VII

El Edicto de Milán fue escrito aproximadamente en un mes, aprovechando que estaba sola en Puigcerdà, durante una de esas crisis que caracterizaron mi vida conyugal con Juan Antonio. A diferencia de la mayor parte de la gente, que cuando tiene problemas se queda medio obnubilada, en una especie de estado de confusión permanente, yo me crezco, casi como si esta clase de conflictos renovaran mis fuerzas en todos los terrenos. Y lo mismo que en Cadaqués al descubrir lo de Camila y Roberto, el falso gaucho, también durante aquel verano en Puigcerdà, la certeza de que J.A. andaba por medio mundo detrás de una casada pareció servir de acicate no sólo a mi vitalidad natural sino también a mi capacidad creadora. Los informes de la agencia –internacional, por supuesto; algo así como la Lloyd’s de la información privada– eran tan concluyentes como, hasta cierto punto, superfluos. Daban toda clase de detalles, desde luego; y, aparte de satisfacer la lógica curiosidad, resultaba divertido contrastarlos después con las explicaciones de J.A., sus historias sobre las vicisitudes de la formación de un fantástico holding internacional, el apasionante papel catalizador que le correspondía en el asunto, su inexcusable protagonismo en el desarrollo de la operación. Pero, en el fondo, me importaba un rábano lo que había hecho y otro rábano lo que no había hecho. Prefería hacerme la tonta y preguntarle por el precio de la avellana en Selva del Camp. A fin de cuentas, el origen de la fortuna de los Ramoneda era la avellana de Selva del Camp, por furioso que le pusiera el que se lo recordaran. Aunque J.A. había nacido en Barcelona, sé positivamente que se avergüenza de sus orígenes, de su pertenencia a una de esas siete o diecisiete, o las que sean, familias ricas de Reus, tan emprendedoras como provincianas y tacañas, que controlan el mercado de la avellana. Siempre he pensado que éste fue uno de los principales motivos que le empujaron a construirme la villa de Puigcerdà; borrar huellas, alejarme y alejarse en lo posible de sus orígenes, quedar vinculado a un lugar que es la antítesis de Reus. Por razones obvias, J.A. nunca llegó a saber siquiera que yo escribía.

Si la redacción de mi novelita me llevó apenas un mes, su publicación fue ya otro cantar. No es que me sintiera insegura ni que temiera el escándalo a que pudiese dar pie. Al contrario: lo que me hacía dudar entre publicarla o no, era, justamente, el temor a no provocar una reacción determinada, de signo más bien revulsivo, en cierta persona. Es decir: no la gente, la masa, sobre cuya capacidad de escándalo me encuentro a distancias olímpicas. No: una persona concreta, una sola persona.

La reacción deseada, ajena a toda clase de juicio estético, desgraciadamente no llegó a producirse y, aunque esto ya lo sabía cuando me decidí a publicarla, debo admitir que, bajo esta perspectiva tan sólo, El Edicto de Milán supuso un fracaso. Pero aun así, a sabiendas del resultado, conociendo de antemano la reacción de la persona a la que iba dirigida, opté finalmente por publicarla. No es por nada que Raúl me llama Flash Gordon: por mi don de estar en todo al mismo tiempo, de meterme en toda clase de líos. Mi decisión de que apareciese en una colección para bibliófilos como es Ediciones Originales se basaba en que así soslayaba los indudables problemas de Censura que me hubiera planteado su publicación en cualquier otra editorial. Y creo que acerté, pues la colección está dirigida por una persona que me demostró poseer una extraordinaria intuición, así como gran inteligencia y exquisita sensibilidad.

Además, el carácter elitista, selecto, de una edición de esta clase –por qué negarlo– no dejaba de satisfacerme; más, con mucho, que una de esas ediciones populares que la gente acaba leyendo hasta en el metro. También juzgué preferible firmar con seudónimo, y no precisamente, ni que decir tiene, por miedo al escándalo. No, no por eso, sino por motivaciones similares a las que me impulsaron a elegir una colección para bibliófilos en una época de consumismo desenfrenado, en la que lo que parece privar es la cantidad, la popularidad de un nombre, los millones de ejemplares vendidos. Una elección de sentido esencialmente ético.

En cuanto al seudónimo, lo de Mendoza se debe a que Mendoza es mi tercer apellido, como para Raúl es el cuarto. Esto es: mi padre, como la madre de Raúl, se llamaba Moret y Mendoza. Para un escritor barcelonés que escribe en castellano, encuentro que suena bien.

Lo de Claudio no es más que la masculinización de Claudia, mi mejor amiga por aquel entonces. Aparte de la relación que nos unía desde que éramos colegialas, estaba en deuda con ella por haberme rescatado de las garras de la Maldonado, un motivo más que suficiente para brindarle esta especie de homenaje, esta clin d’œil que nadie más podía captar; luego se fue definitivamente a Londres, si es que la palabra definitivo puede utilizarse en relación a la vida. Era –y sigue siendo– fotógrafo como la Charlotte de la novela, aunque, de acuerdo con la realidad, más bien encajaría con la Francisca que aparece justo en el último párrafo del libro. La ambigüedad de tal párrafo, como la de tantos otros, es, por supuesto, totalmente premeditada. Vamos, una broma en forma de trampa que tiendo al crítico avezado para que, recogiendo algunos cabos que dejo sueltos con malignidad calculada, analizando algunos lapsus, alguna que otra incoherencia, pueda llegar a la sagaz conclusión de que Claudio Mendoza es una mujer y, por añadidura, lesbiana. De ahí que cualquier hipotético lector de las presentes líneas pueda concluir a su vez, no menos sagazmente y en virtud del mismo juego de compensaciones, que mi nombre, Matilde Moret, encubre un varón; cosa, por otra parte, acaso más cierta de lo que a primera vista pueda suponerse.

En el mismo sentido, a manera de trampa –sólo que demasiado evidente en este caso para que el lector se deje atrapar en ella–, la coincidencia de que el autor de La Batalla del Puente Milvio, el libro que está leyendo Lucía, se llame también Claudio, Claudio Sáinz de la Mora, un nombre que apesta a seudónimo. Aquí sí que, salvo cretinismo superior al normal, ningún lector puede sino pensar que Claudio Mendoza y Claudio Sáinz de la Mora son la misma persona, y que, en consecuencia, La Batalla del Puente Milvio es una novela que tiene vida meramente dentro de El Edicto de Milán.

Por otra parte, esos cabos que dejo sueltos adrede, y esos falsos lapsus, procuro equilibrarlos mediante diversos recursos, a fin de que el lector se vea obligado a ejercitar al máximo sus reservas de agudeza y malicia. En materia sexual, a modo de ejemplo, el léxico que utilizo es algo crudo, francamente obsceno en ocasiones. Pero los hombres hablan así, empleando esta clase de palabras y expresiones, y, puesto que su autor es teóricamente un hombre, escribí el relato en lenguaje de hombre, por más que, personalmente, me disguste mucho oírlas en boca de una mujer. Mejor dicho: me molesta en sí esta costumbre de utilizar palabras gruesas que tienen los españoles, como para sentirse más hombres, sobre todo cuando se juntan. Pero he observado que, de un tiempo a esta parte, tal costumbre se ha extendido también a las mujeres, a las niñas bien, especialmente; y esto me parece aún más grave. Pasa como con los extranjeros y extranjeras que aprenden español en este tipo de ambientes: que acaban siendo incapaces de hablarlo sin intercalar una palabrota cada tres palabras, y encima lo encuentran de lo más natural. A Raúl y sus amigos me atreví a sugerirles –lo recuerdo como si fuese ayer– que, en vez de utilizar con tanta frecuencia determinada expresión soez, verdadero leitmotiv del grupo siempre que discutían sus tonterías, dijeran, por ejemplo: va prendere per il sacco, que, al menos en italiano literal, carece de significación ofensiva.

Todo esto no quiere decir, naturalmente, que en El Edicto de Milán no existan, no ya erratas, sino errores involuntarios de todo género y hasta incorrecciones indiscutibles; como en cualquier libro, por otro lado, y por sublime que sea su contenido. Pero lo más curioso es que hay erratas en las que se diría que los diablos del inconsciente, sean los del autor, sean los del corrector o los del tipógrafo, han hecho de las suyas. Así, por ejemplo, cuando se califica a Charlotte de invertida en lugar de introvertida, ahora no recuerdo en qué pasaje, no parece sino que una inspiración superior iluminara, en efecto, el trabajo de los tipógrafos.

Hay casos, como el poner Federico en lugar de Alejandro, en los que el lapsus no puede ser más que mío, ya que el corrector no tiene por qué advertir esta sustitución de un nombre propio por otro. Lo escribí así, por las buenas, y la errata pasó la prueba de todas las correcciones y acabó impresa, ya que la imagen que tenía delante al hacerlo no era la de Alejandro, que no existe, sino la de Federico, que sí existe; un amigo de Raúl verdaderamente insoportable. Aún había otro Federico, sólo que seguramente no se llamaba Federico, igual que el Gregorio que se citaba con Raúl, como si fueran novios, no se debía de llamar Gregorio; gente del partido, nombres de guerra. No, el Federico al que me refiero y al que, por desgracia, tuve ocasión de conocer a fondo, es del todo real, y parecido, en más de un aspecto, al Alejandro de mi novelita. Y es que, con los personajes, ocurre lo que Raúl, después de su detención, me contó respecto a los interrogatorios: cuando, en el curso de uno de esos interrogatorios, para salir del atolladero, te inventas un tipo clave del que no sabes nada pero que es el responsable de todo, el que sabe todo lo que te están preguntando, si no quieres que la policía te pille en contradicciones acerca de la personalidad de ese hombre en el que te estás desdoblando, hay que tomar como modelo una persona concreta que nada tenga que ver con el asunto: su físico, sus maneras, una referencia real y coherente a la que puedas recurrir una y otra vez. Y con los personajes, pues, sucede lo mismo: que tomamos a una persona real a modo de modelo –sus dejes, sus ademanes– simplemente porque nos resulta más cómodo que inventarla, porque está más a mano, aunque luego, con toda la carga que nosotros le añadimos, nada tenga en común con el original salvo en lo anecdótico. En este caso, no obstante, el nombre del original terminó colándose.

Las incorrecciones, por lo general, consisten en frases mal construidas, alguna que otra falta de concordancia entre sujeto y verbo, un deber por deber de, y cosas por el estilo. En la última revisión, ya sobre compaginadas, localicé una sonrojante catalanada, y suprimí por los pelos la n que convertía un defectivo había en habían, referido, creo yo, a vasos o copas. Faltas, en suma, de muy escasa importancia, ya que, como dice Raúl, escribir bien nada tiene que ver con escribir sin incorrecciones. Y eso con tanta mayor razón cuanto que, por lo general, corregir una falta es dar pie a que, al hacerlo, se cometan otras nuevas. Y hay incorrecciones que para el corrector no son tales desde el momento en que están provistas de sentido. Y que, por otra parte, el autor es la persona menos calificada para detectarlas, ya que, más que lo que está escrito, tiende a leer lo que escribió.

Más graves, ni que decir tiene, son siempre los fallos propiamente narrativos, aunque en El Edicto de Milán tampoco revisten especial importancia. Así, por ejemplo, cuando la aventura con el revisor: en el capítulo primero el revisor con acento español es mencionado en relación al viaje a Sète, a la ida, mientras que en el segundo, que es cuando propiamente se relata la aventura, el revisor de acento español aparece a la vuelta, con lo que se crea una especie de duplicidad de versiones; de hecho, dos variantes de una misma situación. Esto se debe, probablemente, a que el episodio tiene cierta base real, pero no el contexto, creándose entonces una disparidad interna muy propicia a esta clase de equívocos. Existe igualmente cierta confusión, o mejor, imprecisión, no siempre voluntaria, en torno a los acontecimientos que rodean el carnaval, relatados tres veces. La fiesta de Bellas Artes, pongamos por caso, es descrita en forma contradictoria. ¿Se acostó Lucía con Alejandro aquella noche? ¿Se habían acostado ya? ¿Lo hicieron después? ¿Lo hizo con Jacques? La verdad es que la cosa no queda clara, y supondría tener en muy poco al lector achacarlo a que Lucía estaba con resaca.

Un tipo de fallo completamente distinto es el que se comete –que yo cometo, quiero decir– por dos veces, como mínimo, al comienzo de la obra. Primero, cuando la despedida en la estación, que es narrada como si fuera de día, mientras que, en la realidad, los expresos París-Barcelona salen, lo más pronto, a última hora de la tarde, y a última hora de la tarde, por estas fechas, a primeros de noviembre, es ya noche cerrada. El otro fallo se encuentra a las pocas líneas, cuando, tras su caminata, Lucía se entretiene dando vueltas y más vueltas al vaso con un crisantemo que adorna su mesa de l’Alouette, detalle ornamental totalmente impropio de un bar de esta clase, donde, a lo sumo, sobre cada mesa, habrá un gran cenicero que anuncie Ricard, Martini o lo que sea. Pero estos errores lo son sólo en relación a la realidad, no a la obra en sí, y desde un punto de vista literario no cuentan. L’Alouette, como nombre, está inspirado en l’Irondelle, un restorán modesto pero muy correcto que solía frecuentar durante mi primera época parisina. Y, al principio, el bar descrito en mi obrita conservaba el nombre de este restorán. Luego lo cambié por l’Alouette pensando en la canción, aquello de alouette, gentille alouette; lo que ahora se me ocurre –y hasta me parece muy probable– es que tal vez haya en París un bar que se llame realmente l’Alouette. En l’Irondelle, de propietarios muy esmerados, sí que había flores en las mesas.

Estos dos ejemplos son suficientes, me parece, para mostrar hasta qué punto llego a ser consciente de las virtudes y los defectos de mi propia obra. Pues lo cierto es que, a la hora de corregir, había caído ya en la cuenta de estas dos faltas de verosimilitud, de concordancia entre ficción y realidad, y no me importó, sin embargo, dejarlas ahí. Y no por confiar en que la crítica no los captase –que no los captó, naturalmente–, sino porque, en verdad, carecen de importancia, ya que, de la estación de Austerlitz, cada mañana salen montones de trenes hacia todas partes, y hay montones de bares –no como l’Alouette, claro– con flores en las mesas. Fallos de este tipo sólo merecen ser tomados en consideración cuando, rozando el respetable ámbito de lo fantástico, entran de lleno en el campo de la oligofrenia semántica o, más frecuentemente, en el ripio estilístico; cuando el autor se deja llevar de avenates poéticos para los que su sentido crítico no está suficientemente preparado.

Un problema muy tonto relacionado con los ripios, quizá tan sólo una manía, es el que me creó el nombre de la protagonista, Lucía que, como Sofía, María, etcétera, rima con la mayor parte de los pretéritos imperfectos castellanos en tercera persona del singular, al tiempo que su a final tiende a encabalgarse con la preposición a seguida de innumerables palabras que empiezan por a, peculiaridades ambas que, en más de una ocasión, me condujeron al mismísimo disparadero en mi búsqueda de giros, de soluciones que soslayaran la maldita rima. Recuerdo al respecto, a modo de caso límite, que en el pasaje en que Lucía y Sergio Vidal pasean por Chantilly, tuve que suprimir un lucía un sol espléndido que, verdaderamente, dañaba los ojos. Pero con los personajes, como con las personas, cuesta mucho acostumbrarse a un cambio de nombre y, para mí, el nombre de Lucía estaba ya demasiado arraigado en la materia narrativa, desde sus orígenes, para poder cambiarlo a voluntad. Bauticé así a mi protagonista, lo recuerdo perfectamente, pensando en Lucía de Lammermoor; por la carga romántica, claro.

Otra cosa que ningún crítico parece haber observado, pese a que igualmente opté por dejar tal cual, es el cambio de tono que se produce en el relato a partir de las primeras páginas; un tono narrativo más minucioso, más descriptivo, que luego se pierde. Pero es que me resultaba trabajoso y forzado, poco menos que reñido con mi modo de ser, y casi que me sentí como liberada al dar con el tono que finalmente acaba predominando. Con todo y considerar un defecto tal discontinuidad narrativa, el arranque seguía pareciéndome bien escrito y acabé respetándolo.

La crítica –destinataria principal de los ejemplos disponibles, al objeto de obtener la máxima resonancia– acogió mi obrita con gratitud y consideración, como es habitual en ella salvo casos de particular inquina, o de que el crítico sea un jovencito ambicioso que pretenda abrirse camino a fuerza de estridencias. Y, como también es habitual en la mayor parte de la crítica, sin excesiva profundidad, limitándose a la transcripción rutinaria de esos resúmenes informativos –normalmente redactados por el propio autor– que los editores adjuntan en forma de boletín a los ejemplares de prensa, con lo que el crítico se ahorra tiempo y el editor dinero en concepto de publicidad gratuita, y, por más que la incidencia de tales notas en el público sea prácticamente nula, todos quedan contentos. A lo sumo, el crítico no excesivamente puntilloso, en la necesidad de justificar ante la revista o el periódico las cantidades que cobra por reseña, saldrá del paso añadiendo cualquier lugar común sobre lo que se supone que es la obra aun sin haberla leído, ya que, con un poco de oficio, la ayuda del resumen informativo y –en caso de edición comercial– del texto de la contraportada, junto con el recurso a las manías personales que suelen constituir su encuadre teórico, basta con hojear el libro por encima. Así, sin ir más lejos, la crítica aparecida en el TLS, obtusa y corta en su alcance como sólo la crítica de un crítico inglés puede llegar a serlo. Frente a tales torpezas, y aunque parezca raro, fue precisamente un crítico español, de Madrid, el que más afinó en sus apreciaciones; un crítico insólitamente agudo que, por lo que me han dicho –y conste que no lo he visto en mi vida–, además de profesional de renombre, es todo un caballero. Bajo una primera apariencia al estilo de la novela en boga durante los años cincuenta, decía en su crítica, a través de las páginas de El Edicto de Milán sopla una brisa fresca, oxigenante, cargada de aromas dieciochescos. La imagen, aunque no coincidía con mi propia idea del libro, aunque jamás había pasado por mi cabeza una ocurrencia semejante, me pareció de lo más afortunada, y así se lo expresé en la breve nota manuscrita que, de acuerdo con las más elementales normas de cortesía, me creí en la obligación de dirigirle. Ignoro si en el mundo de las letras se estilan deferencias de esta clase y, en el fondo, es una cuestión que me tiene sin cuidado; yo estoy habituada a este tipo de cosas y basta. Y me imagino que también él debe de estarlo. A fin de cuentas, el dieciocho es el siglo de la elegancia y el esprit.

Está visto, en cambio, que verdaderamente nadie es profeta en su propia tierra, ya que la crítica local, indiferente a la atención que siempre supone ser obsequiado con un ejemplar de bibliófilo, haciendo gala de una descortesía que rayaba en ingratitud, tendió a minimizar, cuando no a ignorar, mi obra. Según la más extensa de las escasas reseñas aparecidas en Barcelona, El Edicto de Milán era una novela carente por completo de interés, llegando a declarar el crítico que resultaba hasta deprimente una tan larga serie de infidelidades, de amor mecánico. ¡Deprimente! Sus motivos personales tendrá para decirlo. Aparte de que, según tengo entendido, se trata de un reconocido y notorio comunista. Y de ahí su falta de libertad de espíritu, a diferencia del crítico madrileño, el de la brisa dieciochesca.

De entrada, debo admitirlo, me preocupó la posibilidad de que con lo de la palabra oxigenada, mi crítico madrileño no estuviese aludiendo al clásico rubio platino de las pelucas del dieciocho. Pero, tras varias relecturas, comprendí que no, que con esta feliz expresión no hacía sino referir a su modo la esencial amoralidad femenina que campea a todo lo largo del libro, el desprecio que trasluce hacia los estúpidos conceptos viriles de fidelidad, respeto mutuo, compenetración y demás ideales que se nos inculcan a todo trance, en la medida en que nada tienen que ver con nosotras. Un libro brillante y desenfadado –terminaba la crítica–, impregnado del juvenil inconformismo de su autor. Una crítica, en resumen, llena de finas intuiciones y juicios acertados. Si al crítico se le escaparon los impulsos esencialmente vengativos que bullen bajo ese aire desenfadado, bajo esa ligereza un poco cínica, es cosa mía, no suya, y no voy a ser yo quien le culpe. Acaso las motivaciones secretas de la obra –cuando menos a nivel de conciencia– sean tan sólo transparentes para su autor, como los pensamientos lo son sólo para el sujeto pensante. Y acaso sea ésta la justificación de quien, debiendo entender, no entiende o hace como si no entendiese, a semejanza de aquel que, adivinando el pensamiento de otra persona, por egoísmo, por cobardía, por lo que sea, prefiere no darse por enterado. Pues, por lo demás, los defectos formales de mi obrita, los conozco y reconozco mejor que cualquier crítico, y vaya Raúl por delante.

Desde un punto de vista estrictamente literario, El Edicto de Milán es como el extracto de una obra de extensión por lo menos tres veces mayor. No hay descripciones ni diálogos propiamente dichos, ni el desarrollo de un argumento; antes que una novela, según los cánones convencionales, según la preceptiva del género, es un guión de novela. Bueno, ¿y qué?, me pregunto yo. ¿Y si consideramos El Edicto de Milán desde cánones que no sean los convencionales, los estrictamente literarios? Los diálogos siempre me han aburrido tanto como las descripciones detalladas, paja, ambas cosas, que en nada favorece a la materia narrativa, y no veo razón para que, pensando así, hiciera lo contrario sólo por ajustarme a unos cánones yo, precisamente yo, que tengo por norma no ajustarme a ninguno. En algo tengo que afirmar mi personalidad, tomar mis distancias respecto a esa mujer que sólo parece haber existido para quitarme luz, para plagiarme por anticipado en todos los campos.

Pero, volviendo a las diversas reacciones que mi obrita suscitó en el mundo de la crítica, la palma al mejor rebuzno corresponde, con todos los merecimientos, a Richard Burro, un crítico de TLS que conocí en Londres –en modo alguno íntimamente, ni que decir tiene– y que luego se descolgó con una reseña plagada de necedades sobre El Edicto de Milán. Fuimos presentados en el curso de un cocktail, y yo, lo confieso, lo encontré encantador, mientras que él, con la típica hipocresía del homosexual, fingió abrigar idénticos sentimientos hacia mí, para salirse posteriormente con su ensañada crítica, cien por cien pederástica. Lo que nunca he podido establecer con claridad es si redactó su crítica sin llegar sinceramente a identificarme, a mantener vivo el recuerdo de que yo era Claudio Mendoza, o si, por el contrario, me tenía más que presente y no pretendía más que torturarme por placer, rabiosamente llevado de su agresividad mariconil, prisionero de esa feroz vindicación antifeminista que, por los motivos que sean, es característica común a determinados homosexuales. Un dilema, en el fondo, que ni merece la pena dilucidar, dado que, en cualquier caso, su crítica era propia de un perfecto imbécil. Escribir, por ejemplo: one can not renew the form of novels unless one drastically renews their themes, como acaba diciendo. Cuando lo que está claro es exactamente lo contrario: que lo único que cambia con respecto a un problema es la forma de contarlo.

El asedio tocaba a su fin. Un hecho que ya podía proclamarse abiertamente, sin temor a llevarse un chasco, a entonar un prematuro canto de victoria. Tras los escarceos y choques esporádicos característicos de cuando se establece un cerco, en julio, el mes de agosto, que coincidió casi exactamente con el asedio propiamente dicho, había sido decisivo. Y ahora, las calmas de septiembre con las que algunos veranos parecen querer prolongar su vida, pese a los días que se acortan y a la luz que ya es de otoño, constituían el escenario de los últimos golpes de audacia, las últimas salidas a la desesperada que preceden a la derrota de la parte asediada, al más completo triunfo de la parte asediante. Un triunfo como acuñado bajo el signo de Leo, un signo con cuyos nativos yo, que soy Acuario con ascendiente Piscis, siempre he conseguido llegar a un entendimiento perfecto, de igual modo que, como período, ese tiempo canicular dominado por Leo, suele serme de lo más favorable. Un dato que Camila, que no lo ignoraba, debió haber tenido en cuenta antes de que fuera demasiado tarde, de que sus reacciones acusaran ya la intuición del inminente final. Reacciones a veces de exasperación, a veces de agobio, a las que tampoco Roberto parecía escapar. Y, en último término, de fatiga, casi de indiferencia, de desinterés del uno por el otro, demasiado exhausto cada uno de los sitiados para encima preocuparse por el otro. Un estado que suele resolverse en un deseo cada día más imperioso de acabar de una vez y al precio que sea, con tal de, como el suicida, dejar simplemente de sufrir.

Lo malo del caso es que la fatiga tiende a contagiarse y, por lo general, termina haciendo presa también en las fuerzas asediantes. Con lo que acaba resultando que el asedio se convierte en algo así como uno de esos trabajos de Hércules en los que lo más terrible son las sangrientas incidencias que preceden o siguen a la consecución del objetivo que supone la realización de cada trabajo. Lo notaba en Camila como lo notaba en él, en Roberto, cuando coincidíamos los tres en el mismo sitio, acaso más desfondado –en tanto que más blandengue– nuestro Martín Fierro. ¿Quién le debió de engañar?, todavía me pregunto a veces. ¿Qué gancho cree que tiene para la gente el ser argentino, que es algo por lo menos tan triste como ser australiano?

Ahora bien: al margen de cualquier otra consideración, puedo asegurar, por propia experiencia, que un marco como el de Cadaqués en agosto favorece al máximo el hastío que tiende a expandirse en torno a toda situación de asedio. El hastío y el cansancio que acaban imponiéndose al asediante en grado no menor que al asediado, y no tanto por las monótonas vicisitudes del asedio cuanto por el agobio y el carácter opresivo del ambiente en que se desenvuelve. Esa peculiar sociedad barcelonesa que veranea en Cadaqués, sus hábitos, el comportamiento que adopta; esa sociedad que años atrás me cerró sus puertas y que yo mantengo a distancia en la medida en que ahora me busca. Esa sociedad que ahora me envidia en la medida en que se ve rechazada, como el gañán que envidia desde sus terrones a las criaturas olímpicas. ¡La animadversión y la maledicencia de la gente contra todo ser que, por sus cualidades personales, su fortuna y el desafío de sus costumbres, brilla con luz propia muy por encima de sus doblegadas existencias!

Yo les conozco, así considerados como conjunto cuanto individualmente, uno por uno y una por una. Sí, les conozco bien, orondos burgueses de Barcelona que sólo se desprenden de su exterior ogroide al pisar Cadaqués, llevados de un snobismo disfrazado apenas de higiene mental. Como conozco a sus esposas, esas damas de mediana edad que fueron castas cónyuges hasta recalar en Cadaqués, para convertirse, antes de que acabe el primer verano, en fervientes, apasionadas, desenfrenadas fornicadoras. Me sé casi de memoria el proceso que, como los síntomas de una epidemia, se repite caso por caso, y puedo testimoniar que será mucho si alcanzan la media docena las que –posiblemente por ser todavía más pobres de espíritu que las otras– han quedado fuera del circuito. Llegan muy en su papel de madres ejemplares, que apechugan con los críos durante el verano mientras el marido hace de rodríguez en Barcelona, resignadas por anticipado hasta que el climaterio las libere de sus frustraciones. Ante el ejemplo de las otras, las veteranas, y dándose cuenta de que no pueden escandalizarse, de que estaría fuera de lugar el hacerlo, dejan entrever que, si no fuera por los hijos, también ellas se entregarían a idéntico ejercicio, desengañadas no menos que las otras del marido y, por extensión, de la actividad sexual, que no conciben aún al margen del matrimonio. Pero están los hijos, su escudo, su coraza, la razón última de que no hagan lo que les venga en gana; la razón única. Pues, por ellos, los hijos, por ellos y no por el cerdo del marido, harían de puta si fuera preciso, dicen, poniendo tal énfasis en semejante extremo que, a todas luces, queda claro que no sólo estarían dispuestas sino que casi desean que llegue a producirse la traumática circunstancia, la contingencia que las ponga a prueba. Y sé positivamente de casos que han terminado literalmente así, en forma de prostitución apenas encubierta; lo único que necesitan es un pretexto. Un pretexto que, frecuentemente, responde a una motivación tan sencilla como puede serlo la pignoración de alguna que otra joya, a fin de hacer frente a los gastos extra que acarrean determinadas debilidades cuando ya no se es demasiado joven. Y sé hasta de casos que helarían la sangre a cualquier mujer mínimamente normal, pues tengo entendido que aquella gente hace pagar sus favores sur place, que en la trastienda, como si dijéramos, tienen un catre y una bañera para tales menesteres y, según ciertas fuentes, incluso una especie de minicámara de tortura para uno de los jefazos, que tiene propensiones masoquistas. En esto, ni más ni menos, consiste lo que en su argot llaman contraprestaciones.

El otro Cadaqués, el Cadaqués de los jóvenes, más visible y llamativo en cuanto más estético, como corresponde al hábito que los jóvenes crean con su simple presencia vegetativa, igual y diferente cada verano, debo reconocer que no lo entiendo, con todo y aceptar en lo que vale la plasticidad que la juventud ha sabido siempre imprimir a su mundo, un mundo que ha dejado de ser el mío. Y conste que no lo digo con el orgullo retrógrado del antes era distinto, del en mi época estas cosas no pasaban y frases por el estilo que la gente suele hacer suyas conforme envejece. Pues si me desagrada decirlo es precisamente por lo que mis palabras puedan tener en común, aunque sólo sea en apariencia, con esta clase de mentalidad; y a otro nivel –más profundo–, por el temor a estar haciéndome vieja de verdad, a que no sea otra la razón de que cada vez me sienta más ajena a ese mundo de los jóvenes, de que no me vea capaz de apreciar los aspectos positivos de la mutación en las costumbres que, con su comportamiento, están introduciendo. Pues lo cierto es que, realmente, hace unos años, en Barcelona, en París, los jóvenes de entonces no éramos así. Pocas líneas más arriba he utilizado la palabra vegetativo, y éste es, precisamente, el término que mejor encaja con el modo de ser de los jóvenes de hoy, el concepto que mejor conviene a la vida que llevan: vegetar. Libertades, todas, inimaginables cuando yo tenía su edad; pero, más que bajo el imperio de la voluntad y el deseo, esas libertades parecen llegarles como a la deriva, como flotando en ese remanso de atonía en el que se hallan inmersos. Sé de más de una chica de buena familia que hasta se ha dejado fornicar por marineros del pueblo, igual que las primeras turistas que llegaban sueltas, pero sin siquiera el animoso entusiasmo de aquellas pioneras. Y es esa inercia del joven, esa como indiferencia ante todo lo que a su edad debiera ser descubrimiento apasionado, lo que no me resulta posible comprender. Pienso sinceramente que sólo un lelo, uno de esos viejos gagá que no admite serlo, que así disfraza la depresión senil de saber en el fondo que lo es, que así desplaza y proyecta sobre los demás su propia esclerosis, en un intento desesperado de salvarse, de reengancharse con una manta liada a la cabeza; sí, que sólo un lelo de tal especie, pienso yo, puede aplaudir sin reservas –como más de uno aplaude– la actitud ante la vida de los jóvenes de hoy día. Sandeces como lo de que se empieza a ser viejo cuando se deja de entender a los jóvenes y todo eso. Y la culpa, creo yo, la tienen quienes, abusando de la superioridad moral que se deriva de su relevante posición en la sociedad, lejos de reprobar este tipo de mentalidad, han contribuido a estimularlo cuando no a crearlo. La culpa es, sobre todo, de esos profesores de universidad que, desprovistos ya de próstata, predican las demagogias más disparatadas con tal de aguantar como sea en sus cátedras.

Pero no fue el ambiente de Cadaqués ni la vida mundana que llevábamos la causa principal del hastío y el agobio que me atenazaban. Fue la casa en sí, en su funcionamiento interno, lo que se me hizo más insoportable. Pues era allí, en la casa, donde, a niveles todavía más sórdidos, mejor se reflejaban las tensiones sicológicas derivadas del choque de dos fuerzas antagónicas, crispantes como esos silenciosos relampagueos que aparecen en los cielos plomizos del crepúsculo, mero eco de los calores caniculares. Emilia cada día más irremediablemente falsa en su forzada afabilidad, en su papel de abnegada sirvienta salida de una novela naturalista, que representaba con una falta de convicción muy en consonancia con la obviedad de saberse descubierta, perfectamente clasificada como bruja madrina. Y junto a ella, pero por separado, en continuo vaivén, entrecruzándose como las sombras de dos ramas movidas por el viento, Constantino. (¡Qué forma, por cierto, de desperdiciar un nombre de tan altas resonancias!) El boicot sistemático al que se entregaba impulsado por su malignidad, las averías que —estoy segura— provocaba, los constantes percances que sufrían las instalaciones, llaves de paso, fusibles, válvulas, desagües y demás elementos integrantes de ese mundo subterráneo de cañerías y conducciones que se complacía en toquetear con el mismo alborozo irresponsable con que un diablo travieso maneja los controles del infierno. Su hipócrita condolencia al anunciar cada desastre, la gorra en la mano, la sonrisa solapada desbordándole irreprimible, como si no fuera lo bastante delator el hecho de que únicamente con la barca no hubiera problemas; y ello, sin duda, gracias a su amor propio marinero, a sus grotescas pretensiones de lobo de mar. Lo que más le cabreaba, por otra parte, eran mis conocimientos de bricolage, mi habilidad y mi maña, mi eficacia probada cuando me apetecía ponerme manos a la obra, muy superior a la suya; y, por encima de todo, que sólo me pusiera manos a la obra cuando me apeteciera, cuando me diera la real y pomposísima de las ganas. Cosas así sobrepasan sus fuerzas, su misma capacidad de disimulo.

De vez en cuando, no faltaría más, les cae la reprimenda, el susto que se han ganado. Y es entonces cuando convierten en refugio su propia indignidad y degradación. Como la ocasión aquella en que decidí poner coto a las constantes distracciones de caviar, foie-gras y jabugo –nunca he puesto objeción, quede bien claro, a que dispongan como les plazca lo mismo de la nevera como de la despensa, salvo en lo que se refiere a esta clase de delicias que sus bastos paladares son incapaces de apreciar debidamente, constituyendo, por tanto, un verdadero desperdicio, no ya económico sino gastronómico, puramente técnico como si dijéramos, permitirles que consuman algo que les atrae por la simple razón de que es caro–, así como de determinados chocolatines ingleses tipo after eight. Y entonces Constantino, con su clásica sonrisa infame, no exenta de complacencia por la irritación que habían conseguido provocar en mí, acrecentada por la imposibilidad en que me veía de probar una acusación descaradamente cierta, recuerdo que dijo: pero señoreta, dijo; si aunque quisiéramos no podríamos hacerlo: no tenemos —se trataba en esta ocasión de un magnífico jabugo— dientes para cosas tan difíciles de masticar. Y, al unísono con Emilia, mientras ella se quitaba la dentadura para enseñármela, me mostró su lóbrega boca llena de agujeros, gastadas amarillosidades y negruras de nicotina. Algo horrible. Tanto que, con tal de no verles ni un instante más, así quedó la cosa. Pero saben de sobras que un día puedo irritarme definitivamente y cortar por lo sano, y esto les mantiene a raya. Gente que, como en las novelas de Salgari, de Sabatini o de Karl May que leía en mi infancia, respondería sin rechistar al nombre de perro, y no tanto en razón de su inferioridad respecto a la persona que con tal apelativo las denomina y, consecuentemente, las trata, cuanto por su fundamental servilismo, por su bajeza. Perros, borregos, reptiles, lo más obtuso, lo que mejor se arrastre. Por lo visto, cuando los procesos de Moscú, los acusados se aplicaban similares calificativos en sus confesiones.

Ni siquiera Herminia escapaba a la regla. Y tal comprobación no dejó de afectarme, frustradas una vez más mis esperanzas de rescatar, de levantar de su condición a cuantas chicas como ella, sensibles, receptivas, parecían capaces de responder adecuadamente. Pues, muy al contrario, la intuición de lo que estaba sucediendo sirvió únicamente para estimular al máximo sus malos hábitos, aquella amabilidad que sabía hacer rayar en reticencia, aquella discreción llena de insinuaciones, aquella forma suya de moverse por la casa, dándole a todo aires de complicidad y misterio. Sobreentendidos que conseguían suscitar en mí una irritación y un fastidio comparables tan sólo a los que consiguió provocar con aquellos comentarios que estuvieron a punto de valerle la expulsión cuando todavía llevaba poco tiempo en casa y, aún por afinar, no acababa de captar el ambiente que allí se respiraba; lo que Camila y yo llamábamos el parte del lunes, su relato, mientras nos servía el desayuno, de las proezas amatorias de su novio, uy, qué hombre, nunca tiene bastante, nunca se cansa, y demás repugnantes confidencias dichas casi como con hartura, en un torpe y desencaminado intento, probablemente, de excitarnos. Pero lo peor era su mimetismo, lo que me ponía más nerviosa. Eso de que, estás de mal humor, ella también; estás de bueno, ella lo mismo. ¡Hasta si me encontraba indispuesta, con eso! Le dolía la cabeza, se sentía mareada, todo lo mismo que a mí. Una forma de irritarme tan fuera de los límites de lo tolerable que lo único que con ello lograba era que le empezase a tomar verdadera manía; eso era lo que se estaba ganando.

Total, que así es el servicio, desde la chacha más chacha hasta el mayordomo de librea. Unos porque quieren suplantarte y los otros porque te ven gozar de la vida, cosa que para ellos es el súmmum de la perversión y quieren estropeártelo, hacértelo pagar como sea. Soy consciente de que tal vez mi lenguaje suene insultante, ofensivo en exceso, a determinados oídos delicados, pero es que me saca de quicio este odio sistemático hacia cuanto de noble y hermoso tiene la vida, por parte de aquellos a quienes sus propias limitaciones les hacen incapaces de apreciarlo. Guste o no guste, así son todos. Y no hay excepciones. Pues lo realmente triste es que lo que vale para Constantino vale también para Herminia. Las motivaciones, en el fondo, son las mismas: el hecho, por ejemplo, de que además de ser rica, de estar físicamente en pleno esplendor y de ponerme al mundo por montera, en lo que a la forma de vivir se refiere, sepa hacer las cosas mejor que ella. No ya llevar una casa –lo que supone mejores dotes organizativas, esto es: mayor inteligencia– sino incluso las tareas más concretas, como lavar y planchar prendas delicadas o preparar platos de alta cocina. Envidia, en suma, y no sin motivo. Las crêpes Grand Marnier que hago.

La única anécdota que rompió la monotonía de aquel agosto me sucedió una tarde en que, segura ya de mi triunfo y como si en Cadaqués me fuese imposible paladearlo, salí a dar una vuelta en coche, a desahogarme. Encontré el desahogo en el término municipal de Sant Pere Pescador y, más concretamente, en uno de esos puestos que los payeses montan a los costados de la carretera, con el fin de vender directamente sus verduras. Me detuve, pues, junto al puesto aquel, y no porque abrigase la intención de comprar ninguna clase de fruto, sino por la belleza del paisaje en que se hallaba situado, inmerso en la frondosidad creada por el curso del río. Pero quiso la casualidad que mayor aún fuera el interés que, de inmediato, despertó en mí la joven vendedora, una rubia de tal perfección, tanto en los rasgos cuanto en la figura, que nadie, en otro ambiente, hubiese aceptado la realidad de su condición campesina. El entendimiento fue rápido, casi que hasta demasiado rápido y demasiado fácil para mi gusto. El campo, además, tiene el problema de los insectos; y, especialmente en las márgenes de un río, el de los mosquitos. La experiencia, sin embargo, fue de lo más refrescante.

Un asedio es un asedio, de forma que los incidentes, lo mismo con las personas que con las ciudades, entran siempre dentro de lo previsto. En las personas, claro está, el tipo de incidentes cambia según el sexo; y yo diría que hasta en las ciudades, que también tienen su sexo. Barcelona, por ejemplo, como bien me hizo observar Raúl, es una ciudad femenina por excelencia, y así se ha comportado tantas cuantas veces ha sido asediada; una estrecha. Esto hace que todo se complique, que, de acuerdo con la situación, con las circunstancias concretas, cambien enormemente las actitudes de cada una de las partes. Yo, pongamos por caso, de ser ciudad, sería de esas que convierten a sus asediantes en asediados. Y lo mismo puede decirse de mis relaciones con los hombres: conquistar lo más directamente posible y no, como acostumbran las mujeres –muy equivocadamente, por cierto–, dejarse conquistar, en la creencia de que ésta es la táctica que hay que seguir con los hombres, como si la lucha, el enfrentamiento, pudiese darse por terminado algún día. No, mi táctica siempre ha sido la de atacar primero, anticiparme, y no soltar mi presa mientras no me convenga hacerlo. Una erección rápida, imprevista, disipa en el hombre todo atisbo de falta de confianza en sí mismo, fuente –bien por motivos de carácter, bien a consecuencia de un trauma síquico, de lo que seade un sinnúmero de rasgos conflictivos, timidez, retraimiento, debilidad sexual, etcétera, mucho más extendidos de lo que las mujeres, con su habitual estupidez, suponen. Y es que el hombre, cuando se ve responder sin problemas ante una mujer determinada, prefiere, en última instancia, la seguridad que le da esa mujer, al riesgo de descalabro que siempre implica una aventura con cualquier otra; de ahí que utilicen y hayan terminado imponiendo la palabra aventura para designar esta clase de reacción: por el riesgo que para ellos supone. La mujer, en cambio, por lo general nunca llega a enterarse de lo que pasa, creyendo, como usualmente cree, que la culpa es propia –y a veces lo es–, que sus fracasos con los hombres son producto de una personal ineptitud para la cama, algo vergonzoso, algo que, por sus especiales circunstancias, por su carácter insólito y privativo, no se atreve a comentar ni con la mejor amiga. En fin, son cosas muy complicadas. Lo importante es romper esquemas, prescindir de los equivocados lugares comunes que rigen la conducta de hombres y mujeres, que hombres y mujeres tienen metidos en la cabeza. Partir de esta base es ya en sí una especie de arma secreta. Un tipo de arma que, al menos a mí, me ha dado siempre excelentes resultados con mujeres igual que con hombres. Las mujeres, eso sí, lo que a veces requieren es más tiempo, más círculos.

En lo que a mí concierne, el problema es no ir demasiado lejos, no dejarme llevar de esa pugnacidad que me quema por dentro, de esos impulsos que obnubilan mi recto razonamiento y que, después, en más de una ocasión, me han hecho rectificar, volver atrás. Lo que me sucedió, sin ir más lejos, al releer las fotocopias del epistolario Camila-Roberto, al caer en la cuenta de la calculada intencionalidad de la palabra bruja, en el fin que se habían propuesto al emplearla: ni más ni menos que el de un bofetón. Pero no el de un bofetón dado para ofender, sino, muy al contrario, para sacudir, para hacer reaccionar. Pues era evidente que, a estas alturas, ella sabía que yo leía sus cartas; son cosas que se adivinan, y Camila me conocía demasiado para no estar ya al cabo de la calle a este respecto. De ahí que, bien con la tácita complicidad de Roberto, bien sin ella, utilizara ese epistolario –estoy segura– a modo de vehículo de relación indirecta, refleja, entre ella y yo, un vehículo que, por su misma naturaleza, me convertía en verdadera destinataria, o destinataria final, de la correspondencia intercambiada. Y, fuese desde el principio, fuese como consecuencia del proceso de recapitulación que todo largo asedio proporciona, lo que estaba fuera de duda era que Camila tenía plena conciencia de la indiferencia que, al menos por mi parte, estaba invadiendo nuestra vida cotidiana, la más mortal de cuantas enfermedades son susceptibles de afectar al ámbito amoroso. En consecuencia, Camila había resuelto hacerme reaccionar, recuperarme para ella, designio que, una vez percibido, me obligaba a mi vez a modificar mi línea de conducta. No por otra razón respondí entonces, recurriendo al mismo vehículo epistolar, con una carta redactada en ese tono de carta que se escribe pero no se manda, y la dejé asomando del bolso un número de días suficiente como para que Camila se empapase de su contenido. Una carta llena de pasión y deseo inflamado, aunque, eso sí, con invectivas, sin un perdón más que prematuro, con violencia hiriente. Como para darle la razón en lo de la bruja.

Mi propósito no era otro que el de escribir una obrita sin excesivas pretensiones trascendentes, pero trabajada como un orfebre trabaja sus materiales, metales nobles, piedras preciosas. Es decir: una pequeña joya. Con todo el impacto inmediato que produce, a la vez que con todo el interés y detenimiento que, pasado el primer instante, su apreciación requiere. Cosa que, en términos literarios, presupone la concurrencia de determinadas cualidades, elementos imprescindibles para la obtención de una obra brillante, llamativa, llena de ironía. Tampoco falta, claro está, algún que otro detalle, alguna que otra alusión de esas que todo autor se complace en meter para su particular satisfacción, cosas tomadas de la realidad, quiero decir, que, aparte de mí, sólo son captables por la persona directamente afectada, para quien la lectura del párrafo en cuestión puede suponer un sobresalto, y hasta un ramalazo de terror la inevitable pregunta: ¿cómo lo habrá sabido? Son lo que yo llamo confidencias de confidencias, algo equivalente a ese amigo de amigos o pariente de parientes, que utilizamos para designar, mediante un giro difuso, un tipo de relación muy concreta. ¡Lo que en una cama puede llegar a saberse de lo que pasa en otra!

Si me creo obligada a esta especie de declaración de motivos es sólo para mostrar, al margen de que haya o no haya conseguido plasmarlos en mi obrita, hasta qué punto soy consciente de lo que en ella he querido poner. Y también, en consecuencia, de lo que no he querido poner. Por esta razón, puedo permitirme afirmar, del modo más rotundo, que nunca ha entrado, ni de lejos, en mis propósitos escribir una especie de roman à clé, como implícitamente insinuaba Raúl en la carta que me mandó después de leer el libro. No era éste el único punto de desacuerdo, pero sí el principal, de aquella carta que, por su contenido, merecería más bien el calificativo de verdadera crítica, la más profunda de las críticas que ha tenido El Edicto de Milán, desbordante de agudeza y de juicios atinados, y hasta me atrevería a decir que francamente elogiosa, si se tiene en cuenta lo poco dado que es Raúl a expresar su entusiasmo, si se sabe interpretar el valor que para él tiene cada palabra, el peso específico que le otorga. La transformación de la realidad, venía a decir, es en exceso directa, ya que los personajes se atienen más en su comportamiento al de la persona tomada como modelo que al mundo de ficción en que se mueven, cosa que si bien puede excitar la curiosidad de los cuatro amigos que están en antecedentes, disminuye el interés del lector que no lo está y, en conjunto, resta autonomía creadora a la obra. El aspecto más interesante –transcribo de memoria– reside, me parece a mí, en su estructura, en ese volver una y otra vez sobre el planteamiento primitivo, en ese irlo enriqueciendo con nuevas aportaciones, en ese irnos aproximando a Lucía, de hecho, el único personaje strictu sensu, el sol que ilumina cuantos planetas componen su sistema; un símil, dicho sea de paso, de lo más logrado. La obra –terminaba diciendo– existe en función de Lucía y, fuera de su discurso, nada ni nadie cobra vida propia. Con palabras acaso más precisas que las mías, ésta era, no obstante, la esencia de su análisis crítico. Un análisis, ni que decir tiene, que no anda falto de validez ni de penetración, aunque habría que saber hasta qué punto un inconsciente sentimiento de autodefensa, propio del que ve su terreno invadido, inesperadamente amenazado, tanto desde un punto de vista personal como profesional, no llevó a Raúl a recortar el alcance positivo de sus apreciaciones, a escatimar –en una palabra– generosidad.

Lo seguro, desde luego, es que, para empezar, ni yo soy Lucía ni tampoco Raúl tiene nada que ver con Luis, por más que ciertos rasgos coincidentes, a los que antes hice alusión, no dejaran acaso de vejarle. Y es que, felizmente, por más que Raúl, bajo el aguijón del amor propio, haya reconocido en la pareja Luis-Lucía alguna de otra cosilla de sus relaciones conmigo, el hecho es que, felizmente, repito, las semejanzas no sobrepasan jamás el campo de lo anecdótico. Porque lo cierto –y sé que Raúl lo sabe– es que nadie corresponde a nadie, que todos los personajes de El Edicto de Milán son seres de ficción. Seres, eso sí, dibujados con trazos inspirados en la realidad, tomados de personas reales, de mí misma en primer término. Como en todas las novelas, me supongo.

Bueno, Javier, el Javier de mi novela, tiene muchos puntos en común con Juan Antonio, mi ex; aunque no precisamente en lo que a su aptitud erótica se refiere, por supuesto. Pero hubiera sido excesivo que Lucía admitiese que Javier, en la cama, era un desastre tipo J.A., con lo que queda un tanto desvirtuada, creo yo, la acusación de Raúl relativa a una mayor adecuación de mis personajes al modelo real que a las exigencias de la ficción. Ya que, cuando Lucía resalta las cualidades amatorias de Javier, el lector debe darse perfecta cuenta, espero, de que para ella es una pura cuestión de prestigio cara al grupo. Por lo demás, J.A. es casi el marido prototípico en determinados medios de la burguesía barcelonesa; hay miles de J.A., de gilipollas en diverso grado y de diverso matiz, sólo a partir de los cuales cabría rastrear las huellas de mi Javier.

Camilo es ya otro punto, pues aunque –en términos de Raúl– también exista el modelo real, no creo que esta clase de tipos sean típicos del Líbano ni de Argelia ni de ninguna parte, sea cual fuere el lugar del que han salido. Su fidelidad al modelo es completa, pero, siendo éste tan raro, me imagino que da lo mismo. El real se llamaba Camil y no era cubano sino libanés. Pero pertenecía de veras al FLN y tenía documentación argelina. Lo que no me explico, siendo libanés como aseguraba ser, es su color; no sabía que en el Líbano hubiera gente tan negra. En fin, un verdadero lío.

Al parecer, poco tiempo después de que yo le perdiera de vista, en el curso de una de esas luchas por el poder que se desarrollan en el seno de organizaciones tipo FLN, su facción fue derrotada, y a partir de entonces, según tengo entendido, vive exiliado en Suiza, a salto de mata, acertado en su acción política como en todo. El cubano que utilizaba al hablar las expresiones que yo atribuyo al libanés era un amigo de Federico; también de la acera de enfrente, me imagino. Y, al igual que Camilo, el falso argelino, el sodomita barrigudo, acabó exiliándose. Lo que no recuerdo exactamente es su nombre: uno de esos, más bien extravagantes, que a veces tienen los hispanoamericanos.

Aunque parezca chocante, lo que sí es no sólo cierto sino además autobiográfico, es lo del sueño, aquel sueño que Lucía aseguraba haber tenido cuando Camilo la abraza. Yo estoy sentada y, entonces, un hombre que no conozco, a mi espalda, me tapa primero los ojos y luego me abraza por detrás, besándome; nunca veo su cara, pero no hay que ser un lince para saber que cualquier sicoanalista lo identificaría con mi padre. Bueno, digo yo. El hecho es que tal y como lo describo con Camilo, me sucedió con el libanés o falso libanés; exactamente así. Quede claro, en todo caso, que Camilo y Camila, mi Camila, nada tienen que ver. A Camila no la conocí hasta después de haber escrito mi obrita. Quizá su nombre hizo que me interesase por ella de inmediato, no lo niego; como prueba de que la naturaleza imita efectivamente al arte.

Charlotte, en cambio, corresponde en parte, sólo en parte, a Claudia; viene a ser una Claudia algo menos loca que la Claudia de verdad, la primera persona que me hizo conocer el amor. Se dedicaba a la fotografía como Charlotte, aunque con mayor fortuna; hoy es, probablemente, la repórter gráfica más cotizada del país. Nos conocimos en el internado, pero después seguimos siendo amigas, la única de mis compañeras de entonces cuya amistad se ha mantenido a través de los años. En una ocasión, me la encontré en el aeropuerto, yo volviendo de París y ella de Londres, igual que Lucía se encuentra con Francisca en la escena que cierra lo obra. Y, así como ellas quedan en verse, también nosotras volvimos a vernos. ¡Y tanto que nos vimos! Ella fue, precisamente, quien me rescató de las garras de la Francisca real, de la Maldonado, en Madrid; un episodio que estuvo a punto de dar al traste con mi matrimonio, de echarlo a pique por anticipado, cosa que sin duda hubiera sido una suerte, aunque entonces no tenía por qué saberlo. Ni que decir tiene que lo de la galería de arte es inventado; pero la gente que se desenvuelve en este ámbito viene a ser la misma que la del mundo de la fotografía. En lo que se refiere a la costumbre que tienen Charlotte y Lucía de hablar inglés entre ellas, es algo que mi hermana Margarita y yo hacíamos normalmente cuando éramos niñas. Luego he seguido poniéndolo en práctica alguna que otra vez, sobre todo cuando no quieres que el servicio te entienda.

El caso de personajes como Gina, Sergio Vidal, etcétera, es muy similar al de J.A. En Barcelona hay millares de Ginas y cientos de pintores tipo Sergio; algunos, al igual que Sergio, de familia conocidísima. Y lo mismo puede decirse de los cientos de miles de individuos a lo Jacques que, de un tiempo a esta parte, proliferan por todas las universidades del mundo, y que no constituyen, ni muchísimo menos, un fenómeno típico de Bellas Artes, ya que, para empezar, y aunque nunca llegué a examinarme, lo que yo estudiaba durante mi primera época parisina no era Bellas Artes sino Historia del Arte. No, tipos así te los encuentras en todas las Facultades. Tipos de esos que estudian sociología y cosas por el estilo hasta los treinta o cuarenta años y que, una vez pasan de estudiantes a profesores, no sirven más que para perpetuar su propia locura, inculcándola a las nuevas generaciones. Gente que cambia en el aspecto físico –pelos blancos, dientes postizos, dioptrías–, pero no en su nivel intelectual ni en su catadura moral; que, corroídos por su frustrada sexualidad y sus vicios inconfesables, envejecen pero no maduran, la estructura de sus células cerebrales no menos caótica que el equilibrio hormonal. Atraídos no por las ideas sino por la disolución de las ideas, van de Marx a Marcuse como antes del existencialismo al marxismo y después al estructuralismo y así siguiendo. Luego, para darse mutuo bombo, escriben en cualquiera de estas revistas de las que todo el mundo habla pero nadie lee, para qué citar nombres, tal para cual, como dice Ferraté. Sé positivamente que incluso los que pretenden haber sentado cabeza y se casan utilizan las reuniones políticas como simple tapadera de sus amorcitos.

Quien sí tiene una correspondencia real muy concreta, posiblemente el que más de todos, es Abelardo, vivo retrato de un tío del partido llamado Modesto Pírez, responsable de no sé cuántas detenciones en Barcelona, la de Raúl entre otras. El nombre lo tomé de otro militante –no sé por qué, pero Abelardo es un nombre que suena a comunista– que rondaba por allí en aquella época y que también me caía muy gordo: el valenciano Abelardo Escuder o Peñalver o quizás Aguirre, un ser sobón y odioso que trabajaba de camarero, un tipo de una oligofrenia fuera de lo normal. En fin: el nombre de un miserable para otro perfecto miserable. Pero lo de los libros no fue así exactamente, y no ya por La Batalla del Puente Milvio, un libro que ni que decir tiene que nunca existió, sino por los otros, los que Abelardo se lleva del cuarto de Lucía; el único título real que recuerdo es el de La Sagrada Familia, un libro que no tenía nada que ver con el templo que Gaudí dejó a medio construir en Barcelona. Yo creo que Raúl ni siquiera estaba al tanto del asunto, ya que nunca me hizo el menor comentario al respecto y yo, por mi parte, juzgué preferible no preguntar, no resucitar malos recuerdos. Lo más probable es que, de no haber leído El Edicto de Milán, ni siquiera hubiera tenido conocimiento de la anécdota, que, por cierto, le hizo mucha gracia. Dijo, más o menos, que en caídas como aquélla, cuando hay un tipo dispuesto a cantarlo todo, estos detalles carecen de importancia. Por otra parte, que yo recuerde, no tuve con aquel miserable trato carnal de ninguna clase.

El medio social de Lucía, las referencias a su infancia, etcétera, me son parcialmente afines, como también lo son a tantas otras chicas de mi edad, pertenecientes a familias burguesas venidas a menos, con estudios en colegios de monjas y demás. Pero los datos más distintivos, que me harían perfectamente localizable, no son ni mencionados: la muerte de mi padre en el exilio, el posterior comportamiento de mi madre, la venta de Aiguaviva, por poner algún ejemplo; cosas que me marcaron profundamente. Hay elementos, en cambio, por lo general menores, de segundo orden, que me son muy próximos. Así, cuando al hablar del colegio evoco la figura de una hermana, la hermana Marta, que prepara torrijas y otras golosinas para Lucía: justo lo que la hermana encargada de las cocinas me preparaba a mí. Marta era su nombre verdadero, su nombre civil, pero esto era un secreto que casi nadie conocía, como tampoco su apellido, que era italiano –Benelli o algo así–, aunque ella hubiera nacido en Barcelona; un encanto de mujer a la que debo el haberme iniciado en tantos aspectos de la vida. Luego, por lo visto, dejó el convento y se enchuló con un hombre de los bajos fondos, una especie de hampón centrado en el proxenetismo. A ella, en el convento, se la conocía con el nombre de Sor María de la Santa Faz. Siempre he pensado que en eso de la elección de un nuevo nombre, de un seudónimo, de un nombre de guerra, etcétera, actúa una fuerte carga compulsiva que, a nivel inconsciente, hace elegir justo tal o cual nombre en lugar de cualquier otro. Vamos, lo mismo que con la elección de los nombres de los personajes. Salvo que el autor juegue precisamente con la malicia del lector, claro.

Volviendo a mi obrita, quisiera asimismo destacar que cuantos vínculos con la realidad quieran encontrarse vienen dificultados, cuando no desvirtuados, por la ausencia, en el relato –dos recursos que no soporto, creo haberlo dicho antes– así de toda descripción (estas cosas las dejo para los baedekers y cicerones, que lo hacen mucho mejor) como de diálogo, esa maniática transcripción de lo que dice la gente, que no sé si es más farragosa que estúpida o al revés, ya que, si por un lado es falso que la gente hable así, por otro, sobran cuatro quintas partes de las palabras transcritas, al menos desde un punto de vista literario. Pues lo que se habla es un bla-bla-blá que, si cansa en la vida real, en las obras de ficción resulta aún más insoportable, salvo cuando, como en Shakespeare, sobrepasa sus propios límites, deja de ser diálogo. La mejor prueba de lo que digo la tenemos en el teatro. Exceptuando a Shakespeare y a los griegos. Ellos no tienen la culpa de que los actores de ahora no sepan interpretar sus obras.

Las trasposiciones de lugar, aparte de escasas, desde luego que resultan obvias: Camprodon por Puigcerdà; bien, ¿y qué más da? En Camprodon no he estado más que una vez, y fue, precisamente, con la verdadera Francisca, la virago, que me introdujo en las intimidades de un círculo de congéneres que allí tiene su centro, poco antes de que todo acabase como el rosario de la aurora. Ni que decir tiene que estos hechos fueron sopesados a la hora de dar por bueno el final de mi obrita y que estuve a punto de cambiar las alusiones a Camprodon y a Francisca (¡la pobre Claudia!), pero, en definitiva, me pareció que tales alusiones no hacían sino reforzar, aunque fuese para mí sola, la carga irónica que andaba buscando. La catástrofe de Camprodon fue de tal magnitud que, hasta cierto punto, precipitó mi boda con J.A., una decisión que estaba todavía muy lejos de cristalizar y que, con tanta duda, tal vez no hubiese cuajado nunca de no ser por culpa de la Maldonado. Pero, poseída de esa particular predisposición expiatoria que, tras las más alocadas orgías y las más delirantes exuberancias, impulsa al ser humano a reintegrarse a la paz del orden tradicional, opté por casarme. Gracias, Francisca: tus amigas no te olvidan. Seguro.

Otra consecuencia no menos directa de mis relaciones con la Maldonado es la aversión que desde entonces siento hacia el teatro en general y los actores de teatro en particular. Para mí, ser actor o actriz de teatro constituye una enfermedad como cualquier otra; qué sé yo, como ser homosexual o estar loco. Lo insufrible que puede llegar a resultar esta clase de gente, su afán exhibicionista, sus ilusiones de trascendencia, sus ansias de protagonismo, sus mitos, el contacto con el público y todas esas mandangas. Lo que yo llamo complejo de Star, un mecanismo capaz de mover lo mismo a una actriz de tercera como la Maldonado que a una Marilyn Monroe; argucias y patrañas con las que cada una de ellas enmascara apenas un planteamiento esencialmente narciso, egocentrista, de lo que es o debiera ser su propia vida, una vida que, en sus fantasías, ven venir a modo de crecida avalancha, cines y teatros repletos de público, enjambres de periodistas y fotógrafos, grandes escándalos, titulares a toda plana, multitudes que la persiguen y acosan, que la violarían, que la lincharían si pudieran. Los sueños megalómanos y satisfacciones inconfesables que yacen bajo el manto de la tan destacada popularidad. Y el dinero.

Ahora bien: la raíz del mal no está en la gente de teatro, que aprovecha el escenario para exhibirse, sino en el teatro en sí, ese tedioso rito que unos cuantos lunáticos se obstinan en perpetuar con fortuna no mucho mayor que la que obtendría una misa, la santa misa, si algún día se pretendiera convertirla en espectáculo de masas, adaptado a los gustos del momento, a las teorizaciones entonces en boga. Como el teatro de hoy día, ese teatro que afirma cumplir una especie de función social a base de sacar a la calle cuatro desharrapados en guerrilla, cuatro extravagantes en bombín y camiseta que se meten con la gente y van diciendo cosas sin ton ni son.

Core Ingrato y la terraza del Marítim a las nueve de la mañana, cuando, pese al dulce sol, se halla completamente desierta. ¿Qué mejor marco ambiental para saborear mi triunfo? Sola frente al esplendor azul, sin más testigo que el Pere y su discreción de gárgola, perfectamente al tanto de lo mucho que me gusta gozar a mis anchas de estos momentos en que la falta de vitalidad de los trasnochadores pone la terraza del Marítim a mi entera disposición.

¿Cómo no evocar cada vez la vez que fue la primera, cuando, a la vuelta de una de mis escapadas a Colera con Claudia, decidimos llegarnos hasta Cadaqués? Pues tal fue, en efecto, mi primer contacto con Cadaqués: la visión que ofrece el pueblo desde la terraza del Marítim, al sol, tomando unos martinis secos en compañía de Claudia, escuchando el Catari, Catari de Core Ingrato: una inenarrable sensación de estar respirando la belleza misma. Como cautivada, pedí una y otra vez el mismo disco; como si de su continuidad dependiese la embriaguez de los sentidos que experimentábamos. El Core Ingrato de ahora –que regalé personalmente al Pere en sustitución del primero, tras un viaje relámpago a Barcelona– es la mejor grabación que pude encontrar; pero la voz de tenor que la interpreta no puede ni compararse a la de aquella mujer cuyo nombre desconozco y que, más que mujer, tal vez fuese deidad, ninfa inaferrable. Por aquel entonces, el Pere era un joven de bigotes negros, hermoso como un griego. Claro que también Cadaqués y el mundo en general eran entonces más bellos.

Aunque no el único, éste fue acaso el más permanente de mis recuerdos con Claudia. Como no teníamos bastante con vernos en Barcelona, hacíamos frecuentes escapadas a su casa de Colera, un pequeño pueblo de pescadores situado algo más allá de Port de la Selva, cerca de la frontera francesa; recuerdo que, al principio, no había forma de que yo pronunciase correctamente el nombre, de que dijese Colera en lugar de Cólera. He vuelto posteriormente, y creo que, en verdad, lo mejor que tenía el pueblo era Claudia. Luego, a ella le entró ese gusto por Londres que nunca he llegado a explicarme, y yo me casé: dos decisiones igualmente equivocadas. ¿Cómo es posible que una mujer como Claudia pueda encontrar algún atractivo en ese país esencialmente zurdo que es Inglaterra?

Amor: una palabra que hoy día suena casi a cursi, al igual que cuantas palabras expresan vitalidad, fuerza, pasión, un desuso, un desprestigio efímero y timorato que no deja de ser sintomático respecto a los tiempos que nos ha tocado vivir. La gente no dice amo; la gente dice quiero, tanto si se trata de personas como de cosas, igual de una mujer que de una motocicleta o un helado. Yo no: yo sigo llamando las cosas por su nombre, aunque la palabra nada gane en claridad; o justamente por eso, porque la oscuridad es parte consustancial del concepto. Querer algo es una expresión que no admite equívoco. En cambio, ¿qué es amor? ¿Qué es estar enamorado? Aun ahora, yo no sabría decir si estuve realmente enamorada de Claudia. Lo que sí sé es que no fue mi primer amor ni, desde luego, el único. Pero, si fue o no fue verdadero amor, no lo sé a ciencia cierta. Y es que, en materia de amor, hay siempre una importante dosis de sugestión, de autogestión, quiero decir. Es curioso cómo hasta en las aventuras que una inventa ante el ser amado, dejándose arrastrar por el vengativo propósito bien de responder, bien de anticiparse a una posible infidelidad por su parte –y de calmar los celos por la nuestra–, cómo en esas aventuras imaginarias, decía, los rasgos que definen al pretendido y episódico amante acaben por cobrar realidad, vida propia, convirtiéndose el ser así configurado en una especie de amigo, al que vamos conociendo más y más conforme pasa el tiempo, de forma similar a como un autor se familiariza con los personajes de su obra según la escribe.

En lo que concierne a la creación literaria, concretamente, el fenómeno al que me estoy refiriendo constituye un elemento en cierto modo autónomo, generado por la ficción en sí, a la vez que un elemento añadido a la ficción por nosotros mismos, presente en nosotros antes que en la ficción. Y esto lo digo no sólo a título activo, como autora que soy, sino también a título pasivo, como lectora, como espectadora, siendo cual es una operación completamente reverso de la otra. Así, nada más ilustrativo que mi experiencia con aquel cuadro que, en mis tiempos de París, me detenía a contemplar cada vez que iba al Louvre –generalmente después de comer–, aprovechando mi pase de estudiante. Un cuadro de Poussin titulado La Cólera de Aquiles, que se encontraba en una de esas salas dedicadas a pintura francesa que hay que recorrer quieras que no, ya que sirven de acceso a la Grande Galérie. Mejor dicho: a la Grande Galérie se puede llegar siguiendo un montón de recorridos, pero yo me las arreglaba para pasar siempre ante el cuadro de Poussin. Por aquel entonces, como quiera que Malraux aún no había puesto las cosas en su sitio, nadie se atrevía a considerar siquiera esta clase de pintura, la de Poussin y su época, que era despachada con cuatro lugares comunes, academicista, retórica, desprovista de interés plástico. Pero a mí, con todo y reconocer que Poussin había cometido el error irreparable de no haber sabido anticiparse a Picasso, me parecía un gran cuadro. Para empezar, la especial fascinación que sobre mí ejercía, de innegable carácter literario, difícilmente hubiera superado el nivel de la anécdota y alcanzado semejante capacidad de fascinar, sin una oportuna solución plástica del drama representado: la ira de Aquiles al verse desposeído de Briseida. De hecho, creo yo, la primera reacción –considerada en el contexto de la personalidad de Aquiles– de profundo valor sicológico que registra la literatura arcaica. Una reacción que, ni destino fatal ni dictado de los dioses, supone una personalidad tan similar a la nuestra que ningún siquiatra de hoy día, con sus cómodos esquemas clínicos, dudaría de calificarla de vulgar ataque de histeria. Para mí, en cambio, poco inclinada a reverenciar principios científicos que no hacen sino desmentirse los unos a los otros, es la cólera de quien, una vez más, se siente objeto de la traición y el abandono, como si de antemano alguien o algo le hubiese condenado a ello. Un sentimiento que le llevará incluso a convertir la renuncia a la lucha en una forma de lucha, en una forma de asedio, de inacción activa contra sus compañeros de asedio, a cuya suerte antepone la reparación de la afrenta de que ha sido víctima, réplica de la desposesión original, por trágicas que sean para todos las consecuencias, para sí mismo en primer término.

La impresión que, como lluvia sobre tierra mojada, produjo en mí aquel cuadro fue tan intensa que, años después, a la hora de buscar título a mi obrita, dudé largamente entre el definitivo Edicto de Milán y su alternativa, La Cólera de Aquiles. Este último fundado, claro está, en la reacción de Lucía contra Luis –quien, según ella sospecha, está engañándola con otra en Barcelona–, reacción de despecho que no producirá sino desastres. El Edicto de Milán, por el contrario, se justifica más bien en la trayectoria de Lucía considerada en su conjunto, desde su salida del medio familiar hasta su reinserción en la sociedad a través de la institución matrimonial, pasando por una fase intermedia de ruptura, fase episódica que constituye el núcleo de la novela propiamente dicha, si bien respecto al resto de la trayectoria supone apenas un paréntesis, reducida su relación con Luis a mero accidente desprovisto de mayor relieve. Una trayectoria similar a la que llevó al emperador Constantino, hijo de madre cristiana, a la proclamación del cristianismo –aunque personalmente se inclinara por el culto solar– como religión oficial del Imperio Romano. Más de uno, supongo, pensará que me estoy pasando de rosca, que nadie sería capaz de captar, sin más explicaciones, el significado del título. Pero este tipo de cábalas y conjeturas me tiene sin cuidado. Yo estoy convencida –y eso me basta– de que, aparte de las sugestiones, de las impresiones, de las alucinaciones, que así el autor o emisor de una determinada obra, como su receptor, lector, espectador o lo que sea, aportan a su interpretación, hay siempre, consciente o inconscientemente, un destinatario secreto por parte del autor, respecto al cual, consciente o inconscientemente, tiende a identificarse cada lector. ¿Qué, si no, podría explicar la emoción en forma de palpitaciones, que experimenté al conocer a Camila ante la simple mención de su nombre, y no precisamente como trasposición femenina de Camil, sino por los ecos que la Camila de la Eneida, la intrépida amazona muerta en combate, despertaba todavía en mí? Pues, al igual que un autor se anticipa en ocasiones a su época, ese destinatario secreto, en virtud de la misma correspondencia objetiva al impulso subjetivo que le dio origen, persiste como reencarnado a través del tiempo.

No deja de ser paradójico que fuera el propio Raúl quien me hablara de ese destinatario secreto, un concepto que yo había intuido desde siempre, pero que sólo él supo formularme con las palabras precisas, más rigurosas, posiblemente, que las mías. Con todo, igual que yo reconocí en esas palabras algo inherente a mi pensamiento, así, de forma similar, el verdadero destinatario de estas líneas se reconocerá en ellas como tal sin posibilidad de equívoco. De ahí, justamente, mi creencia de que Raúl no daba a su descubrimiento la importancia debida, ya que, en definitiva, parecía supeditar la personalidad de ese destinatario a la personalidad del autor, cosa con la que no puedo estar de acuerdo.

Para Raúl, si no entendí mal, todo autor escribe siempre sobre sí mismo, por muy ajena que a sus experiencias personales parezca la obra, por muy alejada que de su vida cotidiana sea en apariencia la realidad que inventa. Y esto seguirá siendo válido aun en el caso de obras de género –policíacas, ciencia ficción, etcétera–, puesto que lo interesante, ante todo, sería dilucidar el motivo de la atracción que sobre él ejerce el cultivo de tal o cual género. Pues ese autor, nuestro autor, no está sólo en el personaje o personajes donde cree haber puesto algo de sí mismo; el autor está en todos sus personajes sin excepción, en la entera materia narrativa y hasta en la manera en que estructura y organiza esta materia narrativa en un mundo coherente, un mundo que, de hecho, es sólo la proyección del paisaje en que discurrió su primera infancia, de los fantasmas que la poblaron, de aquellos seres que se iban desgajando –incomprensibles, aterradores– de esa individualidad que en un principio lo abarca todo: yo y lo que no es yo.

Bien, pues la lectura –decía– supone un fenómeno a la vez paralelo y contrapuesto al de la escritura: a través de las obras de ficción, en medida mucho mayor que a través de textos testimoniales o especulativos, el lector descubre en el mundo aspectos hasta entonces no imaginados que le ofrecen un conocimiento inmediato así del mundo como de sí mismo. Y, sobre todo, de cuanto, aun sin haber llegado a definirlo, sin haber meditado siquiera al respecto, oscuramente esperábamos desde siempre, así del mundo como de nosotros, lo que así del mundo como de nosotros quisiéramos, o mejor, lo que así del mundo como de nosotros nos tememos.

Raúl, en este sentido, distinguía dos apriorismos, dos actitudes previas al acto de leer: la del lector de un periódico o de un texto cualquiera de carácter documental o informativo, y la del lector de una obra de ficción. En el primer caso, el lector está predispuesto a creer en la realidad indiscutible de lo que lee, en que lo que lee ha sucedido realmente. O, por el contrario –aunque viene a ser lo mismo–, que todo es falso, que la información está manipulada, que todo sucede al revés de como se cuenta. Mientras que, frente a una obra de ficción, pese a partir del presupuesto de que la realidad de lo relatado es pura convención, el lector se integra en ese mundo inventado con una entrega muy superior, afectado mucho más profundamente que por la noticia, que por la solución del problema de quién mató a Kennedy o similar embrollo, que despierta interés en la medida en que, como bien suele decirse, parece de novela. Real o no real –sostenía–, creída o no, si la noticia jamás iguala en atractivo profundo a la lectura de una obra de ficción, el hecho es consecuencia de que con ésta se dispara en el lector ese mecanismo al que acabo de referirme, un mecanismo a la vez inverso y paralelo al de la escritura, al que, con el acto de escribir, se dispara en el autor. Y sostenía también que las excepciones límite –la lectura de una esquela por parte de los deudos, el comienzo de la tercera guerra mundial– son excepciones sólo en apariencia, ya que, mejor que lectura de un hecho real, hay que considerarlas acontecimiento, realidad misma.

En cuanto a los trabajos de carácter especulativo, es el paso del tiempo lo que les resta validez, según Raúl, con sólo enfrentarlos a nuevas realidades, a nuevas demostraciones articuladas en sistemas de coherencia no menor que los precedentes. Así, mientras las obras de ficción guardan su oscura energía a través de los siglos, las obras de pensamiento, neutralizadas por el mismo engranaje que contribuyó a su desarrollo, van quedando relegadas a la categoría de monumentos del pasado, construcciones que podemos admirar como el turista admira –aunque sólo sea para sacarse una foto a sus pies– la gran esfinge de Gizeh, pero que nada tienen que ver con nosotros. Recuerdo que lo de la esfinge me hizo mucha gracia y, naturalmente, cuando Camila y yo estuvimos en Egipto, lo primero fue mandar a Raúl la imprescindible foto. No obstante, aun y aceptando todo eso en líneas generales, las excepciones a la regla son, en mi opinión, más numerosas de lo que parece a primera vista. Cuando yo releo El Edicto de Milán, por ejemplo, dada mi condición de autora a la vez que de lectora y, hasta cierto punto, protagonista. Mi caso es aparte. Completamente aparte.

Lo que, al igual que lo de la esfinge, encuentro en verdad muy bien observado, es eso de la obcecación del lector de periódicos. Durante mi época parisina tuve ocasión de comprobar que la mayor parte de aquellos tíos que iban por l’Alouette, por l’Irondelle, quiero decir, se obstinaban, efectivamente, en interpretar justo al revés cuantas noticias aparecían en la prensa española. Donde ponía negro leían blanco, con la particularidad de que más de una vez resultaba ser negro. Y es que pasa lo mismo que con lo que la gente dice del nudismo en las encuestas, entrevistas y todo eso: que sí, que bueno, mientras los cuerpos sean atractivos. ¡Como si los cuerpos atractivos no lo fueran en cualquier circunstancia! ¡Como si los cuerpos no atractivos chocasen más en un campamento nudista que en la calle! ¿Y vestidos para una boda? Pues con eso de las noticias es lo mismo: idéntica falta no ya de perspicacia sino hasta de imaginación. Un físico desgraciado será siempre un físico desgraciado.

Incluso por aquel entonces, en los momentos más difíciles, Raúl supo conservar cierto sentido crítico, ésta es la verdad; un sentido crítico que nunca llegó a perder del todo. Pero la casi totalidad de sus amigos, de sus compañeros, camaradas o como quiera que se diga, eran de estos comunistas que, influidos más por Fabiola o por El Signo de la Cruz que por Marx, ven en cada rico un Nerón y en cada mujer de cierta clase una Popea. En lo que a ellos respecta, debían de verse como Frederic March en el papel de centurión Marcio, un pagano que, por amor a una cristiana, accede a una más elevada concepción del mundo y se hace comunista. Un amor que, ni que decir tiene, simboliza la toma de conciencia que precede a la entrada en el partido, un género de sentimientos, o mejor, de pensamientos, que yo, desde luego, no era la persona más indicada para propiciar. Me veían más como Popea que como Fabiola, se les notaba. Tipos que parecían sacados de una de esas aburridas obras sobre comunistas que en el fondo son buenas personas, que lo único que les falta es creer en Dios –a veces ni eso, con frecuencia mucho mayor de lo que suele creerse–, y curas populistas a la vez que tradicionales, personajes ambos que, dibujados con trazo firme, finalmente acaban por entenderse. ¿Y por qué no?, me pregunto. ¡Si están hechos el uno para el otro!

Por lo demás, las preocupaciones personales de los componentes del grupo no se diferenciaban en nada de las de otros jóvenes de su edad. Esto es: eminentemente ligadas al sexo. A lo sumo, algo agravadas en su caso, más acentuado el carácter de idea fija. Me refiero, claro, a todas esas obsesiones cuantitativas, consustanciales, por lo visto, a la condición de estudiante: número de veces que son capaces de hacerlo, duración por vez, medidas de eso que llevan delante, etcétera. Conjeturas y apuestas que normalmente son experimentadas a expensas del ejército de reserva sexual formado por las chicas que están estudiando en una ciudad que no es la suya, carne de cañón de los chicos y, eventualmente, de otras chicas. Se les reconoce fácil, ya que en lugar de ser buscadas son ellas las que buscan, en razón de algún impulso de origen sociológico, sicológico o lo que sea, que no tiene mayor interés. Lo interesante es el fenómeno en sí, la manipulación que de él hace cada uno en provecho propio, engalanándolo con ideas revolucionarias y lo que haga falta. Tipos como Camil, con su manía de hacer el amor a las mujeres como si de hombres se tratara. Por suerte, la habitación era fría y hacíamos el amor bajo un montón de mantas, de modo que, cuando me hartaba, no me resultaba difícil hacerle creer que lo estaba haciendo por ahí, que lo había hecho; aunque tarde o temprano se descubre el engaño, simular eso es mucho más sencillo de lo que parece a primera vista. A fin de cuentas, también los hombres tienen sus trucos, y a veces simulan empalmar un acto sexual con otro, sin solución de continuidad; a mí no me la dan, desde luego, ya que siempre he sabido distinguir cuándo es cierto de cuándo no gracias a determinadas características del verdadero orgasmo que acaso ni ellos mismos conocen.

Pese a todo, es excelente el recuerdo que guardo de aquel período de mi vida, rescatado el conjunto por determinadas impresiones parciales. En palabras que no son mías, nunca mejor aplicado aquello de: me parece igual a un dios el hombre que frente a ti se sienta y tan cerca te escucha, absorto, hablarle con dulzura y reírte con amor. Quién sabe si, de haber ido todo por otros derroteros, lo que hoy es actitud autoimpuesta no pasaría de ser, tal vez, puro placer lúdico.

No deja de ser curioso que, si hoy algo me apena, sea lo circunstancial. Casos como el de Nuria. Pues Nuria es una chica de muchas cualidades que, si alguna desgracia tuvo, fue la de conocer a Raúl, de poner en él todo su amor; en tales condiciones, cuantos esfuerzos se hagan luego para encontrar una salida, no sirven de nada. No es posible hacer girar la propia vida en torno a otra persona, como ella ha hecho, sin irse marginando, vaciándose, reduciéndose, eclipsándose más y más. Y eso con tanto mayor motivo cuanto que, como suele suceder en estos casos, si él la quiso, ya no la quiere. Más aún: le fastidia, le agobia, le harta –y es normal– tener una persona pendiente de él todo el tiempo, dando vueltas a su alrededor como si de un satélite se tratara. Estoy convencida, no obstante, de que, para Raúl, esta relación tan conflictiva, susceptible así de generar energía como de consumirla, ha sido de signo positivo, estimulante como experiencia, creadora. No una relación en la que cada parte se beneficia de algo, quiero decir. Al contrario: una relación en la que una parte se crece y gana en la misma medida en que la otra desmerece y pierde. De ahí la Nuria de hoy, debilitada no ya desde un punto de vista moral sino hasta meramente físico, hecha una alcohólica temerosa y desamparada, ella que, con otra clase de hombre, hubiera podido ser perfectamente feliz. La pobre quiso volar demasiado alto. No era el tipo de mujer capaz de ganarse a un Raúl, eso es todo. Cuanto Raúl y yo podamos tener en común, ella lo tiene en desacuerdo tanto con Raúl como conmigo. Y, al decir en común, sumo lo equivalente a lo complementario. Mientras que Nuria, en el mejor de los casos, no pasa de representar lo suplementario.

Pero éstas son cosas de las que sólo me doy cuenta ahora, tantos años después. Lo mismo que respecto a mi obrita, El Edicto de Milán. Ya que sólo ahora me siento realmente capacitada para juzgar así sus fallos como sus aciertos, fallos que ahora no cometería –ni volveré a cometer– y aciertos que no haría sino acentuar. Aunque a veces no puedo dejar de pensar que, si mi escritura no alcanza los elevados tonos que debiera, será, quizá, porque me robó las palabras de antemano esa persona que no parece sino haber empeñado su vida en la tarea de dejarme sin voz.