VI

PERIPLO. ¿Qué otra palabra mejor? ¿Viaje? ¿Crucero? ¿Excursión? ¿Travesía? Todo demasiado solemne en relación a lo proyectado –a menos que se quiera introducir un guiño irónico en el relato de los hechos– y demasiado escueto respecto a lo que había de suceder. Es decir: referido a un recorrido marítimo de alcance insospechado para todos. Ya se sabe: ni siquiera los dioses son por completo omniscientes. ¿Quién podría serlo ante aquel brumoso panorama de marismas y mar quieto, al que afluyen, con el brillo de dos pupilas que agonizan, el Leteo y el Eunoe, aguas muertas tras las cuales, cuando el amanecer escampe sobre la bahía, se divisarán sin duda las blancas ruinas de Ampurias? Un panorama que, según se iba ensanchando la rubia sonrisa de Apolo, como diría el clásico o cualquiera de sus imitadores, era ya en sí mismo una invitación, motivo más que suficiente para justificar la pereza vencida, las incomodidades que supone encontrarse a tan tempranas horas en una barca, con sueño y ateridos, pese a las prendas de abrigo que habían traído, advertidos por el Grec de la frialdad inclemente del mar en tanto el sol, como el águila que cobra altura para caer con más fulgor sobre su presa, no gana la fuerza suficiente y aviva los colores del paisaje junto con el calor de los cuerpos, y entonces uno empieza a decirse que realmente valía la pena, ya en ese estado de ánimo de quien se levanta estimulado por el desarrollo feliz de un sueño, casi una lástima despertarse en aquel preciso momento, sensación similar a la que puede experimentar el caminante que, tras un paisaje más bien árido, un pueblo desierto y semiderruido a la izquierda de la carretera, en lo alto de una loma, el cementerio nuevo algo más allá, en otro repecho, y un fondo de picos nevados despuntando en la distancia, cuando, tras un paisaje de aproximadamente tales características, el campo visual se abre de golpe y, ante los ojos de nuestro caminante, aparece el mar, un panorama de costas acantiladas donde el verde declive del terreno cede bruscamente a las tonalidades marinas matizadas por el sol de la tarde, un mar como avanzando bajo el revuelto manto de espuma resplandeciente, producto no tanto de movimientos interiores cuanto de los bajos fondos, de los escollos diseminados, de las filas sucesivas de rompientes y, sobre todo, de la escasa profundidad de la playa al pie de los acantilados, la suavidad con que la arena se va hundiendo, un mar, en suma, que atrae como el canto de las sirenas o el laberinto de una caracola, que le invita a uno a penetrarlo, a adentrarse en sus aguas no tanto como bañista cuanto como buceador. Ahora bien: ¿quién contemplaba el mar a su lado desde la hierba, en lo alto de los acantilados?

Como argonautas en busca del cordero de oro, se hubiera dicho. Como si fueran a encontrarlo en las ásperas laderas del Cabo Creus, extremo oriental de la península, primer punto de ella tocado por el día y, en consecuencia, también por la madre noche, primera o última luz de tantos navegantes, de tantos náufragos, clásica intermitencia luminosa que señala dónde empieza o finaliza el mundo. Así, como si tal fuera su objetivo, intrépidos, sí, ¡intrépidos!, afrontando sin desmayo la misión proyectada, respondiendo serenamente al saludo de cuantas naves se cruzaban en su rumbo, insensibles al halago que suponen así los hurras de sus tripulaciones como los remos en alto de los trírremes o las salvas de artillería de los bajeles, elementos muy en consonancia con el aspecto risueño, aquella mañana, de la bahía, bañistas en dulce actividad, tenso reposo, a todo lo largo del litoral, y raudas criaturas surcando el azul salpicado de blanco, curvas estelas alejándose tal si de Afrodita y Eros se tratara, transportados por los peces en su fuga de Tifón, y el aleteo de las tensas velas, y el trepidante vaho de gasolina quemada dejada a su paso por los motores fuera borda. Todos: ni un solo pasajero había faltado a la cita, presentes todos los amigos de Ricardo y Camila y hasta más de uno de los ausentes, desde Leopoldo y Carmen y la Renata Bosch y el Javi, Cristina y Willy, sin olvidar a Blanca ni a Mariana ni a Guillermina y Gerard, hasta Carlos y Aurea y el joven Carlos, pasando por supuesto, por el negro Nab. ¿Razones de su presencia, de la presencia de cada uno a bordo? ¿Coincidencia casual? ¿Cumplimiento de un compromiso contraído en un momento de euforia? ¿Gustosa aceptación de una atractiva aventura? Sólo en parte. Tras esta clase de respuestas y de la natural confluencia de destinos, encontraremos siempre el sesgo incierto de la vida de cada uno, sus atajos y vericuetos, todo a semejanza de ese itinerario derivante, improvisado sobre la marcha, que emprende aquel que echa a caminar poseído por la desazón y el frenesí propios de la resaca etílica, erótica o de cualquier otro género, contorneando el pueblo, siguiendo playa adelante, recorriendo de un extremo a otro el paseo marítimo, pateando todas las sinuosidades de la costa acantilada, sabiendo, más que lo que se busca, más que lo que se quiere, lo que se rehúye, así, de modo similar, la vida, sus objetivos de raíz esencialmente negativa, no ser pobre, por ejemplo, no estar solo, no morir aún.

Reinaba el buen humor en la cubierta del yate, buen humor personificado por el propio Leopoldo, un Leopoldo que, incluso entregado a la conjunción erótica, no dejaba por ello de participar en el curso de la charla y aun de animarla con sus salidas, no menos notorias, que sus entradas. Pero, vamos a ver, decía: ¿no te llamabas Cayo cuando eras niño? ¿Por qué razón hemos de llamarte ahora Carlos? ¡Exacto! ¡Exacto!, dijo Mariana; lo sé porque cuando mi hermano Carlos hizo la primera comunión también le llamaban Cayo. ¿Cayo o Layo?, preguntó el pelma de Javi. Y Leopoldo: es que ya desde niño, sin duda, como ese clásico loco que cree ser Julio César y ordena en consonancia el mundo circundante, así eres tú. Carlos asintió con la cabeza, como renunciando a hablar, el aire apesadumbrado. No voy a ser yo quien lo niegue, dijo Ricardo; pero dejadme deciros que hubo una Edad, llamada de Plata… Puedo adelantaros lo que os va a contar, interrumpió Camila, distraídamente acariciada por Carmen: que en la Edad de Plata, sucesora de la de Oro y predecesora de la violencia y rudeza características de la llamada Edad de Bronce, de la que algunos autores desglosan el tiempo de los héroes, en esa Edad, decía, el comportamiento de los humanos era en todo similar al de los niños: colgados de los pechos de la madre durante decenas de años, alcanzaban la pubertad sólo en el aspecto físico, ya que su mente seguía tan desmedida en los deseos y cerrada al razonamiento responsable como en la infancia, reacios así al trabajo como a cualquier clase de culto y, en general, a cuanto de positivo hay en la vida, razón que les acarreó el castigo de los dioses. ¿No es así? Y Ricardo: así es. Y lo que quieres decir, dijo Blanca, es que la vigencia de esas edades no hay que referirla a épocas pasadas sino a lo más profundo del ser humano, que alberga a un tiempo a todas ellas. La Edad de Plata, que corresponde a nuestra infancia, se halla situada entre la de Oro –la nostalgia de lo que no se recuerda, de lo que tal vez nunca existió– y la de Bronce, el tiempo del adulto desde la perspectiva de los primeros años. En lo que a la Edad de Hierro respecta, baste decir que no es otra cosa que el tiempo cronológico. ¿Me he expresado correctamente? En efecto, dijo Ricardo. Y que de todas ellas –interviene Carmen sin abandonar el contiguo cuerpo de Camila– es la de Plata la de mayor trascendencia, visto el modo en que determinadas personas se aferran como Peter Pan al ámbito que les es propio y respecto al cual, lo mismo la Edad que le precede que la que le sigue, son meras proyecciones. Más aún: que una porción de esa Edad de Plata persiste durante años en cada uno de nosotros, en ocasiones toda la vida. ¿Me equivoco?

Ni yo mismo hubiera podido expresarlo mejor, dijo Ricardo. Y hubiera continuado con las siguientes palabras: de ahí, por ejemplo –y busco un ejemplo que desmiente en apariencia mi afirmación, sólo en apariencia– ese carácter puntillosamente cumplidor de los jóvenes educados en los años cuarenta, en la dura época de la posguerra, un rasgo que sin duda es fruto de la intensa culpa inculcada; esa cualidad de niño aplicado que les distingue. Y Guillermina: y de ahí también la ambigüedad esencial de la figura del Hombre Lobo, hubiera dicho Camila que ibas a decir, exponiendo acto seguido, de forma harto menos rudimentaria que yo, las líneas maestras de tus apreciaciones acerca del significado de tal figura, del sentido reversible de sus transformaciones. Lo que para ti, cuando presencias en otro –tu jefe, tu suegro, tu padre, quien sea– su paulatina metamorfosis a la boca de la cueva, no bien le da el rayo de luna, pálidos colmillos, hocico arrugado, pelaje oscuro, etcétera, esto es, todo lo que para nuestro observador supone regresión y brote atávico, resonar de tambores anunciando la violencia desencadenada que para el niño impera en el mundo adulto, a los ojos de otra clase de observador, el que presencia la transformación contraria, pérdida de pelo, retracción dentaria, despojamiento lamentable, convertida la fiera en un desdichado inerme, incapaz de hacer frente a los peligros que le acosan, bien puede suponer el final de la concepción del mundo que hasta entonces le había sostenido, la pérdida irreparable de todas las esperanzas relativas al campo de acción que la vida le reservaba. ¿Estoy en lo cierto? Lo estás, lo estás, lo estás, decía y decía Leopoldo según la penetraba; y éste es posiblemente nuestro propio caso, la persistencia de la Edad de Plata, entregados como estamos, al igual que a nuestra sexualidad irresponsable –en razón de su misma omnipotencia–, a toda clase de actividades. Y de ahí, asimismo, continuó Guillermina, no sin ciertas alteraciones en la dicción, los problemas que suelen abrumar, al comienzo de su carrera, a ese tan bisoño como entusiasta sicoterapeuta: la relatividad interpretativa de la materia que trata, el que una cosa pueda tener así un significado como el significado contrario y, sobre todo, la escasa trascendencia, a efectos prácticos, de que sea precisamente uno y no otro, ajena la salud mental del paciente a la solución del dilema. ¿No era éste, acaso, el hilo de tus pensamientos? Nada más exacto, admitió Ricardo.

Y llegados a este punto –continuó–, Camila, de estar menos concentrada, justo ahora, en otras impresiones o lo que sea, os hubiera anunciado que mis palabras iban a ser las siguientes: así, la aplicación de una especie de código a la interpretación de los sueños, los nítidos ojos de una mujer, pongamos por caso, contrapuestos a las inexplicables lágrimas del soñante, el sexo de ella y la esperma de él, como con excesiva ligereza podría diagnosticar para sus adentros nuestro joven y ambicioso sicoterapeuta, a quien, si yo le hubiese objetado que desconfiaba de cualquier clase de generalizaciones, por más que la identificación ojos-sexo venga avalada por la frecuencia con que el poeta se refiere a los ojos de Beatriz, parte de un cuerpo que, más que ir cobrando autonomía respecto al todo, acaba por sustituirlo como en una sinécdoque cualquiera, ni siquiera hubiese comprendido, en su estulticia, a qué me estaba refiriendo, si es que, estimulado en su agresividad, no llegaba a pensar que le estaba insultando con eso de la sinécdoque.

Tales palabras hubiera dicho Camila que yo iba a decir, y hubiera acertado plenamente. No sin que entonces, tomando a mi vez la palabra, yo insistiese aún en la murga que acostumbra a representar para semejantes sicoterapeutas, que ejercen su profesión como un militar cumple el reglamento, el hecho de que una vez perfectamente argumentado y resuelto que determinado paciente tiende a identificar, así en sueños como en asociaciones de ideas, padre y patria –suelo patrio, paterno– y madre y ciudad, su ciudad –hijo de la muy bella, ilustre y abominable ciudad de Barcelona–, surja la opción molesta, la pejiguera de siempre, al caer en la cuenta de que es convencionalmente materna la tierra natal, la madre patria, y el orden ejemplar y riguroso de la Ciudad Ideal de los utopistas, viril proyección de la fecundidad del padre. Cargantes imponderables del oficio que sólo la experiencia le ayudará a superar, a ignorar, según asimile el consejo de quien ya es gato viejo en la profesión y, morigerada la pugnacidad novata de sus comienzos, siente cabeza y termine por convenir en que lo importante, más que entender al maldito paciente, es conseguir que éste crea que nuestro sicoterapeuta le entiende, que sólo por exigencias del tratamiento prefiere no entrar en detalles, reservarse, ya sabe él lo que se hace. Y a fin de responder a las preguntas que, llegados a este punto, os hubierais hecho a vosotros mismos, yo respondería por mi parte con nuevas preguntas, interrogaciones que en su interior guardan, como en la semilla el árbol, el desarrollo de lo que ha de ser nuestra búsqueda, ya que no nuestro objetivo: ¿qué simbolismo se esconde bajo el simbolismo sexual?, os habría yo preguntado. ¿Qué oscuras fuerzas subyacen bajo las fijaciones sexuales de las que el acto en sí es sólo un símbolo más? Y Camila diría que ibais entonces a preguntarme: ¿pero qué hay detrás del símbolo de los símbolos?; y que, metidos todos vosotros en el terreno al que os había querido llevar, la victoria al alcance de mi mano, yo hubiera respondido: algo que uno sólo comprende al franquear los límites de la Edad de Plata a la que antes me he referido, ya que desde sus ámbitos resulta imposible: lo que permanece oculto en la Edad de Oro. ¿Ando desencaminado?

No, dijo Camila, en absoluto. Únicamente que aquí hubiera terciado la Renata Bosch con lo de Aurea, queriendo saber qué interpretación daríais tú o nuestro audaz, o lo que sea, sicoterapeuta a toda esa historia, y entonces Blanca hubiera dicho que en esos casos lo mejor es consultar las cartas. Y tú, aceptando con gusto el giro que tomaba la charla, hubieras terminado con un brillante y divertido a la vez que documentado examen de los elementos que componen una baraja de cartas, no sin antes ensañarte aún, de forma casi patológica, con nuestro infeliz sicoterapeuta, su incapacidad de aceptar, por ejemplo, tal procedimiento de concentrar nuestras cualidades más oscuras como concentramos las más claras en una lente; o su ineptitud para captar la diferencia que va entre soñar un hecho real o soñar, por ejemplo, un film, las ventajas que esta solución ofrece al soñante, convertirnos en meros espectadores de lo que sólo es una película, algo, en consecuencia, que no nos compromete, que no tiene que ver con nosotros absolutamente nada, etcétera, y demás circunstancias atenuantes. ¿Por qué en las barajas, hubieras venido a decir, encontramos tantas veladas resonancias de la copulatio alquímica, sus colores primeros –rubedo y nigredo–, sus símbolos, los oros, la piedra tallada, los aristados rombos diamantinos, espadas o picas como cruces, leños que rebrotan, tréboles como rosas, racimos, copas, cálices, sangrantes corazones? Y, sobre todo, sus doce números, y más aún las figuras, sota o valet, caballero, reina, rey, con el As, el número uno, por encima de todo, aparte de ese elemento añadido, el inmencionado número que sigue al doce, el comodín, el Jolly Joker burlón, cuya función corresponde a veces al tres, matices y diferencias entre la baraja española y la francesa, cuya significación no sería arriesgado remitir y aclarar a la luz de las hogueras inquisitoriales. Por mí, dijo Leopoldo, como en el ajedrez: ¿que los reyes son los papás? Pues ¡jaque al rey! ¡Jaque a la reina! Y es que, si hay que acabar con toda esa historia de los reyes, ¡pues habrá que acabar también con los papás!

Bien, insistió la Renata Bosch, pero ¿y qué pensáis de lo de Aurea? Permitidme, ante todo, que os relate el exacto desarrollo de los hechos, dijo Blanca; que Mariana me llame la atención si omito o altero algo, si trastorno el orden en que sucedieron. Conocéis sobradamente las circunstancias en que Aurea se ausentó de Rosas, dejando así a Carlos como a Carlos hijo. Lo que quizás ignoréis es que su marcha a Barcelona no respondía, en apariencia, a motivación alguna. Una vez allí, sola en su piso, salía únicamente, por lo que se ve, para deambular a ratos por la ciudad, como bien podrá atestiguarlo Cristina, que se tropezó con ella en los lugares y momentos más insospechados, los escaparates de la Diagonal de noche, las terrazas de la calle Tusset –insomne su aspecto– a primeras horas de la mañana, el Museo de Cera al mediodía. El resto del tiempo lo pasaba encerrada en el piso, desnuda, fumando, bebiendo, poniendo discos de los años cuarenta, de forma que, cuando entró en el cine –daban una película de terror–, iba ya bastante bebida: se dormía sin querer mientras alguien le metía mano, y ella se dejaba manosear y hasta hizo una paja a su desconocido vecino no bien se espabiló un poco, un vecino que ya no estaba allí cuando encendieron las luces y ella tuvo que salir porque cerraban. Al encontrarse en la calle echó a caminar, y debió caminar lo suyo porque, cuando el coche se detuvo a su lado, andaba ya en Carretera de Sarrià, Diagonal o por ahí, y el conductor la invitó amablemente a tomar una copa donde fuera, y ella se dejó acompañar a su apartamento, no muy segura de si era el tío del cine o algún otro vecino que la hubiera visto en acción o un buscador ocasional o el tipo aquel que llamaba regularmente por teléfono y que, cuando ella se ponía, en lugar de decir algo, no hacía sino respirar profundamente, un tipo que bien pudiera ser al mismo tiempo el buscador ocasional o el de la paja o el que había presenciado la paja. Un día después, o varios, encontraron su cuerpo atado en aspa sobre la cama, con una almohada bajo las nalgas como para mejor realzar la confluencia de sus muslos, casi como una parturienta. La habían degollado, pero no presentaba señales de violación ni de haber sido sometida a sevicia de ningún género, que esto es lo más raro del caso. ¿Y qué más?; cuenta, cuenta querida, dijo Cristina, quien, pese al handicap que a todas luces representa la ronca dureza de su acento germánico, de sus registros vocales, chirridos como con herrumbre más que simplemente metálicos, resonancias apenas paliadas por su voracidad gutural, estaba obteniendo una rápida reacción del sexo de Ricardo en lo que a largada, grosor y rigidez se refiere.

Rebasada la punta de cala Nans, según se iba abriendo ante sus ojos la bahía de Cadaqués, se cruzaron con una nave de rubios tripulantes, vikinga, probablemente. En la proa, lánguidamente abrazada al curvo cuello del dragón, divisaron a Isolda, y cuando la distancia entre ambas embarcaciones alcanzó su punto mínimo, pudieron distinguir en el otro puente, cambiando con ellos amistosos saludos, algunas caras conocidas, Vercingetórix, Hallgerd, Hagen, Godwin, Egmont, Crimilda y, ya distanciándose divergentes una nave de otra, inmóvil en la popa y no menos tieso que su espada, como presidiendo la blanca estela que dejaban a su paso, el caballero Roland. En la parte de la bahía más a cubierto del viento de mar, anclado junto al negro casco de un buque pirata, vieron asimismo al César y, agolpados en su cubierta, a Leopoldo y a Ricardo y a Camila y al pelma de Javi y a Willy achuchando a Carmen mientras ésta hacía manetas con Cristina, y a la Renata Bosch toda excitada, la tonta del bote. Blanca les aguardaba en el embarcadero de la Riba, con Guillermina y Gerard, y Leopoldo organizaba el traslado a tierra por grupos, en una pequeña lancha tipo zapatilla con motor fuera borda. ¡Pues os llevo a todos juntos, coño!, gritó a fin de resolver de una vez los problemas protocolarios de prelación. La idea era dejarse caer –tras el sinaliento de la inevitable subida– en casa de Mariana, pero Blanca les informó que Renato Salvatori daba un party, de modo que para allá fueron, Mariana incluida. Ya se sabe lo que pasa en Cadaqués en estas ocasiones, el comportamiento de la fauna local, y Carmen, en su mejor caracterización de Diana Cazadora preparando sus venablos, precisos como una bífida lengua, no consiguió ponerse a tiro de la fogosa pieza de roja cabellera, Samantha no sé cuántos. También estaba presente Kirk Douglas, mucho más gentleman de lo que era de esperar. Y el ofídico Yul Brynner, con el que Leopoldo a duras penas consiguió intercambiar un brindis. Fernando Rey tampoco está mal, dijo; pero es demasiado español. Perdona, y todo un caballero, dijo la Tonta del Bote; se ve enseguida que es el más señor. A mí me hace pensar en el capitán Nemo, dijo Guillermina. Willy se vio envuelto en una de esas confusas historias de lavabo, y Cristina se quejaba de que le habían robado el enorme chal negro de ganchillo con el que realzaba sus desnudeces; decían que había sido la hermana de Gerard, una lesbianilla de cuidado.

¿Habría manera de que unos cuantos se vinieran con nosotros al yate?, dijo Leopoldo meneándosela a través del bolsillo. Pero el plan, para quien quisiera, consistía en asistir a la proyección de los rollos filmados durante la jornada, excelentes escenas de abordaje, combates, naufragios, más alguna toma de carácter ambiental en la que aparecía el propio César abandonando la bahía de Cadaqués bajo el fuego artillero del buque pirata, ya fuera de su alcance, a salvo de sus cañones antes que de sus ojos, alejándose más y más ante la rabia impotente de aquellos energúmenos estrafalarios enfilados a las bordas, encaramados a las vergas, patas de palo y parches negros y feroces garfios y salvajes aros en las orejas y vociferantes barbas desdentadas, imprecaciones y juramentos que no hicieron sino arreciar cuando, gracias a los catalejos con que les perseguían, pudieron contemplar los cortes de manga que en su huida les dedicaban los fugitivos, los abrazos y muestras de júbilo –que a primera vista bien pudieran confundirse con una disparatada cópula generalizada–, las efusiones a las que se entregaban para celebrar el triunfo, aquel desordenado florecer de rosas que, desde el castillo de popa, parecía derramarse sobre el puente, tan perfecta la visión proporcionada por las lentes de aumento, que era posible apreciar hasta la más pequeña contracción de aquellas vehementes vulvas, Camila, aupada como siempre a un primer término, penetrada a un tiempo por Willy (parte anterior) y el negro Nab (parte posterior), sin por ello descuidar la verga tremolante que Leopoldo mantiene ante sus narices, un Leopoldo aviesamente asaltado a su vez por el pelma, por el mosquita muerta de Javi, mientras Ricardo procura centrarse en Carmen –no muy seguro de la exacta localización del centro ocupado– y Carmen va diciendo, sí, eso creo, por aquí, difícil entenderla así cobijada en el regazo de Blanca, besándola, sus labios superiores contra los inferiores de Blanca, quien por su parte parece haberse tragado la lengua de Cristina, ambas como en un intento de mutua devoración total, en la medida en que así lo permiten las arremetidas extemporáneas de Gerard y el volumen de las tetas que Mariana va colando por donde puede, Guillermina ofreciendo complaciente –y tal vez no sin cierto cálculo– sus postrimerías a quien quiera tomarlas, oportunidad que no desperdicia el arponero Ned para emplearse a fondo, sin tomarse otro descanso que el que precede a una nueva carga, impetuosidad y recto uso del miembro que, a ojo de buen cubero, nadie hubiese atribuido al canadiense, no tanto glaciar –como el islandés Hans– cuanto géiser.

Aurea, quieta sobre el mascarón de proa, del que ya casi parecía un ornamento –sólo el largo velo escarlata que ceñía su cuello yugulado ondeando a la brisa–, se animó al fin a descender al puente, moviéndose con cuidado entre aquel retozar de figuras que la imaginación inflamada de un cuerpo insomne, agitado, movedizo, desnudo, solo en la cama, intoxicado de alcohol y cigarrillos, a la espera de que suene el teléfono, puede apenas desglosar en el curso de sus retornantes fantasías, detalles y fragmentos que dan vueltas y vueltas y se funden y confunden, ese cuerpo en cuya boca se derrama un rosado miembro mientras otros dos se reparten rigurosos las bajas penetraciones, ese cuerpo sofocado por nalgas o muslos, acosado por endurecidos penes con sabor a culo, por aplastantes tetas con sabor a esperma, esa materia que se licua y corre desde el cerebro, espinazo abajo, hasta brotar vitalizante, relajador, por el extremo de su ocasional prolongación tangente, así, deambulando como con temor, como sin atreverse no ya a participar sino a molestar siquiera con su presencia, inhibida, disminuida, sin la convicción suficiente ni para insinuarse, sea por la repugnancia que a su juicio pudiera suscitar la herida sangrante que ocultaba bajo el velo escarlata, sea por el resultado rápidamente establecido de la comparación entre cualquiera de aquellos cuerpos jóvenes y el de una mujer ya próxima a la cincuentena, sea por un sentimiento de vergüenza similar al experimentado por Venus tras haber sido expuesta a las burlas de los dioses, ella y Marte juntamente atrapados en las sutiles mallas de su propia traición, así, entre insegura y confusa, casi de puntillas, se movía ella, similar en su desconcierto a ese paseante curioso que, en un pueblo de la costa, cuando llegan las barcas, entra en la lonja del pescado a fin de presenciar la subasta, viéndose entonces sorprendido, mientras cantan los números en una regresiva cuenta atrás, por una impensada atmósfera, envuelto en su turbulencia, un ámbito fosforescente y sonoro animado por el revuelo de faldas que se alzan como corolas, de abultadas braguetas que se abren, de frutos de mar que brotan, los pescadores introduciendo sus curtidos falos en las bocas de los peces que agonizan, en los imprecisos puntos de acceso de pulpos y sepias, entre las valvas jugosas de gigantescos moluscos, en lo más profundo de una enorme caracola, en tanto que las pescadoras se adaptan calamares a las vulvas, medusas, moradas anémonas, y se dejan penetrar por salmonetes suaves y ariscas escorpas, cosquilleos tentaculares, crispados coletazos, formas escurridizas que se deslizan esfínter adentro, bocas que en su agonía succionan lo que sea, ventosas que se adhieren a donde sea, como un enjambre de abejas los destellos solares, los reflejos expandidos en los charcos, en la sal, en las escamas, en el hielo picado.

Ajeno a cuanto le rodeaba, ensimismado, se diría que –tal una triste Isolda– absorto en la contemplación de la imagen que le devolvía el agua, a caballo del espolón de proa, Carlos hijo semejaba en su inmovilidad un airoso mascarón tallado, peinadas por la brisa las hojas de laurel que brotaban de su cráneo, imbricadas y pulidas como verdes escamas de dragón. Sus ojos, a modo de un periscopio, permitían al resto de los viajeros divisar, más aún, adivinar, las incidencias del paisaje, los accidentes de aquella costa que como un velo se iba descorriendo según progresaban en el trayecto emprendido, el Cabo Creus o Cruces o Quiers o Quierz, Corazones tal vez, como punto de destino, extremo oriental de la península, adelantado del risueño Apolo, lugar privilegiado para presenciar el amanecer, la salida del sol de su seno marítimo, cotidiano inicio de un recorrido que ha de llevarle a hundirse finalmente en la tierra, a poniente, mientras el Cap sigue brillando en la oscuridad del cielo con el esplendor de un astro guía, el Cap de Creus o de la luz, para llegar al cual será preciso pasar previamente ante el Cap Norfeu, de Orfeo, el Cabo de la noche y las tinieblas. Avistaban todo eso, sí, la orografía de la costa hasta en su más mínimo relieve, y veían también lo que iban a ver, lo que verían, el recoveco del embarcadero en la vertiente sur del Cabo, el sendero empinado y pedregoso, el falso faro y la cabaña de troncos en forma de arca construidos con vistas al rodaje de la película en un repecho de la vertiente norte, la sirena informal estratégicamente situada sobre escarpadas rocas, a manera de equívoco reclamo de navegantes perdidos en su propia niebla, allá en lo alto, dominándolo todo, el faro y sus dependencias, donde serían recibidos por el farero, glaciares y albatros en sus ojos, blancos sus rubios cabellos revueltos por el viento, un viento que por su violencia haría inútiles las palabras y más expresiva la mirada, esa mirada que les señalaba a la luz espejeante allí arriba, como rebobinándose de sol, y luego, abajo, el oscuro cráter de resonancias eólicas conocido por Cova de l’Infern. Podían verlo todo a un tiempo, de manera que ni necesitaron mirar cuando, con sobrio ademán, correspondieron a la salutación de los bienaventurados ocupantes de una tan blanca como rauda nave que, aureolada de cantos celestiales, apareció como por ensalmo, alba y celeste la estela, como haciendo juego, para mayor encomio y gloria, con los colores de la tridentada enseña, la flameante bandera que, por especial deferencia, arriaron a media asta mientras descubrían respetuosamente sus cabezas y guardaban el ritual minuto de silencio, el cuerpo del César manteniendo el rumbo a prudente distancia de aquel litoral de dimensiones atlántidas, de los bloques disgregados que lo conformaban, producto, se diría, de una ciclópea ruina, erosionadas rompientes y bajos fondos, afloraciones multicolores, magmas cromáticos y transparencias verticales, abismos oceánicos abiertos de súbito en este marco de serenidad mediterránea.

Así Modesto Pírez como Ignacio parecían algo desplazados, sin saber ni qué actitud tomar ni dónde situarse, como esos caballeros que en los parques públicos se acercan a los niños que dan de comer a las palomas, temiendo, más que la respuesta insolente, el riesgo de no ser siquiera comprendidos en su deseo de tan sólo acariciar un poco la belleza. Y así, con la cautela propia de esa clase de caballeros, se aproximaron ambos a Carlos hijo, contorneando con precaución la nariz del César. ¿Eres aficionado a los peces, muchacho?, preguntó Modesto Pírez. Ante el mutismo de Carlos hijo, sentado en un fruncimiento del entrecejo, recogida su silueta como en dos limpios estanques por ambas pupilas, contra los cielos del fondo, parecieron optar por retirarse, no sin añadir aún Modesto Pírez: tienes un bonito pelo. Para mí, que no hay otra hoja como la del laurel. De eso precisamente viene lo de laureado, de laurel.

El cuerpo navegaba sin problemas, henchidos por el viento los ensangrentados pliegues de la túnica, los pasajeros repartidos por las filas del costillaje salvo algún original, algún excéntrico, o lo que sea, asido a la enhiesta verga. No obstante, el negro Nab, con las palabras más respetuosas, les indicó la conveniencia de trasladarse, por razones técnicas, de la proa a la popa, y entonces, cogidos todos de la mano al filo de la obra muerta y sin perder el equilibrio, fueron haciéndola bascular sobre un costado hasta conseguir que se diera completamente la vuelta, convertida ahora la verga en pala de timón. Así rectificada la posición, pronto se puso de manifiesto que el movimiento impulsor de los pies actuaba con eficacia notoriamente superior, al tiempo que la carga parecía más equilibrada y mayor el confort del que disfrutaba el pasaje, de modo que el negro Nab, en cuanto director técnico de la maniobra, fue objeto de un prolongado aplauso. Pero, no dándose por satisfecho, como un Roland blandiendo su Durandarte, el negro Nab, tras descolgarse desde la rabadilla, penetró no sin esfuerzo entre ambas nalgas mientras iba diciendo ahora hay que insuflarle. Dar al César lo que es del César, comentó alguien. El único amago de incidente se produjo cuando Ignacio y Modesto Pírez, acaso atraídos por el espectáculo de ver al negro Nab en acción, se fueron aproximando como quien no hace nada, hasta ser lacónicamente interceptados y mantenidos a raya por el fiel arponero Ned. Pero, hombre de Dios, no se ponga usted así, decía el Pírez. ¿Qué hacemos nosotros de malo? Si ni aunque quisiéramos podríamos hacerlo. Este chico está en la cárcel, y yo, pues estoy muerto ya ni sé desde hace cuántos años.

Aposentados con toda comodidad en las partes traseras como en uno de esos prados de suave pendiente donde suelen celebrarse las asambleas olímpicas, la conversación estaba sin embargo decayendo y se hacía banal, como acaba por suceder en el transcurso de un banquete cuando los convidados se encuentran ya demasiado borrachos para llevar el discurso a conclusión alguna, alguien, posiblemente el Pelma, preguntando: ¿cómo llamar el cuerpo de César considerado como nave? ¿Y cómo llamarle sino el Hermafrodita?, contestó Leopoldo sin especial apasionamiento. ¿Y por qué no Santa Claus, esa abuelita bonachona de expresión afable y abrigadas barbas que sale de España en un trineo tirado por renos con cascabeles?, sugirió otro, entre hastiados y aburridos todos, el sicoterapeuta convertido en principal víctima de sus comentarios, observaciones más machaconas que ocurrentes, y como ese grupo de jóvenes que no saben en qué ocupar la tarde del domingo y se van metiendo con el de siempre, con uno que es más débil o con gafas o rollizo, que sólo en virtud de tal elemento marginante es aceptado por los demás, en cuanto receptáculo de sus bromas, así, a semejante papel de blanco de las frases dichas por los otros no tanto por divertir cuanto por decir algo, se veía expuesto nuestro sicoterapeuta en el inquieto ir y venir de su paseo por la popa. ¿A ti qué te parece?, le preguntaban. ¿Qué es más normal, lo normal o lo anormal? Chattering, badinage, la charla insustancial propia de toda situación que se prolonga demasiado.

Casi ni oyeron a Carlos cuando empezó a hablar, en parte por las voces de los demás y en parte por el tono poco menos que inaudible de sus primeras palabras. Tampoco le reconocieron de momento, así, hecho un viejo más que avejentado, con semejante desaliño tanto en su persona como en su atuendo, exacto al Grec en apariencia, sus mismas ropas, sus mismos rasgos incluso, un Grec –con quien sin duda le habían confundido– más tronado que de costumbre, mezcla de pirata en ruinas y de pordiosero. Yo, amigos, comenzó de nuevo, quisiera responderme a mí mismo la pregunta que nos atormenta a todos: ¿cuál es el verdadero objetivo de este viaje? Partir c’est renaître un peu, me diréis. Esto es: destruir la imagen que uno se ha ido formando de sí mismo y que ante sí mismo defiende con uñas y dientes; acabar con el personaje que hemos creado y que, como determinado libro, como determinadas experiencias que en el pasado nos fueron útiles, no tienen por qué seguir siéndolo en el futuro. Y quien así piense estará en lo cierto. ¿Pero no estará asimismo en lo cierto quien, considerando más la finalidad que la motivación, lo entienda como un viaje a lo desconocido, a lo que no existe? ¿Y qué es lo desconocido sino la muerte? ¿Y qué es lo que no existe sino Dios? ¿Y con qué ha sido llenado el vacío de esa inexistencia sino con el crimen? ¿Qué otra cosa sino crimen hay en el origen de los dioses? ¿Qué sino el crimen encontramos tras la imagen de ese viejo que proyecta sus culpas por medio de las vengativas furias, cuya violencia se descarga sobre los restantes culpables del mundo o sobre quienes podían serlo o acabarán siéndolo? Un crimen que encubre otro crimen que a su vez encubre el Caos, la palabra con que los dioses designan lo que ha sido olvidado. Encubrimientos que bajo la forma de revelación, con desprecio de cualquier clase de justificaciones, permiten a los dioses encubrir también las circunstancias concretas de los hechos que se produjeron, el estado de cosas entonces imperante, a fin de dificultar al máximo el retorno a ese estado de cosas. No de otra forma debe ser comprendida la rebelión de Saturno contra Urano, la rebelión del tiempo entendido como revolución permanente contra el orden rotativo pero implacablemente fijo del cielo en el que todo está escrito, la rebelión de la diacronía contra la sincronía, el discurrir del cambio contra la estructura del ser, de los oscuros movimientos del inconsciente contra la geometría de la conciencia; de acuerdo con esta dialéctica, la rebelión de Júpiter contra Saturno significa la restauración de un orden, la clasificación de los elementos conscientes e inconscientes que fija las fuerzas en movimiento, unas fuerzas entre las que no han de faltar nuevos elementos de disolución.

Es decir: todo a semejanza de los hombres: César contra Pompeyo como antes Mario contra Sila y después Octavio contra Marco Antonio. Y es que así como un vampiro acecha en la noche la presa elegida, recreándose por anticipado –mientras ésta se asea– en el momento en que, dispuesta ya a conciliar el sueño, él se abatirá sobre el tibio cuello, así el adulto se recrea en la educación de sus hijos esperando la oportunidad de descargar en ellos el peso de todas sus culpas, sus obsesiones, sus abismos, de lograr así convertirlo en uno de los suyos, capaz –en posesión ya de todas las cargas que le han sido transmitidas– de perpetuar por una generación más la especie. Y sólo cuando algo anda mal, cuando no lo consigue y comprende que ha engendrado un monstruo, ya que si el vástago no sale como él es porque se trata de un monstruo, lo que se dice un monstruo, un verdadero monstruo, aparece la figura de Frankenstein, simple variante del caso anterior, el bala perdida de la familia, la oveja negra, ese ser artificial hecho de residuos humanos, de detritus, casi podríamos decir, un ser entre subnormal y perverso respecto al cual –dada su deformación así moral como física– lo más piadoso sería destruirlo, quemarlo como se quema un castillo o un mal libro, devorarlo como devoran las llamas o como es devorado un recién nacido, por su propio bien, en cierto modo, toda vez que, más que no servir para nada, tal engendro es incluso nocivo, una criatura que, como a Lucifer, hay que raer de la faz de la tierra, recluir en el más profundo de los infiernos. El único problema es que, en realidad, se trata del combate que, como el de san Jorge y el dragón, uno emprende consigo mismo. Ese combate en el que así el monstruo como el caballero han de perecer para que, en su lugar, aflore la princesa encantada. Tan sólo con los siglos, y consumado el sacrificio de la ballena blanca, sobreviene la duda irreparable sobre el significado de lo acontecido y de las consecuencias de la acción, sobre si la ballena blanca muerta no era en realidad monstruosamente hermosa y sobre si la princesa tan esperada, tan activamente buscada, no sería algo más que el vértigo final, el remolino, el espejismo que precede a la última imagen de lo que se hunde.

Hasta el momento has hablado del padre. Pero ¿y la madre?, preguntó alguien desde la penumbra. ¿Es que no hay vampiros hembra? Y Carlos: ¿qué ha de ser, qué será pues esa dama mordida en la yugular mientras se dispone a meterse en cama sin advertir que ha sido observada por un caballero en traje de etiqueta, ataviado con esa capa que tan fácilmente se transforma en silencioso aleteo?

No, no era exterior la oscuridad, de crepúsculo, de eclipse, sino interior, esa clase de oscuridad que empieza a dejar de serlo en cuanto los ojos se habitúan al ámbito circundante, bajo aquella bóveda estriada que uno tomaría por el paladar de una ballena, siguiendo casi a tientas aquella sucesión de espacios cavernosos, angosto como una garganta el paso de uno a otro, el esófago, el estómago, el intestino, el esfínter que ciega la recta final, todo como en las entrañas de un pez, la tibia humedad de los corredores recorridos, se diría, por una vibración o estremecimiento, estrechos corredores reducidos aún más, si cabe, en amplitud, por las estalactitas y adherencias vegetales que invadían su contorno, refugio de cangrejos fugitivos y quietas lapas, y aquel resonar lejano, semejante al que produce el mar en el fondo de una gruta, impresiones imperantes hasta que uno empieza a reparar en la claridad que le alumbra, resultado, sin duda, del esfuerzo de una batería fatigada, y en la trepidación irregular de los motores y, sobre todo, en la cavidad en espiral que, como la concha de una caracola gigante, se abre sobre sus cabezas, antes incluso de dar con la escalera resuelta en círculos concéntricos que ha de llevarles al amplio salón decimonónico donde las aparatosas arañas se agrisaban y deslucían a la pobre luz de las escasas bombillas no fundidas, raídas las alfombras y pasado el damasco de los cortinajes, de los desfondados asientos, sueltos los muelles, saltados los botones de la tapicería capitoné, un terciopelo pelado, de color impreciso, bufados los zócalos, desconchados los relieves del dorado estuco, cedidos los listones del parquet, inútil, por supuesto, pretender avistar a través de aquellos ventanales panorámicos otra cosa que el verde ondear de la flora y fauna que poblaba su cara externa, un verde resplandeciente, matizado de reflejos multicolores, algo así como un acuario visto al revés, desde el interior vacío, y afuera el mundo submarino, innecesario ya, completamente innecesario, que el noble anciano, volviendo la espalda al órgano resollante, al teclado del cuadro de mandos, y no sin poner previamente el piloto automático, se incorporase en lo posible y dijera: bienvenidos al Nautilus, amigos, para saberse en presencia de ese heraldo de la contracultura llamado capitán Nemo.

En mi opinión, si me permitís expresarla, dijo una vez se hubieron instalado todos, hay algo más que eso, pues así como el hombre marginó y redujo hace ya milenios el valor de la mujer, hasta hacerla derivar del aprovechamiento de una costilla sobrante, así, de forma parecida, procedieron los dioses, arrinconando la memoria de la diosa madre en beneficio de la figura del dios padre. Considerado a partir de esta realidad, el caso de Edipo no responde tanto a un error de interpretación cuanto a un falso ejemplo, a una prueba cómplice, velo consciente o inconscientemente interpuesto entre el verdadero planteamiento del problema y nosotros. Una escenificación inscrita en ese movimiento tendente a ocultar por medio de un presunto parricidio original un matricidio anterior, envuelto en las brumas de ese Caos que, como bien habéis señalado, da cabida a cuanto ha sido, a cuanto debe ser olvidado, un crimen primero, una ingrata devoración de la que sólo nos quedan vestigios sublimados por el paso de los siglos, dulcificadas imágenes como la del pelícano que ofrece su propio cuerpo a la voracidad de los pequeños, y sólo como fantasía, como pura fantasía, el recuerdo de una cabeza que cuelga asida por su ensortijada cabellera de serpientes. Una cabeza de efecto no muy distinto, por otra parte, al que debía producir la de Clitemnestra en manos de Orestes. Matar a la persona que nos trajo a la vida; deshonrar, castrar, escarnecer a quien pretende recrearse en nosotros, modelarnos a su imagen y semejanza. Esto es: violar al padre, asesinar a la madre: tales son los verdaderos términos del mito que todavía pervive en las grietas más recónditas de nuestra mente. Un mito personificado, así pues, no tanto por Yocasta y Edipo, cuanto por Clitemnestra y Orestes, un Orestes de rasgos previsoramente minimizados gracias a una marginante aureola de demencia que permita recluirlo de por vida. Impulsos soterrados más que en estado de latencia, algo que, mejor que soslayar o incluso negar, hay que ignorar, ignorar pura y simplemente. Literatura: eso es todo.

¿Una prueba de que mis afirmaciones son ciertas? El que se tenga por obvio y natural lugar común exactamente lo contrario: acatar la autoridad del padre, salvaguardar la integridad física y moral de la madre, la puesta en duda de cuya pureza es el primer golpe que, en el curso de una pelea, cada contrincante, fuera de sí por el alcohol o la furia, asesta a su adversario, la madre del otro, la puta, la zorra, esa bicha que hay que aplastar como se aplasta una serpiente, un problema que –fuera de sí– cada uno casi parece tomar como propio. Fuera de sí, cuando en uno brotan, como lava expulsada por un volcán en erupción, los rencores más insospechados. Esa traición de la que cada madre hace víctima a cada uno de sus hijos, por ejemplo, y que no por cuidadosamente olvidada dejará de provocar en el niño adulto, bajo las apariencias más diversas, una reacción de rechazo de la mujer en general, que tan sólo será capaz de superar mediante una oportuna liquidación de la estampa materna, quedando resuelto el elemento patológico en simple y ocasional misoginia.

Una liquidación simbólica que raramente suele realizarse antes de que el problema empiece a perder importancia por sí mismo, a transformarse hasta ser totalmente reemplazado por otra clase de problemas, a mitad de camino entre la infancia y la vejez, cuando, aunque seamos la misma persona, no tiene ya nuestro cuerpo una sola célula del niño que fuimos ni tampoco aún del ser que seremos con los años, retorcedura y decrepitación. Y, como en lo físico, así en lo síquico, aunque no sin violencia, no sin forzarnos a una operación de tal dureza –consistente en un implacable vaciado del lastre acumulado que nos permita ascender, elevarnos por encima de la condición a la que estábamos sujetos, una experiencia similar a la que en las llamadas sociedades primitivas y a edad harto más temprana, corresponde o es encomendada a los rituales de iniciación– que son muchos los que no aciertan a llevarla a feliz término, condenados a seguir acarreando –joven la presencia y ruinoso el interiorsu bagaje adolescente, un bagaje –y puedo afirmarlo, toda vez que conozco el caso de cerca– con frecuencia manchado de sangre indiscriminada. En otras palabras: del crimen que reaflora, de su reaparición compulsiva, ese crimen primero al que alguno de vosotros ha hecho referencia y que puede ofrecerse revestido de los principios más sagrados, arropado por un cuerpo doctrinal irrebatible, sea de carácter ideológico su contenido, sea patriótico, sea religioso. Pues, como las islas, así los hombres, la diferencia que hay entre la isla de Robinson y la de Lincoln, entre el éxito de la labor colonizadora del hombre y su fracaso, la destrucción del producto de esa labor por las fuerzas contrapuestas del agua y el fuego, fuerzas contrapuestas que también existen en cada uno de nosotros, que pueden acabar con nosotros a la vez que con el enemigo que hemos creado.

Aparentemente, la isla de Granite House no es muy distinta –salvo en lo que a dimensiones respecta, siempre difíciles de apreciar por parte del profano, en alta mar, a lo lejos, sin elementos de referencia– de la Meda Gran, situada en el extremo meridional de la bahía de Rosas, o del mismo Cucurucú, frente a Cadaqués. Es decir: una solitaria prominencia de roca desnuda, de aspecto no ya inhabitable sino incluso inaccesible en razón de la misma verticalidad de su contorno, algo sin más interés para el navegante que cualquier otro dato de similares características señalado en sus cartas, uno de tantos puntos que lo más oportuno es rehuir. Y es que, de hecho, la única vía de acceso, la utilizada por el Nautilus, escapa a la vista del navegante: una caverna submarina que conduce directamente al interior de Granite House. Y sólo entonces se percibe que, lo que exteriormente semejaba una protuberancia montañosa, corresponde, interiormente, al cráter no menos perpendicular de un volcán cuyo fondo constituye a la vez el lecho de un lago, un lago donde el escaso cielo visible no bastaba para contrarrestar las sombrías tonalidades que las paredes imprimían a sus aguas. En el centro del lago y como único elemento móvil en aquel panorama por completo inanimado, brotaban de forma intermitente grandes burbujas parecidas, tanto por su sonido cuanto por el dibujo de las ondas en expansión que recorrían la quieta superficie, a las que se producen en un acuario. Con la marea baja, el nivel de las aguas descendía hasta dejar el lago totalmente vacío, y el fondo ceniciento y viscoso cobraba entonces una apariencia como de corteza de un planeta elemental, su impreciso relieve agitado por pequeños seres marinos en busca de cobijo. El Nautilus quedó varado sobre un costado y sus ocupantes salieron al exterior tras comprobar que el capitán Nemo, tumbado asimismo de costado, se había dormido.

Justo en la zona que correspondía a lo que fue área central del lago, allí donde antes brotaba el burbujeo, se abría ahora, como las fauces de una ballena, una lóbrega gruta que parecía exhalar fuertes corrientes de aire tibio, verdaderas ráfagas atemporaladas según se iba uno aproximando a la entrada, origen o fuente, sin duda, de las burbujas que, cuando con la marea alta se formaba de nuevo el lago, impedían que tal abertura fuese anegada por las aguas. Precedidos por el fiel arponero canadiense Ned, se aventuraron todos en la gruta, no por escabrosa y escasamente iluminada intransitable. A los pocos pasos, como custodiando el acceso, como puesto de guardia o garita de centinela, una cavidad abierta a manera de hornacina o capilla lateral de una iglesia, de baptisterio, por ejemplo, la sibila. Se hallaba desnuda y tendida en aspa sobre un amplio lecho de pieles alumbrado por antorchas, envuelta en emanaciones sulfurosas, acaso simple aura o reflejo de sus propios cráteres, de sus propios fuegos interiores, de los humos y ardientes savias que producen esos fuegos del cuerpo al entrar en contacto con el silencio de hielo que constituye el centro. Tenía una cicatriz en la garganta, o tal vez únicamente una grieta o fisura como las que a la larga se presentan en cualquier escultura tallada en madera, y hablaba, en consecuencia, con la vulva, sus grandes labios inferiores articulando no sin dificultad las palabras, entrecortadas las sílabas por emisiones de humos, sulfurosos a juzgar por el olor, siendo difícil precisar por qué orificio concreto eran expelidos, por ambos a la vez posiblemente, dado el movimiento ondulatorio que experimentaba su vientre, la alternancia hinchazón-vaciado que, como un burbujeo, las precedía; su voz era la de Aurea y su respiración semejaba el rumor a mar de una caracola, sólo que pautado, o el de una respiración profunda oída por teléfono. Como en esa novela B, incorporada al relato de una novela A, en la que el presunto seudónimo del autor o autora de B corresponde al verdadero, al nombre del autor de A, y el presunto autor de ésta corresponde a un simple seudónimo, así tú, dijo. ¿Quién?, preguntaron. ¿De quién hablas?, la suelta de una nueva nubecilla sulfurosa por toda respuesta.

Prosiguieron conducto adentro, una cueva que tan pronto se dilataba en oscuras bóvedas como se reducía a poco más que un orificio de difícil paso, sorteando en su descenso ígneos ríos de lava, extraviándose casi en los intrincados bosques de estalactitas que, como carámbanos al sol, se fundían y confundían, salvando torrenciales saltos de agua gracias a formaciones rocosas tendidas de lado a lado sobre erosionadas ojivas, flujos confluyentes de caudal acrecentado según se profundizaba, al tiempo que se ensanchaba el paisaje y la vegetación se desarrollaba y definía, no ya musgos y líquenes sino matojos y hierbas ladera abajo, cada vez más risueño y amplio el campo visual, un matizado predominio de verdes y azules tan sólo limitado por una lejana cadena montañosa de nevadas cumbres, suave la pendiente que alcanzaba hasta el borde mismo del lago en el que iban a desembocar los diversos ríos, amenidad de un panorama que no parecía sino estimular la ya de por sí animada conversación de los expedicionarios.

¿Es lo mismo sibila que pitonisa?, se preguntaban. ¿No vendrá eso de pitonisa de pitón hembra? ¿De esas serpientes verdes, quieres decir, que se revuelven entrelazadas en el agua estancada? ¿Dispuestas a ser pisoteadas como las pisaría la Virgen? ¿Alguna de ellas lleva una manzana en la boca como quien ofrece un fruto prohibido? ¿Qué será pues la serpiente esa sino el propio diablo, es decir, nuestros instintos bajos como el bajo vientre? ¿Y quién sino la madre del hijo puede ponernos en guardia contra tales instintos deslizantes? ¿Y qué pasaría si cediéramos a esos presuntos instintos? Pues que desafiaríamos la autoridad del padre. ¿Pero cuál es el fruto prohibido? El verdadero amor prohibido. ¿Y qué clase de amor es ése? El amor del hijo por la madre; de ahí que la madre aplaste a la serpiente como se aplasta un sexo, palabras, frases intercambiadas, en su gozosa irreflexión, como bajo los auspicios de Venus Afrodita, hija, como la vida misma, de la espuma del mar, del esperma del Cielo, de la espuma del esperma, guía imprescindible, desde el punto de vista astrológico, de las personas que pretenden descubrir cuanto de oculto hay bajo la tierra, lo que allí brilla, el manantial que brota, las fuentes que fecundan.

El centro de la tierra estaba ocupado por aquel lago de aguas límpidas al que todos quisieron asomarse, no tanto reflejo cuanto cristal, lente de aumento a través de la cual eran perfectamente visibles así el conjunto como los detalles del cielo estrellado, un cielo semejante al que uno puede haber contemplado de niño en las noches estivales, tumbado boca arriba en el jardín de una casa de campo, una finca como Santa Cecilia, por ejemplo, donde, con ayuda de unos prismáticos, cabe aproximarse a los planetas, a cada una de las estrellas que configuran las constelaciones, a la Vía Láctea, como aquella vez, posiblemente recién llegado de Barcelona, al comienzo de las vacaciones, en que le dijeron que la Estrella se había ido al monte hacía ya unos meses, lo que solían decirle cuando algún perro moría durante su ausencia, y él, por la noche, miraba al cielo viendo más bien los ojos radiantes de la perra, las estrellas doradas contenidas en cada pupila, preso en la duda que supone contraponer la credibilidad de la noticia a la realidad de que, no obstante, semejante huida cabía en lo posible. Un estado de ánimo propicio, en el recuerdo –una coartada si se prefiere–, para que, años más tarde, en el florido patio de una casa de pescadores, uno aguarde a que la perra de matriz sangrante se haya dormido y, entonces, aproximar el doble cañón de la escopeta a su cráneo, volver la vista, y disparar.

Como niños cuyo propio aliento contra el cristal termina por velar toda visión exterior, así contemplaban ellos el dibujo de las constelaciones, la enigmática dirección señalada por la flecha, los sinuosos repliegues del dragón, los osos polares, y anotaban sus impresiones, o simplemente firmaban, en el cuaderno de bitácora como si de un libro de honor se tratase, anotaciones de significación frecuentemente relacionada con el contenido de otras notas, a modo de diálogo atemporal entre interlocutores desconocidos, sus réplicas, sus codazos malintencionados. Ya te la enseñaré yo, capullo, firma ilegible, escrito a continuación de un entristecido. ¡Con lo que me hubiera gustado ver la Rosa!, frase comentada asimismo, a nivel más culto, por una observación de distinta caligrafía: ¿Y qué te creías, majo? No tienes el atractivo de Ganímedes para seducir a un dios (Purgatorio, IX, 19-24) ni una guía con un águila en la mirada que te transporte (Paradiso, I, 46-54), aparte de diversas inscripciones y grafitti, citas, números de teléfono, expresiones de deseo elocuentemente ilustradas, más propios de urinario de ligue que de una nave espacial. Sólo unas pocas, pese a su carácter en exceso solemne o premeditadamente humorístico, como para mejor encubrir la obsesión implícita, denotaban una mayor altura de pensamiento. Así, aquel ¿Dónde acaba la última Vía Láctea? O mejor: ¿Y qué hay afuera? Y aun: O, más bien, ¿qué hay fuera de afuera? Y a manera de respuesta: Pero ¿y por qué no ser optimistas, de tal modo que, invirtiendo la concepción antropomórfica, en vez de considerar el mundo como simple molécula de una meada que suelta un ser infinitamente superior, por ejemplo, breve caída para nosotros eterna, considerar que cada instante de cada meada de cada uno de nosotros genera millones de millones de universos? Y, en especial, adecuadamente protegida por la retórica, aquella pregunta –¿Y qué es el caos inicial sino la oscuridad del útero, el proteico dominio de las aguas inferiores?– que escribió alguna mente preocupada por los orígenes del mundo, como intuyendo que la respuesta no podía ser sino la proyección de la respuesta realmente buscada, la relativa a sus propios orígenes. Y es que, así como no es Dios quien crea a los hombres sino el hombre quien crea a los dioses, así, y bien que lo experimentan numerosos escritores y artistas, no es el autor quien elige sus temas y sus tramas, sino esas tramas y esos temas los que eligen su autor, una temática y unas formas singificativas conformadas tanto por el anudamiento de los trazos conflictivos propios del mundo en que vive nuestro autor, anteriores a él, problemas, esto es, no de orden individual sino colectivo, sea consciente el nivel en que se producen, sea inconsciente, cuanto por los rasgos maestros de la personalidad de ese autor, demonios de cuya singular cópula el autor, nuestro autor, se convierte en único portavoz posible, poseído por ellos más que poseyéndolos, por más que luego sea él quien aparezca ante el mundo como su creador. Y así como según los antiguos no es la Tierra la que procede del Cielo sino, antes bien, el Cielo quien procede de la Tierra, la Tierra surgida a su vez del Caos –ese insondable útero al que hace referencia la notación de nuestro anónimo predecesor–, la madre Tierra que igual que ha creado al hijo lo mutila, le amputa el sexo; y así como es de la Noche de donde procede el Día y no al revés, así, de modo semejante, la clave última de esa realidad sublimada del hombre que son sus obras, habrá que buscarla no en esas obras sino en la obra de tales obras, en las áreas más oscuras de la personalidad de su autor, esas áreas que, como la Noche en relación al Día, siempre están al otro lado, igual que la Muerte y el Sueño, hijos de la Noche, lo están respecto a nosotros.

Aspectos contrapuestos y compensatorios, simetrías invertidas que, desde su dicotomía esencial, el hombre proyecta sobre el mundo. De ahí el Uno, la única forma de concebir a Dios, como unidad, ya que el Uno es la más perfecta representación de lo que ni tan siquiera tiene partes puesto que no existe; y de ahí también el Caos, el todo que precede a lo que no existe, algo hecho añicos desde siempre, el espejo de lo que no se recuerda. Y de ahí, finalmente, que el número dos sea en realidad el primer número, respecto al cual el número uno no es más que la expresión ilusoria y virtual de una de las dos mitades que lo componen, resultando ser, en consecuencia, el número tres el segundo número de la serie natural a la vez que síntesis de los que le preceden, de lo real y de lo especulativo, de lo que existe y de lo que no existe. Ya que, como el dos, su antecedente, así la persona, la relación antagónica entre las partes de luz y de sombra que la forman. Y es que de igual manera que, para ese hombre poseído por el deseo de procreación, poco o nada tendrán que ver con tal deseo sus deseos y satisfacciones sexuales o la copiosa afluencia de licor seminal que pueda derivarse, así, no menos equivocado sería atribuir a la creación artística sentimiento placentero alguno antes que necesidad compulsiva, impulso irrefrenable. Diferente, por completo diferente, es el fruto de tal impulso, cuando el hijo se contempló por primera vez reflejado en el agua y amó a Dios, y desde entonces sigue llamándolo, persiguiendo la respuesta que le van dando las montañas. Hasta que finalmente comprende, y es entonces cuando a su vez empieza a sentir el mismo impulso, de cuyo furor acabará poseído, perpetuar la aberración, repetir el acto.

Consultadas las cartas del espacio, era obvio que el principal obstáculo que debían vencer en su trayectoria lo constituía la tajante línea de oposición establecida entre Urano en Aries y Marte en Libra, presagio de dificultades encontradas y accidentes violentos, ante los cuales pudiera resultar difícil tomar las decisiones oportunas en el momento oportuno. Por el contrario, el tríguno configurado por Plutón en Cáncer y Júpiter en Escorpio representaba una perfecta vía de escape, la posibilidad de orientar el rumbo por aguas seguras, sin temor a contratiempos, hacia Neptuno y, una vez allí, hacer escala el tiempo que fuera preciso, en espera de que se verificase la conjunción de Urano y Marte. Cuando la conjunción se produjera, una súbita vibración sacudiría la nave y, a ciento sesenta grados de distancia, un vivo destello sería la señal de que la constelación de Acuario había abierto sus puertas.

¿Derrotero obligado? Sólo hasta cierto punto, sólo si consideramos que los datos que lo prefiguran responden a criterios del todo objetivos, ajenos por completo a la intervención subrepticia de una mano que bien pudiera ser la nuestra. Pues así como el Padre, tal un demente o borracho, se proyecta en el hijo para ser crucificado, o como cualquier otro dios adopta una forma cualquiera –nube, toro, cisne– para engendrar un nuevo ser, así el autor suele proyectarse sobre las formas por él creadas no tanto para darles un soplo de vida cuanto, ante todo, para explicarse a sí mismo, para realizarse, por ejemplo, a través de sus personajes o de lo que a esos personajes atribuye, y, ocultándose o creyendo hacerlo, mejor revelarse, el Flaubert c’est moi de Emma Bovary o frases por el estilo, aunque también sólo hasta cierto punto, independientes como son las obras del propósito con que fueron realizadas, supeditados como están los derroteros que uno se traza a los hitos y puntos de referencia que previamente ha fijado en la carta. Y es que, así como Freud difícilmente hubiera podido levantar un plano de las oscuras zonas de la neurosis sin ser él mismo y en primer término un neurótico, sin explicar en otros los síntomas que, antes que otros, había experimentado en sí mismo, de modo que la personalidad de Freud se manifiesta mejor que en ningún otro lugar en los casos clínicos por él analizados, así, de manera semejante, es a través de la estructura de una obra de ficción, de los personajes, argumentos, situaciones y hasta descripciones que la pueblan como mejor podemos establecer, ejerciendo nuestra agudeza crítica, la personalidad del autor, siendo de hecho los diversos elementos que componen la obra los que configuran el verdadero rostro de su creador y, más aún, a través del lenguaje por él utilizado, hasta el punto de que resultaría difícil decidir si ese lenguaje es su proyección o bien él es la proyección de ese lenguaje, que, en última instancia, puede revelarnos acerca de él cosas que acaso ni él mismo conoce. Y es que así como la creación literaria es susceptible de parecer una mera imagen de la creación de los dioses y su mundo por el hombre, esta última será a su vez simple metáfora de la creación onírica, siendo producto las tres de los mismos olvidos inmotivados cuyas raíces se pierden en los siglos de los siglos. Pues así como tanto más propensos a los actos de locura son los dioses cuanto más parecen ignorar que su enemigo antagónico no está sino en ellos mismos, así, no menos necesario a ese hombre poseído por el ansia de procreación es cobrar conciencia de en qué cosa consiste lo que él conceptúa natural instinto de reproducción, de las caras ocultas y los ecos de su cumplimiento, que al creador, a nuestro autor, desentrañar los impulsos que le llevan a crear, si no quiere que su obra termine volviéndose en contra suya, con independencia del valor estético de lo creado. O de lo destruido, variante la destrucción de la creación y no menos necesaria para quien la realiza en relación a su propia entidad, a semejanza de nuestro hombre poseído por el ansia de procreación, que estruja y retuerce el cuerpo propiciatorio, en el curso de la cópula, en su deseo de engendrar un monstruo.

Comparable en angustia únicamente a la que puede producir la actitud inequívoca de ese vagabundo que se nos aproxima en descampado, o esa culebra que pisamos sin advertirlo y se revuelve bajo nuestro pie, o, incluso, una mera respiración profunda sonando por toda respuesta en el teléfono, así el espectáculo que se ofrecía a su alrededor, aquella rotación de figuras con frecuencia amenazadoras que le envuelve a uno, caballos alados, águilas, leones, alacranes, perros, cisnes, lascivos adolescentes, hercúleos luchadores, seres de rusticidad extrema, rojos toros, centauros de color púrpura, cangrejos morados, violáceas profundidades del anillado dragón, marmórea crueldad la de una virgen hierática en aquel girar de cuerpos entrelazados como las serpientes se entrelazan en torno al cuerpo de Laocoonte, una visión de tonalidad cada vez más escarlata que lo mejor sería abandonar cuanto antes, dejar todo aquello colándose por el cuello del ánfora que vierte el sereno aguador, dejándose arrastrar por la corriente del agua que se precipita desde los cielos, dejándose caer entre glaciares y témpanos y castillos de hielo, remolino abajo, un remolino como un cráter de níveas paredes, con relieves porosos danzando en derredor, fieras momificadas y carabelas al viento, formas que uno creería arremansadas por su contraste con el arrebatado descenso de las aguas superiores sobre las inferiores, aquel abrazo fruto de la violencia apasionada con que vuelve a juntarse lo que con violencia ha sido separado, agitada conjunción en la que no cabía distinguir una parte de otra, hervores de espuma en ascenso, revuelo de encrespaciones y abismos turbulentos, como si el mar fuese apenas ese charco que recibe la meada de nuestro niño infinitamente grande, aguacero y temporal de tal naturaleza que, así desencadenados, en plena noche, cualquier nave que no tuviese la forma de arca –la más apropiada en estas ocasiones– hubiera zozobrado a sus primeros embates, olas abriéndose sobre sus cabezas, fauces devoradoras, profundas gargantas gritando –la una eco de la otra– os he traído conmigo para que, llevados de vuestro propio peso, os perdáis en mí.

Hubo un motín contra el Grec, un Grec inepto, desbordado, asido inútilmente al timón frente a las aguas que se le venían encima como un acantilado que se desploma, revelándose así, a la nocturna luz de los relámpagos, como lo que realmente era: un viejo borracho, un fantasmón, un farsante, un pobre diablo capaz sólo de inspirar miedo a los niños, un piloto de taberna portuaria capaz únicamente de conducirles al naufragio. ¡Patrón viene de padre!, gritaban los alborotadores. ¿No es el Rey de las Langostas? ¡Pues a destronarle!, y el Grec se dejaba hacer y decir sin chistar, los insultos, las burlas, la destitución, los galones y medallones que le iban arrancando como si le arrancaran los ojos, estampa misma de cualquiera de esos reincidentes que uno encuentra en las cárceles, un tío bujarra de esos, flojón y desfondado. Pero bastaba echar un vistazo a las bodegas para percatarse de que el verdadero peligro no estaba fuera sino allí, en el cargamento que transportaban, toda esa fauna de seres convertidos –como Circe, la mujer convertida en cerdo– en arrecifes, escollos, rompientes y demás formaciones rocosas del género de esos relieves de significativa toponimia que el navegante puede avistar a lo largo de la costa entre Rosas y Port de la Selva, por ejemplo, el Cavall Bernat, el Cap Gros, la Punta Prima, etcétera. Y así, de modo similar, aquel erosionado escollo solitario era el desdichado Príamo, y Proserpina la gruta roja y rugiente, y el bajo fondo que afloraba en el vaivén de las aguas, señalado apenas por un dibujo de espuma, de hortensias blancas, acaso Eugenia, abriéndose paso entre los inmortales, entre los que no morirán jamás porque ya han muerto, vueltos al dominio de lo mineral, piedra ejemplar, impasible a los caprichos del agua y del viento como cualquier otra configuración del planeta cuya anterior identidad desconocemos, esos atolones madreporíficos del Gobi, los desiertos oceánicos, las rompientes de Arizona, los cráteres de Nueva York, las selvas carbonizadas de Rotterdam, los rescoldos humeantes de Barcelona.

No, lo que iba a suceder, lo que tenía que suceder, no era tanto respuesta a una motivación exterior cuanto interior: que el arca se abra como se abre un huevo, que el contenido rompa al continente y la nave se estrelle contra su propia carga, lastre que no merece ser salvado, que mejor se hunda con la nave y sus tripulantes y restantes pasajeros cuando a duras penas uno puede salvarse a nado, alejarse a tiempo del remolino que se forma al concluir un naufragio, y, con mayor razón todavía, teniendo en cuenta que todo hubiera resultado inútil, dada la distancia que le separaba de la costa, lo lejos que de ella se encontraba, sin el auxilio de uno de esos pretendidos monstruos de mar, de esos enormes peces que se tragan a los náufragos para trasladarlos sin daño hasta la orilla. Y entonces, como un muñeco de madera, o como ese soldadito de plomo que, huyendo de una rata, es engullido por un pez y sólo en sus entrañas regresará al fuego del amor perdido, uno se encuentra intentando incorporarse en la cavidad bucal del pez, tanteando a gatas aquel terreno palpitante y movedizo, barrido de vez en cuando por nuevas rachas de agua, mientras los ojos se habitúan a la escasa luz verdosa que llega a través de aquellas barbas venerables, floridas de vegetación marina, abrigo de cachazudos moluscos y solitarios ermitaños, y así, aunque todavía tanteando, puede uno ir adentrándose en busca de un lugar más seguro, menos inestable, entre el plateado rebullir de pequeños peces y el balanceo arremansado de los restos de otros naufragios, bajo la oscura bóveda en forma de quilla invertida del paladar, tomando los movimientos espasmódicos de la epiglotis como punto de referencia y, atrás ya la garganta, seguir adelante, recorrer uno a uno la sucesión de espacios interiores, esófago, estómago, intestino, cada vez más a ciegas, hasta alcanzar el cómodo ensanchamiento del recto, en espera de ser expelido por una descarga del esfínter, esa diarrea que uno oye llegar de lejos como una carga y que como una carga se precipita hacia fuera con una violencia y movilidad sólo comparables a las de Atila y sus galopantes huestes acudiendo al llamamiento de Crimilda en su venganza, en sus ansias de exterminio que la mueven contra el traidor Hagen; ese vaciado interior, esa suelta de peso muerto, esa fase purgativa, purificadora, condición previa, inexcusable, de todo proceso ascensional o de uno de esos viajes tan despreocupadamente emprendidos –como la puesta en marcha de un mundo por su creador– y que tan trágicamente acaban, como el eco de una flauta ante las costas esquinadas, terminantes, del Cabo de Orfeo, salvándose uno de las olas como sólo puede salvarse el dios que ha desencadenado la tempestad o como acostumbra a salvarse su protegido, un niño, en ocasiones.

Llegar a la orilla, algo siempre fatigoso para el náufrago, un esfuerzo semejante, por la lenta recuperación que requiere el salirse, a uno de esos sueños en los que el soñante, turbado todavía por el material soñado, cree despertar sobre un lecho de tierra blanda y esponjada donde, sin escarbar apenas, aparecen huesos anaranjados. Y únicamente poco a poco, como reanimado por el tibio sol de poniente, va uno volviendo en sí, incorporándose, contemplando el mar que se extiende a sus pies, lunares verdes y movedizos configurados en la espuma como anillos de serpiente, esa imagen de mar y hierba unidos sin aparentar solución de continuidad que puede captar una persona recostada en la suave pendiente de un prado, sobre los acantilados, y que, sin embargo, es anterior, en cuanto impresión visual, a la imagen del Cabo Norfeo, por ejemplo, no digamos ya de la vista del mar desde aquel motel situado entre San Juan de Luz y Biarritz, prados abajo, cuando por primera vez pareció resonar un aire ya escuchado, la reactivación de un recuerdo que bien pudiera relacionarse con la primera infancia, quién sabe si la mera magnificación de unas pocas hierbas crecidas en una de esas ondulaciones arenosas que suelen formarse en la parte más retirada de las playas, único elemento de contraste, para un niño que otea allí tendido, frente al mar lejano.

Un dato que merece ser tenido en cuenta a la hora de recapitular, de hacer recuento de lo que fue el regreso a Rosas con Rosa, de aquellos días pasados trabajando en las líneas maestras de la obra, una obra que, como esa ciudad tan minuciosamente diseñada y descrita una y otra vez en el curso de la historia, de acuerdo con las necesidades del momento, en la creencia, por lo general, de que ninguna de ellas puede ya ser alterada, proyectos que si alguna vez han comenzado a ponerse en práctica nunca han sido terminados, y al fin resulta que las modificaciones impuestas por la realidad y sus vicisitudes son tantas que ni su arquitecto original sería ahora capaz de reconocerla, así, como esa ciudad, la obra, toda obra en elaboración, respecto a su concepción primera, toda vez que, al cambio impuesto por el propio desarrollo de los elementos que componen dicha obra, hay que añadir los cambios que paralelamente experimenta el autor. Y así también, como algo que sólo tiene realidad en el papel, sobre el plano, la mayor parte de las imágenes que guardamos de la infancia, al igual que de cuantas a partir de entonces, del momento en que se empieza a fijar en representaciones la propia infancia, uno suele hacerse de sí mismo. Un trabajo no muy distinto, a fin de cuentas, del que supone la obra en cuestión, seis días entre todo, un tiempo tradicionalmente apropiado para dar por acabada una obra.