VIII

Mauvaise milk, por decirlo delicadamente. Eso es todo lo que, hasta donde alcanza mi memoria, parece despertar en la gente la figura de mi padre. Esa es también, en lógica contrapartida, la clase de trato que de mí puede esperar esa gente, la gente.

En medios familiares, con el clásico lenguaje de estos medios, se comentaba su afición a las faldas; con estas palabras y bajando un poco la voz, claro, como si una niña fuese normalmente dura de oído además de oligofrénica. Y así lo daban por liquidado: corriendo un tupido velo, dada la escabrosidad del caso. Sólo después y en otros medios he sabido que, en efecto, era un hombre de temperamento alegre, enorme vitalidad y, desde luego, reconocido mujeriego; temperamento y gustos que, por cierto, comparto plenamente. Otros rasgos destacados de su carácter fueron su brillantez intelectual y su gran capacidad de trabajo, tanto en lo que a su carrera profesional se refiere, cuanto a su posterior dedicación política.

Yo era, por lo visto, su preferida, lo que en la jerga familiar se llama la reina de la casa. Digo por lo visto porque es lo que me han dicho, no porque lo recuerde. Más que recuerdos, cuanto guardo de mi padre son, posiblemente, recuerdos de recuerdos. Así, la imagen de un hombre como muy mayor, corpulento, que ríe a carcajadas mientras me hace trotar sobre sus rodillas; la mezcla, seguramente, de cosas que me han contado superpuestas a imágenes fotográficas. De ahí, precisamente, el aspecto de hombre mayor que atribuyo, cuando su edad, por esa época, sobrepasaba en poco los cuarenta; de la impresión que en una niña produce toda foto anticuada, los cambios de la moda –por escaso que sea el tiempo transcurrido–, la forma de los lentes, el corte de los bigotes, la indumentaria.

El hecho es que mis primeros recuerdos son recuerdos de colegio más bien anodinos, en Inglaterra. Por esa época papá estaba todavía con nosotros y, sin embargo, no conservo al respecto ninguna reminiscencia mínimamente definida. Después vino la decisión de que volviéramos a España con mamá, por miedo a los bombardeos alemanes y también para cuidar de nuestras propiedades, de Aiguaviva.

Recuerdo a la perfección el siniestro regreso a España vía Portugal: la Barcelona de entonces, el colegio de monjas, mi imposible reinserción en aquel mundo tan opresivo. Me enteré de la muerte de papá con meses de retraso; nos fue comunicada poco menos que como la justa aplicación de una pena capital, casi como algo que el reo, papá, se había ganado a pulso. En definitiva, me imagino, para la sociedad en que vivíamos, eso era lo mínimo que se merecía un rojo separatista como él, con sus orígenes burgueses a modo de agravante. Lo que nunca he llegado a saber es si, además, era masón. Con mamá, ni se podía hablar de este tipo de cosas.

El completo repliegue de mi madre no bien nos encontramos en Barcelona fue, aparte de una cobardía, un error cuyas consecuencias aún hoy estamos pagando todos sus hijos. Creo haber ya explicado que le bastó alejarse de papá y respirar el clima enrarecido que aquí privaba por aquel entonces para, como falta de norte, dejarse encerrar de nuevo en el círculo de su propia familia, hermanos y cuñados en abierta competencia, se diría, por establecer quién era el más carcamal de todos, su común apego a los valores tradicionales, desarrollado –como suele suceder– en razón directa al declive del patrimonio familiar, tal si un defecto de aquél estuviese en el origen de éste. Para ellos, por ejemplo, tanto el exilio como la posterior muerte de papá, pasando por la muerte, apenas nacido, de su primogénito, del que hubiera sido mi hermano mayor, no eran sino el natural castigo a su soberbia, un pecado que había que purgar, un crimen por el que teníamos que pagar la familia entera. De ahí nuestro internamiento expiatorio en colegios religiosos que, dadas las circunstancias, el ambiente de beatería y penitencia que se respiraba en casa, representaba casi una liberación. Lo único que no encajaba, me imagino, en el esquema de los tíos era el hecho de que el pecador, el incalificable réprobo, nos hubiera dejado una fortuna muy superior a la de todos ellos juntos. Y que, curiosamente, en mi familia paterna, muertas tía Eulalia y tía Margarita, los Moret restantes, tío Raimón y su prole, estuviesen también, a diferencia de nosotros, en la más completa ruina.

Aunque las consecuencias derivadas de la gestión económica de mi madre –una tarea para la que no estaba preparada– sean, a mi entender, lo de menos, comparadas con el daño derivado en otros órdenes, de su actitud hacia nosotros, no por ello merecen otro calificativo que el de catastróficas. Y es que, en el mundo de los negocios, tal actitud amedrentada la convertía en víctima perpetua de sí misma, igual en todo a esa dama –ella– venida a menos que va vendiendo poco a poco la colección de monedas heredada de algún abuelo –el abuelo Moret–, siempre con la mala pata de que la moneda concreta que vende, exacta, en apariencia, a otras que valen millones, pertenece a una serie carente de interés numismático, cuestión de detalles, de que lleve una letra de serie en lugar de otra, de que fuese acuñada en tal ciudad y no en tal otra, en un año determinado y no en otro, justo el importante, acumulación de desdichas que ni ella se acaba de creer ni él, el comerciante numismático, se preocupa demasiado de que la crea o deje de creerla –¡que consulte si quiere su abrumador arsenal de catálogos!–, sabiendo como sabe que ella, mamá, seguirá vendiéndole a él monedas, ante el temor de acudir a otro no más honrado y sí, tal vez, menos discreto; que se las venderá tanto más aprisa cuanto más necesitada se encuentre, cuanto menos cobre por cada venta; que su misma recatada y vergonzante conciencia de hallarse en la necesidad de hacerlo le impedirá protestar o poner objeciones, enzarzarse en regateos de mal tono en una dama como ella, la presa perfecta del numismático. No tenía yo más de diecisiete años cuando me pidió que la acompañase a una operación de esta clase, una de las experiencias –¡los ojos del numismático!– más bochornosas de mi vida: ¿cómo no se daba cuenta de que yo era para él como una moneda más a incluir en el lote? Eso, tras haber vivido creyendo a pies juntillas, como una imbécil que aún cree en los cuentos de hadas, en el mito –de ámbito familiar– relativo a la fortuna de los Moret, lo más parecido que cabe imaginar a una de esas leyendas que corren sobre tesoros ocultos. Pues, como uno de esos pelmazos que se empeñan en contarnos las cualidades no ya especiales sino únicas de su barrio, el barrio en que nació, el barrio en que vive, sea éste un barrio de París o de Madrid, de Barcelona o de Nueva York, para acabar concluyendo –vista la atención puramente cortés que le prestamos– en que son cosas que, si no se han vivido, resultan imposibles de entender, así, con la misma malhumorada renuncia final, toda esa caterva de parientes ruinosos al hablarnos de los esplendores pasados de la familia.

Eso por la parte de Moret, ya que el declive de la familia materna precedió, como mínimo en una generación, al de la paterna, con todo y su integrismo, o quién sabe si en función de éste. Aparte de tíos y primos –cuyos nombres prefiero olvidar, como quien tiene un lapsus–, mis recuerdos, a modo de fotos fijas, alcanzan hasta el abuelo, el único de mis abuelos que he llegado a conocer. La única figura, también, por la que, dentro de su fundamental irrelevancia, guardo cierto afecto, o mejor, por la que, cuando menos, no guardo animosidad alguna, debido, seguramente, a su actitud siempre discreta y afable, bien de acuerdo con su temperamento, bien a causa de la arterioesclerosis. Aún me parece verle, con motivo de alguna celebración familiar, deambulando entre aquellos ogros como uno de esos médicos decimonónicos que salen en las películas, igual a ellos en su aspecto de pederasta medio ido.

Tampoco lo del colegio de monjas fue el mayor error de mi madre, ya que, como creo haber dicho, mi experiencia de internado supuso casi un descanso. No: su gran error fue, no el internado, sino el móvil que la indujo a meternos en el internado, el impulso que la llevaba, cuando no estábamos allí, a mantener la actitud que mantenía con nosotros, de culpa, de expiación solidaria, de nazareno que encabeza una procesión de penitentes. Y del clima que imperaba en la casa, en perfecta consonancia con tal actitud, sin ocasión alguna de tratar a chicos y chicas de nuestra edad, de relacionarnos con ellos normalmente, por considerar, sin duda, que nosotros, para los familiares de aquellos chicos, debíamos de ser poco menos que apestados. No alcanzaba a entender, por lo que se ve, que se nos consideraría apestados en la medida, justamente, en que ella fuese la primera en darnos el trato de apestados, en hacernos vivir como bichos raros.

Por eso prefería el colegio, donde hasta el uniforme nos igualaba a mis compañeras. Y por eso lo recuerdo casi con nostalgia, ya que, con todo y tener que simular en lo que a sentimientos religiosos se refiere –inexistentes–, llegué a sentirme incluso a mis anchas en aquel ambiente, siendo totalmente válido al respecto cuanto escribí en El Edicto de Milán sobre la estancia de Lucía en el colegio. Salvo en lo que concierne a mi hermana Margarita, claro está. Aunque, bien mirado, pese a no ser mi hermana Margarita mayor que yo, como la de Lucía, sino la menor de las dos, se las arregló lo mismo para hacerme sombra, para pisarme el terreno siempre que pudo.

El hecho de que Margarita me haya envidiado toda su vida, de que siga envidiándome, es algo que no acabo de comprender. Pues, a decir verdad, tiene una habilidad, una gracia especial para ganarse a la gente, que yo no he tenido nunca. Y, por otra parte, siempre ha conseguido lo que se ha propuesto: un marido rico y muy corto, al que ha engañado desde el principio; unos hijos tan distintos entre sí que difícilmente cabe creer que sean de un mismo padre; una serie tal de amantes importantes, o mejor, de prestigio, que ni provocando una crisis conyugal, separándose del pobre tonto del marido, hubiese alcanzado una situación de mayor libertad. Cosas que, si a mí no me bastan, son más que suficientes para llenar una vida como la suya, para colmar su tiempo en tanto le dure la racha de ir cubriendo uno tras otro sus objetivos, a los que ella se aplica con la entrega y perseverancia que la caracterizan. Buscaba un determinado status social y no cabe duda de que lo ha conseguido plenamente; el que a mí no me baste ya es otra cuestión. Yo jamás he poseído, lo reconozco, ese don de gentes, esa facilidad para caer bien, para dar el pego. Ni ganas, desde luego. De su maña en este sentido, con decir que, por dar el pego, se lo ha dado hasta al mismísimo Raúl, está todo dicho. ¿Inconcebible? Desde mi punto de vista, por supuesto que sí, sobre todo en lo que a Raúl se refiere. ¡Tener que oírle elogiar el sentido del humor de Margarita! ¡El sentido del humor de Margarita!

Entre papá y mamá, según tengo entendido, existía una especie de acuerdo relativo al nombre de los hijos, conforme al cual él iba a elegir el nombre de las niñas y ella el de los niños. Así, ella escogió el de Joaquín para el mayor –de san Joaquín, padre de la Virgen–, y el de Ignacio para el pequeño, por obvias devociones jesuíticas, que también en Inglaterra hay jesuitas. Y papá eligió los nuestros, en honor de sus dos heroínas de ficción predilectas: el mío por la Matilde de Le Rouge et le Noir, y el de Margarita, no por tía Margarita, sino por la Margarita de Faust. Por cierto que, así como Stendhal me parece un escritor soberbio, nunca he llegado a comprender el entusiasmo de papá por un ser tan profundamente antipático como Goethe. A todas éstas, queda un primer eslabón perdido, un primogénito frustrado que bien hubiera merecido llamarse Ramón –de San Ramón Nonato–, caso de no haber muerto antes de llegar a la pila bautismal, al igual que tantos primogénitos de por aquel entonces.

En lo que a los hermanos respecta, Ignacio siempre me pareció, no sé, como tonto, aunque teniendo en cuenta que sólo nos veíamos durante las vacaciones y que, a esta edad, cuatro años de diferencia crean un verdadero abismo, bien puedo estar equivocada. De hecho, al margen de haberse casado con una idiota, parece ser que en su esfera –el aire acondicionadose desenvuelve la mar de bien. Quizás ese aspecto suyo, un poco paradote, le venga de haber nacido en Inglaterra.

El caso de Joaquín es completamente diferente, a partir, sin ir más lejos, de su misma extravagancia, ubicable en el polo opuesto al de la presencia anodina de Ignacio. Y es que Joaquín, en efecto, pertenece a esa clase de seres cuya razón de ser no parece residir sino en su rareza, a semejanza de uno de esos pequeños países que sobreviven gracias a la aportación económica con que los filatélicos de todo el mundo responden a sus continuas emisiones de sellos, maníacamente apreciadas por el coleccionista. El hecho es que, a pesar de o debido a sus extravagancias, Joaquín es un amor, un verdadero encanto de persona. Me enternece, no puedo evitarlo, verle por ahí, por Cadaqués, en la playa, en los parties, comportándose con esa alocada vivacidad del joven que no parece advertir que está dejando de serlo, poco apto ya, con su cintura de cetáceo, para lucir camisas vistosas y ajustados vaqueros, los cabellos domados por demasiados años de pulcro peinado para adaptarse ahora a la melena descuidada y rebelde.

Pero, al mismo tiempo, resulta casi patético su sentido de la realidad, su conciencia de estar unido indisolublemente a una pobre cursi, problemas que intenta resolver inventando alternativas, cuando no soluciones. Así, sus conquistas amorosas, sus espléndidas seducciones, que él mismo acaba por creerse a pies juntillas de puro bien imaginadas. O sus triunfos profesionales en el terreno de la publicidad, una publicidad que linda casi con una nueva concepción del arte, de un arte que es ya el arte del futuro, el arte que él ya realiza hoy. Y sus amistades famosas –actrices y cantantes, políticos, artistas y escritores–, gente que sin duda ha llegado a serle presentada en razón de su trabajo, o que, si no presentada, ha tenido ocasión de ver desde más o menos cerca, y que él considera íntimos amigos. Y su protagonismo político, sus decisivas intervenciones que han hecho variar más de una vez, en sentido favorable, el rumbo de la lucha contra el franquismo, al que su capacidad organizativa trae literalmente de cabeza. Pero lo más angustioso del caso, lo verdaderamente patético, es verle cobrar conciencia de que ni aun así logra interesar o asombrar a nadie, que la gente le ve venir, que le trata como a ese ser pintoresco que nunca falta en las reuniones, al que sólo hay que dar una pizca de cuerda para que interprete su papel de siempre. Lo advierte cada vez –no es sensibilidad lo que le falta– y cada vez, sobre la marcha, lo olvida de nuevo, y vuelve a la carga con sus historias que ninguno de los presentes se toma en serio, bien porque las chicas a las que se dirige tienen otras preocupaciones, las preocupaciones de las chicas de hoy, bien porque los temas en sí están ya demasiado vistos, bien porque nada puede hacer contra su propia aureola, ya inamovible, de hombre fantasioso al que basta tirar de la lengua para que dé rienda suelta a su megalomanía. Juro que, en tales momentos, no hay cosa que no hiciera para remediar su desamparo.

Pues lo cierto es que Joaquín, con todas sus extravagancias, es de los raros seres –por no decir el único que conozco– a los que cabe aplicar la expresión de buena persona, sin querer significar con ello que sea un pobre de espíritu. Joaquín es y ha sido siempre como uno de esos comunistas de la Ciudad Universitaria que lo que buscan fundamentalmente al comprometerse es resolver un problema personal –personal, que conste, y no específicamente sexual, ya que me parece una exageración esa manía de ver el sexo en todas partes– antes que revolucionar el mundo.

Su fase de coqueteo con el comunismo la desencadenó mi relación con Raúl y los líos en que Raúl anduvo metido, ya que Joaquín ha profesado toda su vida una admiración extraordinaria por Raúl, casi una fijación, pese a no haberle tratado más que superficialmente. Acabo de entrar en el partido, recuerdo que me dijo, sonriente, los ojos cargados de sobreentendidos. Y explicó que tal decisión la había tomado con tres o cuatro amigos, por sugerencia de uno de ellos. Llevaban tiempo hablando de hacerse socialistas, y el amigo instigador propuso que ingresaran en el Partido Socialista Unificado de Cataluña, cosa que fue aceptada por todos. Lo que pasa, les dijo entonces el instigador, es que, de hecho, PSUC es el nombre del partido comunista de Cataluña. Pero a mí me daba lo mismo, dijo Joaquín, y acabamos entrando los tres. Y volvió a sacar aquella sonrisa como de frivolidad o indiferencia que no respondía sino a una pose de segundo grado destinada a encubrir –y en consecuencia a incrementar– el efecto de la pose de primer grado, la convencional actitud de firmeza y fervor revolucionario que suele privar en semejantes situaciones. Una prueba más de su delicadeza de sentimientos, en el fondo. Tanto más cuanto que, mientras le duró el entusiasmo, tuvo realmente varias actuaciones políticas destacadísimas, llenas de riesgos; que no todo lo que cuenta son fantasías. Cosa que, conociéndole bien, nada tiene de extraño, ya que, en lo más profundo de sí mismo, Joaquín tiene mucho en común con ese héroe primitivo y abnegado, incansable, impaciente y también colérico, al que nos tienen acostumbrados las películas soviéticas, encarnación de la sagrada y justa ira del pueblo soberano. Lo único que puede cambiar en el caso de Joaquín son las motivaciones profundas, aunque tampoco estaría de más saber lo que se esconde tras la fachada de nuestro héroe soviético.

Desde aquel entonces han pasado muchas cosas y no creo que Joaquín haya vuelto a las andadas, tanto más cuanto que, sin él saberlo, su entrada en el partido tuvo lugar justo en el momento en que Raúl empezaba a desentenderse de esta forma de lucha. Me alegra que así sea, ni que decir tiene, ya que la actividad clandestina entraña muchos riesgos y yo siempre me he sentido como obligada para con él. En definitiva, desde que nació tuvo que hacer frente a la imagen del primogénito muerto, nuestro Ramón Nonato, y fue esa para él desfavorable comparación, implícita en el talante de nuestros padres, no por muda menos permanente ni evidente, lo que le convirtió en el niño malo de la casa. Le habían hecho víctima de una discriminación y la superó como pudo. Algo parecido –aunque de bien distintas consecuencias– a lo que me pasó a mí con Margarita, la preferida de mi madre –quizá tan sólo porque yo lo había sido de mi padre–, que no hizo sino avivar un sentimiento de injusta postergación durante toda mi infancia.

Ésta, como tantas otras experiencias de la niñez, es de las que dejan huella, qué duda cabe. Como el declive económico que se respira en una casa, en agudo contraste con la prosperidad creciente que se respira en las casas de otros niños y, sobre todo, en contraste con el propio mito familiar, con la magnificación de la gloria y la fortuna de los Moret, algo que no se desperdicia ocasión de mencionar pero que no se ve por ninguna parte, debido, quizás, a esa costumbre de hablar en presente de lo que debiera hablarse en pasado. Y pocas cosas hay que desconcierten tanto a un niño como ese desacuerdo entre lo que oye y lo que constata. No en vano ninguno de los hermanos, salvo Ignacio –con su sentido económico llevado al céntimo, la otra cara de la moneda–, se ha caracterizado por su aptitud en materia económica. Cada uno a su modo, los cuatro hermanos estamos marcados por el disparate de una administración como la que mi madre ejerció sobre el patrimonio de los Moret, una administración sembrada de errores, de ahorros humillantes y pésimos negocios, a la vez que de generosos préstamos irrecuperables a familiares menos afortunados y de las donaciones y obras de caridad a las que tan dispuesta estaba siempre, para compensar, sin duda, su incómoda situación social de viuda de un rojo. Por cierto que éste es uno de los puntos que siempre me han chocado en lo que a la fortuna que nos dejó papá se refiere: que al patrimonio por él heredado añadiese tantas ganancias con sólo defender obreros.

De todos los desaciertos derivados de la gestión económica de mamá, ninguno tan doloroso, tan irreparable para mí, para los cuatro hermanos, como la venta de Aiguaviva, la casa pairal de los Moret, la casa en la que pasamos los primeros veranos de la posguerra, imagen misma de un paraíso perdido. El recuerdo que guardo de la enorme casa y sus dependencias, del frondoso jardín, del radiante paisaje que la circunda, constituye el único buen recuerdo de aquellos años. Pero mi madre, aconchabada con un juez, consiguió autorización para venderla y, al verano siguiente, nos encontramos con que ya no había Aiguaviva para nosotros: casa y tierras habían sido compradas por un viejo cacique rural de la zona; a precio de numismático, me imagino. A partir de entonces y antes de empezar a ir por Puigcerdà, veraneamos en un pueblo próximo a nuestra finca, el peor sitio, en razón de tal proximidad, que mi madre podía haber elegido, sumidos en el ambiente de una reducida colonia veraniega de lo más estirado, gente de una afabilidad realmente odiosa. El pueblo se llama Breda, como la ciudad de Las Lanzas, coincidencia que no deja de ser chocante.

Las ruinas de los Moret, los escombros de su fortuna y de su gloria: éste es el verdadero escenario de mi niñez. De la familia materna, mejor ni siquiera hablar. Pero es que hasta el orgullo que los Moret sienten de su propio linaje es lo que escapa a mi comprensión, salvo que yo ande equivocada y resulte que el tener dinero debe ser entendido como cualidad o gracia personal. Pues, al margen de ese dinero que los Moret tuvieron y ya no tienen, no veo tampoco ningún mérito especial en que un bisabuelo llegase a ser magistrado o algo así de la Audiencia de La Habana. No: aparte de mi padre, el réprobo, el rojo separatista y tal vez masón, no veo motivo alguno para sentirme orgullosa de mis antepasados.

La ironía, más que gastada, del yo todavía creo en, constituye un leitmotiv de J.A., tan inexacto cuanto falto de gracia. Cazurrerías de un tratante de avellana con pretensiones de cosmopolitismo, de dominar ese humor un poco cínico propio de la persona que ha corrido mucho mundo. Frases hechas, lugares comunes que la gente repite y repite en todas partes con la originalidad de un disco rayado, triste síntoma de que realmente el mundo se nos está quedando pequeño. Como la teoría de que las matemáticas son la gimnasia de la inteligencia y memeces por el estilo, muy propias también de un J.A., de cualquier persona para quien todo es reducible a números. Yo, en cambio, he sentido siempre una profunda aversión por las matemáticas, por todas esas tonterías que se enseñan relativas a problemas que no existen, abstracciones, conceptos como el de menos infinito, cuyo significado semántico ya me gustaría que alguien se animase a explicármelo alguna vez. A mi modo de ver, las matemáticas son, como máximo, el trapecismo de la inteligencia; cosas que no ofrecen mayor interés que debatir si Cristo era o no era, en definitiva, un pederasta como Sócrates y como él de sofista. Si ahora me pregunto qué hizo posible que mi vida más o menos conyugal con J.A. durase años, no encuentro más que una palabra justificativa, que un nombre: Claudia.

Supongo que la intensidad de mi relación con ella tuvo también un peso decisivo a la hora de determinar de una vez el título de la obrita que había escrito: El Edicto de Milán. Un título que, para todo aquel que posea las más elementales nociones de historia, lleva implícita la idea de vuelta al redil, o mejor, de entrada en el redil por pura y simple conveniencia. Pues Constantino –el emperador, no mi abyecto marinero–, a semejanza de Lucía, de la decisión que ésta toma de casarse, entra en redil de corderos cristianos, por motivos de índole política cuando no demagógica, ya que, muy por encima de pequeñas miserias morales, privadamente siguió entregado toda su vida al culto solar. Según parece, fue su madre, Elena, que era lo que se dice una verdadera mala pécora, la responsable de su pretendida conversión. Y el factor decisivo lo constituyó una larga entrevista que Constantino mantuvo con el obispo español Osio, en vísperas de la batalla del Puente Milvio. Se ve que durante la entrevista sopesaron los pros y los contras de tal decisión, y que Osio, estimulado en su elocuencia por las huellas de las torturas sufridas en el curso de alguna persecución anterior, acabó saliéndose con la suya. Toda esa historia está muy bien explicada en una especie de libro de lecturas llamado Glorias Imperiales, que conservo desde mis años escolares, debido, probablemente, a la fascinación que siempre ha ejercido sobre mí la figura del emperador Constantino, incluso al margen de haber sido el creador de esta maravilla que es Constantinopla. Si algún día estas líneas llegan a tener un lector –me basta uno–, comprenderá perfectamente, espero, lo que para mí significa todo esto.

El matrimonio fue, sin duda, una institución importante. Cada familia era un miniestado, con su política interior, su economía, sus relaciones exteriores, y la clave de todo, la piedra angular de cada uno de esos pequeños edificios, era el matrimonio. No sabría decir si como causa o como efecto, ni creo que valga la pena esclarecerlo, pero el hecho es que cada nueva generación, manipulada por sus antecesores en orden a determinada política matrimonial, terminaba también manipulando a su propia descendencia, de acuerdo con los supremos intereses de la familia. Consolidar el patrimonio familiar, incrementado –mediante el enlace nupcialcon patrimonios coincidentes o complementarios, o, en su caso, apuntalarlo, salvarlo de la ruina gracias al clásico braguetazo en el que una parte pone el prestigio y la otra el dinero, las bodas han sido a las familias lo que los ejércitos a los imperios, iguales aquéllas a éstos en sus períodos de expansión y repliegue, en sus cíclicas trayectorias de crecimiento, auge y declive. Y ello hasta el punto de que igualmente válido sería la proposición inversa: considerar las fases de la vida de un imperio a imagen y semejanza de las fases de grandeza y decadencia de las familias.

La familia lo hacía todo en nombre de los hijos, los hijos lo hacían todo en nombre de la familia, y así siguiendo. De ahí que ahora, entre que han cambiado las leyes, que se ha perdido la costumbre de la dote, que a los jóvenes les gusta ponerse el mundo por montera y que los impuestos pegan cada vez más fuerte, la institución carezca ya de sentido. El sentido lo tenía antes, cuando era una institución de verdad, no una institución de nombre; cuando los padres casaban a una niña de siete años con un tipo de cuarenta, o al revés. Yo, por ejemplo, si me casé, fue sólo para huir del medio familiar, para disponer de mí misma con mayor independencia. Y, las cosas como sean, esto no es serio. Pero es que, hoy día –y no han pasado tantos años–, no lo haría ni borracha. Porque, si por una parte ahora no necesitaría ninguna clase de subterfugio para hacer lo que me diera la más real y pomposísima de las ganas, por otra, desde un punto de vista más tradicional –el económico–, las cantidades que J.A. me pasa mensualmente no bastan para compensar, ni de lejos, no ya un simple mes de la semiconvivencia que mantuvimos, sino ni tan siquiera nuestro viaje a Holanda, un país que se adelantó a la invención del plástico con sus perfectamente impolutos y como lavables tulipanes.

Fue uno de esos viajes de negocios, el último que hicimos juntos –yo con la idea de que Holanda era un país divertido–, esto es: nuestros últimos días de vida conyugal. Y habría que ver si fue La Haya, como ciudad, la gota que colmó el vaso, o si, más probablemente, fueron las torpezas aberrantes de J.A. el motivo de mi aversión a La Haya y, por extensión, a Holanda entera. El hecho es que, sea como fuere, mi alergia hacia Holanda llegó a superar la alergia que me produce Inglaterra, la zurda, ese país que si va adaptándose tan poco a poco al resto del mundo, primero la adopción del sistema decimal al uso en todas partes respecto a la moneda, luego a conducir por la derecha, etcétera, será, supongo, para evitar que los sesos del ciudadano sufran un calentón si todo es cambiado de golpe.

Hay que decir, no obstante, que más sorprendentes que los propios ingleses resultan esos maniáticos del socialismo, que tanto abundan en Barcelona; la euforia que les posee después de pasar un weekend en Londres, de la mano de cualquier agencia de viajes, euforia que para ellos se materializa en los palpables beneficios del sistema –trapos, suéters de cachemir, cortes de traje–, sin que siquiera merezca la pena intentar explicarles que es justamente ese estúpido sistema socialista lo que ha hecho de Inglaterra el país más incómodo del mundo. Un país que con su desairada actitud, sus reacciones imprevisibles, sus groserías, consiguió borrar por completo de mi memoria el recuerdo indudablemente hermoso, pese al dramatismo de las circunstancias, de mis primeros años pasados allí, con papá.

Mi tía, niños, mi tía no me deja en paz ni de noche ni de día, rezaba la letra, si mal no recuerdo. Y seguía: me gusta asomarme al balcón y cantar una canción y comerme un melón. Y el estribillo era: el tirurururí, rurí, rurí, el tiruriruriruraru (bis). Engendros muy de los años cuarenta que, no obstante, expresaban a su modo, mediante una especie de reducción al absurdo, las ansias insatisfechas de libertad. El tiruriru aquel pautando, como la mímica de un clown, unas estrofas sólo a primera vista carentes de sentido, lo de asomarse al balcón, etcétera.

La vida familiar, el colegio de monjas, la Barcelona entera de aquella época, todo y todos, en definitiva, como víctimas de una misma lesión, de una misma dicotomía, que, en un cerebro enfermo, traumatizado por la guerra, en franco proceso regresivo, puede llevar a entender lo que se quiera en cualquier cosa, a encontrar significados ocultos en la más llana de las expresiones, en la más infantil de las rimas. La plenitud de contenidos que cabe atribuir a ese tiruriru, a esa tía que no hay forma de que nos deje en paz. Más aún: la posibilidad de tararearla en plena calle, donde a uno le venga en gana, rodeado de oídos cómplices, por no hablar ya de ocasiones excepcionales, la oportunidad, por ejemplo, de participar en un concurso de aficionados, de cantarla en público, de comunicarse con ese público, los aplausos alborotados que se recogen, el eco estimulante que se despierta. Aquella especie de ex miliciano, por ejemplo, con su mono azul y sus bigotazos, fruto residual de otra época, al que vi cantando justamente estas coplas en un café-concert del Paralelo –era una de mis primeras salidas por libre– igual que si aún se hallase en el frente, celebrando alguna victoria, y no hecho una ruina física y moral, caído en los niveles más bajos del homosexualismo, en los estratos más degradados de la vida barriobajera, imagen misma del triunfo de la esquizofrenia. Pero ¿cómo no dejarse llevar de la corriente en un mundo como el de aquel entonces? ¿Cómo impedir que nuestro pensamiento no difiriese demasiado del de uno de esos lelos? Recuerdo como si fuese ayer el día en que nuestra madre nos anunció, con la resignación culpable que la caracterizaba, la muerte de papá en Londres, a consecuencia de un bombardeo. Eso cuando, sin que hiciese falta que nadie lo dispusiese así, la palabra papá se había convertido en un obvio tabú, en algo que era mejor no mencionar en familia; cuando yo, por mí misma, había llegado a la conclusión de que papá estaba ya muerto al dejar nosotros Inglaterra. ¿Por qué, si no, volvíamos a España mientras él se quedaba?

En mis olvidos, estoy convencida, en esas lagunas que se abren en la memoria respecto a mi primera infancia, en Inglaterra, vacíos que inevitablemente se centran en la figura de mi padre, contornos que se esfuman conforme a él se acercan, está la explicación no sólo de la niña que fui sino hasta de la mujer que soy, incluyendo todas mis experiencias intermedias. Nada puede ser más inequívoco al respecto que un sueño que tuve de colegiala y que, sin embargo, recuerdo con precisión muy superior a la de cualquier hecho real de la época. Yo me encuentro hacia la mitad de una prolongada cuadra y gateo y gateo bajos los vientres de enormes caballos, entre sus patas, como a lo largo de un túnel. Juraría incluso que en sueños posteriores, recientes, la hilera de caballos –todos iguales, rubios, de monta– reaparece a manera de referencia constante.

Pero vayamos por partes, adentrémonos hasta lo más profundo de lo que ya está olvidado, hasta esa tierna niña que manipula gozosa los pechos de su madre. En esencia, una niña que, a semejanza de todas las niñas y niños, se siente ligada a la madre por unos lazos de afecto no muy distintos a los que la ligan a cualquier otra pertenencia, a un osito de felpa, a un chupete, a un objeto cualquiera de los que conforman su mundo circundante. Y he aquí que, súbitamente, uno de tales objetos, el más caprichoso y díscolo en lo que a disciplina se refiere, ese objeto llamado papá que, contra toda norma, desaparece y reaparece conforme, no a nuestra voluntad, sino a la suya, y que, justamente en función de tal actitud insolidaria y rebelde, es particularmente distinguido y apreciado, desaparece para siempre. No se trata de que vaya a volver cuando se le antoje; se trata de que no volverá. Justo cuando la relación con la madre ha entrado en una especie de rutina funcional y fastidiosa que únicamente se rompe cuando aparece papá, el papá que ya no aparecerá más. Incluso se cambia de idioma, de casa, de país, un país en forma de colegio de monjas. Sólo que ahora es ella, la niña, la que rehúsa cambiar, la que, ante la ausencia de estímulos afectivos que antaño la movían, adopta una actitud de prudente pasividad. Su sensación es la de haber sido abandonada, traicionada, olvidada, víctima de una agresión incalificable. ¿Por qué? ¿Por quién? No lo recuerda. Lo único que sabe es que ella sigue siendo ella, que lo que ha cambiado es el mundo circundante, que ahora el mundo circundante le es hostil.

Con los años, a medida que la niña se endurece y recupera la perdida confianza en sí misma, su inicial actitud defensiva –no adaptarse a las nuevas circunstancias, no doblegarse, no aceptar el cambio de vida al que ha sido sometida– se irá trocando en respuesta activa, en contraataque: devolver la moneda con que ha sido pagada. Sobre todo, a partir del momento en que, ya adolescente, hechos y fechas comienzan a ordenarse en su cabeza, a cobrar coherencia. El regreso de Inglaterra, casi como una huida. ¿De quién? El colegio de monjas, casi como una cárcel. ¿Por qué? El comportamiento de la madre y del resto de la familia, su modo de bajar la voz al referirse a papá, con ese aire que adoptan los mayores cuando hablan de cosas que no son para niños. ¿Por qué? El clima de culpa imperante. ¿Por qué? La venta de Aiguaviva. ¿Por qué? Preguntas y respuestas que se entretejen y configuran, más que en una historia sobre la que carece de datos concretos, en una interpretación, en una sospecha, en una intuición: la de que el traicionado, el abandonado, el olvidado, fue, en primer término, su padre. Una intuición que en cierto modo es una identificación, ya que ella, al igual que él, ha sido víctima del mismo medio familiar, de los mismos prejuicios morales, del mismo mundo circundante, hipócrita y recatado como un colegio de monjas. Una identificación que es ya una suplantación, en la misma medida en que la primitiva actitud de asumir como propio el daño a él inferido se va convirtiendo en una informulada, en una inconsciente tendencia a vengar ese daño en memoria suya. ¿A vengarse de quién? De su madre, por de pronto, la principal responsable; de su familia; del mundo circundante, del mundo entero. ¿Que él, papá, había sido reprobado y condenado en razón de su conducta, de una conducta que, en definitiva, y como a contra corriente, se relaciona con la vida antes que con la muerte? Ella no ha de hacer sino seguir sus pasos. ¿Que él era un irreverente librepensador? Ella tendrá por lema la irreverencia. ¿Que él era un fauno? Bien: pues ella será un fauno.

En otros términos: los de la vida cotidiana: propensión, desde niña, a tratar con sus compañeras como un chico trata con otros chicos, sin los celos y actitudes quisquillosas que caracterizan las relaciones entre niñas, réplica infantil del comportamiento que han observado en sus mayores, esas mamás en modo alguno menos cotorras, chinchosas y acusicas que sus nenas; conducta franca y generosa que, con el respaldo de una inteligencia despejada, una gran rapidez de reflejos y una enorme audacia imaginativa, pronto le harán ganarse, si no el afecto, sí el respeto y la admiración tanto de las compañeras como de las monjas. Desarrollo físico sostenido, sin esos baches desgraciados que acostumbran a pasarse hacia la pubertad; aspecto ágil y armonioso, con ese algo que hace brillar, por encima de cualquier uniforme, una personalidad sugestiva y atrayente. Nada en su presencia, así pues, susceptible de ser confundido con lo que se llama un chicazo, ese error de la naturaleza de ademanes patosos, exterior desaliñado y rasgos burdos más que propiamente varoniles. Tampoco punto de contacto alguno con lo que se entiende por niña traviesa, inmejorable como fue su paso por el colegio, esa especie de limbo que, del gris, en la memoria, va evolucionando hasta el dorado. Posteriormente, según la actividad sexual cobra relieve, propensión, asimismo, a adoptar la conducta de un chico en su trato con los chicos, como bien lo prueba mi primera época parisina, la más intensa de mi vida desde un punto de vista erótico. Un período en el que, aún ahora, bajo una perspectiva más madura, no veo nada de reprobable; si de algo me arrepiento es, en todo caso, de no haber empezado antes. De no haberme acostado con más hombres, de no haber coleccionado más fracasos, de no haber llegado con mayor prontitud a la conclusión de que lo mío son las mujeres. Como lo eran para mi padre. Pues, si yo fuera hombre, seguiría siendo un mujeriego.

Porque éstas son cosas, creo yo, que, tanto como del sexo al que se pertenece, dependen del modo de ser de la persona. Es indudable, por ejemplo, que hombres y mujeres se conducen de una forma diametralmente opuesta, no ya en lo que concierne a las relaciones heterosexuales, sino también a las homosexuales. Los hombres, en general, buscan directamente el físico, el cuerpo; más aún: no el cuerpo, sino determinadas partes del cuerpo. De hecho, tal disponibilidad, tal facilidad, tal facultad que tiene el homosexual de irse con el primero que les enseñe algo en el pissoir, o de meterse mano en los cines, o en la sauna, indiscriminadamente, al bulto, es inconcebible entre mujeres. Las mujeres somos más románticas, más afectivas; para nosotras no vale –¡ni mucho menos!– eso de todas contra todas; hay más selección. Se trata, en realidad, de dos clases de homosexualismo que, lejos de converger, tienden a la divergencia, a extremar en cada caso los rasgos característicos del propio sexo, imperiosidad física en ellos, calor afectivo en nosotras. Pero, por otra parte, al menos en lo que a mí se refiere, la conducta del hombre, más directa, más combativa, brutal en ocasiones, no sólo la comprendo sino que la comparto, que la he compartido en la práctica multitud de veces, Ilevada por la intensidad del estímulo. Y digo homosexual a secas cuando hablo del hombre homosexual porque lo de uranista me parece muy sublimado, y sé de sobras que les ofende que les llamen maricones. Eso será debido, supongo, a que no han acertado a dar con una palabra que les designe.

A mi modo de ver, el homosexualismo no es más que una exacerbación defensiva, y a menudo reductora, de las contradicciones que se dan también en el heterosexual, y que también en el heterosexual que se cierra a la evidencia pueden dar lugar a conflictos equivalentes y de consecuencias –aunque de signo contrario– no menos nefastas. Seguro que, si alguien se entretuviera en investigar la vida de criminales famosos, encontraría conflictos de esta clase a punta pala. Me refiero, claro está, al esencial bisexualismo de la gente y todo eso. Un tópico, por supuesto. Salvo en lo que a su valoración respecta. ¿Quién podría asegurar, por ejemplo, que la cólera experimentada por Aquiles ante la pérdida de Patroclo –porque hablo de cólera, no de otros sentimientos– es superior o inferior a la que experimentó cuando le fue arrebatada Briseida?

Lo que sí es un hecho, me consta, es la solidaridad que existe entre ellos, y que hay que situar muy por encima de la que siquiera puedan soñar para sí las mujeres; no hay más que ver las agarradas que continuamente se organizan entre feministas por las más nimias cuestiones de matiz. De ahí que, con mayor razón todavía, sea del todo inviable cualquier esfuerzo que se haga tendente a coordinar los movimientos reivindicativos de ambas clases de homosexualismo, diametralmente opuestas como son el uno del otro. Ellos, además, ni siquiera lo necesitan. Ellos están ya unidos, se ayudan entre sí y tienen infinitamente más poder que las mujeres. Lo de la internacional de los homosexuales, tengo pruebas para afirmarlo, es una realidad que funciona a todos los niveles, en todos los terrenos, el literario incluido. Mientras que obras de incuestionable valor son tratadas por la crítica con la máxima desconsideración, basta que el escritor sea un reconocido homosexual para que su obra, por inane que resulte ser, recoja los aplausos de todas las revistas y publicaciones del mundo, sin exceptuar las de mayor prestigio.

Recuerdo cuando expuse a Raúl las conclusiones a las que había llegado y todo eso. Tales conclusiones eran el resultado de una profunda meditación, de un implacable autoanálisis que se prolongó durante todo uno de mis veranos en Puigcerdà, el último, para ser exactos, antes de que decidiera separar mi vida de la del avellanero. Hasta qué punto mi autoanálisis incidió en esta decisión, precipitándola, es algo que no sabría decir con seguridad. Pero no me extrañaría en absoluto que un esfuerzo como el que exige todo autoanálisis, tarea que nada tiene de fácil ni de grata, sea de los que, lejos de agotar, renueva el ánimo, lo rejuvenece. De lo que se trata, en definitiva, es de reconstruir la propia personalidad; ni más ni menos que de eso. Partir de lo que soy en la actualidad para luego remontarme, en una especie de cuenta atrás, hasta la primera infancia, hasta lo que ni tan siquiera se recuerda. Y eso lo hice por mí misma, sin necesidad de recurrir a esos siquiatras y sicoterapeutas que tanto satisfacen a quienes se sienten incapaces de afrontar a pecho descubierto su propia realidad o están ansiosos de soltar el rollo.

Tal vez por eso me sorprendió más la reacción de Raúl, ya que, en sustancia, vino a decirme que las cosas no son tan sencillas como parece a primera vista, que él no se atrevería a llegar a conclusiones tan rápidas sobre sí mismo, etcétera. Una reacción que, por lo abrupta, me pilló completamente desprevenida, debo confesarlo. No me parecía que pudiera considerarse precipitada una reflexión que me había tomado un verano entero –de hecho fue sólo un mes, uno de mis famosos agostos, pero éstas son cosas de las que se van rumiando tiempo y tiempo–, y así se lo dije. Como también que, para mí, todo aquello estaba clarísimo. Y entonces va y me sale con que las explicaciones sicoanalíticas acaban con frecuencia en puro consumismo: pagamos a cómodos plazos algo que no necesitamos para nada.

Por lo que se ve, según Raúl, lo claro es sospechoso. Y si yo insisto en que estoy completamente segura de lo que digo, peor. Y si entonces le pido que me dé su propia interpretación de los hechos, del sueño de los caballos, por ejemplo, contesta que no me conoce lo bastante –¡que no me conoce lo bastante!– para hacerlo, que el hecho de que se atreva a opinar que determinada interpretación pueda no ser del todo correcta no significa que esté capacitado para proponer una alternativa. Que, además, para cuando llegase a esclarecer si me sentía traicionada por mi padre, o si, por el contrario, tendía a identificarme con él, a suplantarle, lo más probable era que el problema hubiera perdido toda su vigencia. Que con ello no quería decir que los conflictos derivados de la desaparición del padre o del trato o ausencia de trato con la madre no tuvieran vigencia real, ni que su formulación no le sirviese a uno incluso de coartada, de coraza defensiva, sino simplemente que el hecho de que un día hubieran tenido vigencia no supone que hayan de seguir teniéndola toda la vida. Y, aún, que si, no obstante, una opción cualquiera me parece esencialmente válida, no tengo por qué rechazarla, ya que, si la hago mía, no es porque me convenga, sino, muy al contrario, invirtiendo la relación, que me conviene justo en la medida en que la hago mía, etcétera, etcétera. Evasivas y más evasivas. Ni que el cerebro, con su conciencia y su inconsciente, subconsciente o como quiera que se diga, fuese algo así como una de esas agencias bancarias en las que, si no las conoces de otras veces, no hay forma de saber si en la ventanilla donde pone Pagos te van a liquidar el talón y donde pone Cobros tienes que hacer el ingreso, o exactamente al revés. Es decir: si hay que entender los carteles desde el punto de vista del banco o desde el punto de vista del cliente. Pues con las interpretaciones sicoanalíticas de Raúl pasa tres cuartos de lo mismo.

Ignoro hasta qué punto semejante actitud, no sólo negativa sino también pusilánime, impropia de un hombre como él, no abrigaba motivaciones ocultas o hasta una informulada predisposición al rechazo, producto instintivo de esa falta de generosidad que en más de un momento crítico le ha traicionado. Tozudo, mezquino, la personalidad de Raúl presenta, en ocasiones, rasgos exasperantes, descorazonadores. Pues no aceptar explícitamente que la conducta de una persona viene condicionada por tal o cual hecho concreto y cognoscible equivale a decretar la imposibilidad de que, en virtud de tal otro hecho concreto, esa conducta se modifique, que de entonces en adelante todo cambie. Y yo estoy convencida de que este cambio es posible; aparte de que ponerlo en duda no deja de ser una forma de fatalismo que tiene bien poco de constructivo. A veces me pregunto si Raúl merece verdaderamente la confianza que en él he puesto siempre. Ya que, si la decepciona, quiere decir que no la merece.

No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento –que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles– es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya –el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago– sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos. Pues si consideramos estos dos pasajes, verdaderos polos de la Iliada, exclusivamente a la luz del texto, será difícil evitar el diagnóstico que hace de Aquiles, a diferencia de sus restantes compañeros de armas, un peligroso perturbado, ya que, salvando tal particularidad, nada distingue a los demás de Aquiles, vitales, crueles, feroces todos ellos, como les corresponde ser. En lo que a su figura concierne, no obstante, lo de menos son las anécdotas que mayor popularidad han alcanzado, cosas como su origen, semidivino, lo del talón o la predicción de su muerte por el oráculo, final más que probable para cualquiera que se encontrase en las circunstancias previstas en el vaticinio. Lo que realmente importa, lo que sí constituye una pieza clave para la comprensión de su personalidad, es la terrible dicotomía a la que fue sometido de niño. Me refiero, claro está, a su feliz iniciación en la vida bajo la tutela del centauro Quirón, al desarrollo de sus facultades físicas a la par que intelectuales en directo contacto con la naturaleza, aprendizaje que tan brutalmente había de interrumpir su madre, con el inútil pretexto de salvarle, dándole una educación de niña en esa especie de convento de monjas que, para un Aquiles, debió de ser la corte del rey Licomedes. La clásica espantada ante el destino, que no hace sino facilitar el cumplimiento de ese destino, ya que fue allí justamente, en la corte de Licomedes, donde el astuto Ulises acertó a reclutar al joven Aquiles, con su disfraz de niña y todo, para la guerra de Troya. De ahí en adelante, sus avatares así bélicos como amorosos son meros detalles ilustrativos. El daño –irreparable, como para facilitar las cosas al oráculo– estaba ya hecho: haberle sustraído a la tutela del centauro, hacerle pasar por lo que no era en la corte de Licomedes. Baste con lo dicho al que pretenda ver el problema con transparencia, oírlo con claridad, entenderlo con mente despejada.

Nada más engañoso al respecto, nada más falaz, por poner un ejemplo, que la trampa que Dante nos tiende al equiparar el rapto de Ganímedes por Júpiter, rapto que aquél deseaba, al no deseado rapto de Aquiles por su madre, mucho más a gusto como se encontraba Aquiles, con toda evidencia, junto a ese hombre medio caballo que fue el sabio Quirón (Purgatorio, IX, 19 y siguientes). Y sólo a partir de esta desviación forzada, impuesta desde fuera, podremos explicarnos su desdeñoso sentimiento de superioridad, el típico comportamiento prepotente que no esconde sino la inseguridad y el desamparo característicos de aquel que no ha logrado superar la creencia de haber sido víctima, en sus primeros años, de la traición y el abandono, de haber sido sometido a las reglas de un mundo que no era el suyo, constreñido a simular una manera de ser que nada tiene en común con la que le es propia. Bajo tales condicionamientos, la más mínima interferencia de la realidad en las pretensiones de omnipotencia que abriga el sujeto en cuestión, será tomada por éste poco menos que como una afrenta personal, como una nueva agresión de la que el mundo le hace víctima, obligándole, en consecuencia, a una respuesta no sólo contundente sino también de alcance cósmico.

¿Está suficientemente claro? Confío en que así sea, aunque, si quien debe entender no entiende, allá él. Yo no escribo para esta clase de gente. Yo escribo para quien sea consciente de que, en definitiva, en mayor o menor grado, todos hemos sido víctimas de la dicotomía a la que estoy refiriéndome, de que a todos se nos ha robado algo de nosotros mismos. ¿Qué símbolo más expresivo que la propia Venus Afrodita, nacida del sexo amputado del celeste Urano al caer al mar, del contacto de la esperma con la espuma? Afrodita, esa deidad cuyo nacimiento consagra la escisión, la bipartición, la separación de lo alto y lo bajo, de vida intelectiva y vida sensitiva, de seso y sexo. Esto es: que, en cada uno de nosotros, mente y sexo conforman dos áreas por completo separadas, dos ámbitos ni tan siquiera coincidentes conforme a la ley de probabilidades, no menos mutilado el hombre que la mujer, ella y él no menos en contradicción consigo mismos que con los demás, cada uno en continua búsqueda de su complemento escindido, que nunca lo será respecto al sexo a la vez que respecto a la mente. Por cierto que la responsable de la mutilación no fue otra que Rea, la siniestra Tierra, esposa de Urano.

Podemos referirnos a un símbolo, podemos hacer mención de un antecedente. Lo que no podemos es hablar de un modelo, llámese éste Aquiles, llámese Edipo. Cada caso es un caso particular, y sólo en sentido metafórico cabe relacionarlo con otro. ¿Qué hubiera hecho yo, por ejemplo, ante los muros de Troya? Lo mismo que hubiera podido hacer el propio Aquiles, de haber sido otra la disposición de las estrellas en el momento en que nació, de haber sido otra su ascendencia y diferentes las condiciones en que transcurrió su infancia. Muerto Héctor, entrar en Troya como entró Ulises: a sangre y fuego, pasando a cuchillo a sus habitantes, no dejando de la ciudad piedra sobre piedra; como hizo Ulises o como los romanos hicieron con Jerusalén, con la saña de un san Jorge que acaba con su dragón. Pero, a diferencia de Ulises, lejos de volver a su triste Itaca, fundar una nueva ciudad como hizo Eneas, construir una Roma, sólo que no en Roma sino en Troya, sobre las ruinas de Troya, con sus escombros. Nada de regresar a casa como regresa un adolescente, regreso que el mismo tiempo y los acontecimientos transcurridos han desprovisto de coherencia interna. Nada de huidas ni tampoco de remodelaciones o reconstrucciones de nada, esos morbosos ejercicios a los que con tanta lascivia se entrega una mente enferma o las personas, como Claudia, nacidas bajo el signo de Cáncer. No: asumir el pasado, pero no en función del pasado sino en función de problemas del presente, de problemas que apuntan al futuro. No problemas de muerte sino de vida. Fundar nuestra propia ciudad sobre las ruinas de la ciudad que hemos conquistado, sobre la tierra que pisamos, bajo nuestros pies.

Ignoro si he logrado expresar concretamente mis pensamientos, si mi lenguaje ha sido preciso y adecuadas las imágenes expuestas. Se trata de materias muy complejas y, al escribir, siempre se pegan cosas de los libros que estamos leyendo, especialmente si son obras de nuestros autores más queridos. Además, las cosas pueden ser dichas de otra forma, es cierto, utilizando otras palabras, otras referencias, conforme a ejemplos más fácilmente asimilables, es cierto, sí, pero no sin riesgo de trivializarlas. Sería como definir mi caso por contraposición al de la mujer española de antes, la típica maja, engendros zarzueleros como esa madrileña verbenera que advierte y advierte a su Cipriano que no se pase o propase con pretexto del baile, que no baje más la mano, que tenga siempre presente que al menor movimiento se la ha ganao, que al menor movimiento te la has ganao, imperiosa como un guardia civil al dar el alto, enjundiosa en su insistencia que apunta no tanto a los sórdidos manejos de Cipriano cuanto a su propia valoración ante el resto de los presentes, triunfal en la convicción de su alto precio, de lo mucho que vale la sabrosa y codiciada fruta que su cuerpo encierra. Un tipo humano en verdad asqueroso, el que más repugna a mi modo de ser. Claro que habría que ver si la española de antes no era así únicamente en las zarzuelas, cosa más que probable, me sospecho. Aunque, conociendo a la Maldonado, de las madrileñas puede esperarse cualquier cosa.

Divagaciones aparte, hay, sin duda, ciertos aspectos de mi personalidad que Raúl rehúsa aceptar. Más aún: que, consciente o inconscientemente, le asustan, le dan miedo. Mi vitalidad desbordante, mi apasionamiento, mi actividad infatigable, mi fortaleza física, mi propia salud, mi joie de vivre, resumiendo. Suele pasar con los hombres, incluso con los mejores: temen la fuerza contenida en nosotras, la expansión de esa fuerza, como si de una bomba se tratase. No quieren reconocerlo, no quieren dar su brazo a torcer, pero es así: cuando una mujer escapa a los esquemas convencionales y el hombre se ve sobrepasado en su reprís, en la fuerza de sus acometidas, se atemoriza. De ahí, supongo, la sensación de hacer tablas que tengo con Raúl. O, más exactamente, de que mi partida con él no ha terminado, de que hay todavía varias jugadas pendientes.

Lo más curioso de todo eso, lo más sintomático, es la fascinación que siempre ha ejercido sobre mí la figura de Aquiles; desde mucho antes, al menos, de que me planteara siquiera semejantes cuestiones. Buena prueba de ello la tenemos en lo que me pasó con el cuadro, con aquel Poussin que no podía dejar de ver cada vez que iba al Louvre, generalmente después de comer. Pues, en definitiva, con todo y tratarse de una buena pintura, distaba mucho de ser lo que se entiende por una obra maestra. Especialmente, a la luz de la sensibilidad de hoy, mal dispuesta hacia la pintura con argumento. Y eso es, precisamente, lo que la teatralidad de su composición, su expresividad exagerada, hacían de La Cólera de Aquiles: una pintura con argumento. Carga temática que, para Poussin, por el contrario, suponía, sin duda, un enriquecimiento de los valores propiamente plásticos, conforme a un proceso no muy diferente del que lleva a una persona a magnificar los rasgos que definen su propia vida, a verse a sí mismo bajo una óptica glorificante, haciendo lo que nunca hizo ni hará ya, diciendo lo que no llegó a decir cuando debió haberlo dicho, representando lo que jamás llegó a salir del ámbito de sus fantasías personales, como aquel que, desde el patio de butacas, se admira a sí mismo interpretando, en el escenario, su papel preferido.

Tampoco deja de ser curioso –ni sintomático– que sólo yo me detuviese a contemplar el cuadro, que nadie más se acercara si no era para ver lo que yo estaba mirando, ese visitante cauteloso y bien intencionado que se detiene apenas a mirar la guía más que el cuadro, según se pasa de largo. Gente que acababa de ver la Victoria de Samotracia y tenía prisa para llegar a la Grande Galérie, a la Gioconda, demasiado al grano para detenerse ante un vulgar Poussin. Vamos, Poussin o quienquiera que sea el autor de La Cólera de Aquiles. Si pienso en Poussin es, sobre todo, porque el estilo del cuadro corresponde al de Poussin y porque, si mal no recuerdo, la sala en cuestión, entre las escalinatas que preside la Victoria de Samotracia y la Grande Galérie, estaba dedicada a Poussin por aquella época. Pero, bien mirado, la pintura podía ser asimismo obra de Delacroix y hasta de Ingres, que también tenía cuadros en la zona. O, por la maestría con que estaba pintado, incluso de Rubens o, cuando menos, de su taller. O hasta de Tiziano, de un maestro italiano en lugar de flamenco, de uno cualquiera de esos discípulos suyos, que pintaban como ángeles.

El patatús que agarrará Herminia, cuando se entere de que ni siquiera le voy a dar la oportunidad de poner los pies en Barcelona, será de campeonato. Pero es que no quiero que tenga la más mínima ocasión de ir soltando su veneno por el barrio, con los porteros, con las chachas de los vecinos, con la gente de las tiendas. Y que no espere encontrar otra cosa por los alrededores, después de los informes que pienso facilitar a quien me los pida. Hasta en las tiendas me harán más caso a mí. No se trata de mi palabra contra la suya. Se trata de que la clienta no es ella sino yo; y buena clienta, por cierto. Y a las clientas, a veces, nos da por cambiar de proveedores.

Herminia es de las que, como los caracoles, viaja siempre con todos sus bártulos, ¿no? Bien, pues la meto en el tren en Figueres, y listos. Y con las cosas de invierno que pueda tener en Barcelona, pues lo mismo: las meto en una maleta y se las mando adonde quiera. No se trata sólo de que sea más cargante que Constantino y Emilia juntos o de que haya defraudado la confianza que yo tenía puesta en ella. Hay, además, una cuestión objetiva: las cosas se rompen por su punto más débil, más frágil. Y en la trama de relaciones que constituyen, como si dijéramos, la vida vegetativa de una casa, de mi casa en este caso, el punto débil es ella. No haber caído en la cuenta de cuál era exactamente su situación respecto a los demás, haber sobrevalorado la propia, ha sido la prueba que me faltaba sobre los límites de su inteligencia.

Las tensiones de este último mes tienen que resolverse de alguna forma. No ya para evitar que se repitan –que no se repetirán– sino casi por una cuestión de higiene: abrir el absceso, limpiarlo. Y, excluida Camila, como es lógico, resulta evidente que si alguien tiene que ser despachado, este alguien es Herminia. Nada más faltaría que lo que aquí ha pasado y aquí se ha de quedar empezase a correr por todo el barrio una vez de vuelta en Barcelona, convirtiéndome en el hazmerreír general, en blanco de bromas tan burdas y groseras cuanto alejadas de la realidad de los hechos. Son cosas que yo no estoy dispuesta a tolerar, y Herminia, que me conoce, debiera saberlo. Los errores de cálculo se pagan.

El caso de Constantino y Emilia es completamente distinto. Y no, ni que decir tiene, porque mi afecto hacia ellos sea superior al que le tengo a Herminia. No: también aquí los elementos en juego son de carácter objetivo. Mientras que la sustitución de Herminia, por ejemplo, no me supone más molestia que un anuncio en La Vanguardia –nada de agencias–, reemplazar a Constantino y Emilia me crea ya más problemas. Para empezar, la escasez de marineros, que me obligaría a robar uno –pagando más– a una de esas tacañas familias barcelonesas que vienen por aquí, operación que siempre trae piques, líos, disgustos y todo eso. Pues por raro, por increíble que parezca que sea precisamente el abyecto de Constantino el más difícil de sustituir, así es en la práctica. Mujeres como ella, las que quiera. Vamos, no como ella, mejores, con más energías, sin esa hipocresía empalagosa característica de Emilia. Por cierto, que le va bien llamarse así, como mi madre.

Pero, sobre todo, y por chismosos que sean, tanto él como ella, mientras sigan a mi servicio se guardarán bien de excederse, lo contrario de lo que sucedería si los despidiera. Dependiendo de mí, los tengo atados de pies y manos y con un esparadrapo en la boca. Aparte de que Cadaqués es el caldo de cultivo menos idóneo que cabe imaginar para esta clase de habladurías; hasta la gente de Barcelona pierde capacidad de chismorreo, se diría, no bien llega a Cadaqués. Lo que en Barcelona tiene importancia, aquí la pierde. Esto se debe, en parte, al contagio del desdén que manifiesta el pueblo hacia estas cosas, curados como están de espantos. Gente espléndida, casi una raza aparte, altiva hasta la impertinencia gracias a su mismo aislamiento geográfico, a que durante siglos les fuese más sencillo irse a América que a la capital de la comarca. Constantino, por ejemplo, no es de Cadaqués sino de Rosas, un detalle que desconocía cuando se me ocurrió contratarle.

Estas líneas, las líneas precedentes relativas al patatús vaticinado a Herminia, fueron escritas justo antes de que se produjera, de que todo sucediera tal y como yo lo había previsto; lo que ahora hago no es sino transcribirlas. Para entonces, mis relaciones con Camila habían vuelto a sus antiguos cauces y estaba ya claro de quién era la victoria. Sin ser un prodigio de inteligencia, Camila había conseguido realmente provocarme, llevarme al borde de la ruptura, en un claro intento de que, a partir de ahí, recomenzara sobre nuevas bases, con renovada vida, una convivencia que no sin razón debía de ver amenazada por la rutina; temía verse progresivamente anulada, desplazada, y recurrió a la más vieja de las estratagemas: excitar los celos de la persona amada, mis celos, mediante su aventura con Roberto, una aventura cuya función consistía, justamente, en ser descubierta, en que yo les sorprendiese como les sorprendí, en que yo siguiera como seguí todos y cada uno de sus movimientos, en que yo leyera todas y cada una de sus cartas. Lo que probablemente no entraba en sus cálculos era que yo reaccionase como reaccioné, que, dando la vuelta a la situación, me convirtiese de asediada en asediadora; esto en primer término. Y en segundo, que le fallase su aliado, su compañero de aventura, sin duda ajeno, por otra parte, al verdadero alcance de la maniobra. Me refiero a Roberto, naturalmente, y a la desazón que debió de entrarle cuando se dio cuenta exacta de hasta qué punto le había contagiado sus secretos sentimientos hacia mí. ¿Qué otra cosa, si no, podía significar su carta final, la del abandono de toda lucha, cuya fotocopia releo todavía de vez en cuando? Renunciar definitivamente, escribía Roberto, por ti, por mí, y, sobre todo, por ella. Esto es: por mí. Sobre todo por mí. La frase, incluso en un contexto de desbordante amor por Camila, supuso para ella, sin duda, un duro golpe. Lo que se dice ir por lana y salir trasquilado, jugar con fuego y quemarse, caer en la propia trampa. Ya que una cosa era conseguir provocarme, y otra muy diferente mejorar su estado de subordinación y dependencia respecto a mí, cosa que no había conseguido en absoluto, antes bien al contrario.

Sería un acto como de falsa modestia pretender ahora que me lo venía sospechando desde el principio. Pues la realidad no es que lo sospechase, la realidad es que lo sabía a ciencia cierta, que lo supe de pronto y basta; desde mediados de agosto, aproximadamente. Es mi famosa facultad de predecir las cosas, mi intuición que todo lo abarca, mi sentido adivinatorio, mis premoniciones, mi visión del futuro que tanto aterroriza a la gente. Brujería, para algunos.

Por aquellas fechas, todavía en Cadaqués, sabía ya lo que iba a suceder: regreso a Barcelona el tiempo justo para poner cuatro cosas en orden, y luego –ahora sí– a Islandia, con Camila.

Un chófer negro, un cocinero chino, una cabina de lujo en un trasatlántico. ¿Por qué estas cosas han de convertirse poco menos que en un delito? ¿En qué lugar del mundo vamos a poder vivir con normalidad dentro de poco? Viajar, por ejemplo. Irse así, de pronto, a donde a uno le viniera en gana, sin otro motivo que el de haberse despertado con esa idea. Antes no había país, no había ciudad que se hallara fuera de nuestro alcance: Shanghai, Benarés, Saigón, La Habana, Buenos Aires de noche, una fiesta en Cuernavaca, un safari en cualquier colonia africana. Todo estaba cerca, todo era fácil. Ahora, en cambio, ¿qué sitios nos quedan que ofrezcan no ya interés sino simple seguridad personal? ¿Qué países de Asia, de África, de Sudamérica, podemos recorrer con seguridad? ¿Y Estados Unidos? ¿Y la misma Europa, prescindiendo ya de si aún existe algo que ver en Europa, de si aún hay algo a salvo de esa plaga que es el turismo de masas, ese fenómeno que va devorando uno tras otro los rincones más privilegiados, la Riviera, la Costa Dálmata, las islas griegas, los Alpes, el valle del Rihn, ese movimiento multitudinario que persigue a la belleza como si de una alimaña se tratase y como a una alimaña la destruye, Capri, Biarritz, Cap d’Antibes, Cadaqués, sin ir más lejos? La degradación de países como Inglaterra o Italia, el deterioro que experimentan en todos los terrenos, epidemias, inundaciones, terremotos, sequía, miserias hasta hace poco inimaginables, totalmente impropias de una nación civilizada. Y esa otra plaga de nuevo cuño que es la burocracia. Antes, una podía tener su apartamento en París o, qué sé yo, en Nueva York o Londres, y pasarse ahí todo el tiempo que quisiera sin preocuparse por los impuestos y todas esas murgas de ahora. Un simple telefonazo a la Cook, y todo arreglado.

Dónde meterse, éste es el problema. Tengo entendido que Barcelona fue una ciudad alegre, disparatada, realmente única, hasta que Franco la convirtió en el colegio de monjas que, como el resto de España, sigue siendo todavía. Pero, por otra parte, fuera del colegio, en la calle, están esos movimientos radicales que la inconsciencia de los jóvenes de hoy y el vedetismo irresponsable de cuatro ancianos profesores incuban en la universidad hasta que, como una granada, acaba explotando entre sus propias manos, dando pie a espectáculos tan espeluznantes como el de ese París que no parecía sino estar escenificando una nueva Commune. Confieso que lo que he visto en las revistas me ha puesto los pelos de punta. Me era imposible reconocer en aquellas imágenes el París de mis tiempos, mi París. Se diría que, frente a dictaduras como la de Franco, la única alternativa parecen presentarla esos fanáticos desaforados, esos profesionales de la revolución y el terrorismo. Porque, a mi entender, lo preocupante sería que Europa entera volviese a polarizarse en torno a estas dos opciones extremas. El único aspecto de los años treinta que no me resulta, que digamos, precisamente atractivo.

Pues ésa es, sin duda, mi época, la época en que debiera haber vivido: los treinta. De hecho, la época en que nací, una época a cuyo ritmo mi vida se hubiera desenvuelto fluidamente, de no haber venido enseguida las crisis y las guerras y las revoluciones y todo eso que ha terminado por transformar el mundo en algo tan antipático. Un mundo que todavía era como el de las comedias americanas, el de las películas de por aquel entonces, cuando yo no era más que una niña que se ensoñaba ante aquellos ambientes, que ella, que yo, ávida, impaciente, creía que me estaban reservados. Pero ¿qué se hizo de los hoteles internacionales, tipo Ritz de París o Claridge de Londres? ¿Puede decirse que siguen siendo los mismos, aunque subsistan? ¿Y los restoráns tipo Maxim’s, por más que en apariencia sean los de siempre? ¿Y de los grandes trasatlánticos que ya no existen? ¿Quién se atrevería hoy a pasearse en el equivalente de un Hispano, tapizado de piel de tigre? ¿Quién no rehúye o disimula el disfrute de cuanto de hermoso puede ofrecernos la vida, lo mismo que si de un crimen se tratara? Es como si, de repente, todo eso hubiera volado por los aires, como volaron por los aires las risas que soltaba papá cada vez que me hacía trotar sobre sus rodillas.

¡Gastar a semejanza de uno de esos estrafalarios jeques árabes que se ven por Londres, de uno de esos emires hinchados de petróleo, que deambulan por ahí, bajo un exterior más bien zarrapastroso, como figuras sacadas de un belén! ¡Comprar y comprar sin más, sin cálculo, sin límites! ¡Tener lo que uno quiere en cuanto lo quiere, en cuanto lo ve! Éste es mi mundo, lo tenga o no a mi alcance; ésta es la forma de vida que me corresponde. Ya en mi primera época parisina, lo recuerdo perfectamente, Raúl me decía –y seguro que estaba en lo cierto– que yo no sabía calcular, que no podía ir por el mundo así, gastando sin mirar. De acuerdo. Pero ¿y qué puedo hacerle? Ésta es mi manera de ser, la compensación que busca mi inconsciente a ese mundo que me fue robado.

Con lo dicho, creo yo, queda más que explicada mi simpatía de siempre por Constantino, el emperador; la admiración que su determinación y su lucidez me inspiran, consciente como él era de que con sus actos precipitaba al Imperio en la más horripilante de las catástrofes. Sólo que, consciente asimismo de que cualquier otra alternativa significaba un final no por más lento menos inevitable, abrió las puertas a la única opción susceptible de conllevar, a la larga, una solución en potencia. Buena prueba de que no andaba tan desencaminado la constituye el hecho de que, desde entonces, bajo las más dispares apariencias, la Humanidad no ha dejado de replantearse, vez tras vez, idéntico objetivo: la máxima coincidencia posible del poder temporal y el espiritual. El que este objetivo nunca haya sido alcanzado, no resta méritos a su iniciativa, antes al contrario, ya que tampoco puede decirse que otro triunfara donde él fracasó ni, menos aún, que haya sido planteada siquiera una alternativa más válida. Su desgracia, en mi opinión, fue la de acceder al poder en un período de decadencia sólo comparable al que estamos viviendo. Y lo mínimo que de él se puede decir es que planteó su batalla y la ganó.

Con el boxeo, con la decadencia del boxeo, pasa tres cuartos de lo mismo. La crisis, el mal, no está en el boxeo sino en el público, en la sociedad, igual que con tantas otras cosas, y pronto, como la esgrima, el boxeo será un deporte exclusivamente amateur, de salón. El boxeo es una forma de lucha con reglas, con principios, y nada tiene ya que hacer frente a esa serie de técnicas orientales, ahora de moda, en las que vale todo.