IX

Si las acusaciones y reproches que a lo largo de los años se me han hecho fuesen ciertos, no habría eternidad en los infiernos que diera cabida suficiente a mi expiación. Para que semejantes mentiras tomen cuerpo hace falta, ciertamente, que alguien las invente y difunda, pero, factor no menos imprescindible, sobra decirlo, es la estupidez humana, que permite transformar en demonio a quien siempre ha sido tenido por un santo, y en vituperio ensañado la reverencia más servil. Así, lo de hacerme con las propiedades de medio pueblo por el procedimiento de inscribir a mi nombre cuantas fincas no constaban oficialmente en el registro, un sistema por desgracia muy en uso en la inmediata posguerra. Y bastó que una pobre loca como la comadrona se empeñase en hacerme artífice –contra toda evidencia, pues ni una sola de sus propiedades se halla inscrita a mi nombre– del expolio por ella sufrido, para que de inmediato se creara un clima propicio a dar por buena su acusación, algo que la gente siempre está dispuesta a admitir cuando se da además la circunstancia, como en este caso, de que el presunto expoliador es rico y la presunta expoliada pobre. Para mayor dramatismo, obrando como si fuera víctima de mis presiones, pintaba la injuriosa palabra que hubiera definido mi comportamiento, caso de ser cierto, unido a mi nombre, en las abundantes peñas de la propiedad que había perdido, y se subía a los montes para desahogarse proclamándolo a pleno pulmón. Nada de esto fue obstáculo para que posteriormente, dándolo todo por olvidado, le hiciese algún que otro importante favor. Y ahora, definitivamente soltera debido al desgaste que implica haber pasado por demasiadas manos en su juventud, cuando estaba en edad de contraer matrimonio, trabaja para mí en calidad de enfermera, discreta pero estrechamente controlada, eso sí, por la Pascualina.

Otro de los infundios –éste acuñado por el Moro– es el que me atribuye haber domeñado la voluntad de un alcalde díscolo mediante la estratagema de hacerle firmar cierto documento que contenía determinadas cláusulas ilegales sin que advirtiera tal ilegalidad, teniéndole así, a partir de entonces, totalmente a mi servicio; ¡como si yo necesitara recurrir a esta clase de manejos! La base real de todos esos infundios es sólo un mal entendimiento de lo que por mi parte no son sino algunos de los rasgos distintivos de mi forma de trabajar: meticulosidad, previsión y dedicación. ¿Iba yo a ser alcalde, juez y notario al mismo tiempo? Con redactar sus escritos tengo suficiente. Incluso en cuestiones de detalle prefiero ocuparme personalmente a dejarlo en sus manos, arriesgándome a los pequeños fallos que irremediablemente cometen.

Pero la gente, que tan mala memoria tiene para lo que fue la posguerra –aunque mejor que acerca de lo que fue la guerra–, gusta de llenar a voluntad estos vacíos, de inventar lo que sus oídos quieren oír. Las tesis del Moro, la idea de que las motivaciones económicas están detrás de las restantes. ¿Y qué está detrás de la idea de que las motivaciones económicas determinan las restantes? ¿Qué es lo que determina tal idea? Esto es lo que me gustaría que me contestasen.

Pocas cosas suelen ser tan impopulares como la verdad. El hecho, por ejemplo, de que mi hijo fuese asesinado al poco de comenzar la guerra. Un hecho que les molesta y que, en consecuencia, hay que encubrir como sea, inventando las maniobras de diversión que haga falta, manipulando los conceptos.

No deja de ser curioso, en este sentido, que mientras se consideran cualidades positivas ser un hombre bueno y celoso de su trabajo, no deja de ser curioso, en efecto, que el ser demasiado bueno y el exceso de celo sean consideradas negativamente, cosa que no sucede con el exceso de maldad o de negligencia, que, conforme a tal esquema, debieran ser consideradas positivamente. Pues cierto es que yo podría haber sido alcalde de habérmelo propuesto; pero ¿qué interés podría tener yo en serlo si el secretario del ayuntamiento trabajaba para mí? No negaré que le sabía algún que otro tapujo, pero este conocimiento de sus puntos débiles era, precisamente, lo que me permitía mantenerlo bajo control, a raya, sin dejar de utilizar, por otra parte, sus dotes de laboriosidad y eficacia, que no le faltaban, en bien del pueblo. Una decisión susceptible de ser mal interpretada por aquel cuyo juicio no puede ser sino mal intencionado, pero que se inscribe, de manera prístina, en mi línea de conducta, en mi hábito sistemático de ocuparme personalmente de todo, de estar en todo.

Norma de conducta no menos indispensable me parece el hábito de saber escuchar y hacerse escuchar. Tener en cuenta que no saber escuchar implica en muchos casos, no ya aceptar los planteamientos de nuestro interlocutor y el campo de batalla que con ellos delimita, sino también las conclusiones implícitas en tales planteamientos. Falacias contra las que hay que estar en guardia en la medida en que la verdad está en manos del que detenta el poder, en la medida en que estar en posesión de la verdad es una redundancia, en la medida en que verdad y poder son una misma cosa. Remodelando la famosa frase de Goethe, ya que en su época no había revólveres, el hombre es una creatura en verdad bien pensada: el corazón a la izquierda, el revólver a la derecha, y la cabeza en el centro y muy por encima.

Ser precavido no es signo de debilidad, sino de un profundo conocimiento del ser humano, de cuanto del ser humano podemos esperar. Cuando la gente piensa en mí, más que en mí está pensando en mi patrimonio; un patrimonio que para mí, en cambio, es sólo la pantalla destinada a impedir, como una pantalla de lámpara, que esa gente se vea cegada por la luz de lo que constituye mi verdadero patrimonio: el contenido de estas cintas, mi legado.

Con la falta de cálculo de la persona hecha más a destruir que a construir, de ese enfermo compulsivamente dirigido al ejercicio de cuanto de aberrante haya a su alcance, caído una vez más víctima de una vanidad sin límites, ¿qué salida mínimamente airosa le quedaba al Moro? Tras gloriarse como se glorió de haberme puesto panza arriba, se encontraba de pronto con que era yo quien le había salvado in extremis de ser fusilado, yo el que le había sacado del campo de concentración y también yo el que le había extendido el aval que le permitió volver al pueblo. Sin propiedades, sin trabajo, reducido a la dura condición de emigrante en su propia tierra, si no de mendigo, su regreso no era precisamente el tipo de regreso que había imaginado cuando esperaba llegar convertido en amo y señor del pueblo. Pasados los tiempos de exaltación en que predicaba el amor libre con el ejemplo y amancebado con una aristócrata revolucionaria que era una víbora, exhibía jubiloso el fruto funesto de ese amor, el hijo ilegítimo cuya vida –aunque entonces no lo supieran– traía consigo la insoslayable penitencia, volvía ahora junto a su fiel Elena, escarmentado y contrito como el niño que ha tenido ocasión de comprobar por sí mismo las dolorosas consecuencias de infringir una prohibición cualquiera, no jugar con cuchillos, no tirar piedras, y, hecha tal comprobación, corre a buscar consuelo y castigo en el regazo materno.

Si la discreción, la humildad y la vergüenza fueron los principales rasgos de su reacción inicial tras el descalabro sufrido, voluntariamente retirado de la vista de todos, a sabiendas de la ofensa que para muchos suponía su mera presencia, hubiera sido ingenuo ver en tal actitud otra cosa que un compás de espera, una estratégica retirada a los cuarteles de invierno en espera de mejores tiempos. Cuando había creído hallarse definitivamente instalado en el poder, su actuación personal, de un egocentrismo inconcebible, estuvo plagada de intrigas y traiciones, maniobras de difamación y desprestigio respecto a cuantos, desde una posición relevante, juzgaba sus rivales en la medida en que podían hacerle sombra. Y, perdida tal capacidad de maniobra, no había de pasar no obstante mucho tiempo sin que, atribuyéndome los rasgos que definen su comportamiento, comenzase a acusarme de manipular el pueblo como él había soñado manipularlo.

La murmuración y la maledicencia no eran, sin embargo, más que el primer paso, ya que, para él, sólo en la acción cabe cifrar el triunfo. La reorganización de una sociedad de cazadores, por ejemplo, su primera intentona: una sociedad de carácter puramente recreativo. Sólo que, arrendando a cazadores forasteros el conjunto de tierras del municipio, constituidas en coto, contarían con ingresos suficientes para crear un fondo social. Y, si además de arrendar la caza, se arrendaba la recolección de setas, muy abundantes en el término, ese fondo permitiría incluso comprar tierras más o menos abandonadas para explotación o uso comunitario. Y esto, ni que decir tiene, era ya demasiado: una cosa es repartirse los despojos de la caza, otra muy distinta considerar bien común lo que, aunque silvestre, crece en tierras de límites perfectamente definidos, y otra, ya sin relación alguna con los objetivos inicialmente propuestos, fundar una especie de absurda comuna, con desvergonzada intrusión, por añadidura, en el mercado de compra-venta de fincas rústicas. La aventura terminó sin pena ni gloria, tras una serie de desgraciados accidentes de caza y subsiguiente retirada de licencias a unos cuantos socios. Pero las intenciones del Moro estaban más que claras: el germen que representa una sociedad de este tipo, el clima de confraternización –las escopetas, los carajillosque propicia, las iniciativas que, entre broma y broma, de ahí pueden brotar. Bromas, dicho sea de paso, del peor gusto. Considero del todo inadmisible las bromas relativas al hijo de la Pascualina que, nacidas en ese círculo, llegaron a mis oídos, burlas acerca de un hijo que, más que natural, decían, habría que llamar sobrenatural, y a ella, la Inmaculada. Inadmisible, o mejor, intolerable, hasta el punto de suprimir toda diferencia entre quienes así bromeaban y quienes le dieron el paseo y vaciaron sus armas en el joven cuerpo tirado en la cuneta, no menos merecedores de un castigo ejemplar éstos que aquéllos, castigos que, por diversos caminos, todos ellos han acabado recibiendo.

Otra cosa del Moro que me repele, así epidérmica como profundamente, es la suciedad; una suciedad que se diría consustancial a su piel macilenta, a sus cabellos grisosos. Sólo una mujer como la Elena, que es una verdadera santa, puede soportar semejante convivencia, y, de no ser por ella, en los fondos de su cama anidarían cucarachas, ratas y escolopendras. Yo, en cambio, soy un verdadero maniático de la limpieza.

¡Qué fárrago las especulaciones ideológicas, cada especulador otorgando a las palabras el contenido más adecuado a los fines perseguidos, atrincherado como en un fortín en el sistema de conceptos por él articulado, sabiéndose a salvo allí dentro, con el arsenal de que dispone, y del todo perdido fuera, la más inerme de las creaturas! La libertad, ese principio universalmente invocado cada vez que la voluntad de los demás es doblegada, trátese de individuos, trátese de países, esa verdadera libertad que, contrapuesta a la libertad de los otros, a la falsa libertad, nos permitirá esclavizar a sus beneficiarios, empezando por nuestros propios conciudadanos, en razón directa a la fuerza de que dispongamos para imponerla. La justicia, esa referencia suprema a la que suelen remitirse quienes detentan el poder real cuando precisan utilizarla, a manera de aval con rango de ley, en defensa del orden por ellos establecido. La igualdad, esa añagaza de hacer creer al pueblo que son iguales los que han nacido diferentes, no tanto para concederles una teóricamente legítima igualdad de derechos, cuanto para convertirse en guardianes y monopolizadores de esa igualdad que proclaman, a cientos de años luz por encima de sus presuntos semejantes. La democracia, convencer a la gente de que está capacitada para comprender lo que se halla fuera de su comprensión, y en virtud de la delegación de criterio así obtenida, libres las manos para actuar, poder emplearse a fondo, sin ningún género de cortapisas, como poseedores que son de un cheque en blanco extendido a su favor. Y como planeando por encima de todo ello, proyectando sobre todo ello su sombra como si de una bendición se tratase, la idea de progreso, de que la humanidad marcha en sentido lineal y cronológico de lo rudimentario a lo complejo, de lo elemental y laborioso a lo sofisticado y fácil, como si lo actual fuese indiscutiblemente superior a lo antiguo y el hombre de la calle de hoy tuviese algo que envidiar al esclavo de Horacio.

Lo más desolador, no obstante, y lo que repercusiones más graves reporta, es la moral que se deriva de la asimilación de semejantes extremos por parte de la plebe. Pues si la ceguera de Tiresias no era sino expresión de su acceso a una visión más alta, la ceguera de la Justicia, hoy, representa a la perfección la obcecada búsqueda de un imposible equilibrio entre magnitudes desiguales, la ceguera que es propia de situaciones como la presente, en la que la inteligencia está siendo ya considerada privilegio intolerable, al igual que el buen gusto, la inventiva y, ni que decir tiene, el genio.

Altaneros, situados en los antípodas, adoptando la gallarda actitud de ir contra corriente, están los tradicionalistas, como gustan autodenominarse, aunque, a decir verdad, no sé de qué tradición hablarán, como si la historia discurriese por un cauce y ese cauce se hubiera perdido, como si lo que en realidad añoran no fuesen determinados aspectos del pasado provechosos para sus bolsillos, como si la pérdida que en verdad les preocupa no fuera ésta, a cambio de cuya recuperación estarían dispuestos a renunciar sin el menor escrúpulo a las restantes tradiciones, principios y valores esencialmente simbólicos, pura tapadera de su codicia. Se trata, en definitiva, de un engaño equivalente y de signo contrario al de los que promueven los partidarios de las diversas utopías en boga: su lucha por su cumplimiento en la medida en que se considera imposible.

Este tipo de debates sirve, en primer término, para poner en evidencia el desconocimiento de las leyes del universo por parte de cuantos en ellos participan. Pues, así como sería contraproducente iniciar una plantación de árboles de ribera, plátanos, chopos, respetando algún que otro ejemplar preexistente, así, de modo semejante, entiendo que sería inútil comenzar una nueva era aprovechando los escombros y desechos de la era anterior, los valores preexistentes, y no hablo sólo de los económicos. La ruptura, muy al contrario, ha de ser –y así ha sido siempre– violenta, convulsiva. Y es obvio, por tanto, que las necedades que predica el Moro encubren un solo deseo: ser él quien haga lo que hago yo.

Una observación más: esa simpleza tan del Moro de que lo que importa no es conocer la realidad sino transformarla, como si fuera posible separar una cosa de otra. ¡Que presuma él de desdeñar los libros, que es de donde ha sacado las ideas que tan torpe y vanamente ha intentado poner en práctica! ¿Hay algo que haya transformado la realidad más profundamente que los libros?

De cuanto acontece en el mundo, al igual que de la marcha de una explotación agrícola, sólo queda constancia de aquello que se halla registrado en los libros. Pero el hecho de que tal o cual acontecimiento, grande o menudo, no haya encontrado lugar en sus páginas no significa que no haya sucedido. Tampoco de las heridas que el fuego infiere a los bosques o las tormentas a los cultivos, dan cuenta cabal los libros de una explotación agrícola, que recogen, a lo sumo, los daños a corto plazo, no las pérdidas de carácter más duradero, en ocasiones irreversible. Esto lo sabe y en ello confía todo aquel que con el olvido quisiera saldar sus culpas: no constan, luego no cuentan.

Pero ahí están las imágenes para desmentirles, perceptibles todavía sus vibraciones –basta querer percibirlas– en el mismo lugar en que se desarrollaron los hechos, de modo semejante a ese calor que persiste en una cama una vez ha sido abandonada por el cuerpo: la plaza del pueblo, la plaza de la iglesia y el ayuntamiento, de una iglesia que está siendo saqueada, de un ayuntamiento ocupado por el populacho, un populacho ebrio de alcohol y de ese peculiar olor a pólvora y grasa que es propio de las armas, enardecida y promiscua la atmósfera que se respira en aquellos interiores abovedados, todo como propiciando la celebración de una de esas orgías revolucionarias que, como la postal que define una ciudad, definen toda una situación. En el embarullamiento general, con el aturdimiento producido por las diversas canciones cantadas multitudinariamente, casi que cuesta reconocer al Moro, así vestido de miliciano, bebiendo cerveza en las vulvas espumeantes de milicianas semidesnudas, sostenidas verticalmente cabeza abajo, un espectáculo que se diría presidido, en calidad de hierático oficiante, por el cuerpo todavía goteante del cura, un cuerpo pálido, ensartado en un garfio de carnicero, espectralmente iluminado por un cabo de vela que arde pegado al ruedo de la tonsura, en la coronilla: la típica escena del populacho triunfante dando rienda suelta a la vesania liberada por el comportamiento emulativo de cuantos en ella participan. A modo de telón de fondo, colgando asimismo de sendos ganchos, un Cristo de Velázquez ridiculizado por obscenos dibujos y garabatos, y una Monna Lisa recién fusilada, en la creencia, obviamente, de que se trataba de una representación de la Virgen.

Fuera, entretanto, en medio de la plaza, a la luz de las fogatas que llega del interior de la iglesia, la muchedumbre se entretiene dando tormento a un gordito, muy de acuerdo con la manifiesta tendencia de las turbas a cebarse en los gordos por el mero hecho de serlo, por su redondez incitante, por la dificultad con que huyen y el pánico del que dan muestras al ser apresados, predilección que es producto de un atavismo ritual analógico y del tono festivo que reina en la popular matanza del cerdo. Bajos instintos que, en virtud de su propia dinámica, rebasan inevitablemente a quienes los generaron con sus instigaciones, y, cabezas de turco quienes fueron cabecillas, acaban por convertirse en blanco favorito de sus propias huestes, un Moro que, lejos de guiar a nadie, aguanta como puede las feroces burlas de las que le hacen objeto sus seguidores, todos como parodiándole en sus ensoñaciones de fraternidad, en sus delirios igualitarios.

Pues, como niños que se entregan a las crueldades propias de su edad –estrellar caracoles, torrar sapos, cazar lagartijas– en razón de los conflictos de afectividad y rechazo que de este modo conjuran, así los dioses con sus problemas más íntimos, de los que hacen víctima al ser humano; y como esos dioses que actúan como niños, así el Moro y los suyos al entregarse a toda clase de excesos. De ahí que, tras una larga y ardua reunión del comité local, declarase suficientemente probada la inexistencia de cualquier forma de divinidad, como si matar un dios no fuese menos inútil que inventarlo.

Si bien es cierto que mal puedo yo presumir de descendencia, de un linaje no ya regresivo sino en trance de desaparición, hay cuando menos indicios que, precisamente por haberse manifestado bajo la más degradada de las apariencias, sean acaso alentador anuncio de un cambio inminente; el hermafroditismo primigenio, en definitiva, se halla íntimamente vinculado a lo divino, cosa que no puede decirse de la subnormalidad y la locura, asimilables ambas en su expresión a la figura del endemoniado. Ni más ni menos que lo que ocurre con el linaje del Moro, maldito como cuanto de él procede. Así, Federico, el hijo que le dio la abnegada Elena, un joven y brillante siquiatra recluido desde hace años en un manicomio del que no quiere salir, convencido de que, en el exterior, su vida corre peligro; un joven de inteligencia prometedora al que alguien que permanece en el anonimato, un ser verdaderamente magnánimo, le costeó los estudios igual que ahora le costea su estancia en la institución siquiátrica. Con la aristócrata revolucionaria, que por cierto era epiléptica, el Moro tuvo un hijo afásico, un retrasado mental que creció en el orfelinato debido a que tanto ella como él –condenado a muerte por aquel entonces– fueron privados de la patria potestad. Otra de las manías de Federico, el primogénito, es la de creer que no es hijo de su padre, rechazo instintivo que le honra.

Un linaje que no es sino expresión de lo que la vida del Moro ha sido: empresas inviables, frustraciones personales, una vida que ahora se apaga lenta pero irremisiblemente, brindándole tiempo suficiente para meditar sobre todo esto, para dar vueltas y más vueltas con la mente –todas las vueltas que la escasa capacidad de movimiento del cuerpo le impide dar en el lecho– a lo que ha sido su vida, a lo que será su muerte. Eso sí, mal que bien, siempre se las ha arreglado para vivir de gorra.

Del mismo modo que en caso de intoxicación, tras una noche de diarrea y sudor y vómito y dolores articulares, nos basta recordar uno tras otro los alimentos ingeridos el día anterior para que una especial repugnancia, a la vez que una aguda reactivación de los fenómenos expulsivos, nos asalte no bien nos representamos el ponzoñoso manjar, así, de modo semejante, al encontrarme con un hecho contrario a mis intereses, trátese de algo ya ejecutado, en proyecto o de una mera maquinación, me basta repasar la lista de personas que me la tienen jurada, por motivos reales o imaginarios, para descubrir de inmediato al responsable, como si un aura intermitente de luz negra delatase su relación con el caso.

En lo que al Indiano se refiere, la ventaja es que ni tan siquiera preciso repasar esa lista de enemigos ocultos o manifiestos, de usurpadores, de réplicas y falsarios, agentes de la doblez y la traición; su influjo nefasto, de tan patente, se delata por sí mismo. Sentado ahí, en su silla de ruedas, contemplando el pueblo desde el jardín, desde el porche de su casa cuando llueve, esa extravagante casa con elementos decorativos de sabor colonial que se hizo construir al volver del Uruguay, del Paraguay, qué importa eso: un desgraciado paralítico alentado en su locura por la solicitud con que le cuida la Ramona, una mujer que, por más que sea una santa, por fuerza ha de acabar algún día soltando la silla colina abajo, si no es colándole una galleta mojada en cianuro entre las que le moja en la leche. Loco funesto, habituado a juzgar y condenar cuanto sucede en el mundo como lo haría un débil mental erigido en presidente del tribunal supremo, abriga el propósito de salvar el mundo mediante un mensaje televisivo que cuenta sufragar con sus ahorros de indiano agarrado. Un motivo de peso para que la fiel Ramona ceda de una vez por todas a sus impulsos.

El que este desgraciado se considere un filósofo lo dice todo; yo soy un pensador, no un filósofo, y nada podría ofenderme más que el que alguien me considerase filósofo.

Hay otras cintas. Se trata de las notas de Ricardo Echave, grabadas por él mismo poco antes de su muerte. Cuando dejó el pueblo, quedaron olvidadas en su habitación, y la Josefina de la fonda, que conocía su amistad con Carlos, pidió a éste que, al volver a Barcelona se las entregara en mano. Entonces no se sabía aún lo del accidente, ya que tuvo lugar en las proximidades de Port de la Selva y la noticia no llegó aquí hasta unos días más tarde, a través de terceros, gente de esa que compra el periódico por las necrológicas y los sucesos. Yo las he oído –cosa que Carlos ignora, convencido de ser el único que las conoce– y puedo afirmar que son de verdadero interés en más de un aspecto. Pero en esta atmósfera de incertidumbre que se respira, de maniobras solapadas, un dato como éste no hace sino acentuar el desasosiego.

¿Qué van a contarme de Vilasacra que yo no sepa, tanto acerca de la vida de cuantos en ella han habitado, como de las diversas vicisitudes por las que ha pasado la finca propiamente dicha, una finca cuyo nombre es utilizado en toda la comarca como sinónimo de lo que no tiene parangón? Éste es precisamente el aspecto que más me ha interesado del Libro de Ricardo, que así es como merecen ser llamadas sus notas: el influjo que sobre él ha ejercido Vilasacra, un influjo que parecía ignorar en la medida en que lo consideraba ajeno a su propia experiencia y sólo en parte se le fue imponiendo de forma consciente.

Su caso no es único. Otra persona subyugada sin saberlo por esa casa que como una poderosa antena cubre con sus ondas toda la comarca, es el Moro, cuyo sueño secreto –tengo pruebas de ello– era el de requisarla y, allí encastillado en compañía de su aristócrata revolucionaria, entregarse a toda clase de orgías. Una mujer, dicho sea de paso, que pese a su truculenta presencia, y contra lo que pueda parecer a primera vista, difiere bien poco de la señora Riera, expertas ambas en esa perversa astucia de las mujeres que dicen como desesperadas: pídeme lo que quieras, haré lo que tú quieras, con la obvia esperanza de que sea uno el que haga lo que ellas quieren, lo que nos están pidiendo.

Si Vilasacra se salvó, si los designios del Moro y su barragana se vieron frustrados como en tantas otras ocasiones, fue debido, es evidente, a que alguien que estaba en situación de hacerlo velaba para que así fuera. Pues, así como los herederos de una gran propiedad convierten en juego el registro sistemático de los cajones y papeles del difunto, y en una nueva fiesta cada jornada, pendientes como están del repentino hallazgo de un tesoro, así los hombres como el Moro cuando tienen la oportunidad de gobernar un pueblo, así sus crueldades, sus torpezas.