I
EL VIEJO. Las laderas eran suaves y escasos los accidentes del terreno. Un panorama cuyo principal relieve lo constituían, de hecho, las ruinas diseminadas por aquel vasto jardín abandonado. Algo similar, pongamos por caso, a la impresión que uno, sin conocer Atenas, puede imaginar que produce la vista del Partenón desde cierta distancia, las piedras antiguas destacando entre los cipreses y los pinos y las pimenteras, los capiteles caídos, las columnas truncadas, las ramas de laurel a las que uno se agarra para ayudarse a vencer la pronunciada pendiente. Sólo que, en la cerrazón del atardecer encapotado, bajo un cielo tan oscuro que hacía preciso encender los candiles como si fuera de noche, más que una sosegante acrópolis aquello parecía una ciudad recién destruida, todavía cargada de humo la atmósfera, de pólvora y ceniza. Tanto más cuanto que otros elementos del paisaje –la geometría de las alambradas, la oquedad de las garitas, la negrura de los barracones– contribuían a reforzar el efecto de catástrofe. Y en mayor grado todavía el aspecto de los hombres que por allí deambulaban, pelambre gris y mirada hostil y unos andrajos que hacían de sus ropas un dato atemporal. Al bajo resplandor de una fogata, sombríamente enrojecidos, revolvían con pértigas la masa pastosa que llenaba aquel amplio foso abierto como un cráter en una explanación del terreno, la cal viva burbujeante donde flotaban y giraban diversos cuerpos como flotan y giran los leños a la deriva. Las llamas teñían las coloraciones lunares del alabastro. Se aproximó a un altar: el mármol de los bajorrelieves estaba estropeado como a golpes de maza; también las columnas que sostenían el ara y las repisas desnudas, y se ofrecía descabezada la blanca imagen de la virgen que remataba el nítido volumen del sagrario. Abrió el sagrario: dentro, huesos amarillos, casi anaranjados. Oyó voces montaña arriba, cada vez más cerca, y echó a correr entre las alambradas. El bosque era poco menos que llano, y los grandes árboles estaban lo bastante distanciados como para que la fronda intrincada de cada copa se individualizase al máximo. Las voces sonaban como desde distintos puntos y se percibían como amagos de movimiento entre los troncos. Descubrió su presencia al atravesar un claro, según el otro asomaba de la linde. Parecía uno de esos mendigos de una película de Buñuel, harapientos, codiciosos, su premeditada degradación convertida en fuerza y en motivo de terror sus miserias y sus años. Avanzaba hacia él despacio, sonriendo. Y él aguardó a que estuviera lo suficientemente cerca y entonces le arrojó una tela de saco a la cabeza y lo derribó y, a horcajadas sobre su tórax, le golpeó a través del saco con una gruesa piedra, le golpeó una y otra vez en el cráneo y la cara, asiendo la piedra con ambas manos, sintiendo como bajo la tela se hundían dientes y cartílagos, maxilares, arcos ciliares, gritando, aullando, difícil saber si él o el otro o ambos a la vez.
¿ZAHORÍS? ¿ZAHORÍES? Un sarmiento verde cortado en forma de Y; decían que también podía hacerse con un vástago de avellano. Había que tomarlo por los dos extremos de la horquilla, uno con cada mano, suavemente, como si fueran riendas, y echar a andar despacio, cuidando de mantenerlo paralelo al suelo, sin ejercer presión alguna, lo más libre posible. Al pasar sobre la buscada veta de agua, la punta del vástago comenzaba a empinarse por sí sola, a levantarse más y más, según menor fuese la profundidad de la veta y mayor la importancia del caudal. El hombre llevaba una camisa gris a rayas blancas, sin cuello, y después de haber localizado en el torrente el punto óptimo para abrir el pozo, hizo una demostración en el mismo jardín, no lejos de la casa, en una de las plazoletas formadas por la confluencia de los senderos escalonados, una glorieta sombreada por la frondosidad del arbolado, oscurecida por la hiedra circundante: aquí hay agua, dijo. Y tío Rodrigo: como que habrá dado con la conducción del surtidor.
Aceptó a regañadientes prestarse a la prueba, mucho más indócil que el abuelo. Chico, qué quieres que te diga, yo no noto nada. Claro que si te sugestionas y pones un poco de tu parte, seguro que se levanta. Y papá: ¿y yo qué, entonces? ¿Y los chicos? ¿Y el Vernis? ¿Ahora resultará que todo eso no es más que sugestión? Llevaba días cruzando una y otra vez la glorieta, antes del desayuno, después de la siesta, acumulando puntos positivos, ratificando abrumadoramente el resultado afirmativo de su experimento, quién sabe si dando vueltas a la idea de ordenar una nueva prospección, de abrir un segundo pozo aunque sólo fuese para demostrar de qué parte estaba la verdad. Algo de eso, al menos, debía haber en su cabeza el día en que se presentó el Vernis a tratar de la pela de los alcornoques.
Este hombre parece un centurión romano, dijo papá palmeándole el hombro. Y, efectivamente, más de un deje de testa clásica había en sus rasgos vigorosos y proporcionados, en los breves rizos rubios con algo de gris descuidadamente adaptados a la línea del cráneo, y hasta la serenidad de su presencia y sus maneras reportadas traslucían el hieratismo propio de una escultura. Vestía como cualquiera de sus hombres, camisa de basto tejido azul y pantalones de pana oscura, y no parecía menos diestro que ellos en el manejo del hacha. Pero no se quedaba como ellos en el bosque en tanto durase el trabajo, en sus cobijos hechos de ramaje, con sus mantas, sus jergones, sus provisiones, sus cántaros, sus pequeñas botas de vino, con pitorro de caña, que hacían circular durante las comidas, todos en torno a los rescoldos de una fogata. El Vernis iba y venía con su moto por los caminos del monte, del bosque al pueblo y del pueblo al bosque, supervisando las talas de cada una de sus cuadrillas, asistiendo al pesaje de las cargas de corcho y leña, comprobando la buena marcha del trabajo en la serrería. Pero más que su indudable diligencia era tal vez su proclamado parecido con un centurión romano la causa profunda de que papá, en todo lo relacionado con el bosque, prefiriese tratar con él antes que con cualquier otro contratista de la comarca, por mucho que se dijera que con el Vernis, al final, los números nunca salían lo bien que habían salido las cargas; su parecido con un centurión romano y también la sabiduría de su actitud, una mezcla de deferencia y distanciamiento susceptible de imprimir a sus tratos un carácter no tanto de negocio como de favor personal, y un tono de relación amistosa a sus visitas. Y papá, llevado de ese contento que suele suscitar en el veraneante toda visita que rompa la monotonía de la vida en el campo, no desperdició la ocasión de hacer repetir al abuelo, a modo de pasatiempo, la prueba del sarmiento. Venga, don Eduardo, venga usted acá, a ver si ahora tiene más suerte. Al Vernis le ha salido perfectamente.
Lo había pillado justo en el momento de salir al jardín, de escapar –bajo el brazo el periódico finalmente conseguido– hacia el rincón de las hortensias, a la vez sombreado y al calor del poniente. Le hizo dejar el periódico, empuñar los extremos de la tierna horquilla y empezar a cruzar la glorieta en todos los sentidos, dar vueltas y más vueltas, despacio, con el sarmiento por delante, mientras papá, desde el primer peldaño del sendero escalonado, junto al Vernis, comentaba en voz alta sus movimientos, sarcástico, con la seguridad impune que siempre da la compañía de un centurión romano, de aquel hombre que le escuchaba silencioso y atento, sonriendo inescrutable, quizás entendiendo, quizá no, quizá sintiéndose incómodo y cohibido, quizá persuadido de que, en todo caso, lo mejor era seguir la corriente. ¡Ande, don Eduardo! ¡Al Vernis se le ha levantado a la primera! Y el abuelo daba vueltas y vueltas, ya sin pretender acierto ni éxito alguno ni, menos aún, protestar o insubordinarse, poseído por la amedrentada resignación de quien sólo espera que, tarde o temprano, finalice la bochornosa exhibición de la que un mal azar le ha convertido en protagonista. Parece que las mujeres no sirven, dijo papá. Para que salga bien hay que ser bien macho.
Otro motivo de seguridad: el hecho de encontrarse en terreno propio, en la casa pairal del apellido que, en su condición de primogénito, le tocaba el honor de representar, una finca (¿La Noguera?; algún nombre que sugiera frondosidad, propio de un lugar fresco y retirado), que, aunque indivisa y de significado económico residual respecto a la antigua fortuna de la familia, cuando menos seguía siendo eso, patrimonio de la familia, de su familia, situación de dominio moral que ni siquiera la Eugenia dejaba de acusar en su comportamiento, notablemente más controlada en sus habituales desplantes y exabruptos que en Barcelona. Justamente en el caso de la Eugenia, pese a sus anuncios –reiterados cada verano– de que aquél era el último año que se dejaba engañar, justamente en su caso, el de una mujer de pueblo, estaba fuera de duda que pasar tres meses en el campo tenía para ella sus compensaciones, no siendo la de menor importancia el puesto preeminente que su temperamento enérgico había contribuido a crearle entre las demás mujeres que trabajaban en la finca. La única víctima, así pues, era el abuelo, sacado de sus ámbitos, de sus ritmos cotidianos, fatalmente sacrificados a la necesidad de campo que tenían los chicos, de cambiar de aires, de salirse de la viciada atmósfera de la ciudad al menos durante las vacaciones de verano. Y, para campo, nada como la finca, claro, lugar más sano imposible, y sin los gastos que supone la vida en una colonia veraniega, que también esto hay que tenerlo en cuenta. Se diría, por otra parte, que el hecho de que papá estuviera en su terreno y contribuyera así en mayor grado, aunque sólo fuera por lo que se ahorraban, a los gastos de la casa, estabilizaba en igual medida sus relaciones con el abuelo, circunstancia ésta que, al abuelo, el beneficiario más inmediato, seguramente no le pasaba inadvertida. Era como si, por el contrario, la situación que se daba en Barcelona, donde el chalet figuraba a nombre de los chicos, sí, pero por donación del abuelo, y donde la aportación económica del abuelo al presupuesto familiar se iba incrementando, qué remedio, de año en año, no tuviera otro efecto que el de exacerbar a papá, extremar el áspero trato al que tenía sometido al abuelo; como si le mortificara no ya el desfavorable efecto que tal dependencia económica de yerno respecto a suegro pudiera producir a terceros sino, sobre todo, el equívoco, la confusión objetiva susceptible de crearse en torno a lo que, más allá de toda apariencia superficial, no era otra cosa que el resultado de dos concepciones de la vida: el contraste entre una actitud pugnaz y creadora, llena de riesgos, de iniciativas audaces que igual que al descalabro podían haberle conducido al triunfo, y una actitud pasiva, carente de imaginación, conservadora, propensa a invertir en valores seguros, aunque no por ello menos condenados, para cualquier mente lúcida, dado el creciente proceso inflacionista a escala mundial, a resultar cada vez más insuficientes, a obligar a su poseedor a la muerte lenta de reducir sus propios gastos según se vaya reduciendo el poder adquisitivo de las rentas. Dos actitudes, sí: generosa la una incluso en la adversidad; mezquina la otra, además de ciega, ante su destino, no por aplazado menos inexorable. Y esto era lo malo, precisamente: que fuera él y no el abuelo la persona más afectada por los problemas de liquidez monetaria, inherente a toda época de crisis y convulsiones socioeconómicas como la que actualmente atravesamos.
En Barcelona, además, el enfrentamiento era cerrado, directo, sin un tío Rodrigo que con su espíritu de contradicción estimulara los desahogos verbales de papá o, simplemente, negándole toda prioridad, desencadenara una carrera incierta cada mediodía, cuando el periódico llegaba del pueblo, para ver quién era el primero en hacerse con él, una competición que papá no solía dejar que se le escapara de las manos, aun a costa de salir al encuentro del Dionís no bien su carro aparecía en la distancia; volver al jardín, y entonces, cómodamente instalado, poder ir enunciando, sin detalles que disminuyeran el placer de la exclusiva, las noticias más destacadas de la actualidad local o internacional: ¡Ha muerto Trini Pàmies!, o: ¡Desembarco americano en Corea! Tío Rodrigo se levantó y salió silbando, como si nada hubiera oído, igual que pudo haberlo hecho años después, cuando la repentina agravación de su sordera, en apariencia no fingida, hizo preciso hablarle al oído con ayuda de una revista enroscada a modo de trompetilla; más tarde, inútil ya este procedimiento, y reacio como era al uso de cualquiera de los que él llamaba esos aparatos ensordecedores, no había con él otra forma de diálogo que la de ir escribiendo en un papel las preguntas y las respuestas. Fenómenos de desarrollo paralelo: la progresión de la sordera en tío Rodrigo, la dependencia económica cada vez más completa de papá respecto al abuelo, el noviazgo y la boda del mayor de los chicos y el hecho de que el pequeño apenas parase en casa desde que entró en la universidad, siempre con los amigos y la chica esa, como decía la Eugenia de Rosa. Fenómenos, también, estrechamente vinculados todos ellos al unilateral encono de papá en su relación con el abuelo. Sus venganzas, sus castigos, la satisfacción con que insistía, desde su privilegiada anticipación en la lectura del periódico, en los aspectos más catastróficos de la situación internacional, en las inevitables decisiones que habría que afrontar, venderlo todo y emigrar, irse a vivir a América o, al menos, a Canarias, lo más lejos posible del escenario de una tercera guerra mundial, de su epicentro, Europa, España, Barcelona: el cráter de un volcán. Y cuando el abuelo se obstinaba en que no, en que él no se movía de aquí: ¿Pero usted qué se cree? ¿Que quedándose conseguirá algo? ¿Que así defenderá sus valores, sus propiedades, esta casa? ¿Se cree que yo no me quedaría si supiera que iba a poder defender mi parte de la finca, una parte que, ella sola, a largo plazo, hubiera llegado a valer bastante más que todo lo que usted tiene? ¿Qué se imagina que harán con usted los rusos en cuanto le vean? ¡Fusilarle! ¡Fusilarle enseguida, aquí fuera, en el jardín, contra el limonero! El abuelo se incorporó meneando la cabeza, temblona la barbilla, vacilante el paso. ¡Pues yo no me voy! ¡Yo me quedo aquí con mis cosas! Papá le siguió hasta su habitación: ¡Quédese! ¡Quédese! ¡Los rusos se encargarán de usted! ¡Qué más quisiera yo que perderle de vista definitivamente! Y, como para mejor ilustrar sus deseos, cerró la puerta desde fuera con el énfasis del guardián o carcelero que chapa una celda, con la violenta torsión de muñeca de quien acciona el mecanismo de un garrote vil.
Se había comprado una sahariana amarilla de manga corta y unos pantalones azul eléctrico. ¿Qué te parece, hijo?, preguntó mientras se contemplaba en el espejo, casi de perfil, ladeando la cabeza, entornando los ojos. Es la moda de ahora. Lo he comprado en las rebajas de verano. ¿No encuentras que parezco un japonés? La llegada del verano era un respiro para todos. En el caso de papá porque se iba por tres meses a Santa Cecilia (mejor que La Noguera). Para el abuelo, por lo mismo: papá fuera durante tres meses. La Eugenia, porque decía que ya no estaba para esos trotes, que mejor quedarse aquí, en el jardín, que era como estar en el campo, y todos más tranquilos.
El regreso de papá, en cambio, igual que el de un marido celoso, era esperado con no menos temor que resignación, dado que forzosamente iba a constituir uno de los momentos más críticos del año: la suspicacia de papá, la desconfiada inquisición de cuanto había sucedido durante su ausencia, sus recelos respecto a la apacible armonía en que había vivido el abuelo todo aquel tiempo: la naturalidad impune de las relaciones que el hombre había tenido la desfachatez de mantener con la gente, el hecho, por ejemplo, de que el mayor de los chicos y su mujer y el niño no hubieran dejado de irle a ver a su paso por Barcelona; o que el inconsciente de Rodrigo, sordo como una tapia y todo, ahora que apenas se dejaba ver por Santa Cecilia, hubiera osado seguir con sus visitas, como si le diera lo mismo que él, papá, su hermano mayor, estuviera o no estuviera en la casa, por más que todo el mundo supiera que sus visitas no respondían más que al deseo de leer el periódico en el jardín, igual que aquel que va a un parque público; o las deferencias de Rosa para con él, que bajo sus buenos auspicios hubieran llegado a celebrar el cumpleaños –normalmente ignorado– de aquel hombre, aun contando con que la actitud reticente de la Eugenia en relación a Rosa, la chica esa que sale con el pequeño, no podía haber obrado sino en detrimento del feliz desarrollo de la jornada. Así, ya desde el primer día, a semejanza de ese oficial que, pegando en caliente, aprovecha la oportunidad que le brinda su primera alocución a la tropa para anunciar las medidas que sancionan su firme propósito de restaurar la ejemplar disciplina tan perdida o relajada bajo el mando de su antecesor, a semejanza de ese oficial o jefe en el acto de tomar posesión, así papá entraba de nuevo bruscamente en la habitación del abuelo, casi como si esperase pillarlo entregado a prácticas vergonzantes, y tiraba el releído y arrugado periódico sobre la cama: abuelo: su periódico. Y se retiraba despacio, sin dejar de mirarle, en tanto que el abuelo, oh, muchas gracias, acudía a recogerlo como acude una gallina al grano recién arrojado; sin dejar de mirarle a medida que iba entornando la puerta, y luego, no menos bruscamente que al abrir, la cerraba, demasiada libertad había gozado ya para no chaparlo otra vez como uno chapa un mal recuerdo, en particular si el recuerdo se refiere a uno mismo, si es uno quien lo protagoniza.
Era el santo del abuelo y Rosa había traído una caja de bombones. Después de comer, mientras ella daba charleta a la Eugenia y la ayudaba a lavar los platos, intentando vanamente ganarse su buena voluntad, papá irrumpió en la salita, los ojos saltones, desaforados, ágil en su agitación como un hechicero: ¡me ha llamado majareta!, gritó. Y detrás llegó el abuelo, la caja de bombones temblándole en la mano como le temblaba la voz al dirigirse a Rosa y a la Eugenia igual que si se dirigiese a un jurado, al decir que papá se los había espachurrado, y poco a poco fueron esclareciendo lo sucedido, entre los balbuceos del abuelo y las furiosas interrupciones puntualizadoras de papá, cada vez más espaciadas no obstante, lo mismo que si en cierto modo le complaciera el entrecortado relato de cómo había tomado la caja, de qué serán por dentro, don Eduardo, a ver, el chocolate es muy malo para el hígado, déjeme ver, y uno por uno le había ido espachurrando los bombones, a ver de qué es éste, don Eduardo, ¡de licor!, ¡puro veneno!, y así siguiendo hasta que el abuelo consiguió hacerse con la caja, con los pocos bombones todavía no espachurrados, ya la proyección de una sonrisa interior en la cara de papá al llegar a este punto, aunque no sin la sombra de una preocupación que sólo expresaría aquella noche, después de la cena, en el recogimiento de la salita: ¿de dónde diablos habrá sacado la palabra esa de majareta?
Se acusaban mutuamente de comerse las uvas de la parra en otoño, incluso antes de que madurasen, con el expreso propósito de fastidiar al otro, y los nísperos en primavera. La iniciativa partía siempre de papá y era la Eugenia quien tenía que terciar en defensa del abuelo: bueno, señor, haga el favor de dejar en paz de una vez al pobre don Eduardo, que en una casa se sabe todo y quien tiene que salir arreando para el excusado es usted y no don Eduardo, y ya me dirá de qué le viene a usted esa descomposición de los intestinos si no es de comer fruta verde. Y entonces papá hablaba de su salud quebrantada, de la tragedia de su vida, de los embates de la desgracia, a la defensiva ya, en cierta manera. Y es que conocía la crudeza de la Eugenia en sus planteamientos, su certera capacidad de dar en el blanco una vez disparada, sí señor, mucho meterse con el pobre don Eduardo y quejarse de todo, pero ya me dirá dónde estaría usted sin él y dónde estaríamos todos si no fuera por él, que es, en definitiva, el que paga. Porque esto es indiscutible: en esta casa quien paga es el abuelo. Y entonces papá iniciaba un repliegue táctico, una oportuna retirada, sabedor, sin duda, de que tal defensa del abuelo era sólo el anuncio de un temible ataque frontal a sus propias posiciones, lleno de rudos detalles y crueles puntualizaciones, demoledor despliegue verbal que habría de concluir en lamentación, en reflexión amarga, la desdicha de haber ido a caer en aquella casa donde, a la larga, era ella y sólo ella la que pagaba los platos rotos, la que daba la cara por los demás, sí, eso es, escápese, escóndase para no oírme, que así me va usted a evitar los sofocones que paso cuando viene el chico del colmado o el de la farmacia y usted les da veinte céntimos de propina, que es peor que no dar nada; total, que prefiero ir yo misma y cargar con todo aunque ya no pueda ni con mis piernas. ¿Y cuando viene un cobrador? ¡Ah, entonces sí que se acuerda usted del pobre don Eduardo! Pero sin dar su brazo a torcer, desde luego, sin que parezca que usted le debe nada. ¿Se piensa que no me entero? Entra usted en su cuarto igual que si le fuese a pegar y le suelta: abuelo, le vienen a cobrar esta factura. ¡Como si el gasto no tuviese nada que ver con usted, como si él no pagara por todos! ¡Como si no fuese el pobre don Eduardo quien mantiene la casa! ¡Y, encima, tiene usted la manía de que los cobradores roban flores del jardín mientras esperan, que ni que fueran orquídeas lo que dan esos cuatro esquejes que me consigo como puedo! Y lo que pasa es que le fastidia el que vengan con facturas y que usted no pueda y que sea el pobre don Eduardo quien lo haga. Eso es lo que pasa. Lo mismo que con el tío Rodrigo cuando usted se queja de que en la finca le gasta lo que usted ha comprado, el azúcar, el aceite, todo, y seguro que es al revés, que es usted quien gasta lo de él, porque allí no hay quien pague por usted, porque allí no hay abuelo que valga. Ya hace usted bien, ya, teniendo encerrado al pobre don Eduardo como si fuera un preso, que el día que falte, sin sus dineros, no sé qué va a ser de usted, no sé qué va a ser de todos nosotros. Ya puede usted guardarlo como oro en paño.
En la toma de posición de la Eugenia, invariablemente favorable al abuelo, contaba, sin embargo, no sólo la compasión que pudiera sentir por él, un hombre de natural afable y pacífico, preocupado por causar siempre el mínimo de molestias, por pasar en lo posible desapercibido, sino también, y ante todo, el simple hecho de que era él y no papá el que realmente pagaba, el amo. Una posición que no dejaba de ser reflejo, contagio del clima que el propio papá había creado en la casa al convertir al abuelo en símbolo de sus descalabros económicos, en personificación de la tragedia de su vida, algo, en suma, vergonzoso, impresentable, algo que había que ocultar, que cuanta menos gente lo viera mejor. Un paulatino aislamiento, y no sólo del abuelo sino también de sí mismo y de la Eugenia, al que los tres habían terminado por hacerse y hasta por encontrarle sus ventajas, un estado casi como de placidez y recogimiento que papá era el primero en quebrantar al extralimitarse con el abuelo, al exteriorizar ese encono únicamente equiparable a las crueldades que es capaz de ejercer sobre el homosexual manifiesto el homosexual reprimido, dando así pie a las réplicas de la Eugenia, a sus escenas, a los juicios y sentencias mediante los cuales hacía ella uso de su derecho a castigar al transgresor de un orden, de un equilibrio, del que era al mismo tiempo autor. ¿Visitas?, dijo la Eugenia, las piernas extendidas al sol, sobre otra silla. Por mí, que no venga nadie. No hacen más que traer líos, complicar la vida a la gente, etcétera, afirmaciones de excesiva ambigüedad conceptual a la vez que de seguridad excesiva en la relación causa-efecto para que no resultase evidente que del plano general estaba pasando al particular, y, más concretamente, que el objeto de su enunciado podía perfectamente reducirse a una sola persona. Rosa, esa chica a la que el abuelo, por el contrario, rivalizando con papá en las muestras de simpatía que le prodigaban, acogía con tanto cariño, una chica que traía bombones y pasteles, y de la cual, seguramente, apenas si sabía él otra cosa que su nombre, ni si era la novia del nieto, o tal vez estaban casados y a él no le habían dicho nada, o quizá se lo habían dicho y estuvo en la boda y todo, pero lo había olvidado.
El abuelo se levantaba el primero, incluso antes que la Eugenia; según papá era él, con su intenso insomnio, el primero en despertarse, pero prefería quedarse en cama un rato más aunque sólo fuera para encontrarse con el baño libre. La Eugenia servía el desayuno al abuelo en la cocina, un desayuno siempre más sustancioso que el yogur y las cuatro tostadas que papá tomaba en la habitación. Pero, antes de eso, papá salía a respirar un poco de aire puro; a recoger el periódico, de hecho. Una vez leído y releído, sin prisas, entraba en la habitación del abuelo y lo arrojaba sobre la cama: abuelo: el periódico. A estas horas, el sol –si lo había– era ya suficientemente fuerte, y papá, mientras la Eugenia iba a la compra, salía al jardín, a vigilar, como decía, y el abuelo, con su periódico, se subía a la azotea. No entiendo cómo aguanta tanto el sol, dijo papá durante la comida; horas y horas pegado a la pared como un lagarto, con el sol encima, calentándole la cabeza. Comían en la misma mesa pero no lo mismo, papá ceñido a su régimen, de acuerdo con la estricta dieta que alguna vez le había prescrito el médico en razón de su salud delicada, ya que no de su menor apetito. Después, tenía prioridad en el retrete, puesto que, también por prescripción facultativa, se retiraba a descansar un rato, un par de horas de siesta entre todo, momentos de calma que aprovechaba el abuelo para disfrutar en el jardín de la espléndida tarde. Al anochecer, el abuelo volvía a su habitación; o bien se quedaba en la salita, oyendo la radio en compañía de la Eugenia, cuando papá se ausentaba porque tenía que cumplir con alguien o cualquier otra clase de compromiso. Cuando papá no salía, era éste quien se instalaba en la salita y escuchaba la radio, charlando, o mejor, discutiendo acerca de la vida con la Eugenia, en tanto ella iba y venía, ocupada en preparar la cena. Papá cenaba en su cuarto, tendido en la cama, y el abuelo cenaba en el comedor y, por lo general, aunque siguiera un ratito más en la salita, él y papá no volvían a verse hasta el día siguiente. En verano, todo era irse papá a Santa Cecilia y dejar el abuelo de poner los pies en la azotea.
El abuelo: sus achaques, sus remedios. Llevaba un cordelito atado en su muñeca derecha. Mira, dijo: noto que me alivia mucho. En invierno se sentaba en el centro de su habitación, bajo la bombilla: decía que allí se estaba más caliente. Y luego los veranos, cuando disfrutaba al máximo del jardín, un jardín del que casi había llegado a formar parte, integrado en un sillón de mimbre como un elemento más, amigo de los pájaros y las lagartijas, siempre como esperando, entre sueño y comida, entre comida y retrete, entre retrete y sillón, levantando los ojos, se diría que de una pincelada, no bien oía hablar de comer otra vez, con algo de caracol en su forma de atisbar. Lo que pasa es que es un introvertido, dijo papá. Me lo dijo Rodrigo cuando aún regía, cuando aún tenía la cabeza clara: y me lo dijo como médico: un introvertido. Un ser egoísta, que no piensa más que en sí mismo, que no se interesa por lo que pueda pasarles a los demás. Se ve que, cuando era estudiante, sus compañeros ya lo tenían por raro, que hasta se extrañaron de que se casara y tuviera hijos. Para la pobre abuela, el matrimonio debió de ser una verdadera cruz. Y él, en cambio, ya lo ves: se le muere la mujer, se le mueren las dos hijas, y ahí le tienes, tan campante. ¡Si yo, simplemente con la pérdida de mi mujer, ya estuve a punto de hacer un disparate! Pero él siempre ha ido a la suya, siempre ahí, solo todo el santo día. Me gustaría saber qué hará y qué no hará en la azotea tantas horas, con el sol calentándole la cabeza. No entiendo ni cómo lo aguanta: un hombre normal se hubiera ya convertido en un perturbado. Pero él lo aguanta todo, tiene una salud de hierro. Y es que se ve que los introvertidos son así, que lo resisten todo. No sufren. No padecen. Tú nada más compáralo con Rodrigo: Rodrigo es un solterón y un comodón y un egoísta y siempre ha estado un poco chiflado. Pero al menos es normal.
Un día soleado, domingo probablemente; un día en que Rosa había venido a comer y se encontraron con que la Eugenia no había puesto plato, como si se hubiera olvidado, y luego, desafiante, salió a decir que no había café; un día primaveral, el jardín como con fiebre, con aromas, con moscardones, con cantos de mirlo. O bien fue un día anubarrado, con el viento sonando casi como lluvia en las hojas sequizas. Había pasado el día con Rosa y, al regresar a casa, ya oscuro, se encontró a papá y a la Eugenia –después de la muerte del abuelo, en todo caso– charlando del infierno, ese lugar al que ellos nunca irían a parar, dijo papá, porque bastante habían sufrido ya en esta vida. Yo, por ejemplo, yo, sin ir más lejos, de no haber tenido fe, me habría suicidado. Y ella: pues hubiera ido al infierno. Y él: que no, mujer. Quien se suicida es porque pierde la cabeza, y quien pierde la cabeza así, en un arrebato, no es responsable de sus actos. Y ella: sí que va, sí; quien hace algo malo va al infierno. Y papá: depende, mujer, depende. Un amigo mío, vamos, un conocido, se suicidó después de haberse arruinado por una mujer; pero, aun así, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? ¿Cómo podemos saber cuáles fueron sus últimos pensamientos, si murió o no arrepentido? Y la Eugenia: ¿lo ve usted? Desgraciado el hombre que cae en manos de una de esas mujeres. Desgraciado. Y papá: no juzguéis y no seréis juzgados, Eugenia. Perdonad y seréis perdonados.
No era sólo una pérdida de agresividad; era también como si papá se encontrara más cansado, y ese bajón en su estado físico repercutiera en su moral, en su actitud frente a la vida. Como la sordera de tío Rodrigo: quizá por un exceso de antibióticos, la tesis del médico; quizá por dejar de oír definitivamente al mundo en general y a su vieja sirvienta en particular, último eslabón de su personal relación con el mundo. Aparte de que le olía mal el aliento, y la gente, las cada vez más escasas visitas, juzgaban preferible dirigirse a él por escrito, anotar sus preguntas y respuestas en una cualquiera de aquellas cuartillas que se amontonaban sobre la mesa de la salita, entremezcladas, yuxtapuestas a otras afirmaciones e interrogaciones que, leídas retrospectivamente, mientras la gente desfilaba ante el féretro y dirigía frases de consuelo a la vieja sirvienta, la persona más allegada, en definitiva, en lo que a convivencia se refiere, ya que no a parentesco, y todo el mundo comentaba el notable parecido de aquel cuerpo con el de papá, el aire de familia perdido desde la infancia y recuperado por ambos en el rígor mortis, con tan escasa diferencia de tiempo, además, etcétera, un blablablá que sonaba a modo de música ambiental de aquellas frases escritas en distintos momentos y por distintas personas, enunciados que, leídos en tales circunstancias, adquirían, más que un significado sobrenatural, como mensajes llegados del más allá, un significado anticipador, más propio, por su lógica interna; únicamente comparable a la que genera el tarot, de los ambiguos valores del vaticinio: El planeta Venus, ¿Santa Cecilia?, Yo también me voy, Vale una fortuna, El pozo.
Papá contemplaba con mirada evaluativa una pila de cortezas de alcornoque dispuestas para ser acarreadas. Las tiras, especialmente si provenían de un alcornoque pelado por primera vez, eran rugosas y grises como la piel que muda una serpiente, y había algo de pecaminoso en la pálida desnudez de los troncos descortezados. Empezaba a oscurecer; volvieron hacia la casa remontando los empinados senderos del jardín, sin prisas, a tiempo de ver entrar al abuelo, atraído tal vez por el jolgorio que llegaba de la cocina, las ventanas iluminadas, las bromas que intercambiaban las mujeres, el ruido de los cacharros, anuncio de que la cena estaba ya en marcha. Papá meneó la cabeza, como asintiendo. La vida, dijo. ¡Yo, que me casé con una mujer que era una belleza, encontrarme ahora condenado a cargar con un viejo introvertido!
El pozo de la glorieta fue abandonado antes de alcanzar los nueve metros de profundidad, al encontrar roca. No obstante, dada su proximidad respecto a la casa, los trabajos no fueron del todo inútiles, ya que, embozado o lo que fuera el antiguo pozo negro, se juzgó preferible, antes que meterse en arreglos de resultado imprevisible y, ni que decir tiene, siempre molestos, destinar a tal fin el nuevo pozo, tan adecuado por sus características que casi parecía hecho a propósito.
DIÁLOGO DEL AFRODITA. Te han hecho confidencias, le dijo. Ella sonrió; se le notaba en la cara que le habían hecho confidencias y que tenía ganas de soltarlas. Y él: ¿quién? ¿Aurea? ¿El alemán? ¿Tu amiga torti? ¿Alguien del yate? ¿Carlos? ¿Carlos? Carlos, dijo ella. Y él: ¿en el Nautic? Y ella: claro. Se ha dejado caer por allí seguro de que iba a encontrarme; sabe de sobra que, si hace sol, a estas horas estoy siempre en la terraza. Ha puesto cara de decir caramba, qué casualidad, y, como yo estaba leyendo, ha insistido en que no quería molestarme, en que se iba a otra mesa; bueno, ya sabes lo versallesco y masoquista que se pone cuando tiene resaca. Pero en cuanto le he dicho que no fuera pesado, que se sentara de una vez, que me tocaba invitar a mí, ha entrado en materia con toda la brusquedad de un tímido. Te puedes imaginar la escena: Carlos sentado a mi izquierda, con un vaso en la mano, y hablándome mirando a la bahía. Ha dicho que quería disculparse, que no lo recuerda bien pero que cree que ayer estuvo algo grosero conmigo. Se refería, claro, a cuando se metió con Aurea y conmigo porque hablábamos aparte, y nos llamó putas y alcahuetas. Yo le he dicho que no tenía por qué disculparse, que en ningún momento me había sentido aludida por nada ofensivo. Me daba cuenta de lo que en realidad quería: hacerme confidencias; lo de las disculpas era sólo un pretexto, una manera de entrar en materia. Lo que de verdad le interesaba era hablarme de sus relaciones con Aurea. Pero, ya le conoces, sus ardides, sus recovecos, sus rodeos, como todo buen capricornio, y antes ha tenido que volver a empezar por su abuelo: la historia del mero; se ve que ha olvidado que ya nos la había contado ayer. Aquello de cuando el abuelo fue a verles a Barcelona y les contó que por la mañana, antes de tomar el tren, había estado a punto de pescar el mero más grande que había visto en su vida, y se pasó el día diciendo que en Barcelona se encontraba mal, que no entendía cómo podían vivir allí, respirando aquel aire tan sucio. Y a la mañana siguiente les dijo que había soñado que pescaba el mero y se volvió a Rosas en el primer tren y pescó el mero exactamente en el sitio en que había soñado que lo pescaba. En fin, su manía de empezar siempre desde el principio, de remontarse a los orígenes de todo: el abuelo, la madre, el padre, el hermano, Aurea, y por último, pero en el centro, él, Carlos, la causa final de sus historias. Por eso noté enseguida que iba a empezar contándome que había tenido una infancia desgraciada. Que su padre, con un hijo muerto en la guerra, y el otro, Carlos, poco más que un niño, y él, el padre, recién salido de la cárcel o del campo de concentración o de lo que fuera, y sin trabajo, algún apaño ocasional como fontanero, electricista o mecánico y basta, él, el padre, se sentía sobrepasado por los acontecimientos, incapaz de reaccionar, de sacar siquiera un certificado conforme había sido depurado y hacer algo por encontrar trabajo fijo, cansado de luchar, inerte. Y que era ella, la madre, la que salvó la casa haciendo faenas, matándose de fregona desde el amanecer hasta la noche. Y que esta situación de incapacidad y dependencia no podía sino agravar el estado depresivo del padre, el sentido parasitario de su existencia, o mejor, subsistencia, socavado además por la reactivación de una vieja lesión pulmonar, tisis ya más que tuberculosis: sombrío, silencioso, sumido cada día más horas en la oscuridad de la cama. Un cura y un militar, un cura y un militar, así todas las farolas de la Diagonal, con un cuerpo colgando de cada una, lo único que quisiera ver antes de morirse, había dicho. Carlos, con estudios elementales, más el bagaje cultural que se iba procurando por sí mismo –esa típica formación de autodidacta, de lecturas de biblioteca pública, donde, no sé por qué, tanto abundan, pésimamente traducidos, los autores franceses más diversos, Sue y Descartes, Dumas y Rousseau, Hugo y Renan y Zola, obras que nuestro joven autodidacta suele leer siempre con el mismo objetivo: aprender lo antes posible, crecer lo antes posible, huir lo antes posible–, empezó a trabajar de chupatintas en una oficina a los catorce años. Cambió varias veces de empresa, coriáceo, a las relaciones de trabajo que sus compañeros parecían acatar como inevitables; más que el trabajo y hasta el sueldo, le interesaban, con mucho, las posibilidades de seguir leyendo, de seguir preparándose para la aventura a la que se creía destinado; leer y leer donde pudiera, en el tranvía, en el metro, en casa, en la oficina, disimulando el libro entre los papeles de la mesa. La única excepción fue Aurea, que trabajaba de mecanógrafa en la misma sección. La única tanto como mujer –posiblemente la primeracuanto, de un modo más general, por afinidad de carácter: la misma aversión al medio en que se desenvolvían, las mismas ambiciones secretas y proyectos ocultos, mutuamente revelados en el curso de un largo precavido proceso de identificación. Por esa época el padre ya había muerto; nunca llegó a saber que su hijo mayor vivía, que estaba en la Argentina y que le iban bien las cosas. Cuando recibieron la noticia fue como si el sol empezase a girar al revés; pero no había lugar a duda: una carta manuscrita traída directamente por un viajero que previamente había indagado entre los antiguos convecinos la actual dirección de la familia. Aquello era como la señal esperada por Carlos y Aurea, y cuando le dijeron a la madre que se iban a Buenos Aires, que irían enviando dinero hasta que pudieran llevársela con ellos, que no se preocupara, que todo saldría bien, ella dijo que sí, que debían irse, que ella ya iría después; es vuestra oportunidad, dijo. Nunca he llegado a saber si entonces ella ya sabía que estaba enferma de gravedad, que nunca volvería a vernos ni, por supuesto, a reunirse con nosotros en la Argentina. En sus cartas nunca nos dijo nada y la primera noticia de que así iba a suceder exactamente, de que no volveríamos a verla, nos llegó por una carta del abuelo, cuando ella ya no podía escribir. A veces pienso, que, en el fondo, también yo lo sabía y que simplemente no quise darme por enterado. El impulso de fuga, de salir arreando de aquella oficina siniestra, de aquel mundo lleno de imbéciles y de maniáticos y de hijos de puta, era un impulso me imagino que demasiado fuerte. Y el peso de todo lo que nunca había tenido y otros tenían y siempre habían tenido.
Carlos encendió otro Romeo y Julieta con una tira de la envoltura de cedro, despacio, quemando la punta por igual antes de dar la primera calada. Les miraba contemplar la foto, unos cuantos niños y mujeres posando en una calle de barriada que se diría sacada de una película neorrealista italiana, las cabezas rapadas, las sandalias, los calcetines caídos, las batas a rayas, los mocos y, convertida espontáneamente en centro de la composición, casi como si la rodeara un halo, aquella cara de boca sonriente y ojos angustiados, propios del que hace lo posible por disimular, por parecer normal y hasta contento, uno más entre aquellos otros niños que, ante el acontecimiento que suponía el objetivo de una cámara, reaccionaban buscando una expresión seria y envarada, o audaz y arrogante, o bobamente bondadosa. Un chico como los demás. No uno de esos niños que, bajo una dócil actitud ante los mayores y una mansedumbre hipócrita que con frecuencia les hace ser alabados y hasta propuestos como modelo frente a otros más díscolos, esconden sentimientos e ideas cuyo conocimiento dejaría estupefactos a sus parientes más próximos, pequeños odiadores con un copioso historial de crueldades y acciones destructivas, tendencias pirómanas, maldades anónimas, ese fuego rápidamente sofocado que nadie sabe cómo se inició, esos restos de murciélago descuartizado, esa pobre vecina del entresuelo que tiene que acabar renunciando a los cuatro cacharros de flores de su ventana, al inútil cuidado de unas plantas que algún desalmado le destroza periódicamente. Y lo peor de todo: los horrores que nuestro pequeño odiador desearía a esa persona que tan afectuosamente le acaricia el cabello. Luego, ya muchacho, sus solitarios experimentos sexuales, siempre con algo de frenético, como si quisiera cegarse, machacar las obsesivas imágenes que le agitan. La repugnancia que siente por las putas, por más que en ocasiones le exciten, y el consiguiente fracaso –mantenido en secreto– de cada intento, realizado siempre por iniciativa de algún amigo, el mencionado Ignacio, pongamos por caso, o un compañero de trabajo cualquiera al que tal vez desprecia y al que, justamente en virtud de tal desprecio, no puede permitirse manifestarle flaqueza alguna ante los obligados actos de iniciación característicos de los diecisiete años. Fracasos que tal vez no conseguirá vencer hasta entrar en relación íntima con una chica de la oficina, relación que, comenzada a modo de aventura, de primera seducción o conquista, acabará seguramente por transformarse en algo mucho más duradero de lo inicialmente previsto. Otros datos destacables: sus propósitos, o mejor, intentos frustrados, de ser aviador o marino (volar, navegar, escapar) contrapuestos al pragmatismo de los proyectos que la madre –¿algo más que una sirvienta?– exponía a la hora de la cena, cábalas relativas al trabajo más rentable a corto plazo en un joven sin recursos de catorce, dieciséis, dieciocho años, un trabajo de porvenir y que, al mismo tiempo, trajera dinero a casa. Superación de cada uno de tales proyectos maternos gracias al innegable esfuerzo de nuestro joven odiador solitario, gracias a su formación autodidacta ganada a pulso, gracias a sus lecturas encaminadas a la obtención de una cultura general antes que a unos concretos conocimientos especializados; es decir: la anteposición de sus ansias de saber a las necesidades cotidianas de subsistencia. Las llamadas a la realidad de la madre contra tanta afición a leer. El éxito que sin duda significó para él poder entrar de chupatintas en su primera oficina siniestra. Su busca de otros trabajos y salidas, su búsqueda de la oportunidad esperada en los anuncios de los periódicos, su sistemática preparación para la gran aventura. La señal esperada, la llegada de esa oportunidad, la posibilidad de empezar, con el apoyo de su hermano, una nueva vida en la Argentina. Y todo para llegar a esto, dijo Carlos. Miró en derredor: la bahía de Rosas especialmente negra bajo aquel cielo estrellado, los reflejos especialmente intensos a lo largo de la orilla, el claroscuro del pueblo, la música distante de una discoteca, el jardín del motel, la rocalla discretamente iluminada, el porche, las tumbonas, los vasos, las botellas, el gato siamés, los insectos acumulados en el interior del farol, la salamanquesa inmóvil junto al farol, el termómetro y el barómetro colgados de una de las columnas del porche, la vista panorámica de la Ciudad Ideal colgada dentro, frente a la ventana, dibujo en tinta china coloreado a lápiz, obra de autor anónimo, un loco, muy probablemente.
Volviendo a lo de ayer, dijo, ya en ese momento en que el mismo tartajeo mental, del que es simple reflejo el tartajeo verbal, le hace a uno olvidar su propósito de parar de beber por un rato y se sirve un largo whisky, qué importa, por otra parte, estando de buen humor, locuaz, casi brillante, casi dominando la situación, casi dominando el mundo. Es decir: atrás ya el instante de perplejidad interrogativa, vencido el vacío, recuperado el hilo transitoriamente extraviado, el punto en el que había quedado el tema, un tema desarrollado noche tras noche ante interlocutores de excepción, amigos inimaginables para el Carlos de antes participando ahora en un diálogo convocado por él y, lo que es más, en un diálogo que había conseguido ir centrando en su tema, impulsado no tanto por el nivel intelectual de esos amigos, por su capacidad de comprensión y, en consecuencia, por el placer de exponerlo ante personas de semejante nivel, cuanto por la posibilidad de que al hacerlo consiguiera él mismo irse aclarando las ideas al respecto. Un tema fugaz, difícil no ya de acotar sino hasta de plantear, su misma complejidad, la timidez, el temor a expresarse mal, a resultar cargante, a parecer incluso tonto, el mismo alcohol tomado para vencer esa timidez, obstáculos que cada noche aplazaban por una noche más la posibilidad de llegar a conclusión alguna. El tema: ¿puede un concepto tan racional como el concepto de clase explicar las incoherencias no ya del comportamiento sino hasta de la personalidad? O sea: ¿cuál es entonces la causa de que yo sea como soy? O mejor: ¿qué me pasa?
Lo que menos podíamos imaginar: mi hermano, el héroe muerto defendiendo su ideología marxista, no sólo no había muerto sino que tampoco era precisamente un héroe. Su conducta en el frente había dejado mucho que desear –¿no es así como suele decirse?–, sobre todo al final, cuando se derrumbó antes que el propio frente, con una oportuna deserción que tal vez le salvó del fusilamiento. ¿Era además un traidor, como decían algunos de sus antiguos compañeros, o simplemente un cobarde? Yo creo que ninguna de las dos cosas. Esta clase de dilemas no son más que una estupidez. Siempre hay cuestiones previas, problemas de convicción, reacciones indirectas. De hecho –eso es lo único cierto–, no bien consiguió llegar a América se desentendió por completo lo mismo de su ideología que de sus compañeros. ¿Consecuencia de su anterior deserción? ¿Respuestas a la misma causa, a los motivos por los que desertó? El caso es que, una vez en la Argentina, se dedicó exclusivamente a hacer dinero. Y con éxito. Nosotros mismos, sin su ayuda, no hubiéramos tenido la suerte que tuvimos. O, al menos, los primeros tiempos en Buenos Aires hubieran sido mucho más difíciles. Habituarse al modo de ser de aquella gente ya es de por sí un trauma. Pero lo peor eran los otros españoles: los exiliados, con sus historias y sus rencillas, unos tíos que no trataban a mi hermano ni, por fortuna, tampoco a nosotros. Y los demás, los propiamente emigrantes, pura morralla, gallegos que no pensaban más que en ahorrar para volverse lo antes posible. Lo mismo que nosotros, por otra parte. Pero sólo en apariencia: para nosotros, al dejar Barcelona, lo verdaderamente fundamental era largarse como fuera, salir del medio en que nos habíamos criado. Y ellos, en cambio, seguían viviendo como en España, sin pensar más que en España, en cuando regresaran a su patria chica con sus ahorros, en el negocio que iban a montar en el pueblo para admiración y envidia de sus paisanos. Gente espantosa. Con razón decían allí que los españoles éramos peores que los judíos, indigeribles, inasimilables. Y los argentinos, bueno, son argentinos, cursis, empalagosos, de una pedantería que no se puede soportar. Para el caso, me entendía mejor con los yankees, ejecutivos de la empresa, ejecutivos de otras empresas amigos de los ejecutivos de la empresa, funcionarios de la embajada, agentes de la CIA, en fin, la colonia americana. En el trabajo todo estaba claro con ellos y, al menos, los weekends también necesitaban emborracharse. Quizá lo hacían por una cuestión de standing, o de relaciones públicas, o para rendir más el lunes, o por lo que fuera, pero el caso es que resultaban preferibles. Aurea también los prefería. ¿Verdad? Tuvo un asunto con uno de ellos que duró bastante, un tal Bob. Uno de estos chicos de Nebraska o de por ahí, altos, guapos, sanotes, directos, y hasta menos tontos de lo que a primera vista pudiera creerse. Incluso cabe en lo posible que no hiciera desastrosamente el amor. Pienso yo, vamos; en eso sí que es Aurea quien tiene la última palabra. Muy cariñoso en cualquier caso, de esos que llenan de atenciones a las mujeres. Seguro que exacto a como lo estáis imaginando: el típico americano lleno de principios, un poco ingenuo para los no americanos, completamente imbécil, quiero decir. Tipo tenista, vamos. Pero a las mujeres les gustan de vez en cuando esta clase de idiotas. Vamos, por lo menos ésa fue la más importante aventura de Aurea en Buenos Aires. Que yo sepa, claro. Ninguna como la de Bob el bobo. Ligaron mientras yo estaba en Barcelona preparando el regreso, buscando piso y todas estas cosas, y ella, en Buenos. Aires, recogiendo nuestra casa de allá, apurando las comodidades del hogar hasta el último minuto. Muy discretamente, eso sí. No creo que ni mi hermano llegara a enterarse. Y eso que debía de conocer al Bob en cuestión, que era amigo de amigos. Quien no tuvo ese gusto fui yo; ni siquiera sé la cara que tiene. Claro que no hace ninguna falta haberlo visto para imaginárselo perfectamente.
Bob, Bob, Bob, dijo ella. Dale con Bob. Lo curioso es que, en cambio, no menciona para nada a ese arquitecto que les construyó el motel. Se le notan los celos, no puede evitarlo, pero nunca se refiere a él, como posible amante de Aurea. Dice que los maricones le repugnan y basta. ¿Por qué no acepta que los maricones puedan tener aventuras con mujeres? ¿Porque el hecho de ser maricón lo descalifica como rival, lo mismo que en los antiguos duelos, cuando para un caballero era una deshonra cruzar la espada con un no caballero? ¿Porque le resulta excesivamente ridículo que Aurea le ponga cuernos con un maricón? ¿O porque, conociéndose como se conoce, llegue a considerar posible que la aventura con el arquitecto, más que una realidad, es producto de su imaginación, potenciado tal vez por la atmósfera de misterio y complicidad que, desde luego, Aurea es capaz de crear en torno a lo que bien puede no pasar de sincera relación amistosa? Porque Aurea sabe manejarse, de eso sí que no cabe duda. Sabe que Carlos la conoce y sabe, por tanto, la interpretación exacta que va a dar a cada uno de sus actos, de sus palabras, el valor que dará incluso a la cara que ponga. Sabe lo que para Carlos significan, según y con quien se vean, determinadas posturas, determinados modos de sentarse, determinados trajes y peinados y maquillajes; y hasta que elija tal o cual disco, o que, cuando cenan fuera, insista en pedir determinada marca de vino. Y sus silencios y sus sonrisas y su manera de echarse a reír de pronto, sin motivo aparente, como de pura vitalidad, triunfante. Y esa forma que tiene de acariciarle el pelo como a un crío, como diciéndole a pesar de todo te quiero, tonto, lo que más subleva a Carlos. Y su pretendida frigidez, esa frigidez de la que Carlos habla y ella calla, cuando lo normal sería lo contrario, una de esas confesiones que las mujeres suelen hacer a sus amigas, por lo general más gloriándose de ello que lamentándose, y de las que el marido suele ser el último en enterarse. Porque si Carlos la llama frígida en público siempre que lleva unas copas de más, aparte de la voluntad de ofensa que pueda haber en tal afirmación, o del deseo de desprestigiarla o de autojustificarse, es porque Aurea se lo ha dado a entender así, si no es que se lo ha dicho explícitamente. ¿Con qué objeto? Con el de suscitar, o mejor, agudizar en Carlos esa falta de confianza en sí mismo que evidentemente le posee, incrementar en él su sensación de torpeza ante las mujeres, hacerle sentirse eróticamente inepto, incapaz de hacerlas gozar en la cama. Y, en consecuencia, por temor al fracaso, inhibir en Carlos cualquier tentación de aventura, al tiempo que, inversamente, introduce en él una duda: ¿será también Aurea frígida con los otros? Colocar a Carlos en situación de inferioridad, a la defensiva: sentirse traicionado y no ser capaz de traicionar a su vez ni de reconocer hasta qué punto le afecta esa traición, reconocimiento doloroso, difícil de arrancar, sobre todo en una persona de carácter introvertido, que tal vez constituya el verdadero objetivo de Aurea: la rendición incondicional de Carlos. Súplica de que no haya más aventuras. Admisión del daño que le causan. Reconocimiento formal de que está dispuesto a ceder en lo que sea. Y, a todas ésas, Aurea no cede en nada: tiene aventuras y no le importa que Carlos también las tenga, que cada uno tire por su lado. Pero ¿es esto realmente cierto? ¿No obedecerá el desorbitado plan de Aurea al deseo de enmascarar, vengar y hacer imposible la repetición de algo que probablemente sucedió en Buenos Aires, algo cuya responsabilidad recae principalmente sobre Carlos, por no decir enteramente, y que destruyó de forma irremediable la armonía existente hasta entonces entre ambos? Que ahora, que desde aquella ocasión y ya para siempre Carlos se diga a sí mismo: Aurea dice que con todos le ha ido mal, que todas sus aventuras han resultado un fracaso. Pero ¿y Bob? ¿Por qué duró tanto su historia, entonces? ¿Y ahora, con el maricón del arquitecto? ¿No creará en ella cierta excitación perversa el hecho, justamente, de que sea maricón, ese placer que experimentan algunas mujeres en hacer el amor con homosexuales, en hacer la competencia, y con éxito, a los propios hombres? ¿Quién me asegura que con los otros no tiene en la cama un comportamiento diferente al que tiene conmigo, que con ellos toda su inercia no se convierte en actividad y experta iniciativa? Si al menos fuese lesbiana y le gustase alguna chica bonita y nos acostáramos los tres y, con la presencia de Aurea, tuviera yo la seguridad de responder, de empalmar adecuadamente y eyacular a su debido tiempo, esa seguridad que sólo tengo con ella y que, por extensión, se aplicaría también a la joven, y yo pudiera entonces cumplir con las dos, mejor que muchos de estos medio imberbes que tanto presumen y a la hora de la verdad se corren como conejos. Y luego, recuperada la seguridad en mí mismo, dejar de una vez las putas y llevarme a la cama a una de estas chicas de ahora y hacerle tener cien orgasmos y, a la otra vez, que se traiga una amiguita, y hacer números complicados en plan cochino, Aurea ya excluida, con un palmo de narices a falta de otra cosa. Esas chicas que reaparecen cada primavera, traídas como el polen por el aire soleado, provocativas en su juventud insolente, en su vivaz desenfado, en su afectación de lánguida desgana, esas putillas y no Aurea, ya con demasiados masajes en el cuerpo y demasiadas cremas, no menos floja de carnes ni menos apagado el cutis que en cualquiera de esas putas que acabo por recoger alguna noche, ya borracho, y con las que no vuelvo a salir, no menos avergonzado ahora por el fracaso que en la adolescencia, un fracaso que no se compra, que no se paga, que no se salda con el precio estipulado, el único dato que varía en relación a entonces, la diferencia que va de treinta a tres mil pesetas. La humillante sensación de ridículo que sólo llegué a vencer con Aurea y que sólo con ella sigo venciendo, con ese cuerpo esquivo, ya ni tan siquiera demasiado apetecible, ingrato a todos mis esfuerzos por hacerle alcanzar el placer y compartir el orgasmo, un orgasmo solitario, casi una paja en su desamparo, al que, por una diabólica paradoja, tal vez sea incapaz de llegar con cualquier otra persona, por más que alguna mañana, mirando a estas adolescentes de primavera, y con el deseo por todo motivo, llegue a pensar lo contrario. Y él: pero, ayer, ¿qué te contaba?: Y ella: ¿Aurea? Nada. Es sobradamente lista para no hacer nunca confidencias explícitas, para que los demás crean que está haciéndolas cuando en realidad está preguntándote si quieres más whisky, para limitarse, a lo sumo, a una palabra, la que sea –¿amor?, ¿aventura?, y hasta simplemente: ¿él?–, pronunciada con una entonación implícitamente despectiva, despectiva pero convencional, de una convencionalidad sólo comparable a la que manifiesta una de esas muchachas tan sanas de película americana que, inevitablemente, víctima de un malentendido, declara, entre rabiosas lágrimas, que todos los hombres son un asco. Aurea sabe bien que hablar en exceso a las amigas –sobre todo si se está iluminada por el alcohol– de sus asuntos con el marido puede provocar más tarde, cuando las cosas entre ambos parecen arreglarse temporalmente, una violenta ruptura con esas amigas depositarias de la confidencia, relaciones que hay que cortar por lo sano en razón de la peligrosidad que entraña el mero hecho de que ellas la escucharan, operación semejante a esas liquidaciones con que los gángsters ajustan cuentas con el ejecutor que sabe demasiado o al implacable fin del arquitecto real, único conocedor de las cámaras y pasadizos secretos existentes en el palacio de cuya estructura es el artífice.
Esta noche he tenido un sueño muy agradable, dijo Aurea. No recuerdo exactamente la causa de que fuese agradable ni quién aparecía en el sueño. Lo único que sé es que era agradable. No es difícil imaginar, dijo Carlos: con Bob, jodiendo. Y Aurea: no empieces, por favor. No seas cretino. Y Carlos: ¿que no empiece? Yo no hago más que repetir tus propias palabras. Hace unas noches soñaste en voz alta; lo que decías no tenía mucho sentido –al menos para mí–, pero mencionaste a Bob. Y Aurea: ¿en voz alta? Parecía sinceramente sorprendida. Pues ¿cómo llegar a saberlo a ciencia cierta? ¿Cómo comprobar, si uno sueña o dice soñar en voz alta, que es verdad o no lo es lo que cuentan que ha dicho? Aurea inventa sueños según su conveniencia, pongamos por caso, para inquietar, cuando no irritar, a Carlos, sin tener que dar explicaciones. En definitiva, ¿qué culpa tiene uno de soñar algo? Aurea podría incluso fingir que sueña en voz alta, murmurar vaguedades turbadoras, como dormida, sabiendo que Carlos permanece despierto, atento a sus palabras. Pero ¿y Carlos? ¿Se creería sin más los sueños de Aurea? ¿No sería perfectamente capaz, partiendo de una base cierta, de ampliarlos también a su conveniencia al afirmar que, dormida, había dicho tal o cual cosa? ¿Mentía Aurea al fingir soñar en voz alta o mentía Carlos al asegurar que ella, en pleno sueño, había dicho esto o aquello? ¿Y eran a su vez verdaderos los sueños que Carlos decía haber tenido, tan incontestables como los de Aurea y no menos maleables así a su cálculo como a sus deseos?
¿Y sabes qué soñé yo la otra noche?, dijo Carlos. Que nos acostábamos los tres: tu arquitecto, tú y yo, en cadena, montados los unos en los otros, dándonos por el culo. No, no por la noche; fue a la hora de la siesta, y todo pasaba en la misma cama en la que estaba durmiendo. ¿Qué? ¿Qué te parece? Ahora ya puedes ir a contarles a tus amigas, esas brujas con las que te juntas, que tu marido, además, resulta que debe ser medio maricón, o maricón del todo, si lo prefieres. Y Aurea: ¿Quieres parar de beber, por favor? Cuando bebes te bestializas. Me gustaría que pudieras verte a ti mismo. Ni siquiera pareces inteligente: te conviertes en un energúmeno con el que no hay forma de razonar, en un ser primario, en una bestia total. Luego te horrorizas de lo poco que recuerdas, como después de lo de la otra noche, en Cadaqués. Eran unos burgueses más bien cargantes y unos snobs y todo lo que quieras, de acuerdo, pero si vas a un party de esta clase ya puedes suponer el tipo de gente que te vas a encontrar; si buscas otra cosa, no vayas y listos. Lo que no se puede hacer es aceptar la invitación y llegar muy estirado y muy correcto, y sobre la marcha, según te emborrachas, perder el control, desatarte, y empezar a meter mano a las jovencitas, a romper vasos y volcar ceniceros. Tropezar con todo el mundo, ir quemando a los demás con el cigarrillo y, en un alarde de exhibicionismo masoquista, quemarte a ti mismo, apagarte una colilla contra el dorso de una mano para demostrar lo bien que se puede llegar a controlar el dolor, tu número de siempre. Y las tonterías que dices y la risa boba y la forma de gesticular igual que un payaso, un payaso quizás un poco fastidioso pero, en definitiva, un payaso que no deja de divertir con su show a los burgueses que tanto te cargan. Quizá por eso te invitan, ¿qué te crees? Con razón estás tan contrito al día siguiente y no haces más que querer saber todos los detalles de lo que pasó, las particularidades de cada escena. Y en todas partes es lo mismo cuando has bebido, en los restoráns, en las boîtes, en la calle. Que si el servicio es malo, que si la cochambre del sitio te pone enfermo, que si los de la mesa de al lado están escuchando nuestra conversación, que si no aguantas el tono reaccionario de lo que están diciendo, que si aquel gordo de los anillos resulta grotesco, que si no soportas el aspecto de gilipollas de aquel hijo de papá que sale a bailar, que si me miran por la calle, que si se han atrevido a meterse conmigo… ¿Qué pasa? ¿Buscas algo, majo? ¿Con esa pinta de maricón? Siempre dispuesto a liarte a hostias, a armar bronca, hecho un bravucón pendenciero que insulta y grita y forcejea. ¡Si serás imbécil! ¡Lo que me gustaría que una vez te encontraras con la horma de tu zapato, con alguien que te sacudiera, que te diera el escarmiento que te mereces! Irritable, agresivo, con esa violencia retenida tan frecuente en determinadas personas, fruto, por lo general, de los rencores acumulados por el muchacho hipócrita y hasta servil que uno fue en otros tiempos. Que –ya no muchacho– aún sigue siendo, en cierto modo. La doblez ya casi consustancial, la capacidad de ser, como buen perro apaleado, todo lo rastrero que se precise ser cuando uno necesita algo de alguien, y todo lo tiránico que quepa ser con los inferiores –camareros, empleados, personas en situación subalterna– cuando les ve comportarse exactamente igual a como él se comportaba cuando las circunstancias obligan y ellos se achican aún sin conocerle ni saber quién es exactamente, sólo porque va elegante y se le ve rico, el mejor de los uniformes, en definitiva. Reacciones que también pueden resolverse a la inversa, en puro afán de contradicción, al afirmar, en pleno party de burgueses cargantes y snobs, equivalentes, por su posición social, a esos otros burgueses ante los que tuvo –y tiene todavía– que achicarse tantas veces, que tal película o tal libro, que ninguno de los presentes considera siquiera película o libro, a él le gusta, o, por el contrario, que tal obra, que gusta a todos, o de la que al menos todos hablan, a él le parece completamente estúpida, algo verdaderamente insoportable. Y su forma bien de combatir el snobismo de una burguesía a la que se siente ajeno, por más que, objetivamente, sea en la actualidad la clase a la que pertenece, bien de compensar la inferioridad que supone una formación cultural de autodidacta, preguntando, pongamos por caso: ¿Rabelais? ¿Quién coño es este Rabelais?, con expresión de idiota o de embrutecido. Las mismas motivaciones cabe atribuir a las fobias que suele manifestar la clase de individuos que nos ocupa, aun sin la violencia soterrada que el alcohol hace aflorar, perdidas por lo general entre los escombros con los que uno acostumbra a reconstruir su infancia. Así, por ejemplo, prescindiendo ya de las más comunes, fobia a los curas, a los maricones, etcétera, la irreprimible fobia a las esperas, que no hay que confundir con la simple y natural impaciencia de quien tiene el tiempo justo y muchas cosas por hacer; lugares especialmente críticos al respecto: consultorios médicos, restoráns, aeropuertos, comisarías, estaciones de metro, oficinas públicas y salas de espera en general. Secuela, sin duda, de las múltiples esperas entre las que transcurrió su infancia, la cola para entrar en el cine, para recoger el racionamiento, etcétera, ya solo, ya en compañía de algún familiar, de la madre. Y esa otra espera que marca la infancia del pobre: la espera del dinero suficiente para, el tiempo que ha de pasar ahorrando para. Y de un modo más general, las esperas simbólicas a las que, para el sujeto, se reducía en aquel entonces la vida, el tiempo que aún debía transcurrir, la distancia que todavía le separaba de sus metas, ser mayor, huir, no tener nada que ver con la mili ni con los curas, América. Son asimismo objeto frecuente de tales fobias hechos y acontecimientos que no por su apariencia irrelevante o anecdótica dejan de provocar reacciones violentas que sería harto simplista referir a la irritabilidad del sujeto, sin preguntarse, acto seguido, el porqué de esa irritabilidad obviamente desproporcionada. La respuesta agresiva, similar a una crisis histérica en su exteriorización, a que dan lugar los piropos más o menos procaces que un charnego de la construcción dedica a los airosos andares de una bella transeúnte; el trato despótico y grosero que un prototípico nuevo rico inflinge a los camareros y restante personal de restoráns, boîtes y demás locales públicos; la calma con que la cliente que le precede, ampulosa y reposada dama burguesa, hace sus compras en determinado establecimiento; el que un portero de mierda de cualquier sitio elegante de mierda le niegue la entrada por ir sin corbata –y con un jersey cuello cisne de cachemir–, obligándole, lógicamente, a encender un cigarrillo ante sus narices con un billete de mil. Y esas tías que se dan aires intelectuales y que dicen que han leído a Simone de Beauvoir y que hablan de emancipación de la mujer, cuando lo único que hacen es introducir un nuevo tipo de arma en lo que tradicionalmente se ha venido llamando lucha de sexos y que mejor debiera llamarse apertura de sexos, que de eso se trata en el fondo, que en eso consisten las victorias de esta clase de lucha, en poder abrir de par en par, cuando gusten, las puertas de su pequeña ciudadela. Y la amoralidad no ya de estas tías sino de la mujer en general, el caso de una amiga que les vino un día, hecha polvo, con que su marido le había puesto cuernos, y ahora, superada la crisis, les confesó la cantidad de gente que se había llegado a tirar, proponiendo al resto de las presentes hacer cada una su lista y a ver quién ganaba; el carácter horrendo de tal complicidad femenina, sus confidencias, los detalles íntimos que se cuentan cuando se juntan. Y lo que es aún más abominable, ese joven medio imberbe, exhibicionista hasta en el atuendo, que afirma ser capaz de joderse a cualquier clase de mujer las veces que sea necesario, que se las tira a todas y no se le baja nunca, seis, ocho, catorce veces, una verdadera máquina de joder, y ellas se corren y se corren hasta que no pueden más y son las primeras en pedir que pare, en decir basta, no puedo más, ¡basta!, ¡basta!, obsesos asquerosos, farsantes, tanto polvo es imposible. Ya pueden las mujeres que le escuchan aguzar el oído y tomar buena nota como cretinas que son. Ese joven y, por desgracia y por extensión, la juventud de ahora, esos chicos que fueron alimentados con biberones y papillas y educados por la tele, que han podido ir a la escuela y hasta a la universidad, que mantienen relaciones sexuales con sus compañeras y, si así les apetece –caso cada vez más frecuente–, también con sus compañeros, que forman sus grupos y juntos fuman marihuana y oyen música pop, viviendo quién sabe de qué, hablando quién sabe de qué, sin interesarse por nada, mucho más claro lo que en cambio no les interesa: trabajar duro, llegar a algo. ¿Qué saben ellos no ya del hambre sino de las estrecheces pasadas por sus padres, de la desolación de los suburbios en que crecieron –en que crecimos–, de los años y años transcurridos tragando quina, disimulando hipócritamente, acatando rencorosamente a sus superiores, cumpliendo como una condena la mili de entonces, casándose –casándonos– por la iglesia, de casa al trabajo y del trabajo a casa, siempre en la necesidad de contar hasta el último céntimo, la larga lista de cosas que ni aun así, por más que ahorrase, podía uno creer que llegarían a estar alguna vez a su alcance, aquella larga retahíla de ni esto, ni esto, ni esto, martilleándole a uno día y noche, sonándole por dentro en la cabeza como suenan las pepitas en una calabaza hueca, qué puede importarles siquiera todo eso? Me pregunto, por ejemplo, qué hubiera hecho Carlos en nuestra situación. Un chico como él, a quien la particularidad de haber pasado su primera infancia en Buenos Aires no le distingue en nada de cualquier otro chico de su generación. ¿Cómo hubiera reaccionado en la Barcelona de nuestra época, ante la opresión del medio familiar y social, ante la aventura de América, ante las dificultades que hubo que ir superando? Porque mi hermano nos ayudó al principio, es cierto. Pero ¿y luego? ¿Cuando llegó el momento de regresar, porque allá no aguantábamos más ni el país ni el tipo de vida que llevábamos, y nos encontramos pillados por la devaluación del peso, enfrentados a la alternativa de quedarnos, como ha hecho mi hermano, o volver prácticamente arruinados y empezar de nuevo en España, en Barcelona, diez años más viejos y con un hijo a cuestas? ¿Comprendéis? Diez años de trabajar y ahorrar como estúpidas hormiguitas, y todo para nada. Cuando nos fuimos a la Argentina el peso estaba a más de seis pesetas; cuando nos vinimos acá, a menos de cincuenta céntimos. ¿Qué creéis que hubiera hecho una persona de su pasta después de haber trabajado para nada tantos años, después de haber conseguido salir del pozo negro de su infancia, ante la alternativa de quedarse allá o volver al pozo negro? ¿Qué hubiera hecho nuestro Carlos, un joven igual a cualquier otro de su generación, con la misma ausencia de ideales o ambiciones o como queráis llamarle, aparte del principio común a todos ellos de ir tirando con el mínimo de esfuerzo? Bueno, quizá sea mucho pedir. Quizá, para empezar, ni hubiera llegado a darse cuenta de que se encontraba metido en un pozo negro del que debía salir. Y ella: yo creo que, fundamentalmente, lo que le pasa a Carlos es que tiene un complejo de cuernos como una catedral. Ya sé que vas a decirme que esto en sí no explica nada puesto que, a su vez, necesita ser explicado. Que por qué este complejo. Que cómo empezó a manifestarse. Pues, por lo que se ve, sus relaciones, al principio, tenían un tono muy distinto; cuando se conocieron, en la oficina siniestra, y juntos tramaban sus proyectos de futuro. Supongo que de no ser así, de no darse entre ambos ese entendimiento y compenetración, ni hubieran emprendido la aventura de América, ni, mucho menos, se hubieran casado. Sus comienzos en la Argentina también parecen los de una pareja unida, sea porque se quieren, sea porque comparten objetivos comunes. Y, no obstante, sin duda es allí, en Buenos Aires, donde se produce la crisis, la fisura que no hará sino crecer con los años. Quizás el asunto del famoso Bob. No lo sé. El hecho es que su regreso a Barcelona tiene un carácter muy diferente al de su partida; suena a derrota no ya en sentido económico, por la pérdida que para ellos pudo representar la devaluación del peso, sino en sentido moral, de pareja a la deriva, aparte, ni que decir tiene, de su vertiente erótica. Es la vuelta atrás de los que no se separan porque ya no pueden, por Carlos hijo, porque la defensa de sus intereses requiere que sigan juntos, o por mero hábito. Pero lo evidente es que en este punto de la historia ya se odian. Estoy convencida que él la quisiera ver vieja y fea para que nadie la mire y así estar tranquilo de una vez. Y la manía que le tiene a las lentillas de ella es clarísima: le gustaría tenerla cegata, siempre con gafas, sin ver a más de un palmo de sus narices. Le fastidia que lea, que tenga sus ideas y, en el fondo, hasta que trabaje, lo mismo cuando se ocupó de la decoración del motel, por las ocasiones que eso le ofrecía de tratar con hombres, operarios, empleados, como ahora, cuando se ocupa de su funcionamiento, y trata con clientes, con proveedores. Muy en el fondo, por supuesto. Pues si por una parte se siente viejo y cansado, por otra es una persona culta y de ideas progresistas, más aún, libertarias. Es decir: que se encuentra atrapado en su propia trampa; una persona como Carlos, que ha hecho lo que ha hecho y habla como habla, no puede comportarse como un reaccionario troglodita. Y así, si a ella le apetece ver gente –después de uno de esos períodos en los que se pasan días sin hablarse–, él no puede oponerse. Y Aurea le dice que sale con tales o cuales amistades y que si quiere venir, porque sabe que a él no le apetece, que no está de humor y que, aunque lo estuviera, acompañarla sería ceder, dejar ver que le importa, que le inquieta, que si decide salir con ella es sólo por su propia tranquilidad. Tal vez Aurea ni siquiera tenga excesivo interés en salir, pero sabe que lo que Carlos realmente quisiera es que ella se quedara en casa, por más que diga que no, que salga sola, que él no tiene ganas. Y ahí es donde aparece la motivación que tiene Aurea para actuar así, su verdadero objetivo: crear esta clase de situaciones. Se despiden fríamente, sea por teléfono, porque Aurea le llama desde casa de unos amigos para decirle que sale con ellos, que por qué no se viene, sea directamente, porque ella se lo dice al mediodía y se pasa la tarde arreglándose. Aurea sale y Carlos se queda en casa poseído por una irresistible sensación de angustia, una sensación casi física, algo que parece oprimirle el pecho y provocarle náuseas, un mareo que sube desde el estómago a la garganta. No será capaz de ocuparse de nada, de distraerse con nada, de leer, de ver la tele, ni mucho menos de dormir hasta que ella esté de vuelta, y, por tanto, tiene que acabar agarrando el coche y salir a tomar unas copas o simplemente a correr y correr, hacer kilómetros a la máxima velocidad posible, desahogarse de cualquier forma. Por eso Aurea provoca estas situaciones: para que Carlos diga que no, y encontrarlo, a su regreso, irritado, exasperado, pero sin motivo concreto ni razonable para estarlo, para reprocharle algo a ella, y entonces, ella, poder cortar de un portazo diciendo que no hay quien le aguante, que se va a su habitación, que no se le ocurra hablarle hasta que vuelva a estar en sus cabales. Sí, ya sé lo que me dirás: todo eso es exacto pero no explica nada. Un estado anímico como el de Carlos, como el de Aurea, como el de quien sea, son siempre el resultado de todo un proceso cuyo comienzo se remonta a un tiempo anterior al de sus primeros recuerdos. Okay. Ahora bien: ¿qué poder tienen los cuernos o el complejo de cuernos, si prefieres, para hacer precipitar el proceso? ¿Cuál es el mecanismo, quiero decir? ¿Por qué los cuernos más que cualquier otro motivo sexual, moral, afectivo, qué sé yo, la inutilidad de sus diez años de trabajo en la Argentina, las ambiciones frustradas o lo que sea?
Y él: efectivamente. Tienes razón tanto en las objeciones a los argumentos que me atribuyes cuanto en la trascendencia de la pregunta que te planteas. Por una parte, en apariencia, está fuera de duda que el problema de Carlos reside en un sentimiento de amor traicionado; por otra, no es menos cierto que ese problema corresponde al punto crítico de todo un proceso, y que este proceso, tanto como en Carlos, se manifiesta en Aurea. Cuando Carlos presenta síntomas particularmente depresivos, Aurea se anima de inmediato, estimulada como quien recibe el oxígeno que le falta, exultante. Se vuelve activa, locuaz, le habla de amigos (¡pederastas!) y amigas (¡loros!), y él se siente más y más postrado, cansancio físico –incapaz casi de moverse, de sonreír–, ni tan siquiera atemperado por la cólera: se siente avejentado e inseguro frente a una mujer que, bien aconsejada por alguien –algún amante, se dirá él–, ha encontrado un estilo que le hace resultar más atractiva que años atrás. Es decir: el mismo fenómeno, pero al revés, que cuando él está en forma y nota que entonces Aurea se ensombrece, cosa que no hace sino potenciar en él la exaltación y el retraimiento en ella. Fuera de los momentos críticos, en su silenciosa convivencia, evitan, asimismo, como de común acuerdo, discutir directamente, hacerse reproches concretos, plantear las verdaderas causas de fricción; prefieren proyectarlas sobre otros campos, cuestiones totalmente ajenas a sus relaciones sentimentales, pero que, aun sin necesidad alguna de puntualizarlo, saben de sobra que les separan, que constituyen un terreno adecuado para dirimir sus desavenencias: música, películas, amigos, modas, arreglos domésticos. Ahora bien: cuando te he dicho que en el sentimiento de amor traicionado está la clave de los problemas de Carlos, creo haber matizado la afirmación subrayándola con un en apariencia. Quiero decir que, en mi opinión, hay algo más, algún otro elemento tal vez soterrado pero activo, estrechamente ligado a ese sentimiento, que tal vez ni él mismo conoce, pero que no por ello deja de contar. Al contrario: cuenta en la medida en que el sujeto no es capaz de formularlo o no admite su formulación. Pero como con esas películas y esas novelas que la gente dice que no les interesan porque, más que casos normales, constituyen verdaderos casos clínicos –incestos, parricidios, etcétera–, cuando, en realidad, la motivación de tal rechazo se debe justamente a que algo hay en ese caso clínico que les concierne y que procuran seguir ignorando, así Carlos con sus problemas.
Y el otro día, cuando os fuisteis a Ampurias, ¿de qué quería hablarte? De nada en particular. Simplemente, al saber que iba a visitar las ruinas, me preguntó si me importaba que me acompañase. Supongo que le hacía gracia la idea de ir solos, sin mujeres. Yo le dije que por qué no nos llevábamos también a Carlos hijo, y él me vino a decir que a los jóvenes de ahora no les interesan estas cosas. Pero yo no pensé en ningún momento que fuese a hablarme de nada concreto. Carlos no es de la clase de tipos que buscan a un amigo para contarle sus problemas; para empezar, ni siquiera tiene amigos en este sentido de intimidad. Como, efectivamente, tampoco es de estos que andan buscando una mujer a quien abrir su corazón para que les dé consuelo. Hará ver que lo hace si cree que puedes estar ofendido con él y se siente en falso, como muestra de confianza; pero sólo lo hará ver. En realidad, lo contrario a revelar algo: dar pistas falsas, pistas que refuercen la imagen que con los años se ha ido forjando de sí mismo y oculten aquellos rasgos que contradicen o escapan a tal imagen. Sólo que estas pistas que a lo mejor uno mismo llega a considerar verdaderas, pero que son falsas, suelen contener indicios realmente verdaderos de lo que se esconde tras esa imagen que con tanto cuidado uno ha ido construyendo. ¿De qué me habló? De lo que hubiera querido ser en su juventud, cuando iba a la oficina siniestra, y ya nunca será: un escritor de talla, mordaz y profundo al mismo tiempo, famoso, discutido como todos los genios, uno de esos escritores de quienes todo el mundo habla y a quienes todo el mundo teme; y de sus experimentos en este sentido, de esas cuartillas escritas a los diecisiete años que uno termina por sacar del cajón un buen día –ya en Buenos Aires– y quemar piadosamente. Otra de sus obsesiones de entonces: ser fuerte, uno de esos tíos puro músculo con los que nadie se atreve a meterse. Todo vino a propósito de este Ignacio no sé cuántos, de alguna nueva noticia sobre su caso que aquel día traía el periódico. Por aquella época, cuando Carlos tenía la obsesión de ser fuerte, Ignacio y él iban al mismo gimnasio y entre ambos llegó a establecerse cierta amistad. A Carlos le atraía el cinismo anárquico del otro, su viveza y hasta su falta de escrúpulos. Se ve que el tal Ignacio era hijo de un cabo de la policía municipal, uno de esos chicos procedentes del Frente de Juventudes y con buenos padrinos en los sindicatos, algún jefazo o así, aunque la Falange, como todo, le importaba un carajo; noctámbulo, un rato golfo, tan golfo, decía, que pronto acabarán por gustarme los tíos. Cuando dejaron de tratarse, el tal Ignacio solía disponer de cantidades de dinero ni siquiera explicadas por el hecho de que ocasionalmente hiciera de matón o guardaespaldas de sus jefazos. Y ahora, después de tantos años, cuando Ignacio era ya sólo un recuerdo más de aquella época, olvidado en lo posible al igual que cuanto a ella pertenece, Carlos va y lee en el periódico que su antiguo compañero de correrías está pringado hasta las cejas en una estafa de pisos, el típico caso por el que le caen a uno cientos cuando no miles de años de cárcel, unos pocos por cada piso. Paradojas de la fortuna; tomemos la historia de dos amigos: el uno sube y sube como sin esfuerzo, escala una tras otra las cotas del mundo económico, se adentra en sus entresijos hasta que un error de cálculo o un exceso de confianza en quienes le apadrinan, más probablemente que una premeditada voluntad de inviable estafa, le precipitan en la cárcel por un tiempo que corresponde al de una civilización o al de toda una era. El otro, por su parte, se va a América y también consigue salir adelante. Pero a la hora de volver resulta que todos sus esfuerzos han sido inútiles, que por causas que escapan a cualquier previsión y contra las que nada puede hacer –fin de la prosperidad argentina, crisis económica, inflación, devaluaciones en cadena–, las perspectivas que ofrece su propósito de volver a establecerse en Barcelona son apenas más alentadoras que las que le movieron a marcharse, diez años antes. Y entonces, a todas esas, por circunstancias no menos imprevisibles ni ajenas a su propio esfuerzo, resulta que entre tanto, en España, vuelve a ser un hombre rico, mucho más rico incluso de lo que nunca hubiera podido llegar a ser en la Argentina. Es decir: que si nuestros padres habían vivido y muerto modestamente, o mejor, miserablemente, nuestros abuelos se habían convertido en millonarios. O sea que si no hubiéramos hecho nada, que si nos hubiéramos pasado esos diez años en perfecto estado de hibernación, todo sería exactamente igual a como es, y ahora estaríamos hablando con vosotros aquí mismo, en el motel Afrodita, igual que hablamos ahora. En mi primer viaje de tanteo para preparar el regreso, me encontré con que mi abuelo, el pescador de Rosas, tenía una verdadera fortuna en tierras, viñas, olivares contiguos al mar que, con el fenómeno turístico y la expansión económica, le valían un montón de millones. Hubiera podido sacar aún mucho más, pero las cantidades que al principio pagaban las empresas constructoras y que a él le parecían tan altas, de locos, eran en realidad muy bajas; así vendió a un precio tirado los mejores terrenos –los peores según él–, los que daban a la playa. Sin embargo, le quedaban otros, y mi hermano y yo éramos toda su descendencia. Además no le importaba, para él tanto daba un millón como cien, las dos cosas eran mucho dinero; en la práctica sólo sabía contar por miles, por no decir por duros. Lo que de verdad le interesaba eran sus meros, y luego una señora del pueblo, también viuda, algo más joven, con la que se juntó cuando él ya tenía sus buenos setenta y tantos. Por lo demás, seguía ocupándose de su huerto y de los pocos olivos que le quedaban, se fabricaba él mismo su jabón y detestaba la idea de moverse de Rosas. El caso del abuelo de Aurea era distinto. Un hombre calculador, con una idea muy exacta del valor del dinero, el clásico cacique rural. Aurea apenas lo conocía. Por lo que cuenta, lo único que recordaba de cuando estuvo en el pueblo, de niña, es que tenía un sexo enorme; una vez le vio orinar contra un árbol, y estas cosas, en una niña habituada a las pitolinas de sus hermanitos, siempre impresionan. Pero sea por un reflejo de viejo especulador, sea por las oscuras responsabilidades respecto a la propia descendencia que suelen abrigar los laberintos interiores de todo cacique rural, el hecho es que no dudó en aportar su respaldo económico a nuestra iniciativa cuando, tras estudiar y hasta ensayar las posibilidades de diversos asuntos, decidimos meternos a montar este motel, el motel de la Luna, como le quería llamar Aurea, el motel del Sol, como le quería llamar yo, finalmente llamado motel Afrodita, a modo de símbolo de nuestro mutuo amor indestructible, de la capacidad que tiene el amor de sobreponerse a todo malentendido pasajero, de superar todo antagonismo. Por supuesto que el abuelo de Aurea afianzó su fortuna en los años de la posguerra, que es a partir de entonces cuando se convierte en cacique indiscutible del pueblo, del que todavía sigue siendo amo y señor. También dicen que el origen de su fortuna, lo que pudiéramos llamar primera piedra, fue una olla llena de onzas de oro que encontró enterrada. Nunca hemos sabido si es cierto o si la gente lo dice porque así se lo había vaticinado la bruja local, una vieja echadora de cartas. La típica historia de tesoros ocultos.
LUNASOL. Recoger los papeles, guardarlos en el cajón, lavarse las manos algo sudadas, pasarse un peine. Rosa ya estaba lista, leyendo en la terraza, indiferente a los esplendores del atardecer en la bahía, al fondo, por encima de tejados y azoteas del delirio geométrico de las antenas de televisión; demasiado visto.
Ahora, irnos a cenar algo. ¿Y después de cenar? Aprovechar que los del yate estaban fuera y darnos una vuelta corta, tomar una copa en cualquier parte y volver temprano, siempre que no nos encontrásemos con algún conocido, con Walter y Krista o con el Grec, y la cosa se liase. O, más probablemente, cediendo a esa inercia de que todavía es pronto, de qué coño hacer a estas horas, ya de vuelta en el motel, dejarse caer en el apartamento de nuestros amigos, a charlar un rato, atraídos –los compases del Adiós Pampa Mía sonando a modo de reclamo– por el placer de la conjetura sicológica, atrapados en el juego de la conjetura por la conjetura. Es decir: mostrar, en el curso del diálogo, no tanto la verdadera personalidad de cualquiera de los presentes o de terceras personas y, mucho menos, de uno mismo, cuanto demostrar la propia penetración sicológica, el propio ingenio especulativo. Como la otra noche. Habíamos llegado quizás algo más pronto que de costumbre y en el jardín nos cruzamos con Carlos arreglado para salir, perfectamente conjuntado para unirse a los suyos, como él decía, esto es, a su grupo, sus amigos. Nos saludó suave, afectuoso, desenfadado, casi como si también nos considerase de los suyos. Os está esperando, dijo, y, efectivamente, allí estaba él, instalado ya en el porche, junto a las bebidas ya dispuestas. Discutimos de nuevo quién era con más propiedad huésped de quién, si ellos de Rosa y de mí o nosotros de ellos. Ella tardó en aparecer; venía envuelta en un ruso blanco, de tomar un baño. ¿Después de la cena? Me sentía pringosa, dijo. Y, además, eso del corte de digestión es un invento de los padres. Se abrigó en los pliegues del ruso, recogida en la tumbona como con cierta somnolencia. Ahora que recuerdo, dijo, esta tarde, a la hora de la siesta, he tenido un sueño muy agradable. No sabría decir exactamente lo que pasaba; sólo sé que era muy agradable. El comentario más oportuno para que él se sirviera de inmediato otro whisky; seguramente alguna historia romántica, dijo. El porche: los vasos, el gato siamés restregándose contra las tumbonas, aquellas tumbonas de gusto dudoso, iguales a las de la terraza de nuestro apartamento, que hicieron exclamar a Pompeyo: ¿qué son estas máquinas?; y la salamanquesa inmóvil a la luz del farol y el termómetro y el barómetro y el dibujo titulado La Ciudad Ideal colgado dentro, ese dibujo encontrado por ella en los Encantes y que tanto parecía fascinar a nuestro amigo, original anónimo, obra probablemente de un loco, realizada, se diría, a juzgar por alguno de los elementos representados, hacia principios de siglo; dibujo en tinta china, iluminado en algunos puntos con distintos colores, composición con todas las marcas características del arte naïf, mezcla de plano y de vista panorámica de una ciudad, al modo de los grabados de ciudades tan en boga con anterioridad a la invención de la fotografía, y como ellos salpicado de llamadas y números que, a pie de página, ofrecen las adecuadas explicaciones de cada detalle. Una sola diferencia: ninguna figura humana, nadie que, aunque sólo fuese a modo de contraste, animara el conjunto, como es usual en tales grabados. Se trataba de una ciudad amurallada y rodeada enteramente por un río, por especificar si natural o encauzado; en el centro de la ciudad, una Ciudadela separada del resto por un nuevo cauce de agua, también coloreado en azul. Estructura urbanística concéntrica: un dodecágono regular dentro de otro, progresiva y proporcionalmente menores, delimitados por siete calles o Paseos de Ronda, como rezaba la llamada; nueve en total, contando con el configurado por la muralla exterior, así como el que bordea el foso de la igualmente amurallada Ciudadela. El acceso a la ciudad puede realizarse por dos puentes o puertas, no queda claro en la llamada cuál de las dos palabras es utilizada: el Puente o Puerta del Naufragio y el Puente o Puerta de la Salvación. La muralla comprende un total de doce torres almenadas. Cuatro calles transversales o avenidas cruzadas en forma de X unen entre sí los nueve Paseos de Ronda, formando una plaza en cada intersección, treinta y seis en conjunto, todas con su nombre, al igual que las avenidas, Avenida de la Creación, Avenida del Sueño, etcétera. En el entronque del extremo de la bisectriz de cada ángulo de la X formado por las calles transversales o avenidas con el perímetro de la muralla, esto es, sobre sus tramos 12, 3, 6 y 9, hay señalados cuatro palacios o residencias orientados hacia el exterior de la ciudad, que coinciden exactamente con los puntos cardinales señalados en el rincón superior derecho del dibujo, el de Invierno con el norte, el de Primavera con el este, el de Verano con el sur y el de Otoño con el oeste, coloreados respectivamente en blanco –es decir, sin colorear–, verde, naranja y violado. La Ciudadela, denominada Ciudadela Solar, se desarrolla en torno a un edificio de cúpulas doradas llamado Templo de la Ley; sus cuatro torres principales, independientes en su arranque, se unen en un solo prisma, finalmente resuelto en círculo, de altura muy superior a las restantes cúpulas. La nota correspondiente puntualiza, sin más pormenores, que la sombra de dicha torre, al proyectarse –en sentido inverso al de la trayectoria del sol, así como al de las agujas del reloj– sobre cada uno de los doce perímetros concéntricos constituidos por los nueve Paseos de Ronda, más los dos cauces de agua y, al pie de la vertical, la propia linde de la Ciudadela, señala exactamente las horas en el curso del día. En el centro del Templo, rodeado de cúpulas, se encuentra todavía un lago coloreado en plata llamado Lago de la Luna. Y, nota curiosa, no parece haber puentes de acceso a la Ciudadela.
Sí, iríamos a charlar un rato con ellos. Volveríamos a lo de ayer, al tema inacabado, replanteado cada noche y cada noche postergado por el alcohol hasta la incoherencia. Y luego, el maldito regreso, inseguros y malhumorados, a nuestro apartamento, el baño iluminado en exceso, el blanco de la cama excesivamente blanco. Tal vez una última nota tomada en el dorso de la postal que sirve de punto al libro de cabecera de turno, una nota de escritura irregular y confusa, y valor sólo comprobable mañana por la mañana, esa temida mañana de resaca que, lógicamente, se alargará por lo menos hasta el mediodía por lo mismo que el rato de charla con nuestros amigos se alargará inevitablemente hasta la madrugada, temor sólo superado, en estas horas nocturnas, por otro mucho más inmediato, los sueños, la visita del viejo.