V
INCULACIONES. La de años que hacía que no entraba no ya en un bar sino en un restorán, que no iba a ninguna clase de espectáculo –todo lo más al circo, por las mañanas, cuando daban de comer a las fieras– salvo aquella vez que Rosa lo convenció y le llevaron al cine, a ver Las Zapatillas Rojas, que le gustó tanto, ¿como el Liceo? Mejor, mejor que un ballet del Liceo; que no tomaba el tren más que para ir a Santa Cecilia, como si los viajes fuesen una aventura o cosa de millonarios; y, por supuesto, que no se veía con una mujer, como no fuera en el curso de alguna reunión de familia o de una visita de cumplido. ¿Desde que se quedó viudo? Inerme, acobardado, prematura, premeditadamente avejentado. ¿Sabía siquiera llamar por teléfono desde una cabina pública? Como si a fuerza de repetir a Eugenia el mundo se ha vuelto loco, Eugenia, no sé dónde vamos a ir a parar, hubiera terminado por convencerse a sí mismo, hasta el punto de tomárselo al pie de la letra y obrar en consecuencia.
Amedrentado ante la vida, temerario frente a los negocios, esa clase de negocios que, por su misma extravagancia, salen más caros que la querida de mayor postín. ¿Informulado intento de realizar una obra imperecedera? ¿De redimir sus anteriores fracasos mediante un éxito espectacular, que causara asombro en el mundo entero y, sobre todo, en el círculo de familiares y amigos? Porque esto es precisamente lo malo de los negocios en que se mete tu padre, dijo tío Rodrigo; como si la manera de hacer dinero tuviese algún misterio. Y lo peor: sus socios, que no sé de dónde diantre los saca, como especiales para él, hechos de encargo. Stanley y Livingstone. El encuentro de dos genios. El chispazo. Pero quien se chamusca es tu padre. Y el otro aún tiene la cara de enviarle una postal desde el Canadá diciendo que sigue investigando. Así, el mangante de turno, cuando lo de las inoculaciones, sus dilatadas charlas, con papá en el jardín de casa, bajo el limonero, gustando el zumo de aquellos excepcionales frutos, a falta de una bebida de cierto grado, mientras iban perfilando las características del proyecto; la exclusión ignominiosa a la que el abuelo se veía sometido, no ya de la conversación sino incluso del área en que se desarrollaba, el rincón del limonero, como si su discreción fuera dudosa o como si no le asistiera el derecho de estar al tanto de los asuntos financieros de la familia, pese a su condición de puntal en todo lo relativo a tales extremos. O como si su mera presencia física pudiera empañar o amargar el inminente triunfo que papá estaba ya saboreando igual que se saborea el saludable, desde tantos puntos de vista, zumo de limón, fastidiarlo todo con sólo asomar el hocico, haciendo ver que nada sabía de lo que se estaba tratando, que ni siquiera se había dado cuenta de que tenían visita, que lo único que pretendía era tomar el aire. Pero, sobre todo, como si ignorase que papá, por razones obvias, no se atrevía a lucirlo ante su visitante, sea por cenizo, sea, pura y simplemente, por impresentable.
Los experimentos se llevaban a cabo en Santa Cecilia. Se trataba de la explotación de la patente de un tan audaz y voluntarioso como, sin duda, escasamente preparado inventor local, una exclusiva ofrecida a papá por nuestro mangante poco menos que como uno de esos descubrimientos que marcan el comienzo de una nueva era, la máquina de vapor con respecto a la revolución industrial o, como en el presente caso, su equivalente respecto a la revolución agrícola: incrementar el desarrollo y producción de toda clase de leguminosas –por el momento sólo de leguminosas– mediante una substancia rica en un tipo de bacteria capaz de generar, generar o algo parecido, una enorme cantidad de nitrógeno susceptible de ser asimilado por las raíces desarrolladas a partir de la semilla puesta en contacto con tal substancia –esto es: inoculada–, una especie de arena enmohecida eficaz en un grado de concentración inconcebible, ya que, a decir del inventor, el cultivo contenido en un pequeño bote de vidrio bastaba para toda una hectárea, algo así como la bomba atómica de los fertilizantes. Durante el verano, el inventor y el mangante, Calvet, Roset, Rosell o como quiera que se llamara, subían a Santa Cecilia una vez por semana como mínimo; comprobaban los progresos, el satisfactorio desarrollo así de la vegetación como del fruto, daban las instrucciones oportunas al Dionís, tomaban fotos, un chico al lado de cada planta a modo de referencia. Luego hablaban en la terraza, hacían planes, su trabajo tan sólo interferido por la propia euforia, más propiciadora, en aquel plácido ambiente, de la ensoñación que del cálculo. A papá no le interesó lo del tabique que sonaba a hueco descubierto en el fondo de la bodega. Esta cabecita está llena de fantasías. ¿Qué crees que hay detrás? ¿Un pasadizo secreto? ¿Un tesoro escondido? El único tesoro verdadero, hijo, es el que se consigue con el esfuerzo de uno mismo, juicio o, mejor, sentencia inapelable que encubría apenas una sojuzgada tendencia a lo escatológico, una irreprimible atracción por lo misterioso y secreto.
Al margen del fracaso del negocio, un asunto del que papá no quiso oír hablar nunca más, la realidad de los experimentos de inoculación, de inculación, como decía el Dionís, la conocí muchos años después por confesión del propio Dionís, una confesión hecha con la socarronería de la que sólo era capaz un payés como él, escéptico y cazurro, al contar con toda seriedad una broma; aunque quizá no fuera solamente esto, el deseo de dar satisfacción a un joven de mentalidad a todas luces distinta a la de su padre, y hubiera también cierta necesidad de contarlo a alguien relacionado con el amo, ahora que tanto el amo como él eran viejos, y, sobre todo él, hacía ya una temporada que no se encontraba demasiado bien. Parecía poco probable, por otra parte, que el giro de los acontecimientos hubiera experimentado algún cambio sin sus trasiegos, incular o no las semillas cuando la siembra, añadir abonos convencionales a unas –las teóricamente inculadas– y a otras no, regar abundantemente a unas y no a otras, colocar el cartel de inculadas a las plantas de mayor desarrollo, con total independencia de cualquier otra circunstancia. A efectos prácticos –la foto de uno de los hijos primero junto a una mata de habichuelas sin incular y después junto a otra inculada– era lo mismo. Y tanto que sí, señoret, decía el Dionís mientras tomaban la foto. Se nota de seguida.
El Dionís me lo contó en el jardín, un día que bajó a Barcelona a que le viera el médico. Papá no estaba en casa, pero el Dionís dijo que le esperaría como siempre, en el rincón del limonero. El limonero se había secado años atrás, cuando las heladas, pero volvió a brotar, y aunque todavía no daba la entresombra de antes, papá seguía sentándose junto a su tronco. Luego resultó que el fruto que producía ya no era el mismo: no los espléndidos y pulposos limones de antes –blanco perfecto para la carabina de aire comprimido de un niño–, sino fofas y achatadas naranjas amargas. Claro que ni papá ni el Dionís llegaron a enterarse nunca de la inesperada mutación que había experimentado el rebrotado pie del presunto limonero, simple naranjo de amargo fruto injertado.
UNA COSA ME HE ENCONTRADO. Como ese niño huérfano que ya para siempre rechazará cualquier clase de afecto que suponga cierta carga de compasión respecto a su orfandad, en la medida en que tal compasión reaviva el dolor de la ofensa sufrida por la desaparición del ser querido, así el comportamiento de Carlos. Su infancia huraña, su dificultad de comunicación con familiares y amigos, o mejor, sus esfuerzos por escapar a toda relación afectiva, sus recelos, sus deseos de llegar a ser hombre lo antes posible, y, entonces, atenerse a una línea de conducta de completa autonomía, sin servidumbres ni ataduras sentimentales, duro, invulnerable, preparado para el desquite, para la venganza. De ahí también su desagrado al sentirse objeto de los halagos y mimos que los adultos dirigen a los pequeños, cariños que los fijan en su indefensa infancia; y su rechazo del habitual trato con niñas y niños de su edad, su preferencia por la compañía de los mayores, su tendencia a soñar despierto, sus minuciosos planes a largo plazo. ¿Las raíces de todo esto? Nadie menos indicado que Carlos, probablemente, para precisarlo. Un comportamiento de niño malo que, a sus cuarenta y tantos años, casado y con un hijo, le convierte en el característico padre de familia malhumorado y despótico, sin dejar por ello de seguir siendo un niño malo. ¿Hasta qué punto no contribuyó en la persistencia y aun potenciación de esta actitud la conducta de Aurea, sus infidelidades conyugales voceadas por Carlos como algo que le importaba un carajo? ¿No pudo bien haberle hecho revivir la primera de ellas descubierta –del mismo modo que a nuestro niño huérfano toda infidelidad, en el curso de su vida, le hará revivir la primigenia infidelidad materna– su dura experiencia infantil –esa experiencia cuyos comienzos no recuerda– sin que tal vez ni tan siquiera se apercibiese de ello, impulsándole el mismo tipo de reacción que entonces, pese a la diversidad de circunstancias? ¿Y Aurea? ¿Era consciente de las consecuencias de sus actos o había llegado también a convencerse de que cuanto ella hiciera o dejara de hacer le importaba a él un carajo, a sentirse casi vejada por tanta indiferencia, a extremar incluso las cosas –con más frecuencia, sin duda, de lo que el propio Carlos imaginaba–, aunque sólo fuera por ver si finalmente conseguía herir, dar en el blanco? ¿No comprendía siquiera que tal actitud, junto con sus premeditadas maniobras de atracción, de complicidad, de exclusividad respecto a Carlos hijo, no harían sino volverse contra ella con el tiempo, provocando en el hijo una reacción de rechazo no por más ambigua menos acentuada que en el padre? Bastará que Carlos hijo deje de hablar de los suyos, de su grupo, y hable de su chica. Y lo que empezó como relación ocasional, a medida que Aurea pierda pie con tanta mayor celeridad cuanto más se mueva y se defienda y enseñe las uñas, terminará en convivencia permanente. Y Aurea irá quedando al margen mientras Carlos hijo se aproxima cada vez más a su padre, un pobre hombre que ni se entiende cómo ha podido soportar tantos años a la bruja aquella, etcétera.
Importancia mayor de la simple formulación de esos problemas que de su desarrollo y esclarecimiento, sobre todo por lo que tienen de sintomático respecto a la mente enfebrecida de quien se los plantea. Y es que, así como la exposición teórica de la lucha de clases contribuye a su aplicación práctica en cada situación concreta, o como la lectura de Freud contribuye no ya a inducir los sueños sino incluso, por ejemplo, a crear en el lector un Edipo, así, al igual que el hecho de escribir se define y conforma en la escritura según se escribe, con independencia de la trama argumentar inicialmente considerada, así, en razón del mismo principio, la reflexión sobre un problema ajeno puede llevarle a uno, antes que a otra cosa, a un mejor conocimiento de sí mismo.
Reciprocidad del proceso: la preocupación que suscitan en nosotros determinados problemas ajenos puede ser indicio de que tales problemas están ya en nosotros, de que al detectarlos en otros lo que hacemos es simplemente reconocerlos. El autor, al proyectarse en su obra, se crea a sí mismo al tiempo que crea la obra. Una proyección que sería errónea considerar que se limita –como es convencional– a la que el autor vierte directa y conscientemente sobre sus personajes, ya que, como un Dios que, a falta de otro motivo, justifica su barbarie arbitraria en razón de su omnipotencia, el principal aspecto del fenómeno hay que buscarlo con frecuencia en los atributos, en apariencia marginales cuando no contingentes, que ese autor ha otorgado a esos personajes que, como fetiches propiciatorios, son a su vez símbolo de terceros que tal vez ni siquiera aparecen en el libro, que tal vez ni siquiera el propio autor se ha parado nunca a pensarlo, ni mucho menos aún, aceptaría el significado que un lector agudo pueda sacar de todo eso.
Pero lo mismo que el escritor, su complementario, el lector, víctima, en su asimilación de la obra de parecidos errores –o conveniencias– de apreciación. Los efectos en el público de esos diccionarios de simbolismo onírico, pongamos por caso, y demás publicaciones divulgadoras de carácter sicoanalítico, explicaciones relacionadas, por lo general, con el sexo reprimido y el origen de tales represiones, que el lector suele aplicar a su caso personal de acuerdo con las exigencias del propio narcisismo, de manera que uno puede llegar a la conclusión de que la causa del propio comportamiento neurótico reside en el hecho de que siempre ha estado enamorado de su madre o de que es un homosexual en potencia o lo que sea, cuando, si bien la realización a tiempo de sus deseos concupiscentes le hubiera valido, a buen seguro, la superación del transtorno, tampoco es menos cierto que su persistencia actual es tanto impulso cuanto coartada de ese comportamiento neurótico en el que se halla refugiado, y cuando, asimismo, si uno decide autodefinirse como homosexual, lo hace en la medida en que opta por inscribirse en las delimitaciones convencionales del concepto, y adopta una conducta homosexual como aquel que abraza un credo cualquiera en razón directa a los problemas de que le exime rechazar las restantes opciones. El desgaste que suponen –a diferencia de la vitalidad acrecentada de quien, como Aquiles o Alcibíades, asume sus peculiares apetitos sexuales como un aspecto más de la propia personalidadasí el cerrojazo, la reclusión en el más recóndito de los calabozos, de tales apetitos, como la aceptación sin matices de determinada faceta, de lo que sólo es eso, una faceta, su defensa cerrada, jactanciosa, postura excluyente y amputadora en la medida en que, según abre una, pasa el pestillo a tantas otras facetas no menos consustanciales a los impulsos de la persona; la lenta erosión que eso representa, lanzas y lanzas rotas, estandartes no menos ridículamente enarbolados en el caso del homosexual puntilloso que en el del macho –en principio– a machamartillo, igualmente inermes y ofendidos por la vida uno y otro. Pero las simplificaciones siempre resultan más convincentes, atractivas y hasta convenientes que la ambigüedad de lo real, siempre preterido en favor de la realidad de lo imaginario. Pues así como ciertos sueños aislados, distintos en su trama argumental y separados entre sí por los años y, no obstante, particularmente fijados en la memoria por algún motivo que uno no acierta a comprender, así, del mismo modo que esos sueños que sólo pueden ser correctamente esclarecidos considerándolos pares de una sola serie, interpretados en cadena, así el conocimiento. De tal suerte que, así como para determinado escritor, un Proust, por ejemplo, el arte puede significar no sólo una liberación sino incluso una superación respecto a la vida, no por eso deja de ser igualmente válida la proposición contraria, es decir, la creación como alienación, como distanciamiento y destierro, como droga que no se puede abandonar y a la que, como buen adicto, supeditamos todo en la vida, una obra que queremos realizar a cualquier precio y que es, a la vez, superior a nuestras fuerzas, a las de ese desdichado autor, perfecto ejemplo del cual nos lo brinda la figura del propio Proust. Trabajar sintiéndose como un pintor del siglo dieciséis que prepara sus tierras, sus aceites, sus pigmentos, mientras el paso del primer metro sacude la casa desde sus cimientos; así de extemporáneo, quizás; o quizá no, quizá lo inapropiado sea que el paso del metro sacuda los cimientos de las casas. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? Preguntas que atañen al autor no menos que a la obra, un autor que hay que considerar no tanto centro emisor de algo cuanto agente transmisor de algún impreciso y antiguo principio creativo.
Reflexiones que a uno le asaltan en el curso de la redacción de sus notas, durante una pausa, y las transcribe sobre la marcha, incorporándolas al decurso de esas notas tomadas en el estrecho escritorio, a la antipática luz que reverbera contra el blanco de la pared, una lámpara y un escritorio pensados más para rellenar cuatro postales con vistas del lugar que para la redacción de este tipo de notas; o bien en el porche, ya un whisky al alcance de la mano, esperando el momento en que Celia o Mario o ambos se acerquen con cualquier pretexto; o, ya en la cama, en el reverso de una de esas postales que utilizo como señal en el libro de turno, justo antes de apagar la luz, o bien –con las protestas de Rosa– volviéndola a encender apenas apagada, vistas de Rosas, panorámicas de la bahía desde distintos ángulos, desde el mismo porche del Lunasol, se diría, círricos amaneceres, carmines carenas del crepúsculo, laderas florecidas de sol, insolente resol del mediodía, cielos como baldeados de primavera, nubes, y demás estampas de marcado carácter impresionista.
Emplear únicamente esta clase de lenguaje cuando, como en el caso de las postales, venga impuesto por la misma transposición literaria del objeto del relato. Revisar por si se ha colado alguna expresión fuera de lugar. Descripciones escasas y de significación no tanto plástica, de analogía formal, cuanto conceptual, de relación, imágenes a modo de reflejo de la obra considerada en su conjunto; así, en pasajes como los que se refieren a los buceos de nuestro héroe, cuando asciende hacia el resplandor envolvente, y se hace referencia a los fondos, a las planicies a la deriva, a los astros que brillan en las simas, al silencio, etcétera. O: el fluir de las nubes, la sucesión de formas configurándose, ínsulas, piélagos, penínsulas que, como un vuelo de pájaros, sombrean caprichosamente el mar, un mar apenas removido por la nívea estela que dejan a su paso, rumbo a la luz que ilumina el fin del mundo, etcétera, en lo que respecta a la excursión al Cabo Creus en la barca del Grec, cuando, lo mismo que en una repetición ritual de su naufragio, se giró el tiempo y no pudimos pasar del Cabo Norfeo, sin que me diera cuenta siquiera del riesgo real que habíamos corrido, entregado como estaba –mirando sin ver– al campo siempre más abstracto de la meditación, al eufórico descubrimiento de la singularidad del número nueve, y aquella noche Pompeyo dijo mañana os llevo yo, coño, más desaforado que nunca, con algo como de cavernícola, en las enrojecidas profundidades del Atila, danzando, husmeando, diciendo con la primavera el ano se me vuelve un huno.
Relojes. ¿Podrías llevarme el reloj al relojero de la plaza Sarrià?, dijo el abuelo Eduardo. Tiene fama de ser un chico muy mañoso. El reloj era un pesado Longines de bolsillo, con sus iniciales grabadas en el reverso, y el relojero, en efecto, un hombre de aspecto concienzudo que, sea por el exceso de trabajo que proporciona una bien merecida fama, sea por la edad –no muy inferior a la del abuelo–, por la lentitud con que lógicamente se trabaja a sus años, sobre todo cuando se está dominado por el prurito orgulloso y jerarquizante de no contar con otro aprendiz que el propio hijo, ya cuarentón él, sea por ambas razones o cualquier otra, una forma de darse importancia, etcétera, el caso es que la fecha de recogida la dio para dos meses después. Por aquel entonces el abuelo ya había muerto y, de no ser porque entre sus papeles encontraron el resguardo, quizás el reloj nunca hubiera sido recogido. Lo mismo que en el caso de papá, cuando, también sin razón aparente, se le estropeó el reloj de pulsera que usaba en sustitución del de bolsillo –otro Longines de oro–, que había dejado de marchar a comienzos de la guerra civil, un reloj al que prefirió reemplazar antes que recomponer, bien por motivos de comodidad, bien por los malos recuerdos que acaso le suscitaba. La analogía entre ambos casos, la premonición, si se prefiere, sólo aparece cuando uno ya sale de la relojería de la plaza Sarrià a la que, sin saber aún por qué –inercia, desconocimiento de otros relojeros, etcétera–, ha llevado el reloj de pulsera, premonición que, al verse pronto confirmada por los acontecimientos, propicia el aflorar de las más oscuras intuiciones. ¿Falla el reloj al empezar a fallar el organismo que le sirve de soporte o es tal vez el accidental cese del tictac vitalizador lo que precipita el fin del organismo estropeado? El supersticioso espanto experimentado, que de nuevo iba a verse avalado por los hechos, cuando Eugenia dijo que se le había estropeado el relojito. Y, como un soniquete regresivo, aquello de mi abuelito tenía un reloj, etcétera, dando vueltas y más vueltas, retornando exasperante a la memoria.
Última mención de Santa Cecilia: estaba en la galería, con tío Rodrigo, cuando los divisamos curioseando por el jardín, intentando aproximarse lo más posible a la casa sin llamar demasiado la atención, inconfundibles en su aspecto, la cámara fotográfica, el colorido de la indumentaria, la piel enrojecida por los rigores de un sol al que no estaban habituados; posiblemente habían dejado el coche en la carretera para entrar en contacto más directo con el paisaje. Un perro, vamos, la Estrella, saltó a ladrarles, pero tío Rodrigo se apresuró a calmarla y, a fin de reparar el sobresalto causado a la pareja, un matrimonio de mediana edad, les invitó a pasar. ¿English?, les preguntaba sonriendo –esa sonrisa suya que más bien sonaba a risita cascada–, llevado no sólo de su amabilidad natural sino también de la irreprimible satisfacción interior del entomólogo que se tropieza con un raro ejemplar, gozo, en este caso, incrementado –dada la admiración sin límites que tío Rodrigo sentía por Inglaterra, aun sin conocerla ni hablar tan siquiera el idioma, verdadera fascinación no del todo infrecuente entre determinados miembros de talante liberal de la burguesía barcelonesa y que, en razón de algún motivo indeterminado, se da, o se daba, respecto a Inglaterra y sólo a Inglaterra– por el hecho de que fueran justamente británicos aquellos recién llegados que venían a romper, aunque sólo fuera por un momento, la monotonía del veraneo, una presa que no estaba dispuesto a soltar tan fácilmente. Les invitó a tomar asiento y, en ausencia de papá, que estaba seguramente dando uno de sus paseos vespertinos, les hizo él los honores, ofrecerles alguna bebida, algún refresco, limonada, y ellos sonreían, movían afirmativamente la cabeza, yes, yes. Tío Rodrigo llamó sin resultado a la Engracia –no había forma de que atinara a llamarla Eugenia cuando estaba aturdido– mientras revolvía la cocina, la despensa, cada vez más atolondrado. Ve a buscarla, a casa del Dionís, debe de estar allá, de charleta, dijo; no, espera, ya me las apañaré solo. Y, a falta de algo mejor o más inmediato, tomó una garrafa de las que se hacía subir de la bodega y unos vasos, y volvieron a la galería, presurosos, como temiendo que sus huéspedes se hubieran cansado de esperar o lo que fuera. No lemon. Vino. Vino de la finca, hecho en casa, gut, gut, is gut, vino natural, iba diciendo a la vez que les servía. Y entre gestos y chapurreos les sacó que eran ingleses; no escoceses, galeses ni irlandeses; verdaderos ingleses, de Leeds, la ciudad de los tejidos de lana, yes, yes, rotundas afirmaciones. Leeds, sí, como aquí Sabadell. Y él había hecho la guerra en África, en Libia, en Egipto, yes, Montgomery, oh, sí, Montgomery, yes. Y Rommel enemigo, los tanques, los panzer. Yes, Hitler no querer a los ingleses, dijo sonriendo con júbilo, no laik english, obvia la motivación de ese júbilo –la ironía implícita en el hecho de que Hitler osara enfrentarse a Inglaterra: ¿y cómo acabó?–, algo tan obvio como imposible de expresar sin hablar inglés. Yes, yes. Los visitantes apuraban sus vasos como con prisas, y tío Rodrigo, en un intento desesperado de retenerlos al máximo, se ofreció a mostrarles la casa. Salieron al jardín y, debido seguramente a que habían comprendido mal y suponían que se trataba de una despedida, en lugar de seguirle hacia la entrada principal, hacia el zaguán, le estrecharon las manos encarecidamente, grasias, muchas gracias, señor. Tío Rodrigo les quiso explicar que no, que les iba a enseñar la casa, reteniendo sus manos, camon, camon, al tiempo que se oyeron ladridos y por un sendero vieron llegar a papá con su rebaño de perros en derredor y su bastón y ese aire solemne de amo y señor de la finca que adoptaba cuando había invitados. May broder, is may broder, dijo tío Rodrigo. Pero se diría que su aparición a la luz ya menguante del crepúsculo, quizás a causa de los ladridos, aceleró la prisa de los ingleses, quienes, tras desprenderse casi con violencia de tío Rodrigo, tras poco menos que un forcejeo, tiraron sendero abajo, por donde habían venido, pese a los gritos y a todas las artes gesticulatorias de que eran objeto: ¡alto!, ¡alto!, indicaciones encaminadas a que se detuvieran, a que volvieran atrás, los ingleses apretando el paso, francamente a la carrera, mirando por encima del hombro, hacia la glorieta, tan sólo para cerciorarse de que no eran perseguidos por aquel loco irascible, aquel viejo nazi que les amenazaba con los puños desde allá arriba, desde la glorieta, secundado ahora por un horrendo viejo, entre adusto y extravagante, descuidadamente trajeado, la gabardina plegada sobre un hombro y el sombrero encasquetado como el de un pescador, un viejo, rodeado de perros aulladores, que ahora alzaba lentamente el bastón, azuzando sin duda a la jauría, la otra mano sobre la cabeza del niño, un niño que no hablaba, como anormal, afortunadamente cada vez más lejos todos ellos, con arbustos interpuestos y muy pronto árboles, gracias al zigzagueo del sendero, fuera definitivamente de su alcance, a salvo. Tío Rodrigo siguió saludándoles con la mano incluso después de que hubieran desaparecido. Ingleses, explicó a papá. Unos ingleses muy simpáticos. Sólo cuando llegó la Eugenia supieron que no era vino sino vinagre el contenido de la garrafa que les habían servido, los dos vasos que ellos se bebieron, sin rechistar, por otra parte. (El Viejo de los Perros.)
No cargar excesivamente las tintas en lo que a Camila se refiere, y en ningún caso encarnar los rasgos de su carácter en situaciones concretas, en su comportamiento; no convertirla en personaje. Lo mismo respecto a Ricardo. (Nota sobre Camila.)
Matización: cargar las tintas únicamente en determinados aspectos negativos de su manera de ser, de forma que, dado el presunto carácter autobiográfico de la personalidad de Ricardo, el lector, al atribuir a éste una vengativa actitud misogínica, se la atribuya de hecho al autor. Así, los manejos de Camila por conseguir una situación privilegiada en la vida erótica de Ricardo: ser cómplice de las aventuras amorosas de Ricardo, que Ricardo le cuente todos los detalles y, entonces, poder reírse juntos, ser una especie de amante de su esposo, de un esposo que pone cuernos a las otras con ella y no al revés, como ellas pueden llegar a creer, y, así las cosas, estar en situación de pararles los pies cuando convenga con algún secreto de cama comentado en voz alta y sin personalizar –se ve que las hay que no paran de decir qué delicia, qué delicia– pero que la otra, en cambio, la interesada, vamos, la mala puta, sí capta en todo su alcance, no sin un lógico desconcierto.
Sobre Ricardo: arquitecto mejor que escritor. En tal caso, el padre de Camila podría haberle empleado en una constructora, uno de sus muchos negocios. Establecer cierta relación profesional con sus amigos de Rosas, Willy, Cristina, Leopoldo, etcétera.
Despojar el relato de elementos ambientales, lo que uno ve en el curso de un paseo por el pueblo o sus alrededores, a lo largo de la playa, siguiendo la costa hacia el Cabo Norfea. Cuando se dan este tipo de situaciones, romper tal carácter bien por su continuidad o coherencia descriptiva, bien por su continuidad o coherencia temporal. Las descripciones, esa maniática obsesión que posee a determinados autores, impulsándoles a precisar con el máximo número de detalles el ámbito de la acción, igual que si el lector lo conociera personalmente y estuviera dispuesto a tomar buena nota de las omisiones en que se ha incurrido.
Expresiones coloquiales propias del medio familiar: referidas a un conocido, a un pariente lejano:
Es una tarabilla
— un cantamañanas
— — simplaina
— — tiquismiquis
Un chico tan simpático, tan sociable
Una persona de cultura, de mucha conversación
Referidas a diversos motivos:
No seas necio
Una mujer muy charraira
Estuvo en un tris
Se da buena traza
Anda, no hagas tarde
Que suponen una calificación moral:
Persona de orden
Hombre de provecho
Persona juiciosa
Hombre dado al pesimismo
Otras, de extracción tecnocrática:
Buenas expectativas
Abanico de soluciones
Necesidad de mentalizar
Deformaciones populares:
Melitar
Redículo
Cocretas
Almóndigas
Estrapalucio
Coloquial popular:
a) Por la parte de Inglaterra no he estado nunca. Yo conozco, sobre todo, la parte de Suiza y la de Zurich y todo eso.
b) La bebida como vicio: esa cosa es una cosa muy mala, esa cosa.
c) Se ve que sí, que el asunto de los seguros es un buen asunto.
Nombres propios: Alejandro, Carmen, Baltasar, Roberto, Bárbara, Carmela, Andrés, Arcadio (don), Alicia, Lola, Eusebio (don), Blanca, Irene, Gustavo, Elena.
Título capítulo: Una Sonrisa a través de una Lágrima.
Singularidad del 9: el único número cuyos múltiplos, reducidos a una cifra inferior mediante sumas sucesivas de los elementos que los componen, da siempre como resultado el propio número 9. Así: 9 × 3 = 27 = 2 + 7 = 9. O: 9 × 7 = 63 = 6 + 3 = 9. O: 9 × 343 = 3087 = 3 + 8 + 7 = 18 = 1 + 8 = 9.
Volver sobre las relaciones Carlos hijo – Aurea. A efectos de su cumplimiento.
Rosas, 18 de Mayo
INJERTOS. La súbita alegría de vivir que a veces experimenta Carlos, sus arrebatos de euforia, propios de todo aquel que, pasados los cuarenta años, sale a la calle soleada un buen día de primavera, y el airecillo revuelve travieso los pelos y las ropas de las jovencitas, y de repente se siente joven también él, y con ganas de vivir y de salir al campo y de tomar el sol en las terrazas de los bares de un pueblo de mar, y de levantarse más temprano, y fumar y beber menos para despertarse siempre como aquella mañana, y hacer ejercicio regularmente y encontrarse en forma, y así, sobre todo, poder engañar del modo más cínicamente cínico a su mujer, emprender, en suma, lo que se dice una nueva vida. Y con mayor razón aún cuando Aurea se ha ido por unos cuantos días a Barcelona y Carlos está solo en un pueblo de la costa cuando aparecen las primeras jovencitas de la temporada, diferentes pero no menos atractivas que en años pasados o en el próximo, dada la importancia relativa que tienen la hechura o los colores de tal o cual prenda sobre un cuerpo joven, riendo, caminando, sentándose, sentándose donde sea, en el sillín de una motocicleta, especialmente en el momento de arrancar delante del coche de uno, no exactamente sentada todavía, un pie todavía apoyado en tierra mientras con el otro le arrea al pedal, separados los muslos hasta el pandero prominente, como brindándoselo, la espalda y la cabellera en fuga hacia adelante, la camisa semisalida a causa del esfuerzo, dejando ver la piel a la altura de los riñones, siguiendo la cintura del pantalón. Las ganas de darle una palmada desde la ventanilla del coche al sobrepasarla, algo que no obstante nunca hará, de igual forma que nunca osará abordar a una de esas muchachas salvo en circunstancias que, en la medida en que inverosímiles, no se producirán, como bien comprende él mismo cuando ceden en ardor los arrebatos de euforia y va quedando de lado la alegría de vivir, no más decidido ni seguro ahora que en su juventud, los años en que, desde las sórdidas experiencias de prostíbulo en que se veía sumido, llegaba a odiar a las chicas en general, la naturalidad y desenvoltura con que ellas parecían tomarse la vida. De cara a Ignacio prefería las putas porque las otras, las que no son putas, en la cama son todas unas estrechas. Pues si son estrechas las ensanchas, dijo Ignacio. Ya te enseñaré cómo hay que tratarlas. Verás, una de estas noches vamos a organizar una de buena.
Aquella tarde no tenía cita con la rubia y le propuso tomar unas copas por ahí. Antes tenía que dar un recado a un jefazo, cosa de un momento, y Carlos le acompañó a través de una serie de oficinas semioscuras, semidesiertas a estas horas. El jefazo, Modesto Pírez, era un hombre robusto, con algo como de bebé en su corpulencia, impresión tal vez acentuada por sus ojos cucos y el cabello claro y ralo. Habló brevemente con Ignacio, por lo bajo, movida y risueña la mirada. ¿Y quién es este muchacho?, preguntó finalmente en voz alta. Mi novio, dijo Ignacio. Me he cansado de tener novias y, mira, ahora tengo novios, broma acogida con difícil jocosidad por Carlos, en turbado contraste con las encabalgadas risas de Ignacio, Modesto Pírez paseando sus ojillos del uno al otro, divertido con el espectáculo, perfectamente al tanto, sin duda, del embarazo de Carlos, su temor al ridículo si desmentía la broma, así como a que pudiera creerse que había algo de cierto en esa broma, tanto más cuanto que en su relación con Ignacio, él mismo llegaba a tener la sensación, a veces, de estar jugando este papel. Pues a tu amigo, que no se ha cansado de las novias, me parece que va a resultarle más interesante mi último hallazgo que tu cara dura, dijo. Había soltado sobre la mesa un mazo de fotos, diversas perspectivas, ángulos, detalles, de una mujer desnuda en posturas convencionalmente eróticas; era bien parecida, de un atractivo sugerente. Las fotos, obviamente, habían sido tomadas en aquel mismo despacho, algunas incluso en el sillón que ocupaba Modesto Pírez, ahora ofreciéndoles un cigarrillo inglés, dándoles fuego, observándoles, aquellos ojos vivaces y oscuros, importantes como centro de los círculos rosados que configuraban su rostro en la medida en que incoloras las cejas y apenas perceptibles las pestañas. ¿Y cuándo me la pasará su señoría?, dijo Ignacio en ese tono afectado, como si hiciera teatro, que empleaba en ocasiones. Y Modesto Pírez: ¿no decías que estabas cansado de estas cosas?
Modesto Pírez era ingeniero agrónomo, payés murciano según Ignacio, uno de esos huertanos podridos de dinero aunque lleven alpargatas y blusón a rayas. La noche en que Carlos salió con ellos y con las dos chicas, Marujita, la de la foto, y una secretaria de Modesto Pírez, bromearon un buen rato al respecto. Pues no creas, decía Modesto Pírez, eso es lo mío precisamente: la práctica agrícola, la práctica y no la burocracia en la que, por cosas de la vida, me he ido viendo envuelto. ¿Tú sabes el gusto que dan los experimentos de polinización, ensayar nuevas simientes, injertar un árbol con tus propias manos? Aquí donde me ves yo te injerto lo que quieras. Tú porque eres un pillete de ciudad, un pícaro, y quizá no lo entiendas, pero te aseguro que espero retirarme algún día justamente a Murcia, a una de esas fincas de primera que hay en la huerta, ¿sabes?, la casa a todo tren, las dependencias adecuadas, y frutales, frutales, frutales. Ah, y eso sí, siempre en buena compañía, desde luego, y estrechó a las dos mujeres por las caderas. Bueno, bueno, dijo Ignacio, que aún te queda mucho por chupar. ¿Chupar? (Modesto Pírez). Eso es cosa tuya, hijo, y achuchó otra vez a las mujeres mientras todos reían.
Cenaron a base de tapeo, de tasca en tasca por el área de Escudellers, lugares a los que Modesto Pírez les conducía como a tiro hecho, que conocía y donde le conocían y se esmeraban, especiales para usted, don Modesto, invitación de la casa. Carlos bebió demasiado y demasiado aprisa, tinto, blanco, clarete, según Modesto Pírez hubiera pedido callos, boquerón frito, chorizo asado, pimientos picantes o lo que fuera, lo que había que pedir en cada sitio, vasitos que el de la barra volvía a llenar obsequioso no bien Carlos los había vaciado, con ese apresuramiento que delata el nerviosismo, o mejor, el miedo, propio del joven que habla y habla de mujeres con sus compañeros, de salir por ahí alguna noche, y esa noche llega y entonces se encuentra con que acabará teniendo que irse a la cama con una mujer de verdad y no de fantasía como en las historias que cuenta. Y tanto más atolondrado cuanto ajeno al mundo aquel de poder y dinero y mujeres fáciles, más próximo, de hecho, a la situación de esas mujeres que a la de Modesto Pírez o Ignacio. Aparte de la inexorabilidad con que se aproximaba el momento en cuestión, realzado su carácter solemne por la propia espera, el tiempo que Ignacio llevaba anunciando aquella salida, y la forma en que ahora todo se iba encauzando y organizando por encima de la banalidad de la charla, la incógnita de lo que iba a suceder, es decir, de cómo debía comportarse sin quedar en evidencia, de qué papel corresponde a cada uno cuando tres hombres comparten a dos mujeres. Y las tablas, el oficio que éstas tenían, haciendo como que no iba a pasar nada de particular, llegando casi a convencerle de que así concluirá todo, volviendo cada cual a su casa, y tan amigos. Y la imposibilidad, a estas alturas, de pretender encontrarse mal y volverse realmente a casa. Para el chico un café bien cargado, dijo Modesto Pírez. Y, sobre todo, no mezcles.
El piso de Modesto Pírez. Un salón vasto y oscuro, o mejor, apenas iluminado, todos sentados en la alfombra en torno a una baja mesa moruna. Modesto Pírez, ahora vistiendo una especie de chilaba, hace circular una larga pipa de kif, con motivos ornamentales en rojo y verde. A esto le llamo yo calidad, dice. Recién traído por un compañero; hicimos la guerra juntos, pero él es militar de carrera. Tiene un buen problema, el chico. En fin, cosas de la vida. Da una palmada de ánimo a Carlos: no te hará ningún mal, hijo. Lo que no te conviene es tomar más alcohol. Sonríe, y Carlos también sonríe. De hecho, la secretaria, ahora que se ha quitado las gafas, no está nada mal. Pero las tetas son de la otra, se las ha sacado Ignacio por el escote. Tiene la mejilla húmeda, contra la alfombra empapada de coñac, alguna copa vertida. Está solo y desde alguna habitación contigua llegan quejidos, suspiros, rítmicos sonidos como de chapoteo. Ignacio se le acerca a contraluz de una puerta iluminada, desnudo. Lo incorpora con firmeza, anda, coño, espabila. En la cama, también desnuda, Marujita, la de la foto, los ojos cerrados igual que si durmiera pero con una pizca de sonrisa en la expresión. Olor a semen, ella, la cama, Ignacio, Ignacio que le está ayudando a desnudarse, no jodas, coño, espabila. Y Carlos diciendo que no estoy borracho, coño, vas a ver tú ahora si estoy borracho, dándose la vuelta sobre la chica, chupándole los pechos, acariciando aquel sexo rezumante, sujetándose el propio como con ánimo de introducirlo, un sexo espantosamente inanimado, lo que se temía desde el principio, vas tú a ver, y el regocijo de Ignacio cuando acabó interviniendo directamente, tirándole del pene mientras, sin soltarlo, empujaba un cuerpo contra el otro como para facilitar el empalme, diciendo abre bien el chocho, coño, Carlos repitiendo vas tú a ver ahora, cada vez con mayor incoherencia, caídos los párpados como si le fuera venciendo el sueño, aunque hubiera jurado que había visto a la secretaria de Modesto Pírez con el abrigo puesto, sacando sus gafas del bolso, un sueño mitad fingido mitad verdadero que de pronto parecía estar poseyéndole realmente. ¿Qué le pasa al chico?: la voz de Modesto Pírez. ¿Qué le va a pasar?: una trompa de campeonato: Ignacio. Nada, hombre, se la ponemos tiesa enseguida. El sexo de ella contra su boca, encima, a horcajadas, dificultándole la respiración, y aquella succión en su propio sexo, en el bajo vientre, en los muslos, en el culo, una lengua contra su culo, venga, muchacho, relájate, tranquilo, tranquilo, relájate, una lengua o quizás un dedo húmedo, un dedo húmedo, ahondando, adentrando y, sobre todo, ensanchando el campo mediante un progresivo movimiento rotativo, algo que olía a cosmético, en tanto le volvían sobre un costado y notaba que la succión le iba endureciendo y alargando el pene, y ahora, entre sus nalgas, el movimiento rotativo cedía el paso a una penetración suave pero más directa y profunda, entrañas adentro, como alcanzándole el sexo desde sus raíces, interiormente, todo muy rápido, la emisión venérea que llegaba, contagiosa en sus contracciones, se diría, a juzgar por la contundencia creciente de las arremetidas, por el entrechocar acelerado de las carnes de Modesto Pírez contra su espalda, por los resoplidos cada vez más bronquiales que resonaban sobre su hombro, por el espasmo en que se iba transformando la succión de que era objeto, la longitud de su pene a modo de elemento transmisor de bufidos y crispaciones, embestidas resollantes ya en trance de apaciguarse, de espaciarse y aplacarse como el oleaje del mar en la tempestad que cede, mientras él se vaciaba y vaciaba y caía despacio en la oscuridad, no sin antes entreabrir los ojos por un momento, el tiempo suficiente, no obstante, para ver la cabeza de la Marujita aquella removiéndose entre los muslos de Ignacio, un Ignacio en forzada torsión sobre la cama, acodándose, levantando la cara, los ojos, los labios blandos, expresión misma de la mamada, esa peculiar expresión tan distinta a la que sigue a una lamida, más distendida, menos emborronada, similar la boca, por la general flojedad golosa de los rasgos, todavía como reajustándose, a la de quien acaba apenas de comer un postre. Ignacio vistiéndole, zarandeándole, arriba, coño, que se está haciendo de día, tirando para arriba de los pantalones, metiéndole los brazos en las mangas de la camisa, poniéndole los calcetines, los zapatos. ¿Qué pasa?, dice Carlos. ¿Dónde estamos? ¿Qué quieres que pase? Que se acabó la juerga (Ignacio). Joder, qué dolor de cabeza (Carlos). ¿Y qué te decíamos todos? ¡Que no bebas más! ¡Que no bebas! (Ignacio). Le acompaña al cuarto de baño, le ayuda a mojarse la cara, el pelo, le pasa una toalla, el peine. Procura mear, eliminar todo el alcohol que puedas.
Carlos vuelve a la habitación: la cama vacía y revuelta, el olor a esencias seminales, las ropas de la Marujita sobre una silla, las estrías de luz en la ventana. ¿Qué esperas?, oye decir a Ignacio. ¿No ves que deben estar durmiendo como benditos? Anda, vámonos de una vez.
El pálido frío de la mañana en las calles apenas transitadas, la luz diluida de las farolas. Esperan en silencio el paso de un taxi. Que te acompaño, hombre, que prefiero dejarte en casa. Tampoco hablan durante el trayecto, un trayecto casi imperceptible, por otra parte, como instantáneo, delante de casa sin darse cuenta, Ignacio diciendo bueno, tú, nos vemos. Ahora, directo a la cama, y mañana una ducha de media hora y mucho café, Carlos asintiendo desde la acera, como si en casa hubiera ducha.
Dudó unos días en volver o no al gimnasio a recuperar su taparrabos y su toalla, y acabó renunciando, la frase de Ignacio bailándole en la cabeza, durante semanas, aquello de ya te enseñaré yo cómo ensanchar a una estrecha o palabras similares.
SEIS DÍAS. El relato de los días pasados en Rosas después de la ruptura con Alfonso, con todo lo que el mundo de Alfonso representa, esos dejes que inevitablemente afloran de vez en cuando empañando un tanto el aséptico exterior del tecnócrata, lapsus delatores como el que tuvo, justamente, tras la última reunión a la que asistí, aún en calidad de empleado de la casa, una convención, asamblea o como quiera que se llame, de vendedores, cuando le dije que tenía que hablarle y, mientras nos encaminábamos a su despacho, siguió expresándose igual que si en lugar de dirigirse a mí estuviera todavía ante su auditorio de horteras, en caliente, ya que no en una reunión política de marcado sabor franquista: estamos en la era de lo social, hoy día quien tiene el dinero es el obrero, etcétera. Palabras que no hacían sino facilitar mi decisión de dejar el trabajo en la medida en que formaban parte de ese mundo de Alfonso con el que pensaba romper en lo posible, distanciarme al máximo; el mundo en el que yo mismo había crecido, en definitiva. De ahí mi sensibilización al respecto, por lo mismo que al hombre cuya virilidad declina la misma palabra sexo le exaspera. Aversiones, intolerancias que uno ha tenido desde siempre aunque sólo con el tiempo se revelan como tales, y entonces suele ser ya demasiado tarde para encontrarles explicación certera, certera y no simplemente racional, no esa clase de explicación que lo aclara todo y que uno, en cualquier momento, puede construir a su mejor conveniencia. Eso que suele llamarse repugnancia visceral, refiriendo así el impulso a sus resultados, la náusea. Repulsión hacia las expresiones de una época –las canciones de los años cuarenta, por ejemplo, los uniformes, los toros, el flamenco, las procesiones, las mantillas, el olor a iglesia, etcétera– que no son sino los elementos ambientales del verdadero motivo, del dato olvidado, un olvido que podemos cubrir con perfectas coartadas de significación ideológica, política, etcétera. Algo así como pretender razonar –suponiendo que uno llegue a caer en la cuenta algún día, que es mucho suponer– la crueldad contenida en los juegos infantiles, la infinita capacidad de sadismo que los niños son capaces de extraer de una canción como tournez, tournez, petit moulin, frappez, frappez, etcétera. Las canciones que cantábamos, los juegos a los que jugábamos.
En resumen: la estancia en Rosas de un joven escritor y su mujer, tras abandonar aquél la empresa donde trabajaba para dedicarse exclusivamente a su verdadero oficio; un matrimonio de mediana edad, propietario de un motel, en Rosas, traba amistad con una joven pareja de huéspedes, de cuyas difíciles relaciones se convierten en testigos; un joven arquitecto y su amante, en un último intento de rehacer sus deterioradas relaciones, vuelven al punto de partida, Rosas, lugar predilecto de sus escapadas al comienzo de la aventura; relato evocador de los días que el protagonista pasó en Rosas con su mujer, de las relaciones amistosas que entablaron con los propietarios del motel en que se alojaban y de cuyas complejas tensiones se convirtieron en testigos fortuitos, del ambiente disipado en que se vieron envueltos desde que les cayeron encima unos conocidos de Barcelona, del inesperado final de todo aquello; recopilación de las notas tomadas por el protagonista durante su estancia en Rosas respecto a una obra en curso, entremezcladas a otras anotaciones, recuerdos, reflexiones, comentarios referentes a su vida cotidiana, etcétera; un relato que, al tiempo que refiere la anécdota cotidiana del protagonista y su mujer o amante en Rosas, incluye, junto a las anotaciones relativas a una obra que está escribiendo, así como reflexiones, recuerdos, etcétera, las anotaciones relativas a la anécdota de esa estancia en Rosas, recreación de la realidad con todas las deformaciones y transposiciones que le son propias y que, a la vez que proyección del protagonista sobre la realidad, sobre una realidad a la que éste atribuye todas sus obsesiones personales, suponen asimismo una incidencia de la obra en el autor, tanto por lo que sobre sí mismo le revelan cuanto por lo que le velan. Yuxtaponer, o mejor, superponer a la variante óptima diversos materiales pertenecientes al resto de las variantes.
Las notas que nuestro protagonista toma en su apartamento. Las charlas en el porche con la pareja que lleva el motel. Las confidencias que ella le hace en la terraza del Nautic. Las problemáticas relaciones de nuestro hombre con su propia mujer. Sus paseos solitarios contorneando el pueblo, como rehuyendo el trato con la gente, como si deseara ni ser siquiera visto, como llevado de una predisposición paranoide semejante a la que puede suscitar y suscita en el niño el descubrimiento del tenebroso contubernio universal del que ha sido víctima, padres, maestros, clérigos, familiares, adultos en general, sus diarios y revistas, los escaparates de los comercios, los adornos callejeros, las cabalgatas y desfiles y las recepciones patrocinadas así por las autoridades locales como nacionales, la organización del mundo en su conjunto, todos colaborando en esa superchería –la llegada de los Reyes Magos cargados de regalos– especialmente ideada para él, a costa suya, así, sólo comparable a todo eso, el espectáculo de un pueblo de la costa en plena temporada, la escenografía que supone, la población flotante, la gente que se da cita en las terrazas de los bares, con la única intención, se diría, de agobiarle a uno, de fastidiar sus caminatas a lo largo de la playa, del paseo marítimo, siguiendo el contorno sinuoso de la costa hacia el Cabo Norfeo. Los amigos del yate, sus orgiásticas salidas nocturnas, energía alcohólica y desahogo promiscuo. Las excursiones marítimas, así en el yate como en la barca del Grec. Fin de semana en Cadaqués, con los del yate, hacia primeros de agosto; visita a los notables del lugar y su corte habituales, esa burguesía snob entremezclada a falsos hippies, pretendidos artistas y tíos chori de diversa índole en pacífica y saprofítica coexistencia que la gente, el outsider, imagina a modo de cama redonda permanente, puro exceso copulativo en un ambiente cargado de olor a hierba. Estructurar las notas tomadas sobre todo eso, articularlas en un conjunto. Como sobre los recuerdos, como sobre los sueños, incluido el de anoche. Y los fondos marinos que se abren a los ojos del buceador. Y la Ciudad Ideal. Y Poppy. Y, sobre todo, la excursión al Cabo. Rosas, como escenario, importa en cuanto pueblo que se autodestruye para reconstruirse de nuevo; lo de menos es el color local, útil, a lo sumo, como materia prima de imágenes que definan no tanto lo observado cuanto al observador, imágenes que, como las de un sueño, expresan algo muy distinto a lo que literalmente representan. Las referencias al respecto, simple detalle de concreción argumental; en realidad, mero punto de acceso a la trama, uno de tantos posibles puntos de acceso. Igual que Rosas valdría cualquier otro pueblo de parecidas características.
Aquellos días en Rosas, la primavera pasada, fueron realmente excepcionales en lo que a cristalización de la obra se refiere, así respecto al conjunto, a sus líneas maestras, como al detalle, ese dato simple cuyo posterior desarrollo lo convierte en núcleo narrativo, esa observación que, debidamente trabajada, se transmuta en invención. Se diría que hasta mis sueños de aquella época fueron particularmente significativos. También me parece importante que las mortificaciones que desde entonces ha ido experimentando la obra sean de orden interno, fruto de su propia necesidad, que no respondan a ninguna clase de acontecimiento exterior, hechos como la muerte de Alfonso, no hará todavía ni tres meses, a mediados de otoño. Uno de esos domingos en los que Barcelona se queda vacía, todo el mundo a comer setas en cualquier pueblo de montaña, cuando no a buscarlas personalmente por los bosques como quien busca gnomos. La inoportuna coincidencia del infarto con la lentitud del tránsito en retorno, que impidió llevarlo a tiempo al Hospital de San Pablo. Ya casi nueve meses, quién lo diría, desde aquellos días pasados en Rosas de intensidad creadora raramente igualable, aún ahora trabajando en las notas de entonces, reelaborándolas, reestructurándolas, resolviendo incluso el desenlace, si es que puede llamarse desenlace la solución de continuidad impuesta a esa magmática acumulación de materiales cuya misma abundancia y sentido con frecuencia contradictorio no hacen sino complicar, en ocasiones, la simple tarea de desbroce.
Un trabajo, a veces, con algo en común con el del forzado, no más libre el preso que nosotros de abandonarlo, por más que nos preguntemos qué coño nos lo impide, qué coño hacemos sentados ahí, poniendo una palabra detrás de otra como una hormiga que acumula grano, afectados quizá por la llamada de la calle, esa calle como más amplia y clara sin el follaje de los plátanos, ahora desnudos y podados, como más despejada, cuando, pese al sol flojo y desvaído y a los cuellos de piel y a las bufandas ondeantes de los transeúntes, hay algo en la ciudad que nos hace caer en la cuenta que ya falta poco para la primavera. La escasa predisposición al trabajo, los pretextos que uno se busca, divagaciones, pensamientos a la deriva, recuerdos, el paseo con Matilde por el parque de Sceaux una tarde de verano, por ejemplo, entonces uno sale a comprar el Herald Tribune o Le Monde –si han llegado– y alguna revista –si no ha sido secuestrada– y a recoger de paso la correspondencia y, como si el cartero se hubiera propuesto brindarnos nuevos temas de evasión, transmisión del pensamiento, premoniciones, etcétera, nos encontramos con una carta de Matilde, sugerente incluso antes de abrirla, ahora que en París, por poco bueno que haya sido el invierno, deben estar despuntando ya los crocus y destacando en el verde el amarillo de las forsythias, ambientación que se diluye mientras uno va leyendo querido Raúl, ¿cuánto crees que puede durar un amor definitivo? Porque esta vez, y va en serio, creo que es definitivo. Pero me gustaría saber tu opinión, que os conocierais. ¿Tienes previsto algún viaje a París lo antes posible? Si no es así, quizá lo mejor sea que vayamos a España lo antes posible. ¿Está ya el mar como para bañarse? ¿Encontraremos hotel abierto en algún pueblo de playa? Más tuya que nunca, Matilde.
Recuerdo que en otra de sus cartas Matilde me decía –una de esas frases tan suyas, contagio sin duda de ese tono literario que se diría consustancial a la cultura francesa de hoy– que el amor no es una necesidad sino una fatalidad. El problema, con este tipo de frases, no está en su validez o falta de validez, que suele exceder con mucho el campo concreto al que es aplicada; así, en el caso que nos ocupa, al acto de crear, entre otros. La estructura de una obra tiene su lógica interna, una lógica que la conforma de esta y no de aquella manera, es cierto. Ahora bien: ¿qué hay detrás de esa lógica interna? ¿Qué impulso ha conducido al autor a organizar justo de semejante manera, a elegir esta y no aquella solución de entre todas las soluciones lógicas posibles? Preguntas cuya respuesta –en razón también de su mismo carácter general– sería excesivamente impreciso remitir al instinto de vida y al instinto de muerte, principios que anidan en distintas proporciones y ocultos bajo diversas apariencias –sexo, poder, riqueza, venganza, etcétera– en el interior de cada hombre, clave última de su comportamiento, por más que sólo cobren su verdadero realce pasada la primera juventud, cuando los problemas que hasta entonces nos atormentaban empiezan a dejar de hacerlo, no tanto por inexactos o irrelevantes cuanto, como todo problema de juventud, por anacrónicos; cuando uno empieza a estar capacitado para remodelar la imagen –siempre más halagadora– que se había hecho de sí mismo; cuando, como a merced de tal corriente de escepticismo, uno es ya incapaz de hacer nuevos amigos y convierte las amistades y amores adquiridos en rutina, en citas a horas fijas, a días fijos; cuando termina por preguntarse pero qué hay en definitiva de constructivo en la actitud de los jóvenes de ahora, qué solución ofrecen a las cosas, y todo eso. Pues, como los pueblos que se inician no en el asombro sino en el mero registro de los prodigios naturales, y luego encuentran su desarrollo en el esfuerzo por hacer acatar a los pueblos circundantes las creencias que con los siglos y los milenios se han ido sedimentando en su seno, para, sólo entonces, descubrir que esas creencias, una vez impuestas, no son más firmes ni menos perecederas que las propias de los pueblos circundantes, que tantas otras que serán o han sido, hasta el punto de que, a partir de ahí, más que el cansancio o los años, es tal comprobación lo que les hace ir cediendo terreno poco a poco, consumiéndose en unos hábitos cuya razón de ser ha dejado de ser, de forma que ni en las actividades más excitantes encuentran ya consolación, así cada hombre. Sólo que así como la superioridad del socialismo puede ser tan obvia en la URSS como la de la libre iniciativa en USA, o como la veracidad exclusiva de las respectivas creencias religiosas, al igual que el carácter natural de los hábitos morales que conllevan, sean cristianos, budistas o islámicos, pueden serlo para quien ha sido educado de acuerdo con tales hábitos o creencias, así, menos normal pero harto más interesante que por lo que tiene de aparente excepción a la norma es el caso del joven hijo de la burguesía al que la lectura de un texto marxista convierte en revolucionario, o el de ese joven lector en quien un escrito de Freud es capaz de crear un Edipo, y no tanto por lo que las motivaciones personales son susceptibles de revelar en cada caso cuanto por lo que ocultan. Y, análogamente, en lo que al acto de crear se refiere, el autor, incluso cuando afirma o piensa lo contrario, no es tanto expresarse lo que hace cuanto ocultarse; y precisamente en la medida en que afirme o piense lo contrario, en la medida en que se sienta seguro de los materiales que emplea. Ese autor no de una obra sino de su obra, una obra en la que incluye determinados elementos autobiográficos en el planteamiento del relato por la sencilla razón de que los tiene más a mano que otros y le son igualmente útiles a sus propósitos, toda vez que esa materia narrativa será sometida en cualquier caso al proceso de transformaciones que constituye la obra en sí, poco menos que indiferente el resultado final a la selección que se haga de la materia prima, del mismo modo que para el análisis de los sueños de una persona determinada es indiferente comenzar por aquél o éste, válidos igualmente ambos respecto al resultado final. Razones sencillas, argumentaciones obvias, evidencias, términos, no obstante, que harán de la comparación algo mucho más exacto de lo que uno supuso al establecerla. Así, nada tiene de particular, por ejemplo, que de niño uno haya soñado que copula con una mujer de grandes pechos y un rosado pene en erección que arranca justo encima del pequeño agujero; que copula o al menos lo intenta, claro, ah, y eso sí, en una cama parecida a la de tía Magda, todo muy de niño, perfectamente explicable bien por el bisexualismo propio de la edad, bien por el desconocimiento que a esa edad suele tenerse del concreto relieve del centro diferencial femenino. Y sería tonto llevarse las manos a la cabeza si, años más tarde, más ducho ya en esas cuestiones, uno sueña que se encuentra penetrando a una mujer que no conoce –o que, mejor dicho, como la anterior, no tiene cara, es decir, que la tiene pero uno no se fija en sus rasgos o no los recuerda– pero que está obviamente muerta ya que su cuerpo es hueco, el propio sexo de uno como bailando en aquel polvoriento interior vacío; puede tener su importancia en este caso que el soñante estuviera en Roma por aquel entonces, y que para volver a casa –cerca de piazza Bologna– tuviera que pasar cada día ante un gran muro del que colgaban manos, brazos, piernas, cabezas, lívidos miembros calle abajo, exvotos de calidad lunar y olor a cirios y formas orantes en las aceras, de rodillas, brazos en cruz, un rosario prendido entre los dedos. Y asimismo, dentro del género, el sueño aquel ambientado en Santa Cecilia, mi encuentro con tía Magda, consciente de que estaba avanzando hacia una muerta por más que, a juzgar por su aspecto y por las muestras de afecto que me prodigaba, pareciese viva; y mi reacción: besarla y abrazarla y pedirle llorando que no se fuera. ¿Un adulto llorando como un niño? Bueno, adulto o quizá niño, un niño que lloraba como un adulto. En los sueños las cosas van así: uno sabe que es uno y ya está. O que determinada persona es determinada persona aunque no se le parezca en nada, o se trate de alguien que sólo conocemos de nombre o por fotografías. Y soñar aun que uno es visitado por su madre, una desconocida, una persona de la que uno no guarda el más mínimo recuerdo, de la que, igual que el caso de tía Magda, únicamente sabe que está muerta. El lugar es el mismo: la galería de Santa Cecilia; o tal vez el jardín, ante la galería, y hay otras personas presentes, los caballeros de oscuro, en traje como de boda. Una mujer muy hermosa aunque algo fría, o más bien severa, casi cruel en las distancias que mantiene. Sé que te portas mal, dice; que eres un chico terrible. Y él, inerme frente a ella, sin osar no ya abrazarla sino ni tan siquiera aproximarse, llorando también ahora (¿usted, un hombre hecho y derecho?), llorando desenfrenadamente, inmóvil, los brazos como cargados de arena, intentando disculparse, excusarse, decirle que no lo dejara por eso, a pesar de todo, que no lo dejara, ella mirándole con sus ojos intensamente azules (¿lo eran?), no más sonrientes los labios que la mirada; viste un traje sastre de color marrón, o al menos es marrón el sombrero como de fieltro que lleva, adornado con una larga pluma; un gorro más que un sombrero propiamente dicho, un gorro pequeño y gracioso estilo Robin Hood.
Todo muy natural: escenas absurdas, ya que por algo pertenecen a un sueño, a la vez que de explicación muy sencilla teniendo en cuenta las circunstancias concretas de cada caso, sueños separados entre sí por intervalos de hasta varios años, pero que por algún motivo indeterminado –por no decir caprichoso– han permanecido especialmente preservados en la memoria. El problema sólo se plantea cuando a uno se le ocurre –ideas que le vienen a uno a la cabeza sin saber por qué– considerarlos no aisladamente sino como conjunto, formando parte de una secuencia, y entonces establecer conexiones entre uno y otro, relacionarlos y situarlos en una serie a partir de un nexo de unión cualquiera, su sucesión en el tiempo, por ejemplo, el orden en que fueron soñados. O registrar las consecuencias de los dos primeros –descarga seminal– frente a la respuesta sexualmente más débil de los restantes, según se configura y concreta la presencia física de la mujer, según se aproxima y personaliza su identidad, según se incrementa la propia respuesta emocional. O preguntarse por las razones de esa persistencia en el recuerdo que les es común, interrogaciones que parecen tantearnos y cuya respuesta presentimos inminente: algo que está resolviéndose a un nivel superior de conciencia, integrándose en ella. Una invitación como la de ese mar de tarde, soleado y calmo, que uno aseguraría que nos está llamando como llaman las sirenas, no hacia la orilla sino mar adentro desde la orilla, un mar en el que, como acudiendo, uno se adentra, buceando y buceando en los tibios esplendores hasta perder de vista el resto del mundo sublunar. Luego, fuera del agua, mientras nos friccionamos el cuerpo con una toalla, el problema se nos replanteará de nuevo, ahora desde otra perspectiva, como si mientras buceábamos nuestra mente hubiera seguido trabajando sin que nos apercibiéramos y ahora, en solución de continuidad sólo aparente, las cosas se nos ofrecieran bajo una nueva luz. Y entonces resultará que todo lo que tenía un significado diáfano y unas obvias referencias inmediatas aisladamente considerado, cobra un sentido por completo distinto al entrar a formar parte de una serie, una serie que hemos establecido casi sin saber cómo, de acuerdo con el mismo principio conforme al cual las ideas nos vienen a la cabeza y se van configurando en una obra. Pues a semejanza de esa orgía que, para quienes la practican –o para quienes la imaginan y basta, siempre más numerosos–, forma un conjunto no reductible a la suma de sus diversos elementos considerados aisladamente, ya que su peculiaridad reside precisamente en ese carácter de conjunto; a semejanza incluso de una fantasía erótica presenciada desde la impune oscuridad del cine, examinada en las páginas de una publicación especializada al abrigo de la tranquilidad hogareña, o simplemente imaginada, así, como una fantasía de esa clase que, bajo el juego de los diversos componentes eróticos conjugados, esconde el frenesí de las contradicciones y alternativas que pueden atormentar a una mente insomne, así, con tales rasgos de ritual, de ceremonia sujeta a un patrón a la vez que a una secuencia, el material onírico que precisamos para llegar a una interpretación certera. Y también como esa orgía de salvajes orígenes, aquellas correrías silvestres en las que al olor a chivo y laurel y esperma y vino debía mezclarse el de la sangre, prácticas con frecuencia excesivas hasta para la sensibilidad cotidiana de los antiguos, también como en esa clase de celebraciones donde los estímulos sensuales son sólo punto de partida, fórmula en desarrollo, proceso ascensional, vía de acceso a un estado que propicie la plena integración o disolución de la conciencia, también así la elaboración de la obra, la creación. Y del mismo modo que esa nueva interpretación de un sueño modifica la imagen que el soñante se había formado de sí mismo, así toda obra de creación modifica a su creador a medida que va siendo realizada. Pues como los dioses se crean a la vez que se destruyen, así el autor. Y es que si la creación del mundo modificó sin duda la vida de los dioses, empezando por la del propio Jehová, implicándole incluso en las vicisitudes de su obra hasta el punto de que Él Mismo, en cuanto creador, entra a formar parte de la crónica de tal creación, hecho un personaje más de los que pueblan su mundo, no, por particularmente distinguido menos sujeto a la arbitraria dinámica de los acontecimientos, así ese autor cuya obra se centra, por ejemplo, en la estancia de un escritor en un pueblo de la costa, el relato de su vida cotidiana, la transposición literaria en forma de anotaciones de esa vida de cada día en un pueblo de la costa, las notas y observaciones personales que toma respecto a su trabajo, al igual que de recuerdos, sueños, ideas, reflexiones, etcétera, fragmentos y textos en diverso grado de elaboración; o mejor: la intersección o incidencia de los distintos planos –real uno, ficticio el otro, ficticiamente real un tercero, y así siguiendo–, cuya confluencia constituye justamente el núcleo estructural de la obra que nuestro escritor se propone llevar a cabo, que está llevando a cabo, así, la realización de una obra de tal género no puede dejar de repercutir en la vida de su autor, modificándola igual que lo creado modifica la vida de los dioses creadores o que el análisis de los sueños, aun en el caso de que su conclusión nada solucione desde un punto de vista práctico, afecta en alguna manera la vida del soñante.
Realidad, ficción autónoma, ficción que se revela como ámbito final de la realidad primitiva, etcétera, incidencias y variaciones concéntricas que van desde la transposición literal hasta el desplazamiento y la transmutación de la materia narrativa, conforme a un proceso correlativo que se efectúa paralelamente en el propio autor. Una obra que, a semejanza de Las Hilanderas, consta de tres planos simultáneos: un primer término de trabajo, mujeres hilvanando la materia prima de lo que ha de convertirse en trama del tapiz; un grupo de damas en segundo término, más iluminado, contemplando el tapiz que se les muestra en aquel preciso momento, mientras en el taller se cuchichea algún chisme, clientela de alcurnia sin duda, señoras venidas sea con ánimo de compra, sea por simple curiosidad; y, al fondo, el tapiz expuesto en aquel preciso momento, uno de tantos tapices de tema mitológico, no muy distinto, probablemente, a los ya mostrados o a los que falta mostrar. De los tres planos, qué duda cabe, es en el primero, en el del taller, donde propiamente se encuentra el centro del cuadro, y no tanto por su proximidad, por su especial realce debido a la perspectiva, cuanto porque constituye el verdadero nexo de unión entre los otros dos, el tema mitológico del fondo y las transacciones relativas al producto acabado.