III

DIÁLOGO DEL CÉSAR. Leopoldo hablaba del exhibicionismo. Un fenómeno cuya importancia crece de día en día. Es lo que más cabrea a la gente. Les saca de quicio: ¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡Criminal! La hija o la mujer o una vecina. Y enseguida organizan una batida. Recorren el barrio como locos hasta que ya no pueden más y, cuando se dispersan, el exhibicionista vuelve también a su casa, lamentando con algún desconocido la mala suerte de que se les haya escapado. Debe de ser un rato emocionante. Ir por los descampados trempando bajo la gabardina, por las calles semidesiertas, escondido en los portales, tapándose con una cartera. O mejor: adaptándose uno de esos falos de goma que venden, el más gordo, de un buen par de palmos. El efecto es tremendo. Les creas un trauma para toda la vida. Después, ya no habrá trasto que les parezca digno de consideración; lo que más temen los maridos, probablemente. Incluso tengo pensado el uniforme: pantalones sólo de rodilla para abajo, sujetos con gomas a cada pierna; y encima, una gabardina con puños de camisa aplicados a las puntas de cada manga, como asomando, y corbata y pechera y cuello de camisa aplicados al interior de las solapas, y que todo pueda abrirse de un tirón, con uno de esos cierres que se pegan como si fueran de esparadrapo. De lo más emocionante. Si te cogen te linchan.

Pero no era eso lo que querían oír. Fuera, cada vez más próximo, sonaba el motor de una canoa, Ricardo se asomó a la cubierta: eran Cristina y Willy; el cabrilleo perpendicular de las luces del pueblo a lo largo del malecón.

Cristina y Willy llegaron disparados preguntando por lo de Guillermina y Gerard. Detrás venían la Renata Bosch y Camila, chorreantes, envueltas en toallas de baño, la Bosch diciendo que por poco las planchan con la canoa, sin que nadie le hiciera caso. Y, al ver que se hablaba de lo de Guillermina y Gerard, volvieron enseguida con toallas secas, tapándose hasta cierto punto, dado el carácter esencialmente discursivo de las circunstancias. Menos impuesta por tales circunstancias Camila, más lanzada, como poseída de ese gozo instantáneo que suele producirse en todo cuerpo propenso al estreñimiento tras una copiosa evacuación, con esa euforia, con esa vitalidad renovada; así Camila, en similar estado de ánimo, tras una simple y precipitada copa.

¿Qué pasaba con Guillermina y Gerard? El César había estado en Cadaqués. En Cadaqués habían visto gente. ¿Qué les habían contado? ¿Qué había de verdad en lo que se contaba de Guillermina y Gerard? Carmen sonreía y callaba. La Bosch reía sola, satisfecha de saber lo que los otros no sabían. El pelma del Javi se lió con la historia del baño que tomaron antes de volver al yate, cuando cerraron los bares y todo el mundo siguió su ejemplo, desnudándose sobre la marcha, blancos a la luz de la luna como panzas de merluza, cada cual intentando identificar a los demás de su grupo. Y entonces alguien encendió los faros del coche, iluminando al conjunto, y la gente aplaudía y chapoteaba en el agua, salpicándose los unos a los otros. Fue una escena genial, dijo como para subrayar el carácter divertido de lo relatado, aceptando implícitamente la propia incapacidad para expresar en palabras la matizada riqueza de los hechos; casi de sexy-ficción. Silencio. Tampoco era eso lo que interesaba.

Como ese orador que aguarda pacientemente su turno, a sabiendas de que no es sino su discurso lo que constituye el verdadero objeto de la reunión, y puro preámbulo las intervenciones que se van sucediendo, apresuradas más y más según cunden en el auditorio las muestras de impaciencia, una impaciencia que nuestro orador aviva en lo que cabe con su silencio ensimismado, así Leopoldo, la expectación que le rodeaba cuando tomó la palabra. Anclado el Afrodita en aguas de Cadaqués, empiezan a llegarle comentarios relativos a lo de Guillermina y Gerard, el tema del día. Leopoldo pregunta directamente a Blanca, cuya versión de los hechos le parece más digna de crédito que otras. Party en casa de Blanca. Allí todo el mundo parece saber de buena fuente la verdad de lo de Guillermina y Gerard, de lo que pasó realmente, variantes de lo que cuentan quienes conocen o dicen conocer a un testigo presencial. El número de testigos presenciales no deja de aumentar, y hasta el pelma de Javi y la tonta del Bosco acaban siendo incluidos en tal categoría y la gente les pide detalles. Protestas de la Bosch o Bosco no exentas de complacencia. Lo que yo decía, lo que yo decía –decía la Bosch–, lo que yo decía es que me hubiera gustado haber estado. Inútil, nadie la escuchaba.

Blanca disertaba acerca de las indudables ventajas de la felacio practicada sobre un cuerpo que se encuentra debajo, en posición de decúbito supino, y no encima de la persona practicante, ya que tal posición, con un mínimo de habilidad digital, permite graduar y retener el impulso de la emisión que recorre y sacude el miembro erecto, al tiempo que, en virtud de su mismo espaciamiento, lo hace paulatinamente asimilable y hasta paulatinamente expulsable por la comisura de los labios, sin que ni siquiera se aperciba de ello el feliz beneficiario de la operación –cuyo placer no hace sino prolongarse con la destreza de tales manipulaciones– y sin que el sujeto practicante se arriesgue a las náuseas, que en algunas personas puede provocar así el volumen como la densidad y hasta la misma violencia del esperma, ni a otros síntomas de intolerancia, indisimulables en la posición inversa, defendida, no obstante, por parte de los invitados, entre los que tampoco faltaban decididos partidarios de la posición vertical.

Aprovechando la dispersión de la controversia entre diversas posturas teóricas, Leopoldo centra el diálogo en lo de Guillermina y Gerard. Blanca admite que cuanto ella sabe se lo ha contado una persona que tampoco estuvo presente. ¿Y quién es esa persona, si se puede saber? Félix. ¿Y quién se lo ha contado a Félix? Una persona que estuvo allí. Pero Blanca, dice Leopoldo: ¿a qué viene ahora tanto misterio? ¿Quieres que te diga quién es esa persona que se lo ha contado todo a Félix? ¿Quieres que te diga su nombre? Si te divierten las adivinanzas, dice Blanca. ¿Te lo digo?; pues la misma persona que me lo ha contado a mí, dice Leopoldo. Es decir: Quique. Y es cierto, en efecto, que estuvo presente, con toda su complacencia de cocodrilo homosexual, sin dejar que se le escapara un detalle. Al menos de la primera parte, de lo que fue en sí la noche; no del desenlace. Hasta el momento, del desenlace no hay otra fuente que la propia Guillermina.

Cristina hizo callar a la tonta del Bosco, que intentaba adelantarse, contárselo bajito por su cuenta. Pero ¿qué pasó realmente? (Cristina). ¿Quiénes estaban? ¿Y dónde? ¿En Cadaqués o en Barcelona? ¿Fue como aquella vez en Ibiza? Más bien (Leopoldo): ni Guillermina ni Gerard suelen beber. Son de los que no mezclan.

El interés de la noche, según Quique, lo constituía un invitado ocasional, el negro centroamericano Rolando, Orlando tal vez, un nicaragüense o panameño o de por ahí, amigo de alguien. Y lo cierto es que nuestras esperanzas no se vieron defraudadas, dijo Quique. Efectivamente: en el curso de la velada, el centroamericano, el negro Rolando, se revela no sólo poseedor de la vitalidad y vehemencia que de él cabía esperar, sino también como un ser de gran atractivo físico, maneras armoniosas y notable sentido del humor. Requerido por todos, el negro Rolando, conforme a las más elementales normas de cortesía, permanece sin embargo particularmente abierto a las atenciones de que le hacen objeto sus anfitriones, los Gerard, la Guillermina en primer término. Y, cuando el ambiente se caldea, es en especial con los Gerard con quienes estrecha lazos, hasta el punto de que algunos invitados –invitadas, sobre todo–, llevados por su despecho, optan por retirarse. Es el momento cumbre de Guillermina, apoteósicamente acomodada entre sus dos hombres, exuberante en la exuberancia. La idea que algunas tías se hacen de esta clase de fornicación colectiva, ya sabéis: una especie de ceremonia celebrada en su honor, donde la presencia de otras personas es poco menos que una convención del ritual: a quien los tíos buscan es a ella. Pero tras los primeros escarceos y penetraciones, la situación experimenta un cambio insospechado –incluso para el contemplativo Quique– a partir del momento en que, sobre la marcha, Gerard propone componer un sandwich en el que a él corresponde el papel intermedio, brindando así sus sinuosidades traseras al negro Rolando, antes de adentrarse a su vez en las profundidades de Guillermina. Es preciso aclarar, por otra parte, que el carácter insospechado del cambio no reside tanto en la propuesta en sí, gozosamente puesta en práctica de inmediato, cuanto en la reiteración del acto, en sus trueques, variaciones y combinaciones, de los que, como si en el sandwich sobrase pan, la Guillermina iba quedando progresivamente excluida. Igualmente conviene puntualizar, en honor a la justicia, que la actitud de Guillermina fue en todo momento correcta y civilizada, divertida incluso, como bien puede testificar el propio Quique, junto al cual, como un espectador más, ella siguió las incidencias del ardoroso encuentro.

De hecho, la eclosión del conflicto –en ausencia ya de Quique– no tuvo lugar hasta la mañana siguiente, después de que los niños, al partir para la escuela, sorprendieran en su natural desnudez a los componentes del trío, desordenadamente dormidos sobre la cama. La reacción de los chicos, por lo que se ve, fue muy positiva, hasta el punto de que pretendieron incluso incorporarse al juego, intrigados, en particular, por las peculiaridades físicas del negro Rolando. Pero, de acuerdo con la versión de Guillermina, la gota que, por así decir, hizo desbordar el vaso, fue encontrar a Gerard y al negro Rolando cabalgándose de nuevo mutuamente, al volver de la cocina con una cafetera humeante. Y visto que ellos ni tan siquiera dieron muestras de percibir su presencia, aprovechó para hacer la maleta y largarse sin más, no ignorando la inutilidad y hasta crueldad, en tales circunstancias, de cualquier intervención por su parte, consciente de la obnubilación de la que eran presa aquellos dos hombres, vencida ya por ambos la fase de fatiga y disgusto que sigue a toda serie de emisiones seminales, la persistencia del sabor a esperma y demás licores venéreos que uno ya no sabría decir de dónde los ha tomado, disgusto y mal sabor de boca que, pocas horas después, trocados en estímulo con el despertar, han de dar paso a renovados accesos de furor copulativo. De acuerdo con la misma versión, Guillermina se limitó a dejar una nota junto al café: en la nevera hay leche fría. Firmado: La Tonta del Bote.

Reconocidas unánimemente las cualidades de presencia de ánimo, discreción y sangre fría mostradas por Guillermina en su comportamiento, las motivaciones personales que la condujeron a formalizar su separación de Gerard constituían un tema hasta cierto punto irrelevante. ¿Amor propio humillado? ¿Sensación de ridículo, tras haberse comportado inicialmente como figura central del cuadro, como sacerdotisa suprema de la ceremonia? ¿Sentimiento de estupor ante la traición, particularmente agudo para aquella persona en quien la traición es práctica corriente, cuando a su vez es objeto de una traición? El caso es que, como ese portero que, tras blocar un duro disparo del delantero centro del equipo contrario, realiza un despeje largo y, cristalizados los ojos y un agujero en lugar de boca, contempla entonces cómo el receptor del pase, el delantero centro del propio equipo, lejos de seguir campo adelante, hacia la portería opuesta, avanza hacia la suya, dribla a los delanteros enemigos que todavía consideran su acto una estratagema, los rebasa y, ante la inercia de las propias líneas media y defensiva, como paralizadas quién sabe si de estupor o regocijo, chuta certero, con furia incontenible, y marca, rematando una y otra vez, ensañadamente, los rebotes del balón contra la red, antes de correr nuevamente hacia el centro, aupado, abrazado y felicitado con alborozo cómplice por los restantes compañeros de equipo; así, como en ese portero, la sorpresa de la desventurada Guillermina.

Tendré que hacer algo por esta chica, dijo Carmen. No sé, levantarle los ánimos: le voy a proponer que me haga de modelo, sacarle fotos; yo encuentro que tiene un bonito cuerpo. Seguro que le sacas lo que quieras (Leopoldo). ¿Y por qué no me lo sacas también a mí? (la tonta del Bosco, ya como en pose, mordiendo una punta de la toalla que la entrecubría, igual que cuando el fotógrafo pretende sugerir una perversidad inocente). No te permito que me robes a Carmen, que nos conocemos desde niñas (Camila, con la excitación de su segunda copa, sentándose sobre Carmen). Y Cristina, siempre más teutónica, situada entre Ricardo y Willy, acariciándoles la bragueta: ¿y estos hombres?

Reapareció Leopoldo, entreabierto el corto ruso de un púrpura desteñido, empinada la verga curtida, una verga con esa cualidad como de tasajo curado que, más que crecer –ya de por sí gruesa en estado de reposo–, parecía simplemente endurecerse al enderezarse.

Vamos a escenificarlo, dijo. ¿Quién hace de negro Nab?

CONVERSIÓN, DIVERSIÓN, INMERSIÓN. La idea del matrimonio siempre me ha resultado más bien desagradable. Rosa decía que a ella también, pero que era la única forma de resolver de una vez un montón de problemas incómodos. Supongo que el apoyo de su madre a esta clase de solución –resolver unos problemas para crear otros–, el carácter de nuestras relaciones, el tiempo que venían durando, etcétera. Aparte, claro está, de que tuviera de mí una opinión en cierto modo favorable, de que perteneciese a una familia conocida y de que socialmente fuese considerado como un chico que vale mucho, clasificación que, una vez establecida, ni tan siquiera suele ser modificada mediante pruebas en contra. Y lo de la cárcel, para ella, no era más que eso, como tenía por costumbre decir, cosa de jóvenes. Un elemento, en cambio, que probablemente jugó un papel decisivo en el súbito interés de Alfonso por una pronta y correcta solución del caso: la imagen de un yerno encarcelado por motivos políticos al que, lógicamente, cabía admitir convicciones marxistas y hasta contactos orgánicos, pero –y asimismo no sin cierta lógica– en pleno giro de saludable sentido conservador. De hecho, tampoco yo dejaba de darme cuenta de que, obligado a cargar con el paquete de cuestiones de tipo personal, familiar y económico que me aguardaba a la salida de la cárcel, mi actitud podía inducir a suponer –y no solamente a un Alfonso– que me encontraba en la situación de aquel compañero de estudios que, tras una juventud iconoclasta o sencillamente libertina, en un repentino acceso de pavor hacia los otros y, sobre todo, hacia sí mismo, busca refugio y escondite en los valores, instituciones y mitos tradicionales, el trabajo, el hogar, la esposa, el cambio que para uno representa tener hijos, la necesidad de asegurarse compañía para la vejez, los consuelos que depara la vida familiar junto con los quebraderos de cabeza que conlleva, la necesidad de ser realista, de dar a los chicos una formación religiosa que siempre es un freno y que si luego les sobra allá ellos, etcétera, y un buen día, después de tantos años, nos topamos con él, sus ojos como gaviotas y como nubes los cabellos, y entonces nos abraza y nos increpa y desafía y llora, y nos fuerza a visitar su hogar, y se explica, y justifica sus claudicaciones, y nos agobia, incomoda y deprime ante el espectáculo de su triste intimidad, la sirvienta tratada a gritos para mostrarnos su poder y energía, la mujer abroncada por no pertenecer ni entender la época ahora evocada de recuerdos comunes, los niños –igualmente mantenidos a raya– en los que sólo el obcecado delirio del padre puede confundir silencio con acatamiento, el mismo ambiente y hasta el mobiliario de la casa, expresión y reflejo de las tensiones y desequilibrios familiares, signo y sentencia del carácter inevitablemente catastrófico del inevitable final.

De cualquier forma, me parece fuera de duda que fue justamente ese interés por los aspectos negativos de mi vida –en lo que a ortodoxia de comportamiento se refiere– lo que le indujo proponerme trabajar a su lado en la reorganización de la oficina, con vistas a una mejor coordinación entre los diversos negocios que desde allí se llevaban. Un modo de hacer patente su desprecio por las convenciones sociales unido a la perspectiva de la atrayente controversia que normalmente debe suscitarse entre personas de mente despejada y abierta en el curso de una labor realizada en común, el choque de una visión socialista del mundo, deportivamente aceptada por su parte, con una visión no tanto capitalista cuanto realista, moderna, seria, más calificada técnicamente y, sobre todo, más eficaz en su gestión, ventajas de las que debía estar seguro que iba a convencerme, reafirmándole así, consecuentemente, en sus propias convicciones. Un tipo de reacción cuyo correlato, en el terreno sexual, habría que buscarlo en esa excitación ante lo exótico que en un hombre de negocios de paso por Hong-kong suele despertar la posibilidad de un ligue, no exento de riesgos, con una putilla local. Debo confesar que su propuesta también a mí me resultaba atractiva, aunque menos por la controversia, que, contra lo que él pudiera esperar, me era más bien indiferente, que por la ocasión que me ofrecía de conocer más de cerca lo que es la vida, como suele decirse, algo tal vez un poco abstracto para un joven abogado morbosamente atraído por las letras, con la mili y la uni como principales experiencias comunes a todo joven de familia acomodada, y la militancia política y su adicional cupo de cárcel como experiencias particulares.

En la práctica, no obstante, mientras mi imagen de reflexivo intelectual marxista parecía conservar, por algún motivo indeterminado, toda su vigencia, fue la imagen tecnocrática de Alfonso la que no tardó en deteriorarse para dar paso a otra más tradicional y marrullera, sin que ello supusiera, no obstante, una disminución de mi interés hacia su persona; tampoco creo que semejante contraste sea motivo suficiente para que mi conducta pueda ser calificada de hipócrita. Era él quien, por así decir, enseñaba la oreja, su oreja de viejo zorro, a quienquiera que, familiarizado con su trato, le viese actuar ante terceros, cosa que, lejos de toda decepción, tenía incluso algo de fascinante. Sus artes dialécticas, el peso de la palabra precisa, la oportunidad de su utilización y hasta su dicción impecable, facilidad acaso derivada del hecho de ser catalán sólo en parte, de haberse criado en un medio cultural castellano y de haber hecho sus estudios en la universidad de Madrid –con la cola de amistades y relaciones que eso supone–, la típica superioridad que da un perfecto dominio del idioma cuando uno se dirige a un auditorio que tartamudea y se traba y se engola en sus esfuerzos por expresarse en una lengua que no es la propia. Su extrema habilidad, asimismo, en imponerse sin recurrir en apariencia a la superioridad –o presunta superioridad– de su posición ni, menos aún, a crudeza expresiva alguna, sin palabras gruesas ni amenazas implícitas ni el más mínimo elemento coactivo en la forma o el sentido de la argumentación, procurando siempre que el interlocutor creyera estar cediendo por voluntad propia, dándole toda clase de facilidades para que se autoconvenciera, aunque no tanto, claro está, como para que llegara a olvidar en manos de quién estaba la fuerza. Y eso con sólo tomar una cualquiera de las armas de su panoplia –la más indicada en cada caso concreto– y, como jugueteando con ella, dirigirla hacia el punto flaco de su interlocutor. La vez, por ejemplo, en la que el viejo Buenaventura Gasull le anunció la donación de una buena parte de su paquete de acciones a su secretario particular, mi buen Arturo, un obsequio que es lo mínimo que se merece quien como él me ha servido tan fielmente durante tantos años, que me ha dado, como bien se dice, lo mejor de su vida, y Alfonso, por supuesto, don Buenaventura, le comprendo perfectamente, y créame que esa operación le define no sólo como persona de profunda humanidad y gran alteza de miras, sino también como el verdadero protagonista de un acto que nunca con mayor propiedad podríamos calificar de espléndida inversión, frase que no por irreprochable en su enunciado dejó de turbar a don Buenaventura en la medida en que, adecuadamente captada, una finta de Alfonso sin duda lanzada con miras a la inminente Junta General, al consenso que Alfonso, en cuanto Secretario General, esperaba le dispensara sin reservas el Consejero don Buenaventura Gasull, tanto en nombre propio como en representación de su estimado secretario Arturo.

Y, llegada la Junta, su inigualable técnica de persuasión, su método: la reseña inicial de las circunstancias adversas que, incidiendo en una coyuntura ya de por sí difícil, se habían abatido sobre la empresa, y cuya simple exposición hacía estremecer en el asiento a todo pequeño accionista; las opciones descartadas, los remedios adoptados; el fruto de tal actuación que, finalmente, permitía repartir unos dividendos que, de haber sido anunciados en otro contexto, sin semejante preparación dialéctica, no hubieran suscitado sino estupor y reacciones airadas, en lugar de los apretados aplausos que habitualmente sellaban sus informes. Sus inagotables recursos oratorios: fulano es –el presidente del Consejo de Administración, por ejemplo– no sólo un gran caballero barcelonés sino también una personalidad del mundo de las finanzas cuyos desvelos por esta sociedad, junto a su labor discreta, previsora, desprendida y abnegada, son sobradamente conocidos por todos (¡memazo!); pues, y les ruego que no lo tomen por jactancia retórica, más que el incentivo económico, me mueve, en mi gestión, el deseo inherente a la condición humana de dejar una huella ejemplar de la propia obra (¡con muchos ceros detrás!); porque, qué duda cabe, todos estaremos de acuerdo en que lo que más importa es la dimensión humana y la trascendencia social de la empresa, inseparables, me atrevería a decir, de su consideración económica (¡pollas en vinagre!); y es que, en definitiva, entre personas inteligentes y cultas (¡paletos!) nunca puede dejar de haber entendimiento.

Incluso su forma de afilar las uñas, gratuita en apariencia, salvo si se la consideraba como lo que era, como ejercicio, como gimnasia, aparte de la significación preventiva o disuasiva, siempre saludable, que para un presunto antagonista pudiera tener. Al recibir la visita, pongamos por caso, de algún ex compañero de curso, un tipo a quien la fortuna obviamente no le ha sonreído en exceso, que ahora pretende interesar a las empresas de Alfonso en algún producto que él representa, un comisionista o como quiera llamársele que, a fin de crear un ambiente adecuado a su propósito, procura evocar recuerdos comunes desde una supuestamente común perspectiva, fruto de una supuestamente común posición próspera y desahogada, y con la placidez que se deriva de toda situación de privilegio, de elevado standing, rememora las locuras y barbaridades que llegamos a cometer cuando jóvenes, qué tiempos aquellos, caramba, qué tiempos, al objeto de obtener mediante tal evocación del pasado una renovada identificación presente. Alfonso menea la cabeza, como absorto, mientras habla despacio: somos unos fracasados, dice. Teníamos ilusiones, vocación altruista, y aquí estamos, convertidos en vulgares ejecutivos, realizando tareas que en el fondo nos importan un carajo. Y entonces, con todo el disimulo de unos párpados entornados, gozarse en captar los sucesivos matices de incredulidad en la mueca estupefacta de su interlocutor, quien, ante la machacona repetición de somos unos fracasados, concluía, qué remedio, dada su situación de ir a pedir y no a dar, la distancia abismal que separa al que da del que pide, concluía admitiendo que nada debe de haber más hermoso que ajustar a un ideal la propia conducta y, con un suspiro –¡quién volviera a ser joven!–, convenir, definitivamente apeado del carro, en lo innegable, en que sí, en que eso era justamente ser un fracasado, un verdadero fracasado.

De ahí la extraordinaria muestra de confianza –o de desconfianza: una prueba más– que supuso el que Alfonso me pidiese ayuda en relación a los problemas de Robert. A ver si tú, que estás más cerca de su edad, entiendes al menos su lenguaje. Lo que es a mí, debo reconocer que me sobrepasa, que no entiendo ni lo que dice ni lo que hace ni lo que quiere ni lo que hay de cierto en todo lo que cuenta. Si el papel de consejero espiritual –de manso que encabeza la vuelta al redil, con más exactitud– no era precisamente halagüeño, que la elección de Alfonso recayera en mi persona no dejaba de tener sus razones, toda vez que la relación entre Rosa y Robert, debido acaso a los años que se llevaban, que a esa edad cuentan mucho, nunca había sido demasiado estrecha, siendo en cambio evidente que Robert parecía encontrar sugestivos determinados aspectos de mi biografía –la cárcel en primer término, como es natural–, por lo que más bien buscaba mi trato. Quizá pudiera hablarse incluso de un sentimiento de emulación que le impulsaba a hacerme partícipe de sus confidencias, unido posiblemente al deseo de sorprender y admirar a su hermana, de atraer hacia él la atención de Rosa al tiempo que la mía, sentimientos y deseos que no contribuían sino a confundir la parte de verdad y la parte de mentira existentes en las historias que nos contaba. Sus problemas, los problemas que creaba con sus problemas, el de la credibilidad que había que otorgarle, entre otros: sus aventuras eróticas, las escapadas con su gente, sus experiencias con drogas, los contactos que mantenía al respecto con las redes de distribución, la dificultad de establecer una frontera entre realidad y fantasía. Su centro de aprovisionamiento –un bar de Las Corts–, por ejemplo, algo perfectamente posible. El alijo que aseguraba haber introducido personalmente vía Londres, una peripecia ya más problemática. Los viajes a Tánger, no tantos, a juzgar por los sellos del pasaporte, como aseguraba. El dinero que manejaba, su origen, en modo alguno suficientemente explicado por las cantidades que pudiera sacarle a su padre. Los contactos locales que aseguraba tener, las bolsas de Sears que intercambiaba quién sabe si en el Parque Güell o en un rincón cualquiera de algún museo, sentados uno junto al otro por breves instantes, nada más fácil que confundir las bolsas.

Mi impresión es que, para Alfonso, el hecho de que en mis charlas con Robert me hubiera limitado a cargar el acento sobre los riesgos que corría, sin pretensión moralizante alguna, supuso una gestión no sólo suficiente sino hasta singularmente sabia, considerando su escepticismo hacia lo que el chico pudiera dar de sí en la actualidad y su confianza inveterada, por el contrario, en lo que cabía esperar del inexorable paso del tiempo, ese fenómeno que hace madurar y caer la fruta, un fenómeno que, a su entender, sin ir más lejos, no había dejado de darse en mi caso, es decir, la positiva evolución experimentada por mi personalidad a partir no tanto del momento en que me ofreció la oportunidad de canalizar mis facultades hacia un objetivo concreto y constructivo, trabajar con él, por ejemplo, cuanto a partir ya de mi matrimonio con Rosa, de aquella ceremonia celebrada con toda la discreción y estricta intimidad que las circunstancias aconsejaban. A puerta cerrada, bajo los auspicios del mismo viejo párroco gagá o lunático que me había atendido en el papeleo previo. Repitió varias veces mi nombre, perdida la mirada –con el auxilio concéntrico de sus dioptrías– en la profundidad del tiempo. Yo conocí a su padre, dijo recostándose contra el respaldo como para mejor asentar su memoria. Vivía en un verdadero palacio. ¿Mi padre?; más bien debió de ser mi abuelo. No, hijo: si hay algo que no me falla es la memoria. Era tu padre. Vivía en un palacete de la calle Mallorca. ¿Lo ves? Por eso le digo que era mi abuelo, me atreví a decir. Murió a los pocos años de la Primera Guerra Mundial, mucho antes de que yo naciera. Y lo mismo pasa con el chalet; mi familia lo vendió después de su muerte. El párroco pareció aguzar las pupilas, como con picardía. ¿Muerto?, dijo. Eso lo acabarán diciendo un día u otro de todos nosotros.

Acabada la ceremonia, almuerzo en el salón privado de un restorán. Alfonso con prisas; tenía una cacería de patos aquel fin de semana y le preocupaba la salud de su mejor perra, una setter de regio pelaje rojo, el extremo opuesto, en su activa inexpresividad, de los entusiasmos retozones de la paquidérmica Poppy, la perra callejera que, como si nos estuviera esperando, había de adoptarnos como dueños no bien llegáramos a Rosas. A ver si otra vez puedes acompañarme, dijo Alfonso, dando por supuesto, en apariencia, que nada podía colmarme tanto como una cacería de patos en la isla de Buda. No le había pasado por alto la observación de Rosa –decidida, se diría, a facilitar la convergencia– relativa a mi buena puntería, y lo más probable es que estuviera considerando el papel socialmente asimilativo que en mi conducta podían jugar sus invitaciones a la perdiz o al pato, el carácter privilegiado de semejante recompensa a mi presunta afición a la caza. Una afición que, como la práctica de otros deportes, golf, tenis, hípica, etcétera, facilita tradicionalmente el enraizamiento y la integración en el medio de nuestro joven iconoclasta, al igual que tantas otras recetas avaladas por la experiencia, tener un perro de raza, ser coleccionista de algo, filatelia, bibliofilia, numismática, mariposas, lo que sea, relacionarse con otros matrimonios jóvenes que también empiezan a ir al teatro, a la ópera, etcétera, etcétera.

No deja de ser sorprendente que un hombre de la agudeza de Alfonso llegase a creer que Rosa y yo podíamos convertirnos en esa clase de gente. No que formáramos lo que se llama una pareja unida, claro; su propia conducta en el hogar, el formalismo de las relaciones con su mujer, correctas hasta lo puntilloso, así como la crudeza de ciertas observaciones de carácter más general que se permitía hacer en la intimidad siempre mayor de su despacho, indicaban bien a las claras cuál era su idea del matrimonio, el agobio de los cuerpos con el tiempo. No, nada relativo a los misterios de la vida conyugal, pero sí a la posibilidad de que Rosa y yo construyéramos al menos un hogar tan capaz de guardar las apariencias como cualquier otro, cuando bastaba echar una somera ojeada al piso que constituía nuestro hogar para que todas las ilusiones al respecto se vinieran abajo. No se me ocurre otra explicación al optimismo de Alfonso que su fe en el resultado beneficioso de que –como presos en libertad condicional– nuestro comportamiento procurase hacerse digno de la confianza depositada en nosotros, un modo de reconocer el espíritu crítico –ya que no otros factores positivos– que caracterizó mi trabajo en su oficina, unido a la indulgencia –debilidad, si se prefiere– con que aceptaba la proverbial propensión al desorden de Rosa, equivocándose de esta forma tanto en mi capacidad –o voluntad– de enmendar ese desorden, cuanto en que tal debilidad siguiera siendo correspondida por su hija.

Ni que decir tiene que Rosa puso de su parte cuanto pudo: sus esfuerzos por parecer un ama de casa normal, con sus quebraderos de cabeza, sus cálculos, sus cotilleos. Pero el problema residía, sobre todo, en la continuidad de tales esfuerzos, en el sentido –a menudo contradictorio– de los sucesivos papeles que adoptaba en el intento de estabilizar su vida: tranquila y eficiente ama de casa, tirando a escéptica, ya se sabe cómo son los maridos; mujer caprichosa y extravagante, un poco cínica; una chica de esas que no parecen estar casadas, activa, emprendedora, independiente, etcétera. O, más que sus papeles, los actos inherentes a tales papeles: ordenando y equipando la casa, relacionándose con antiguas amigas, pidiendo consejos, dándolos, yendo de tiendas, invitando a la gente, flirteando, viajando, bebiendo, organizándose para montar un estudio, comprando material de trabajo, telefoneando y telefoneando. Decía que necesitaba salir, que el piso se le caía encima. También se quejaba de que en Barcelona no se sabía dónde ir. Los viajes, no obstante, siempre la pillaban de sorpresa, así, tan repentinos –o desconocía que era para tan pronto o lo había olvidado, pero tú bien podías recordármelo, ya sabes lo despistada que soy para estas cosas–, con un montón de maletas por hacer, ya que, sin tiempo suficiente, no había tiempo de seleccionar lo que se iba a poner, lo que podía hacerle falta. Y el regreso, cada vez igualmente repentino, justo cuando empezaba a encontrarse a gusto. Y otra vez aquella casa, aquella maldita casa que la ponía enferma, realmente enferma en ocasiones. Una enfermedad de sintomatología variable dentro de ciertas constantes: necesidad de cariño, de mimos, de ser cuidada con ternura. Tendencia a curarse o a empezar a curarse ante el mero hecho de comprar gran cantidad de medicamentos, como si, más que las propiedades clínicas de éstos, su mejoría dependiera del acto de comprarlos en sí, es decir, como en una limosna, de la cantidad dispendida. Tal relación, necesidad de afecto –compensación económica, resultado aplicable, por extensión, a otros ámbitos: dinero–, estímulo energético, etcétera. Cuando Rosa se ponía en marcha, por ejemplo, cuando entraba en acción y salía de compras y pronto los paquetes se amontonaban en el vestíbulo, donde permanecerían unas semanas antes de ser apilados en el trastero. Renovada insistencia, entonces, en la necesidad de un estudio, de otro piso, aunque sólo fuera para ordenar debidamente sus compras. Atracción especial por las gangas: saldos, rebajas, liquidaciones, oportunidades, facilidades de pago, tarjetas de crédito. Tendencia a explicarlas, incluso, como un negocio, casi una inversión. Volvía triunfante, orgullosa de su actividad, del interés con que había sido atendida, de su popularidad entre los vendedores, de haber comenzado de una vez la puesta a punto de la casa, como si con semejante despliegue pudiera contrarrestar la ruina de su hogar, caso de que pueda arruinarse algo que nunca llegó totalmente a ser, a funcionar íntegramente, la moqueta ya manchada cuando todavía estaban instalando las cortinas, la cocina ahumada por alguna cocción olvidada en el fuego ya antes de que trajeran los armarios metálicos, las quemaduras de colilla, las copas vertidas, los escapes, las bombillas fundidas, el progresivo ritmo de desabotonamiento de los chéster de cuero que les había regalado Alfonso, como hipopótamos derrotados a los pocos meses, y el desorden de objetos y la acumulación de cacharros, libros, revistas, papeles, hasta el día en que –ruinas amarillas sus pupilas– se echó a llorar, no puedo más, no puedo más, vámonos de aquí, a cualquier parte. Una necesidad, sobra decirlo, totalmente compartida por mí: dejar de una vez todo aquello, poder escribir tranquilo en cualquier parte.

Hay una distinción muy clara: la que separa las relaciones de trabajo de todo lo que se refiere a la llamada esfera de la vida privada. Pero cuando determinados elementos de una parte inciden en los elementos que componen la otra, el panorama se vuelve más confuso. Me imagino que Alfonso hubiera estado más que conforme en mantener en el empleo –la vida, ya se sabe– a un yerno simplemente inepto. Lo malo es que la cuestión no era ésa, que no atañía tanto a mi actividad en la oficina cuanto a mi actitud, a mi manera de ser y, desde un ángulo diferente, a la manera de ser de Rosa y, consecuentemente, al producto resultante de ambas maneras de ser. Todo demasiado próximo a la manera de ser del propio Alfonso para que a la larga no se produjera el choque, por mucho empeño que cada cual pusiera en respetar las reglas del juego, la necesidad de comprensión, de no meter las narices en la vida de los demás, de no darse por enterado de las situaciones que se crean, sonrojantes a veces, como la delicada extracción quirúrgica de un diafragma alojado en un recoveco del intestino ciego de un honesto padre de familia o intervención análoga, algo que pertenece al ámbito de lo estrictamente personal, como suele decirse.

La ruptura con Alfonso, por llamar de algún modo al final de aquel período de estrecha relación entre ambos, al fracaso de su intento de vincularme en cuerpo y alma a los asuntos del despacho, de interesarme realmente en el mundo de los negocios, en otras palabras, el final de sus esperanzas de integrarme, aunque preparada desde hacía tiempo por la propia evidencia del fracaso, se consumó, como acostumbra a ocurrir cuando se forma un clima de este género, a raíz de un incidente más bien trivial. Ambos, por otra parte, nos encontrábamos de especial mal humor: en mi caso, íntimo descontento respecto a lo que estaba escribiendo, ese trabajo que realizaba en pésimas condiciones, a ratos libres, de manera discontinua, cada vez más agobiado por los problemas domésticos, y que Alfonso se tomaba tan a la ligera, extravagancia –a su entender– ni tan siquiera divertida, una especie de capricho que cuanto antes acabase abandonando mejor para todos, actitud no ya reticente sino despectiva, que mentiría si dijese que no me resultaba irritante. En el caso de Alfonso, su mal genio, su estado de ánimo aquella mañana, más próximo a la respuesta desabrida y ruda que a sus habituales ironías, parecía deberse a la muerte de su perra favorita, la setter de pelo rojo. ¿Afectado? ¡Tú dirás! ¡Ni cuando murió mi madre!

El esperado pretexto surgió del modo más natural, mientras Alfonso me hablaba del señor Botín, gran amigo, gran caballero y gran hombre de negocios madrileño, que tenía anunciada su llegada a Barcelona y con el que pensaba cerrar ciertos tratos, cuando comenté: ¿Botín? El nombre es prometedor; excelente para un hombre de empresa. Y entonces, la transformación del rostro de Alfonso, abultada la mejilla contra el párpado contraído como si le fuera a asomar un colmillo. O para uno de esos revolucionarios que quitan a los demás lo que tienen para quedárselo ellos, dijo. ¿No te parece? Tengo entendido que la Pasionaria vive en Moscú como una reina gracias al oro del Banco de España, rodeada de un lujo asiático. Su sonrisa repentinamente ambigua, como esa música que suena y entonces uno abre la puerta y se encuentra con el capitán Nemo tocando el órgano, a bordo del Nautilus.

La elección de Rosas en lugar de Cadaqués se basaba así en que el lugar, pese a los cambios experimentados, seguía gustándonos, como en que allí, perdidos entre tanto extranjero, casi extranjeros también nosotros, podría escribir con mayor tranquilidad que en un Cadaqués convertido cada fin de semana en un apéndice sofisticado de Barcelona; y sin los recuerdos infaustos de Ibiza. Nos alojamos en el Lunasol, un motel de construcción reciente, tranquilo, bien emplazado, con una espléndida vista sobre la bahía, cualidades difíciles de encontrar en sitios como Rosas, donde todo está orientado en función del turismo de agencia; sus propietarios, por otro lado, cuya personalidad resultó ser insospechadamente interesante, se convirtieron pronto en buenos amigos, gente con la que acabamos viéndonos casi cada noche. El resto de nuestras relaciones –el Grec, el dueño del Nautic, el americano de la barretina– tenía ese carácter de familiaridad episódica que era justo lo que andábamos buscando. Luego, durante la estancia del Afrodita, nos vimos arrastrados, por fortuna episódicamente, a una intensa vida nocturna –a costa de la diurna– y, contra todo lo proyectado, se amplió el número de nuestras amistades locales, Walter y Krista y su círculo, amigos de nuestros amigos del yate, Pompeyo y Quima, el pelma de Xavier, la Rosa Durán.

A Poppy la encontramos –o nos encontró, como ya he dicho– al día siguiente de nuestra llegada. Por eso, más que adoptarla, habría que decir que fuimos adoptados, casi como si nos estuviera esperando. Caminó a nuestro lado por todo el pueblo, se tumbó en el porche aguardando confiadamente su comida, pasó la noche sobre la estera de la entrada, recogida a modo de grueso almohadón resollante. Como entre oso y foca, la pesadez de movimientos de su corpachón oscuro no le restaba ligereza ni cierta gracilidad circense cuando pretendía mostrar sus habilidades, la aplicación y esmero con que había sido adiestrada, producto típico, su extravagante presencia, del cruce de los más variados ejemplares traídos por los turistas con la raza propia del país, predominantemente compacta y paticorta, recio como un glande el tronco, alicaídas las orejas y melancólica la expresión. Pertenecía, al parecer, a una holandesa o inglesa, y, teóricamente, su mantenimiento corría a cargo de la misma familia que, durante la ausencia de la señora, cuidaba de su chalet y su lancha.

Tardé en advertir los cambios que Poppy estaba experimentando. La misma lentitud de su evolución, quizás. Una evolución que posiblemente había comenzado antes de que la viéramos por primera vez. Cuando me acompañaba en mis paseos ya no correteaba a mi alrededor como antes. Iba siempre detrás, resoplando, pesado el paso. Y al llegar a los confines del pueblo, donde las calles se convierten en campo abierto, terminaba por detenerse. Yo le animaba a continuar y ella me seguía con la vista, mientras me alejaba, inmóvil, como incapaz hasta de aquella expresión que equivalía a una sonrisa, flojo el rabo y circunfleja la frente. Tampoco había reparado en un principio en el progresivo deslustre de su pelo, ralo y como polvoriento, ni en la curvatura de aquellas uñas excesivamente largas. Ni presté mayor atención a su falta de apetito hasta que las manchas de sangre que iba dejando a su paso, cada vez más abundantes, no pudieron ser confundidas por más tiempo con un simple estado de celo. Sólo entonces caí en la cuenta de la marcada orografía de su hocico caliente y seco, antes de que empezase a hinchársele el vientre, y del halo de hedor, y de las moscas que la sobrevolaban. Lo siento tanto como tú, pero Poppy no puede entrar en casa, dijo Rosa. ¿Qué explicación quieres que le dé a la mujer de la limpieza? Poppy se retiraba, como consciente del problema que creaba con su presencia, conformándose con instalarse lo más cerca posible. La familia encargada de su cuidado, una familia de pescadores, se desentendió del caso; la mujer decía que tal como estaba no podía quedarse con ellos. Fui a ver al veterinario, siempre seguido por Poppy, con su rastro de sangre y aquel hedor que ahuyentaba a los transeúntes, no ya para que la curase, sino para que acabara con ella del modo más rápido y menos doloroso que tuviese a su alcance; el veterinario se confesó: incapaz de matar a un perro. Se ofreció a procurarme la bola, una dosis de estricnina que había que mezclar con carne picada. Actúa entre cuatro y seis horas; con algunos dolores, claro: se la da usted mismo. Acudí al Grec y aceptó. En el patio de su casa, mientras durmiera, de un escopetazo en el cráneo. Ni llegaría a enterarse. Poppy, como alegre de haber dejado sin quebranto la casa del veterinario, parecía más animada, casi retozona. Pero jadeaba mucho y las moscas se abatían sobre su cuerpo, sobre las gotas de sangre, y ni siquiera intentó seguirme cuando, acariciada por el Grec, me vio abandonar el patio.

AUREA COMO INCÓGNITA. Encuentro con Aurea en el Nautic. No en las mesas de la acera sino al otro lado del paseo, en la plataforma montada sobre el mar, el agua sonando contra las pilastras, debajo, chapoteos como lametones. A esa hora de quietud, sin brisa, al calor del poniente que se hunde, la gente suele preferir estas mesas a las de las aceras, integrarse en aquella atmósfera como de espejismo que con la calma absoluta adquirirán los pálidos contornos de la bahía.

La acompaña Carlos hijo. Están sentados de lado, Aurea haciendo como que lo escucha, con todo el aspecto de mamá bien conservada en busca de ligue, como entre divertida y absorta, sin mirar a nadie en apariencia pero sin que se le escape un detalle de lo que pasa a su alrededor, el cigarrillo humeando entre los dedos, la copa en alto y una sonrisa en los labios, más relacionada sin duda con la expresión que había decidido adoptar que con lo que Carlos hijo pudiera estarle contando.

La llegada de él, no obstante, no parece contrariarla en lo más mínimo. Le saluda con la mano al verle avanzar por la pasarela, le invita a sentarse con ellos. Es más bien Carlos hijo quien aprovecha para levantar el vuelo, para irse con los suyos, como dice. Saludos a tu Mariona, dice Aurea. Y diviértete. Lo mismo digo, dice Carlos hijo. Aurea se echa a reír. Explica que se va unos días a Barcelona, a resolver cuatro cosas. Me parece que nos conviene tanto a Carlos como a mí.

Conversación acerca de los jóvenes como Carlos y su grupo. Diferencias respecto a la propia juventud, entre una y otra época, tan distantes en tan pocos años. Aurea habla de Carlos. De todas formas, dice, por mucho que se enfurezca, no debiera minimizar la memoria de los jóvenes. Ni su capacidad de observación.

Cuenta la reacción de Carlos ante uno de esos llamamientos clandestinos a la huelga general en Barcelona, el primero con el que se toparon a su regreso de la Argentina. Por aquel entonces acababan de montar un negocio de libros, una pequeña tienda que no tardarían en liquidar con más pérdida que ganancia, como suele suceder siempre que a la rentabilidad se quiere añadir la satisfacción de aficiones u obsesiones personales. Y Carlos, influido por su recuerdo de la huelga general del 51, así como por su más reciente experiencia argentina, estaba convencido, es decir, se temía, que la huelga resultara un éxito. La víspera creo que ni durmió, toda la noche dando vueltas y vueltas en la cama, vueltas y vueltas a imágenes relativas a choques violentos, a sangre, a represalias, a la represión policíaca que se abatiría sobre la ciudad. Por eso fue todo menos una decisión impensada el hecho de que por la mañana levantara la persiana de la tienda con la máxima puntualidad, por más que como tantas otras veces todos los establecimientos de Barcelona hicieran lo mismo y, como tantas otras veces, ninguna de las consignas de boicot y huelga fueron seguidas por la gente que, en su mayor parte, debía incluso de ignorarlas. Eso sí: lo que hizo Carlos fue llegarse a un descampado y con un pedrusco rompió el parabrisas de su coche y luego, en el garaje, explicó que había sido un grupo de jóvenes, seguramente un piquete de huelga o algo por el estilo. Para crear ambiente, claro; y tranquilizar su conciencia de revolucionario de toda la vida. Yo, desde luego, no conozco a nadie que aquel día viera un solo piquete de huelga ni creo que todos los llamamientos a la huelga general en Barcelona obtuvieran otro resultado que el parabrisas roto del coche de Carlos. En esa época Carlos hijo debía tener alrededor de diez o doce años.

Y luego este invierno. Cuando uno de esos movimientos estudiantiles con inasistencia a clase y ocupaciones de cátedra y asambleas y manifestaciones que terminan con el cierre de la universidad. Y las cargas de la policía y los disparos al aire y las detenciones y los rumores que circulan en estos casos, que si las torturas, que si hay un estudiante muerto, o varios, cuyos nombres nadie puede precisar con exactitud pero que es seguro. Carlos hijo no paraba en casa, de reunión en reunión, como cualquier otro estudiante. Y entonces Carlos va y lo mete en el coche y se lo trae a Rosas, prohibiéndole no ya volver a Barcelona hasta nueva orden, sino incluso llamar por teléfono, energuménico, vociferante. ¡Asambleas! ¡Cretinadas! ¡Que las ideas brotan de la discusión, entre todos, espontáneamente! ¡Imbéciles! ¡No sois más que unos pobres imbéciles!

No sé de qué se queja ahora, dice Aurea. Ni sé qué debe pensar que piensa Carlos hijo cuando le oye empezar con lo de que los jóvenes de ahora no tienen preocupaciones y todas esas historias. Y él: es curioso que un hombre como Carlos parezca incapaz no ya de conocer mejor a los jóvenes sino de conocerse a sí mismo. Y Aurea: ¿de veras te parece tan hombre?

Carlos hijo y los suyos, esa pléyade de jóvenes que a sus mayores les parecen intercambiables, idénticos en sus atuendos como en sus hábitos, a modo de un postrer desquite sobre el cristianismo de los soterrados cultos órficos, de aquel Orfeo desterrado en la tierra, abandonado. El hombre que volvió de las cavernas infernales, su singular incursión o descenso. El hombre que era mujer. Aquel que, como presintiendo su fin a manos de quienes tan sólo eran mujeres, perdió definitivamente a Eurídice en su intento de rescatarla, paso en falso –como todos los lapsus– altamente significativo. El inventor de la música. Kathleen Ferrier.

Carlos hijo con los suyos, flores vestidas de humo del Afganistán. Mariona, ¿eres una flor? ¿Una flor que se fuma? ¿Quieres fumar mariona conmigo, Mariona?

Afinidades Robert-Carlos hijo: personalidad evasiva, actitud de reserva respecto a los padres, etcétera.

Trasponer descripción detallada Ciudad Ideal.

MATILDE MORET. Cuando me acosté con Matilde por primera vez lo que menos podía imaginarme es que fuéramos primos. La conocí en la terraza de algún bar del Boulevard Saint-Germain, el Mabillon, posiblemente; se decía que el lugar era frecuentado por agentes de la Embajada Española a la caza de conversaciones, y, realidad o fantasía, el hecho es que allí me encontraba a disgusto. Quizá por eso no tardamos en trasladarnos al área de la Contrescarpe, relativamente de moda en aquella época. Y en algún sótano de por allí, en un momento dado, dejamos a nuestros comunes amigos entregados al placer dialéctico y nos fuimos a la cama. Yo sabía sólo su nombre; el apellido no había sido mencionado o, si lo fue, no le había prestado atención. Y a ella, por lo visto, le pasó tres cuartos de lo mismo. Recuerdo que por algún motivo indeterminado –impresionarla, crear un ambiente distendido, centrar nuestras relaciones en un terreno inequívocamente erótico– le pregunté si era lesbiana. Una cosa es ser lesbiana y otra haberse acostado con una mujer, ¿no crees?, dijo. Y por un momento yo me sentí –recuerdo– un bocazas. Además hay algo en ellas que no me gusta, continuó. La suavidad de las mejillas, quizás. O, al contrario, quizás esto es lo único que me atrae; no lo sé. Fue justamente a raíz de estas confidencias, atando cabos, el hecho de que ambos fuésemos de Barcelona y del mismo medio social, etcétera, lo que de pronto nos hizo caer en la cuenta de que éramos primos. Con razón, desde el principio, había encontrado algo familiar en Matilde.

En realidad, por lo que pude aclarar, el distanciamiento en que creció respecto al apellido Moret fue a la vez paralelo, inverso y complementario al que yo mismo había sido acostumbrado. Su padre era hermano de mi madre, el mayor, y aunque Matilde asegura que lo recuerda, murió al acabar la guerra civil, en el exilio, muy pocos años después que mi madre. Hay que hacerse cargo de lo que fue aquella época, los cerrados cuarenta, para entender la reacción de la madre, la viuda de un rojo no por muerto ni por prestigioso abogado barcelonés menos rojo, ante unos acontecimientos que la sobrepasaban por completo, apartándose de la familia del marido, buscando refugio en la propia –de una tradición conservadora a toda prueba–, dando la formación más integrista posible a sus hijos –colegios de monjas, de jesuitas, ejercicios espirituales, toda clase de prácticas religiosas–, una serie de medidas que, si no dieron los resultados esperados en el caso de las chicas –antes al contrario–, sí lo dieron en el de los chicos, más jóvenes y, acaso por ello, más maleables, más sensibles al deber y a la culpa, a los principios, a la imagen del padre desaparecido, asimilable casi a la de ese legendario primogénito que, en las mejores familias, solía morir tempranamente de meningitis tuberculosa o tragedia similar, y del que, por lo general, solía evitarse hablar, levantar la costra de la memoria. Del resto de la familia Moret, al parecer, únicamente recordaba a tía Magda, apenas con mayor claridad que a su padre, y, como en mi caso, el recuerdo era bueno.

Una peculiar noción del parentesco, así pues, muy semejante a la que yo estaba habituado, el hecho, por ejemplo, de que en casa, cuando se hablaba de la familia, se sobreentendiera siempre la familia de mi padre, tíos, primos, sobrinos, anécdotas, leyendas, todo en relación exclusiva con la rama paterna. Cuando cobré conciencia de tal peculiaridad, los aspectos misteriosos del fenómeno carecían ya de interés para mí, en razón de la misma falta de interés que ofrecían cuantos representantes visibles quedaban de la familia Moret, tío Ramón, el fracasado, el bohemio, y su horrenda mujer y su no menos horrenda prole, gente con la que mi padre no admitía ninguna clase de trato. Muertos el abuelo, la abuela y tía Magda en tan breve intervalo, como sumidos por el remolino abierto por la muerte de mi madre y tan sólo mejor recordados –o más libremente, sin ese halo de tabú que envolvía la memoria de mi madre– justamente por su menor peso específico y por el carácter residual de su pérdida –ignorada la del padre de Matilde–, la imagen física de los Moret había quedado reducida, en efecto, a tío Ramón, un botarate, como decía tío Rodrigo. Tu padre exagera, decía. Ramón no es exactamente una mala persona ni un simple sinvergüenza. Para mí, más que nada, es lo que se llama un botarate.

De ahí que sólo al conocer a Matilde fuese capaz de apreciar con exactitud hasta qué punto la memoria de su padre, ese rojo o abogado de rojos, del que lo mejor que podía hacerse era no hablar, había propiciado en casa el buscado olvido de mi padre, el silencio. El tío rojo, y el oscuro antecedente de un abuelo homosexual, y el general clima de declive económico de la familia Moret, al que, por otra parte y como contra toda ética, sólo parecía haberse sustraído la rama del tío rojo. De ahí también esas remotas referencias, como desvaídas por los velos interpuestos, a las primas, o mejor, a esas chicas, a esas dos hermanas –a los varones, sea por su mayor juventud, sea porque su conducta irreprochable lo hacía innecesario, ni se les mencionaba– siempre como envueltas en un halo de reprobación y crítica, ya que, con un padre como Dios manda, todo hubiera sido diferente. Se hablaba de una de ellas como de la guapa. ¿Cuál de las dos debía de ser Matilde?

Y junto con la reactualización de unas circunstancias a las que sólo por la fuerza de la costumbre, por el hecho de haber convivido con ellas desde la infancia, podían desdibujar el carácter anómalo, el replanteamiento de un problema que no dejaba de incidir en tal anomalía. Me refiero a mi curioso rechazo –con más propiedad que olvido– de la lengua de mi familia materna, el catalán, la lengua habitualmente hablada por los Moret: la inhibición que me apartaba de su empleo, reacio a utilizarla salvo en ocasiones excepcionales, pese a entenderla, como es lógico, perfectamente; la torpeza que parecía trabar mi fluidez expresiva en tales ocasiones por más que me esforzara; enfrentado con dificultades para mí inexistentes en otros idiomas aprendidos más tarde; fallos, lapsus e incoherencias similares, en suma, a los que comete un pequeño al ser severamente interrogado por sus mayores. Una laguna tanto más inexplicada cuanto que mi hermano, desde niño, habla el catalán con la misma naturalidad que el castellano, y que ambos pasamos la guerra civil refugiados en un pueblo de montaña donde los chicos del lugar no conocían prácticamente otro idioma que el catalán, sin que, en consecuencia, sea motivo suficiente de mi rechazo la no menos común educación franquista de la posguerra, brutalmente anticatalana en sus delirios defensivos de lo propiamente hispánico, esencias y valores hacia los que siempre me he sentido, si cabe, todavía más refractario. Aparte de las diferencias de carácter entre mi hermano y yo, que, más que explicar algo, plantearían más bien nuevas preguntas, hay, desde luego, un dato que podría tener su importancia en cuanto único elemento que establece un matiz entre dos experiencias por lo demás paralelas: la diferencia de edad. Pero reducir semejante matiz a una mayor atribución de conocimiento a mi hermano en razón de los cinco años de diferencia que me lleva, significaría introducirse en el feliz reino de las explicaciones sencillas a los problemas complicados, rehuyendo la verdadera entrada, esa puerta trasera que se abre a los ámbitos de oscuridad en los que realmente reside lo que buscamos, tinieblas ante las que nada valen el tópico ni el sentido común ni mucho menos la evidencia. Simplificaciones tales como concluir, por ejemplo, que un sueño o una serie de sueños relacionados con serpientes tienen una significación fálica, cuando está incluso por ver su valor directamente sexual, ya que, situadas en su contexto onírico, esas serpientes bien pueden representar el rechazo de algo cuya importancia sólo puede medirse en función del grado de atracción que ejerce, al tiempo que de la intensidad de la carga de espanto con que revestimos su presencia a fin de poder rechazarla con mayor facilidad. O mejor: para rechazar con más facilidad una invitación tradicionalmente ligada al animal, la serpiente en este caso: comer del fruto prohibido. Lo cual no hace sino remitirnos a otra interrogación: ¿cuál es entonces ese fruto prohibido? Y es que, como esa clase de sueños, así los problemas del aprendizaje de una lengua en la infancia, el carácter represivo a la vez que expresivo de la personalidad que a esa edad supone tal aprendizaje en cuanto instrumento gracias al cual el niño asume los fundamentos de la objetividad constrictiva.

Matilde ha poseído desde siempre el don que, si infrecuente o raro en general, es poco menos que inútil tratar de hallarlo en una mujer: sabiduría. Todos debidamente injertados, recuerdo que dijo. Pero luego, a la primera helada, lo que rebrota es el pie, no el injerto. A esta cualidad, probablemente, se deben los celos de Rosa, la aversión incontrolable que todavía manifiesta hacia una persona cuya relación propiamente sexual conmigo no pudo ser más episódica. Y a la estrecha amistad que desde entonces hemos mantenido, por supuesto.

EL BOTARATE. Tío Guillermo decía que la convivencia del abuelo y tío Oriol tenía algo de coloidal. Tú que ya estudias química entenderás lo que quiero decir, dijo. Y, años después, cuando debió pensar que Ricardo también podía entender lo que iba a decir, dijo: algo tan poco recomendable como la cópula de un hombre sin pene con una mujer sin lengua, y rió como si crujiera, el blanco del bigote pringado de café sobre las comisuras.

En presencia de papá era más comedido y casi que hasta defendía al tío Oriol cuando papá desplegaba su artillería verbal contra aquel indeseable que le había caído, que le había tocado por cuñado, el bohemio, el fracasado, el sinvergüenza, la ignominia de su familia política, etcétera, para acabar invariablemente en lo de si tu pobre madre lo viera, etcétera, etcétera, elementos de una retahíla fijados y ordenados, a fuerza de repetidos, en una especie de letanía. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio, decía entonces tío Guillermo. Para mí, Oriol no es más que un botarate. Eso sí, créeme que compadezco al abuelo, que es una bellísima persona. Para él debe de ser una verdadera condena terminar sus días con toda esa parentela metida en casa.

En razón justamente de esa inevitable parentela, que Ricardo recordase, nunca hicieron al abuelo más de dos visitas al año: por Navidad y el día de su santo. Y papá, poniendo todo el cuidado en dejar bien claro que aquello lo hacía únicamente en cumplimiento de sus deberes de yerno, para que sus dos hijos pudieran manifestar el respeto y aprecio que les merecía el abuelo y sólo el abuelo, un santo varón.

Inútiles todas las tentativas del tío Oriol, en tales ocasiones, para dar naturalidad a la visita y tono animado y componedor a la charla, traicionado en su cohibida soltura por las frecuentes escapadas al lavabo, prisas de significado inequívoco, esa clásica propensión a la diarrea propia de los pródigos y dilapidadores. Inútil asimismo todo esfuerzo de tía Dolores en decorar así el ambiente de la casa como el aspecto de sus moradores, en suprimir el tufo imperante, como de melifluas flatulencias de monja, que se diría apegado a los objetos, a la paredes y suelos, en adecentar la ojerosa presencia de su infausta prole, aquel incierto número de críos no por atemorizados y atentos a sus más mínimas indicaciones –como los componentes de un coro a la batuta de su director– menos desvergonzados en su ávido descaro y solapadas muecas. Por otra parte, el clima de intimidación al que a duras penas se hallaban sujetos los críos parecía deteriorarse de año en año, según crecían, con todo y ser tía Dolores una de esas mujeres en las que, pese a la sonrisa alentadora con la que procuraba transmutar la fealdad de sus facciones al acoger a los sobrinitos, no era difícil de adivinar la violencia de sus accesos de furor, la excitada agitación de sus gesticulaciones, sólo comparables a las de una hechicera en plena danza, soltando baba y bufidos, humos, pedos, petardos, sulfurada como una mofeta. Casi podría decirse que, con el correr del tiempo, el elemento más inmutable no era otro que el propio centro de semejantes visitas rituales, es decir, el abuelo, poseído ya por esa parsimonia que da la lentitud con que todo transcurre en la vejez, imagen misma de ese sexo que se agazapa con los años, ese caracol que ya ni se atreve a mostrarse, minimizado por su propia insignificancia.

En este caso, como siempre, el error de tío Oriol había sido un error de cálculo: no pensar que el abuelo, cerca de los setenta al acabar la guerra civil, podía vivir aún sus buenos veintipico años más. Su mismo matrimonio con tía Dolores, justo antes de la guerra civil, había sido ya un error de cálculo, un error en el justiprecio respecto al montante de la fortuna que a su entender se encontraba en juego, a la vez que medio –remedio desesperado– de enmendar su juventud bohemia, su suerte de músico fracasado, de bala perdida de la familia, incapaz como era, a la larga, de sustraerse a su destino, ese oscuro y precario submundo del comisionista al que, junto con las estrecheces y el general desprecio, se iba a ver abocado. Pero, claro está, nada de eso se sabe de antemano. Y así, acabada la guerra civil, muerta la abuela y sus dos cuñadas guapas, acosado por el desahucio y las deudas y los hijos, nada más natural que irse a vivir todos a casa del abuelo, para acompañarle, para cuidar de él, como si dijéramos, ya tan mayor, el pobre. Lo malo fue que ni el abuelo se moría ni su fortuna personal tenía siquiera el mismo valor que antes de la guerra civil, de modo que si no había problema en cuanto a subrogar en su día un piso de alquiler bloqueado en una cantidad irrisoria, lo hubo, en cambio, en los beneficios que la manipulación del mermado capital del abuelo le produjo –el dichoso error de cálculo–, sin que del desenlace negativo de sus desdichadas iniciativas le cupiera la salida de culpar a nadie, ya que el abuelo se limitaba a firmar los papeles que le ponían delante, no sin la escasa convicción de aquel encogimiento de hombros que tanto enfurecía al tío Oriol.

Y conforme decrecían las posibilidades económicas del abuelo –así como el número de muebles, cuadros, elementos decorativos y demás objetos de cierto valor económico existentes en el piso– se endurecía el progresivo régimen de reclusión al que el tío Oriol lo tenía sometido, inoperante la tímida mediación de tía Dolores, más preocupada por sus hijos que por su padre. Reclusión que, salvo contadas ocasiones –Navidad, el santo, las visitas de ritual–, rayaba ya en la incomunicación, chapado en el cuarto casi todo el día no sólo por impresentable –sucio, chocho, descuidado, achacoso– sino, sobre todo, por su conducta reticente, más aún, obstruccionista y desalentadora, causa indirecta, a todas luces, de las catástrofes financieras del tío Oriol. Y en el fondo, a manera de reacción defensiva, por la misma fascinación que su fortaleza a toda prueba despertaba en el tío Oriol, un tipo de fascinación semejante a la que en ese ejecutivo más entrado en años que en éxitos despierta la visión, desde la sala de espera de un aeropuerto, de un reactor levantando el vuelo, la mirada nostálgica con que contempla su empinada trayectoria: qué potencia. Sí, a semejante clase de reacción respondía la obsesa espera del tío Oriol ante la longevidad coriácea del abuelo.

No se portó bien, ésta es la verdad: Oriol, el mal hijo, el bohemio, el rebelde, el artista frustrado, no se portó nada bien con el abuelo, sea por maldad natural, como se decía en casa, sea para resarcirse de las veces que su propio padre tuvo que meterle en cintura, para vengarse, para hacer pagar al maldito viejo aquel, con una de cuyas hijas –la incolocable, el saldo de la familia, la fea, la pachucha, la mala, la tonta, la negada– había tenido que apechugar, para hacerle pagar por el otro maldito viejo, para hacerle pagar por todo, por la esposa, por los fracasos, por la mala suerte que había tenido siempre, por los mismísimos castigos recibidos durante el reinado de autoridad y de intolerancia en el que había transcurrido su juventud, su infancia, por todo, eso es, por todo.

La cautividad, que el abuelo sobrellevaba con gran entereza y presencia de ánimo, se hizo casi total cuando sus cansados pies no pudieron ya permitirle por más tiempo, los domingos por la mañana, cubrir el trayecto hasta la iglesia, ida y vuelta, y tuvo que conformarse con seguir la misa por radio. A fin de eliminar cualquier pretexto de salida, más que por razones de pura economía, el tío Oriol utilizaba incluso los servicios de un barbero de cara patibularia que hacía horas extra a domicilio y a precios sin competencia. Entraba en la habitación del abuelo con premeditada brusquedad, se doblaba sobre la butaca en la que el otro estaba dormitando, junto a la ventana. ¡Abuelo, vienen a pelarlo!, le gritaba al oído, inescrutable la expresión, mientras las sobresaltadas pupilas del abuelo traslucían diáfanas el despertar de su conciencia adormecida, las ideas, imágenes y rememoranzas que se sucedían confusas en su cerebro esclerótico, traumatizado todavía por los avatares de la guerra civil, la incógnita de los registros, la aventura de los paseos, la inevitable desventura del desenlace, pesadillas revividas, terrores renovados, aquella estampa final del cura párroco del pueblo donde se había refugiado huyendo de los bombardeos, su cuerpo semidesnudo acribillado a balazos en la plaza mayor, tras haber sido previamente ensartado, a efectos de visibilidad, en los garfios de la carnicería, blanco privilegiado por más que pataleara y aullara hasta que sonó la descarga. Y entonces hacía su entrada el innoble y patibulario barbero, casi brutal en su presencia y maneras, debido, sin duda, a que había captado perfectamente la situación ya la primera vez que oyó decir al tío Oriol: pélelo aquí mismo, en cualquier rincón. Y el barbero dio comienzo a su trabajo mientras intercambiaba rápidas bromas con el tío Oriol, a medias palabras y risotadas dobles.

Contra todo pronóstico, la muerte del abuelo llegó demasiado tarde para el tío Oriol, el músico fracasado, el bala perdida, el mangante, la deshonra de la familia, cascado ya, sin los arrestos y recursos de antes, como si con la culpa acumulada le hubiera tocado asumir, de golpe y por anticipado, los achaques de una edad que aún no tenía, prematuramente gagá, penosamente lloricón y reblandecido, indefenso a su vez frente a unos hijos despiadados, perfectamente entrenados por la vida que él mismo les había hecho llevar, provistos de toda la dureza y mordacidad que a él ya empezaban a faltarle. Quién hubiera dicho que esa muerte tanto tiempo esperada, al cobrar cuerpo, hubiese actuado como una puntilla sobre sus disminuidas fuerzas, una muerte tanto más sorprendente cuanto obviamente previsible, ya que, como el reloj que se para, la bombilla que se funde, el amuleto que se pierde, la especial veladura de determinada figura en una foto, así, no menos premonitorio aquel sueño del abuelo en que se veía a sí mismo convertido en cosmonauta.

Una esfumación mansa y discreta, muy propia de su paciente postura cuando soportaba la expeditiva labor de aquel patibulario barbero requerido por el tío Oriol, así sentado corvamente, el cuello ceñido por una toalla, tal un reo con su sambenito o, más directamente, un condenado dispuesto ya para la aplicación del garrote vil, ofreciendo ya su cogote rugoso, de blanca pelusa.

LA LLEGADA DEL AFRODITA. Con ese carácter saprofítico que suelen tener algunas amistades que rondan al propietario de un yate, similar a la relación amistosa que suelen establecer en la adolescencia una chica guapa y una fea, beneficiada aquélla por el contraste y ésta por la aproximación inevitable de algún amigo del chico que se interesa por su compañera, caso que no se hubiera dado en otra circunstancia, o a esas amigas de buena familia venida a menos, esas nuevas pobres que nunca faltan en torno a la más afortunada señora, señorita o viuda en plena posesión de un sólido patrimonio, durante los últimos años de su vida, damas de compañía, casi escuderos, que disfrazan de ameno y educado trato y servicial disposición lo que para ellas es seguro de supervivencia y amparo contra la miseria, así, la presencia del Pelma de Xavier y de la Rosa Durán a bordo del Afrodita, su estoica pasividad ante las bromas de las que el cambiante humor de Pompeyo les hacía objeto, a modo de obligada prestación o prenda. Un caso muy distinto al de Quima en su claro y siempre más cómodo papel de simple amiga de Pompeyo. De su amiga, para ser exactos.

Quima era el único miembro del grupo que yo conocía previamente y aún no demasiado, poco más que de vista, una de tantas entre las amistades de Rosa, ex compañera de colegio, creo. Cuando nos topamos con ellos en el pueblo, yo, por mi gusto, hubiera pasado de largo haciendo como que no les veía, pues más bien me fastidiaba la idea de soportar, aunque sólo fuera por un rato, el blablablá de esa clase de gente. Pero Quima nos llamó y nos presentó a otros y ya no hubo forma de escurrir el bulto. Por otra parte, Quima era atractiva, y Rosa me había contado que tenía fama de lesbiana; teóricamente se dedicaba a la fotografía. Y Pompeyo, con su léxico y sus salidas, se reveló de inmediato como un tipo cuando menos divertido, algo que en principio –sin duda injustamente– uno tiende a excluir de un hombre cuya ocupación principal parece ser su yate. Xavier aseguraba que nos conocíamos del patio de la universidad y yo dije que sí, aunque no lo recordaba en absoluto. En cuanto a la Rosa Durán, lo más definitivo que de ella podía decirse –lo que decía Pompeyo– es que era una mujer de una belleza sólo cegada por el resplandor de su propia estupidez.

Walter y Krista eran amigos de Pompeyo y vivían habitualmente en Rosas, donde Walter dirigía un negocio de urbanización o de instalaciones hoteleras o algo por el estilo. Krista era maniquí, modelo publicitaria y trabajos afines, retirada de la circulación por Walter.

Pompeyo dijo que pensaba seguir la costa hasta Port-Bou, aunque, de hecho, se dirigían a Cadaqués con la idea de montar algo parecido a una de esas discotecas en las que no se baila, nada de ejercicios violentos. Teníamos que haber llegado hace una semana, pero empiezas con escalas como ésta y lo mismo tardas diez años, que es lo que le debió pasar a Ulises. Además, la puta Castells tiene mucho sentido del humor y no creo que se tome a mal el retraso. Yo pongo las pelas y él lleva el negocio. Seguro que será un éxito. Y es que los maricones son insustituibles; siempre tienen un detalle amable para con todo el mundo. No es que yo lo haga por dinero, como la puta Castells, aunque tampoco voy a negar que mi interés crematístico se eleva en la medida en que los porcentajes de elevado valor crematístico satisfacen mis intereses. También es verdad que a veces pienso, como bien sabe Katolika, que lo que en realidad quisiera es no tener nada: ni yate ni casa ni coche ni propiedades ni más que lo que llevo encima. Eso sí: un talonario de cheques y un bolígrafo.

Bebimos mucho aquella noche. Como la siguiente y la otra. La ronda nocturna por el pueblo, el bar de la gasolinera, Mas Paradís. Y acabamos todos en el yate, ya de día. O quizás aquella noche acabamos en casa de Walter, pero, de cualquier modo, por la mañana salimos en el Afrodita hacia alta mar, a disipar la resaca tomando un baño frente al Cabo Norfeo. No volvimos al motel hasta media tarde.

El agua estaba espléndida, casi inaguantable; también el sol, potenciado su fulgor por la reverberación del mar circundante. Pompeyo pareció dormirse, la blanca gorra de marino cubriéndole la cara. La charla era distendida, vagamente centrada en la ambigüedad del sexo. Katolika aseguraba que Quima tenía una irresistible vocación de travestí: estoy segura de que lo que en realidad te gustaría es ser un hombre disfrazado de mujer. Y Quima: no es eso: lo que me gustaría, pura y simplemente, es ser maricón. Rosa contó que mi primera experiencia sexual había sido onírica: una mujer desnuda, con pechos y pene y un agujero debajo, sin cara concreta. Yo la abrazaba y besaba y de pronto me desperté. ¿Corriéndote?, se oyó preguntar a Pompeyo bajo la gorra de plato. No lo recuerdo, dije; era muy pequeño, quizá ni tenía la edad suficiente para que me pasaran estas cosas. Y Pompeyo: es que eso hace enarbolar a cualquiera. Imagínate, el ideal.

Se espabiló bruscamente, sea llevado por la atracción irresistible que sobre él ejercía toda clase de charla, sea por su deseo de despejar la resaca en el terreno verbal, en un legítimo ejercicio de su derecho a dar adecuada respuesta a las provocaciones de sus huéspedes, el Pelma de Xavier y la Tonta de la Rosa Durán, a tal efecto tácitamente invitados: acerca de las palabras de la Rosa Durán, por ejemplo, cuando dijo que no se bañaba porque le parecía que le iba a venir eso. Y Pompeyo: la excepción confirma la regla. O también, otro ejemplo, cuando la Rosa Durán, la Tonta de la Rosa Durán, dijo: si él (Xavier, el Pelma) me engaña, se lo noto enseguida: le crece la nariz como a Pinocho. Y Pompeyo: a mí también me crece cuando me acuesto con alguien. Y, a partir de ahí, de una vaciedad cualquiera, pasar decididamente al ataque: lo que le pasa al Pelma de Xavier es que es lo bastante idiota como para estar preocupado por no tener problemas. Éste es su verdadero problema. Y es lo bastante idiota como para aparentar que los tiene para que no le tomen por idiota por no tenerlos.

Con la idiotez pasa como con la belleza, dijo Pompeyo: son cosas que nunca debieran preocupar al interesado. Además, tampoco tienen tanta importancia. Para las mujeres, por ejemplo, la belleza física es lo de menos. Conozco a un jorobadito que se pasó cierto tiempo en una isla polinésica, único superviviente de un naufragio, y cuando fueron a salvarle se las había tirado a todas. ¿Y yo? ¿Por qué soy irresistible, en qué se basa mi poder magnético? En que el pelo del culo me empieza prácticamente en el cogote.

Hablando de la resaca, Pompeyo dijo: tengo las tripas hechas pedazos, que viene de pedo.

Cuando Quima comentó que el bañador del pasado año le quedaba justo, que estaba más culona: más culona, no; masculina.

Acerca de una excursión a Menorca en el Afrodita: es una isla que me gusta mucho. Está llena de talayots, que son los monumentos donde el prehistórico se hacía las pajas.

De las habladurías: yo ya sólo me creo que un tío es maricón cuando se acuesta conmigo.

Del matrimonio: como en política, la única forma de vida conyugal factible es el triunvirato. Y lo primero que hay que perder es el respeto mutuo.

De los complejos: para acabar con todas esas historias del Edipo y el Electra, la mejor solución es asesinar a la madre y violar al padre. O al revés, ya no me acuerdo.

Sobre el papeleo y demás problemas administrativos con que se topaba Walter en sus actividades: ¿funcionarios? ¡Estos alemanes siempre serán los mismos! Mira: lo primero es saber que tu funcionario traga. Lo segundo, que él sepa que tú tiras de unto; esto abrevia. Y luego, que cohaga. Que empiece a cohacer enseguida.

Sobre el Hombre-Polla: tiene una buena envergadura. Pero, a mi modo de ver, más que el largo importa el grosor.

Sobre el miembro viril en general: hay pollas que debieran tener nombre propio, como las espadas de los caballeros famosos: Tizona, Durandarte, Excalibor, etcétera. O como sus caballos.

Sobre lo mismo: llevo alianza, sí, pero no como símbolo del matrimonio sino del anillo prepucial perdido.

Sobre Quima: lo mejor de Quima es que tiene espárragos de punta morada, como los de la Rioja.

Respecto a la infancia: ¿la mía? ¡Pelármela salvajemente!

Respecto a Enrique: lo que le pasa es que confundió la subversión con la inversión.

Respecto a Jesucristo: el más efectivo disolvente social es el escándalo. El fariseazo de Jesucristo se dio cuenta inmediatamente.

Máxima: la superstición es la única de mis religiones.

Definición: llamo encoñadura a toda satisfactoria penetración copulativa.

Léxico: centroamericón. Eyankular, eyankulando, Eyanculandia. Sujeta (por tía, mujer en concreto). Multi (por multimillonario). Falófago (homosexual).

Divisa: si vis penis, para el culo.

Inciso etimológico: oráculo viene de os, oris, que en latín quiere decir boca, y de culo.

Respuesta a la Rosa Durán. Pregunta: ¿qué es el gálibo? Respuesta: un pájaro de los Andes en vías de extinción. Su envergadura es superior a la del cóndor. Hermafroditas todos ellos, son fecundados gracias al viento, como algunas flores.

VERRUGAS. La imagen de lo que para mí significaba la bodega va unida a la de lugar infrecuentado, en parte por la vaga prohibición que sobre ella pesaba y, en parte y sobre todo, por cierta sensación de horror que aquellos ámbitos me producían, no tanto por la oscuridad imperante, contrarrestada apenas por alguna que otra bombilla de quince, cuanto por los pegajosos velos de telarañas. En toda mi niñez, aparte de las épocas de vendimia, cuando entre continuas advertencias relativas a la muerte instantánea que supone caer en los lagares, participaba a mi modo en las diversas fases de elaboración del vino, sólo recuerdo haber entrado allí en una ocasión, encargado de ayudar a la prima Pilar a llenar las jarras que precisara para una de aquellas sangrías que solía preparar cuando había invitados. Luego, hace pocos años, volví aún otra vez durante uno de esos fines de semana que pasábamos en la finca con los amigos, los tiempos en que Alejo rondaba a Rosa o viceversa. Me había acordado de que en la bodega pequeña, algo así como una cripta en relación a la grande, a la vez que santasanctórum de los mejores vinos, el fondo estaba cerrado por un tabique que sonaba a hueco, y Alejo y yo lo derribamos a golpes de pico: detrás, en efecto, había el arranque de una cueva hundida, el motivo, sin duda, de que hubiera sido tapiada.

La vez que bajé con la prima Pilar, su niño tenía verrugas. Lo recuerdo porque tío Rodrigo había dicho que eran contagiosas y yo procuraba no tocarla ni a ella ni al niño, y después de ayudarla a llenar las jarras corrí a lavarme las manos. Seguramente, se las has contagiado tú misma, le dijo tío Rodrigo; al bañarlo. Lo más sencillo es matar a la madre, atravesarla con un alfiler al rojo; la conocerás enseguida porque es la más vieja. Las demás, entonces, se secan solas. Es lo que hace la gente de campo, y el hecho es que se las quitan. Los médicos te harán más historia, el nitrato de plata, el bisturí, pero en el fondo es lo mismo. Eso sí: lo importante es acertarle a la madre.

En cuanto al cuarto de baño, estaba en el desván y no se solía utilizar, un retiro ideal para mis ejercicios masturbatorios. Se instaló pensando en el servicio, un apaño del abuelo para los criados, muy de su época, cuando era normal tener criados.

Por eso es curioso que en el sueño estableciera una conexión entre ambos lugares, si es que puede usarse la palabra curioso en relación a un sueño. El cuarto de baño del desván, la gruta que se abría en una de sus paredes, casi un pozo a juzgar por la pronunciada inclinación que cobraba a los pocos pasos, cada vez más estrecha, semiderruida, como angostada por los desprendimientos, terrones de granito disgregado, fragmentos de roca entre los que había que avanzar a gatas, arrastrándose, una madriguera o poco menos. El descenso a la bodega por este agujero; al menos allí estaba yo, en la bodega. O mejor: no en la bodega propiamente dicha, sino en su cripta, la bodega pequeña, situada a un nivel inferior, un tramo de peldaños más abajo. El sol llegaba hasta allí a través del pozo en ruinas, rayos sesgados, impregnados de polvo en suspensión, la polvareda levantada por los escombros, cascotes, trozos de obra, algo así como el sótano de un edificio bombardeado, derribos esparcidos entre los que yacía el cadáver de tío Rodrigo. Tuve este sueño pocas semanas después de su muerte.

Y otro hecho curioso: en el entierro, la prima Pilar me comentó que el crío –su nieto– se había llenado de verrugas. Seguro que las cogió en la piscina del colegio, dijo. El dermatólogo me ha dicho que todas esas piscinas públicas son una verdadera porquería.

LA TONTA DEL BOTE. Quizás era el viento de mar, la marinada, lo que nos tenía a todos tan lacios y desganados. Rosa proponía desde hacía un rato ir a alguna parte, pero nadie parecía capaz no ya de ponerse en pie sino incluso de tomar una decisión. Seguir así, tumbados en la terraza de casa de Walter mientras anochece, charlando de cualquier cosa, sin probar siquiera las copas solícitamente servidas por Katolika. Frases de Pompeyo. Evocación de amigos comunes. Soliloquio de Walter, el único en beber, desatada su lengua por el alcohol, como en un intento de hacerles partícipes de ese placer que muchos experimentan en materia copulativa no tanto con la práctica de sus múltiples variantes o reconstruyéndolas mentalmente o meramente imaginándolas, cuanto en su formulación verbal, en pronunciar las palabras precisas, en nombrar lo que se está, estuvo o quisiera estar haciendo, actos, gestos, zonas erógenas, como si con su sola mención –realzada por el rotundo acento germánico– constatara su realidad; lo mismo que una oración, eficaz o no en la medida en que es rezada.

Pompeyo había propuesto nombrar oficialmente Tonta del Bote a la Rosa Durán, merecedora del título antes que cualquier otra persona de a bordo. Lo mejor que tiene son sus observaciones. ¿Os habéis fijado?, ha dicho al venir; no sé por qué, pero el tránsito siempre es más intenso en sentido contrario al que uno lleva. Y Xavier, como prestando su colaboración a lo que debía considerar intentos de animar a la gente: ¿y por qué no organizamos una guerra de las dos Rosas sobre campo de armiño? No seas extemporáneo (Pompeyo). ¿No te das cuenta de lo que cuesta a veces no ya copular sino eyacular? Pues hazte a la idea de que así estamos ahora. Y le recuerda su ocupación habitual de vendedor de motores fuera borda y botes hinchables y canoas, frente a la condición de él, de Pompeyo, el cliente, el que siempre tiene razón, el que manda. Además, te advierto que hay razones de sobras para declararte a ti, en lugar de a la Rosa Durán, la Tonta del Bote. O quizás conjuntamente. Los dos tenéis las mismas ventajas, la de ser muy tontos y la de estar muy bien.

Expresión atormentada en Xavier, amarga, de amor propio herido, como poseído de una ansiedad similar a la de esa joven de extracción pequeñoburguesa que se mueve entre personas evolucionadas, un ambiente donde nadie sospecha que todavía es virgen, ni ella se atreve ya a revelarlo, haciendo así cada vez más difícil justificar su esquivez con pretextados hastíos, de modo que, poco a poco, se va viendo abocada a la desfloración brutal y anónima, practicada por algún rufián barriobajero, como única alternativa al suicidio. O como ese joven –más un caso de desdicha que de ansiedad– que un buen día seduce a una chica, torpemente, poco menos que sin querer, casi aterrorizado, pero que si luego no acaba casándose con ella es porque, en tal caso, ya no podría seguir considerando que, al menos por una vez, había tenido una aventura. La clase de razón o motivo, posiblemente, de que Xavier se considere en el derecho de recordar a los presentes su situación de hijo de familia obligado por azares de la vida a ocuparse del negocio paterno, pero tan universitario como cualquier otro, suscitando el recuerdo de tiempos pasados, de amistades comunes.

Sois un asco (Rosa). Igual que cuando os juntáis a recordar la mili, siempre las mismas historias. Parecéis uno de esos desgraciados que en los trenes siempre acaban enseñando la foto de la mujer y los hijos a sus compañeros de departamento. Que si Alejo, que si Ángela, que patatí, que patatá. Había empezado a beber, como para cobrar ánimos, para reaccionar, aguijoneada, sin duda, por la ocasional mención de Ana, por la animadversión que su simple nombre despertaba en ella desde que supo que Ana, en determinado momento, la había descrito como una de esas exaltadas revolucionarias de cama que asimila el concepto de pueblo al significado arbóreo de populus, en su versión piramidal, tumultuosa multitud de enhiestos miembros viriles sólo comparable, como panorama, al que se nos ofrece en Las Lanzas. A mí Ángela me extasía, dijo Quima, algo que tampoco podía agradar del todo a Rosa, cuya opinión respecto a la mosquita muerta, a la mala puta de Ángela, difería un poco de la de Quima. Ha perdido mucho (Rosa). Aquel frescor que tenía, ¿sabes? Parece, no sé, como amargada. Hablas como un personaje de la novela de Alejo, le dije. Conclusión general sobre Alejo: creía que el secreto de escribir estaba en las cosas y no en las palabras. Por eso se pasó al cine. Pero tampoco el secreto del cine está en las cosas. No es posible dar una respuesta si se desconoce la pregunta. Descanse en paz.

Examen comparado del caso de Enrique y del caso de Esteban, otros históricos del movimiento universitario clandestino de Barcelona; diversidad de suertes. Evolución de signo defensivo y conservador en el caso de Enrique, atrincherado en el incógnito y la discreción, privilegios que tanto facilita el dinero en la esfera de la vida privada, sus viajes a Tánger, sus amigos, la independencia, o mejor, la libertad de iniciativa erótica que supone disponer de uno de esos apartamentos que la publicidad califica de suntuosos en una zona de la ciudad que no precisa ser calificada de elegante. Su sentido crítico en modo alguno embotado, antes bien, más vuelto contra sí mismo, si cabe, que antes. Sus recapitulaciones, sus análisis, esa masoquista acentuación del contraste entre su actual forma de vida y su pasada, ya muy pasada, actividad revolucionaria, la desorientación inicial, la perplejidad sólo a fuerza de tiempo vencida, una perplejidad no inferior –aunque de sentido contrapuesto, trocados los papeles– a la de un joven bonapartista de la primera época, un incipiente Stendhal, al ver realizar a Napoleón, punto por punto, los programas de sus enemigos de esa primera época, verificar en la práctica los principios teóricos contra los que había luchado. De todas formas, dijo, lo que nos interesaba no era la revolución. Lo que nos interesaba era echar abajo a nuestros respectivos padres. Y yo: no veo por qué tenía que querer echar abajo a mi padre, la persona más inofensiva que uno pueda imaginar como padre. Y Enrique: es que la revolución es altruista: se destrona a Saturno para restablecer la justicia, por el propio bien de Saturno, si quieres. Y yo: no sé tu padre, pero que el mío era lo más opuesto que pudiese haber a la estampa de Saturno, eso sí que te lo aseguro. Y Enrique: bueno, tú ve dándole vueltas al asunto y verás que tengo razón. ¿Dónde crees que estaba el equívoco? ¿O me vas a decir que nunca te has sentido de pronto como la tonta del bote?

En cuanto a Esteban, debieron haber previsto su futuro además de adivinar su presente, aquella noche en que fueron a cenar al apartamento en que se había instalado con Ana, durante sus últimos tiempos de Barcelona, antes de que tuvieran que escapar clandestinamente a París, cuando Esteban hizo aquella observación incidental relativa a un botón de bragueta que Ana debía coserle. ¿Todavía quieres que te la cosa más?, comentó entonces, destemplada, la fiel, la solícita, la incondicional Ana. Sí, ya todo estaba implícito aquella noche: su próxima separación en París, el inmediato –si no preexistente– entendimiento de Ana con un superior jerárquico, la consecuente ascensión de Ana en el seno del partido, sus responsabilidades crecientes, mientras Esteban, de acuerdo con un proceso paralelo pero a la inversa, más que dejarse apartar parecía apartarse por sí mismo, marginarse más y más de la organización, como arrastrado por su propia indolencia, por la vaguedad así de sus proyectos como de cuanto supusiera cierta actividad, por su tendencia a resolver los problemas en el terreno especulativo –el más apropiado a su cada vez mayor escepticismo– alrededor de una mesa y unas copas, con cuatro amigos, rasgos todos ellos que, si ya perceptibles en sus últimos meses de Barcelona, no hicieron sino agudizarse con el descentramiento inicial que siempre representa el exilio. Menos de prever, en cambio, era su facilidad de adaptación a las situaciones, ya que, para cualquiera que le hubiese conocido, cabía temer, al imaginarlo sumando mentalmente a su condición de refugiado político en París el abandono del que le habían hecho objeto así su compañera como sus compañeros, es decir, la organización revolucionaria a la que algún día dedicó su vida, cabía temer, en verdad, encontrarle poseído del íntimo desconcierto que hace presa en un católico que pierde la fe, que deja de creer, víctima de ese género de desamparo que poseyó a los habitantes de la isla Lincoln tras la muerte del capitán Nemo. Ideas previas difíciles de compaginar con la estampa que de él traían ya los primeros viajeros que lo encontraron sentado en las terrazas del Boulevard SaintGermain, recordando tiempos pretéritos y más movidos, acciones y reacciones, un Esteban asombrosamente a sus anchas, hablando y hablando, perorando, dejándose invitar, imagen misma del viejo que conversa y se explica ante sus asiduos del soleado banco del parque público, aprovechando la relativa notoriedad y aun autoridad que, por las circunstancias que sean, le otorgan sus reflexiones e ironías sobre el mundo en general, exacto equivalente, en el caso de Esteban, de su pasado, de las anécdotas de su repertorio respecto a la vida de partido, no propiamente acres, pero sí con el suficiente picante para hacer más ameno lo que parecía haberse convertido en definitiva vocación de su existencia: la evocación. Pues como el alcohólico que descubre la justificación de su vida en su victoria sobre el alcoholismo, en las reuniones de grupo organizadas por el sicoterapeuta donde todos y cada uno de los ex alcohólicos, pueden dar rienda suelta a su sadomasoquismo, recontar una y otra vez sus recaídas, sus culpas, increparse furiosamente, acusarse, amenazarse si es preciso, sabiéndose no obstante, por encima de todo, como vampiros, solidarios unos de otros, así, de modo semejante. Esteban había asimilado su imagen a la de ese exiliado republicano que uno puede encontrar prácticamente en cualquier lugar del mundo, generalmente ante una botella, y que nos habla del asalto al cuartel de Atarazanas, o del Cinturón de Hierro, o de Belchite, de Madrid, del Segre, de la retirada, de los campos de concentración franceses, de su lucha contra los alemanes en las filas del maquis, de los campos de concentración alemanes, y, sea total o parcialmente cierto lo que nos cuenta, ni él mismo suele ya saberlo, resulta evidente que recontarlo una y otra vez es ahora su profesión –ya más que distracción– favorita, su razón de vivir, igual en todo a Esteban hablando de su caída, de los interrogatorios, de la cárcel, del exilio, de sus desencantos, con el dominio estudiado y la agudeza hipercrítica que confiere el hecho de tener bien sabido el tema e, incluso, con el tiempo, mejorado en sus efectos, si bien, en su auditorio, para los amantes de la anécdota pura, siempre tendría en su contra, respecto al viejo exiliado republicano, una obvia ausencia de grandeza en el contenido de lo relatado, simples secuelas de una apoteósica hecatombe histórica.

MOBILIS IN MOBILI. Hay paisajes y paisajes. Y así como de algunos se diría que se despliegan solos, al margen de nuestro movimiento o inmovilidad, hay otros que, más que ante nuestros ojos, parecen abrirse ante nuestra mente. Aquel sendero, por ejemplo, que conduce al pueblo, en lo alto de la colina. Un pueblo como desierto o dormido en su terrosa estructuración de tejados y muros. El sendero también parece poco utilizado, similar a cualquiera de esos caminos que llevan al santuario de la comarca, donde, una vez al año, se celebra una romería. La carretera discurre paralela a la cadena de colinas, ceñida al serpeo de las suaves laderas, un terreno invadido de matorrales y de monte bajo, cultivado sin duda en otros tiempos. Unos cientos de metros más adelante, tras un recodo, también a la izquierda y sobre una loma, destaca una edificación cerrada, de largos paños de argamasa y piedra vista, como corrales o algo por el estilo. Éste es el cementerio nuevo, me dijeron. Al fondo, despuntando al filo de las ondulaciones del terreno y sólo próximos en apariencia, los blancos picos de un macizo montañoso, el particular esplendor de la nieve al sol de poniente.

Una sensación parecida a la que nos dejó aquella excursión que hicimos al Cabo Creus en la barca del Grec, la partida, las rosas rosas del alba, la bahía ensalmada que, al regreso, sería pura formación madrepórica, configuración de rojas entrañas. Y, sobre todo, las incidencias de la travesía, las perturbaciones atmosféricas, cuando, en las cercanías del Cabo, se abatió aquella espesa niebla embebida de sol, y podían escucharse las sirenas, y las rompientes se deslizaban al acecho, y las pétreas moles de la costa se aproximaban a husmear. El Grec había acabado con la Poppy y, la noche anterior, mi sueño fue agitado, imágenes de pesadilla difíciles de concretar.

O como aquel vuelo de regreso a Barcelona, probablemente desde París, en el que yo esperaba captar una vez más la silueta del Cabo desde el aire, tendido como un lagarto al sol, color liquen, nítidamente destacado del azul contorno. Pero las planicies polares que sobrevolábamos parecían extenderse sin solución de continuidad, blancuras soberbias y deslumbrantes rotas tan sólo por un hongo gigante de tonalidades pizarrosas, estampa misma de la muerte atómica a la que nos dirigíamos, cuando, de pronto, la lisa superficie se fisura y agrieta, abriéndose, según nos aproximamos, en un profundo cráter ceniciento, abismos celestes y transparencias marinas en el fondo, rascacielos solares, masas arbóreas petrificadas, corrientes de lava y cúmulos de cúmulos, formaciones rocosas adentrándose en el piélago a modo de montaña o promontorio, privilegiado lugar de observación de panoramas inferiores. Y luego, superada la sima, de nuevo la nívea llanura bajo el azul, campo adecuado, por sus especiales características, para elevarse más y más, hasta donde aguantara el fuselaje, sólo el cuerpo de un ángel abatido en la blancura extensa, los pliegues helados de su túnica como picos pirenaicos, caído al fundirse la cera de sus alas, en vuelo hacia donde el sol no podía ser sino el calor de una mirada.