origen, de precisar el punto de partida, haría obligada la conclusión de que el final de Aquiles fue, sin duda, el primer anuncio.
Certificado de defunción que quién hubiera dicho a Florencio Rivas Fernández, cuando se vieron por última vez, justamente en el entierro de tía Paquita, que iba a estar en manos de Raúl al cabo de tan pocos días, quién lo hubiera imaginado, una persona como él, tan ligada a la vida, tan poco afín a lo irreparable, etcétera, meditaciones adecuadas a la dificultad de aceptar el hecho, arrebatación brutal y brusca lo que en el caso de Francisca Ferrer Gaminde, viuda de Giral, fue ceremonia inexorablemente gestada. Crecimiento inconstruido, algo que no se sabe exactamente cuándo empezó, cuándo sus quejas de siempre y sus dolores y sus aprensiones y sus jaquecas comenzaron a integrarse, a formar parte del proceso, ni desde cuándo la familia lo sabe, ni si ella se lo sospecha, si su capacidad de engaño le permite seguir creyendo en la acumulación de molestas, ya que no graves, complicaciones: ciática, reúma, cólicos, infecciones intestinales, para explicar la progresiva postración de un cuerpo en principio oficialmente afectado de hepatitis ligera, si bien a partir de cierto punto resulta apenas verosímil que la verdad no se le haya impuesto por completo y que, de hecho, ella no haga más que fingir creer a sus familiares para ahorrarles el comportarse como familiares que saben que ella lo sabe, que conoce la proximidad del desenlace y la identidad del mal, eso que ahora parece que están en camino de curar o, al menos, de saber qué es, de descubrirlo, que ya es mucho, y que a quien lo consiga, vamos, es que hay que hacerle un monumento, y lo más curioso es que parece que no es propiamente una enfermedad, una enfermedad como las otras, quiero decir, un microbio o así que viene de fuera, sino más bien algo que se lleva dentro, algo que fabrica el propio organismo y que acaba destruyendo al organismo que lo ha fabricado, una especie de desarrollo desordenado de las células que se apodera de la estructura ordenada de donde procede y termina con ella, sin que se sepa por qué, ni por qué se desencadena ese crecimiento inconstruido, lo único que se sabe es que no es contagioso, eso no, por suerte, a unos les toca y a otros no, y si te toca ya estás, mala suerte, y si no, también, de la muerte no se escapa nadie, y, si vas a mirar, tanto da que sea eso como cualquier otra cosa. Cómo estás, tía, dijo Raúl. Y ella dijo, muy bien, Raúl. Asintió con la cabeza a los comentarios relativos al fastidio de una enfermedad tan antipática como la hepatitis y a su extensión o frecuencia hoy día en verdad alarmantes, aunque también es posible que no les prestara atención y asintiera sólo por hábito. Miraba a Raúl y le preguntó por Nuria, cuándo se casaban, y por la carrera, obligándole a asumir el aire de debutante en la vida confundido por las preguntas de sus mayores o, más exactamente, de sobrino que simula simular cierta turbación, dado que las preguntas formuladas suelen apuntar a los reconocidos progresos del interrogado, cuyo mérito se quiere así proclamar abiertamente, a efectos de su futura consagración familiar. Pues fíjate, dijo tía Paquita, antes, precisamente, he soñado en ti. Bueno, en todos, pero tú también estabas. Estábamos en Vallfosca, en el jardín, y había como una merienda, y a todos os daban un vaso. Se acarició con una mano el dorso de la otra, lastimada por las endovenosas, pequeños derrames amoratados y amarillentos, no mucho más inmóvil entre las sábanas que en su chaise-longue de Vallfosca, ni más ingrávida que sobre los cojines de cretona descolorida, ni menos lejana la voz que cuando les llamaba desde el entre sol y sombra, el rincón de las hortensias, irradiaciones vivaces, rumores verdes, el olor temprano de los torrentes, uvas ácidas, paja caliente, los nidos de avispas entre las tejas, el porrón que los mozos llevaban al campo, las urracas al levantarse como hilvanando el celeste. Debía de hacer bastantes años que no la veía, y cuando se dijo que había entrado en coma fue a verla, más que nada para que papá dejara de recordarle cada noche que debía ir. ¿Por qué volvió? ¿Qué inercia o fuerza le hizo decir que volvería la otra semana y, contra todo lo proyectado en el momento de decirlo, volver efectivamente, y volver a decir que volvería y volver de nuevo, por mucho que cada semana supusiera que para entonces ella ya estaría muerta, apreciación subjetiva, acientífica, basada meramente en la convicción o el deseo de que peor no se puede estar, pero resulta que sí, que se puede estar peor, y lo que era cuestión de horas termina por serlo de días y de semanas, estado de semivida o de semimuerte respecto al cual la entereza de antes y la serenidad tan comentada no tienen ya mayor significación que aplicados a la conducta de un hongo o de una larva?
La degradación que se opera a partir del momento en que la proclamación de la agonía queda invalidada por una sorprendente recuperación de facultades del paciente, el revuelo de familiares y allegados trocado en desconcierto, las llamadas, las visitas, las explicaciones, lo embarazoso de tener que puntualizar por ambas partes que mejor que sólo haya sido una falsa alarma, aunque, claro, en realidad está cada día más débil, la pobre, es como una llama que se apaga, te advierto que a veces ya pasa que a lo último hacen como una reacción y parece que vayan a curarse y todo, pero sólo lo parece, claro, y es que tiene la cabeza clarísima, un verdadero milagro, el doctor ya no se atreve a opinar, lo importante es que no sufra, pasad si queréis, mejor no marearla, ahora está tranquila, por eso, quizá dormiría, palabras a media voz en la habitación contigua, y dentro, el olor a steril-air, las luces de intensidad excesiva, al gusto de tía Paquita, la forma en que ella lo escrutó al descubrirle junto al lecho, como para adivinar si las pupilas de Raúl reflejaban ya la muerte, y el médico le tomó el pulso y dijo que no lo tenía malo, recuento siempre esperado no sin cierta ansiedad, tal un veredicto o el resultado de los exámenes escolares leído en la fiesta de fin de curso, por todos los presentes, aun los menos integrados en el proceso de familiarización con la enfermedad que habitualmente experimentan quienes rodean al enfermo, en el progresivo desplazamiento de su interés, inicialmente centrado en la personalidad de ese enfermo, hacia los detalles que caracterizan la evolución de la enfermedad desde un punto de vista más técnico, más propiamente clínico, los análisis tanto más innecesarios cuanto más definitivos, las consultas derivadas de la aparición de nuevas complicaciones, dificultades para obrar y efectuar la micción, imposibilidad de ingerir alimentos sólidos, la sonda, las curas, las punciones, los calmantes, la llaga, etcétera, fenómeno de desplazamiento o traslación, o mejor de suplantación, que en el fondo sólo hace que expresar la efectiva y paulatina reducción de la persona a organismo elemental de un solo conducto, ano a la vez que boca. El gato parecía estar en todas partes, frotándose sin ruido, aquietándose, ojos fijos y ranurados, el iris glauco, como de musgo cristalizado, en el vestíbulo, en el salón, en la salita contigua, aunque también es posible que hubiera varios en lugar de uno sólo, y que fueran exactos. Murmullos, cabezas juntas, exposición de pareceres, intercambio de impresiones, si ha reconocido a Pedro, si ya sólo Ramona entiende lo que dice, si no parece que sufra, pero se ve que tiene como alucinaciones, eso son los calmantes, sí, efecto de los calmantes, a la pobrecita se le va la cabeza, fíjate tú que se ve que Ramona le ha preguntado si quería el lignum y ella le ha dicho no entiendo, y es que la pobrecita no se entera, yo creo que a veces no sabe ni dónde está, ni si todavía está aquí o si ya está en el cielo, porque con la devoción que tiene a esta reliquia, te la pongo aquí, mamá, encima de la botella del suero, y la estampa del Papa Pío y el escapulario de la Virgen del Carmen y la medallita de la Purísima de cuando hizo la primera comunión, y la de Fátima y la de san Francisco de Asís, y la bendición enmarcada de León XIII de cuando abuelo Raúl la llevó de peregrinación a Roma, y la foto de Gemma Galgani, y el rosario de huesos de olivas del Getsemaní, objetos por los que profesaba un especial fervor y que, unidos a determinadas prácticas, oraciones y jaculatorias, significaban una sustanciosa fuente de indulgencias, cien, trescientos, quinientos días rescatados del purgatorio, cantidad estimable, muy a escala humana, dado que una remisión desmesurada, cincuenta, cien mil años, sería acaso contraproducente, descorazonando más que alentando a la persona en gracia, único sujeto posible de la ganancia, inhibiendo sin duda por anticipado cualquier intento de maniobrar en un ámbito donde las magnitudes que se manejan son de semejante orden, incertidumbre en todo caso cubierta por la plenaria o exención total que trae aparejado el ejercicio de prácticas tales como los nueve primeros viernes, ciclo de nueve meses cumplido una vez tras otra por tía Paquita, en sucesión ininterrumpida durante toda su vida, hecho que tal vez pueda explicar su como desinterés de ahora por lo piadoso, ejercicios devotos a los que solamente parecía entregarse, cuando su estado lo permitía, por sugerencia de quienes de este modo intentaban confortarla, el credo, la salve, el yo pecador, algún misterio del rosario, alguna letanía, el viático, la extremaunción incluso, si bien, a este respecto, lo más probable es que, en aquel momento, su conciencia de estar recibiendo un sacramento de vivos fuese prácticamente nula, latines bisbiseados por un sórdido párroco como a bostezos, con la celeridad abreviante que da el hábito, someras aplicaciones de los óleos, la frente, las manos, la boca, en invocación, per istam sanctam untionem, de la piadosísima misericordia de Dios. Asomaos un momento, si queréis; le hará ilusión veros, dijo Ramona. A lo mejor está descansando un poco. Ha pasado tan mala noche, la pobre. Deja, deja, de verdad. Ya le diré que habéis estado. Tú sí que debieras descansar un poco, debes estar rendida. Ella es la que lleva todo el peso y si no se cuida acabará enfermando. Es que se ve que a la pobre hay que ayudarla en todo, y como Ramona es la única que la entiende. La tensión que representa eso. Ramona es una chica de mucho temple. Ella y la Elvira, que suerte tienen de la Elvira. Lleva tantos años en la casa que es como si fuera de la familia, una de esas personas como ya no quedan, no como las de hoy día, que es que no saben nada de nada y siempre están pensando en otra cosa y todo les parece poco, con eso de que en el extranjero ganan tanto y cuanto, no sé dónde vamos a parar, la nuestra es que me desquicia, por cualquier cosa dice que se va y empieza a mirar los anuncios del periódico y a telefonear a sus amigas y pasan los días y, total, que no se va, pero un día esto se acabará, porque le tomaré la palabra y le diré, muy bien, ha dicho que quería irse, verdad, pues váyase, vamos, qué está esperando, a ver si encuentra otra casa como ésta, y la pondré de patitas en la calle, y verás cómo entonces ella se achica y me pide quedarse, pero yo ya me habré buscado otra y le diré que no, que en este mundo nadie es imprescindible, y ella se lo habrá perdido, porque además se ha encariñado mucho con los niños, que ésta es la suerte, que se encariñan con los niños y luego les cuesta irse, que si no ya me hubiera plantado el día menos pensado, con los invitados sentados a la mesa, y mira que es una chica que vale, que cuando quiere sabe hacer las cosas, pero es que no puede ser y no puede ser, con sus chantajes me ataca los nervios, y todo porque las tratas con demasiada consideración y entonces abusan, te toman por tonta, las has de tratar como a chachas, que esto es lo que son y es el único lenguaje que entienden, el de las chachas, chachas que viven en un mundo de chachas, las amigas, que son como una banda, el novio, las salidas, el teléfono, la parentela, las tonterías que cantan, los chismes, los líos, los berrinches. La Elvira, no. Y no es que no sea rundinaira ni que no tenga su genio; que cuando está de malas pulgas es capaz de cantarle las cuarenta al lucero del alba. Una navarra tremenda, de ésas de armas tomar. Es que los navarros son una gente espléndida, tipos, no sé, como enteros, como de verdad. Mira, ellos liberaron Barcelona. Las brigadas navarras de Solchaga. Cómo me voy a olvidar, aquella emoción, aquel entusiasmo. Recuerdo, en la calle Cortes. Los navarros. Elogio del navarro: hombre de una pieza, de la cabeza a los pies, leal y bravo, muy trabajador, de constitución sólida, gran corazón, religiosidad viril y nobles sentimientos; tradicionalmente tradicionalista y celoso de sus costumbres; es al mismo tiempo anfitrión hospitalario, amigo de la buena mesa y, eso sí, de empinar un poquito el codo, pero nada maleado ni mujeriego, propenso antes bien al esparcimiento sano, las peleas de carneros, las apuestas y demás aficiones que comparte con los vascos, sus hermanos de raza, a los que tanto se asemeja por lo que tienen en común, sólo que sin separatismos ni problemas sociales. Y sin embargo, y por boca de Jacinto habla el clásico pesimismo catalán, propio del que ha visto ya demasiadas cosas en la vida, y sin embargo ya se estropearán, espera que aquello se vaya industrializando y verás cómo se estropean, hoy día Navarra ya es una región industrial, ha cambiado mucho y más ha de cambiar, y entonces todo eso se perderá y Navarra dejará de ser lo que es, alma y cuerpo de la tradición, reserva de combatividad, gente que se alza a ojos cerrados y se entrega a la causa de pies y manos y la defiende con uñas y dientes, capaz de dejarse cortar el cuello por Dios y por la patria y, en definitiva, y en virtud de lo que representamos, por nosotros mismos, los aquí reunidos a la triste espera del suspiro último, desfallecimiento, hálito muerto, omega de la vida. Adelante, adelante. ¿No estará descansando? Si no está descansando, nos asomaríamos un momento. Entrad, entrad, por Dios, si la pobre no descansa más de cinco minutos seguidos. Sólo un momentito; entrar y salir. Oír, oye, aunque no sé si os reconocerá, acercaos, esta luz así de fuerte resulta desagradable, pero ella fue quien la pidió, acaso cuando dejó de ver algo más que bultos y colores y movimiento, caras de repente inmediatas, si bien no por ello menos inciertas ni, como las voces que nacían y se alejaban, menos desconcertantes. La percha con las botellas de suero a los pies de la cama, una mesita con el instrumental de las curas, gasas, jeringas, pomadas, algodón, colonia, esparadrapo, y la monja con cara de pescador le musitó algo tan por lo bajo que Raúl le respondió con un carraspeo prudentemente afirmativo, como absorto, la atención puesta en aquellos ojos que no parecían mirar nada en concreto, licuosos, de brillo cada vez más superficial, las trenzas como de niña que recogían sus cabellos contrastando en ceniza con la blancura inflada del lecho. La habitación contigua aparecía iluminada por la pantalla del televisor, claridad sin sonido, y como contra el alba en el horizonte destacaban las figuras susurrantes, las tazas, la tetera, los bizcochos. En el salón había bastante gente e inevitablemente se hablaba demasiado alto. Ramona iba de un grupo a otro, atendiendo con aplomo mundano a la vez que correspondiendo a las manifestaciones de interés y de apoyo moral, y una doncella ofrecía bebidas. Los balcones estaban entreabiertos y, a modo de un tul, escapaba hacia la oscuridad exterior la luz animada por el humo de los cigarrillos. Conversación discreta, sin estridencias, ramas del viejo tronco distanciadas una de otra por la desigual suerte o fortuna, parientes y parientes de parientes que ya sólo coinciden en ocasiones solemnes, en casos de compromiso, en bodas o entierros, y cumplen con y se interesan por, respuestas corteses a preguntas corteses una vez tras otra intercambiadas, la salud, tu madre, los pequeños, la marcha de los asuntos, problemas siempre actuales, chachas, expedientes de crisis, inminencia de un reajuste ministerial, lo revuelto que llega a estar todo, problemas sin solución, siempre expuestos con esa mezcla de indignado asombro y certidumbre fatídica, puntos de vista, generalizaciones, posturas tajantes reiteradas más que nada como rasgo de carácter o afirmación de la personalidad, anécdotas familiares, Gregorius, que es un desastre; Merceditas, que vuelve a estar esperando; Pedro, que está hecho un tarambana; Montserrat, que es una mujer de rompe y rasga; Jacinto y su franquismo obcecado, Juanito y sus cosas, todo tratado con un respeto exquisito por las líneas que con el tiempo han ido tipificando la imagen social de cada uno, con tacto, con afabilidad, con tolerancia, en tácita búsqueda de lo que armoniza y une, incluso cuando la conversación acaba por centrarse en la controversia más candente, en lo que toda Barcelona está comentando, en lo que de una u otra forma nos interesa a todos por referirse a nuestro medio, por lo que implica para cada uno de nosotros como desquite indirecto, punición ejemplar o identificación en el triunfo, un braguetazo evidente, por ejemplo, o, mejor aún, una separación especialmente escandalosa, aquí comentada evitando todo detalle delicado o escabroso, dejando para mejor ocasión, con las amistades más íntimas, la reconstrucción de una crisis conyugal iniciada con un civilizado acuerdo de hacer cada uno su vida y dejar que el otro haga la suya, y concluida entre demandas judiciales y detectives privados y notarios y fotografías comprometedoras y testigos y fugas y abandono de familia y el argumento de que ella fue la primera en tener un amante oficial, notoriamente consentido, y el contraargumento de que cómo no iba a tenerlo si a él ya sólo le satisfacía una lavativa de agua tibia administrada por cuatro enmascaradas desnudas.