V

Dos cosas, por libre que una sea, hay que tener muy claras: lo que se puede y lo que no se puede hacer, dijo Lucía. Algo que Gina era capaz de entender perfectamente, pese a los embrollos morales que le creaba su desdichada propensión a caer siempre en los brazos de tíos mitad chorizos, mitad revolucionarios, dispuestos a explotar a fondo su mala conciencia de niña bien milanesa. Algo, en cambio, que era del todo inútil pretender explicar a Charlotte, para quien esta clase de consideraciones había que situarlas –no menos aceptables, pero tampoco de mayor validez– en un mismo plano, por ejemplo, que un proyecto de viaje en moto al Japón o un caso de vocación religiosa.

Que Lucía se negara, sin ir más lejos, a salir con alguien que tuviese pareja, a robar el hombre a nadie, casados o no casados, eso era lo de menos. Con gente como Camilo, sí: igualmente libres ambos, de igual a igual; Lucía, en definitiva, no era precisamente una estrecha. Pero eso de romper la unidad de una pareja, con el resultado seguro de que el sufrimiento de alguien estaba en juego, lo dejaba para personas tipo Marina o Irenita, la Princesa Roja.

O como las juergas colectivas, algo que no le apetecía en absoluto; los partouze, las camas redondas, los ménages a tres, y todo eso. Como tampoco los jueguecitos homosexuales y demás. No por prejuicio ni porque tuviera nada en contra de esta clase de prácticas, ni de las lésbicas, ni de que cada cual hiciese lo que le diera la gana. Simplemente que a ella no le apetecía.

Si a eso se le quería llamar tener principios, de acuerdo. Y no veía qué pudiese haber de malo en eso. En última instancia, todo el mundo tenía sus principios, los llamaran o no de esta forma. La misma Charlotte, con su estricto sentido de la amistad, por mucho que a veces pareciera que le faltaba un tornillo. Pero Charlotte no fallaba. Los amigos, para ella, estaban por encima de todo. Y aunque con frecuencia se cabrease con ella, Lucía confiaba plenamente en Charlotte, en su sentido de la amistad, en que podía contar con ella para lo que fuera.

Un aspecto, cuando menos, en el que ambas se parecían mucho. Pues una cosa, por ejemplo, era que Lucía se considerase prácticamente desvinculada de Luis, que sus relaciones amorosas se hubieran tensado hasta un punto de ruptura, y otra, muy diferente, que se sintiera desvinculada de él por completo, que no quedase lugar para un amplio y profundo campo amistoso, acaso más rico que cuando estaban unidos por una relación eminentemente erótica. La amistad continuaba. Seguir siendo confidentes, ayudarse, ayudarle en la medida en que sabía que iba a ser ayudada.

Para empezar, Lucía había sido fiel a Luis en todo momento. Lo último que de ella podía decirse era que hubiera engañado a Luis con algún amigo común. Camilo y ella, por ejemplo, se habían conocido tras la partida de Luis. Camilo y Luis no se conocían. Lo de Camilo y ella fue una historia limpia, sin engaños ni traiciones, sin víctimas, sin ninguna clase de premeditación, la consecuencia, poco menos que fortuita, de una serie de factores imponderables de diversa índole: que así Lucía como Camilo se hubieran quedado en París por Navidad, que Charlotte y ellos se tomaran copas y copas de calvados hasta que cerraron l’Alouette, que, luego, él las acompañase a tomar un último calvados en su habitación, que Charlotte les dejara solos, etcétera. Aparte, claro está, de la mutua atracción que experimentaban, una inequívoca atracción que Lucía pudo captar prácticamente desde que se conocieron. Una atracción que Camilo terminó por expresar aquella noche del modo más explícito –los tres aún en l’Alouette– mientras Lucía, con toda inocencia, apuraba una copa de calvados pasando la lengua por todo alrededor del borde, y entonces él le dijo, quieta, Lucita, que si sigues así te vas a creer que la mesa se levanta sola.

De hecho, lo que más impresionó a Lucía de su aventura con Camilo fue que se hubiera iniciado igual que un sueño que tuvo años atrás y que, por algún motivo incierto, quedó especialmente grabado en su memoria: ella estaba sentada en una silla y, de pronto, alguien la abrazaba por la espalda y la besaba por encima del hombro. Ni Luis ni Camilo: alguien cuya cara no podía recordar, pero que hizo, que hicieron, exactamente lo que Camilo y ella hicieran la primera noche, cuando Charlotte la dejó en la estacada.

No obstante, la relación amorosa es materia sutil por excelencia y, como tal, especialmente sujeta al influjo de los contratiempos, de los equívocos, de los defectos de entendimiento, especialmente vulnerable a sus consecuencias el grado de afinidad en un principio establecido. Así, por poner un ejemplo, estaba bien claro que Lucía no abrigaba ninguna clase de prejuicios, y creía haberlo demostrado de sobras. Pero tampoco era del todo normal que Camilo, la mitad de las veces o casi, prefiriese hacerlo por el trasero. Desde el primer día: deslizando alternativamente la punta de su sexo de delante a atrás y de detrás a delante, humedeciendo paulatinamente el camino, abriéndose paso. Luego explicó que en Cuba era muy frecuente hacer eso, y Lucía dijo que ella no lo había hecho nunca, pero que le parecía bien. Y, efectivamente, nada tenía en contra de esa clase de cosas. Sólo que no era para que Camilo ni nadie lo tomase por sistema. Para una mujer, al menos para Lucía, la sensación era muy diferente de la que se experimentaba haciéndolo de la otra forma; completamente diferente.

Tal vez fuese cierto que en Cuba hacían eso desde chicos para que ellas no perdieran la virginidad. Pero ni ellos estaban en Cuba ni tampoco eran ya tan chicos. Y esa obsesión que tenía Camilo con el trasero llegaba a ser excesiva. Una verdadera manía.

También la irritaba que la llamase Lucita, Lusita, como él pronunciaba; la primera vez, además, entendió Luisita y creyó que se estaba coñeando de Luis. Y lo que no soportaba, sobre todo, era que la sermonease. ¿Con qué derecho se permitía Camilo hablarle como si fuese, no ya su marido, sino su padre? ¡Valiente padrazo!

Todo lo que tuvo de divertido el viaje a Sète, tanto a la ida como a la vuelta –especialmente a la vuelta–, lo tuvo de triste su estancia allí, a partir del momento en que llegó Luis. La exaltación le entró incluso antes de salir, no bien tomó la decisión de acudir con Charlotte a la cita propuesta por Luis. La primera medida fue saltar de la cama y transformar el absurdo anagrama L + L = Loving, que había pintado en la pared durante la estancia de Luis, en L + L = Loló. También le hubiera gustado devolver a Luis aquel dichoso libro, pero, a última hora, se le olvidó recogerlo.

Durante el viaje, Charlotte y ella se tomaron unos cuantos calvados en el vagón restorán y bromearon con otros pasajeros, con los camareros y revisores, haciéndose pasar por inglesas. Hablar inglés entre ellas era una costumbre que, por algún motivo indeterminado, quedó espontáneamente establecida desde que se conocieron en l’Alouette. Las dos lo hablaban con la misma naturalidad que su propia lengua, por supuesto. Pero quizás entró en juego, asimismo, cierta dosis de complicidad: el placer de intercambiar rápidos comentarios sin que el resto de los presentes supiera ni de qué estaban hablando.

En Sète, a decir verdad, no toda la culpa fue de Luis. También los pensamientos de Lucía y sus involuntarias rememoranzas contribuyeron al fracaso: lo diferente que era todo, lo diferente que todo hubiera podido ser de no haber entrado en escena la Princesa Roja. Por eso, cuando Luis le preguntó, como de pasada, qué tal le iba por París, ella dijo que muy bien. El único problema, le dijo, era que no le apetecía ningún hombre. Y eso, aunque ya no era cierto, lo fue en otra época, al principio de sus relaciones: ni le apetecían ni podían apetecerle, ya que una mujer enamorada es una mujer inevitablemente fiel a su hombre, una mujer para la cual es como si no existiera el resto de los hombres. Si se acostó con él, con Luis, cuando se conocieron, siendo medio novia de Javier, fue, precisamente, porque su hombre era Luis y no Javier, porque a quien amaba no era a Javier sino a Luis. Y todo eso estaba implícito en su respuesta a la pregunta de Luis; lo había dicho sin especial énfasis, como desinteresada por el tema. Luis meneó la cabeza: tenía aspecto entristecido. Justo el estado de ánimo, claro está, que ella se proponía provocar.

Pero también a ella, mientras paseaba con Luis a lo largo de los canales, contemplando los movimientos de las gaviotas, la entristeció, sí, también a ella, el recuerdo de sus comienzos. Entonces Luis salía con otra, a la que acabó dejando. Lucía nunca logró sonsacarle más detalles, ni tan siquiera el nombre. Luis decía que no le gustaban esta clase de confidencias, y tal vez fuese verdad, ya que, a diferencia de lo que es costumbre entre la mayor parte de los hombres cuando se juntan, no era de los que se jactan de conquistas y aventuras, ni se atribuía fantasías eróticas, ni personalizaba jamás en sus teorizaciones sexuales. La incertidumbre, sin embargo, persistía insoportable: no saber, no estar segura de si Luis había dejado realmente a la otra o, por el contrario, continuaba a la par que con Lucía, paralelamente; si no iba a resultar que la otra, la innominada, era ni más ni menos que la Princesa Roja; si ella, Lucía, no estaba representando el papel que teóricamente correspondía a la otra, el del amor episódico; si el verdadero amor de Luis no era, en consecuencia, la Princesa Roja, la puta.

La necesidad de despejar tales dudas, junto con la imposibilidad de entrar en algo tan recóndito como son los sentimientos de una persona, fueron los dos encontrados motivos que más pesaron en la decisión de irse a estudiar Bellas Artes a París. Que el alejamiento esclareciera la situación, empezando por sus propios sentimientos al respecto. Que el deseo, potenciado por la distancia, obligase a Luis a definirse, a decantarse por ella sin reservas, o a dejarlo correr. Que Luis comprendiera que era él a quien le tocaba elegir; que, con una mujer que tomaba sin vacilar semejantes determinaciones, su separación temporal bien podía convertirse en definitiva. Que acabara por pedirle que volviese con él, a Barcelona, a vivir juntos, que es como deben vivir las personas que se aman, que quieren compartir sus vidas. Juntos y no separados, cada uno en su casa, como habían estado viéndose hasta entonces, amándose poco menos que clandestinamente, inventando excusas para volver tarde, para dormir fuera, para escaparse un fin de semana. Sordideces que tan sólo la añoranza característica de toda visión retrospectiva podían hacerle sentir ahora que, no obstante, aquellos comienzos con Luis en Barcelona constituían acaso la época más feliz de su vida.

Ahora, hasta el principio de su estancia en París lo veía con nostalgia. En octubre, mientras esperaba a Luis, cuando la inminencia de su llegada parecía dinamizarla y darle aliento en todos sus actos, como si adivinase que la semana de amor que les aguardaba iba a representar, en efecto, el punto culminante de sus relaciones. Todo, en el recuerdo, parecía tocado de un irrepetible sabor a vitalidad juvenil, similar, por esa misma calidad irrepetible de la experiencia, a la encantada disposición con que el adolescente va descubriendo el mundo de cada día; así, su búsqueda de una habitación, su primera clase, su entrada en el grupo de l’Alouette a través de Jacques y Gina y otros compañeros de curso.

Alejandro le fue presentado directamente por Jaime; era amigo personal de Luis y compañero así de estudios como de militancia, y acababa de llegar de Barcelona, escapado por los pelos de una caída. Aunque el partido le había encontrado una casa y provisto de lo suficiente para vivir, se notaba que no le sobraba ni un franco, así que Lucía le invitó a comer bien de vez en cuando, y a cafés y al cine, hasta que empezó a recibir dinero de su familia. Una familia, por lo visto, forrada de millones, pero comprensiva hasta el punto de considerar una buena inversión el que uno de los hijos les saliera comunista; por lo que pudiera suceder, de cara al futuro.

A Charlotte, que tampoco reconocía estar pasando apuros, le ofreció compartir su habitación en tanto que su olvidadizo padre, el banquero ginebrino, no cayera en la cuenta de que tenía una hija, y le mandara de golpe una cantidad tal como para que, perdida toda noción de realidad, ella se lo gastase de inmediato en las mayores extravagancias. Un mecanismo que Lucía conocía a la perfección, ya que a ella le pasaba tres cuartos de lo mismo. Sólo que, en Lucía, sobre su generosidad de carácter incidía, además, ese peculiar estado de ánimo propio de la persona que, ansiando integrarse en un determinado grupo, ofrece cuanto tiene a cambio de ser admitida, aceptada como miembro con pleno derecho de ese grupo, contarse entre ellos como uno más, compartir de compañero a compañero sus problemas, los vaivenes de su vida cotidiana. Una experiencia que no podía acabar más que con la decepcionante comprobación de que aquel espíritu del todo para todos que informaba al grupo gozaba de especial popularidad entre quienes nada tenían que compartir o, como en el caso de Jacques, que aparentaba no tenerlo.

Curiosamente, al igual que en Barcelona, todo el mundo parecía considerar a Lucía más rica de lo que realmente era. Un prestigio que, en Barcelona, se fundaba más en el pasado de la familia que en el presente, ya que, si bien podían permitirse el lujo de costearle los estudios en París, su posición económica real andaba muy por debajo de las apariencias. El que la gente todavía se engañase al respecto era debido, sin duda, al sumo cuidado que la familia ponía en conservar ese prestigio, gracias, justamente, a permitirse lujos como el de enviar una hija a estudiar Bellas Artes en París y similares ostentaciones. Y si en París, donde el apellido no decía nada a nadie, se repetía el fenómeno, la causa no podía residir más que en el modo de ser y hasta en la apariencia exterior de Lucía. Y eso llevado a tal extremo que, cuando quiso hacerles entender que empezaba a ir justa de dinero, la mayor parte de los compañeros debieron de suponer que, como en Jacques, aquello era pura pose de hija de familia, ganas de hacerse la pobre. La única diferencia estaba en que a todo el mundo le parecía normal lo de Jacques, quizá porque decía que su padre era un cochon, mientras que en el caso de Lucía se lo tomaban a broma, equiparada o poco menos, en lo económico, a la jovencita que, en lo sexual, pretende salvaguardar su virginidad.

Se trataba, en el fondo, de un problema de mentalidad. El problema de hacer entender a un público como el de l’Alouette, donde el que no era teórico de la revolución lo era de la bohemia, que quien había llegado gastando alocadamente, invitando a unos y otros, ofreciendo todo a todos, no tenía por costumbre actuar de tal manera, sencillamente porque no era en absoluto la niña rica que ellos imaginaban. Que su comportamiento respondía, no a un hábito, sino a la conjunción de una irreflexiva tendencia a la esplendidez, con una completa falta de sentido práctico. Que lo que podía permitirse a su llegada, no podía permitírselo semanas más tarde, que lo que entonces había gastado de más era ahora dinero de menos, que una cosa iba por la otra.

Había aún otro rasgo en el carácter de Lucía cuya repercusión en el comportamiento dificultaba asimismo su plena identificación con el grupo: la abulia, o mejor, la inconstancia, esa incapacidad de persistir en lo que se está haciendo aunque lo que se hiciera, como para la mayor parte del grupo, no fuera más que pasarse horas y horas en torno a una mesa de l’Alouette. Tal capacidad de asiento fue una de las cosas que más sorprendió a Lucía desde el principio, ya que la abulia, en ella, más que por la inactividad, por la pereza de moverse, se manifestaba, muy al contrario, en su falta de continuidad en las múltiples actividades que emprendía, en el rápido arrinconamiento de las cosas que había ido comprando para llevar a la práctica, en el olvido, incluso, del propósito que la empujó a comprar gran parte de esas cosas. Una especie de abulia activa que la impulsaba a empezar asistiendo disciplinadamente a todas las clases de Bellas Artes, para ir dejando de hacerlo inmotivada y paulatinamente. Gastarse un montón de dinero en material de dibujo y modelado, diferentes clases de papel, de colores, de arcillas y yesos, que llegó apenas a utilizar. Comprarse prendas interiores la mar de divertidas, y productos de belleza, y chucherías de esas que venden por la calle. O sacarse un abono para una piscina de agua caliente a fin de mantenerse en forma, y luego cansarse, dejar de ir a la tercera o cuarta vez, llena de maricas como estaba, y el olor a cloro, y la de infecciones y hongos y cosas así que, al parecer, se acaban cogiendo en esta clase de sitios. Cosas, en fin, que ella emprendía con toda su ilusión y cuyo resultado, si no era el previsto, tampoco tenía demasiada trascendencia. Salvo, a lo sumo, para su bolsillo.

Además, por aquellos días, no pensaba sino en la inminente llegaba de Luis. Y ahora que lo tenía a su lado, ya dormido, en el Grand Hotel de Sète, tales recuerdos no eran precisamente lo más indicado para ayudarle a conciliar el sueño.

Antes de separarse, Luis se empeñó en visitar el cementerio, a la entrada de Sète, sobre el mar: un final de lo más significativo respecto a lo que había sido aquel encuentro. Hizo mención de unos versos de Valéry, y Lucía dijo que se los sabía de memoria, no fuese a ocurrírsele dar un recital encima. Lo único que faltaba.

A la vuelta, cuando cambiaron de tren, se encontraron con que, en el que había de llevarlas a París, el vagón restorán estaba cerrado. Tanto Charlotte como Lucía habían bebido lo suyo y subieron ya un poco borrachas, buscando obstinadamente, de vagón en vagón, algún vendedor de bebidas. Finalmente, preguntaron a un revisor con el que tropezaron, y el revisor les dijo que no había a estas horas tal vendedor de bebidas. Entonces le preguntaron, siempre haciéndose las inglesas, si el agua de los lavabos era realmente no potable. El revisor les dijo que probablemente no les haría ningún daño, pero que él, en cuanto revisor, no podía aconsejárselo.

Se habían encontrado justo entre dos vagones, y el revisor había retrocedido hasta la plataforma que acababa de dejar, a fin de cederles el paso. Lucía se desabrochó unos cuantos botones de la blusa y le preguntó si no había hecho nunca el amor con una pasajera, en plena marcha. El revisor, que tenía acento español, cambió bruscamente de tono y dijo que él había hecho de todo. Pues yo no lo he hecho nunca, dijo Lucía. ¿Quiere enseñarme cómo se hace?

El revisor la metió casi con violencia en el lavabo, indicando al mismo tiempo a Charlotte que se quedase ante la puerta, como si esperase para entrar. Lucía se encontró entre los brazos del revisor, que le bajaba los sostenes, le subía las faldas, le bajaba las bragas, besándola, acariciándola. Le hizo el amor sentado en la tapa del retrete, Lucía sentada encima, o mejor, mantenida en vilo por los muslos, a pulso. Se comportó entre brutal y tierno, llamándola cielo y vida y nena, en español, preguntándole si gozaba, susurrándole al oído lindezas y obscenidades, torpemente, esas porquerías que los hombres van balbuceando hasta que han acabado.

Luego las acomodó en un compartimento de literas de segunda clase que estaba vacío, y les trajo unas cervezas. Dijo que después volvería para hacerlo con la rubia, con Charlotte. Charlotte dijo a Lucía que ella no pensaba hacer nada con aquel ogro, que le daba miedo, y se cambiaron de vagón.

Lucía fue a lavarse, a enjuagarse la boca y hacer buches. Después, ya en la litera, mientras se tomaba la cerveza, le entró una risa loca. Soy una puta, soy una puta, soy una puta, repetía una y otra vez, como estimulada no tanto por el descubrimiento de una nueva faceta de su propia personalidad, cuanto por el simple enunciado de tal descubrimiento, por su formulación verbal.

Fue precisamente entonces, mientras tomaban sus cervezas instaladas en las literas superiores del otro compartimento, cuando Charlotte tuvo que estropearlo todo al decir que le gustaba Luis, que por qué no se lo pasaba si ella ya no lo quería. Lucía, tras darle la respuesta que se merecía, le dijo que, aparte de todo, en el terreno sexual, mejor que con Luis se entendía con el revisor. Por lo demás, puedes quedarte con quien quieras, que te los regalo a todos, dijo; que si alguno de los que tenemos a mano me atrae, es Alejandro, Alejandro, sí; el que menos podía interesar a una chica como Charlotte: un misógino, un tío que odiaba a las mujeres, un homosexual que, aunque acaso nunca realizado, aunque ni tan siquiera hubiese tomado conciencia de serlo, no por ello lo era en menor grado. Pero justamente ahí estaba la gracia, el atractivo perverso: la seducción de un marica. Cosas que mujeres tan simples como Charlotte, que se van con el primero que se les pone por delante sin el más mínimo discernimiento, nunca serían capaces de comprender. Cosas que no eran para gente del montón.

Esta discusión con Charlotte –Lucía montándose más según iba hablando– la puso realmente al límite; la irresponsabilidad de Charlotte la situaba con excesiva frecuencia incluso más allá de ese límite. A veces era como para pensar que de verdad le faltaba un tornillo. Y es que, si algo había que Lucía no aguantaba, era, ni más ni menos, este tipo de conducta disparatada, irresponsable. Fuese, así pues, fruto de esta discusión con Charlotte, que tuvo la virtud de mantenerla desvelada hasta París, fuese, más bien, el resultado de una expeditiva cópula carnal realizada en un lavabo de tren con el revisor, el hecho es que, apenas llegó a casa, lo primero que hizo Lucía fue tomarse un cálido y prolongado baño de espuma, de algas marinas y otras esencias naturales.

Sería difícil decir con exactitud a cuántas fiestas y bailes de disfraces llegaron a ir; saraos, como decía Alejandro. Difícil, sobre todo, porque en una misma noche iban de un sitio a otro, de una fiesta a otra, y unas caras se confundían con las otras. Como los lugares, como las cosas que habían pasado en cada sitio.

El baile de Bellas Artes acabó en una especie de orgía multitudinaria, con montones de gente haciendo el amor por los rincones. Y es que, desde el principio, la gracia no estaba en el baile propiamente dicho sino en aquellos sótanos donde todo el mundo se sobaba y metía mano, los tíos buscando pareja como locos, alguien a quien tirarse. Incluso Alejandro volvió a ponerse pesado. Aquello llegaba a resultar realmente fastidioso.

Lucía tuvo una discusión con Jacques, que era un verdadero marrano. Jacques se burlaba y se reía y le gritaba que ella era sólo una pequeñoburguesa llena de prejuicios, de fronteras morales y sociales que no quería ni podía romper. Le contó el último de sus descubrimientos revolucionarios: hacerse una paja completamente desnudo ante uno de esos espejos como de armario de luna que le cogen a uno de cuerpo entero, sobre un suelo de parquet, las piernas bien abiertas y el mango de un cuchillo metido en el culo; la hoja del cuchillo tenía que ser bien puntiaguda, lo más afilada posible. Con el orgasmo y siguientes contracciones, el cuchillo se desprendía, caía de punta y se clavaba en la madera, sus vibraciones a modo de resonancia de las del pene esgrimido, las del cuerpo temblequeante, como descuajeringado. Lucía le dijo que era un verdadero marrano.

De repente, se sintió muy borracha y Jacques le ayudó a llegar a su habitación y, casi sin darse cuenta, se encontró con que los dos estaban desnudos, en la cama. Como era de esperar, resultó un completo fracaso. Por parte de Lucía no había la menor premeditación, ni mucho menos predisposición. Y a Jacques, por su parte, si primero le costó lo suyo ponerse mínimamente en forma, luego, de modo imprevisible, se escurrió más rápido que un conejo; además, ni tan siquiera molestarse en buscar disculpas, como aquel tío de los sótanos de Bellas Artes, que no paraba de decir que el sitio era incómodo, que el ir y venir de la gente le inhibía, y excusas por el estilo, para justificar de alguna manera que, después de tanto rondarla, su respuesta fuese poco menos que la de un eunuco. Lo de Jacques, no cabía duda, era el mango de un cuchillo metido en el culo.

Al día siguiente, en l’Alouette, todo el mundo estaba al tanto de lo sucedido; y seguro que en la Escuela, tres cuartos de lo mismo. Jacques se había encargado de propagarlo bien, de poner a todo el mundo al corriente. Eso sí: exponiéndolo como un problema, como una preocupación moral. Diciendo que sentía mucho, por Luis, lo que había pasado; que Luis era un compañero al que apreciaba mucho, un militante, y que estaba muy mal lo que él, Jacques, había hecho, como aprovechándose de su ausencia. Lo que pasó es que había bebido demasiado, y cuando se bebe demasiado se hace lo que nunca se hubiera hecho estando sereno. Hablaba como aquel que busca un consejo o, cuando menos, un desahogo de la mala conciencia. Planteándolo como un problema ético, como un dilema personal en el que Lucía no contaba para nada, reducida a una especie de inapreciable –es decir, despreciable– nexo de unión entre los dos protagonistas del drama: Luis y Jacques. Finalmente, como es natural, pedía a todos que no lo comentaran con nadie.

Lucía lo supo incluso antes de que le fueran con el cuento; bastaba ver la expresión de la gente al saludarla, oír el retintín de sus palabras, entre la sorpresa y la broma. Pero ella no estaba para historias, para verse convertida en noticia pasiva, y adoptó la táctica del contraataque por defensa. Contó una y otra vez la castaña de campeonato que había agarrado la víspera, la forma en que, de pronto, se había encontrado con el puerco de Jacques en la cama, intentando violarla, pretendiendo lo que estaba fuera de su alcance, del alcance de un impotente, al margen ya de que ella lo rechazara, un verdadero desastre de tío, identificable por su facultad de provocar el sueño en su ocasional víctima antes y todo de empezar. Un desastre de hombre que lo primero que debiera hacer era empezar por aprender a serlo. No, Lucía no era precisamente de las que se dejan convertir en una especie de pelota que va y viene entre los tíos, que los tíos se pasan del uno al otro.

Lo más chocante del caso fue que Camilo, a raíz de todo este chismorreo, y pretextando también una inexistente relación personal con Luis, se atrevió asimismo a censurarla, a decirle que debía procurar no dar pie a esta clase de comentarios. Que su conducta era incorrecta, impropia de la compañera de alguien que, bajo las condiciones más duras, está luchando por el socialismo, por la transformación revolucionaria de la sociedad. ¡Él! ¡Camilo, el compañero revolucionario que había sido el primero en tirársela, el negrazo cubano, el sodomita!

Lucía no pudo soportar por más tiempo tanto sermón hipócrita y le hizo saber que no se trataba sólo de Jacques, sino también de Alejandro y hasta de un revisor de tren. Aparte del propio Camilo, claro.

Lo de Alejandro fue un caso completamente distinto. No un simple incidente fortuito, sino un largo proceso que llegó a su culminación la noche en que se presentó disfrazado de Chat Botté. Porque, al menos para Lucía, la cosa venía de mucho antes. Desde el principio, como quien dice, ya que, gracias a la actitud coñona de Alejandro, a sus ironías y sarcasmos, las relaciones entre ambos se habían mantenido en una especie de estado de pique permanente.

Pero fue aquella noche cuando estalló todo. Alejandro había empezado parodiando las frases profundas que, según él, Sergio Vidal se atribuía como propias, cuando no eran más que el producto residual de las imbecilidades que algunos ensayistas franceses con aspecto de vieja escriben sobre el erotismo. Il faut toujours violer le fait naturel y cosas así, que Alejandro repetía con esa machacona insistencia que, cuando le daba por ahí, ya no había quien le apeara del carro. Además, si pesado y latoso resultaba en general, tener que oír este tipo de sentencias, lo del fait naturel, o frasecitas como que l’essence de l’amour n’est que la souffrance, y memeces por el estilo, aquella noche le cayeron particularmente mal. Casi era como si, por algún motivo indeterminado, el contenido de tales pensamientos no fuera dirigido más que a Lucía, como si Alejandro estuviera todo el rato metiéndose con Lucía.

Camilo se había empeñado en bailar con ella, y ella no dijo que no para evitar escenas, pero, al cabo de un rato, cuando ya estaba hasta las narices, lo dejó plantado con la excusa de ir un momento al lavabo. Y entonces, Alejandro, bien porque realmente se tropezase con ella de modo casual, bien porque la hubiese estado acechando, aprovechó para preguntarle si la fiel compañera de un revolucionario debía ser más fiel al compañero o a la revolución. Y, en caso de dos revoluciones, ¿a cuál más? ¿A la española, por ejemplo, o a la cubana? Lucía, como esa torcaz que se ve interceptada por un águila real, más que irritada se sintió, sobre todo, aterrada: aquello, Alejandro no podía saberlo ni por ella ni por Camilo ni por Charlotte, la única persona, aparte de ellos dos, que estaba en antecedentes, pero que, aunque estuviese como una cabra, no era capaz de contar nada a nadie ni bajo tormento. No: aquello era el fruto de la maldita intuición de marica que tenía el marica de Alejandro, de esa especie de radar que sólo puede tener un marica. La quiso emprender a bofetadas con él, y él se le vino encima; o ella se cayó y le mordió en una mano. Se metió de por medio un montón de gente y fueron separados.

Salió a despejarse, a que le diera el aire, y Gina y alguien más la acompañaron. Charlaron un rato sentados en la escalinata, pero Lucía no escuchaba lo que los otros estaban diciendo; se sentía enfadada consigo misma, abrumada por una intensa sensación de ridículo. Al volver a entrar, Charlotte se le acercó tirando de Alejandro, para que se reconciliaran. Quiso que brindaran, y Lucía estuvo a punto de estampar su vaso contra la cara de Alejandro, pero al percatarse de su expresión, alterada no por la furia, como a primera vista pudiera creerse, sino desencajada por la angustia, optó por hacer lo que le pedían y hasta se excusó por lo del mordisco. Alejandro dijo que él se lo había buscado, que la crueldad bien entendida empieza por uno mismo. Y todos rieron y entrechocaron también sus vasos, para terminar enlazados unos a otros en el larguísimo serpeo de una conga. Inevitablemente, el obseso de Camilo tomó posiciones a su espalda, fregoteando groseramente el miembro erecto contra su trasero hasta que Lucía pudo zafarse con la excusa de que, aquella noche, su pareja era Alejandro.

Después, en la cama, Alejandro demostró que no era, ni mucho menos, el marica que pretendía parecer. Era, eso sí, un poco torpe, como ese principiante que va siguiendo al pie de la letra una receta determinada, como ese novato que se concentra en la ejecución por tiempos de determinado ejercicio gimnástico. Es decir: como aquel que, más que por instinto, se mueve de acuerdo con su idea de lo que es complacer a una mujer, sin conseguir, en consecuencia, no ya complacerla a ella en demasía, sino, ni tan siquiera, complacerse a sí mismo. Teoría más que experiencia; el manual frente al oficio. A esa falta de maña, justamente, supuso Lucía que se estaba refiriendo cuando, al despedirse, dijo: mañana ni nos atreveremos a mirarnos a la cara.

Sólo al otro día, tras darse cuenta de que Alejandro la evitaba o poco menos, Lucía comprendió que en su actitud había razones de tipo ético que nunca hubiera sospechado en una personalidad como la suya. Aunque no hizo comentario alguno, parecía realmente afectado, como entre avergonzado y deprimido. Lucía pidió auxilio a Charlotte y, entre las dos y a fuerza de calvados, acabaron logrando remontarle el ánimo. A Charlotte y a ella les costó una nueva trompa de campeonato, pero Alejandro estuvo divertido, encantador y ocurrente como nunca.

En cualquier caso, en lo que a la personalidad de Alejandro se refiere, quedaba claro que, así como bajo su fachada de marica había un hombre normal, por lo menos sexualmente hablando, así, de igual forma, bajo su exterior cínico y mordaz, se escondía toda la riqueza potencial de un ser víctima de la soledad y el desamparo, atormentado por los conflictos que le planteaba su elevado criterio de responsabilidad moral.

Como es lógico, la mala conciencia de Alejandro no hizo sino exacerbarse cuando la caída de Luis. Vista con cierta perspectiva, lo mínimo que podía decirse de su reacción era que fue, literalmente, la de un histérico.

Al parecer, había recibido la noticia con gran serenidad. Es más: la idea de aprovechar la ocasión para montar una campaña de propaganda antifranquista, al margen de cuanto hiciera o dejase de hacer el partido, fue fundamentalmente suya. Cogió a Jaime por su cuenta y juntos fueron planificando hasta el último detalle los diversos aspectos y las diversas fases de la campaña, Jaime como sorprendido, como desbordado no ya por la avalancha de iniciativas aportadas por Alejandro, sino por su articulación en un conjunto propagandístico de efectos perfectamente calibrados y graduados; denuncia del franquismo, solidaridad con la lucha del pueblo español y todo eso. No obstante, por las razones que fueran –conociendo sus rarezas, ni merecía la pena pretender averiguarlo–, Alejandro se negó a intervenir en forma directa en la campaña, a participar personalmente, a modo de testigo, de víctima, de exiliado, portavoz natural de los millones y millones de españoles que no se hallaban en condiciones de hacerlo, de modo que fueron Lucía y Jaime quienes tuvieron que dar la cara. Desde luego, es como para pensar que Alejandro se equivocó de carrera, dijo Jaime: si hubiera hecho caso a su padre en lugar de meterse en política y líos por el estilo, que por algo son la obsesión de todos los padres, a estas alturas tendría la mejor agencia de publicidad de Barcelona.

Pero, como siempre, el principal problema con Alejandro era el propio Alejandro, su manera de ser, el carácter imprevisible de sus reacciones. Aquella noche en l’Alouette, por ejemplo, cuando Lucía, con la mejor de las intenciones, le comentó lo bien que iba todo, la recogida de firmas, los artículos y notas de prensa, las declaraciones que Jaime y ella estaban haciendo, la entrevista radiofónica que les habían hecho, todo expuesto en el tono informativo que se merece quien, aparte de amigo, era el verdadero artífice de la campaña propagandística iniciada. Y, de repente, interrumpiéndola así por las buenas, sin que mediara ninguna clase de pretexto, Alejandro la envió a hacer puñetas. Además, dijo, ¿a mí qué me cuentas? Eso es cosa tuya y de Jaime. Yo no tengo nada que ver. Lucía prefirió tomárselo sin dramatismos, con la máxima frialdad, y le dijo que si lo que le remordía la conciencia era haberse acostado con ella, la novia oficial de Luis, de su mejor amigo, detenido actualmente por azares de la clandestinidad, podía estar tranquilo; que ni para ella ni para Luis, como personas civilizadas que eran, este tipo de cosas tenían importancia. La respuesta, en último término, había sido comedida; acaso no exenta de acidez, es cierto, pero racional en su contenido y enunciada con la mayor corrección de tono. Una respuesta que, a ojos de cualquiera, aparte de brillante, era ni más ni menos lo que Alejandro se merecía. Una respuesta que, en ningún caso, justificaba que Alejandro se pusiese a gritar como un loco, ¿qué quieres decir? ¿Que lo que pasa es que estoy encoñado de Luis? Pues bien, de acuerdo: estoy encoñado de Luis. ¿Contenta?

Fue entonces cuando, de un puñetazo en la mesa, hizo saltar las copas, los ojos enfurecidos brillándole como con lágrimas, bien de origen emocional, bien simple consecuencia del alcohol en circulación. Y siguió gritando verdaderos disparates: que no fuera imbécil, que no hablara de lo que no podía entrar en su pequeño cerebro, que dejara de pensar con el coño y groserías así. En plan francamente insultante. Se levantó y se fue, aunque, por suerte, no lo bastante aprisa como para que todos los presentes se dieran cuenta de que, si no borracho, poco le faltaba. Y Jaime fue el primero en apoyarla, en reconocer que Alejandro, realizado o no como marica, lo era, en cualquier caso, desde un punto de vista sicológico: una especie de solterona histérica.

También estaban completamente de acuerdo en lo que al cenizo de Abelardo, el sevillano, se refería: en la exactitud indudable –para cualquiera que le conociese– de los datos que iban llegando respecto a su responsabilidad en la caída, al papel determinante que había jugado en cuanto al origen o eslabón inicial en la cadena de detenciones. Curiosamente, al enterarse de que su nombre andaba mezclado en la caída, tanto Lucía como Jaime tuvieron el mismo presentimiento, si bien no se atrevieron a confiárselo el uno al otro hasta que los informes recibidos, con todo y no esclarecer suficientemente los hechos, lo hicieron evidente. En cierto modo, se sentían culpables por haber callado, por no haber tenido los cojones como para exponer claramente la opinión que aquel sujeto, sevillano, valenciano o de donde fuera, les merecía. Una responsabilidad subsidiaria que alcanzaba, por otra parte, al propio Luis. Ya que si Jaime no se atrevió a decir a su tiempo que la actitud de echao p’alante de Abelardo le parecía pura fanfarronada, y Lucía –llevada de una compasión mal entendida– prefirió guardarse el juicio que se había formado acerca de la catadura moral de Abelardo, tampoco Luis quedaba libre de culpa. Apurando mucho, y por doloroso y paradójico que resultase, Luis podía incluso ser considerado el principal responsable, ya que, conociendo de sobras al cenizo de Abelardo, habiendo sido el primero en observar que su entrada en el partido era producto de motivaciones escatológicas, no se opuso con la firmeza debida a que se integrase en la organización de Barcelona, absteniéndose de proponer que, conforme a las más elementales normas de prudencia y como era de razón, se integrase a lo sumo en la organización de su ciudad natal, Sevilla, Valencia o la que fuera.

Pues no había que ser un lince para darse cuenta de que, si Abelardo no se volvía a su Valencia o a su Sevilla, era por algo. Vamos, que su caso no era el de un militante sano. Que Abelardo era uno de esos que entran en el partido por motivos personales, no por motivos objetivos; que era el ejemplo típico del militante que hubiera hecho mejor sicoanalizándose antes de adoptar semejante decisión.

Lucía lo vio aún más claro desde aquella noche en que Abelardo la siguió hasta su habitación contándole cosas tristes, problemas propios de un desgraciado, que es lo que Abelardo era en definitiva: un desgraciado. Tuvo que acabar expulsándolo a cajas destempladas, aunque sin poder evitar que se le llevara los libros que quiso, La Batalla del Puente Milvio entre otros, una novela, por otra parte, cuya lectura ella no hubiera concluido jamás; uno de esos libros que acaban cansando a fuerza de sacarle punta a todo.

Un enfermo, lo que se dice un enfermo: éste era, en lo fundamental, el problema de Abelardo. Un fantasioso, un mitómano, uno de esos hombres a los que no se podía conceder el más mínimo crédito. A los que no había que creer una sola palabra de cuantas historias pudieran llegar a inventar. Historias que ni merecía la pena perder el tiempo escuchándolas.

Tras esta clase de conflictos y escenas, francamente desagradables, el trato de una persona como Sergio Vidal suponía un verdadero descanso. Y no sólo por la persona en sí, un caballero de verdad, culto, ingenioso y educado, sino por el ambiente en el que se desarrollaba su vida, y que no era sino irradiación de esa persona, aura que se expandía. Un ambiente distendido, elegante y lleno de esprit, que sólo un cabeza cuadrada, uno de esos tipos obtusos, esquemáticos y con obsesiones igualitarias, podía llegar a pensar que tenía algo que ver con el dinero, como si con dinero pudieran adquirirse cualidades de este género.

Se habían encontrado casualmente en la terraza de Aux Deux Magots. Fue Sergio Vidal quien, incorporándose en su asiento, llamó a Lucía, que ya pasaba de largo sin siquiera haberle visto, Sergio dijo que tenía una cita, pero la invitó a tomar una copa en su compañía en tanto aguardaban al posible cliente, uno de esos magnates con minas en Bolivia y cosas así. Estuvo cordial y divertido, y cuando llegó el magnate, un indiazo sin remedio, la invitó a almorzar cualquier día en el campo, fuera de París. Esta insistencia en invitarla, al poco de haberse visto con motivo de la recogida de firmas, pasaba ya del mero gesto cortés de un hombre de mundo, de modo que Lucía resolvió aceptar y quedaron para el próximo miércoles. Ni ella ni él hicieron mención de sus pasadas diferencias ni, menos aún, se pronunció el nombre de Marina.

El miércoles, Sergio la llevó en su Jaguar a uno de esos espléndidos restorantes de campo que hay en Francia, un sitio encantador con mesas al aire libre, al sol, bajo un emparrado –en esa época sin hojas– de rosales y vides, cerca de Chantilly. Después de comer, se dieron una vuelta por los jardines del palacio, donde Sergio le hizo comprender que ni su diseño ni su composición respondían en modo alguno a los caprichos geométricos y al perspectivismo absolutista propios del régimen monárquico, como pretendían la mayor parte de los compañeros de Bellas Artes. A medio paseo fueron sorprendidos por un chaparrón tan repentino y virulento que, cuando llegaron al coche, estaban empapados como bayetas. Sergio la llevó directamente a su casa de Montmartre y le hizo tomar un baño de agua hirviendo o poco menos, que le quitó radicalmente la tiritera. Luego, para acabar de reaccionar, al calor de la chimenea, bebieron unas copas de aquel famoso aguardiente que Marina solía ofrecerles cuando actuaba como ama y señora de casa de Sergio.

A partir de aquel día siguieron viéndose de vez en cuando, por lo general en compañía de Gina. Lucía no había tardado en advertir que Sergio manifestaba un especial interés por ella, o que, cuando menos, la recordaba con especial afecto. En otras palabras: era evidente que Sergio estaba buscando a Gina, y que Gina, harta también de tanta bohemia apolillada, se encontraba a gusto con él, en aquella casa de Montmartre. Y que Lucía, acompañándoles al principio, contribuyó decisivamente a unirlos. Pero ¿y qué tenía eso de malo? ¿Se puede considerar alcahueta a la persona que contribuye al encuentro de dos seres que se aman?

Lo seguro era que a Gina –tontita, pero buena chica– le convenía más, con mucho, un hombre como Sergio que un tío como Jacques. A fin de cuentas, Gina y Lucía procedían del mismo medio social y habían sido educadas en similares circunstancias, no en vano Milán es considerada la Barcelona de Italia o viceversa. Y, sin lugar a dudas, era tan sensible como Lucía a cuanto de familiar se hallaba en un ambiente como el de Sergio, al igual que a cuanto distingue ese ambiente del que podía ofrecerles Jacques, el bohemio. Un Jacques que, por otra parte, pertenecía a la misma clase social que Gina, Sergio y Lucía. La diferencia estaba en que Jacques era una especie de subnormal revolucionario y Sergio, por ejemplo, no. Y en lo que a perversiones sexuales se refiere, lo más probable era que las de Sergio, cuando menos, no fueran de consecuencias tan frustrantes como las de Jacques, las del onanista de Jacques.

Si hubiera que resumir en una sola palabra lo que estaba sucediendo con el grupo de l’Alouette, esa palabra no podía ser otra que descomposición; descomposición del grupo considerado en su conjunto y descomposición moral progresiva de sus miembros considerados aisladamente, como amigos o hasta como simples compañeros.

Era, no sé, como si todos hubieran cambiado en pocos meses, dijo Lucía; casi como si no fueran las mismas personas, como si fueran otras. No estaba muy segura de que Charlotte hubiera entendido su razonamiento, aunque con su silencio y aquellos ojos de pájaro que se le ponían a veces, como a su padre, el ginebrino loco, más bien pareciese asentir. En todo caso era evidente que el problema no le apasionaba. Pero, para Lucía, era poco menos que una necesidad comentarlo con alguien.

Gina, por ejemplo, con todo y ser una buena chica, era, pues eso, poquita cosa. Una niña bien de Milán, con mala conciencia, con una especie de absurdo complejo de culpa por su origen burgués, que tendía a compensar encanallándose, dejándose arrastrar por el primer chulo moral –además de económico– que se cruzase en su camino, aceptando sin rechistar las teorizaciones de turno, fuesen las de Danilo Dolci, fuesen los radicalismos ultraizquierdistas de un detritus humano como Jacques, el onanista.

O Marina: una completa mitómana como bien adivinó Alejandro, y una cínica que por fuerza tenía que acabar mal. Porque lo que más rabia le daba a Lucía era que le hubiese tomado el pelo, que hubiese abusado de su buena fe, que cuando todo el mundo estaba al cabo de la calle en lo de los cuernos que Marina le estaba poniendo a Sergio con Jaime, ella, Lucía, anduviera como recién caída del nido; que, de entre todos los del grupo, ella hubiera sido la última en enterarse. Y cosas como ésta son de las que no se perdonan. Y tanto más cuanto que Marina, tras su ruptura con Jaime, aún tenía la cara de explicar su relación con Jacques, el onanista, diciendo que se sentía poseída de una decidida vocación jacobea: Jacques, Jaime, Giacomo, Santiago, y así siguiendo hasta tenerlos coleccionados a todos. Ahora me explico lo del Camino de Santiago, dijo: los peregrinos eran gente que tenía las mismas chifladuras que yo. Y sonrió con esa mansedumbre pretendidamente eslava que si antes, cuando gozaba del standing que le ofrecía la convivencia con Sergio, era más bien uno de sus atractivos, ahora, cada vez más dejada, le daba una expresión, no sé, como de pordiosera.

¿Y los hombres? ¿Qué hubiera podido decirle Charlotte de los hombres, caso de interesarle el tema y de no estar a veces ella misma, al menos en apariencia, como una cabra? ¿De Alejandro, un rato raro pero el mejor, a fin de cuentas, fuese o no fuese realmente un marica? O de Jaime: buen tipo, sí, pero mediocre, de cortos vuelos, uno de esos comunistas de cabeza cuadrada. Porque, lo que es Jacques, ni valía la pena hablar; o hablar ya en plan de cotilleo, detalles de esos que Gina estaba capacitada como nadie para ir contando.

Ahora, eso sí: al que no podía tragar ni en pintura era a Camilo, aquel sodomita barrigudo que no había hecho sino engordar desde que llegó de Cuba, un síntoma, por otra parte, de que por allá, con la revolución y todo eso, las cosas no iban tan bien como se decía. Además, en última instancia –y en esto Alejandro tenía toda la razón–, ¿qué había sido la revolución cubana comparada con la guerra civil española? ¿Que en España, ahora, la policía torturaba para obtener información, para divertirse con el prisionero antes de liquidarlo? Pues esto no demostraba sino que en Cuba eran unos salvajes. Y en lo que a violencia y dureza de la lucha se refiere, también en esto Alejandro tenía razón: en toda la revolución cubana había habido menos muertos que a consecuencia de los cuatro días de combates entre anarquistas y comunistas en Barcelona, en mayo del 37, mientras en el frente unos y otros luchaban codo a codo contra las tropas de Franco. Como igualmente tenía razón en lo de que, si Franco seguía teniendo el pueblo español en un puño después de tantos años, esto era debido al exterminio sistemático, a los cientos y cientos de miles de fusilados con los que Franco, acabada la guerra civil, aprovechando la impunidad que le brindaba un favorable contexto internacional, castró las ínfulas revolucionarias de toda una generación en el curso de los tenebrosos años cuarenta.

Y como Camilo, la mayor parte de los compañeros de l’Alouette, falsos bohemios y falsos revolucionarios, hijos de papá a los que les ha entrado esa manía de acabar con la opresión o la represión o como quiera que se diga. Lucía miró en derredor, de mesa en mesa; apuró su calvados casi con violencia. No la mayor parte, rectificó: todos.

Claro que ella también se había endurecido. Ahora también ella sabía gastar su mala leche. Pidió otro calvados y contó a Gina su historia con el valenciano, uno de esos que, al verse en sitios como l’Alouette, utilizan su militancia política como señuelo para encontrar plan. El típico pelmazo que, conforme llega la hora de irse a la cama, se va poniendo más pesado, más sobón, más viscoso. Hasta que Lucía se hartó y le dijo: ¿quieres subir? Pues venga, sube. Y una vez arriba, no bien cerró la puerta: vamos, desnúdate. ¿No querías acostarte conmigo? Pues anda, rápido, ¿qué esperas? Y entonces él quiso besarla y abrazarla y todo eso, como para crear cierto clima, pero ella se lo iba sacudiendo mientras se desnudaba por sí misma, aparte. Quita, le decía, déjate de preámbulos: al asunto. Y el otro, ya en pelotas y sin empalmar, aguardaba de pie junto a la cama, como sin saber qué hacer, Lucía diciéndole, oye, pero ¿qué te pasa? ¿Que no puedes o qué? Y, efectivamente, el valenciano o lo que sea no podía nada de nada y se tuvo que largar como un perro con el rabo entre las piernas. Casi de pena.

Poder hablar con alguien, poder contar las cosas y hacer comentarios sobre la gente, más que un simple desahogo contra esa gente, contra el ambiente que la rodeaba, era como situarse por encima, como verlo todo desde fuera, como si, a medida que hablaba, todo aquello dejase de atañerla, como si, en cierto modo, ese mundo en que se hallaba metida quedase anulado. Un fenómeno muy similar al que igualmente impulsaba a Lucía a exponer sus proyectos ante terceros, a detallarlos y desarrollarlos de tal forma que, formulándolos, llegaba a experimentar la sensación de que los iba a hacer, casi de que ya los había hecho y, en definitiva, era como quedar excusada de hacerlos, asunto concluido y a otra cosa, bajo el acicate de cualquier nueva iniciativa, dejar de fumar, beber menos, no alargar tanto de noche, y cosas así.

Piensa, Gina, que el dinero, a mi modo de ver, y lo digo sinceramente, dijo Lucía, no es la felicidad. Para mí, fundamentalmente, al revés de lo que suele decirse, el dinero es tiempo; tiempo que ganas, que te ahorras, dejando de hacer cosas desagradables o inútiles que otros hacen por ti, y que te permiten hacer lo que tú quieras hacer. Es como ganar años de vida, como ganar horas y horas desperdiciadas en sueño. Y también, por qué negarlo, es un poder extraordinario que tienes sobre personas y cosas. Un poder que una mujer inteligente igual puede obtener sin dinero, si bien el dinero, así como en general supone un ahorro de tiempo, en este caso concreto supone un ahorro de energía. Lo que menos me importa, te lo juro, es poseer, atesorar, y demás cualidades retentivas del dinero; lo verdaderamente importante, al menos para mí, es poder gastar en cualquier momento lo que haga falta para conseguir lo que en ese momento yo necesite. Frivolitée? Okay. Pero, entonces, lo frívolo es lo único serio.

Lo que pasa, Gina, es que llegar a entender estas cosas es todo un proceso y un esfuerzo. Darse cuenta de que ni los amigos de l’Alouette son lo que nos parecieron cuando éramos unas pobres chicas recién llegadas, unas bobas, unas infelices, requiere un verdadero esfuerzo. Comprender, por ejemplo, que el que una no sea una intelectual –si es que podemos llamar así a estos tíos sin ofender a los verdaderos intelectuales– no significa que no sea inteligente. O que lo que a ti y a mí nos pasa en el fondo, que los intelectuales nos aburren, que preferimos hablar con gente normal y corriente, camareros, dependientes de comercio, putas, lo que sea, no sé, gente de la calle, no tiene nada de raro; que los raros, en todo caso, son ellos, los intelectuales, los que se autoconsideran intelectuales, tíos incapaces de hablar ni siquiera un minuto con esta clase de gente a la que no saben qué decir, con la que no saben de qué hablar, por mucho que digan que son de izquierdas y que están con el pueblo y todo eso. Te juro, Gina, que muchas veces, al oírles hablar, me sentía tonta, poco menos que subnormal, hasta que comprendí que los tontos, los subnormales, eran ellos.

Gina y Lucía se vieron por última vez en el aeropuerto de Orly. Charlotte dijo que tenía que hacer algo –cualquier extravagancia– y la única que se ofreció a acompañarla hasta el aeropuerto fue Gina. Claro que, tratándose de Charlotte, igual era sólo una de sus salidas, una de sus tretas para rehuir toda clase de situaciones que predispusieran al sentimentalismo.

En Barcelona, Javier la estaba esperando en El Prat, y la llevó directamente a su casa, un gran ático con piscina y terrazas en Pedralbes. Pero, teóricamente, para su familia, Lucía no llegó hasta veinticuatro horas más tarde. La noticia de que se iba a casar con Javier, por encima de la natural sorpresa, provocó en casa una inmensa y explicable reacción de júbilo.