VIII

Así como un bosque no es simplemente un número indeterminado de árboles, sino, muy al contrario, una forma de vida autónoma, irreductible a la mera suma de árboles que lo componen, ya que, al pie de esos árboles, enmarañando el suelo, está el sotobosque, en íntima relación con los troncos, antagónica a la vez que complementaria, y al igual que por encima de este sombreado sotobosque están las ramas, en lucha unas con otras por la luz, y, por debajo, la lucha silenciosa además de oscura, las raíces, como serpientes enfrentadas, enroscándose y desenroscándose en la búsqueda de la humedad que señala el paso vivificante de las aguas subterráneas, así, de modo semejante, ni un pueblo es una simple adición de vecinos, ni una familia una serie de individuos relacionados por diversos grados de parentesco. Y del mismo modo que por medio de la semilla el árbol hereda no sólo sus características específicas y la forma ideal que le es propia sino, asimismo, el comportamiento que regulará su futura vida en el bosque y que convierte en ficticia esa forma ideal, sometida como se halla cada forma concreta a la presión de las formas circundantes, un comportamiento que no es otra cosa que la moral del bosque, así, a semejanza de los árboles, los hombres heredan peculiaridades que sobrepasan su condición individual, que atañen a la humanidad de la que forman parte. Peculiaridades que, si por una parte se heredan, por otra se degradan y pierden. Pues, al igual que el hombre va viendo acumularse sobre sí los achaques, causa a la vez que efecto de eso que se llama vejez –y cuyos primeros síntomas, hernias de disco, cálculos renales, prótesis dentarias, alergias, vista cansada, fallos degenerativos reveladores de que es el organismo entero el que empieza a sentirse cansado–, al igual que sobre el hombre, se abaten los achaques sobre la humanidad, y al igual que sobre la humanidad, sobre los bosques. Nacen más árboles, pero según clarea y se reduce el número de árboles primigenios, éstos, despojados de la cohesión de su anterior contorno, tienden a convertirse en ejemplares singulares, árboles que, con todo y hacerse acreedores de la admiración de cuantos los avistan en razón de su porte majestuoso, con todo y terminar ganándose un nombre propio, por el que son conocidos popularmente, no son sino rarezas, ejemplares extravagantes aislados en un paisaje al que son ajenos, colosales en grado no menor que inermes. Y entonces, más propiamente aún que como hombres, los grandes árboles mueren como los dioses: imperceptiblemente.

El campesino vive acuciado por las innovaciones que la publicidad le brinda de continuo, con el sueño puesto en esa vida urbana que imagina funcionando con la impecable precisión de un aparato electrodoméstico. Saqueada la mente, perdido el norte, tarde o temprano se replantea la razón de su presencia en un paraje tan alejado del sistema de vida que intuye, de no haber abandonado todavía aquel maldito rincón en el que tuvo la desgracia de nacer, de no hallarse ya incorporado a la marcha del mundo moderno, una marcha de cuyo ritmo se siente cada día más apartado. Una actitud que contrasta grandemente con la del campesino de antes y sus actuales supervivientes, lo que la gente aún entiende por payés, un tipo humano para quien la novedad que representan, pongamos por caso, las imágenes de experiencias interplanetarias que ve en la tele mientras se va tomando la sopa, es sólo de grado respecto a sus antiguas creencias en milagros y hechicerías, simple estímulo adicional, a lo sumo, a su innata propensión a la demencia, tan contraria a la idea de sensatez que de él suele hacerse el hombre de ciudad. Pero el hecho de que esta figura, hoy pintoresca, esté desapareciendo, no debe inducir a pensar que con él desaparece el campo, que el campo está en trance de transformarse en un taller o factoría llevado por un par de electricistas. Sería como pensar que para hacer negocios se precisan oficinas ultramodernas, con recepcionista y télex; como si para hacer negocios no bastara un pequeño escritorio con una pequeña lámpara de pobre luz en una pequeña habitación; una habitación, en otras palabras, como la de mi despacho, con una lámpara y un escritorio como las de mi despacho. El campo se trabaja sobre todo con la cabeza, una cabeza asentada, a ser posible, sobre unos buenos pies.

Pero por profundo que sea el estado de ignorancia en que ha venido a caer el hombre de campo de hoy día, mayor es aún, con mucho, la ignorancia de que hace gala el hombre de ciudad que, llevado de un impulso incontrolable, se siente de pronto atraído por el campo. Esos señores que heredan o compran una finca convencidos de que, cuando encuentren el momento, ellos, que tienen ideas y empuje, van a convertir en una explotación moderna y rentable las tierras que la rutina, rapacidad y cazurrería de los payeses han reducido a tan lamentable estado. ¡Como si el campo necesitara de sus ideas, ellos que ni siquiera saben que no ya los animales y plantas sino también la propia tierra necesitan de los mismos cuidados y atenciones que las personas! Una tierra nunca es igual a otra como un negro no es igual a otro negro, teniendo como tiene cada trozo una personalidad propia. Cosas que ni tan siquiera habrán aprendido cuando, habiéndose pillado ya los dedos, habiendo comprendido al menos que los sumandos que se suman en el campo no son homogéneos, espantados por el costo real de sus fantasías racionalizadoras, vuelvan a dejar la tierra entregada a su suerte, de la que nunca debieron intentar salvarla. Pero es típico de estos aficionados de ciudad dejarse arrastrar por las apariencias, extasiarse ante el espectáculo de una finca bien cultivada igual que un tendero puede extasiarse ante el movimiento de mercancías del puerto de Rotterdam, ignorantes de que si una tierra mal llevada rinde poco, una tierra mal bien llevada puede significar –lo ha significado para muchos– la ruina en cuanto la perfección del cultivo exceda el valor de mercado de la cosecha. Pues como ese especulador de Bolsa que atraviesa una fase maníaca y compra y compra valores con dinero que no posee, convencido de la inminencia del alza, o como ese revolucionario de toda la vida, seguro –como el católico cumplidor lo está de la salvación de su alma– del triunfo final, así el embeleso de ese aficionado de ciudad que contempla el esplendor de su primera cosecha como aquel que pondera los ricos matices cromáticos de una pintura, sin tener en cuenta lo que cuando menos debiera saber puesto que nada tiene que ver con la agricultura, esto es, el costo real de los trabajos llevados a cabo, que hace irreal cualquier clase de beneficio.

El problema no hará sino agravarse en el caso de que nuestro aficionado de ciudad recabe los servicios de asesores técnicos, cuya ayuda se centrará en trasladar del terreno práctico al teórico los términos del problema, encubriendo así con la discusión inane el carácter irrebatible de los hechos. Ese sabelotodo que a partir de un determinado dato concreto, las dimensiones de una antigua balsa de riego, por ejemplo, deducirá que esa balsa recibía un gran caudal de agua, hoy mermado, que hay que recuperar, a lo que otro sabelotodo responderá que tal magnitud en las dimensiones es más bien indicio de que el caudal siempre ha sido escaso, dado que un caudal importante apenas si necesita embalse, con olvido total, uno y otro, de datos tales como el tipo de cultivo al que estaba destinada el agua, la extensión de superficie regable, etcétera, especuladores, en suma, que tienen por objetivo, no tanto el significado de la cosa, cuanto la brillantez con que tal significado es rebatido o expuesto.

Mi consejo, en estas materias, lo ha tenido todo aquel que ha querido tenerlo, todo aquel que, por curiosidad o verdadero interés, se ha molestado en pedírmelo. Pero la experiencia me ha demostrado que el humano acepta el consejo en la medida en que responde a lo que desea recibir por respuesta. Y mis consejos o máximas no responden precisamente a lo que ese aficionado de ciudad espera o desea. Le molesta incluso, como un atentado a la lógica, que le diga, pongamos por caso, que el cultivo de la tierra no tiene otro secreto que el de conocer esa tierra palmo a palmo, las peculiaridades de cada trozo de terreno, los vientos a los que se halla expuesto, la orientación, etcétera; como en la caza: caza más no el que tira mejor sino el que conoce mejor el terreno, el que sabe por dónde cruzará el conejo, de dónde se levantará la perdiz.

Desconfiar de la mecanización por la mecanización, de un mal entendido perfeccionismo que, lejos de resolver problemas, crea otros nuevos. Desconfiar asimismo de determinadas obras de regadío, aquellas en las que el gasto de instalación y mantenimiento puede ser superior al beneficio. Lo mismo sobre cultivos nuevos, no comprobados previamente en el terreno al que están destinados, sobre todo si esos cultivos se ponen de moda y todo el mundo se lanza a probarlos, con lo que indefectiblemente bajarán los precios. No agotar la tierra ni pensar que todo se arregla con más fertilizantes; es como una poda abusiva, más permanente el daño que el beneficio.

En cuanto a la adquisición de fincas, descartar de antemano todo recurso a la usura, un método que, aparte de innecesario, bien puede acabar con un escopetazo nocturno; cada compra tiene su momento. Caso de haber edificaciones, casa pairal, dependencias, no dejarse tentar por los aspectos suntuarios. Sabiduría de los antiguos al respecto: la importancia que Catón otorgaba a los establos, pocilgas y graneros, frente a los derroches y lujos de carácter residencial paulatinamente introducidos en las villas romanas. La estética de un conjunto es siempre resultante de su funcionalidad, una funcionalidad global y no meramente arquitectónica, algo que debieran haber asimilado en su recto sentido, a fin de tenerlo muy en cuenta en sus diseños de casas de campo, esos arquitectos que se hacen llamar funcionalistas.

Hacerse a la idea, por encima de todo, de que el campo no es lo que canta el gran Virgilio; el campo huele a estiércol y el que lo trabaja también.

El tópico del cacique, las historias acerca de la forma de hacer negocios que es propia de los ricos de pueblo: otra invención de la gente de ciudad. En el campo, como en todas partes, a la hora de hacer negocios, cuenta más la capacidad intelectual que la corrupción y las presiones de cualquier género. Y también como en todo, incluida la guerra, la única estrategia consiste en ser más fuerte que la otra parte, en tener más dinero, en este caso. Es decir: en poder pagar sin dificultad una cantidad, la que sea, que permita que el negocio en perspectiva sea negocio. Actuando así, se gana siempre; el dinero de más que hubiéramos podido arañar, lo dejo a los especialistas en arañazos que, por su manera de ser, están condenados a no hacer otra cosa que arañar durante toda su vida, arañazos y no negocios.

Eso sí: comprar siempre a través de personas interpuestas, terceros que firmen en nombre propio por cuenta del verdadero comprador. En lo que a préstamos se refiere, saber prestar la cantidad que se nos pida –sin esperar por ello agradecimiento alguno–, siempre que vaya avalada por propiedades que, aunque difíciles de realizar, posean un valor cumplidamente superior al dinero prestado; el tipo de interés debe ser normal, nunca usurario. Y una recomendación: no dejarse tentar jamás por caprichos y encaprichamientos similares a los que padece el coleccionista y que con frecuencia terminan por perderle.

La gente de por aquí entiende los negocios como una longaniza que se va cortando en rodajas según se come, estimulado el apetito en razón directa a la suculencia del producto. Y como los negocios, las herencias, tanto más apetitosas cuanto más esperadas: mi fortuna, el apetito de mis herederos ante el bocado que ellos creen que está al caer, cegado por la voracidad cualquier asomo de lucidez. En ocasiones se comportan literalmente como esos familiares del pariente rico que, autoinvitados a lo que creen fatal desenlace, apiñados en torno al lecho del presunto agonizante, se precipitan llenos de alivio a cerrarle los ojos justo en el momento en que vuelve a abrirlos. Todo como si realmente yo fuese a morir y, sumido en el tránsito, pudiera escapárseme el más mínimo detalle de su comportamiento. El otoño, sin lugar a dudas, favorece y acompaña en cuanto marco ambiental –los días acortándose, los árboles despojándose de las mojadas hojas– esa actitud de ansiedad irreflexiva y de impaciencia resuelta en concupiscencia de la que hacen gala mientras esperan; como el pueblo en carnaval, ante la proximidad de la cuaresma, o el género humano en su conjunto, a cada cambio de milenio, ante el temor de una catástrofe universal: con la misma incitación a los placeres carnales, ora en el lecho, ora ante la chimenea, con la pancha llena, sujetos a las tremendas trempadas y somnolencias que tanto propicia la caldeada atmósfera.

Los hombres, más habituados a la farsa campechana con que acostumbran a cerrar los negocios, se controlan más, disimulan mejor. Las mujeres, por el contrario, educadas en el principio de que la amistad que entre ellas fingen profesarse encubre una profunda relación de fuerza que apenas si merece la pena mantener en la sombra, son más transparentes en su comportamiento, sin que de tal transparencia haya que deducir ventaja alguna. Lascivia y codicia en ellas se confunden, similar su delectación a la que les produce el pago al contado cuando van de compras, no sólo como muestra de la vida desahogada que llevan sino también, más simbólicamente, del estricto cumplimiento de la parte que les corresponde en el acoplamiento sexual. De ahí los soliloquios de la señora Riera cuando despierta, no muy segura todavía de que se trata realmente de un soliloquio, de que su madrugador no la escucha porque se levantó hace horas: entonces heredaré y seré muy rica y daremos la vuelta al mundo y me joderás despacio y bien y seré muy exigente con las chachas. Los despertares, y como los despertares, los sueños, viéndose a sí misma como una atractiva joven de cuando las jóvenes eran atractivas, en su época, allá por los años cincuenta: la joven que ella fue, sólo que no en Barcelona, sino en París, en el París que conoció cuando su viaje de novios, y en ese París, el de entonces, ella saliendo a la calle a comprar una baguette tras una noche de intenso ejercicio carnal, todavía deliciosamente despeinada y con cara de sueño, envuelta tan sólo en un abrigo de visón, suave la piel contra su piel mientras regresa al apartamento, al amante dormido y al característico panorama de tejados que desde allí se divisa, mordiendo graciosamente un corrusco, acompañada de la simpatía y admiración de los transeúntes, además de la fresca sonrisa de una soleada mañana de primavera, un encanto de chica, una verdadera monada. Similares goces, una vez enteramente despierta, le depara cada mañana la solución del estreñimiento habitual que, como a buena ninfómana semirreprimida, le aqueja; una solución que encara con calma, equiparable la satisfacción que en ambos casos produce la liberación de conductos al acabar el acto –sexual o fisiológico–, terminada la cópula en un caso, aligerado el cuerpo en el otro.

El marido, Riera o Roca, me recuerda a uno de esos verduleros de pueblo cuyo supremo deseo sería el de poder manosear igual que manosea la fruta, a placer, las despuntantes redondeces de alguna de las majorettes que desfilan cuando la fiesta mayor. Y aunque es posible que a veces lo confunda con uno de sus hermanos o cuñados o tíos o sobrinos, el hecho mismo de que tal confusión sea posible muestra bien a las claras la inutilidad de todo intento de entrar en mayores precisiones. Como las mujeres, las esposas, las hermanas, las tías, las sobrinas, las cuñadas, perfectamente intercambiables todas ellas, a flor de piel la crispación derivada de las tensiones a las que se hallan sujetas, no siendo difícil adivinar en cada una de ellas, bajo una apariencia de afabilidad, a esa madre de familia que, acosada en sus funciones, ahuyenta como una mofeta no sólo a la propia prole sino también a vecinos y visitantes.

Solamente Carlos se salva, y su trabajo, la inestimable ayuda que me presta, le distrae de su desgracia.

Nada hay en el mundo más desprovisto para mí de interés que la propiedad. Si la gente en general y mi descendencia en particular no creyeran que se trata de otra de mis bromas, se escandalizarían, ya que el humano se escandaliza de lo que no entiende. Y ellos no entenderían que, para mí, la propiedad es a la concupiscencia lo que el poder es al amor, y lo que a mí me interesa es el poder. Pero ¿qué es el poder sino amor?

Cierto que, en los principales idiomas, los conceptos de bondad y posesión se hallan no en vano estrechamente vinculados: bienes, goods, biens. También la concupiscencia tiene por base un atractivo físico real o figurado. Pero belleza y ponzoña no son términos que se excluyan, y sólo la obcecada mente de un enamorado es capaz de establecer un paralelo, si no una identificación, entre belleza y bondad. La belleza de los límites dominantes de una finca, de los términos y jalones que la configuran en perfecta armonía con los rasgos orográficos del paisaje; algo que enloquece a la gente, que puede arruinar a un hombre con mayor presteza que una querida caprichosa. Como la embriaguez del agua, la que lleva a un propietario a la bancarrota en su obstinada búsqueda de caudales subterráneos, mucho más peligrosa que la embriaguez del vino: ver brotar el agua brillante de las entrañas de la tierra, las resonancias simbólicas que eso contiene. Tentaciones, celadas que le tienden a uno los propios demonios personales, interponiéndose en la recta comprensión de que lo que importa no es la propiedad ni tampoco la posesión, de que lo que realmente importa es el poder sobre personas y cosas.

Inclinación, o mejor, desviación, que no por natural pierde el carácter de desviación, no resulta difícil detectar en el fondo de toda pasión posesiva un desequilibrio síquico. Por eso en el campo, donde en mayor o menor medida casi todo el mundo es propietario, esta clase de problemas se plantean con especial violencia. Ningún forastero imaginará jamás, si no es por analogía, en relación a su propio lugar de origen, las descargas de adrenalina que, bajo un exterior de gran placidez, puntean la vida cotidiana de un pueblo, el desperdicio de secreciones suprarrenales que aquí se produce, superior, con mucho, al desperdicio de tal sustancia que es propio de la ciudad: odios y rencores persistentes y, en ocasiones, inexplicables; envidias, putadas insospechadas, venganzas meticulosamente calculadas, reacciones virulentas en forma de bruscos arrebatos, de verdaderos accesos de furia, así entre vecinos y grupos de vecinos como en el seno de la familia a la que cada uno de los contendientes pertenece.

La verdad favorece al poderoso, quien, con justicia o sin ella, tiene todos los argumentos de su parte. El humilde, en cambio, se halla en falso desde todos los puntos de vista y no puede permitirse semejante lujo. Y así, mientras para aquél decir la verdad es una forma de jactarse de la propia astucia, para éste decir la verdad significa confesar un crimen. De ahí el valor de la palabra dada, de ser socialmente considerado hombre de palabra, esto es, poderoso hasta el punto de que no necesita mentir. Inversamente, confundiendo el efecto con la causa, el humilde haría cualquier cosa por salir del anonimato en que se encuentra, por gozar, aunque sólo fuera un instante, del notorio reconocimiento que acompaña al poderoso. Como ese infeliz, ese pobre de espíritu que, en caso de ocupación militar del pueblo o parecida situación de emergencia, casi que siente, tras haber pasado un control de rutina, que el oficial de la patrulla no le haya hecho más preguntas a fin de poder demostrar más cumplidamente, no ya su inocencia, el hecho de que lo tiene todo en regla, de que nunca se ha metido en política, sino que es además persona de orden, adicta a la causa victoriosa, un hombre identificado por completo con el poder que de tal victoria se deriva, de pies a cabeza, dispuesto como está a hacer lo que le manden, sí señor, a sus órdenes; como ese infeliz, como ese pobre de espíritu en busca de una oportunidad, así el hombre de la plebe, sea en su comportamiento individual, sea en el colectivo.

El pueblo ha sido ganado por el mal gusto que es característico de los tiempos que corren y esta pérdida es un indicio más de lo avanzado del mal, de las cotas alcanzadas por la humanidad en el curso de esa fase degenerativa en que se halla inmersa. Pues, si por una parte las repercusiones de tal degradación son mayores cuando afectan a centros vitales de poder y decisión, a las cabezas pensantes de la sociedad, por otro, la extensión de esta mentalidad degradada es siempre síntoma de que tales centros se hallan ya afectados y el mal prolifera en el conjunto del cuerpo social. Y así nos encontramos con que casas y pueblos que durante siglos han sabido preservar su carácter, se hallan ahora desbaratados por el mal gusto; con que el propio interior de cada hogar, interrumpida aquella armónica evolución que lo adaptaba a las necesidades de cada época, se ha convertido en caricatura de sí mismo, de igual forma que el trabajo realizado por cualquiera de estos artefactos electrodomésticos es caricatura del trabajo antes realizado a mano, de igual forma que la mayonesa de batidora nada tiene que ver con la mayonesa pacientemente ligada en un mortero, o que el zumo de uvas, verdadero néctar de los dioses, ninguna relación guarda con la amarga trituración de un racimo, piel y pepitas incluidas.

Pero si hay algo que el pueblo no soporta es que haya personas de gusto, de un gusto distinto al gusto común y que, por tanto, convierten el gusto común en mal gusto. Aunque no se le diga, aunque por delicadeza no se le haga ver la consecuencia de tal contraste, su mera existencia es considerada un insulto. Y, humillación además de insulto, el hecho de no saber el motivo de que justamente aquello que no le gusta valga, y aquello que creían de gusto resulte ahora que no vale. En otras palabras: que haya seres superiores, inteligentes, sensibles, cultos, cualidades que son vistas como un provocativo acto de soberbia por quienes se sienten torpes, zafios, lerdos y, en la medida en que satisfechos del propio embrutecimiento, despreciados. La ofensa máxima, para ellos, el colmo del desprecio que se les infiere, de la soberbia de la que se les hace víctimas, puede ser, sin ir más lejos, el que la música de Mozart, ese ñiguñigu tan árido y fastidioso, sea música buena y ellos no sepan por qué es buena, como les pasa en la pintura con esos cuadros que no entienden o que, de puro primitivos, les parecen hechos por un niño, mientras que, por el contrario, tal o cual objeto de uso doméstico, tal o cual elemento decorativo del que se sentían tan orgullosos, se constituya de pronto en prueba tangible de su inferioridad. Una depravación del gusto musical que, incluso cuando se trata de canciones populares tradicionales no carentes de interés, tipo La Santa Espina o Per Tu Ploro, con ese aire eslavo que tienen en común con el Cant dels Ocells, incluso en estos casos, les lleva a preferir siempre la interpretación más ramplona, la más rica en las estridencias de la interpretación sardanística propia de esas musiquillas que, como compuestas por un retrasado, son las que en realidad les gustan, estribillos para corear en corro, el fum, fum, fum famoso y demás tonadas de carácter infantil o navideño.

Mi obra preferida es La Creación del inmortal Haydn, antecedente directo no sólo de la Misa Solemnis sino también de la 9.ª Sinfonía, la máxima exaltación jamás lograda de la voz humana. Escucho La Creación prácticamente cada mañana, en interpretación de la Filarmónica de Viena y Coros de la Ópera del Estado, Julius Patzac en el sublime papel de Uriel. Me consta que la gente del pueblo está harta de oírla, pero yo hago caso omiso y, tanto en invierno como en verano, abro la ventana de par en par y elevo el volumen al máximo, consciente de que mi vano intento de cultivar su oído ha de ser tomado como un acto de desdén. En días de niebla o cielo muy cubierto suelo poner las Suites para Violoncelo Solo de Bach, a cargo de Pau Casals, que les hace rechinar los dientes al límite.

El rencor de la plebe derivado de la frustrante humillación que experimenta al palpar su inferioridad, al mascar y mascar la tan correosa como insoslayable presencia de lo que se halla fuera de sus alcances: éste es el sentimiento que el Moro exacerba, encauza y manipula en favor de sus ambiciones subversivas. Lo cual no deja de ser curioso por la contradicción que entraña respecto a otros aspectos de su pensamiento, a sus planteamientos ideológicos más queridos, ese extasiarse suyo en el elogio del hijo del pueblo, en la inteligencia natural y el vigor lozano que le caracterizan frente al hijo de la burguesía, en la capacidad de asimilación que le hace destacar en todos los terrenos, empezando por el de cabecilla revolucionario. Pero él sabe olvidarse de esta clase de incoherencias a la hora de halagar los delirios igualitarios de la plebe, cuando, confundiendo superioridad con riqueza, atribuye a los ricos rasgos que nada tienen que ver con ellos, pero que –y eso es lo que cuenta– le permiten anunciar el futuro establecimiento, en la sociedad que predica, de un trato discriminatorio de carácter reeducativo para los hijos de los antiguos burgueses, a fin de compensar la situación de privilegio que supone su origen, encaminándoles antes al trabajo manual que al intelectual, futuro privilegio exclusivo de los hijos del proletariado. ¡Como si esos solemnes bobos que son la mayor parte de los hijos de la burguesía tuviesen algo de envidiable, como si la condición de burgués tuviese algo que ver con la inteligencia y la cultura, como si el dinero sirviese para algo más que para disimular con la educación adquirida su natural tontería!

Recuerdo la ocasión en que el Moro, ave fénix del mal, volvió a las andadas con sus instigaciones, una vez más enseñando la oreja, o mejor, el rabo aberrante, los cuernos, las pezuñas. Era Nochebuena y, por primera vez en muchos años, hizo una nueva exposición pública de sus ideas, a modo de insólito mensaje navideño. Precisamente aquella noche Pau Casals estaba de incógnito en la Rectoría, tocando para mí el Cant dels Ocells, y no iba yo a permitir que preocupaciones bastardas me estropearan aquella memorable velada. El halo de armonía en que el violoncelista se hallaba envuelto se hizo más y más radiante, hasta que todo él, respondiendo a ese brillo, y con todo y conservar su figura, se transformó en oro, como suele suceder cuando el humano trasciende los límites de su entidad física, así como de la contingencia del tiempo en que vive.

Lo único que se interfiere en el perfecto desarrollo de estas grabaciones, a manera de esos ruidos de matraca con los que, en caso de guerra, cada país beligerante interfiere las emisiones del enemigo utilizando su misma longitud de onda, lo único que se interfiere es la presencia del Indiano en lo alto de la colina, cuando, si el tiempo es bueno, Ramona lo saca al jardín en su silla de ruedas y allí le hace tomar unas galletas y un vaso de leche, tieso y torpe, paralizado de medio cuerpo, las gafas oscuras semidescolgadas sobre la cara, su lúgubre silueta destacando contra un cielo revuelto de golondrinas que giran y giran, sustituidas en invierno por estorninos o acaso cornejas. Aunque ni él ni ella sean directamente visibles desde la rectoría, su presencia es suficiente para irritarme y, en consecuencia, amargarme el rato que pasan allí fuera. Digo que me irrita y mejor diría que me inquieta, ya que no encuentro palabra más apropiada para expresar lo que me sucede, improbable como es que tal desazón se deba a su miserable fealdad, de la que no tiene precisamente el monopolio. Una sensación sólo equiparable en sus consecuencias a esa mezcla de desamparo y miedo que experimenta el niño la noche en que, uniéndose curioso a los mayores que rodean el lecho de un agonizante sin que su presencia sea advertida, oye anunciar al médico: señores, este hombre ha fallecido; una sensación que, como el temor a los rayos atronadores o a la oscuridad, rebrotará en tantos cuantos momentos críticos le tenga reservados la vida.