PRÓLOGO
Supongo que, a las puertas de un libro como éste, de tan intimidante envergadura, conviene no irse por las ramas y animar al lector a que se atreva a emprender una travesía que se le puede antojar ardua, además de larga. Así que comenzaré por volcar, a modo casi de reclamos publicitarios, unas cuantas afirmaciones gruesas, dejando para luego los argumentos capaces de sostenerlas.
Diré, de entrada, que Antagonía es una de las grandes novelas del último siglo; comparable en sus logros, y no sólo en su ambición, a títulos como Retrato del artista adolescente, de James Joyce, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, o El hombre sin atributos, de Robert Musil. No son ejemplos tomados al azar, sino escogidos –entre otros posiblesen razón de los paralelismos que cabe establecer entre ellos y determinados aspectos de Antagonía. Ésta es, en no escasa medida, una novela sobre la formación de un escritor; ofrece un cuadro muy revelador de toda una sociedad, observada con extraordinaria perspicacia crítica; y entraña una sutil teoría del conocimiento basada en las reminiscencias que en la conciencia del sujeto despiertan tanto el acto de escribir como el de leer.
Ligada a esta teoría del conocimiento, Antagonía propone una de las más exhaustivas, rigurosas y profundas indagaciones que nunca se hayan emprendido sobre la creación literaria, entendida como un ámbito en el que el lenguaje convoca sentidos que comúnmente encubre. De esta indagación se desprende una implacable denuncia del poder enmascarador de la palabra, y una radical concepción de la novela y de los presupuestos a partir de los cuales cabe plantearse en la actualidad el ejercicio de este género.
En el contexto particular de la narrativa española, Antagonía, publicada entre los años 1973 y 1981, contiene, además, una lúcida recapitulación del período histórico y cultural que por entonces concluía –el del franquismo– y una severa impugnación de las retóricas de todo tipo, incluidas las literarias, que prosperaron durante el mismo. En el momento de su aparición, la novela señalaba rumbos hacia los que, sacando partido al camino recorrido hasta entonces, la narrativa española bien hubiera podido orientarse, si por esas mismas fechas la mayor parte de los nuevos novelistas, y algunos de los ya veteranos, no hubiera optado por vías prácticamente opuestas, en las que cobraban renovada vigencia muchas de las convenciones que Antagonía relegaba a un segundo plano o, sencillamente, daba por superadas.
Finalmente, Antagonía ilustra espléndidamente, como muy pocas otras novelas o documentos literarios, las transformaciones de la sociedad española durante las décadas de los sesenta y setenta, proporcionando, en múltiples pasajes de extraordinaria agudeza y comicidad, atisbos muy iluminadores de la mentalidad, de las actitudes, de las tendencias de todo signo (incluidas las ideológicas, en su más amplio sentido) que determinaron el desarrollo de la tan cacareada Transición a la democracia, y que, contra todo pronóstico, se prolongan en la actualidad, lo cual da bastante que pensar.
Si el lector ha llegado hasta aquí sin haber leído previamente la novela, lo mejor sería que, sin continuar este prólogo, se decidiese de una vez a juzgar por sí mismo el acierto y los alcances de lo que se lleva dicho. Lo que sigue son apenas unas pocas consideraciones que tanto valen para encuadrar y orientar la lectura como para contribuir a sedimentarla.
Antagonía se gestó a lo largo de casi veinte años. Luis Goytisolo ha contado cómo «sus líneas maestras cristalizaron en cuestión de pocas horas algún día de mayo de 1960». Fue durante su encierro en la cárcel de Carabanchel, en las semanas que permaneció allí sometido a un severo régimen de aislamiento, tras su ingreso en prisión a consecuencia de su pasada militancia comunista. «El núcleo estructural entonces creado prosiguió su desarrollo en forma de notas y más notas, pero no comenzó a cobrar entidad real hasta el 1 de enero de 1963.» Para entonces, Goytisolo ya tenía claro el plan general de la novela, y muchos de sus detalles. Las últimas líneas de Antagonía, sin embargo, no fueron escritas hasta el 16 de junio de 1980, justamente el día, sí, en que se celebra el Bloomsday.
Con sólo veintitrés años, Luis Goytisolo había obtenido en 1958 el Premio Biblioteca Breve con Las afueras, su primera novela. Desde entonces, se acumulaba sobre él una gran expectativa, que sólo a medias satisfizo su segunda novela, Las mismas palabras (1963), que él siempre ha considerado fallida, y que apareció el mismo año en que empezó a escribir Antagonía, donde ajusta cuentas con ella. Resulta admirable que un escritor tan joven aún, y tan prometedor, como era Luis Goytisolo en 1963, se abstuviera de publicar nada durante casi diez años, ocupado en un proyecto de la ambición de Antagonía. Pero lo cierto es que, pese a tener muy claro el plan de la novela, Goytisolo no previó la extensión tan grande que iba a adquirir. De ahí que, llegado un momento, se resolviera a publicarla por entregas, persuadido de la necesidad de «contar con cierto número de puertos si quería llevar a buen término el periplo».
La novela, así, comenzó a publicarse mucho antes de ser enteramente concluida, lo cual había de tener importantes consecuencias en el tipo de recepción de que se hizo objeto, y en su recta comprensión. Aunque desde un principio se dejó claro que se trataba de una tetralogía, el valor de este concepto resulta insuficiente para sugerir el tipo de vínculo que une sus diferentes partes. Éstas fueron leídas como piezas en buena medida autónomas, y lo que es peor: dada la distancia de varios años que medió entre la aparición de cada una de sus entregas, fueron muchos los que leyeron una u otra aisladamente, sin conexión con las demás. Todavía hoy se oye mencionar los diferentes «libros» que integran Antagonía como novelas independientes, segregadas del conjunto más amplio al que pertenecen. No se destaca lo bastante que, por mucho que en su interior incluya varias (no sólo cuatro), se trata de una sola novela cuyas intenciones resulta imposible apreciar si no se recorre enteramente, como ocurre con En busca del tiempo perdido (a nadie se le ocurre referirse a El mundo de Guermantes o a El tiempo recobrado como novelas independientes), o como ocurre con El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, por mencionar otro título al que Antagonía ha sido insistentemente comparada por quienes han buscado precedentes a su colosal empeño.
La primera edición de Antagonía corrió a cargo de la editorial Seix Barral, que publicó Recuento en el año 1973 (en México, dado que en España el libro fue secuestrado por el Juzgado de Orden Público y no se pudo distribuir hasta 1975). Los verdes de mayo hasta el mar apareció en 1976; La cólera de Aquiles, en 1979, y Teoría del conocimiento en 1981. En 1983 la novela fue reeditada por Alfaguara como número 100 de su colección literaria, de nuevo en cuatro volúmenes, hermosamente diseñados por Enric Satué. Los cuatro fueron publicados simultáneamente y en ellos se destacaba muy llamativamente, por encima del de cada volumen en particular, el título general de la obra. Se trataba, en palabras del propio Goytisolo, de «la primera edición propiamente dicha» de Antagonía. A esta edición –revisada por el autor y que es la que ha servido de base para la presente– siguió en 1993 una edición en bolsillo, en Alianza, también en cuatro volúmenes, y aun otra más, de nuevo en bolsillo, por Plaza & Janés, el mismo año. Alfaguara aún había de reeditar la novela en 1998, esta vez en dos volúmenes en cuya portada aparecía únicamente el título general: Antagonía (I y II). Se trataba así de paliar, muy tardíamente, la tendencia a leer la novela fragmentariamente, algo que seguía ocurriendo aun a pesar de que, desde la edición de 1983, no cabían dudas sobre el hecho de que se trataba de una sola obra. La mejor manera de salir al paso de todo malentendido, sin embargo, era publicar Antagonía en un único volumen, que hiciera inevitable afrontarla en su conjunto. Y éste es el objetivo que cumple por fin esta edición, más de treinta años después de concluida la novela.
Leer Antagonía en su conjunto modifica las lecturas parciales que puedan haberse hecho de sus entregas sucesivas. Quien la leyó en el transcurso de varios años, difícilmente pudo percatarse cabalmente del apretado tejido de alusiones y correspondencias, algunas muy sutiles, que establecen entre sí las diferentes partes de la obra. Ésta es una de las razones –más allá de sus dimensiones descomunales, disuasorias para muchos, y de un título desconcertante– que explican que, aun reconocida unánimemente como una obra mayor de la narrativa española, Antagonía haya mantenido durante todo este tiempo una posición en cierto modo dislocada dentro de aquélla. Ocurre como si la potentísima carga que la novela contiene deflagrara lentamente, habiéndose perdido la oportunidad de hacerla explosionar con un único estallido.
¿Cabe pretender que, de haberse publicado desde el primer momento en un único volumen como este que el lector sostiene entre sus manos, la fortuna de la novela hubiera sido distinta y hubiera tenido un impacto superior al que obtuvo? Pienso al escribir esto en el caso reciente de 2666, de Roberto Bolaño, novela póstuma que hasta última hora se vaciló entre publicarla por partes o en un único volumen de dimensiones tan intimidantes como las de éste. Finalmente se optó por la segunda posibilidad y no cabe duda sobre el acierto que ello supuso, dada la extraordinaria impresión que produjo el libro, sin duda muy superior a la que hubiera producido cada una de sus partes por separado.
En el caso de Antagonía, ¿qué habría pasado si en 1981 se hubiera publicado como por fin se hace ahora? ¿Estaban los lectores españoles, en general, bien dispuestos para apreciar un empeño de estas características? Podría pensarse que sí, dado que se trata de una novela que, como se ha dicho, transmite como pocas el pulso de la sociedad española de aquellos tiempos; dado también que propone un apasionante juego de espejos que la convierten en cima insuperable de una corriente que, desde comienzos de los años setenta, no ha dejado de gozar, en España y fuera de ella, de una amplia aceptación: la de la llamada metaliteratura, en la que la figura misma del escritor y las vicisitudes de su creación acapara un importante protagonismo.
Considerado retrospectivamente, sin embargo, y aun desde la seguridad de que el impacto de la novela habría sido bastante superior de haber sido publicada en un solo volumen, cabe mostrarse escéptico acerca del tipo de acogida que la cultura española en su conjunto estaba dispuesta a brindar en aquel entonces a una obra como ésta. ¿Por qué?
En 1975, cuando Recuento, la primera entrega de Antagonía, se publicó por fin en España, se hubiera dicho que un libro como ése, que en fecha tan oportuna proponía un implacable «recuento» de la deprimente realidad que empezaba a quedar atrás, concernía vivamente a un amplio sector de lectores que habían pasado por experiencias semejantes a las de su protagonista o que podían sacar buen provecho de asomarse a ellas. Y así fue, en efecto, pero sólo hasta cierto punto. Ese mismo año de 1975 fue el de la publicación de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, y fue esta novela, mucho más que Recuento, la que catalizó la atención de los lectores españoles, se diría que resueltos a desentenderse del período recién cancelado y atraídos masivamente por la inteligente y entretenida manera con que Mendoza contaba un caso criminal ambientado en la Barcelona de comienzos de siglo (la misma ciudad, por cierto, que tan importante presencia tiene en Recuento).
En 1981, por otro lado, justo el año en que, con la publicación de Teoría del conocimiento, concluía la de Antagonía, se publicó con gran éxito de público y de crítica Belver Yin, de Jesús Ferrero, saludada por muchos como el disparo de salida de lo que en adelante iba a conocerse como «nueva narrativa española», etiqueta que sirvió para nombrar una abigarrada multiplicidad de propuestas novelísticas cuyos rasgos más recurrentes iban a ser un cierto adanismo en relación con el género mismo, la restauración de una narratividad muy sujeta a las viejas convenciones, la ostentación de un cosmopolitismo a menudo impostado y el estricto desentendimiento del pasado inmediato, así como de todo amago ya no de politización sino de simple incursión crítica en el presente.
Justamente lo contrario de lo que entraña una novela como Antagonía, cuya poética, por otro lado, insiste en las significaciones que inevitablemente pone en juego el acto de escribir –y de leer–, y el carácter relativamente accesorio de la mayor parte de los elementos que se juzgan constitutivos de una novela: argumento, descripciones, personajes, diálogos.
No, a la vista de como sucedieron las cosas no parece probable que, pese a las numerosas razones que podían haberla señalado como un hito destinado a irradiar una influencia decisiva en el desarrollo de la narrativa inmediatamente posterior, Antagonía hubiera alcanzado a ejercer esa influencia, aun publicada en las mejores condiciones. Baste pensar en que, pocos meses antes de la aparición de Teoría del conocimiento, se publicó la obra cumbre de Juan Benet, Saúl ante Samuel (1980), sin que el impacto de esta novela excepcional fuera apenas apreciable –pese a ser Benet, a diferencia de Luis Goytisolo, un escritor de importante ascendiente sobre un buen puñado de escritores más jóvenes que él, y muy dado a polémicas intervenciones, no sólo en en el campo literario. En el caso de Benet, el ímprobo esfuerzo que reclamaba la lectura de su libro puede explicar el estupor con que fue recibido. Como sea, justo al comienzo de «la pleamar de los ochenta» –como había de bautizarla Francisco Rico–, Saúl ante Samuel y Antagonía colocaban la narrativa española a una altura, a un nivel de calidad y de reto, que desbordaba con mucho las pretensiones y los recursos puestos en juego por la mayor parte de sus contemporáneos, sobre todo los pertenecientes a promociones posteriores, no tanto intimidados por estos modelos como decididos a emprender una trayectoria más acorde con el espíritu propio de lo que cabe entender por cultura de la Transición, impregnada de una nueva sociabilidad que tenía mucho de comercial.
Alguna vez se quejó Benet de la «tibia y dispersa recepción crítica» que tuvo Saúl ante Samuel. No es el caso, ni mucho menos, de Antagonía, que, a pesar de cuanto se lleva dicho, y sin que suponga ninguna contradicción, fue objeto, ya desde su primera entrega, de lecturas muy perspicaces. De hecho, asombra, en retrospectiva, tanto el caudal como el nivel de las reseñas y comentarios que mereció la novela, por parte tanto de críticos profesionales como de escritores y estudiosos en general. Apenas dos años después de concluida su publicación, Anagrama editó un volumen, El cosmos de «Antagonía» (1983), que recogía un buen puñado de contribuciones críticas sobre ella, en las que se incluían espléndidos trabajos de Ricardo Gullón, Gonzalo Sobejano y Luis Suñén, entre otros. Como escribía Salvador Clotas en la introducción, se trataba de un volumen excepcional, en cuanto revelaba «una capacidad crítica que no suele ser, desgraciadamente, la más frecuente en nuestro ámbito cultural». Pero ya antes las sucesivas entregas de Antagonía habían recibido en los más distintos medios comentarios puntualísimos y en ocasiones muy penetrantes, como los de José Ángel Valente y Guillermo Cabrera Infante sobre Recuento; como –muy en particular– los de Pere Gimferrer, sobre Recuento y sobre Los verdes de mayo hasta el mar.
El repaso de estos y otros comentarios pone de manifiesto un nivel de receptividad crítica casi inimaginable en el presente. Y deja bien patente una cosa: ninguno de los lectores que ha tenido Antagonía, por exigentes que fueran, ha dejado de apreciar su valor y su mérito extraordinarios.
Al poco de concluida la novela, Guillermo Carnero se refería a ella como «una de las empresas narrativas de mayor complejidad y riqueza en el ámbito de la novela española posterior a la Guerra Civil». Un juicio que se superponía a las altísimas calificaciones que habían ido cosechando las sucesivas entregas de la novela en el momento de su aparición. Así, por ejemplo, Pere Gimferrer saludó Recuento como «una de las cuatro obras más importantes de la narrativa española de posguerra», al lado de Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, Volverás a Región, de Juan Benet, y Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo. Una valoración que, transcurridos unos cuantos años, ya completada la publicación de Antagonía, probablemente no hiciera más que reafirmarse, y a la que cabe hacer una apostilla: en los cuatro casos se trata de novelas inmersas en proyectos narrativos de largo aliento. (En el caso de Martín Santos, la muerte le impidió prolongar su planeada trilogía La destrucción de la España sagrada, de la que se rescató póstumamente Tiempo de destrucción; en el caso de Benet, cabe entender Saúl ante Samuel como la culminación del programa estilístico expuesto en La inspiración y el estilo y emprendido con Volverás a Región; en el caso de Juan Goytisolo, Reivindicación del conde don Julián se inserta en la que el propio autor ha bautizado como Trilogía del mal, a la que pertenecen Señas de identidad y Juan sin Tierra.)
Como sea, más que en ninguna de estas otras novelas, y de los importantes proyectos en que se encuadran, Antagonía permanece en suspenso, por así decirlo, sobre la más reciente literatura española, y así es en cuanto no ha dejado de interpelarla tácitamente a través de su propia manera de concebir la escritura narrativa, conforme a unos presupuestos que dejan a un lado, por decirlo con palabras del propio Luis Goytisolo –escritas, todo sea dicho, ya mucho tiempo atrás, pero válidas todavía–, «todos los apriorismos teóricos formulados sobre la novela en los últimos cincuenta años».
A este respecto, si por un lado Recuento, el primer libro de Antagonía, contiene una severa crítica de la estética realista que de modo tan determinante marcó la narrativa española de los años cincuenta y sesenta, en las sucesivas entregas de la obra se va perfilando gradualmente una forma de novelar que no sólo ampara una poderosísima voluntad de estilo sino que propone un molde idóneo en el que, junto a los conflictos a los que sirve de escenificación, la escritura se revela capaz de atrapar la compleja y cambiante realidad del mundo.
Pero va siendo el momento, antes de continuar, de procurar al lector que aún no la tiene una idea, por superficial que sea, de cuál es el «argumento» de Antagonía. Y nadie mejor que el propio autor para hacerlo.
«En líneas muy generales, y limitando drásticamente la diversidad de lecturas que ofrece el texto –declaraba Luis Goytisolo en una entrevista inédita–, se podría decir que Recuento es la biografía de un hombre», Raúl Ferrer Gaminde, contada hasta el momento en que, desprendiéndose de cuanto se lo ha impedido durante años, encuentra por fin el cauce adecuado para dar rienda suelta a su vocación de escritor. «Los verdes de mayo hasta el mar –continúa Goytisolo– nos ofrece la vida cotidiana de ese hombre, que ya escribe, mezclada con sus notas, con sus sueños, con sus textos. La cólera de Aquiles es el libro que tal vez desorienta más al principio, porque, en apariencia, poco tiene que ver con nuestro protagonista: el relator ya no es Raúl, ni en tercera persona ni en primera, sino una antigua amante y prima lejana, Matilde, que nos da su propia imagen del mundo de Raúl y que convierte a Raúl en protagonista implícito. El Aquiles es una obra dedicada a Raúl: es como la tierra vista desde la luna. Finalmente, Teoría del conocimiento es la obra de Raúl, una obra escrita por Raúl» que asume su propia experiencia biográfica, volcada en Recuento; su experiencia de escritor, de la que ofrece significativos atisbos Los verdes de mayo hasta el mar, y otros elementos de los que se tiene noticia indirecta a través del testimonio de Matilde.
En Teoría del conocimiento se encuentra un pasaje que ofrece una versión invertida de esta apurada síntesis. Leemos allí cómo Ricardo Echave, cuyas notas ocupan el centro de esa novela (la novela de Raúl, recuérdese), acaricia el proyecto de escribir «una obra compuesta por diversos libros articulados conforme al siguiente esquema: a partir de un relato A, que se ofrece al lector como un todo acabado, explorar el contorno real de B, el autor de A, considerándolo exclusivamente desde fuera, a modo de personaje visto por otros personajes; aproximarse, a continuación, a los orígenes de A, al proceso de gestación de la obra, las notas tomadas, los escritos previos, a ser posible en el contexto en que fueron escritos –realidad cotidiana, sueños, etcétera–, para concluir, finalmente, con una reconstrucción de la vida de B. Esto es: incluir al autor en la obra y, con el autor, el tiempo, el tiempo que torna a ese autor el desarrollo de la obra» (p. 1041).
Pere Gimferrer acertó al decir, a propósito de Recuento, que el suyo era «un arte del tiempo y de la estructura». No hay mejor modo de sintetizar el proceder de Antagonía en su conjunto, animada como está por el propósito de «incluir el contexto en el texto, presente el autor no menos que el lector entre los personajes, y como ellos insertos uno y otro en la trama» (p. 1042).
Juan Goytisolo, por su parte, ha señalado cómo «el arte literario de Antagonía –el desenvolvimiento centrífugo de un texto cuyo lenguaje se expande mediante un conjunto de asociaciones, símiles y metáforas de raíz posiblemente proustiana– podría cotejarse hasta cierto punto con el del autor de À la recherche… en la medida en que ambos incluyen al autor en la obra y junto a él el tiempo que le lleva su gestación material de la novela; pero de un Proust que hubiese inserto en aquélla no sólo el Jean Senteuil sino las primeras y balbuceantes versiones de la misa».
El artificio entero de Antagonía está diseñado para que, cuando el lector emprende finalmente la lectura de Teoría del conocimiento –la novela de Raúl Ferrer Gaminde, el texto que corona y que trasciende el radical empeño de Antagonía, el que abre la novela misma a rumbos más inexplorados y más nuevos–, se halle en posesión del tejido de referencias al que remite la mayor parte de los elementos presentes en este libro, en condiciones de apreciar cómo los elementos de la realidad se transforman en la escritura, y de captar las resonancias que su empleo cobra en la mente de su autor, además de en la suya propia.
Para conseguir esto, Luis Goytisolo no sólo ideó el mecanismo básico que se acaba de esquematizar muy sucintamente: también dispuso, a modo de correlato sumergido, una amplísima malla de motivos recurrentes que recorren la novela entera, que establecen entre sus distintas partes conexiones apenas perceptibles a veces, que actúan casi subliminalmente, y que contribuyen a dotarla de la conveniente densidad (densidad de tiempo, de experiencia acumulada). En la misma novela se alude a la forma en que estos motivos operan en el texto (p. 1040), mediante un procedimiento de prefiguración y posfiguración de los que –conforme avanzase revelan como sus temas centrales. Se trata por lo común de imágenes de gran carga metafórica que se repiten en diferentes lugares de la novela –como, al comienzo y al final de la misma, la de ese oficial montado sobre un caballo blanco–, pero también de situaciones, de escenas, de personajes que aparecen y reaparecen a veces bajo situaciones diferentes, bajo disfraces distintos.
En otro nivel cabe situar los motivos –asimismo recurrentes– que actúan como reflejos de la propia novela, en cierto modo ilustrándola. Así, por ejemplo, ese mapa de la Ciudad Ideal (tácitamente contrapuesta a la muy real ciudad de Barcelona) cuyo diseño trasluce el de la estructura de Antagonía. O las referencias a los cuadros de Velázquez (Las Meninas, Las hilanderas, Las lanzas), que proporcionan un correlato gráfico al modo en que esa estructura se escenifica. O las menciones a Dante y su Comedia, que cumplen parecida función. Y luego están, actuando subrepticia pero muy significativamente, recursos como el de la sutil organización de la obra a partir del número 9, «el único número cuyos múltiplos, reducidos a una cifra inferior mediante sumas sucesivas de los elementos que los componen, da siempre como resultado el propio número 9. Así: 9 × 3 = 27 = 2 + 7 = 9» (pp. 666-667).
«Es una cuestión de peso –ha declarado Luis Goytisolo respecto a la sofisticada urdimbre de Antagonía–, de espacio, de equilibrio, que cuenta no menos que la composición de un cuadro o la de una sinfonía, dos tipos de obra con los que, en cierto modo, podría asimilarse Antagonía, y en los que desde siempre se ha hecho más evidente la preocupación estructural. Que luego la estructura no sea visible, que parezca haber sido retirada como se retira un andamio una vez terminada la construcción, no tienen nada de particular; su función es ésa, la de ser asimilada por el lector sin ser percibida. Tampoco el lector suele contar el número de sílabas o de versos del poema que lee.»
De todo intento de describir el complejo tinglado narrativo de Antagonía queda inevitablemente sustraída la naturalidad con que se articula, la amenidad con que se despliega, siempre al servicio, como se viene insistiendo, de una deslumbrante reflexión sobre la naturaleza del acto creador y sobre el tipo de conocimiento a que da lugar. No tiene demasiado sentido tratar de glosar los alcances de esa reflexión, pues se trata de algo que se desgrana muy matizadamente del recorrido de la novela entera, y que encuentra inmejorables formulaciones en pasajes a veces muy explícitos de la misma, como esas mencionadas notas de Ricardo Echave en Teoría del conocimiento, en las que aparecen en buena medida recapitulados muchos de los vislumbres dispersos por todo el texto.
Al comentarista de Antagonía le suele embargar un cierto sentimiento de redundancia, dado que se las tiene con una novela que –pues de eso trata– lo dice todo de sí misma. Muy sumariamente, y sucumbiendo casi inevitablemente a la tentación de encabalgar una cita tras otra, cabe apuntar que el núcleo en torno al cual se despliega la novela entera es la intensa experiencia de que «el autor, al proyectarse en su obra, se crea a sí mismo al tiempo que crea su obra» (p. 660). La escritura creadora, cualquiera sea la forma que adopte, vendría a constituir la «expresión objetivada de la conciencia y, sobre todo, del inconsciente del autor» (p. 646). En cuanto tal, es decir, en cuanto «expresión objetivada», se constituye en campo de proyección no sólo de las obsesiones y de los conflictos del autor, sino también del lector, dado que «el fenómeno de la lectura es la sombra, el negativo del fenómeno de la escritura» (p. 886). De ahí que el sentido último de una obra de ficción no haya que buscarlo «en el texto, ni en su autor, ni en el lector, sino en la relación que vincula la obra con uno y otro, relación a través de la cual aquélla cobra vida, se vivifica, a la vez que ilumina la figura del autor lo mismo que la del lector» (p. 1090).
Antagonía toda, por decirlo nuevamente, surge del desentrañamiento de ese «momento áureo» en el que –cuando da por fin, durante su encierro en la cárcel, con su propia vena de escritor– Raúl, el protagonista de la novela, se siente embargado por «la sensación de que por medio de la palabra escrita, no sólo creaba algo autónomo, vivo por sí mismo, sino que en el curso de este proceso de objetivización por la escritura, conseguía al mismo tiempo comprender el mundo a través de sí mismo y conocerse a sí mismo a través del mundo» (p. 499).
El énfasis puesto en la palabra escrita como desencadenante de ese «proceso de objetivización» que Antagonía trata de reconstruir analógicamente –constituyéndose ella misma en la novela de una novela– obtiene todo su alcance y su relieve en acusado contraste con la muy contundente crítica que en la novela se hace del «poder asignativo de la palabra, su facultad de estereotipar la vida cotidiana, de interponerse entre uno y las cosas, entre uno y los otros, entre uno y sí mismo» (p. 362). Mientras busca todavía su camino como escritor, Raúl constata una y otra vez, perplejo, la tendencia natural del lenguaje a esclerotizarse, a encubrir la realidad. Y a lo largo de toda Antagonía, pero muy especialmente en Recuento, se despliega un imponente arsenal de recursos para mostrar cómo ocurre así.
«La identidad del narrador futuro, cuya existencia anuncian los últimos tramos de Recuento, se construye, en verdad, contra la cristalización ideológica del lenguaje, contra lo que en cualquiera de las vertientes de la ocupación ideológica constituiría, con uno u otro signo, un lenguaje totalitario o paralizante», escribió con acierto José Ángel Valente acerca de la primera entrega de Antagonía.
Por su lado, Pere Gimferrer destacó –también a propósito de Recuento– el peso que en este libro tiene lo que él mismo bautizó muy felizmente como «la parodia impasible», entendiendo por tal «la parodia basada no en la deformación o caricaturización de los datos del caso, sino en su transcripción fidelísima y escueta pero descontextualizada, de modo que, al aislarla de su contexto habitual y confrontarla con otros, se convierta en un ejemplo de discurso irracional pese a su apariencia o, mejor dicho, pretensión, de máxima racionalidad».
«Este procedimiento –continúa Gimferrer– requiere, de una parte, una capacidad singular de observación, de recreación del lenguaje hablado», algo para lo que, como el mismo Gimferrer observa, Luis Goytisolo se halla excepcionalmente dotado, al igual que buena parte de los escritores de sus misma franja generacional, formados en la práctica del behavorismo. Y requiere, además, de una formidable «aptitud para el pastiche, ya sea de un género literario existente o de la convención lingüística de un grupo social determinado».
Goytisolo es maestro insuperable en las dos cosas, y en consecuencia Antagonía entera, y no sólo Recuento, contiene un amplio repertorio de conductas verbales de todo tipo en las que se pone de manifiesto, por lo general con efectos extraordinariamente cómicos, las maneras tan variadas en que el lenguaje contribuye a la idiotización del sujeto, a su inconsciente alineamiento dentro de un estereotipo previo. En este sentido, Gimferrer (cuya perspicacia crítica fraguó, por el mismo período en que se publicó Antagonía, algunas de las más certeras reseñas que nunca se hayan escrito en lengua española) destacó ya hace mucho cómo «Luis Goytisolo posee quizá como ningún otro escritor peninsular actual [corría el año 1973] el don de la transcripción de la estupidez, de lo ridículo o desaforado, la convención vacua o la incoherencia»; un don que ha conservado siempre y que, sin restar un ápice a la profundidad de sus planteamientos, siembra la lectura de sus obras –incluida Antagonía– de impagables carcajadas.
El fino oído de Goytisolo para la captura de conductas verbales necias, ridículas, viciosas o directamente aberrantes recuerda el de Karl Kraus en la Viena del primer tercio del siglo XX. Mediante «la parodia impasible» registra Goytisolo, una sobre otra, lo que Elias Canetti –discípulo de Kraus– denominaba «máscaras acústicas», nombre con el que bautizó el uso particular que las personas suelen hacer del lenguaje y que es característico de los límites que imponen a su relación con la realidad.
Canetti nunca dejó de asombrarse de la «rotundidad», de la «firme obcecación» con que a menudo dichas «máscaras acústicas» excluyen cuanto queda por decir del mundo («la mayoría, todo»); una y otra vez se escandalizaba ante el hecho de que, en lugar de abrirse a esa riqueza, los seres humanos prefieran aferrarse a unas pocas palabras, reservándose «un solo atributo: tener que repetirse y repetirse incesantemente». Y bien: toda Antagonía (que en este aspecto se emparenta también con Auto de fe, la única y portentosa novela de Canetti) está plagada, como se viene diciendo, de minuciosos e infalibles registros de este tipo de conducta lingüística. Baste traer aquí, muy sucintamente, la patética imagen del padre de Raúl, anciano ya, obsesionado con disfrazar su propio fracaso con «una historia remodelada con el tiempo». «Hablaba –se nos dice– como quien ante un magnetofón ensaya diversas variantes de un mismo discurso» (p. 409); «desplegaba su artillería verbal contra aquel indeseable que le había caído, que le había tocado por cuñado, el bohemio, el fracasado, el sinvergüenza, la ignominia de su familia política, etcétera, para acabar invariablemente en lo de si tu pobre madre lo viera, etcétera, etcétera, elementos de una retahíla fijados y ordenados, a fuerza de repetidos, en una especie de letanía» (p. 608).
La «parodia impasible», por otro lado, se ceba particularmente, sobre todo en Recuento, en cuatro discursos ideológicos que marcan en particular la educación de Raúl: el del falangismo más o menos afín al franquismo triunfante, el de la resistencia comunista, y el de los nacionalismos español y catalán. Las procelosas tiradas correspondientes a estos últimos resuenan con alarmante familiaridad en los oídos del lector de hoy. No ocurre así con la retórica falangista, ya completamente obsoleta. En cuanto al discurso de la resistencia comunista –que Goytisolo conoció muy de cerca–, su «transcripción fidelísima» documenta algo más que lo que pudiera parecer a muchos unas reliquia ideológica: permite a cualquier lector de hoy hacerse cargo retrospectivamente de algunos de los motivos por los que el importante capital tanto político como moral del que gozaba el Partido Comunista bajo la dictadura de Franco quedó dilapidado en apenas una década.
La progresiva hipertrofia y mutuo solapamiento de estos discursos –conforme a un proceso de mutua interacción que va mucho más allá del empleado por Joyce en su Retrato del artista adolescente; que se sustenta, de hecho, en una capacidad para mimetizar, parodiar y superponer hablas y estilos que recuerda el Ulysses– produce la fenomenal algarabía de Recuento, que precipita la toma de conciencia, por parte de Raúl, del poder redentor de la escritura. En el resto de Antagonía, comprometido ya Raúl con su destino de escritor, el arte paródico de Luis Goytisolo se dedica a registrar, de modo menos abrumador pero igualmente incisivo, los discursos latentes en la sociedad española del tardofranquismo, aupada desde los años sesenta a una cierta prosperidad y a una tímida apertura a consecuencia del boom turístico.
A partir de Los verdes de mayo hasta el mar, la mirada de Goytisolo se centra sobre todo –pero no únicamente– en las actitudes de una nueva y emergente burguesía acomodada, ideológicamente evolucionada, sexualmente liberada, y progresivamente captada por un modelo de vida consumista. El certero retrato que Goytisolo hace de este sector social ofrece especial interés en cuanto corresponde, en amplia medida, al sector que lideró la transición española a la democracia, tanto desde el punto de vista político como cultural, y que terminó por alumbrar una nueva plutocracia. Se trata de un sector legitimado por su militancia en la resistencia antifranquista, de la que se zafó oportunamente y que le permitió desentenderse, llegado el momento, de su ideario progresista, o mejor dicho: promover políticas neoliberales desde un imperturbable sentimiento de representar a la izquierda. Resulta altamente instructiva, en una lectura actual de Antagonía, la vigencia que, transcurridos treinta años, mantiene el retrato de este sector social, índice bien elocuente de su perduración y apoltronamiento. Como resultan instructivas, asimismo, las perspectivas que la novela traza sobre el ascendiente que sobre este sector han tenido los idearios nacionalistas.
La irrupción gradual, durante el desarrollo de Recuento, de «la parodia impasible», es simultánea a la de otro recurso estilístico que, aún más que aquél, termina por ser el más característico de Antagonía. Me refiero ahora al empleo, por parte de Luis Goytisolo, de amplias comparaciones cuyos términos, muy dispares entre sí, se yuxtaponen con tal prolijidad de detalles que la atención del lector tiende a distraerse del supuesto nexo que había de justificar la comparación para quedar absorta en el interés de cada uno de los términos por sí mismo.
Gonzalo Sobejano ha hecho un excelente análisis de este recurso estilístico, señalando cómo constituye «un modo de ejemplificar el espectáculo de la realidad configurada por la escritura mediante un tejido de correlatos latentes». Procedimiento acorde –subraya Sobejano– con la convicción, expresada por el narrador de Los verdes de mayo hasta el mar, de que «junto a una cosa hay siempre otra, y otra contrapuesta y otra colateral y otra anterior que la contradice y niega, que la altera y confunde hasta el punto de obligarnos a reconsiderar la hipótesis inicial, la cuestión de si es realmente la estructura un instante del proceso o es el proceso una mera línea de la estructura: el suprarrelato y el infrarrelato, los dos verdaderos niveles de una obra, en relación a los cuales el relato en sí hace de simple vehículo» (pp. 647-648).
El carácter peregrino, cuando no directamente disparatado, de las asociaciones establecidas tiene a menudo un potente efecto humorístico, como ilustra bien esta comparación relativamente breve en la que, hallándose Raúl en la cárcel, se alude a las «pequeñas rapiñas practicadas por unos presos comunes que no por desempeñar determinadas funciones de orden interno dejan de ser lo que, con obvio sentido de predeterminación, se suele llamar carne de presidio, ese pequeño delincuente que roba en la cárcel y que, por seguir haciéndolo en cuanto salga, volverá a entrar sin tardanza, tal vez el mismo día de su salida, ni más ni menos –se diríaque si la policía le estuviera esperando o que si él hubiera ido a su encuentro, recalcitrante como ese sodomita que, ya de rodillas ante el verdugo, al reparar en el grosor del paquete que abulta bajo aquellos leotardos morados, ajustados hasta el extremo de permitir adivinar claramente las nervaduras esenciales del miembro, solicita con humildad, a modo de última gracia, licencia para una mamada» (pp. 436-437).
A propósito de la desmesura progresiva con que se despliega este recurso estilístico, Sobejano se ha referido al estilo de Luis Goytisolo como «un estilo emanativo», aludiendo así a la forma en que «la emanación de similitudes a través del montaje de marcas comparativas unas dentro de otras (“así como…”, “así también…”, “de modo semejante…”) llega al punto de que, entre tantas asociaciones, se pierda de vista la comparación».
Tanto Sobejano como Gimferrer, entre otros, han destacado el signo proustiano de estas tiradas comparativas, que Sobejano contrasta con las del estilo de Juan Benet. Gimferrer, por su parte, se adelanta a subrayar cómo, en el caso de Goytisolo, las comparaciones tienen un signo inverso al proustiano, dado que, «en vez de cumplir una función de síntesis, de raccourci, como en la Recherche, se traducen en amplificaciones e insistencias, y en último término en demoras del ritmo».
Una vez más, la mejor caracterización de este proceder se encuentra en la misma Antagonía. Refiriéndose al «diario del joven Carlos», que ocupa la primera parte de Teoría del conocimiento, el ya mencionado Ricardo Echave observa cómo, «en lo que se refiere al estilo, no es difícil descubrir la huella de Luis Goytisolo: esas largas series de períodos, por ejemplo, esas comparaciones que comienzan con un homérico así como, para acabar empalmando con un así, de modo semejante, no sin antes intercalar nuevas metáforas encabalgadas, metáforas secundarias que más que centrar y precisar la comparación inicial, la expanden y hasta la invierten en sus términos, no sin antes sentar las bases de nuevas asociaciones subordinadas, no sin antes establecer nuevas relaciones de concepto no más afines entre sí, y nuevas asociaciones de apariencia no menos coloidal, que el mercurio y el azufre que mezclan los alquimistas» (p. 999).
El pasaje es indicativo de la autorreferencialidad –repleta de equívocos– que, en su propio transcurrir, asume Antagonía; del modo en que la novela constituye por sí misma un sistema de referencias autónomo en el que la realidad aparece sometida a diferentes niveles de ficcionalización, incluido el propio autor, el propio Luis Goytisolo.
En este punto, guarda un interés muy particular la «Lectura familiar de Antagonía» que Juan Goytisolo hizo en su día y que dio lugar a un insólito intercambio de artículos entre los dos hermanos. Se dice insólito por lo que tiene de improbable el hecho de que dos narradores, ambos muy notables, aborden un mismo escenario familiar, el uno –Juan, en Coto vedado– en un relato abiertamente autobiográfico, y el otro –Luis, previamente, en Antagonía– en una novela cuyo protagonista presenta abundantes trazas que invitan a tomarlo como un trasunto del propio autor. El «careo» entre las dos memorias enfrentadas constituye un documento apasionante que ilumina el profundo tratamiento que en Antagonía recibe la memoria como vía de conocimiento; una vía, eso sí, repleta de trampas, de vacíos, de falsas apropiaciones.
«Los caminos de la memoria –se lee hacia el final de Recuento–. Algo así como la visita a una de esas catedrales edificadas sobre otra anterior, construida a su vez con residuos de templos paganos, piedras pertenecientes a esa otra ciudad excavada bajo la ciudad actual, ruinas subterráneas que uno puede recorrer contemplando lo que fueron calles y casas y necrópolis y murallas protectoras, cimentadas casi siempre con restos de ciudades precedentes. Un recorrido, no obstante, que suele encontrarse no ya en la base del conocimiento de uno mismo, sino además, en la plena realización de todo impulso creador» (p. 497).
Se ha dicho más arriba que Antagonía «permanece en suspenso» sobre el discurrir de la narrativa española. Ésta no ha dejado de transitar en las últimas décadas por muchas de las vías abiertas por aquélla. Una de estas vías es, precisamente, la que de un tiempo a esta parte se denomina autoficción, término a cuyo buen entendimiento contribuye magníficamente esta novela –como más adelante, dilatando sus importantes vislumbres en este campo plagado de malentendidos, Estatua con palomas (1992), del mismo Luis Goytisolo.
Cabría proponer una lectura de Antagonía superpuesta al desarrollo de la narrativa española en los treinta años transcurridos desde su publicación. Al hacerla, se repararía en cómo la novela explora e integra lúcidamente, anticipándolos, usos narrativos que entretanto se han vuelto relativamente comunes, tales como la tendencia a la digresión, a la fragmentación, a las estructuras arborescentes o fractales, a las imposturas autográficas, al solapamiento de los planos de la ficción y de la realidad, a las mixturas de ensayo y novela. Por no entrar aquí en el tratamiento tan desinhibido y explícito que Luis Goytisolo hace del sexo. O en el registro de una lengua –el castellano que se habla en Cataluña– amestizada, al margen de toda ortodoxia normativa.
Consecuente con la concepción de la escritura narrativa que se abre paso a lo largo de Antagonía, la novela misma cuestiona radicalmente convenciones de toda índole, empezando por las relativas a marcas tipográficas tales como las cursivas, las comillas, los guiones, con evidente intención de subrayar la naturaleza indistinta de cuanto pasa a integrar la materia del texto. Previamente, ha ido redefiniendo poco a poco el tratamiento que cabe dar a las descripciones, al argumento, a los personajes, a los diálogos, a la figura misma del narrador, elementos que se supeditan al hecho de que el valor real de la escritura se juega en niveles más profundos, a los que aquéllos sirven de pantalla.
En la propia Antagonía se habla de «novelas que nada tienen de imitación de la realidad, de mímesis, ni tampoco de insustancial rechazo de toda realidad, como tan vanamente se pretende a veces; no, nada de eso: novelas que son una metáfora de la realidad, esto es, que proceden por analogía, única vía de aproximación al objetivo propuesto, un objetivo que, como en el caso del pensador, tiene más de recorrido que de meta, o mejor, un objetivo cuya meta es justamente el recorrido, impulso creador que, al tiempo que reflejarse a sí mismo en las obras que genera, sea reflejo analógico del proceso creador por excelencia» (p. 1062).
Antagonía misma se postula como una de esas novelas. Como toda gran obra de arte, inventa su propia forma. Una forma en la que el lector participa como elemento activo de la trama. Una trama que lo atrapa en una aventura del conocimiento destinada a conmover en profundidad la relación que mantiene con el lenguaje, con el mundo, consigo mismo.
Treinta años después de concluida, Antagonía conserva intacta no sólo su carga literaria, sino su capacidad de interpelar al sistema entero de la narrativa en lengua castellana, moviéndolo a una reconsideración de sus propias premisas.
Más allá de la leyenda que en torno ella se ha ido tejiendo en todo este tiempo, y de los malentendidos de todo tipo a que ha dado lugar (o precisamente por ello), Antagonía sigue ofreciéndose en la actualidad con toda la novedad que supuso en su día. De ahí que esta edición, la primera que por fin la presenta en un único tomo, imponiendo sin disimulo su compacta unidad y su imponente estatura, deba ser saludada como un importante acontecimiento, como la reivindicación de una obra de la que todavía queda mucho por descubrir, por aprender, por asumir.
IGNACIO ECHEVARRÍA
Barcelona, noviembre de 2011