II
The south. A eso, sin duda, se referirá el falso gaucho cuando le escribe que desea todo su cuerpo, de norte a sur: a south en la misma acepción corporal que le daba aquella inglesita de medio pelo amiga de Camila que, mediante un revelador mecanismo asociativo, llamaba south towels a las compresas higiénicas. The deep south, el profundo sur. Podía haber escrito del Chaco al Cabo de Hornos, pasando por la Patagonia, que siempre hubiera tenido más gracia. Pero no: de norte a sur. Lo pone en varias cartas sin darse cuenta, posiblemente, de que se repite. O tal vez le parece un hallazgo y lo repite a propósito, a fin de enardecer a Camila con su propio pretendido ardor. Sabe que esas cosas se contagian y, por otra parte, sería mucho pedir que Camila cayera en la cuenta de que tanta insistencia nada tiene de espontánea, que está hecha con toda premeditación, con todo cálculo. Tenía guardadas las cartas en el más elemental de los escondites: en un cajón de su cómoda, entre la ropa interior, que como a mí no me va, no tengo por costumbre revolvérselo. Yo las leí una tras otra, por orden de fechas, confortablemente instalada en el celler, oyendo las Variaciones Goldberg y paladeando un magnífico aguardiente alsaciano de pera. Sabía que Camila, una vez dormida, se encuentra en un estado que, más que de sueño, cabe considerar como de hibernación.
A la mañana siguiente, haciendo como que no advertía su sobresalto, le dije que había tenido un sueño más bien angustioso: uno de los cajones de su cómoda, no sabría decir cuál, uno que yo abría, estaba lleno de serpientes; lo que se dice de pesadilla. Cuando volvimos de la playa, como es lógico, las cartas ya no estaban allí. No podría asegurar si las devolvió a nuestro falso gaucho o se deshizo simplemente de ellas, que es lo más posible; el dilema, además, me tiene sin cuidado. Lo seguro es que en casa no estaban, pues las hubiera vuelto a encontrar como encontré cuantas cartas siguió recibiendo. Las escondía en las fundas de los tangos, una por disco, a sabiendas de que no era música de mi especial predilección; muy obvio.
Supongo que ni le pasó por la cabeza que me había leído de cabo a rabo su correspondencia secreta y que continuaba regalándome con las florituras epistolares –tipo canción de festival– que le dedicaba el bello Roberto, no bien ella las ponía a buen recaudo. Y yo, por mi parte, me abstuve de hacer nuevos comentarios susceptibles de alertarla, dado que su lectura se completaba eficazmente con la discreta vigilancia a la que les tenía sometidos. Me ofrecía, en efecto, la cara oculta de sus relaciones, allá donde ni mi vista ni mis deducciones podían alcanzar: el desarrollo de sus breves encuentros en cualquier recoveco, los besos, las palabras intercambiadas, el grado exacto de la intensidad emocional experimentada. La posesión de tales datos era preciosa a la hora de calibrar con precisión la duración y frecuencia de los contactos que yo, más que permitir, facilitaba con la máxima naturalidad posible, siempre dentro de una progresiva tendencia liberalizadora, como si mi actitud respecto a su querido Roberto se dulcificara o se distendiesen mis defensas. Así, mi prohibición inicial a Camila de volverle a ver fue quedando como relegada por la indiferencia o el olvido, según seguíamos frecuentando los lugares de siempre, los diversos puntos donde debieron de haber concertado posteriores citas tantas y tantas veces. Incluso llegamos a coincidir en la misma mesa, primero en el Hostal, lo recuerdo perfectamente, y luego en nuestro restorán predilecto, entre amigos comunes, con apartes y todo eso, ambientes que siempre son ocasión de encuentros relámpago en los lavabos, rincones y pasillos, en la penumbra de la calle y sitios por el estilo. También coincidimos en el cóctel de Fina, sin duda no del todo casualmente, y ello dio pie a nuevas y sospechosas invitaciones coincidentes, complicidades de origen nada oscuro. Pero el cóctel de Fina me permitió, a mi vez, invitar a mi cóctel a todos los presentes –a todos– con lo que, llegada esa noche, tuve el placer de presenciar la reaparición, a la luz aux chandelles de mi celler, de nuestro buen gaucho, realmente discreto y correcto en su comportamiento, hay que reconocerlo. Y digo placer porque el juego empezó a resultar hasta divertido, ya que yo misma les fui preparando el paso de los contactos verbales –orales a lo sumo– y expansiones emotivas, al contacto físico propiamente dicho, por tiempo limitado, ni que decir tiene, muy limitado, elemento éste que suele ser causa, como toda precipitación, de inevitables insatisfacciones. Y eso –estuviera yo tan segura de todo como de lo que digo– sin que la parejita tuviese la más mínima oportunidad de juntarse a mis espaldas.
De hecho, era como si me atuviese a las enseñanzas, consejos y demás prescripciones amatorias del inmortal Ovidio, justo con el propósito inverso: lugares, actos y ardides propicios a que el amor prenda en el corazón de la persona amada y se mantenga vivo como en el primer día, así es; pero sólo al objeto de que su misma persistencia en condiciones no ya inciertas sino de angustiado agobio, adquiera un peso de signo enteramente negativo, a semejanza de esa fresca gota de agua que, a fuerza de tiempo, acaba perforando un cráneo. Favorecer las mutuas declaraciones de amor, cultivar las dificultades necesarias para que ese amor se robustezca y cobre cuerpo, los contratiempos precisos para que persista en su lucha contra la adversidad. Buscar para nuestros amantes el escenario más adecuado a sus encuentros, fiestas particulares, cócteles de amistades comunes, la promiscuidad crepuscular del Hostal. Proveerles sin restricción alguna de alcohol, marihuana, y demás estímulos que dan pie a un comportamiento irresponsable. Brindar el amplio campo que ofrece la furtividad a sus maniobras y escarceos de aproximación; la posibilidad de compartir el dolor de las respectivas afrentas sufridas, el gozo de lo que parecen buenas perspectivas; de aprovechar el impacto que en el otro producen así las malas noticias como los momentos de felicidad de origen foráneo, invitaciones, regalos, una carta. Alentar su espíritu de resistencia mediante respiros episódicos, suficientes, no obstante, para dar la impresión de que la suerte puede haber cambiado, de que ahora el tiempo juega en favor de los sitiados. Suscitar las expansiones a que da lugar, con ayuda de cuatro copas, todo amor contrariado, promesas y juramentos de valor eterno, fenómenos de identificación, de proyección conjunta, etcétera. Permitir –gracias a un oportuno despiste– la complicidad de amistades (!) y servidumbre, así la propia como la de tales amistades (!). Crear situaciones que den pie a recíprocos sentimientos de celos, a escenas, a mutuos recelos y desconfianzas, esa especie de brasas que mantienen vivo el calor de los corazones que empiezan a perderlo, que amenazan enfriarse; utilizar al efecto terceras personas, amigos comunes cuyo comportamiento –sin que sean siquiera conscientes de estar actuando bajo mi dirección, en la más completa inopia de lo que sucede– provoque, a modo de espoleta, la explosión de esta clase de sentimientos y escenas entre nuestros enamorados. Que se escriban, que intercambien mensajes: yo los leeré todos, así los que ella recibe como los que remite, implícitos éstos en el contenido de aquéllos. Que no hagan caso de las habladurías –más que ciertas y más que lógicas, dado el carácter de sus relaciones, grotesco, ridículamente adolescenteque han desencadenado en Cadaqués, el hazmerreír de todos. Que se amen, que se odien. Que a través de mis comentarios de tipo general acaben por considerarme, en sus relaciones, algo así como el fiel de la balanza. Apoyar implícitamente a cada uno frente al otro.
Lo que no me pilló en absoluto de sorpresa fue la complicidad solícita y desinteresada que mi querida Fina prestó a Camila en ese asunto. Tal para cual. La única diferencia entre ambas es que yo no soy el complaciente industrial papelero que ella tiene por marido. Ella –la alcahueta– puso a disposición de nuestra enternecedora pareja de enamorados, a fin de facilitar sus citas, uno de los apartamentos que tiene para alquilar. Mejor dicho: el que no alquila, el que se reserva para uso propio, el picadero. Queda al otro lado de la bahía y, desde la terraza, aunque no se divisa el portal de la casa, se pueden controlar perfectamente los dos únicos puntos de acceso a la calle en que se encuentran con la simple ayuda de unos prismáticos.
Camila, en cierto modo, es el prototipo de lo que la mujer es en general: atractiva y tonta. Roberto también es tonto, pero además es cursi. Estilo galán de película. Trucos estudiados, de lo más convencionales. El acento y los dejes argentinos cuidados con esmero, con afectación, cuando –lo que es frecuente– no se le olvida hacerlo, algo que nada tiene de extraño, a fin de cuentas, tratándose de una persona que si nació en Argentina fue poco menos que por azar. Su costumbre de no llevar ninguna clase de prenda interior, de forma que el sexo se le marque lo más detalladamente posible bajo la leve tela de los pantalones, dando como sensación de mayor disponibilidad, de estar más a mano. Su modo de invitar a las mujeres a fumar un cigarrillo previamente encendido entre sus labios. De acariciar con la punta del índice el perfil de una –el de Camila, el mío, el de cualquiera que acabe de conocer–, deslizar el dedo frente abajo, nariz, labios, mentón, como obedeciendo a un impulso irreprimible. De andar descalzo, despeinado y, a ser posible, sin camisa, luciendo tórax y pelo rubio. Hasta su forma de reír, centelleante, desbordante de seguridad en sí mismo. Aparte de la vaciedad de su conversación, de los conceptos generales que vierte de continuo, expresión, a su entender –me supongo yo–, de ese carácter de persona libre de prejuicios que pretende adoptar.
No se me oculta la torpe interpretación que pudiera darse –que él pudiera dar: su coartada, su atenuante, su eximente– de mi victoria, de su derrota: ha ganado ella (yo) porque es más rica, porque quien paga manda, porque la fortuna está de su parte. Pero redistribuyamos los papeles prescindiendo únicamente de la posibilidad de que la fortuna hubiera estado al lado de Roberto, puesto que, en tal caso, el problema ni se hubiese planteado, ya que él no andaría por Cadaqués detrás de Camila, sino que estaría instalado en la Costa Azul –donde la pesca es más abundante–, mimando gatitas caras. Preguntémonos simplemente lo que hubiera podido ocurrir caso de haber sido Camila la rica y yo la pobre. ¿Cuál hubiera sido entonces el desenlace? Pues exactamente el mismo. ¿Hubiera dejado yo de utilizar mi pobreza, mi inferioridad económica como arma frente al adversario, como instrumento decisivo de mi éxito, dando por invariable el dato real de que, en cualquiera de las dos opciones, era de mí y no de Roberto de quien Camila estaba enamorada? Afirmándome precisamente en mi pobreza, ¿no hubiera convertido su fortuna en ostentoso blanco de mi mordacidad, de mis reproches e impresiones? ¿No hubiera rechazado despectivamente todas sus ofertas, todos sus tratos, hasta que, doblegada bajo el peso de sus millones, cayera ella de rodillas y besara mis pies? ¿Qué mejor triunfo que el de la pobreza tiene en su mano la persona amada, qué mejor instrumento de coacción moral?
Yo soy rica, es cierto. Y Camila sabía y sabe lo mucho que me debe, no ya en el terreno social sino en el estrictamente económico; lo mucho que, gracias a mí, ha podido alcanzar, cosas que, de no ser por mí, hubieran estado para ella fuera de tiro a perpetuidad. Y también sabía lo mucho que puedo seguir ofreciéndole, un tren de vida al que no es fácil renunciar, realidades que ponen cualquier espejismo romántico –el amor de Roberto– a un precio que no merece la pena pagar. Pues ¿qué le podía ofrecer él en este terreno, uno de tantos jóvenes licenciados en Letras sin mejores perspectivas que una mensualidad mediocre, en el supuesto de que tuviese la intención de seguir adelante, de que –como suele suceder con los hombres–, un poco cansado ya de la historia, no fuera el primero en preguntarse qué razón había para continuar con una mujer mayor que él y con la que, fuera de la cama, nada tenía en común? Lo que conmigo hubiera sido posible –una relación profunda–, con ella no lo era. Y eso debía de ser justamente lo que más se temía Camila: que, a la larga, su querido Roberto acabara entendiéndose mejor conmigo que con ella. Celos, en otras palabras.
Todo jugaba a mi favor y yo era consciente de ello, me daba perfecta cuenta de que mi línea de conducta, más que a terminar con la historia, llevaba camino de prolongarla. Conocía el final. Como bien escribió esa persona a la que a veces llego a odiar por lo mucho que me ha plagiado con sólo anticipárseme en el tiempo: viniste, y yo te quería; y helaste mi corazón encendido de deseo. Me pareciste una niña chica y sin gracia. Yo estaba enamorada de ti desde hacía tiempo.
Con los triunfos de la rica, igual que hubiera podido jugar con los triunfos de la pobre, victoriosa en cualquier caso, tenía derecho a complicar a voluntad las reglas del juego. Y no eran recursos ni datos estimulantes lo que me faltaba. Dos palabras –la bruja, expresión con la que a todas luces se me aludía, dado mi, para ellos, inexplicable don adivinatorio–, de una de las cartas recibida por Camila, me habían hecho comprender que, a fin de contrarrestar de algún modo mis poderes, de estar al tanto de mis intuiciones, también a ella podía ocurrírsele fisgar en mis papeles, sabiendo como sabía la afición que tengo a tomar notas, me encuentre donde me encuentre, cuando las ideas fluyen rutilantes, torrenciales, a mi cabeza. En el celler, en el Marítim, en la barca: dondequiera que me encuentre. Así que empecé a escribir notas y notas relativas a ella, a mí, a nuestras relaciones, a sus relaciones; lo que ella quería leer, lo que yo quería que ella leyera. Y, por supuesto, sin esconderlas más allá de sus alcances. Me constaba que registraba mi bolso, y allí solía dejárselas, en el bolso olvidado en el celler mientras yo echaba una siesta. Ni que decir tiene que en cada una de esas notas yo hacía constar explícitamente –cuanto menos clara es la mente de una persona más claramente hay que hablarle– que nada más lejano a mis propósitos que el que alguna vez llegase a conocer los sentimientos plasmados en aquellas notas, donde, a las expresiones de amor, se mezclaban las reflexiones, los pensamientos, las fantasías, los proyectos, las invectivas, todo ello perfectamente acorde con el tono imperante en la última misiva de Roberto por ella recibida. Respuestas a la respuesta de una respuesta. Una interferencia, a manera de inaudible voz en off, que no podía menos que provocar una especie de crispación en las reacciones de Roberto, en cada carta, ante la límpida transparencia emocional de cada una de mis notas.
Mis poderes. ¿Qué otra cosa sino podía significar aquello de la bruja? Mis intuiciones, mi lucidez, mis golpes de inventiva, mi capacidad de reacción, la celeridad que soy capaz de imprimir a mis actos, cosas que Camila conocía de sobras y a las que, de repente, había que añadir el diabólico control de la situación que me permitía la lectura de sus cartas. Roberto le había escrito una vez más que la deseaba de norte a sur, y yo, mientras tomábamos café, hacía venir a cuento mis conjeturas sobre los mecanismos asociativos de aquella amiga suya –amiga, amante, lo que sea–, la inglesita de medio pelo, que llamaba south towels a las compresas higiénicas. Evoqué su estancia entre nosotras, la forma en que se nos había plantado en casa, aceptando una de esas invitaciones que se hacen sin caer en la cuenta de que pueden ser aceptadas; un saldo como sólo Camila es capaz de encontrar, una provincianita ridícula no menos en el aspecto que en el comportamiento, no más en la manera de reír que en la de hablar, con esos giros expresivos que debía de considerar tan finos y que yo no sé aún a ciencia cierta si eran invención propia –no la veo inventando nadao moda de grupo, de esas modas que adopta un determinado medio social, o simple fruto de la tradicional pudibundez anglosajona. Cuando salió con lo de south towels yo le objeté que, a mi modo de ver, eso de south casaba más bien con la parte posterior, the bottom, el fondo, siendo en consecuencia la expresión south towels muy apropiada para designar elegantemente el papel higiénico. La chica tosió, se ruborizó y cambió de tema, todo igual que en una de esas comedias que dan en el West End y, de repente, tuvo que irse por algún imprevisto y nunca volvimos a saber de ella. Camila, complaciente, reía sólo de recordarlo, pero dejó de hacerlo cuando, de forma incidental sobre la marcha, pasé a comentar lo mucho que el south suele atraer a los hombres. Una especial predilección que, por otra parte, no es exclusiva de los ingleses, con todo y ser los ingleses gente que siempre hace las cosas del revés. No: el sur al que me refiero parece interesar a todos los hombres, y no deja de ser curioso que nadie se haya dedicado a estudiar el asunto. Y mientras un sonrojo no menor que el que hizo presa en la inglesita hace presa en Camila sin que yo me dé por enterada, sigo remachando: porque hay veces, se diría, en que no es sino eso lo que constituye su diana secreta.
También yo tenía mi diana secreta al hablar así, y el rubor de Camila me demostró que había acertado de lleno. Pues no eran las añoranzas meridionales de los hombres lo que la ruborizaba, sino el hecho de que justamente yo, y justamente aquel día, aludiese a esta clase de preferencias. En lo que a mí concierne, debo decir que la única vez que fui objeto de tales preferencias experimenté más excitación que goce. Y lo que desde entonces nunca ha dejado de intrigarme –todavía sigo haciéndome preguntas al respecto– es cómo demonios se las arreglarán los hombres entre sí cuando se entregan a esta clase de prácticas con la tripa llena. Cuando mi experiencia, el problema, por suerte –puesto que no era precisamente una experiencia que tuviese prevista–, se había resuelto poco antes. El mito del sur; una experiencia típica de mi primera época parisina.
Ahora se me ocurre que tal vez se deba a esa impremeditada previsión el que por aquel entonces encontrara la forma de solucionar el fastidio de las irregularidades fisiológicas que, con las prisas y todo eso, se suscitan cuando una está de viaje. O, simplemente, cuando una está fuera de casa y no tiene la calma suficiente. Descubrí que, mucho más seguros que los lavabos de un bar, son, por lo general, los lavabos del museo más próximo –la entrada cuesta menos que un café–, limpios, discretos, apenas frecuentados.
Las dos chicas de burgos, mirando las cosas con cierta perspectiva, fueron tal vez responsables de mi interés, mis observaciones y mis ideas acerca del mundo del servicio doméstico. En definitiva, la relación de una persona con su sirviente tiene algo de conyugal, y me parece absurdo que la gente se preocupe tanto por el modo de ser de aquel con quien se va a casar y tan poco por quienes igualmente han de convivir con nosotros. Y eso con tanto mayor motivo cuanto que, al igual que los demás productos de hoy día, también éste se encuentra en pleno proceso de degradación, desnaturalización o como quiera que se diga; vamos, que se está estropeando. Las chicas jóvenes ya no son como las de antes, y las que ya no son tan jóvenes es como si se hubieran dejado arrastrar por la corriente, y no suelen dar mejor resultado; más oficio, pero también más malicia. Y es que hasta las que llevan años y años en una casa, que son una especie de institución en la familia, cuando por algún motivo tienen que cambiar, con todo y su valer para esa familia, suelen resultar imposibles para cualquier otra, incapaces ya de adaptarse a un nuevo ambiente y, sobre todo, a las nuevas costumbres, a la naturalidad con que hoy día se hacen las cosas. Quien no sea experta en el tema, ninguna diferencia captará, por ejemplo, entre el sí señora de Herminia y el como usted mande, señoreta, de Emilia. Pero yo las conozco, las veo venir.
Herminia, por ejemplo, era un caso realmente excepcional, algo de una categoría muy superior a la que cabe esperar en alguien de su condición, de su profesión, de sus orígenes. Me imitaba en lo que podía, fingía frente a terceros una fantasiosa relación de amistad más que de subordinación y, en general, procuraba aprender de mí, es cierto, pero todo ello sin descuidar en lo más mínimo sus deberes, una actitud, en el fondo, que decía mucho en su favor. Me hacía confidencias, me pedía consejos, directa a la vez que aduladora, pretendidamente desenvuelta en sus esfuerzos por estilizar –o esterilizar– al máximo sus intimidades, sus secretos, todo más de acuerdo con lo que ella quisiera que fuese que con lo que era. Y yo sabía que cuando me aseguraba que, bajo esa apariencia de naturalidad, ella era, en realidad, un ser tímido y complicado, su verdadero problema estribaba –yo lo sabía– en el temor de que, sin mi preciosa ayuda, cuanto ella consideraba fino y escogido pudiese resultar pueblerino. Y me daba perfecta cuenta de sus maniobras, de sus triquiñuelas: su forma de aproximárseme en la terraza, de acodarse a mi lado en la baranda, cuando, por la mañana, aparecían ocasionales bañistas en las rocas del embarcadero; sus comentarios banales, su risa inmotivada, todo igual que si estuviéramos sosteniendo una divertida conversación, a fin de ser tomada no por sirvienta sino por amiga.
Pero actuaba con tacto. Comprendió de inmediato el especial carácter de mis relaciones con Camila y supo adaptarse a la situación con una celeridad y habilidad admirables. Y así como al principio, siempre con la insólita y hasta excesiva franqueza que le era característica, nos hablaba de su chico, el chico con el que ella salía, de las cosas que hacían, de la cantidad de veces que lo hacían, con detalles y todo eso –el parte del lunes, lo llamábamos Camila y yo–, mientras nos iba sirviendo el desayuno, así, con igual soltura, dejó de hacerlo cuando se percibió de los lazos que nos unían. Desde ese momento cesaron los partes, y el exhibicionismo en ellos implícito cambió de signo, revistiendo nuevas formas, manifestándose por medio de variantes hasta entonces inéditas: sus desnudeces, sus posturas, sus recursos, aquel bañador tendido al sol con los postizos del sostén significativamente visibles, como si dos viscosos moldes de plástico blanquecino pudieran contener algún atractivo; estímulos de este estilo. Eso sí: Herminia fue, en todo momento, testigo discreto de mis relaciones con Camila; simplemente debía de pretender excitarnos. O mejor: contagiarnos la excitación que en ella parecían suscitar nuestras relaciones, una excitación, por otra parte, que era muestra evidente de su potencial homosexualismo. Aunque un poco basta –hay que decirlo–, Herminia tenía, no obstante, su atractivo. Y, de no haber sido por el antecedente de las dos chicas de Burgos, es muy probable, lo reconozco, que Camila y yo hubiésemos terminado por dar satisfacción a sus impulsos.
No recuerdo exactamente sus nombres: Marujita y Trini, o Tina y Maricarmen o Maripili o Marialgo; qué sé yo, nombres así. Fue durante el último período de mi matrimonio, en el curso de uno de esos aburridos veraneos de Puigcerdà. Por aquella época se iban ya ordenando dentro de mí los hitos que fijarían mi destino futuro, los nuevos rumbos que había de tomar mi vida, indiferente como una extraña a las aventuras estivales de Juan Antonio, a sus torpes devaneos de hijo de papá, de alguien que será hijo de papá toda su vida. Yo había contratado a las dos chicas sólo para el veraneo y con sueldo de verano, esa costumbre que se va imponiendo sin más base que la tautología de que hay que pagar mejor a las chicas para sacarlas fuera de Barcelona porque, fuera de Barcelona, cobran más; el servicio habitual se había quedado en Barcelona atendiendo a Juan Antonio, encubriendo sus torpes devaneos. El energuménico marimacho que regentaba la agencia de colocaciones –una verdadera brujame había asegurado que tenía precisamente lo que yo necesitaba: dos chicas que se querían colocar juntas, recién llegadas de Burgos, todavía no estropeadas por Barcelona; de la estación a su propia casa, dato éste que no dejaba de tener algo de sorprendente, por más que el energúmeno lo enfocase como práctica normal.
Lo de Burgos era cierto, aunque también hubiera podido no serlo, ya que aquella virago siempre jugaba con el atractivo que las proverbiales cualidades de honradez y nobleza de la gente de allí ejercen sobre las señoras de aquí, esa esperanza de pescar chicas que trabajen duro, no sean golfas y protesten poco, y todo eso pagándoles lo menos posible; chicas sufridas, vamos. Y en cuanto a la presencia, inmejorable: tenían alrededor de veinte años, morena la una, rubia la otra, agraciadas ambas. Pero agraciadas no ya por su físico armonioso cuanto, principalmente, por la relación entre un físico y otro, entre un cuerpo y otro; por el aura de sensualidad que de ese contacto, de esa oposición, de ese roce, dimanaba. Claro está que apreciar todo eso en su justo significado me tomó cierto tiempo. Al principio, para mí, se trataba simplemente de dos sirvientas venidas de Burgos, una cocinera –la rubia– y una doncella –la morena–, cuya falta de experiencia quedaba compensada, hasta cierto punto, por una motivación estética. El resto, su comportamiento, sus mutuas relaciones, las bromas que se gastaban, sus complicidades, un fenómeno de afectividad casi infantil entre dos amigas que eran casi unas niñas, juegos propios de la edad, de una sexualidad todavía indefinida. Y así, ingenua que soy, más niña aún que ellas, hubiera podido continuar pensando hasta el final del verano, y no porque mi capacidad de percepción fuera entonces inferior a la de ahora, sino por esa especie de candidez que en el terreno erótico sigo teniendo ahora tanto como entonces, algo que, me supongo, seguiré teniendo mientras viva. Pues tuvo que ser el atroz Heribert, el jardinero, una especie de Constantino –siempre ha de haber un Constantino que meta el hocico en este tipo de cosas–, quien me abrió los ojos. Me encontraba tumbada en un sofá del living, leyendo, oyendo música, cuando compareció el Heribert, por delante la gorra entre las manos y su horrenda sonrisa desdentada. ¿Querría la señoreta acompañarle hasta la cocina? ¿Querría, una vez en la cocina –de amplitud ya francamente sanchopancesca la sonrisa–, querría la señoreta escuchar un momento, nada más que un momento? ¿Escuchar qué? Escuchar las risas, los confusos sonidos que interrumpían la secuencia de aquellas jóvenes voces, el ruido ritmado de un somier, el metálico entrechocar de las patas de un somier contra el techo de la cocina, contra el suelo de la habitación que, justo encima de la cocina, compartían las dos chicas de Burgos. Y no se piense la señoreta que es sólo a la hora de la siesta, dijo el espantoso Heribert; no se lo piense, no, que también por las noches se duermen así, todas las noches. Y únicamente entonces, allí, comprendí de pronto el justo significado de sus bromas y de sus riñas, de las caricias y toqueteos que se cruzaban, de sus comentarios a media voz, de las crípticas alusiones hilarantes que intercambiaban tras cada una de sus salidas, de vuelta, a carcajada limpia, del baile del pueblo. Tan sólo un enigma: ¿por qué hacían sonar de tal manera el somier al hacer el amor, como si de hombre y mujer se tratase?
El día elegido coincidió con el día de asueto que el Heribert se tomaba cada semana para cuidar de sus coles; una coincidencia en modo alguno casual, naturalmente. Tomé un baño de impresión en el agua helada de la piscina, desnuda –cosa ya en sí misma imposible de haber estado Heribert rondando por ahí, que ni que fuera el jardinero de Lady Chatterly–, y luego, descuidadamente envuelta en un ruso, mientras la morena me servía un martini, le propuse que ella y su amiga se bañasen también, libres como estábamos de la presencia del abominable Heribert. Las chicas me entendieron a la perfección y, tras juguetear con la mayor naturalidad en el agua –no más fría, a su decir, que la del río de su pueblo–, abrigadas en el imprescindible ruso –morado para la rubia, amarillo para la morena; el mío era verde mayo–, me acompañaron con un campari –más apropiado para ellas que un martini– no sin cierta comprensible sorpresa o aturdimiento al principio, a la vez que poseídas de una manifiesta sensación de alivio, potenciada sin duda por la ausencia de Heribert, el deteriorado sátiro que, por lo visto, se había ganado ya más de un guantazo de la rubia, siempre más decidida ante cualquier contingencia. Pasamos al living; todo resultó mejor y más fácil de lo inicialmente previsto. Esta clase de situaciones, hasta cierto punto inesperadas y de intensa excitación, suelen tener en sus comienzos una solución inmediata, una especie de licuación incontrolable, similar a la que puede experimentar una colegiala, solución que, atemperada por el propio estímulo, suele irse centrando sobre la marcha en un sosegado ejercicio erótico. Algo realmente magnífico.
Hacia media tarde, intempestivo como nunca, nos despertó el funesto Constantino, Heribert, quiero decir; nos despertó a fuerza de timbrazos, convencido, o mejor, deseoso, de que se hubiera producido una irreparable tragedia, gas, veneno o lo que fuera. El pretexto era algún pretendido olvido. Pero la rubia, envuelta en el ruso, como recién salida de la ducha, le dio sin contemplaciones con la puerta en las narices, tanto por olvidadizo cuanto, fundamentalmente, por abominable. La experiencia, no obstante, era a todas luces irrepetible: ni quería que se me estropease el buen sabor –acaso casual– dejado por una afortunada conjunción de circunstancias, ni estaba dispuesta a que su reiteración pusiera en peligro el normal funcionamiento de la casa. Hablé con ellas en este sentido y ellas comprendieron y aun compartieron mis puntos de vista, no sin cierto desencanto, como es lógico. Cuando acabó el veraneo las recomendé a Vicky, la marquesa de Rocadaura, segura de que llegarían a un rápido entendimiento. Y así fue, en efecto: no hará todavía ni tres años me tropecé con Vicky cenando en el Finisterre acompañada de la rubia, mi feroz rubia, difícil de reconocer de puro fina y sofisticada, aunque tal vez sin el frescor de antaño. La otra, la morena, como por otra parte era de esperar, había terminado por casarse, y por cierto que hizo una buena boda. Tiene dos niñas, según creo.
El destino, por su parte, me ahorró, tiempo después, una tonta reincidencia con una joven a la que había dado mi visto bueno sin siquiera haberla visto, autojustificándome mediante el argumento de que no se trataba de una sirvienta, de que no era una sirvienta lo que me ofrecía la virago de la agencia, sino una chica au-pair, una joven de color, si no me importaban las negras. ¡Si no me importaban las negras! Una negra originaria de Barbados, por Jamaica o así; antillana. Quizás influyó en mi decisión el recuerdo de una aventura de mi época parisina con cierta persona que, sin ser negra, tenía indudables rasgos negroides o, cuando menos, exóticos; la aventura fue un desastre por razones que no hacen al caso, pero el atractivo exótico de aquellos rasgos persistía intacto en mi memoria, y pocas cosas ciegan tanto como el deseo de enmendar un deseo frustrado. Además, ya estaba separada de Juan Antonio y me sentía verdaderamente harta de la ineptitud y cortedad de las jóvenes chicas de servicio españolas, de sus cabezas llenas de gorriones insustanciales, incluidas, en este aspecto, mis amiguitas de Burgos. Así es que, temerosa de que alguien me arrebatase a Ruth antes de que saliese de Londres, antes de que llegase a la agencia, con sólo dar un sí telefónico a la virago, cerré el trato sin haber visto siquiera una foto de Ruth, la joven de Barbados, espantoso producto de por lo menos tres razas –negra, hindú, blanca– que, aisladamente consideradas, son capaces de dar ejemplares tan esplendorosos. Un verdadero engendro que se plantó en casa una desdichada mañana y que, por mi estúpida debilidad de siempre ante determinados seres a los que, por su misma inferioridad, se me hace difícil tratarlos con la dureza que se merecen, por esta clase de escrúpulos, aguanté a mi lado cerca de dos meses. Y Ruth, como consciente de su esencial fealdad, para contrarrestarla, llegaba a colocarme al borde del ataque de nervios a fuerza de alentarme continuamente sobre la fealdad de todo –personas, paisajes, objetos–, del horror de todo –suciedad de las playas, descuido de los camareros al limpiar los vasos, riesgo de coger el cólera o cualquier otra enfermedad infecciosa debido a la falta de higiene–, ella, Ruth, crecida sin duda en un sórdido arrabal de Manchester, ella, estampa misma de la fealdad y el espanto. Al final, hasta mirarla me costaba trabajo.
Fue la última vez que recurrí a los servicios no ya de la virago sino de las agencias de colocación en general, un tipo de negocio que frecuentemente se confunde, hoy día, con el burdo timo, con la estafa organizada. Según mis averiguaciones, es una especie de gang, en efecto, lo que tienden a constituir esas agencias –ya en sí ilegales– al agruparse, al consolidar sus esfuerzos, al unificar sus métodos. Como su objetivo no es otro que la comisión que cobran al colocar una chica, todo su interés reside en que los despidos –y subsiguientes nuevas colocaciones– se produzcan en la mayor abundancia y con la mayor celeridad posible. Ésta es la razón de que, aparte de las chicas que ingenuamente acuden a tales agencias con verdadero ánimo de colocarse, los gángsters que las regentan, las viragos, dispongan de un personal fijo en rotación, girando constantemente, pasando de una casa a otra de acuerdo con ciertas técnicas y una cuidadosa distribución de papeles o actuaciones. Por lo visto, este personal especializado se divide en ganchos, trencas y reventairas, que así es como se les denomina en el argot que gastan. Primero llega el gancho, una chacha llena de cualidades y con pretensiones mínimas, de esas que responden exactamente al ideal de la señora; rápido acuerdo con ella, que si no llega a materializarse es porque, contra lo acordado, la señora no vuelve a verle el pelo. A continuación, tras varios ganchos cada vez más ajustados a los gustos de la víctima, pero que siempre terminan por esfumarse, interviene la trenca, tan buena en su aspecto como llena de exigencias, hasta el punto de que, por mucho que se le conceda, se larga asegurando que aquella casa no le interesa. La víctima, presa ya de terror, toma entonces a la primera que se le presenta: la reventaira, una catástrofe de mujer que –cuestiones de aseo personal aparte– estropea la ropa, funde los electrodomésticos, rompe platos, etcétera; ligeras nociones de cocina y completo descuido en lo que a limpieza se refiere en algún caso, es obvio que se da a la bebida, y sus tardes de salida acostumbran a terminar bien entrada la madrugada. El despido, los ocho días pagados y vuelta a empezar. Cuando la señora cambia de agencia o intenta probar con varias a la vez, se establece entre éstas una especie de ronda –contactos telefónicos, intercambios de información, etcétera; existe incluso un fichero de víctimas–, una especie de círculo, en cuyo interior la señora no puede hacer sino rebotar y rebotar. Este juego es lo que las agencias, en su argot, denominan el ball. Es asimismo práctica habitual, tengo entendido, la inserción de anuncios de prensa, falsas demandas de chicas que, en óptimas condiciones, ganan sueldos de fábula, a fin de mantener en alza continua las tarifas. Y todo ello, como es lógico, en connivencia con la policía, de la que son confidentes. Desde que tuve conocimiento de tales extremos, pesco directamente las chachas a través de los comercios del barrio, dando buenas propinas.
Lo que ya no esperaba ni de lejos, después de años y años de no tropezar más que con ineptitud, irresponsabilidad y mala fe, era encontrarme con una Herminia. El hecho mismo de su extracción social, es decir, el camino que ha tenido que recorrer para convertirse en lo que ahora es, el esfuerzo que esto supone por mucho que haya aprendido a mi lado, no hace sino poner más de relieve sus cualidades naturales, su categoría. Herminia, en definitiva, pertenece a una familia de lo más humilde, gente de Huelva o de Álava o de Albacete –ahora no lo recuerdo con exactitud– afincada en no sé qué cuenca minera próxima a los Pirineos; por cierto que no tenía ni idea de que en los Pirineos, cerca de Puigcerdà, hubiera minas.
¿Quién que viese a Herminia tomando el sol en la playa o en las rocas del embarcadero la creería una chacha? Su admirable asimilación de las posturas, de los gestos, la forma de untarse de crema bronceadora, de tenderse boca abajo sobre una toalla, tras soltarse los tirantes de manera tan discreta como llamativa; el aire de solitaria enigmática que sabía adoptar, callando, riendo, distante cuando se le acercaba algún pesado; hasta la maña que se daba en enseñar apenas las manos, lo único que podía delatarla. De vez en cuando se incorporaba con aire perezoso, caminaba unos metros como quien comprueba la temperatura del agua, trasmutando la realidad de que no sabía nadar en apariencia de que no le apetecía.
Sabía manejarse, arreglarse no ya para que el tiempo le cundiera y encontrar así un rato libre para ella tanto por la mañana como por la tarde, pasear, ir a la playa, etcétera, sino para hacerlo no a la hora de las chachas sino de las señoras. Hacía la compra muy de mañana, cuando no hay nadie conocido en la calle, siempre en las mismas tiendas. Se llevaba un curioso tira y afloja con los hombres que la despachaban –gente a la que no podía ni pretendía engañar respecto a su condición–, que los traía de cabeza, sin por ello perder la simpatía de las mujeres; una especie de coqueteo distante, cortado en el momento oportuno con una vaga alusión al novio, siempre sin aceptar ningún género de precisiones. Ni que decir tiene que también recurría al truco de la alianza colgada del cuello mediante una cadenita. A segunda hora de la tarde acostumbraba a darse una vuelta por las terrazas de los bares, con un Elle bajo el brazo, para acabar tomándose un gin-tonic a solas, como absorta en la lectura de su revista, aislada del mundo circundante por aromáticas volutas de Winston. Otras tardes, en lugar de salir, se encerraba en su habitación, supongo que desnuda, tumbada en la cama, fumando, calentándose los cascos con fotonovelas y revistas tipo Playboy.
Cuando estaba de malhumor o se sentía herida en su amor propio por alguna palabra mía de reprimenda o dicha en tono desabrido, o simplemente por cualquier palabra que su sensibilidad exacerbada le hacía interpretar a modo de censura, también se pasaba la tarde encerrada en su habitación, pero más tiempo, bebiéndose mi whisky (en una ocasión se me ocurrió registrar sus cosas y encontré una botella) y fumándose mis cigarrillos (esto no me era posible demostrarlo, ya que, debido a ese fenómeno de mimetismo, empezó a fumar Winston apenas vio que era mi marca), sin duda maquinando venganzas. Y, tras dar por terminado su encierro, iba y venía canturreando cosas vagamente alusivas a algo y, mientras a mí se me dirigía estrictamente lo necesario, se mostraba extremadamente amable y atenta con Camila, como si quisiera ganársela o ponerme celosa. Igualmente se complacía en chinchar a la Emilia y poner caliente al fauno del Constantino: un momento, no se vuelvan, les decía en el office; que me cambio de bata. Sabía de sobras que la Emilia no se atrevería a meterse con ella, que su posición en la casa era más fuerte.
Fruto conjunto de sus lecturas y de sus dotes de observación, potenciado al máximo por el alto vuelo de sus fantasías, las posturas que adoptaba, sus ademanes y hasta sus expresiones de cara. La de aquella mujer del Playboy meciéndose en la espuma de una bañera, especialmente: a gatas, de perfil, las puntas de los pechos rozando ya la espuma, el trasero en pompa, la cara vuelta enteramente hacia el objetivo, por encima del hombro, la boca entreabierta, mitad temerosos los ojos, mitad expectantes: justo la expresión de Herminia cuando alguien le dirigía la palabra y ella aparentaba un sobresalto. Desde nuestro cuarto de baño se domina parte de su habitación y una vez la sorprendimos ensayando. Y me hace el efecto de que Herminia se había dado perfecta cuenta de que la mirábamos.
Cuando había invitados, si ella servía la mesa, o el café, o unas copas, y alguien hacía una broma que ella consideraba de carácter picante, se llevaba la mano a la cara como si contuviera la risa; y, claro, para quien no se entera bien de lo que se dice, todo puede tener un significado picante. Pero, a pesar de tales intromisiones, como lo hacía con gracia, a la gente les caía simpática, y los más asiduos la incitaban directamente a lucirse, a soltar uno de esos comentarios dichos con aquella naturalidad que rayaba en descaro, sin llegar nunca, no obstante, a pasarse. A estas alturas ya debía de saber que su concepto de lo que era o no era fino, de lo que era o no era distinguido, que traía cuando llegó a casa, resultaba cursi además de pueblerino.
Con su facilidad de adaptación, con sus artes en la captación no ya de posturas sino de maneras, nada tenía de raro que en la playa del pueblo –la de la gente de paso, del turismo de agencia; los residentes van al Llané– no le faltaran visitantes, donjuanes ocasionales que ella mantenía a raya sin problemas, igual que debía de tener a raya a su novio –si es que el famoso novio era una realidad–, debido, posiblemente, a su temor a que el comportamiento de ellos, de todos ellos, los donjuanes, el hipotético novio, no correspondiese adecuadamente al de ella, no estuviese a la altura del que ella había imaginado, palabras, actitudes, caricias. Capítulo aparte, por la complejidad de sus motivaciones, el de las maniobras de aproximación de Roberto, el bello Roberto, a Herminia, cuyas vicisitudes pude observar perfectamente –y no sin regocijo, lo reconozco– desde la terraza del Marítim, tomando un martini junto a Camila, quien, además de miope, no soporta las lentillas. Claro que tampoco Roberto podía imaginar que yo era testigo de tales maniobras respecto a Herminia, las frases, las sonrisas que entrecruzaban. Astuto él, zalamera ella.
Utilidad de los prismáticos: verlos hundirse en el fondo del bote como en una cama, por debajo de la línea de la borda, anclados a resguardo del viento de levante, a prudente distancia de la embravecida boca de la bahía, mientras yo releía su correspondencia cómodamente instalada en la terraza de casa, a mis anchas, tomándome un martini.
Había seguido sus movimientos desde que dejaron la orilla, sus zigzagueos entre otras embarcaciones, su búsqueda de un lugar discreto y recogido, su forma de lanzarse a buscar, pero no en las profundidades marinas sino en las profundidades del bote.
De hecho, sin la ayuda de los prismáticos, hubiera resultado imposible no perderlos de vista entre aquel ir y venir de barcas y canoas y velas que anima la bahía en plena temporada, bañistas, gente que practica el esquí con esa gracia de quien hace sus necesidades, un espectáculo que, de acuerdo con lo inicialmente previsto –pero no de acuerdo con mis planes elaborados posteriormente–, nos lo hubiéramos ahorrado aquel verano igual que hasta entonces nos lo habíamos ahorrado cada verano. Escocia, Finlandia, Columbia Británica y sitios por el estilo –el encanto de las grandes ciudades, tan alabado por algunos, es la mayor sandez que he oído, sobre todo en lo que a New York se refiere– se han convertido en mis refugios habituales, no porque su belleza sea superior a la de Cadaqués, sino porque el espectáculo de Cadaqués sometido a los efectos de la avalancha turística es algo que no soporto. Toda esa gentuza que con sus ridículas extravagancias tanto afea la belleza incomparable de este pueblo que, armonioso como un órgano, se yergue a lo largo de la sinuosa costa contra el desnudo contorno montañoso.
Conste que, al decir eso, no me refiero a determinadas élites, asiduas, cuyo entusiasmo por Cadaqués soy la primera en compartir, sino a ese otro turismo barato que, en este caso concreto, atraído por las ideas preconcebidas que circulan sobre la vida en Cadaqués, llega en plan de Atila, dispuesto a entrar a saco en la primera cama redonda que se le ofrezca. O turistas como los de Rosas o cualquier otro pueblo de la costa, gente de agencia que, un día, llevados por una curiosidad no exenta de excitación, se dejan caer por aquí, a ver qué pasa. Actitudes que explican comportamientos, maneras hipócritas, amedrentadas, su forma de pasear por el pueblo, con esa degradante afabilidad, como de alegres colegiales, que apenas oculta su realidad perversa: temor a la aventura disfrazado de regocijo inocente, no menos asustadizos que gorriones, siempre vigilando, atentos –con sus miradas de soslayo– al posible castigo infligido por algún rudo lugareño.
A decir verdad, no obstante, como bien me hizo observar alguien, con el agudo sentido crítico que le es característico, peores que esta clase de turistas –élites aparte, insisto– son los veraneantes habituales, ese sector de la burguesía de Barcelona especialmente snob que, cada verano, tiene muy a gala trasladar sus reales a la casa de Cadaqués, una casa que, pese a todos sus esfuerzos, tiene muy poco de típica casa de pescadores que quisieran que pareciese –exteriormente, claro– a fin de conservar el carácter, de no estropear el pueblo. Pues, en lo que al interior se refiere, baste considerar el hecho de que esa burguesía, en sus ansias de rusticidad, ha llegado a convertir lo que fueron pétreas bodegas en acogedoras salas de estar, y en sofisticados espacios las antaño húmedas lobregueces propias de tales lugares: el celler, en Cadaqués, es hoy el centro de la casa. Pero ¿qué se puede esperar del gusto de unas señoras lo bastante cursis como para seguir diciendo me voy al dos, igual que de niñas se lo pedíamos a las monjas levantando la mano? Como ese displicente crítico del TLS (imbéciles los hay en todas partes y el burro no es una exclusiva sanchopancesca), así su incomprensión total de lo que son las cosas, su dificultad de discernir, su falta de verdadera clase. Esto explica suficientemente mi voluntad de mantenerme al margen de ese mundillo, por más que ahora me busquen con el mismo encono con que antes, antes de casarme con Juan Antonio, y también los primeros años que siguieron a nuestra separación, me marginaban. Sin duda les intrigo, y no ya por mi modo de vida y mi desprecio por todo género de convenciones y prejuicios, sino incluso por mi físico. Les debe de desconcertar que una mujer como yo, alta, esbelta, elegante, con esa madurez serena que es el fruto de la inteligencia y la experiencia más que de los años, y el particular atractivo que de ello se deriva, que se refleja en la cara, ojos risueños y listos y sonrisa irónica, que una mujer así, iba diciendo, ose desafiar todos y cada uno de los tabúes que les oprimen. Un motivo más que añadir a cuantos pudieran tener bien para buscarme, bien para marginarme.
Ahora soy yo quien se automargina: o mejor, quien les margina a ellos, quien mantiene las distancias. Bastante marginada me sentí en el pasado, no ya por la sociedad de Cadaqués o de Puigcerdà sino, en definitiva, por toda Barcelona. Ese toda Barcelona que previamente había marginado a mi madre en la medida en que ella misma, la viuda de un rojo, se dejó marginar, en la medida en que, como vencida por la vergüenza, parecía ocultarse y ocultarnos a nosotros, los cuatro hijos de un rojo: mi hermana y yo en un internado de monjas y mis hermanos en uno de curas. Ocultarse y ocultarnos también durante los veranos, primero en Aiguaviva, la finca, y luego en diversos pueblos, empezando por Breda y acabando en Puigcerdà, siempre como huyendo, como aislándonos, sin dejarnos trabar amistad con otros niños de la colonia veraniega de turno, los hijos de las familias con las que parecía temer alternar; quizá deba agradecer a tal situación mi futura boda con Juan Antonio, el único niño que por aquel entonces se atrevió a acercárseme. Una infancia así explica, como es natural, un montón de cosas en lo que al carácter de cada uno de los cuatro hermanos se refiere, empezando, claro, por mí misma; de eso sí que soy plenamente consciente. Me asombra, en cambio, que ahora Margarita salga con que eso de la vida social le aburre, cuando siempre le ha pirrado y desde siempre ha sabido arreglárselas para tratar gente de lo más convencional en su anticonvencionalidad, como es el caso de la gente que viene por Cadaqués, personas que me odian tanto como me envidian.
Lo seguro es que no me he perdido nada extraordinario. Recuerdo al respecto una aventura que tuve con una representante eminente de la burguesía barcelonesa, cuyo nombre no viene a cuento –está casada–, durante mis primeros años de Cadaqués: una de esas mujeres lentas hasta la exasperación, de orgasmos difíciles y secreciones profundas, tal vez debido a la misma parsimonia con que son emitidas, como lava que se va enfriando. Ese tipo de aventuras eróticas en las que una se mete llevada de la irresponsabilidad que se crea a partir de la euforia de una determinada situación, o de un exceso de champán, y de las que luego nos arrepentimos toda la vida por lo poca cosa que es la otra, y las ilusiones que se ha hecho, y el chasco que se lleva, y la tontería que hemos cometido al olvidar, una vez más, la simpleza de las mujeres y el esfuerzo que requiere romper esta clase de relaciones en razón de la misma insignificancia de la otra parte, algo así como lo que sucede con ese primito lejano con el que habían pretendido hacernos jugar de niñas, cuando nuestros respectivos padres se visitaban entre sí, ese primo llamado Magín o Valentín con el que nunca llegamos a congeniar, y que luego resulta ser un poco retrasado, vamos, tontito, aunque de muy buen carácter y, sobre todo, muy cuidadoso, eso sí, y con los años le vamos viendo de vez en cuando, generalmente en entierros o equivalentes solemnidades familiares, en cada ocasión más calvito y rechoncho, y más apagada la luz de sus ojos huidizos, hasta que un día nos enteramos de que al pobre le ha dado algo, de que se muere, y ya no resistimos asistir a su entierro.
No cabe duda de que la familia obedece a un mandato divino, ya que sólo Dios puede haber inventado un juego de azar tan apasionante: a una sola partida y sin descarte. Me refiero, por supuesto, a la familia en que uno nace, aunque –lo sé por experiencia propia– de la que uno elige o cree elegir, si las cosas se lían y hay hijos, podría decirse, en la práctica, y por más que yo haya sabido cortar a tiempo por lo sano, tres cuartos de lo mismo. Pienso en mis padres: un padre innombrable porque, pese a ser un Moret, un apellido que en Barcelona tiene su peso, o mejor, lo tuvo, fue abogado de rojos, se puso de parte de los rojos y murió como un rojo, en el exilio. Una madre que era una pobre de espíritu, que se pasó la segunda parte de su vida intentando reparar el error cometido en la primera, la gran vergüenza: su matrimonio. Una hermana que todo el mundo confunde conmigo, respecto a la cual todo el mundo se empeña en decir que nos parecemos tanto, cuando lo cierto es que Margarita y yo no podíamos ser más esencialmente diferentes. Y aunque nuestras relaciones, en el aspecto formal, son buenas, las dos sabemos que bajo esta apariencia mantenida cara afuera, existe entre ambas un antagonismo no por informulado menos radical. Y es que si durante años Margarita se ha permitido pisar impunemente el terreno a Matilde, nada tendrá de raro que con el tiempo, a medida que Matilde vaya dejando de ser eso, la hermana de Margarita, a medida que vaya siendo mejor conocida, que vaya cobrando entidad, nada tendrá de raro, decía, que el proceso se invierta y, aun sin proponérmelo, sea yo la que le pise el terreno, la que le haga sombra más y más, hasta que Margarita termine por ser la hermana de Matilde. Porque lo que la gente no sabe, por ejemplo, es que Margarita, como suele pasar con las hermanas menores, me ha imitado siempre en todo. Porque lo que la gente no sabe es que hace ya muchos años que Margarita me envidia, que invade mi terreno por cuantos medios están a su alcance. No, la gente no tiene ni la más mínima idea de hasta qué extremos llega su narcisismo, hasta qué punto su carácter egocéntrico linda con la mitomanía sin que ella sea siquiera capaz de advertirlo.
De jóvenes –de niñas, incluso– nos unía una común actitud rebelde y desafiante frente a nuestra madre y el mundo que ella representaba, los tíos, los primos, las monjas. De los hermanos nos separaba no sólo el sexo y la edad sino también el hecho de que, en razón justamente de su mayor juventud, de ser los pequeños, fueran más maleables, más permeables, por lo menos durante su infancia, a los influjos del medio, al espíritu carca que les imbuía, a ese olor como de agua bendita que respiraban. El distanciamiento que se ha ido produciendo entre nosotras tuvo su inicio en la boda, a partir del momento en que se casó, prematuramente, a mi entender, por muchas millas que hubiese corrido. De haber esperado, quizá se hubiera dado cuenta a tiempo de que, bajo su pátina mundana, él era y es uno de esos catalanes tan ricos como mezquinos y rapaces; claro que el problema del matrimonio no reside tanto en la persona cuanto en la situación en sí, toda vez que, desaparecida la motivación económica –la tan execrada dote– que le daba consistencia y estabilidad, conforme al cambio de mentalidad que experimenta el mundo, el bien llamado lazo conyugal se ha convertido en pura pirueta en el vacío. El hecho de que ahora ella se tome sus libertades y lleve su vida, y él lo mismo, y todas esas componendas, no cambia nada. Durante años ella fue la inteligente y yo la guapa –quién sabe si no apresuró su boda precisamente por eso–; con el tiempo me he ganado, asimismo, la calificación de inteligente. Quien ahora interesa soy yo.
Me excuso; comprendo que me he ido por las ramas, pero es que hablar de Margarita me pone muy nerviosa. Sobre todo porque no me gustaría parecer injusta, porque no quisiera dar la impresión de que Margarita es un ser vulgar y sin interés, ya que, por encima de cualquier discrepancia, la considero mujer de grandes cualidades en todos los terrenos; poca gracia me haría, de no ser así, que haya gente que todavía nos confunda. Hay un abismo, por ejemplo, entre Margarita y mi cuñada Conchita, cuyo único drama consiste en ser ni más ni menos que lo que es, así, pequeña, cortita, poca cosa; en el aspecto moral o personal o como quiera que se diga, quiero decir. El tipo de mujer, por otra parte, que mejor casa con Ignacio, un hombre gris y callado, como constantemente atormentado por su propia mediocridad. Aunque la mujer rica y tonta que se ha buscado también pudiera ser señal de que Ignacio es mucho menos mediocre y mucho más duro de lo que a primera vista pudiera creerse. No sé. Con todo y ser mi hermano, la verdad es que Ignacio, para mí, es un completo desconocido.
Con Joaquín, quizá porque me es más próximo en edad, siempre ha habido más confianza, y comunicación, ya que, tratándose de él, y aunque sea un encanto, no cabe hablar de compenetración; es tan cariñoso como falto de carácter. No es que no tenga personalidad sino que tiene demasiadas, y lo malo es que se las cree todas. Recuerdo el día en que finalmente se enteró de que me gustaban las mujeres, su visita imprevista, inoportuno y torpe como siempre; su fastidiosa ternura, sus evocaciones –completamente deformadas– de nuestra común infancia, su tono confidencial y comprensivo al decirme que, a veces, había llegado a pensar que también él era homosexual, posibilidad no por positivamente inexacta desprovista de delicadeza y, en este aspecto, inmerecedora de las crudas puntualizaciones con las que estuve a punto de salirle al paso, de pegarle un corte. Con tal de complacerme o darme ánimos, Joaquín es capaz de inventar lo que sea. En aquella ocasión, de haber sido preciso, me hubiera hecho una demostración práctica.
Pero, de toda mi familia, el único que realmente vale la pena lleva el apellido Moret en segundo lugar: Raúl, mi primo. A veces insoportable, también es cierto; un engreído como he visto pocos. Con esa irritante seguridad en sí mismo propia de quien se sabe en posesión de ciertos motivos para estarlo. Su risa, sus ojos irónicos, su acierto en elegir prendas que le caigan bien, la elasticidad de sus movimientos; pero, sobre todo, aquella forma suya de mirar, como si se te hubiera tirado de antemano en todos los terrenos. Una confianza más que excesiva, ni que decir tiene, que bien pudiera esconder el estado de ánimo contrario, la inseguridad total. Nada me extrañaría, en cualquier caso, que con los años y los chascos se le hayan bajado los humos y ya no sea el de antes.
Aun así, la verdad es que me gustaría que se dejara ver por Cadaqués, aunque sólo fuera para que comprobase por sí mismo que sigo siendo la Matilde de siempre, que la sencillez de mi vida en nada ha cambiado, que aún podemos volver a tener las largas conversaciones de antes y el baño de amanecer en las quietas aguas del embarcadero a modo de punto final. Sé que la casa le gusta; imposible que no fuera así, por otra parte. Esta casa a la que he sabido conservar realmente todo el aire de una casa de pescadores, todo el encanto, para envidia de los puristas del lugar que, cuando hice los arreglos y levanté una planta más, se hartaron de criticarme, de decir que aquello era un verdadero atentado estético. Se entra por la parte trasera, que da directamente a la calle, y tiene sol de tarde. La fachada se abre al mar, a la bahía, sobre una miniplaya particular y las rocas del embarcadero. El interior tiene un tono muy mediterráneo, a la vez sobrio y sofisticado: tallas barrocas contra el blanco de las paredes y grandes almohadones de seda tahilandesa sobre las losas de pizarra del celler. Pero el verdadero lujo, lo que no tiene precio, no está en la casa aunque pertenezca a su emplazamiento: la mejor vista de la bahía que pueda disfrutarse en Cadaqués.