IV

VELOS. No creo haber estado nunca verdaderamente enamorado. Por supuesto que a veces he creído estarlo, pero la misma reiteración del fenómeno me ha permitido descomponer el proceso en sus diversas fases, y ahora, quizá por ya demasiado conocido, me parece imposible su reaparición. No es el cuerpo, no es el sexo lo que dispara el mecanismo amoroso; será, desde luego, esa boca que pronuncia las palabras precisas y, más aún, esos ojos que las expresan con intensidad todavía mayor. Pero tampoco es sólo eso; es, más bien, algo que está en lo más profundo de las pupilas, detrás de lo más profundo. Y también todo lo que quisiéramos que estuviera en nosotros y no está, que fuera nuestro y no lo es, la voz que nos habla mientras la escuchamos, la mirada que nos escudriña mientras la contemplamos. Y, sobre todo, lo que está en nosotros y sólo en nosotros, el sentido que damos a la palabra oída, las ideas que atribuimos a su silencio, los sentimientos que ocultan sus ojos. Estar enamorado es descorrer uno tras otro los sucesivos velos de la persona amada; y el amor se esfuma cuando comprendemos que los últimos velos no están ya en la persona amada sino en nosotros mismos, que nunca en ella podremos descorrer más que los primeros. He comenzado hablando en singular y ahora hablo en plural; años atrás, efectivamente, había llegado a pensar que así era yo, pero no los demás; que lo que a mí me sucedía, me sucedía solamente a mí. Con el tiempo, en cambio, me he convencido de que, en mayor o menor grado, el fenómeno se produce cada vez que una persona se enamora de otra. De ahí que todo amor se acabe o pase más o menos pronto, más o menos tarde, y sólo queden los arreglos. Y es que, como el lento acoplamiento de dos camiones pesados al rebasarse cuesta arriba, así el amor visto con cierta perspectiva.

Se da el caso, además, de que cada persona tiende a configurar un dispositivo autodestructor a su imagen y semejanza. Como sus amores, así serán sus resistencias, sus miedos, su mala suerte, sus delirios, sus alucinaciones, todo construyéndose de un modo enteramente acorde con la invención inicial, con la primitiva intuición del elemento o suma de elementos que podrían dotar a nuestro destino de algún rasgo magnificante, trazos que con la exactitud más aterradora se van desarrollando tal y como lo habíamos imaginado, con la fatalidad con que ese niño sin madre –fugada, muerta o similar causa de idénticos efectos–, en su rechazo de la persona que lo ha traicionado, olvidará si es preciso la lengua materna. No hace falta ser un Tertuliano para entender que todo es cierto en la medida en que es absurdo, en la medida en que todo el mundo coincide en negarlo, en considerarlo obviamente falso, ya que, como diría Camila, como dice cuando discutimos sus problemas, tengo la absoluta seguridad, soy perfectamente consciente, está fuera de duda, etcétera. Pues, como ese pozo misterioso que se abre en el interior de la Granite House –allí, en el propio hogar, y no en el exterior, no en la superficie de la isla que sus ocupantes exploran y exploran sin resultado– y que conduce directamente a la clave del enigma, como ese pozo, así, en lo más profundo de la intimidad de uno es donde suele residir lo más desconocido. Y por encima de instintos como el sexual o el de voluntad de poder o de posesión, por encima de ansias y aficiones, la caza, la gastronomía, el coleccionismo, encontraremos siempre en el humano –y con mayor nitidez según pasan los años– un instinto de doble signo, de vida a la vez que de muerte, que, de acuerdo con las distintas proporciones que lo componen, dirige en uno u otro sentido el impulso de esos deseos, de esas ansias, de esas aficiones, tendiendo ora a la conservación ora a la destrucción.

Ejemplo: nuestro sujeto tiene la convicción de que un amor, cualquier clase de amor, está perdido de antemano.

Se observa en él, por otra parte, una marcada tendencia a robar el amor, a sentirse especialmente atraído por la mujer que, en principio, está ligada a otra persona. La victoria sobre esa ligazón amorosa, esto es, su ruptura, actúa a modo de agente catalizador.

Necesidad de que la mujer que constituye su objetivo le sea fiel en tanto para él perdure la atracción o autosugestión; total indiferencia al respecto en cuanto esa autosugestión desaparece.

Sentido de fidelidad inexistente; más aún, impulso irresistible a tener simultáneamente otras aventuras. Ausencia de sentimiento de culpa.

Rechazo de todo amor en el que falle el comportamiento de ella o en el que ella no acepte sin reservas el comportamiento de él.

Quiebra de la relación amorosa, que confirma, consecuentemente, su inicial conciencia de imposibilidad del amor.

OBSERVACIONES. El espejeo del mar, la espuma revuelta, el brillo salino de la piedra mojada. Una roca lisa y amplia, suavemente inclinada hasta el nivel del agua, perfecta –una vez despejada de erizos por debajo de ese nivel– para zambullirse, y luego secarse al sol y volver a zambullirse, y así toda la mañana, explorando los fondos a lo largo de la costa, una costa sinuosa, donde la dentada rabia de los rompientes alterna con el manso azul de las calas, la tajante silueta del Cabo Norfeo al fondo. Desde la carretera, a cierta distancia y, sobre todo, a cierta altura, se domina mejor el panorama, las breves playas recogidas, el revuelo de espuma de los promontorios, aquel americano tocado con una barretina allá abajo, sobre una prominencia rocosa, increpando, se diría –vencidas sus palabras por el oleaje–, a las dos gigantescas bolas que coronan el Paní, destellantes al sol de la tarde. Perspectivas privilegiadas, puntos que en el mapa de una guía vendrán sin duda señalados con las tres rayitas rojas en forma de haz que indican Vista Pintoresca, quizá no tanto por la belleza en sí del escenario natural, cuanto por el espectáculo que las otras personas atraídas por la belleza del lugar suelen ofrecer a los ojos del curioso en esta clase de escenarios. Así, una pareja bañándose, buceando, tomando el sol sobre una roca plana. O un paseante que contempla con insistencia a un joven que toma el sol sobre una roca contra la que rompe el agua. O un joven que sale del agua y se frota con la toalla, de espaldas a un mar de cuya lividez encrespada los bajos cielos plomizos y las nubes furibundas son sólo un reflejo, frotándose el cuerpo mientras contempla a su vez al paseante que le observa desde la carretera, como el hombre y la mujer que toman el sol sobre una roca contemplan al americano tocado con una barretina que les observa desde la carretera, tal vez increpándoles, roja la tez por el alcohol o por el sol del mediodía.

Un paseante que contempla el mar desde los acantilados, las largas olas frontales que rompen al pie de los acantilados, tal vez contándolas, dos, tres y hasta cuatro apreciables al mismo tiempo, rodando una tras otra, renovándose, perfectamente apreciables; seis, siete, si se adivinan según van emergiendo de aquel azul ilimitado, según se van delimitando en ondas todavía azules y ya verdes y poco a poco orladas de blanco, según el blanco de cada una va irrumpiendo y gira y corre y se dilata y extiende como una nevisca, ganando terreno sobre la que le precede y la que le sigue, aire y nieve revueltos y por un instante amansados como puede amansarse al agua no bajo el aceite sino bajo una red que cae y se hunde, tan sólo un instante, blanco que pronto se degrada y contrae en lunares pesados, como la sombra de una red que se deshace, que se esfuma sobre un fondo moteado y cambiante, entre oscuro y no oscuro, verde botella, verde lejía, palidez seminal en retirada, en descenso, rocas abajo, dejando al descubierto la base chorreante de los acantilados, las adherencias flojas, plantas como animales, animales como plantas que se escurren y peinan según baja el nivel del agua, según se abre como una fosa al blanco hervor que vuelve.

AIR. Disquisiciones en torno al hastío y la fatiga que produce el mundo actual, a la sensación de cambio que se respira como un olor de lluvia que llega, al advenimiento de la era de Acuario anunciado por una colla de tíos y tías al pelo, cantando en pelotas. Ver llegar un día, como el labrador japonés que ante sus ojos incrédulos vio brotar el hongo y acrecentarse en los cielos, más inesperadamente que la revolución, sin ninguna de sus pretendidas razones históricas ni otra motivación que el natural cansancio producido por algo que viene durando desde hace dos mil años, ver llegar así la nueva Era. Algo que, teóricamente, como dice Pompeyo, puede generar por sí mismo el proceso inflacionario que experimenta el mundo actual, toda vez que una desvalorización del orden del veinte por ciento, a la vuelta de pocos años, debe conducir al poseedor del dinero, aunque su renta sea, por ejemplo, del ocho por ciento, a una situación no ya de valor cero, sino incluso de números rojos, es decir, de valor negativo del género v–x, con el consiguiente caos generalizado.

Caso de Roma, esa ciudad que precisó para su fundación la previa destrucción de Troya y, siglos más tarde, la de Jerusalén, para adquirir su condición de Ciudad Eterna, esto es, capital espiritual del mundo en tanto los valores cristianos y sus productos morales, económicos y sociales más directos prevalezcan.

Pero ¿por qué esas ansias de cambio? ¿Esos deseos de ser otra cosa? Igual que preguntarse: ¿motivaciones eróticas en el origen de las inquietudes revolucionarias? Evidente. Lo prueba el énfasis con que se afirma lo contrario.

Como aquel que sueña estar en casa de su hermano mayor, de Felipe, por ponerle un nombre, en una especie de reunión o fiesta, y de pronto llegan el rey y la reina y, mientras el rey –un rey– se distrae, él liga con la reina –una reina–, y la reina le sigue el juego, y él piensa, lástima que estemos aquí, en casa de Felipe, que siempre ha de representar su papel de responsable de la familia y, si se da cuenta, lo fastidiará todo, y dice a la otra, vamos, aprovechemos, vamos a mi apartamento, y al despertar piensa qué absurdo, con esa mujer a la que sólo he visto en fotografía y que no es precisamente lo que se llama mi tipo. Así, como ese despertar, el conocimiento que uno suele tener de sí mismo.

Enlace tema Eneas: y es que así como Eneas, destruida Troya, busca en los infiernos al padre fracasado antes que en las alturas olímpicas a una madre a la que prácticamente desconoce, así el niño, etcétera. O: por lo mismo que Eneas, destruida Troya, busca en los infiernos, etcétera. O: ya que si Eneas, destruida Troya, etcétera, etcétera, también el niño, etcétera. O invertir los términos de la comparación: así como el niño, etcétera, así Eneas, destruida Troya, etcétera, etcétera.

DIONISIACA. Como ese escritor que sólo encuentra su propia voz cuando decide echar por la borda todos los estilos y tonalidades convencionalmente aceptados por el gusto de su época, así, no menos brutal en su irrupción, la presencia de lo insólito, mejor aún, de lo inexplicable, en nuestra vida cotidiana. La transformación, por ejemplo, de un hombre de negocios en un troglodita, algo capaz de provocar una sorpresa sólo comparable a la que se lleva ese concienzudo padre de familia durante la visita que realiza al internado donde recibe educación su hija, a fin de precisar cuanto pudiese haber de cierto en todas esas historias sobre abusos deshonestos y sevicias sexuales que la chica, al igual que otras colegialas, pretende que le inflingen las monjas, cuando se ve enfrentado a las soeces expresiones con que la madre superiora ataja el asunto, sus cortes de manga, su forma de despacharle levantándose hasta la cintura los pesados hábitos, mostrándole, con energuménico ademán, el perejil, el culo americano. O como la desaparición de uno de esos seres pintorescos que nunca faltan en los pueblos de la costa, un hortera que llega de vacaciones con su cochecito, su lancha de motor fuera borda con cabina de dos plazas adaptada, su bote hinchable para trasladarse a tierra, su boya, su ancla, sus aparejos, las operaciones preparatorias de salida y llegada, el cuidado con que deja su lancha cubierta con una funda de lona, su misma indumentaria, la pipa, la gorra de plato, el escudo de Catalunya, es decir, una persona inofensiva con todos los atributos del tipo que pronto se hará popular en el pueblo, que será apodado el Almirante sin que siquiera llegue a enterarse, esa clase de hombre para quien siempre habrá un Grec que le pregunte por el tiempo, o si mañana zarpa, o que cuál será el estado de la mar, hasta que, una mañana, de esa mar salga un pez gigantesco y se lo trague con bote y todo ante los ojos atónitos de los lugareños, en plena bahía. Así, como culminación de un proceso que no por inadvertido deja de ser un proceso –la realidad de las presuntas fantasías imputadas a las monjas por la colegiala, el pez gigantesco acechando y acechando desde las profundidades al bote del Almirante–, un proceso y no un dato casual y aislado, así, lo inesperado: ese hombre de negocios de mente, en apariencia, abierta y moderna que, un buen día, en el curso de una conversación, al decir que uno empieza a ser viejo cuando empieza a perder su capacidad de cinismo, o banalidad similar, comienza a transformarse, verdadero cambio de rasgos lo que al principio parecía simple cambio de expresión, la mandíbula que avanza y crece, el cráneo que se retira y reduce, poco más que un recio arco ciliar lo que fue frente, y el pelo –ya pelaje– que se extiende y tupe, los dientes, los colmillos, las garras, la ropa que cae hecha jirones, los zapatos que revientan, incapaz cualquier prenda de contener la dilatación de aquel cuerpo que emerge, y sólo entonces caemos en la cuenta de hasta qué punto hemos llegado a olvidar la boca de la caverna que se abre a su espalda, hasta qué punto nos hemos creído la decoración inventada por nosotros mismos, engañados, autoengañados como un autor sin aptitudes se autoengaña con sus propios trucos, cuatro citas y alusiones incluidas en el texto con las que, fácilmente localizables, pretende establecer de cara al crítico no sólo una apreciable formación cultural –aunque acaso de segunda mano– sino, sobre todo, un mundo referencial del que se beneficie su obra y compense, en lo que cabe, esa falta de aptitudes, a sabiendas de que la crítica erudita, ansiosa de hallazgos, no dejará de morder sus anzuelos, de adentrarse en su dispositivo alusivo, en sus claves que nada encierran ni conducen a ninguna parte, pero la investigación estará ya en marcha y, hasta él mismo, con los laureles del triunfo, terminará por tomarse todo aquello en serio. Pero aceptar la existencia de semejante proceso requiere su tiempo, un nuevo proceso, esta vez de comprensión o búsqueda, cuyo punto álgido será el destello que, como un relámpago, iluminará el conjunto, igual que cuando a uno se le enciende una especie de luz en la mente, y repara, por ejemplo, en la notable semejanza de rasgos que relaciona a Gardel con Perón, y en la prudente distancia que media entre la aparición de éste en el panorama político y la desaparición de aquél en el panorama de la canción y, atando cabos, empieza a explicarse entonces el inexplicable ascendiente del general sobre los argentinos y su afición a las cabareteras y la popularidad carismática de Evita y el halo virginal que –en cuanto viejita– la aureola en las estampas y la añoranza del pueblo tras la segunda caída de su presidente, ahora de la Casa Rosada como antes del avión, y la supervivencia de su figura –el tango no pasaráya descaradamente de frac, y aquella superposición de imágenes, engominado el cabello y de colirios la mirada y suave como un murmullo la sonrisa, y así su triunfal regreso repetitivo en vuelo hacia Ezeiza, de nuevo Evita a su lado, y todo el avión cantando aquello de volver y las nieves del tiempo, tan poco tiempo antes de su segunda y sólo Dios sabe si definitiva desaparición, hasta que finalmente se impone por sí misma la certidumbre de que Gardel y Perón eran realmente la misma persona. ¡No! ¡El tango no pasará!

DIÁLOGO DEL LUNASOL. Encuentro con Celia en el Nautic. Le acompañaba Carlos, únicamente a la espera, se diría, de algún pretexto para irse con los suyos. Por la hora, el atardecer, la terraza se parecía a Cadaqués en viernes, cuando van llegando los finsemaneros de Barcelona, ansiosos de despojarse así de su indumentaria ciudadana como de su personalidad habitual, de incorporarse lo antes posible a la presunta desinhibición de los ritos locales, poseídos por esa impaciencia similar en todo al típico deseo de ir al grano que experimenta el burgués catalán mientras presencia un living-show en Copenhague: que se abra de una vez y de entre la suavidad del vello aflore el rojo grano de mijo. Los asiduos, gente que lleva más tiempo en el lugar, por lo general mujeres, madres de familia con sus pequeños, se distinguen no sólo por el bronceado de la piel sino por el tono más pausado de la conversación, esa joven mamá de una mesa vecina que cuenta sus experiencias con sensual delectación, justo al acabar de recoger los platos que, no sé, como si ya intuyese algo, había recogido antes que de costumbre: no una de esas veces que inundas el piso, no. De esas otras aguas espesas y oscuras, sabes, casi una pasta. Poca cantidad. Pero lo bastante para dejar perdido el suelo de la cocina.

Celia se volvió conmigo al motel. Quedamos en que antes de la cena pasaríamos por su apartamento a tomar una copa. Rosa dijo que cada vez le apetecían menos aquellas charlas en el porche, que no alargásemos, que habíamos quedado con los Pompeyos a las nueve y media, en el Moby Dick. Me habló de un perro que la había seguido por el pueblo, uno de esos perros del país con diversos injertos, entre basset y pachón, obtuso, pesado, todo él con algo como de polla, el miembro propiamente dicho colgando a modo de mero aditamento indicativo. No más perros, dije.

Cuando en el jardín, al acercarnos al porche, oímos el Adiós Pampa Mía, fue como si ya estuviéramos viendo a Mario tal y como efectivamente lo encontramos, repantigado en su tumbona y con un vaso en la mano, un poco más borracho que otros días a la misma hora, insistiendo una y otra vez en el disco, masoquista y desafiante al mismo tiempo, como diciendo, una cursilada, sí, pero es que a mí me gustan las cursiladas, las cosas de mal gusto, y pensando sin decirlo: sobre todo si a Celia le crispan los nervios. Lo demás, igual que cada noche, desde la salamanquesa inmóvil junto al farol hasta el plano de la Ciudad Ideal visible a través de la ventana del living, pasando por el termómetro y el barómetro colgados en el porche, temperatura agradable cuya lectura en grados carecía por tanto de importancia, y presión atmosférica ininteligible en razón directa a la falta de curiosidad que uno ha sentido siempre hacia esta clase de datos, negligencia, por lo demás, solamente inexcusable en el aviador, el marino y determinados maniáticos. De repente se interrumpió el Adiós Pampa Mía y empezó a sonar un madrigal de Monteverdi, la opereta esa, como decía Mario. Y entonces apareció Celia, envuelta en un ruso blanco y con una toalla a modo de turbante, como recién bañada. ¿Sales?, dijo Mario. Sí, dijo Celia. También ella parecía haber tomado sus copas. Quizá por eso volvió a la carga, a reincidir en el tema sobre el que ya se había explayado cuando nos encontramos en el Nautic, Mario, la forma que tenía de tratar a Carlos, la imagen que el chico, lógicamente, se habría formado de su padre. Y Mario, como harto, como vencido, la dejaba decir, semejante en su renuncia a ese autor de novelas por entregas o seriales radiofónicos o televisivos que un buen día, cuando el interés del espacio comienza ya a decaer en el gusto del público –aunque nunca tanto como en el propio–, fatigado por las reiteradas vicisitudes de los personajes, resuelve acabar con todos de golpe mediante, pongamos por caso, un tan oportuno como inesperado naufragio, terminando así definitivamente con el hastío del público a la vez que con el propio.

Celia ironizaba sobre la reacción de Mario ante la única ocasión en la que Carlos mostró indicios de interesarse por algo más que su gente, sus discos, sus fumadas: tu comportamiento no fue que digamos muy distinto al que tanto criticabas en mi padre cuando la huelga general del 51, que un hombre como él, decías, con todas sus ideas libertarias de huelgas que iban a poner de rodillas al capitalismo, a la hora de la verdad se negase a cerrar su taller por miedo a represalias, ¿lo recuerdas? ¿Y ahora? ¿Qué puede decir ahora Carlos de un padre como tú? Te pasas el día criticando a los jóvenes como él, su falta de ideales, de ambiciones, de interés por las cosas, pero a la que el chico empieza a participar en las cámaras de Facultad y en las huelgas y todo eso, a la que empieza a decirse que hay un muerto, coges al chico y te lo traes a Rosas lo mismo que si fuera un crío que no tiene uso de razón. Humillante, ¿no? ¿O cómo habría que considerarlo? La pregunta quedó sin respuesta y Celia tampoco se molestó en aclarar para quién era humillante, ofuscada, se diría, por su propio encono, todo como en una de esas asambleas olímpicas en las que los dioses discuten los problemas que tienen en común y los que les oponen, pero siempre a partir del pacto que les unió a todos contra Saturno: una historia remodelada con el tiempo, como esa imagen que se hace uno de sí mismo a los dieciocho años y que, mientras destaca y magnifica los rasgos que le configuran de cara a la galería, arrincona en el olvido absoluto lo verdaderamente importante, los conflictos primitivos, el viejo Saturno, el Cielo, la Tierra, el Caos. Algo que se replantea, no obstante, con el descubrimiento de que uno ya no es tan joven, o mejor, con la admisión de esta realidad, reconocimiento al que uno llega no tanto a través de sí mismo, tras considerarse a sí mismo con ojos críticos –fallos en el vigor físico, principalmente en el ejercicio carnal–, ni a través de la observación de esos fallos en el mundo circundante –a propósito de un inesperado encuentro con alguien a quien habíamos perdido de vista–, cuanto gracias a un hecho mucho más intrascendente, tal o cual galán de la pantalla, por ejemplo, de nuestra época, y que, en una película de ahora, caemos en la cuenta de que hace el papel de padre. De ahí que la sombría expresión de Mario, a semejanza de una de esas hijas de familia no forzosamente jóvenes ni solteras, de actitud estricta y exterior sobrio, voluntariamente alejadas de la alocada vida propia de las mujeres de su clase, de la frivolidad así de sus placeres como de sus preocupaciones, postura que trasciende incluso a su propio físico, a sus atormentados rasgos marcados por la constancia de las prácticas piadosas y del estreñimiento, así, a semejanza de esa clase de mujeres, la expresión de Mario, el hecho de que tan frecuentemente trasluciera –como ahora traslucía– la persistencia de un problema irresuelto o, cuando menos, inexpresado, un problema que para cuando decidiera plantearlo, cuando quisiera decir lo que quería decir, estaría ya demasiado borracho para poder decirlo y, una vez más, quedaría inexpresado, como en un banquete donde el tema del amor o el de la belleza o el del origen de todo se fuese haciendo incoherente bajo los efectos del alcohol, y los balbuceos fueran reemplazando a la exposición de los conceptos, hasta que llega Alcibíades y entonces uno se encuentra en el Moby Dick, o en el bar de la gasolinera o en el mismísimo Mas Paradís, y despierta en una casa que no es su casa o a bordo de un yate.

RECAPITULACIÓN. Nuestro autor, sus notas, apuntes y observaciones, fragmentos de narración, simples frases a veces, variantes de esas frases a modo de búsqueda, de tanteo, de ese algo que tiene en común el comienzo de la redacción de un libro con un piso por estrenar, cuando aún no se está muy seguro de la colocación de los muebles y todavía falta automatismo en los movimientos que uno hace. Un ejercicio de raíces no menos oscuras que las del lenguaje que uno aprende en sus primeros años, con las mismas resonancias que hay que ir descubriendo, los mismos equívocos y malentendidos, las mismas motivaciones en apariencia casuales, ese niño al que le avergüenza la palabra verdugo porque la relaciona con el capullo del sexo, y para quien la palabra tormento supone el despertar de una dilatada ensoñación erótica, de modo que si, no ya a ese niño sino a un adulto –padres, profesores–, se le intenta explicar la conexión entre ambas representaciones –es verdugo el que aplica el tormento– lo más probable es que ni siquiera comprenda de qué estamos hablando. Como el viejo clérigo que, si se resiste a trajearse de paisano conforme a las nuevas tendencias eclesiales, no lo hace tanto por el natural apego a los hábitos que se acrecienta con los años, por la sensación de desnudez que experimenta, cuanto, muy probablemente, por la evocación contextual de la anterior ocasión en que se vio obligado a hacer lo mismo, durante la guerra civil, para salvar el cuello, rememoranza generadora de un instintivo y explicable retraimiento, pura reacción defensiva en definitiva, así, igualmente equivocado sería considerar nuestro oficio a modo de un oficio como cualquier otro, lo que suele llamarse una carrera, una profesión, una afición convertida por el hábito en algo serio, en un trabajo con el que uno puede llegar a ganarse la vida, etcétera, puesto que algo hay que le ha hecho a uno ser escritor y no otra cosa, algo que por su misma naturaleza proteica resulta difícil de precisar, más difícil, menos obvio, que el de la existencia de una antigua y morbosa atracción por el desequilibrio y la locura, puestos a buscar un ejemplo, en el caso del siquiatra. Porque si bien desde el punto de vista de la exégesis crítica resulta válido establecer, al menos como hipótesis interpretativa, que el reto de Sócrates en el Fedro respecto a la imposibilidad para el poeta de celebrar las regiones celestes pudo espolear a Dante, en la culminación de la Commedia, a enfrentarse a la blanca aridez del Paradiso, en tanto que hombre capacitado para contemplar el conjunto y los detalles al igual que un dios, sería más que aventurado ignorar que debajo del Paradiso está el Purgatorio y debajo el Inferno y, sobre todo, las ambiguas satisfacciones que semejante composición suscitaba en Dante a un nivel inferior al de su conciencia, bajo las crípticas simetrías de un plan donde, como en la Creación misma, no tiene cabida el azar. Y de igual forma que cuatro residuos sin importancia traídos por el mar –un remo roto, una botella con un mensaje, un balón de plástico– suponen tal vez un naufragio, también, de igual forma, en el origen de toda gran obra de creación encontraremos siempre un dato anodino, sugerido, en apariencia, sea por un acontecimiento real, sea por una lectura, ya que, así como un muñeco de madera sólo se transformará en niño, salvándose, de paso, de la tutela de su creador en la medida en que sea capaz de salvar a éste de las aguas, ganando su autonomía en la medida en que haga recíprocas las relaciones de dependencia, en la medida, por tanto, en que las contrarreste y destruya, así, ese naufragio que apenas si deja huellas puede significar el punto de partida de un giro decisivo en la vida de cada uno, como bien lo significó lo mismo para Ulises o Eneas como para un Robinson cualquiera. Un proceso que, por lo general, dada su lentitud, apenas si es advertido por el propio autor, de modo parecido, por ejemplo, a como en el curso del siglo veinte entra en declive no ya, como en el siglo anterior, la figura humana, sino incluso el paisaje en cuanto sujeto del cuadro, declive ciertamente ligado a la paralela desaparición del paisaje natural, a su sustitución por un paisaje urbanizado, mejor aún prefabricado, donde, si algún atractivo encontramos, es justamente en el terreno de la plástica, en una lograda transposición plástica del objeto más que en el objeto en sí, esto es, en la suplantación del mundo que el hombre ha ido construyendo a su alrededor por una nueva realidad inventada. Y lo que empezó poco menos que como desahogo se va convirtiendo con el tiempo en una tarea a cuya suerte queda ligada la razón de vivir del narrador. Pues si el amor supone una alteración del normal comportamiento del sujeto que hace del enamorado un verdadero enfermo, por más que simule ante terceros y procure que nada se trasluzca en su vida cotidiana, así, el acto de crear y, sobre todo, los impulsos que supone, los problemas que uno intenta expresar y, en mayor grado todavía, los que propone sin siquiera darse cuenta, los que ni tan siquiera constituyen un problema para uno, los que nada tienen que ver con uno, ¡nada más faltaría!, convierten a su autor en una persona no menos enferma que nuestro enamorado. No, nada en la creación de la serenidad y el plácido equilibrio propios de quienes han dado con el ambiente adecuado para un pleno desenvolvimiento de la personalidad; antes bien, la tensión angustiada del gladiador consciente de que de su destreza en el manejo de la red depende su vida. Una obra que incide en la vida del autor del mismo modo que las reflexiones sobre esa vida inciden en la obra. Una obra susceptible incluso de llegar a convertirse, en manos de un autor incauto, en verdadera túnica de Penélope, y no tanto porque se deshaga de noche lo hecho de día, cuanto porque, como una Penélope aprisionada en la trama que la envuelve y envuelve según la teje, así, lo que ese desdichado autor se había propuesto como objetivo concreto y limitado bien puede empezar a dilatarse y detallarse, a extenderse y fraccionarse, hasta el punto de que muy pronto también en su vida parecerán alargarse los períodos temporales y alejarse en la distancia los puntos de destino, todo como un poco más allá y un poco más tarde cada día, progresivamente inmovilizado el cuerpo por el propio tejido que lo cubre, atrapado el reciario en las mallas de su propia red. Y así como el tiempo cronométrico, ese esquema formal que, repetido cada doce horas, se superpone a nuestra vida como el metro del agrimensor se superpone al terreno, produciendo una impresión de sucesión acumulativa que en modo alguno corresponde al verdadero transcurso temporal, así, no menos engañoso que tal sensación de progreso, el valor de toda obra que no se resuelva en el propio autor a la vez que sobre el papel.

LA COVA. El deseo, en ocasiones, de hacer lo contrario que Robinson cuando su último naufragio, acaecido ante las bravas costas catalanas: nadar no hacia las recoletas calas sino aguas abajo, hacia los fondos. Ese último capítulo de sus aventuras, recientemente descubierto entre otros manuscritos inéditos de Daniel Defoe, en el que se narra cómo, naufragado su buque en un lugar impreciso de nuestro litoral, Robinson consiguió alcanzar a nado la playa y, perdido inicialmente en los bosques de alcornoques que por aquel entonces poblaban la comarca, acabó no obstante constituyendo la primera firma exportadora de tapones de corcho de Catalunya, con oficina central en Londres. De los tapones, es fácil pasar a la fabricación de botellas y garrafas de vidrio, industria de cierta raigambre entre los naturales del país, y de ahí al vino, los excelentes caldos de la región, que no tardó en introducir en la mayor parte del mercado europeo, productos clave todos ellos en la economía del Principado, y fundamento, de acuerdo con las documentadas tesis de Pierre Vilar, de su resurgir económico y futura industrialización, que en modo alguno ha sido obstáculo, antes bien complemento, de la actual expansión turística, de los pingües beneficios que en todos los órdenes reporta la urbanización de esta costa en otro tiempo llamada brava y en la que hay todavía mucho por hacer, muchos rincones por explotar, puntos todavía vírgenes en los que nunca falta un maniático que parezca complacerse en las dificultades de acceso y en la incómoda aspereza del lugar, para bañarse, tomar el sol sobre una roca, bucear, casi como si quisiera perder de vista las excelentes playas que, si gozan de las preferencias del turismo, por algo será, los múltiples servicios que brindan, los hoteles, bares y restoráns que allí se dan cita, no sólo a lo largo de la bahía sino también, doblado el promontorio, en las límpidas calas que hasta hace pocos años daban miedo y todo de puro desiertas, con la siniestra silueta del Cabo Norfeo a manera de telón, hoy unidas al pueblo por una hermosa carretera desde la que un paseante ocasional contempla a nuestro bañista, consciente, sin duda, consciente y hasta preocupado por los peligros de los que nunca está exento un baño solitario en tales batidas rompientes, no vaya a pasarle algo al muchacho. Y bajo aquella mirada, acaso solícita, acaso concupiscente, a ver si hace algo esta pareja, zambullirse en el paisaje que se abre al otro lado del nivel del mar, o incluso –como huyendo de la mirada de ese paseante ocasional– llegarse en coche más allá de Cadaqués y luego caminar sendero abajo hasta una cala cualquiera de las que avistamos desde la barca del Grec cuando fuimos al Cabo Creus, parajes abruptos y desolados donde, en el peor de los casos, encontraríamos a lo sumo otra pareja no menos casual ni maniática, extranjeros por lo general, quizá finlandeses, y una vez allí, instalados en nuestro rincón, perder de vista la cala cenicienta, los finlandeses, las toallas extendidas, la misma Rosa poniéndose crema, el mundo exterior, y bucear entre dos aguas, desplegado, como ingrávido, sobre praderas ondeantes y blancos desiertos, sobre formaciones de peces resplandecientes, agrandados por la visión deformante de las gafas, como planeando sobre aquellos fondos penetrados por raudales solares, planicies que uno tomaría por panzas de cetáceo, dorsales de escualo hechos peñasco, verdes crines encabritadas y remolinos de anémonas, planeando y cayendo en picado y ascendiendo, ascendiendo entre burbujas mercuriales hacia cielos concéntricos que traspasarás al alcanzarlos, y entonces flotar inmóvil a la deriva, de cara a los azules caudalosos, a los retazos de nubes que arrastran. Y volver a sumergirse, y bucear a lo largo de la costa, serpear ceñido a los vivos relieves de las rocas, rozando casi las adherencias urticantes creadas como a golpes de oleaje, rosas eruptivos y honduras violáceas, revuelos como de cabellera, rugosidades viscosas, mímesis y simbiosis y ambiguas coloraciones de medusa, hendiduras con pulpos palpitantes, blandamente recogidos en los repechos de la piedra que se hunde escarpada, despeñaderos esquinados, acantilados de vértigo, atrás ya las valvas azules y las yemas amarillas y las espinas moradas y las estrellas malvas y las rojizas contracciones de la orilla, sobrevolando las calvas nalgas de arena, el contorno sinuoso de las clapas abiertas entre las algas, desnudez más y más dilatada de un panorama sembrado de esos equinodermos semejantes al grueso sexo de un dios mutilado, como removiéndose todavía, arrugándose apenas al titileo de las luces que sombrean el fondo cada vez más hondo, perspectivas que se amplían según uno se aleja y se adentra, manchas que pronto se configurarán en selvas y desiertos, en cordilleras, en cielos, en océanos.

Obstinadamente, como aquel que vuelve al paisaje de su infancia y busca y busca en el regazo amniótico de la memoria. Pues del mismo modo que el joven suele rechazar la lectura de los antiguos y sólo con los años descubrirá que le son más próximos que la mayor parte de sus contemporáneos, así, en la vida, sólo después de haber dado muchas vueltas cobran nuevo valor los paisajes de la infancia. Aquellos atardeceres en los que el niño, al borde de una balsa, consideraba la posibilidad de que así como el agua y los mansos reflejos que contemplaba, nubes, ramas soleadas, yo, constituían una imagen de su propia pupila, no resultara ser esa pupila, en realidad, imagen misma del universo; más aún: si la tierra y los demás planetas del sistema solar y todos los sistemas de todas las vías lácteas de todas las galaxias, no serían más que un simple microorganismo en suspensión, una célula cualquiera de cualquier órgano, el ojo, por ejemplo, la pupila, el iris, las niñas como asteroides de un chico que como él contemplaba la luz como de pupila de una balsa al sol poniente, un chico igual que él aunque infinitamente superior, inimaginablemente mayor si se prefiere, y si el fin del universo no iba a obedecer, en su día, al mero hecho de que el chico aquel sufriera un leve trauma en el ojo jugando con sus compañeros de colegio, un golpe, lo que se llama un hecho fortuito, y si su propio ojo no estaría formado a su vez por células cuya estructura interna viniera constituida por infinitas galaxias, del mismo modo que el universo al que pertenecía el inimaginable niño imaginado podrá constituir en su conjunto un elemento más de la estructura celular de un órgano determinado, el ojo, la pupila, el iris de un niño infinitamente superior, de ese niño o de cualquiera de sus compañeros de juego, enésimo eslabón de una serie infinita de seres igualmente inermes y contingentes, nadapoderosos todos ellos, inocentes, incomprobables, separados hasta tal punto uno de otro que, en relación a los universos y universos que conforman el ojo de uno cualquiera de esos muchachos que juegan con sus compañeros, la cuenca orbital suponga un espacio de magnitud ni tan siquiera concebible, y un leve parpadeo al sol de la tarde, la eternidad y, en consecuencia, el instante del accidente, del traumatismo del ojo, del pelotazo, de la pedrada, bien pudiera significar, a un nivel inmediatamente inferior, un proceso destructivo de miríadas de siglos-luz de duración, imperceptible por lo paulatino para generaciones y generaciones de las que pueblan esos universos –enfriamiento de cada planeta, pérdida de movimiento, ruptura de la gravitación, entrechocamientos y cataclismos–, fatal todo en su contingencia salvo, tal vez, las motivaciones profundas de la contusión traumática, la casual fatalidad que afinó el tiro, que aguzó la mano a la vez que el ojo del compañero de juego. Ocurrencias que uno sigue teniendo de vez en cuando, conjeturar, qué sé yo, si la estructura del mundo que hemos construido constituye el simple instante de un proceso o, por el contrario, si ese proceso es tan sólo un aspecto parcial y fugaz, un punto cualquiera de la estructura en la que está integrado, divagaciones pasajeras, ideas que le asaltan a uno en el momento más impensado, al tirarse al agua desde la barca, por ejemplo, para abandonarle enseguida, relegadas ante el reclamo de lo inmediato, la visión que se nos ofrece al dar las primeras brazadas en el ámbito de la Cova de l’Infern, aquel espacio interior, únicamente accesible por mar, situado en la base del Cabo Creus, vasta cavidad donde el verde casco –no menos transparente que el aire o el agua– aparecía como suspendido entre el fondo y la bóveda, nítidamente destacada la línea de la quilla contra las ígneas tonalidades de la piedra, excrecencias rosáceas, malvas, anaranjadas, colores avivados por la luz que vierte una abertura situada en el extremo opuesto a la entrada, un agujero escabroso, sombreado por el descenso de manchas delicuescentes, a cuyo término se avista el cielo, nadar despacio, explorando la gruta, escrutando, atento a las claridades y resonancias de aquellos dominios, a los brillos y espejeos y penumbras, a los ruidos oscuros, entre el gruñido y el soplido, bufidos, chasquidos, succiones, cascadeos, movimientos como de víscera o entraña realmente propios de la boca del Tártaro.

SANTA CECILIA. Son personajes las personas que consciente o inconscientemente adaptan su conducta a un patrón prefijado. Y eso tiene validez en lo que se refiere así a la vida real como a las obras de ficción. De ahí que, en la novela tradicional, el protagonista sea con tanta frecuencia de rasgos más desvaídos y menos fácilmente caracterizable que determinados personajes secundarios, siempre más redondos. Y que éstos correspondan a esa clase de personas de las que la gente, en la vida real, dice: es todo un personaje. El caso de tío Rodrigo, por ejemplo: sus salidas, sus excentricidades, su atuendo descuidado y hasta el peso de su presencia, la cualidad de escroto añoso de su sotabarba, sus pelajos blancos mal afeitados, sus cañamones, rasgos que, a posteriori, casi parecía que así habían sido desde siempre, como para mejor destacar su carácter de institución en el ámbito de la familia. Cuando en Santa Cecilia, después de comer, tomaba el café en el jardín, y entonces, aprovechando la siesta de papá, se explayaba sobre cualquier tema, el abuelo, el bisabuelo, Cuba, los países que todavía ofrecen un porvenir, alguna noticia del periódico que, arrugado y manchado, aún desplegaba de vez en cuando, comentarios relativos incluso al deporte, de acuerdo con su particular concepción de esta clase de competiciones, es decir, el deporte entendido como epopeya a partir de peculiaridades étnicas, históricas o legendarias, un partido de tenis Suecia-Inglaterra visto como una especie de continuación de la batalla de Hastings, una victoria del fútbol soviético sobre el francés como un desquite de Borodino, un Barcelona-Madrid considerado poco menos que como el enfrentamiento actualizado de Aquiles con Héctor, la ineptitud de los negros en deportes como hípica, tiro y esgrima, prueba de la primacía bélica de la raza aria, el gimnasta japonés, kamikaze en tiempos de paz, etcétera.

Notable, en el recuerdo, la vinculación de tío Rodrigo a Santa Cecilia, más estrecha, si cabe, que en el caso de papá. Más aún, la asimilación de su recuerdo a ciertas imágenes de Santa Cecilia: sus discusiones con papá, por ejemplo, vinculadas para mí a la terraza casi a modo de elemento ambiental, de igual forma que a la era van vinculadas las charlas que teníamos con el Dionís mientras se hacía oscuro, antes de la cena, a su sabiduría, a sus conocimientos, cómo curar una herida con telarañas o barro, cómo acabar con las verrugas atravesando a la madre de todas ellas con una aguja al rojo, y la conveniencia de sembrar y cosechar y hasta de cortar árboles en menguante, o la manera de captar corrientes subterráneas, válida incluso para localizar oro, tesoros enterrados. Por cierto, la vara del zahorí, ¿tenía que levantarse o más bien apuntar al suelo, al dar con la vena de agua?

De un modo general, cabe afirmar que, en mis recuerdos de Santa Cecilia, el paisaje de sus contornos, los lugares hacia los que con mayor asiduidad encaminaba mis pasos, han ido perdiendo importancia a costa de lo que era en sí la Santa Cecilia de mi infancia y de las personas que la habitaban: las dependencias agrícolas, el jardín y, sobre todo, la casa propiamente dicha, sus interiores, desde el zaguán hasta los desvanes, sede habitual de gran parte de mis sueños, con independencia, en este terreno –al contrario que en el de los recuerdos–, de que el ámbito soñado no constituyera precisamente, no ya uno de mis refugios o rincones predilectos, sino ni tan siquiera lugar alguno especialmente frecuentado. Pero así como la contemplación ocasional del miembro viril del padre, se encuentre o no en estado de erección, acostumbra a tener una gran trascendencia en la vida erótica del hijo –o de la hija– debido a la desproporción entre el propio tamaño y el del miembro contemplado, así todas las impresiones del mundo de la infancia, la relación entre las medidas de ese mundo y las del niño que lo contempla, la realidad práctica de tal proporción y del aparente carácter casual con que se nos manifiesta, simples impresiones a veces, aunque no por ello carentes de significado, el sol entre las hojas de la glorieta, por ejemplo, a la hora del café.

Tío Rodrigo dijo que papá, en lo que a negocios se refiere, yo diría que, más que un zahorí, tiene cualidades de lo que el zahorí busca: un pozo sin fondo. Si no, no me explico cómo ha podido pasarse la vida así, de un granuja a otro, de un sinvergüenza a otro; cómo han podido dar con él. Es casi un fenómeno de imantación. Y, no creas, la idea en sí suele ser buena: ni un disparate ni una fantasía. Lo único catastrófico es el resultado. Y siempre gracias a ese hombre amable, campechano y emprendedor que aparece en el momento oportuno y que, avalado por las mejores referencias, se ofrece providencialmente a ponerla en práctica. Ese hombre que una vez más, como para ir confirmando las aprensiones irreprimibles de las que papá da muestra cuando –ya demasiado tarde, embarcados todos en el mismo buque, su suerte en las manos del capitán– le oye hablar a sus hijos de un porvenir tan lisonjero en general y tan lleno de especiales estímulos para los chicos en particular, que ya ni él mismo puede creer que sea cierto, los temores, pronto certidumbres, de que el hombre aquel no termine por revelarse –y terminará haciéndolo– como un redomado embaucador, en cuya caída papá conseguirá a duras penas quedarse al margen, no verse arrastrado, convertirse también en cómplice de la estafa a la vez que en estafado. Desengaños y fracasos vez tras vez asumidos con resignación cristiana, como papá decía, con la misma entereza con que un Jonás o un Job soportaban los reiterados palos y amarguras que la vida nunca ahorra cuando tal es la voluntad de Dios, convivir con el abuelo, sin ir más lejos, la paciencia de santo varón que algo tan simple como eso requiere. Aparte, claro está, de la merma económica que cada una de estas operaciones –término con el que, sintomáticamente, el socio de turno, el mangante, designa los negocios– suele suponer para el capital disponible mientras lo hay, el precio pagado por perder de vista la cara de ese socio de turno, de ese mangante, cuya actuación no ha sido, en definitiva y en sentido estricto, más que eso, cuestión de cara, de rostro, como suele decirse, con un factor de duración que, por el esfuerzo requerido, le distingue del sablista habitual, para quien el problema de expresión se plantea sólo en el momento de dar la estocada, de pedir un aval o proponer un peloteo más que directamente un préstamo, de mantener aquella mirada risueña y avispada más que propiamente cínica entre las pestañas semicerradas –ya se sabe, la vida, el ser humano–, confortado por el pensamiento de que es sólo un instante, de que muy pronto, tras una despedida efusiva, sin exceso de promesas ni dar sensación de prisas, puede encontrarse en el ascensor, con un talón al portador y todo lo que eso representa calentándole el corazón.

El problema de los epígonos: un hombre, tu bisabuelo, que funda una dinastía; un hijo que intenta mantenerse a su altura no ya conquistando sino, contra la usura del tiempo, conservando; y unos nietos que fatalmente han de protagonizar el declive y la dispersión del clan familiar, ya sin otra realidad aglutinante que la imagen magnificada de lo que el fundador llegó a ser. Los nietos, es decir, nosotros, los hermanos, tu padre, yo: la decadencia del apellido. Una categoría en la que tío Rodrigo, comodón y vago, el sentido del humor inútilmente desarrollado, no tenía inconveniente en autoincluirse con todos los merecimientos, diferentes, aunque de similares consecuencias, a los de papá, siempre más pugnaz en sus actitudes, quién sabe si para su mayor desgracia. Pues, al igual que la labor infructuosa de generaciones y generaciones de epígonos de determinado autor, que la perpetua frustración de sus intentos –a veces teóricamente conseguidos– de utilizar y aun desarrollar determinadas fórmulas del maestro, ya que el secreto no reside tanto en la obra a cuyas formas pretenden acoplar sus creaciones, cuanto en el propio autor, así los intentos del abuelo por emular de algún modo a su padre estaban condenados al fracaso a partir meramente de semejante propósito, de su incapacidad en apreciar que lo que era válido para Cuba no lo era para Cataluña, que lo que en Cuba hubiera estado encuadrado en una estructura de producción y comercialización, en la Cataluña de entonces, una explotación agropecuaria de este género constituía una simple extravagancia. Y es que, a fin de cuentas, la creación de Santa Cecilia, bautizada así por el abuelo en memoria de la bisabuela Cecilia, consagrada a ella, se diría, a juzgar por el realce dado al retrato al óleo que, con esa ausencia de vida que caracteriza toda pintura sacada de una foto, de la foto de una persona difunta, presidía el salón, quizá respondiera, en efecto, como se decía, al desplazamiento de una frustrada vocación política, a su traslación al siempre más maleable terreno de lo privado, de forma que lo que no pudo realizar en la vida pública lo realizó en su finca, redondeándola más y más con la adquisición de predios vecinos, ampliando y remodelando el jardín, modernizando las instalaciones agropecuarias hasta convertirlas en una explotación más modélica que rentable, perfeccionando por medio de constantes retoques el interior de la casa. Y ahora, como comentaban los tíos, ahora resulta que si no hubiera comprado tanto, aislado tanto la casa, una casa desde la que no es posible divisar ninguna otra edificación que no pertenezca a la propia finca, sin duda se hubieran ido asentando en las cercanías los propietarios de otras fincas, villas, chalets, formándose así, con el tiempo, una especie de núcleo residencial, y lo que ahora, como castigo a su ambición desmedida, son apartados bosques y cultivos en decadencia, sería hoy una verdadera colonia veraniega de tradición y prestigio, y el valor de las tierras de la familia –aunque menores en extensión– mucho mayor. Errores, en fin, que un verdadero cacique rural, esto es, el hombre del país, que allí ha nacido y allí ejercerá su omnipotencia hasta que muera, no hubiera cometido jamás, errores que sólo pueden cometer personas como aquel señor tan señor y tan a la antigua, aquel anciano de aspecto invariablemente severo que fue el abuelo, adustez en modo alguno atemperada por el ocre degradado de las fotografías, quién sabe si buscando incluso una similitud no ya en lo moral sino hasta en lo físico con el padre, de igual forma que había buscado una similitud en el historial con Santa Cecilia, una de esas posesiones que se crean a modo de sede o razón social de la familia, para las generaciones futuras, y que, a uno u otro nivel, consciente o inconscientemente, invirtiendo la relación, acaban poseyendo a todos los descendientes, uno de esos legados que más bien parecen una condena, y con el que no hizo más que unir a su frustración de hijo que intenta vanamente emular al padre y a su frustración como político, por obvia inadaptación a los tiempos que le tocó vivir, su frustración como cacique rural, en la medida en que para él lo importante era su posesión, Santa Cecilia, a diferencia de ese viejo cacique de extracción campesina para quien la posesión es apenas un aspecto más de lo que realmente importa: el poder.

CONVERSIÓN. ¿Relación conyugal entre viejos en lugar de relación yerno-suegro? Es decir: no relación padre-abuelo materno, sino relación abuelo-abuela; toda la carga de rencores y manías que arrastra el matrimonio fijada en hábitos con el paso del tiempo. Senilidad en conjunción con maridaje.

Los claroscuros de una mente senil, sus ruinas, sus secretos, sus piedras caídas, compleja a la vez que primitiva como la de una lagarterana, o como la de ese lugareño que ve en la tele la de cosas que llegan a pasar en el mundo, y la de gente famosa que hay, mientras él, el muy desgraciado, no ha salido ni saldrá ya del pueblo y sólo espera que pase algo, un accidente, una catástrofe de la que pueda ser testigo, y convertirse así, aunque no sea más que por un momento, en alguien que tiene algo que decir, algo que interesa a los demás, a la gente que le rodea, al menos cuando lo está contando.

Y luego el matrimonio, el problema de vivir con, más destructivo por lo general que el de vivir sin, esa institución que únicamente parece servir para que, con los años, conscientes de su fracaso o acomodadas a él, las gentes se encuentren más solas y desamparadas al llevarse la muerte, con la vida del primero en irse, el objeto del fracaso del que queda, desposeído así de todo justificante.

La vida conyugal y los años, sus bajas, sus fracasos, sus componendas: aversión apenas revestida de afabilidad amedrentada.

El antagonismo viejo-vieja visto por un niño.

SI SU DUEÑO NO APARECE CON ELLA ME QUEDARÉ. Primero el cine. Uno de esos cines de barrio situados en los niveles más bajos de la cartelera, no sólo tras las salas de estreno sino también tras las de reestreno preferente, todo muy de acuerdo con el espíritu jerarquizante de los años cuarenta, con sus categorías y clasificaciones establecidas en consideración a datos tales como confort, precios y clase social del público. Un cine al que sólo salvaba el hecho de estar ubicado en un barrio residencial, de modo que, en lugar de pretender justificar la presencia de uno, al toparse allí con un compañero de colegio, diciendo que habíamos intentado ir al Kursaal pero no quedaban entradas y mira, mejor era convenir de antemano en la superior emoción de las películas que usualmente daban en aquel cine tanto los jueves como los domingos por la tarde, amparándose a lo sumo en la mención de otros conocidos del colegio que, por vivir asimismo en el barrio, eran también asiduos de la sala en cuestión cuando, como hoy, el programa era bueno. Tenía en su contra, eso sí, la historia del hombre que tocaba a los niños, quizás el mismo que una tarde intentó deslizar un dedo entre el borde del pantalón de Ricardo y el muslo, hasta que, aprovechando un intermedio, se cambiaron de sitio. Y a su favor, la situación, su emplazamiento en una zona residencial, hecho que, unido a la baratura propia de un cine de barriada, lo convertía en el cine de los hijos de la burguesía que habitaba en el contorno. Una fachada como de decorado algo deslucido, un vestíbulo mal iluminado donde, junto a los paneles de fotos de las películas en programa, una pizarra anunciaba las películas programadas para el próximo día; las dos puertas de acceso a la sala, y entre ambas, la taquilla, una ventanilla cerrada por una pequeña puerta de mármol similar a la de un sagrario. Y, en el interior, los huesos anaranjados de su padre.

El otro punto: la acera opuesta del mismo paseo, unas decenas de metros más allá, antes de llegar a la primera esquina, al pie de la tapia de un solar en la que, desde siempre, una inscripción en grandes letras negras proclamaba: ¡Gibraltar para España! Allí, casi a flor de suelo, en un pequeño rectángulo no recubierto de losetas como el resto de la acera, escarbando apenas con los dedos en la blanda tierra, quedaban al descubierto los huesos aquellos, entremezclados a residuos como de ropa. Durante algunos años, el solar estuvo ocupado por una bolera al aire libre, probablemente hasta que el bowling pasó de moda. Ricardo recuerda que fue en el bar de esa bolera donde, una mañana, Silvia le dijo que no podían seguir saliendo juntos, que se había hecho novia de aquel tipo que a veces la paseaba en su moto: un abogado de casi treinta años, por completo fuera del alcance, como competidor, de un estudiante de primer curso de Derecho.

Elementos de contacto entre ambos puntos: su carácter de bifurcación. El cine, junto a la intersección del paseo con la calle que Ricardo tomaba cada día para ir al parvulario. El solar ocupado de forma episódica por una bolera, en la intersección de ese paseo con la calle que conduce al colegio donde su padre estudió el bachillerato en régimen de internado, al igual que tío Guillermo y sus demás hermanos, tal vez porque por aquel entonces también ellos se habían quedado sin madre y al abuelo le resultaba más cómodo así, o acaso, simplemente, porque tal sistema respondía mejor a los estrictos principios educativos de la época. Esto es: dos caminos paralelos que, a partir del paseo, conducían a sus respectivos colegios. Mejor dicho: al parvulario de Ricardo y al colegio de su padre, respecto al cual el parvulario era un simple apéndice o dependencia destinado a los más pequeños. Recuerda, por ejemplo, que así para la primera comunión cuanto para la confirmación les llevaron a la capilla del colegio de su padre, un templo neogótico de estuco dorado. ¿Algún otro recuerdo? Ninguno. Ya que, como un gato encerrado en un saco con la víctima y juntos arrojados al agua, así determinados olvidos.

Una pregunta: ¿y qué tenía de especial ese paseo rectilíneo común a ambas bifurcaciones? Que se le ocurra, que a su comienzo quedaba el colegio en el que estudió el bachillerato al acabar la enseñanza elemental, su colegio propiamente dicho, distinto al del padre, contra lo inicialmente previsto, por esas cosas de los mayores; y a su término, una plaza con una iglesia. La iglesia en la que fue bautizado, en la que, cuando niños, cumplían con el precepto dominical en compañía del padre, y a la que, no hará ni dos años, le acompañó a su vez, la última, cuando se celebraron los funerales corpore insepulto por el eterno descanso de su alma.

18 DE MAYO. Camila, los intentos de organizarse, de poner un poco de orden en su vida, como conjuro, como proyecto de realización de un orden exterior que compense el orden interior que le falta; prepararse para algo, anunciar simplemente el propósito de hacerlo, tiene ya en sí ciertas cualidades terapéuticas momentáneas, a semejanza de un tranquilizante o de la lectura del horóscopo de la semana cuando es favorable. El orden maniático de Ricardo como proyección de un difícil control sobre las fuerzas antagónicas que se agitan en su interior.

Camila duda horas antes de elegir la ropa que va a ponerse. Descuidada, en cambio, en lo que a ropa interior se refiere, con frecuencia estropeada por el uso.

Ricardo tiende a llevar siempre los mismos zapatos, el mismo chaquetón, la misma clase de jersey, de camisas y pantalones. La ropa interior, por el contrario, impecable. Basta que al ser lavada quede teñida ligeramente para que –en contraste con su exterior descuidado– deseche las prendas afectadas. Camila prefiere el baño; Ricardo, la ducha.

El problema de las chachas para Camila, el miedo a parecer personas excéntricas ante sus ojos presuntamente críticos o, en términos más anacrónicos, gente de vida bohemia, de esencial anormalidad en cualquier caso. No ya beber o el aspecto de los amigos o cierto desorden en los hábitos, sino algo mucho peor: el hecho de que el marido, el hombre de la casa, sea un artista. Y trabaje por la noche. ¡Por la noche!

De ahí la evolución de las relaciones entre Camila y las chachas, la dialéctica que se establece a partir del momento en que entra una nueva: la chica entra con buen pie –esta vez creo que he acertado, me parece que hemos tenido suerte– y Camila la acoge como se merece, le cae simpática, le toma por su mano, le da consejos, la confiesa, la ayuda, escucha pacientemente, en contrapartida, sus advertencias sobre los hombres, la vida, etcétera, recibe consejos –no tome pastillas, no fume tanto, no beba–, se siente mangonada, espiada, víctima de aquella especie de comadre, de aquella bruja que además de una gandula –porque la casa está peor que nunca–, aparte de una zorra y una entrometida, y es seguro que sisa y que se pone sus cosas y usa sus cosméticos y ropa, y si sigue así terminará por volverme loca, así que lo mejor será despedirla y acabar de una vez con tanta demencia. La dificultad de encontrar una chica de servicio joven, de aspecto moderno e ideas avanzadas, desinhibida, comprensiva y, al mismo tiempo, cumplidora y responsable.

Las señoras como institución. Camila y sus vanos intentos de entrar a formar parte de tal institución, de ser admitida, de asumir los problemas que le son característicos: las chachas, el peluquero, los gases, la celulitis, la frigidez, los abrigos de piel, los supositorios de glicerina, las sisas de las chachas, las gangas, el exceso de peso, los líos del marido, sus deberes de mamá militante como coartada frente a la tentación de halagadoras pero fastidiosas aventuras, ese temor al mundo que le hace a una ampararse tras pestillos, sirvientas, tarjetas de crédito, vida social, cosas caras, a ocultar lo mejor posible sus frigideces mezquinas, sus infidelidades narcisas.

Bien, pero, por cierto: ¿y de qué demonios vivirán nuestros héroes en su feliz retiro de Rosas?, se hubiera preguntado un Balzac en un intento de responder de antemano a las preguntas que, llevado por el frenesí de sus cálculos, suponía que iba a hacerse el lector, ese lector sobre el que tan a menudo proyectaba sus propias preocupaciones financieras. Ya que si nuestro autor no ha publicado aún –como parece– obra alguna, sería absurdo pretender, dada la miseria cultural del país, que vive de sus colaboraciones periodísticas como uno de esos escritores americanos que salen en las películas. De modo que lo más verosímil –aunque acaso menos digno, de acuerdo con la óptica actual– hubiera sido puntualizar que Ricardo vivía del producto de la venta de la finca paterna que su hermano y él habían heredado; las buenas familias en declive heredan tierras y propiedades inmobiliarias antes que valores bursátiles, lo primero, en general, que suele liquidarse cuando empieza ese declive. Caso muy diferente al de Camila, en el que más bien cabría contar con los dividendos de un paquete de diversas acciones (Eléctricas y Bancarias, sobre todo, aparte de cierto número de Telefónicas) que el padre puso a su nombre cuando ella alcanzó la mayoría de edad, si bien sólo pasaron a su libre disposición cuando contrajo matrimonio. Una última observación –eminentemente moral– podría aún destacar que, mientras los ingresos aportados por Camila eran constantes, dado su carácter de dividendos, los aportados por Ricardo consistían, de hecho, en una suicida liquidación del patrimonio, descapitalización pura y simple revestida de una liquidez mayor, tanto mayor cuanto más aprisa fluye. Es poco probable, en cambio, visto el proceso inflacionario que hoy día experimenta la economía mundial, que un Balzac hubiera arriesgado cifras concretas, puesto que para el lector futuro, de un futuro muy próximo, poco menos que inmediato, tendrían una significación no sólo ridícula sino incluso inverosímil.

Diálogo del Afrodita. Las charlas de Ricardo y Camila con Carlos y Aurea en el motel. Carácter repetitivo de tales charlas, como de banquete que una y otra vez acaba inacabado. Un Carlos atormentado, que se emborracha de pura desazón, desgastado por la lucha inútil contra un enemigo impreciso. Su perplejidad cuando así parece advertirlo, cuando aprecia su incapacidad para expresar lo que quisiera expresar, quizá porque ni él mismo acaba de comprenderlo, una ansiedad semejante a la de ese portero de un equipo de fútbol que, tras un portentoso despeje que ha dado lugar a continuas situaciones de peligro ante la portería contraria, ve despejar a su vez al portero del otro equipo, ponerse en marcha la máquina de éste, arrolladores los mecanismos, los pases, los driblajes, el intercambio casi lúdico que se le viene encima entre la inhibición, cuando no complicidad, de las propias líneas defensivas, etcétera, etcétera; acentuar el factor incredulidad de la comparación. Título capítulo: LAS ROSAS ROSAS DE ROSAS.

El Grec; aprovechar el apodo. Viejo pescador farsante y mitómano. Pesca calamares con tridente, de noche, en las aguas quietas de la bahía, convocándolos como a golpes de tambor, y tiene puntos secretos, hacia el Cabo, donde pesca langostas con nansa. Fuera de la temporada turística, claro, la verdadera plaga de la langosta, como él la llama. Una plaga más bien fructífera desde el momento que, cuando llega, prefiere alquilar su barca para excursiones antes que salir a pescar. Reflejo de su progresiva confusión mental: suerte del turismo, que es lo que da vida al pueblo. Lo único malo, lo que no puede quitarse de la cabeza como si fueran cabellos, son los cálculos relativos a las tierras que vendió al principio de todo aquello, pensando que el comprador –que resultó ser un simple apoderado de una inmobiliaria– estaba loco. ¡La millonada que valdrían ahora aquellos olivares, allí, a tres pasos del mar! Lo que se llama una tomadura de pelo. Y es que estos forasteros no tienen palabra ni moral ni educación ni nada. El otro día, sin ir más lejos, en el mástil de un yate, en vez de izar la bandera española pusieron unas bragas. ¿A eso le dicen tener modales? Ellas son todas unas putas y ellos unos borrachos, pero la guardia civil se lo perdona todo. Traen dinero y quien paga manda. Pero si vienen es porque les gusta el país y porque ellas, que son todas unas putas, se ve que prefieren los tíos de aquí. Por eso pierden las bragas, de tanto quitárselas. Si al menos sirviera para que cambiaran las costumbres de este país, que ya sería hora. Son personas civilizadas porque tienen libertad, no como nosotros, que somos como salvajes. Y, como que tienen dinero, vienen y compran nuestras playas y si pudieran nos comprarían a nosotros mismos y pronto seríamos una colonia de ellos. Suerte de la guardia civil, que pone un poco de orden, etcétera. Rodeos y vericuetos que hacen imposible reconstruir su itinerario mental, no más claro en su desarrollo que el que corresponde al paseo de un borracho. Asegura ser llamado el Rey de las Langostas, pero incluso sus amistades ocasionales le conocen por el Grec. Usted pregunte allá donde quiera por el Grec y no se preocupe, que le dirán quién soy. En Llansà, en el Port de la Selva, en Cadaqués, en Sant Pere Pescador, en L’Escala. Pregunte, usted pregunte. El sábado por la tarde, desde el Nautic, le vimos paseando a un grupo de turistas por la bahía: plantado en la popa de la barca, con su gorrito tipo Popeye, su camiseta blanca y sus pantalones arremangados hasta media pantorrilla, erguido, los brazos cruzados sobre el abombado tórax, la barra del timón contra una pierna, fijando el rumbo con despectivo ademán, conforme, sin duda, al calculado efecto que su figura debía producir –así realzada por la estela que a su espalda se abría en el agua encalmada– entre los múltiples paseantes que a estas horas deambulaban por el paseo marítimo. Cualidad del Grec: atribuir con un guiño deseos y propósitos que no tengo ni he tenido. ¿Cuál será, por otra parte, su verdadero nombre?

Rehuir toda caracterización cerrada, coherente. Nada de personajes, de caracteres sicológicos; un solo mecanismo mental en acción, gracias a cuyo funcionamiento cobran entidad las personas y las cosas, los hechos, ni verdaderos ni falsos en relación no ya a una realidad objetiva o en relación a sí mismos, sino simplemente así o asá en relación al mecanismo mental generador. En cuanto a persona narrativa, recurrir también a la primera, pues así como en César el uso de la tercera persona constituye un recurso encaminado a obtener una mayor verosimilitud y objetividad en el relato, así, en general, resulta difícil saber dónde hay más campo libre para lo imaginario, si en esa falsa objetividad de los relatos en tercera persona o en la falsa intimidad que ofrece el uso de la primera.

Importancia relativa de esa clase de problemas, pues así como al sicoanalista le es indiferente empezar el examen de los sueños por aquél o éste, da igual, el que el paciente recuerde mejor, ya que, a partir de ahora, a partir de un punto cualquiera, del punto en que se inicia el análisis, el mismo relato de lo soñado le inducirá a volver a soñar, aunque sea bajo otras formas, lo que ha soñado siempre, así, el escritor, por más que al comienzo oculte su tema bajo tal o cual clase de expresión literaria, siempre acabará escribiendo lo que debe escribir. La novela, incluso –o acaso preferentemente– cuando pertenece al género fantástico, es siempre expresión objetivada de la conciencia y, sobre todo, del inconsciente del autor. De ahí que nada que no haya cambiado antes en el autor pueda cambiar en una obra en gestación, y que las claves últimas de esa obra, en el supuesto de que tenga algún interés su conocimiento, haya que buscarlas no tanto en la obra cuanto en el autor. Sin que nada de eso sea obstáculo para que así como el sicoanalista de manifiesta personalidad neurótica o netamente maníaca, que sólo una mentalidad jocosamente cerril puede atribuir a contagio de los pacientes, toda vez que el origen de su manía, de su personalidad neurótica, hay que buscarlo en las raíces de las motivaciones que le llevaron a elegir tal profesión –no muy distintas a las que al enfermo le han conducido a la enfermedad–, por lo mismo que la vocación del policía hay que examinarla a la luz de la fascinación que sin duda el crimen ha ejercido siempre sobre el sujeto, así, de modo semejante, tampoco el autor puede ser considerado al margen de su obra. Pues así como en la personalidad de Freud, a través de sus escritos, no es difícil encontrar un poderoso homosexualismo reprimido, así, igual que en Freud –o en Jung–, una teoría cualquiera tiende a explicar, en primer término, la personalidad de quien la formula.

Ahora bien: ¿qué es esa personalidad sino producto, a su vez, de un conflicto interior, patente en la obra en cuestión a uno u otro nivel de la conciencia del lector, antes incluso, en ocasiones, de que nuestro autor sea capaz de formulárselo como tal a sí mismo? Porque de igual forma que no fue Dios quien creó a los hombres, sino, antes bien, el hombre quien creó a los dioses, así, de forma semejante, no es el autor quien elige sus temas, sino que son los temas los que se imponen a su autor. Y si, como hemos dicho, para penetrar en el análisis interpretativo de un sueño o de una serie de sueños, vale prácticamente cualquiera de ellos, del mismo modo, para estudiar el proceso de creación no es preciso en absoluto que en la obra elegida se den cita los grandes temas actuales –no ya bélicos como antaño, ni tampoco filosóficos, ideológicos, etcétera, sino esencialmente científicos, viajes espaciales, posibilidad de vida en otras galaxias, etcétera–, temas que pueden incluso interferirse en el intento de aproximación a los procesos creativos y hasta contribuir a velarlos, dado lo poco que les atañe el carácter más o menos espectacular o llamativo de sus representaciones que, igual o mejor, pueden referirse al más cotidiano de los temas. Y por lo mismo que los mecanismos patológicos del inconsciente no son sustancialmente distintos –en su estricto funcionamiento– de los mecanismos no patológicos, así, por similares motivos, los efectos que el surrealismo pretendía obtener mediante la escritura automática, liberada como el sueño de la servidumbre de la verosimilitud, esos efectos, es posible encontrarlos en toda obra de creación literaria, por debajo del sentido y la coherencia que su autor pretenda otorgarles, de acuerdo con un lenguaje a la vez propio de cada uno de ellos y común a todos, que no sería desacertado denominar infrarrealismo. Ésa es la razón de que, desde un punto de vista subjetivo, en cuanto proyecciones, sea posible considerar creación literaria y profecía como fenómenos equiparables, formas diferentes de dar entidad a lo que carece aún de existencia real, con un claro valor compensatorio para el sujeto en ambos casos. Y, desde un punto de vista objetivo, considerar la creación cosmogónica, y más todavía la teogónica, como casos de expresión modélica y prefiguradora así de la interpretación onírica como de la creación literaria.

Consecuente error de los criterios críticos: tendencia a juzgar la obra por su significación formal en un contexto de significaciones formales ya desarrolladas, a calificarla en función de su importancia en ese contexto, no en función del contexto que ella crea con su aparición. Error paralelo, frecuente en toda clase de narrativa, producto asimismo de la fuerza de la inercia: considerar la vida como cristalización de momentos decisivos más que como un proceso, error que, en el plano de la creación, lleva a centrar el relato en un argumento articulado como un organismo, a encuadrar el ambiente en que se desarrolla igual que si se tratara de una fotografía, a ceñirse al tiempo que la realidad exigiría de los hechos relatados más que al exigido por su expresión literaria propiamente dicha, a aislar, a abstraer, a olvidar que junto a una cosa hay siempre otra, y otra contrapuesta y otra colateral y otra anterior que la contradice y niega, que la altera y confunde hasta el punto de obligarnos a reconsiderar la hipótesis inicial, la cuestión de si es realmente la estructura un instante del proceso o es el proceso una mera línea de la estructura. El suprarrelato y el infrarrelato, los dos verdaderos niveles de una obra, en relación a los cuales el relato en sí hace de simple vehículo.

La imagen como unidad narrativa por excelencia, entendiendo por tal el correlato subjetivo de la acción implícita integralmente estructurada. Esto es: no al modo, por ejemplo, de un monólogo interior magmático, inestructurado, sino vertebración, construcción polidimensional, representación totalizadora de los elementos de diversa índole presentes en el relato mientras los hechos se suceden y, respecto a los cuales, los actos, palabras y hasta pensamientos del sujeto de ese relato son apenas vislumbres del conjunto, de modo similar a como el yo constituye sólo una pequeña parcela situada entre los ámbitos extremos de la mente. Pues así como, para el clásico, lo físico en la orgía es y no es el motivo, ya que el motivo está más allá de lo físico; así como la orgía es, además de exceso en sí, algo que trasciende ese exceso, vía de acceso a niveles más altos, en un intento por alcanzar la plena integración o disolución de la conciencia, es decir, éxtasis, trance y orgasmo a la vez que alcohol y sangre, danza y copulación colectiva, así la creación, la obra. Planos apreciativos: escritura, estilo, estructura. Necesidad de una intercorrelación.

Peligros que entraña la transposición de elementos de la realidad excesivamente próximos, algo parecido a interpretar un sueño en función de los acontecimientos de la víspera. Aparte de que los sueños más importantes acostumbran a carecer de referencia inmediata, esa clara alusión a lo que sea que parece explicarlo todo. Soñar una vez más, por ejemplo, en un paisaje, un paisaje como deshabitado cuya orografía no hace sino ampliarse y detallarse en cada ocasión que es soñado, como ante los ojos de un caminante que lo recorre, la carretera sin tránsito, el camino de carro erosionado por el desuso que conduce, ladera arriba, hasta el pueblo, una ocre estructuración de tejados y muros simétricamente integrados en el silencio del monte bajo, elementos en modo alguno familiares, ni tan siquiera relacionados con paisaje real alguno, que se repiten, no obstante, con inexplicable insistencia.

Lo mismo respecto a esos sueños –no forzosamente propios de un viejo militante revolucionario– que, como los relativos a la mili o al cole, acostumbran a tener un carácter esencialmente represivo, toda vez que la presencia de agentes del orden –policías, inspectores impidiéndonos hacer algo, persiguiéndonos, interrogándonos–, por más que en apariencia responda a motivaciones subversivas o simplemente delictivas, es de muy otro significado, ya que su papel, lejos de cualquier actividad relacionada con el orden público, consiste más bien en impedirnos realizar en sueños lo que, desde las profundidades de la mente, pugna por salir al exterior, lo que por debajo del nivel de la conciencia quisiéramos llevar a cabo en la realidad. De ahí que cuando nos doblegamos a su voluntad –lo que no es infrecuente–, y hasta les damos la razón sincera o hipócritamente, en ningún caso se trata tanto de cobardía o falta de firmeza –pese al mal sabor de boca que, al despertar, nos dejan los confusos recuerdos de nuestra debilidad– cuanto de representaciones de la coerción que ejercemos sobre nosotros mismos, de nuestra inclinación a cooperar en el control de unas fuerzas cuyas tentativas de liberación es lo que realmente nos ha dejado mal sabor de boca. Cosas que nuestro viejo militante revolucionario puede soñar durante años sin que, cuando despierte, sienta otra cosa que vergüenza por las flaquezas de su comportamiento ante la policía.

Metáfora de Javi: como uno de esos homosexuales que, por lo que han leído o lo que han oído, llegan a la conclusión de que su madre les mimaba demasiado o su padre no tenía suficiente autoridad o lo que sea, todo menos admitir que, como cualquier persona, ha tenido desde siempre su tanto por ciento de sexo contrario y que, de acuerdo con ese tanto por ciento, hubiera tendido a comportarse según las épocas, según las circunstancias, de no haberse obstinado en reprimir uno de sus dos componentes, en ignorar uno a costa del otro, desequilibrio que no puede dejar de traslucirse en el terreno síquico, así, con la misma tendencia a distinguirse, a individualizar la propia estupidez, el Javi. Lo importante aquí, para el hilo del discurso, no es la relación establecida entre uno y otro término de la comparación, sino lo propiamente comparado, consideraciones que, como olvidándonos de Javi, como dejándolo a un lado, han de pasar a ocupar momentáneamente el primer plano del relato: la trampa, el ghetto en el que la gente termina por recluirse; las historias que inventa, las justificaciones y susceptibilidades, la culpa. Tema Carlos.

El trato con Mario y Celia empieza a resultar penoso; esta tarde Mario acabó preguntando a Celia que por qué no se vuelve a la Argentina por una temporada. ¿Y por qué no? (Celia). Pero Carlos se viene conmigo. Y la temporada puede resultar un poco larga. Mario se sirve otro whisky, pone el Adiós Pampa Mía, etcétera.

Contestar carta Matilde.

INVERSIÓN. DIVERSIÓN. ¿Pudo influir en la reacción de Carlos el aspecto de los jóvenes que le agredieron? O, si se prefiere, a los que Carlos agredió a la salida del Bocaccio, en una calle transversal a Muntaner, mientras intentaba recordar dónde había dejado exactamente el coche, la memoria como empañada, y entonces uno de ellos le dijo: ¿vamos un rato a la cama, cariño? Y Carlos, agarrándole del brazo: ¿qué has dicho, maricón? Y el otro: ¿conque maricón, eh? ¡Pues a tomar nata! y Carlos sintió un fuerte golpe a la altura del diafragma, cortándole la respiración, y otro más fuerte aún en la cabeza, ya hundiéndose, una segunda voz diciendo pártele el coño. El que le habló primero le recordaba a Ignacio con veinte años menos de los que debía de tener ahora. Aquel ambiente de muchachos haciendo músculo, luchando cada uno con su aparato como quien se aplica un suplicio; un ambiente caldeado por las inspiraciones, las espiraciones, las transpiraciones, silencios resollantes y bromas entrecortadas, el peculiar tufillo de humedad embebida de sudor –especialmente intenso en duchas y vestuarios– impregnándolo todo, indeleble ya en las toallas en una época en la que el jabón era caro y los desodorantes poco menos que desconocidos. El Zizí parloteando desde sus poleas, sus cuerdas de nudos, sus paralelas, charlando con uno y con otro, ceceando; y la pareja de los del peso haciendo ejercicios conjuntamente, curvándose alternativamente sobre la banqueta como en un potro, justo delante de los espejos que presidían aquella vasta sala, una sala de museo, se diría, donde las esculturas, rompiendo el estatismo propio de su condición, entraran en súbito movimiento; y aquel tipo con aspecto de retrasado que les miraba como absorto mientras se duchaban, aspecto, por otra parte, en modo alguno engañoso, una especie de lelo homosexual, no vayas a creer que el único, a decir de Ignacio, quien, como el veterano en una unidad militar, gozaba de un indiscutible ascendiente sobre los asiduos, esa clase de ascendiente que hace centrar la atención general en torno a sus palabras y convierte en sentencias sus comentarios, cualidad basada más en la mordaz penetración de sus observaciones que en la fuerza física, obviamente inferior a la de los otros, a la de los pesos pesados del peso, por ejemplo. El representante de una marca de chocolates contaba que se había casado, que por eso llevaba una semana sin venir, y los demás le hacían broma, cardando, ¿eh?, pues sí que te atipas pronto, tú, coño, que no ves la pinta que trae, y tanto, tú, estás hecho una mierda, tú, y qué, hosti, el rai, que puede echar todos los polvos que quiera gratis. Nosotros, los del peso, no queremos saber nada de estas cosas, dijeron los del peso, mecánicos o algo por el estilo, catalán uno y murciano el otro, más armónico en su desarrollo el catalán, y también más bobo, y más canalla y más pirata el murciano; estas cosas, tú, para los afeminados, y entrecruzaron un guiño. Se ayudaban el uno al otro en los ejercicios, se pasaban las pesas, se sostenían mutuamente en el esfuerzo, contrapesándose, mirándose a los ojos, mientras aguantaban, animándose, aupándose moralmente en la autosuperación. Hablaban de dietas energéticas, de la conveniencia o inconveniencia de la siesta, del número de horas de sueño necesario, del tipo y cantidad óptima de bebidas, leche, zumos de fruta, coca-cola. También hablaban de trajes, de prendas de vestir, la forma de la chaqueta, el corte de los pantalones, el cuello de las camisas, el dibujo de las corbatas, líneas que marquen, colores que favorezcan, la ventaja de llevar el pelo más bien corto para que no se le coma a uno la cara. Y, con toda la autoridad propia de su peso, intercambiaban comentarios en alta voz acerca de los demás: al tío aquel le falta volumen, ¿te das cuenta? Vestido queda bien, pero en traje de baño parece un renacuajo. ¡Hosti, tú, y qué quieres que parezca si no hace más que poleas! Bueno, lo que quiero decir es que, si le miras bien, tiene posibilidades; que lo que le falta es volumen. ¡Hosti, tú, pues a comer buenos platos de sopa! Y ante el regocijo general con que fue acogida su sentencia, el catalán repitió: ¡a comer buenos platos de sopa!, despectivo, inapelable. Un humor acaso rudo en apariencia pero muy común en círculos tales como clubs deportivos, equipos, unidades escolares o militares, etcétera, donde antigüedad y prestigio fraternizan con un viril sentido de la camaradería. Un humor, en otras palabras, dirigido a templar y endurecer más que a zaherir. La tarde en que compareció aquel novato hijo de un ferretero, por ejemplo, y al salir de los vestuarios, sin duda para pedir instrucciones, se dirigió hacia el profesor, aparatosa la oscilación alternante de sus gordas posaderas bajo el pantalón de baño, los del peso interrumpiendo su actividad a fin de seguirle con la vista, como catalizando con sus cejas enarcadas la expectación de los presentes. Se me van los ojos, había comentado entonces el más pirata, el murciano. Luego, camino de los vestuarios, Ignacio dijo: ¿lo ves? Todos maricas. Se detuvo ante la ducha donde el Zizí estaba enjabonándose, lo contempló con detenimiento: ¿qué, te echo una mano? A la salida, mientras tomaban una cerveza, aún se reía. Sabes, es lo mismo que le dije una vez a un tipo, allá por los descampados que hay al final de la Diagonal. Fue un rato divertido. Yo había salido a correr unos cuantos kilómetros para hacer piernas. Y estaba descansando un poco junto a la carretera, detrás de los cuarteles de Pedralbes, cuando va y se me acerca un tipo con un bigotito, entre manobra y hortera, de unos cuarenta años, y me pregunta la hora. Se la digo y él dice que tiene tiempo de sobras, y se queda rondando por ahí, entre los algarrobos, meneándosela a través del bolsillo. Y yo sigo como si nada, haciendo como que tomo el sol con los ojos cerrados. Pero lo veía venir al muy maricón, ya lo creo que me lo veía venir, enseñando sus calcetines colorados a cada paso que daba, todo el rato silbando. Y, efectivamente, no tarda en bajarse a la espesura de una vaguadita y, al poco, desde donde yo estaba, me lo veo en un claro del fondo, arreándole como un loco a un palmo de polla que se había sacado. Y entonces le grito eso: ¿quieres que te eche una mano? Y el otro, mirando para arriba como quien está en un apuro, me dice: ¡hombre!… Total, que bajo y empiezo a pelársela, y el otro empeñado en desabotonar mi bragueta y en repetir, a las matas, vamos a las matas, y yo, que veía que ya le estaban temblando las piernas, yo le decía, pero si no te va a dar tiempo, majo, y todavía estaba diciéndoselo cuando el otro va y empieza a correrse como un epiléptico. Pero lo mejor es que, cuando yo me voy, me encuentro con que allá arriba, al borde de la vaguada, hay un pastor de cabras, con su bastón y su sombrero de ala ancha, que nos observa meneándosela, dándole gusto a la mano, solemne, quieto y callado como un tótem, mientras sus bestias mordisquean los hierbajos. Fue un rato divertido, dijo, y rió de aquella manera tan suya, precipitada y eufórica como la de un niño que contempla a sus mayores, el efecto que en ellos provoca con sus actos, las sorprendentes, imprevisibles, desmesuradas reacciones que exteriorizan los adultos, sean de cariño los arrebatos o de furor, reacciones que el niño celebra con natural júbilo, como embriagado por el alcance de sus poderes, adelantándose incluso a la respuesta esperada, reproduciéndola de antemano con la mayor eficacia onomatopéyica posible, a falta de mejores recursos expresivos; así, como ese niño, Ignacio en sus intentos de dar expresión al desenlace de aquella historia, chof, chof, chof, soltando leche como a morterazos, oh, oh, oh, el del bigotito doblándose agarrado a la chorra como si le hubieran dado un garrotazo, todo él temblequeando, ta, ta, ta, ta, catapum, una historia apenas inteligible así, mezclada a sus carcajadas, a sus gesticulaciones, a la espuma de cerveza que se le escapaba al contarlo. Pidió otras dos cañas con toda la imperiosidad de sus palmadas y la seguridad que emanaba de su lozano vigor físico así como de su atuendo, de su impecable traje cruzado, a rayas, por lo general con una flor blanca en la solapa, camisa también blanca y corbata de seda color gris antracita, aquel conjunto, casi propio de una boda, que tanto contrastaba con las tan cuidadas como usadas y baratas ropas de Carlos, un elemento que, sin duda, contribuía también a granjearle el respeto de los chavas de la barriada que frecuentaban aquella destartalada nave que era el gimnasio. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Que te dan miedo las mujeres? Pues te voy a presentar una que quitaría el miedo a un niño de teta. Y es que ni un niño de teta la mamaría tan bien. Trabajo fino, ya verás; de filigrana. La que viene a buscarme tampoco es moco de pavo. Si te gusta, me lo dices y sanseacabó. Ahí la tenemos, y con un gesto de mandíbula señaló a la rubia de gafas oscuras que en aquel momento entraba en el bar. Como de costumbre, Ignacio se levantaría a ofrecerle una silla, afectadamente, igual que en la escena puede hacerlo el mayordomo a su señora, que es al mismo tiempo su amante. Ella sonreiría, cohibida, diciendo que era tarde o algo similar, y él: sí, chata, comprendo que estés impaciente. Y volviéndose a Carlos: a ésta le vuelve loca el chupichuski, ¿eh, chata? El chic-chac, chic-chac, chic-chac, y el dlum, dlum, dlum, ah, ah, así, vida, así, ah, ah, ya entre carcajadas, ella cada vez más agazapada tras sus gafas oscuras y él, finalmente, tomándola del brazo, se levantaría, con no menor afectación que al recibirla, y se la llevaría en su moto, arrancando delante del bar, desde la acera, con el máximo estrépito que fuera capaz de conseguir. Igual que cuando salían juntos por ahí, y entonces era él, Carlos, quien montaba detrás de Ignacio y se agarraba a su cintura, y, lo mismo que a la rubia, Ignacio le invitaba, le llevaba a un restorán caro y a bares caros, ostentoso en su magnificencia, y él, quizás a diferencia de la rubia, se sentía avergonzado, avergonzado justamente de hacer de rubia, de que Ignacio pagara siempre como si él fuera su querida, de lo que pudiera pensar la gente, aparte de la sensación de no estar a la altura, de sentirse incómodo en semejantes lugares donde ni sabía qué pedir, de llamar la atención con sus modales impropios de tal clase de sitios, con su único traje que se le estaba quedando chico o tal vez pasado de moda o ambas cosas a un tiempo, en su digna e indisimulable calidad de traje de los domingos, para mayor escarnio, y luego, de que Ignacio acabase acompañándole hasta su calle, hasta su casa, una calle de pobres, una casa de pobres, a la que nunca se atrevió a decirle siquiera que pasara. Flashes de magnesio en su mente mientras la rubia aquella de gafas negras les buscaba con la mirada, mientras les saludaba con una sonrisa y se aproximaba entre las mesas, mientras Ignacio decía, ¿pero sabes qué es lo que les gusta de verdad a las mujeres?: que las enculen. Hay que hacerlo por sorpresa. Las agarras bien, les metes primero el dedo, y luego, clac, adentro. Al principio, todas dicen que no y hasta patalean un poco, pero la que lo prueba repite. ¿Verdad, chata? Y ella: ¿qué? A la tarde siguiente no se presentó en el gimnasio ni, como en otras ocasiones, tampoco durante unos cuantos días. Luego contó que había estado en la cuenca minera, acompañando a un jefazo. Yo voy delante, al lado del chófer, y soy el primero en salir del coche; entonces voy y le abro la puerta, mirando al mismo tiempo al comité de recepción, a los mineros, al público, a todos a la vez, serio, con cara de mala leche. Y el Zizí: ¿pero tú erez de la poli o qué? Ignacio le miró de medio lado, como parodiando esa suficiencia sarcástica con la que el inspector de policía se dirige a un confidente en las películas: tú zigue diciendo a todo que zí y no hagaz preguntaz. Hilaridad generalizada, al igual que ante cualquier otra salida de Ignacio, predispuestos los presentes como ante uno de esos gags de cine cómico en los que las risas del público se ven pautadas por el coro de risas incluido en la banda sonora. Aquella vez, por ejemplo, en la que el representante de una marca de chocolates, el chocolatero, como le llamaba Ignacio, llegó con la noticia de que se había casado, y los demás bromeaban acerca de su actividad sexual, que si tantos polvos, etcétera, y él se defendía, más halagado que otra cosa, mientras Ignacio repasaba su cuerpo de pies a cabeza, poniendo especial atención en el bulto leve que centraba la parte delantera de su taparrabos. ¿Con esa miniatura?, dijo. O cuando llegó el novato, el ferretero de culo gordo, y le vieron salir nalgueando de los vestuarios y uno de los del peso dijo se me van los ojos, y entonces Ignacio: y detrás, la punta l’haba. O incluso cuando intervenía en una discusión cualquiera, los de la sueca criticando a los del peso, por ejemplo, que si lo importante es el músculo largo, suelto y bien trabajado, con constancia, no ese apelotonamiento de los del peso, que sólo buscan volumen, sí señor, y tanto que sí, Ignacio brindándoles argumentos, dándoles la razón; o todo lo contrario, se decantaba por los del peso, por la estética del cuerpo, que es lo que de verdad importa, tú; o cuando terciaba en alguna disputa como quien da un veredicto, o cuando se metía con el atuendo de alguien, los pantalones demasiado cortos, la chaqueta demasiado larga, colores que no van, zapatos picudos, mal gusto, lo único que se puede esperar de un chava. Y, sobre todo, la vez de lo del Zizí, cuando Ignacio llevaba ya varios días interesándose por él, comportamiento que si al principio más bien pareció suscitar el recelo del otro, acostumbrado al trato despectivo del que ordinariamente era objeto, como temiendo que aquel cambio no fuera sino la preparación de una nueva y más cruel broma, acabó no obstante por imponerse, de modo similar a como en la mili, con sólo un poco de protección o aliento, el veterano suele ganarse el reconocimiento del mozo de reemplazo aún aguripado. Le daba consejos, le orientaba respecto a los ejercicios más aconsejables, al régimen alimenticio que debía seguir, a la indumentaria, el Zizí, agradecida la mirada tras sus gafitas, pendiente de sus palabras, con todo el esmero de un buen pupilo, mientras Ignacio le arreglaba la corbata: coño, ni el nudo sabes hacerte; no sé qué harías si yo no mirase por ti, decía. Una palmada. Te estás definiendo, ¿sabes? Se te ve trabajado, con cada músculo en su sitio. No como estos del peso, que en menos de quince días de no trabajar se desinflan. Y el Zizí: ez que hago lo que puedo, tú, entrecerrados los ojos como los de quien espera una caricia, humildes, respetuosos, felices. Y se nota, coño, dijo Ignacio. Si lo que quiero decir es que estás fermo. Que me gustas porque se te ve bien parido. Pasaron a las duchas, Ignacio detrás. El culo también se te ve bien, dijo. Entró en la ducha de Zizí y –a ver cómo la tienes– le tomó el tallo con una mano, como si lo sopesara o estrechase: maja, dijo, muy maja. El Zizí rió confundido: hozti, tú, no fotem broma. Si no es broma, coño, dijo Ignacio; lo que pasa es que me parecía que se te estaba poniendo tiesa. ¡Y se te pone, oye! Mira, mira cómo trempa. ¡Y que tienes un señor cacho, coño! ¡Todo un esparragazo, quiero decir! El Zizí hacía como si se resistiera mientras Ignacio seguía sacudiéndosela, no sin cierta brusquedad en ocasiones, con el mal humor del cirujano que examina una herida, fastidiado por los aspavientos de su paciente, quieto, a ver si te arranco los cojones, encima de que me preocupo por ti. Había ya un buen corro en el pasillo, todos jaleando, cuando Ignacio soltó con una cachetada el tallo del Zizí, erecto, a punto de caramelo. ¡Pues allá te las compongas!, le dijo. ¿Qué te crees? ¿Que para que te la pelen de balde tienes que hacértelas rogar? Y se metió en su ducha mientras los demás, tomándole el relevo, cayeron encima del Zizí, eh, tú, que no podemos dejarlo a medias, que esto hay que acabarlo, sí, tú, hay que terminar el trabajo, eso, tú, eso, estas cosas hay que terminarlas, aupándole entre todos, inmovilizándole, uno de los del peso en funciones de ejecutor, hasta que, en medio de un aplauso cerrado, la mirada del Zizí se hizo mortecina y cedieron en languidez abatida los bueno, se puede saber qué recoño pasa aquí, hubo una espicha, vítores similares a los que corean el fin de una res inmolada que se desangra. Cuando compareció el profe, pero bueno, se puede saber qué recoño pasa aquí, hubo una escapada general, todos corriendo tumultuosamente hacia la sala del gimnasio, con el alborozo y la bullanga de colegiales sorprendidos en plena diablura, el Zizí como tiritando entre los vapores de la ducha. Ignacio se asomó a la ducha de Carlos. ¿Has visto?: todos trempando. Le tomó con cuidado, como si se tratase de una flor, la endurecida punta del sexo: hasta tú, dijo. Le guiñó un ojo, volvió a su ducha no sin antes asomar la cabeza una vez más: con agua fría se afloja antes. Cosas muy propias de aquellos años y de la clientela de un gimnasio de barriada, que esto es lo que era, a fin de cuentas, aquella nave como de almacén, un tronado gimnasio de barriada cuyo exacto emplazamiento le había sido imposible localizar pocos días atrás, justamente una tarde en la que casi sin saber cómo se encontró paseando por las calles de la zona, ni el gimnasio ni el bar que frecuentaban a la salida, ni referencia útil alguna, con tanta construcción nueva en lugar de las antiguas edificaciones, a menos de una semana de que fuese atracado, de que recuperara el conocimiento antes que la memoria, con sangre en la cara y un fuerte dolor de cabeza, sin reloj, sin cartera, resbalando al pisar las llaves del coche cuando se incorporaba casi a tientas. Aurea dormía o fingía dormir y Carlos no le contó lo sucedido hasta la mañana siguiente. Lo único que omitió de la historia fueron las palabras que había cruzado con sus asaltantes.