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No es Lorenzo de Médici la representación más perfecta del pensador, no ese hombre de actitud más abstraída y errática que propiamente meditabunda, que, al cobrar movimiento, se preguntará confuso, ¿en qué estaba pensando? No; es a Esopo a quien con todo merecimiento le corresponde tal honor, Esopo el esclavo, el fabulista, el sabio. Un hombre pobremente vestido y humildemente ambientado que, directo en su estrabismo, mira de hito en hito al espectador que le mira: la túnica de basto tejido marrón sujeta a la cintura mediante un paño; la jofaina y la bayeta, los instrumentos de su quehacer cotidiano; el pesado libro que sujeta su mano derecha, parte de sí mismo, se diría, más que objeto simplemente asido, un libro que, como si de un espejo se tratase, es reflejo diáfano del contenido de ese libro. Viejo a la vez que vieja, irónico y afable, despiadado casi en su clarividencia –risueño el ojo derecho, implacable el izquierdo–, una clarividencia equiparable únicamente a la de un dios caído, rasgos que, perfectamente expresados en su representación plástica, hacen de ella, no sólo la obra cumbre de su autor, sino también de la pintura de todos los tiempos.

El retrato de un dios que ha perdido sus antiguos poderes, un dios que ya no es el ser único, omnipresente y omnipotente que fue, iracundo y despótico como un niño; un dios al que ya no le queda más que la sabiduría, un viejo. Para los dioses, al igual que para los hombres, la creación es la solución de un problema personal. Pero con los años, los siglos, los milenios, el dios se convierte en esa especie de viejo cascarrabias –portero, ujier, guardabosques– que ya sólo desea para la humanidad las mayores catástrofes a modo de gigantesca orquestación en la que se pierdan los estertores de su personal desaparición. La principal peculiaridad de los dioses es ciertamente la astucia; pero cuanto tienen de astuto lo tienen de episódico, una característica en función de la otra, una astucia que ya no tiene otro objetivo que el de durar, retrasar al máximo ese momento en que, como un viejo cualquiera, ya no inspira temor a nadie, cuando lo que el hombre teme es otra cosa y nueva la representación de ese temor, la nueva divinidad. Y es que así como Moisés es al mismo tiempo autor de un libro y personaje destacado de ese libro, llegando incluso a narrarnos su propia muerte, así un dios cualquiera, inmerso en ese fluir del tiempo que es sólo una metáfora del tiempo, en esa corriente de la que la eternidad es mero accidente, un accidente que termina por engullir a ese dios ni más ni menos que como a cualquiera de los que le antecedieron, con todo y haber creído cada uno de ellos que también ese fluir, que también esa corriente, eran obra suya, y, sobre este supuesto, haber ejercido sus poderes como un Sancho cualquiera en su Ínsula Barataria. Y, como ese hombre asesinado en el lecho mientras duerme, que, en una última mirada perdida entre los párpados, reconoce aún la sonrisa de la comadrona que le atendió cuando vino al mundo, así, como ese hombre, un dios cuando muere. La misma recompensa, dicho sea de paso, que de la humanidad puede esperar el hombre que ha dedicado su existencia al bien del pueblo.

Nunca se insistirá lo bastante en la importancia de ser previsor, de tener el don de la previsión o visión previa, anticipadora. ¿Qué finalidad, si no, llevaba a Moisés y a Platón a crear de continuo, a imagen y semejanza de Jehová y sus demonios, un antagonista que fuese parte de sí mismo, como Eva lo era de Adán, creación de uno, proyección de uno, imprescindible –como la sombra lo es a la luz– para lograr una precisa definición de los propios límites? Un antagonista autónomo como cualquiera de los personajes por ellos inventados y, también como ellos, susceptible de enriquecer hasta extremos insospechados la personalidad de su inventor. El refocilo de un Sócrates al decir: Platon, c’est moi!

Dentro de la inserción de la realidad en la ficción y viceversa, dentro de esa recíproca incidencia, destaca ejemplarmente la obra de Dante, de ese genial paranoico que supo satisfacer sus fobias y rencores personales, a la par que sus sentimientos narcisos, proyectándolos y articulándolos en los cien cantos de los que consta su libro, un libro que obligadamente debía ser genial porque sólo siéndolo estaba destinado a alcanzar la inmortalidad y a gozar de vida eterna así sus sublimaciones como sus venganzas, esos enemigos personales fijados para siempre en los círculos del infierno por él creado, a fin de sustraerlos a la misericordia del olvido y del anonimato. ¿Qué si no son ahora, figuras históricas o personajes antagónicos del autor, un autor tan feroz como falto del sentido del humor, y ello hasta el extremo de que casi resulta raro que se le olvidara ubicar el sentido del humor en alguno de los círculos de ese infierno por él inventado?

¿Es el Purgatorio expresión simbólica, como alguien ha señalado, de la vida terrena? Por supuesto que lo es: su cima –donde el poeta sitúa el paraíso terrenal–, punto de máxima distancia respecto al Paraíso, es también el punto óptimo para dominar así los aspectos inferiores de uno mismo como los superiores, aspectos en relación a los cuales Infierno y Paraíso pueden ser entendidos como meras alegorías. Pero no es menos cierto que, en cuanto subida a un monte, el Purgatorio es además expresión de ese proceso ascensional que tiene por objeto la visión desde lo alto que nos ofrece el mundo, previo descenso a lo más profundo de nosotros mismos. El conocimiento, sí. Y, en grado no menor, la actividad creadora. ¿No es en definitiva un sentimiento de condena el que posee por igual al que sube a un monte y al que se halla enfrentado a un itinerario, justo el que ha de conducir a la realización de su obra?

Así como la lectura de una obra de ficción que llamaremos A, en la que el protagonista se entrega a su vez a la lectura de una obra B, incluida en A, obra que personaje y lector leen simultáneamente, prepara a éste para la ulterior lectura de nuevas obras en las que la realidad del referente no sea real sino de ficción, predisponiéndole, en consecuencia, a no buscar en ella ilustración de una realidad determinada, sino, antes bien, la visión interiorizada de la realidad en general y de sí mismo en particular, así, de modo semejante, el aprendizaje del niño, basado no tanto en explicaciones razonadas de la realidad cuanto en la elaboración de imágenes, analogías y símbolos. Y así como en una obra de ficción su sentido último no hay que buscarlo en el texto, ni en su autor, ni en el lector, sino en la relación que vincula la obra con uno y otro, relación a través de la cual aquélla cobra vida, se vivifica, a la vez que ilumina la figura del autor lo mismo que la del lector, así, de modo semejante, nuestra relación de conocimiento respecto al ser humano y al mundo en que vive. Y así como el gran sueño del género humano no es otro que el de convertir el hombre en dios, un dios al que habrá que dar muerte a fin de que aparezca el hombre nuevo, el correlato de tal proceso nos lo ofrece esa interrelación entre hombre y obra a la que acabamos de referirnos: el personaje de un autor, convertido a su vez en autor a través de las páginas de la obra que le es atribuida, termina suplantando al autor inicial en relación a esa obra nueva. Es decir: que sólo gracias a esa obra nueva el personaje se libera de tal condición convirtiéndose en autor. Y, del mismo modo, sólo la comprensión del papel del autor en relación a su obra permite al lector un ajustado conocimiento de ambos, el conocimiento que se deriva de la operación de leer, susceptible de hacer partícipe al lector de la operación de crear. Lo que no deja de suponer un serio peligro para el autor: la mera existencia, antagónica en muchos casos, de ese creador que ha creado.

La mejor ilustración del proceso, el mejor ejemplo, como bien ha sido observado, lo tenemos en Las Meninas. Un ejemplo al que me parece imprescindible añadir ciertas consideraciones relativas a Las Hilanderas, consideraciones previas que completan y redondean el proceso iniciado en las áreas oscuras del taller, en ese primer término cuyo centro no está constituido por los materiales y útiles de trabajo necesarios para elaborar la trama del tapiz, ni tampoco por las manos que han de elaborarlo, sino por el cuerpo entero de esas mujeres que dan nombre al cuadro, ya que no es con las manos con lo que se teje, sino con el cuerpo entero, y esto es precisamente lo que el cuadro nos hace ver. Pero es sólo en Las Meninas donde esa primera aproximación al proceso creador se hará concreta y precisa, no ya, como bien observa Ricardo Echave, por el hecho de introducir en el cuadro la figura del autor, presencia que por sí misma no hubiera representado mayor novedad, sino, sobre todo, porque ese pintor, al que vemos en el acto de retratar a la infanta en compañía de su menudo séquito, está a la vez dentro y fuera del cuadro, al igual que los ojos que lo contemplan y que vemos difusamente reflejados en el espejo del fondo, unos ojos que, además de ser los de los reyes, son los nuestros y los del propio pintor. Exactamente a donde yo iba: sólo ve aquel que es capaz de verse a sí mismo mirando lo que ve.

Que sea o no propio del ser humano, que pueda y quiera lograrlo, esto ya es otra cuestión. Pues así como el Fausto de Marlowe, ese Mr. Hyde travieso y gamberro de la pareja, encontrará su réplica en el Mefistófeles de Goethe, mientras que el Fausto de éste corresponde más bien al pobre diablo que es el Mefistófeles de Marlowe, así, a semejanza de esta transformación de Fausto en Mefistófeles y viceversa que suscita la comparación de ambas obras, la reversibilidad de las fuerzas que se enfrentan en cada uno de nosotros.

Acertadas en gran manera son igualmente las opiniones de Ricardo Echave en materia de arquitectura. Se pregunta, con razón, qué sentido tiene hoy día la arquitectura. Pero ¿y las restantes artes sobre las que no se pregunta, la pintura, por ejemplo, así cuando pretende reproducir la realidad como cuando pretende inventarla, pura combinación de colores y formas? ¿Y la novela, ese género hacia el que, con toda evidencia, Ricardo Echave termina por decantarse? Ese mortal aburrimiento de las cosas que el novelista nos va contando, esa murga de que si fulano hizo esto y después esto y esto, y nada de lo que hace, nada de lo que en sustancia sucede, tiene el más mínimo interés, tanto menos, con frecuencia, cuanto más complicada es la trama. Y los diálogos, las cosas que se dicen, ¿qué mérito le ven a eso de reproducir para el lector, con la máxima fidelidad posible, lo que la gente dice, como si la gente no hablase ya suficientemente al sufrido lector en la vida cotidiana? Y esas descripciones maniáticas, esa obsesión de que visualicemos exactamente un paisaje, un interior, como si el que sean así o asá tuviese alguna importancia, como si no nos tuviera sin cuidado el que ella vista de tal manera o el que él lleve una gabardina en lugar de un abrigo. Ni más ni menos que detallarnos los actos, los gestos, entró, salió, encendió un cigarrillo, ya que, como el humo de ese cigarrillo, así de trascendente todo lo que hacen.

Durante milenios, aquí como en la China, el hombre ha trabajado ante un gran espejo en el que se reflejaba el mundo y el origen de este mundo hasta donde lo permitía la esfumación de los contornos, hasta donde la frontera entre un ámbito y otro se confundía, y era tarea del hombre, apenas una partícula de ese reflejo, aguzar la vista al máximo, precisar al máximo esas líneas como emborronadas por la calina; es a Dante, sin duda, a quien le corresponde la gloria de haber sido el último, no ya en delimitar sino también traspasar tales fronteras, de haber sabido proyectarse al otro lado del espejo sin dejar por ello de permanecer en éste. Luego el espejo se rompió y los hombres empezaron a esmerarse en reproducir las imágenes fragmentadas de esos fragmentos. ¿Qué otra cosa han hecho los pintores y novelistas desde entonces? ¿Hay alguna diferencia sustancial entre pintar un bodegón y pintar un paisaje? ¿A quién le interesan en verdad esos fragmentos del espejo roto?

Pero todo eso Ricardo Echave sólo lo intuye, no lo afirma. Y de ahí su malestar, bajo de ánimo cada vez con mayor frecuencia y sin que ni él mismo diera en definir la causa, la tarde en que marchó a Port de la Selva, por ejemplo, en ese estado en que, con la esperanza de remontarse remontándolo, uno se obliga a pensar en el buen trabajo realizado, en el buen trabajo por realizar, en las óptimas condiciones en que se halla para que así sea, en la proximidad de Port de la Selva, en cuantas cosas de carácter estimulante se le vayan ocurriendo. Pues tal era su estado de ánimo al dejar Gorgs y tales eran sus pensamientos al tomar la curva en descenso que se ciñe a la sinuosidad de aquella vaguada, cerca ya de Port de la Selva. ¿Me creerá alguien si digo que yo lo he visto todo, tanto el accidente en el que encontró la muerte como su vida, los destellos que, brotando de sus palabras, de su libro, iluminan las áreas más oscuras de su primera infancia?

Éste es precisamente el gran riesgo: la obra apócrifa, la falsa atribución de una obra a un autor, sea premeditadamente, por insaciable vanidad del que usurpa, sea por mera confusión interpretativa, por deducción errónea. Veamos si no cuál es la situación y qué es lo que se halla en juego: tenemos el diario del joven Carlos, una copia mecanografiada que, a falta de datos más explícitos acerca de su desdichado autor, cualquier futuro estudioso puede llegar a pensar que se trata de una obra de ficción escrita por Ricardo Echave, dada la seguridad con que éste se refiere a determinados aspectos de su contenido. Tenemos también lo que yo llamo el Libro de Ricardo, esto es, la grabación del contenido de sus notas realizada por él mismo. Y están, finalmente, mis cintas, estas cintas que Carlos convierte cada noche en transcripción mecanografiada, justo el procedimiento inverso al seguido por Ricardo Echave. Una situación, sobra decirlo, que convierte a Carlos en depositario único de todos esos materiales. Y Carlos tiene mi confianza, ya que su elección como transcriptor y depositario se debe a lo que vi en el iris de sus ojos tanto acerca de su vida cuanto acerca de su carácter, pasivo por excelencia, falto de imaginación, de cualidades creadoras, el transcriptor ideal, en suma. Pero ¿qué confusiones y equívocos, cuando no acechanzas, no deparará el futuro? Ante una amenaza imprecisa no cabe actitud más precisa que la simple alerta, la vigilancia. Pues percibo la traición en el ambiente igual que se percibe la humedad del aire cuando sopla la marinada.

Los usurpadores y también los intrusos. La imagen perturbadora del Indiano agigantándose allá en lo alto gracias a ese efecto óptico que acrecienta las figuras que destacan contra el cielo, contra los pájaros, la silla de ruedas, su cabezota de rizos grises, las gafas de sol semidescolgadas, su descabellado proyecto de mensaje televisivo. Entre iluminado y réplica de un iluminado, hay días en que, antes de que la Ramona lo saque al jardín, según y como haya amanecido, no alcanza ni a saber si él es él o una mera voz de otro que lo utiliza igual que se utiliza una cinta. Su confusión mental es grande, al extremo, incluso, de llevarle a olvidar el nombre de la abnegada Ramona, a llamarla Mariona y aun Josefina, y a pasarse la tarde entera repitiendo que no necesita para nada una silla de ruedas. Porque conoce el Uruguay cree que conoce el mundo, y porque se halla en situación dominante respecto al pueblo, que abarca con la vista desde el jardín, cree estar al tanto de cuanto aquí sucede. Y de eso a sus pretensiones de salvar el mundo no hay más que un paso.

No deja de ser un rasgo de senilidad esa resistencia a admitir el valor relativo de los conocimientos que se poseen, su manifiesta inferioridad respecto a un hipotético observador que lo considere a él al mismo tiempo que lo que él está viendo. El gran fallo de entender la ventana como espejo, como marco de un panorama en el que, con privilegiado protagonismo destaca en primer término el propio observador. No deja de ser una suerte que a su lado se encuentre la Ramona, que, con todo y no ser precisamente una Ramona como la del disco –¡aquello eran canciones!–, es una verdadera santa y en ella confío.

¿Quién osó decir que el viejo es un ser sin corazón, de sentimientos embotados por el paso de los años? ¿Y ese viejo que, a solas consigo mismo, almuerza frugalmente en una semidesierta cafetería de autopista o de aeropuerto un día de Navidad? ¿Qué pasa entonces con sus sentimientos, qué pasa incluso con sus ojos, con sus dos lágrimas, sabiéndose como se sabe en plena forma y sabiendo también que no obstante todos le dan por acabado? ¿Cómo ha de sentirse entonces ese viejo que desde un parador de autopista contempla los coches que pasan, con el Cant dels Ocells como música de fondo, próximas las montañas en este aire transparente y frío de soleada mañana de invierno?

Cuando no se hace del viejo un ser de corazón endurecido, que no sólo permanece indiferente sino que se complace ante el espectáculo de la desgracia ajena, se tiende a considerarlo poco más que un tronco, así de inerte y agarrotado tanto física como intelectualmente. Ambas reacciones no son, sin embargo, más que variantes de un mismo sentimiento: miedo a unas fuerzas que se intuyen superiores, ora minimizadas, ora vituperadas, según sean las circunstancias que acompañan la manifestación del fenómeno.

Mis poderes, algo de lo que tiene pruebas todo el que ha querido tenerlas, y que, pese a tanta evidencia, son acogidos con la reserva propia de lo que está por demostrar, de lo que entre tanto, y por si acaso, es mejor ni comentar con nadie. No hay vecino en el pueblo que no haya visto, por ejemplo, cómo cojo un terrón seco y lo desmenuzo entre los dedos, y la tierra, al caer, me dice la clase de cultivo que le conviene. O que no sepa que, para que las plantas produzcan más, les hablo; las de huerto, salvo raras excepciones, son las más tontas, los corderos del reino vegetal. Claro que eso de hablar es un decir: me basta pensar. El árbol más inteligente es, ni que decir tiene, el roble; las coníferas, en cambio, son casi tan tontas como los cactus. También me entiendo con los diversos componentes del terreno, minerales y materia inorgánica en general, por no mencionar siquiera aquellos elementos inmateriales de los que determinados elementos químicos son sólo un símbolo.

Lo mismo podría decirse de los fenómenos climatológicos o de los movimientos sísmicos. Como la culebra que abandona las entrañas de la tierra ante la proximidad de un temblor, así yo noto en mi pulso los movimientos sísmicos que se avecinan, pero no con minutos sino con años de antelación, ese terremoto, de magnitud no inferior al de Lisboa, que no ha de tardar en partir el corazón de Cataluña y que yo percibo con sólo apoyar el índice en la yugular.

En lo que concierne a los cuatro elementos, más importante que destacar el carácter primigenio del fuego o la vinculación de la vida con el agua y de la tierra con la muerte, reversible como resulta su significación, susceptible como es de adquirir el valor contrapuesto, más importante, con mucho, me parece destacar la vinculación del ser humano con el aire. El aire exterior, el aire que infla los bosques, que transporta ejércitos, que precipita océanos; pero también el aire interior, el aire incorpóreo, aliento, ánimo, vida. El peligro está en su corporeización corrupta, vacuosidad, eructo, flatulencia, el aire que hincha hasta el límite de la explosión el vientre del Moro en su lecho de muerte.

Hay temblores sísmicos y temblores históricos, y predecir, o mejor, detectar éstos, no supone mayor dificultad que la previsión de aquéllos. Se ha de ser historiador para errar los vaticinios no ya del futuro sino también del pasado; hay que padecer su típica miopía para considerar hitos o piedras de toque –la revolución francesa, la revolución rusa– acontecimientos que son meras cristalizaciones más o menos llamativas de procesos mucho más vastos: la fragmentación de los imperios y las naciones merced a la proliferación del mismo principio que contribuyó a su formación y asentamiento en los pasados siglos, fase que, a su vez, sería ilusorio considerar de consolidación antes que de disolución respecto a los modelos precedentes; la extensión al mundo entero de los arbitrarios criterios de nacionalidad nacidos en Europa, por una parte, y la extensión a la sociedad entera de la mentalidad y hábitos propios de esa chata prole del antiguo estado llano que es la burguesía, por otro; éstos, éstos son los aspectos en los que hay que centrar la atención si a lo que se aspira es a entender mínimamente lo que pasa en el mundo. Pues, como esa vida que en la adolescencia es íntima y halagüeña autocontemplación, en la madurez reflexión con pretensiones críticas y en la senectud delirio paranoico, así también la vida de los pueblos considerados en su conjunto, las obras por ellos realizadas y los libros en los que se hallan reseñadas esas obras.

Otro error de bulto lo tenemos en la división de la historia de la humanidad en eras, concepto no menos artificial que el de año bisiesto. Muy por encima de esos períodos, en los que los historiadores se complacen en dividir y subdividir la vida del universo en su relación con el tiempo, está el de ciclo vital, del que todas esas monsergas juntas no llegan a ser ni tan siquiera un atisbo. No sé qué esperan ahora de bueno de la Era de Acuario que no venga inexorablemente vinculado a lo malo, como en Piscis. Ni que los planetas y las constelaciones fuesen a girar de manera distinta o a dejar de girar.

Un pájaro quieto no es sólo un pájaro quieto: es un instante irrepetible. Y el presente no es sólo un instante irrepetible; el presente es la visión del tiempo en desarrollo, una visión que incluye simultáneamente una interpretación del pasado y una esperanza o temor del futuro, no menos incierto aquél que éste, uno y otro implícitos en la imagen en movimiento de ese hongo atómico que crece y crece hacia lo que no es hongo.

Ver lo que Ricardo Echave estaba soñando, soñar lo que él soñaba como quien dice, igual que si me encontrase a su lado en la ceremonia, asistiendo también a la incineración de una zombi con aspecto de monja vietnamita por el procedimiento de cubrirla de polvo de metano de color verde, y encender; pero él sabe, y yo lo sé con él, que se trata de un cuerpo en estado de hibernación y apaga las breves llamitas que lo envuelven con la esperanza de devolverlo a la vida. Sí: ver lo que ven los otros, lo que los otros piensan y hasta lo que sueñan. Más aún: hacer ver a otros lo que yo veo, visiones, pensamientos y sueños de terceros que yo materializo en forma de proyección virtual ante sus ojos.

Caso distinto es el de las infusiones de hierbas, pues lo que la gente no sabe, ni tiene por qué saber, es que su eficacia no reside en el beneficioso efecto que les reporta beberlas en mi presencia, sino en lo que yo leo en ellas al prepararlas. Con frecuencia, según sea lo que haya leído, el verdadero efecto lo consigo una vez se han ido, reconfortado el ánimo no menos que el estómago, por la tisana caliente, cuando, a solas con mi hornillo de alcohol, manteniendo en ebullición la infusión sobrante, observo los movimientos de la inflada espuma formada, al borde casi del desborde, semejante a ese gran pulpo que parece pugnar por salirse de la cazuela en que se cuece, las figuras que se configuran, islas, continentes de caprichosa geografía que, apenas consolidados, comienzan a desinflarse para formar de inmediato una brusca depresión, ya vertiginoso agujero, que termina por engullirse a sí mismo y desaparecer, para pronto reaparecer de nuevo, reaflorar a la superficie en forma de partículas dispersas, partículas que se irán juntando a otras partículas hasta configurar nuevos y sinuosos relieves en expansión, islas y continentes en mutación constante. Consumida finalmente el agua, los humeantes residuos agarrados al fondo formarán una última figura, y de acuerdo con las sugerencias que tal figura suscite, se actuará en un sentido o en otro. Es decir: se trata, no de interpretar un vaticinio, sino de crearlo, de actuar sobre él hasta adecuar a nuestra voluntad lo que en apariencia es sólo una feliz mezcla de inspiración y azar. A título meramente orientativo diré que la aparición del emperador de China, pongamos por caso, es una excelente señal. La serpiente, mala, en contraste con el dragón. Y con los vientos norte y este.

Años atrás, hallándome a punto de empezar a cenar, solo en la penumbra del comedor, se abrieron repentinamente las puertas y, al otro lado, radiante de luz, rodeando una gran mesa dispuesta para el banquete, cuantos allí se hallaban presentes rompieron en aplausos y felicitaciones, un numeroso grupo de familiares, amigos y convecinos allí reunidos a fin de celebrar mis bodas de oro en el desempeño de determinadas funciones. Imaginaban así darme una sorpresa, equivalente, aunque de distinto signo, a la que creen dar el juez, el alcalde y sus hombres cuando irrumpen en la celda del condenado para anunciarle el inmediato cumplimiento de la sentencia, y yo les dejé con la ilusión, fingiéndome confuso y deslumbrado. Suelo hacerlo con frecuencia, renunciando del todo, como he renunciado a luchar contra la incredulidad popular, a que la gente acepte la evidencia de que ni el dato más recóndito puede escapar a mi percepción, no ya los hechos, los pensamientos o los sueños, sino incluso las sensaciones, ver, por ejemplo, al joven Carlos entrando en una farmacia próxima a su casa, y captar cuanto él ve, piensa y siente mientras lo hace, a la vez que cuanto hacen su Mariana y el farmacéutico, Mariana aguardando ante el mostrador, el farmacéutico acompañándole a la trastienda, preparando la inyección sin parar de hablar, preguntándole incidentalmente si no será alérgico, y el joven Carlos contestando incidentalmente que no, justo en el instante en que nota el vértigo en la punta de la lengua y cae, las piernas como fundiéndose, como transformándose en cola de pez, persuadido de que dice me parece que me estoy mareando, sin oír los gritos del farmacéutico pidiendo que llamen a urgencias, ya que él cree estar preguntándole que si lo que tiene es tétanos, y que el farmacéutico mueve afirmativamente la cabeza y dice ajá, y el joven Carlos se entretiene contemplando la pecera con estrellas de mar en la que no había reparado antes, y las cambiantes combinaciones geométricas de las baldosas del suelo, como de caleidoscopio, y la mujer vestida de negro que asoma la cabeza, algo desdibujada su figura por esa serie de infusorios que vibran en el aire, visita imprevista que le impulsa a decir al farmacéutico que no deje asomarse a Mariana, ya que podría impresionarse, como si realmente pudiera decir algo mientras coletea en el suelo como un pez fuera del agua, así de boqueante y de espasmódico, como si efectivamente fuese a ver, oír, hablar o respirar de nuevo alguna vez, imposible como ya era hacer volver a latir el corazón aquel cuando a los pocos minutos, haciendo sonar la sirena, llegó el coche de urgencias, y ella, la enfermera o doctora o comadrona o lo que fuese, le cerró los ojos.

El banquete que se prepara me brindará la oportunidad de dirigirme a los comensales. Desenmascarar al Moro, por supuesto. Pero, más que hablarles, prefiero hacerles ver el alcance de mis poderes, enfrentarles una vez más a la evidencia de que yo soy yo y lo que está contra mí. En definitiva, la claridad con que veo el futuro no se limita al para ellos incomprobable futuro lejano, a lo que ha de suceder dentro de milenios, no tan distinto, por otra parte, a lo que –como la rotación de las estaciones– ha sucedido ya en el pasado. Con igual claridad que lo lejano veo lo próximo, el futuro inmediato, la Nochebuena, el nuevo año, la adoración de los Reyes a modo de preludio ritual y motivo de la ya inminente entrada de las tropas salvadoras enarbolando sus enseñas color rosa de Epifanía. Lo veo sin necesidad siquiera de proponérmelo, pues, como un gran pájaro que remonta el vuelo en flecha gracias al impulso de sus poderosas alas, rozando casi las escabrosas rocas de un despeñadero, así me elevo yo sobre los límites de la naturaleza en apariencia insalvables, para luego planear con júbilo por encima, muy por encima, de las cotidianas miserias en que se afana el ser humano.