III
DESVANES. Escribir como pensar perfeccionando, como forma de dar agudeza a la idea, de articularla con otras y organizar el conjunto. La palabra escrita no será ni más ni menos cierta que la palabra pensada por el mero hecho de haberse objetivado; lo que sí ganará, en cuanto expresión, es coherencia respecto a sí misma, respecto a lo que con ella se quiere significar y hasta respecto a lo que se significa sin haber tenido la intención de hacerlo, respecto, incluso, a lo que se quería silenciar, a lo que se quería esconder y se revela. Todo escrito tiene un lector potencial y el escritor conoce el riesgo que esto entraña y hace lo que puede, no ya para cubrirse, sino también para encauzar en beneficio propio ese insoslayable margen interpretativo. Un juego cuya sutileza es para mí un estímulo más que añadir a los motivos que justifican –en el supuesto de que deba justificarlo– mi propósito de escribir, de escribir y no sólo de pensar, acerca de unas cuantas cosas; de explicarme a mí mismo esta necesidad de hacerlo y, si no en primer término tampoco en último, la razón de haber elegido para mi retiro, de entre todos los sitios posibles, precisamente Gorgs de la Selva, un lugar que por su proximidad a Vilasacra, por ir inevitablemente asociado a Margarita y a Jaime, al contraste del recuerdo vivo con la ausencia irremediable, suscita, no obstante, un sentimiento de atracción íntimamente unido al de rechazo.
Decir Gorgs de la Selva es para mí, desde que escuché el nombre por primera vez, decir Vilasacra, ya que para los primos el pueblo parecía no ser sino una mera extensión de la finca, el pueblo al que se iba cuando en Vilasacra se decía vamos al pueblo, una de esas formas idiomáticas de ámbito familiar que el invitado más o menos asiduo termina dando por buena al igual que tantas otras peculiaridades locales. Mi decisión de hospedarme en Gorgs, cerca de Vilasacra pero no en Vilasacra, guardaba estrecha relación con el estado de ánimo expresado por Magda al decirme que por el momento le faltaba valor para volver a Vilasacra, esto es, que no pensaba acompañarme. Recordé además la fonda de Gorgs, una casa de pueblo cuidada y acogedora, un tipo de establecimiento muy común en mi época de estudiante que con los años se ha ido viendo sustituido –y no sólo en la costa– por horrendas edificaciones hoteleras. Pero la elección del lugar, por sugestiva que me resultase la imagen de la fonda, poco tenía que ver, como es obvio, con esta clase de consideraciones, y mucho, por el contrario, con su proximidad a Vilasacra, más que nunca vinculada al recuerdo de Margarita. ¿Por qué? Yo diría que por motivos similares a los que explican la fascinación que sobre los niños suelen ejercer los desvanes, esa mezcla de atracción y temor que experimenta el niño ante los trastos allí amontonados, ante el deterioro de tanto objeto en aquella atmósfera de telarañas y correr de ratas, de polvo, de penumbra, de inmovilidad. La persistencia con que los desvanes, al igual que las bodegas, siguen reapareciendo como escenario de nuestros sueños de adulto, no menos viva en la pesadilla de hoy que en la realidad del niño esa atracción por lo que más aterra. Así, las palabras que vinieron a mi memoria días atrás, mientras me afeitaba, disgustado o acaso algo deprimido, sin saber a ciencia cierta ni por qué estaba así ni por qué venían a mi memoria aquellas palabras: el balancín de la Bunde y el triciclo de Ramón París. Unas palabras que me remitieron de inmediato a mi primera infancia, durante la guerra civil, a mis correrías por aquel pueblo de montaña en el que mi familia, como tantas otras familias barcelonesas, había buscado refugio; nuestras correrías en pandilla y, más concretamente, la incursión exploratoria realizada en el desván de una villa abandonada o desierta. No sé, ni sabría decir si alguna vez lo supe, quiénes eran esa Bunde y ese Ramón París que algún compañero de exploración mencionó al reconocer los objetos, poseído como yo estaba por la certeza de cuál iba a ser la respuesta si yo lo preguntaba, la confirmación inapelable de que se trataba de niños muertos. Ni siquiera estoy seguro de que los nombres sean exactos; Bunde, especialmente, suena a una de esas palabras que se aprenden de niño, fruto de una captación fonética y carente de sentido.
¿Es contagiosa la desgracia? Porque algo de eso se agita, qué duda cabe, por debajo del nivel de la conciencia cuando la gente toma sus distancias respecto a los lugares donde la desgracia parece haberse asentado, respecto a las personas por ella designadas como para integrarse en su séquito. Pero, al margen de las motivaciones profundas, al margen del contenido inconsciente que se halla en el origen de esta clase de actitudes, de lo que en todo ello hay de subjetivo, me parece importante destacar el carácter genérico del fenómeno, la similitud de respuestas que suscita con independencia de la clase social, el nivel cultural y las cualidades del sujeto, a la hora de apartarse de la persona en desgracia, de todo aquel que parece perseguido por la mala suerte. Esa sospecha, no por inconfesada menos atormentadora, de que los tumores se contagian, al igual que las alergias o las hernias discales o las fracturas; esa intuición acerca del carácter epidémico de la muerte por accidente, cuando el coche derrapa y uno se sale de la carretera, todavía con tiempo suficiente para preguntarse si soy realmente yo el que vuela y gira y rebota ingrávido contra estos rosados algodones. Un tipo de inquietud similar al que suscitan las rachas de accidentes aéreos, de inundaciones, de terremotos, sin que la influencia de las fases de la luna sea explicación suficiente, como en el caso de las mareas, de lo que más bien presenta los síntomas de un proceso infeccioso. Se diría que en ocasiones hasta es posible determinar el momento del contagio: el frío que desde el asiento nos traspasa los fondos de los pantalones durante la visita que hacemos al enfermo que sabemos condenado; aquel peculiar olor pegadizo de la casa en la que transcurrieron sus últimos días y que ni siquiera el ambiente festivo de la Nochebuena fue capaz de disipar por entero; el humo pardo que desde la chimenea del tejado que corresponde al fuego de su habitación se esparce por toda la comarca, afectando a cuantas personas de los alrededores sean propensas a la infección. Las precauciones y medidas de asepsia que suelen tomarse tras la defunción, no sólo respecto a prendas y objetos personales sino también respecto a cartas, recuerdos y hasta fotografías. Y las señales, los avisos: los magnolios de Vilasacra tuvieron una segunda floración en octubre que se prolongó hasta principios de diciembre, semanas antes de la muerte de Jaime. O el pésimo síntoma que supone la muerte de un perro, de un gato, de una tortuga, de un animal doméstico cualquiera, el anuncio de desgracia para la casa en que se produce que representa esta muerte, augurio inequívoco de la aniquilación que aguarda a todos o parte de sus moradores. O el lenguaje de los electrodomésticos, el significado de vaticinio que tienen determinadas averías, interruptores, televisores, la máquina de afeitar, así como las bombillas que se funden, los escapes de agua, las pilas que se acaban de súbito, vaticinios que se convierten en el peor de los augurios cuando se producen, no aislados, sino conjuntamente, por acumulación. La víspera de venirme aquí, sin ir más lejos, el coche no se me puso en marcha y tuve que llamar a un mecánico; al pisar el vestíbulo de Vilasacra se fundió una luz no bien la encendía; durante mi primera noche en la fonda se me estrelló contra el suelo un vaso de agua y, a todas ésas, desde hacía ya días, se me iban soltando diversos botones del pantalón, la camisa y la pelliza, cosas todas ellas que, ahora que han pasado, reconozco que no dejaron de estimular mis naturales tendencias aprensivas.
El caso límite se produce cuando la enfermedad no es una enfermedad cualquiera sino cáncer. Entonces la gente evita llamarlo por su nombre, tiende a sustituirlo por un giro, por una expresión convencional y hasta por su mera omisión, convirtiendo así en signo denotativo la palabra no pronunciada, el vacío abierto en la frase, tal si pronunciar la fatídica palabra equivaliese a invocarla o conjurarla, a correr el riesgo de atraerla hacia uno como el alma del réprobo atrae al gran cangrejo azul o como el cadáver varado en un remanso atrae al cangrejo de río. De ahí la creencia popular que, invirtiendo el orden de los hechos, tomando por causa la consecuencia, hace de la persona mordida por la enfermedad símbolo vivo de la muerte, como lo es de la condenación eterna el alma en pecado. De ahí también las resonancias de carácter ritual y expiatorio que expande la simple mención de la palabra cáncer, similares por su función a las que son propias del luto, del color negro y el retraimiento social que inhiben la vida cotidiana en el contorno familiar del difunto, verdadero cordón sanitario mediante el cual la comunidad se defiende de toda interferencia exterior, de toda agresión a su normal desenvolvimiento, aislando, segregando, poniendo en cuarentena las áreas contaminadas del cuerpo social, sangrándolo en beneficio de la colectividad igual que se hace sangrar todo corte sucio, susceptible de infectarse o de producir tétanos. Si el color negro no ha llegado a ser impuesto a los familiares del canceroso, si no se ha intentado siquiera hacerles extensiva una normativa semejante a la del luto, es porque, en la sociedad de hoy, es la propia razón de ser del luto lo que está en entredicho en la medida en que, lo que era válido en un medio pueblerino, deja de serlo en un medio urbano donde nadie conoce a nadie y el valor del símbolo, perdidas las peculiaridades que lo individualizaban, se diluye en el anonimato. Si de niño, cuando murió la abuela, en la cerrada sociedad barcelonesa de la posguerra, me tiñeron de negro hasta los calcetines, menos de veinte años más tarde, al morir mi padre, ya no hubo luto. Y ahora, por lo que pude observar en el funeral de Jaime, hasta los curas llevan la casulla de todos los días, no una de aquellas en negro con dorados que se estilaban antes.
Hablar de la gente es hablar de los demás, excluirse de la cerrazón general en compañía, a lo sumo, de nuestro interlocutor, al que otorgamos este beneficio. Por eso no sería justo que me refiriese a la actitud de la gente hacia Jaime en los últimos tiempos sin incluirme explícitamente en tal categoría genérica, ya que mi actitud se diferenciaba poco de la que mantenían los otros acaso porque es la única posible de mantener ante un hombre que se encuentra en su situación, evitar contradecirle, seguirle la corriente en todo, imprimir a nuestro trato para con él cierta forzada animación y el aliento y estímulo que requieren las circunstancias, esto es, las deferencias usuales –no muy distintas de las que se gana el pavo reservado con mimo para la celebración navideña– a las que se hace acreedora toda persona que ha sido desahuciada por los médicos. Ni que decir tiene que Jaime, sumido en la irrealidad del proceso que se inicia con el ingreso en la clínica, preocupado únicamente por la mecánica de su nueva condición, era la persona menos indicada para advertir cambio alguno en el comportamiento de la gente, para reparar siquiera en detalles tan irrelevantes como pueden serlo las atenciones de que era objeto, el trato afable y solícito que se le dispensaba, todo el mundo ofreciéndose para lo que fuera, poniéndose a su entera disposición, obviamente al cabo de la calle en lo que a la gravedad del diagnóstico se refiere, por mucho que la operación en sí hubiera sido un éxito y que su mujer, Magda o Margarita hubieran acordado guardar en secreto el margen de vida que el resultado de la biopsia le concedía. Durante el postoperatorio, eso sí, su mirada, intensa, como sobrecogida, tenía algo de acechante, la mirada del que quiere verse en nuestros ojos, saber qué aspecto tiene, qué suerte le aguarda. Claro que, de haber algo de tranquilizador en la vida de la clínica, el propio equipo médico se hubiera encargado de disiparlo con sus visitas, cuando en el curso de su recorrido matutino se les oía llegar de habitación en habitación, cada vez más próximos, intercambiando bromas, riendo brutalmente, para acabar irrumpiendo en tromba, embarullados de puro expeditivos, de modo similar a policías que caen de golpe sobre el detenido que lleva ya horas aguardando ser interrogado. Y, también como policías dispuestos a poner las cosas en claro, cuando, acabada la campechanía de rutina, de nuevo en el corredor, cambiando bruscamente de tono, se dirigían a la familia con la crudeza inflexible propia de una situación sin remedio, no menor su manifiesta indiferencia hacia el efecto de sus palabras que la de un crupier que canta un número en lugar de otro, el negro en lugar del rojo. Aparte de que hay crupieres que, canten el número que canten, la gozan pensando en los que han apostado por cualquier otro, dijo Margarita dando ostensiblemente la espalda al grupo. Una salida muy de Margarita –más justificada respecto al hecho en sí que respecto a la interpretación un tanto libre de las motivaciones– que el cirujano no dejó de captar, las entendiera o no, ni de acusar el impacto en su presurosa retirada, confuso, desarbolado.
Lo cierto, en cualquier caso, es que a Jaime le bastó verse fuera de la clínica para recuperar totalmente la confianza, para aceptar cuantas explicaciones se le daban acerca de las peculiaridades de la convalecencia, para hacer proyectos: irse a reestablecer a Vilasacra, aprender ruso, estudiar historia del arte, proyectos que no podían sino contar con el beneplácito de la familia, dado el alivio que siempre supone distanciarse de una persona que tiene los días contados, no ya por las interferencias que se evitan en la normal actividad de la casa, sino asimismo, y sobre todo, por el carácter depresivo de tal convivencia. Ni Ana, la mujer, ni Vera y Sergio, o similares nombres de resonancia eslava, tan del gusto de los jóvenes matrimonios progresistas de hace unos años, hubieran influido, por otra parte, si no es negativamente, complicando las cosas, en los avatares de su presunta recuperación, fases de mejoría en alternancia con fases estacionarias, dentro de un general empeoramiento, poco menos que imperceptible por lo paulatino, molestias que se hacen crónicas casi sin darse uno cuenta, disminución de funciones que termina en atrofia, altibajos de una lucha que, para Jaime, se iba convirtiendo en objetivo absorbente y prioritario, quedando relegada a un anodino segundo término la curación propiamente dicha. En mis visitas a Vilasacra, siempre en fin de semana –hasta la mujer y los hijos le visitaban casi exclusivamente los fines de semana, como si temieran convivir con él a solas–, uno de sus temas de conversación predilecto era, justamente, el de las pequeñas rectificaciones que había introducido en el tratamiento, pequeñas modificaciones de beneficiosos efectos en las que, incomprensiblemente, nadie había caído todavía, detalles no por pequeños carentes de importancia, el mérito de cuyo descubrimiento le correspondía por entero a él. Cuestiones que, una vez restablecido, quizá valdría la pena seguir investigando, ya que las conocía por experiencia propia.
El aislamiento de Jaime, su incomunicación respecto al mundo circundante, fue aumentando de día en día. Y no como en el pasado, debido a sus fantasías y propensiones mitómanas, cuya formulación, a partir de cierto grado, resulta tan fatigosa y hasta exasperante de aceptar, de escucharla simulando interés y admiración, como de rechazar, obligándole a corregir palabra por palabra cada una de sus aserciones, a ceñir su enunciado cuando menos al ámbito de lo verosímil, alternativa a la que invariablemente se acababa renunciando en razón de la obvia inutilidad del esfuerzo. No, muy al contrario: si la dificultad de comunicación se agudizó, la causa habría que buscarla más bien en la desaparición de esas fantasías –no exentas de amenidad en ocasiones– de su conversación habitual, como extirpadas, se diría, a raíz de la intervención quirúrgica, bien de forma directa, mediante el bisturí, bien como resultado de una transformación de la personalidad similar a las ya experimentadas en otras épocas de su vida, la última de ellas al entrar en contacto con el partido comunista. El problema, ahora, no era ya el de escuchar con paciencia, sino el de hacerlo activamente, el de compartir su entusiasmo por cosas que sólo a él le interesaban, en todo como ese tendero catalán que un buen día decide conocer París: su gozo de sentirse al fin ahí, de comprobar personalmente la tradicional afinidad que hermana París a Barcelona, el esmero que pone en contárselo a quien quiera oírle –el solitario vecino del bistrot, los silenciosos amos del restorán, el malhumorado taxista que le lleva al hotel, el antipático gerente de ese hotel–, sin arredrarse ni dejarse comer la moral por la indiferencia, cuando no repulsión, con que es escuchado mientras cuenta que procede de un pequeño país, Cataluña, unido a Francia –unido, sí, no separado sino unido– por los Pirineos, un pequeño país con grandes ciudades como Barcelona y parajes de belleza incomparable como la Costa Brava, sí, la Costa Brava está en Cataluña, y Montserrat, ¿no ha oído hablar de Montserrat?, ¡ah, pues vale la pena!, un pequeño país, en fin, que siempre ha sentido una gran admiración por Francia, que se ha sentido siempre más vinculado a Francia que a España, que casi viene a ser, como si dijéramos, una especie de pequeña Francia, sí, ¿oi que me entiende? –guiño y risita–, un pequeño país europeo cien por cien, lo que se dice un pequeño gran país; y así, como ese catalán en París, así Jaime, no menos patético en sus tentativas de apasionar, de hacer partícipes a los demás de sus entusiasmos y preocupaciones. A decir verdad, me fue más fácil soportar al tendero catalán cuando finalmente descubrió que también yo era de Barcelona y me pilló por su cuenta; con él, al menos podía reírme por dentro, cosa que en modo alguno sucedía con Jaime, cada vez que, sea solo, sea en compañía de sus hermanas, de algún amigo común y hasta de su mujer –ahora no parecía importarle que ella escuchara–, hablaba de los estudios que pensaba desarrollar no bien se hubiera establecido en la Unión Soviética, como era su propósito desde que supo que en Ukrania, a orillas del Mar Negro, había una clínica especializada en el tipo de tratamiento que precisaba para su curación. El Mar Negro: paisaje y clima, escasa salobridad de sus aguas debido a los grandes caudales que en él vierte el Danubio, hecho que facilita el que sus orillas estén pobladas, no ya de pinos, sino también de enormes robles, fresnos y abedules, casi como si de un lago se tratase. Personalidad del ukraniano. Vida cotidiana del campesino soviético. La sociedad socialista. El progreso sin límites de la ciencia en el sistema socialista, libre de las trabas y contradicciones del capitalismo. Consideraciones a partir de las cuales, se veía venir, Jaime iba a volver una vez más a su tema favorito: el grave daño que el idealismo ha inflingido a la humanidad, la de supersticiones y oscurantismo que la humanidad se hubiese ahorrado gracias a una concepción materialista del mundo. Algo perfectamente plasmado por Cervantes en el Quijote, donde éste, que empieza simbolizando el idealismo, termina simbolizando el materialismo, a la inversa que Sancho, trocados dialécticamente los papeles de uno y otro. Esto es precisamente lo que no le acepto a Luckács, dijo con placidez. El antagonismo fundamental no es el que pueda establecerse entre irracionalismo y racionalismo, sino el que existe entre idealismo y materialismo.
Como suele suceder, la lucha de Jaime contra el Cangrejo alcanzó su apogeo escasas semanas antes del desenlace, precediendo a éste como un radiante heraldo, cuando Jaime tomó la decisión de celebrar la Nochebuena con una gran fiesta mundana en Vilasacra, a la que fueron invitados todos sus amigos, convocados, se diría, para dar testimonio del desdén con que su anfitrión hacía frente a la adversidad. Rosa y yo aceptamos, constreñidos a ello, al igual que todos, por esa sensación de luto anticipado que termina por imponerse en estos casos. No así Magda ni Margarita, hermanadas por el dolor además de por su común infancia; lo siento muchísimo, comentó Margarita no bien se enteró del proyecto, pero si hay algo que no me siento con fuerzas para resistir es una especie de última cena. Tajantes ambas al respecto, Magda se organizó un viaje a Egipto con Irene por esas fechas, y Margarita, tras colaborar activamente en los preparativos de la fiesta, telefoneó a última hora desde Barcelona, cuando en Vilasacra empezaban ya a llegar invitados, diciendo, desolada, que estaba borrachita y bien, pero que se la pegaría si tomaba el coche, que no estaba en condiciones de conducir, que se la pegaría si lo intentaba, si lo intento, Jaime, seguro que no llego; muy propio de cada una su particular manera de encontrar una excusa que no fuese un desaire, acorde en cada caso con su personal actitud ante la vida –más retraída en Magda, con ese fuerte impulso inicial que no obstante falla en el momento decisivo en Margarita–, así como con el límite de sus respuestas emocionales, fácilmente rebasable en ambas.
Su deserción fue un acto de lucidez, ya que el ambiente de la fiesta se ajustó exactamente a lo que era de temer, a lo que ya parecía presagiar aquel jardín hostil y depresivo de cuando llegamos a Vilasacra, las ramas desnudas de los tilos, los tejos oscuros y sobrecogidos como gallinas bajo la lluvia. Lo peor no era la falsa alegría, la reprimida angustia que inhibía el comportamiento de los presentes; lo peor era el propio Jaime, la imagen que ofrecía contemplándonos a todos desde la presidencia de la gran mesa, sentado como un comensal más, pese a que hacía ya tiempo que no toleraba ninguna clase de alimento sólido: su obstinada actitud de anfitrión que está al tanto de todo, entre inquisitivo y estupefacto, como ensordecido, sonriendo de modo casi permanente a fin de disimular sus ausencias, su dificultad de concentración, los fallos de su memoria, los lapsus, las confusiones. Y el mensaje que a modo de brindis –simbólico por su parte– se creyó en la obligación de dirigir a los convidados cuando fue servido el champán, una especie de disertación de contenido políticofilosófico sobre una cuestión –hoy tan de moda, dijo– como es la cuestión de los derechos humanos en un contexto revolucionario, cuestión que yo prefiero llamar dialéctica de la libertad. Los derechos humanos como tesis. La revolución como obligada antítesis, y ello tanto más cuanto mayor sea la resistencia impuesta por el imperialismo. La Nueva Sociedad –a la que, no nos engañemos, podemos tardar años y años en llegar, decenios, siglos– es, en consecuencia, la síntesis. De ahí el carácter inevitable de la dictadura del proletariado aún hoy, por severa y hasta violenta que sea, como exigencia histórica que es a la vez que científica, dato éste que la distingue de toda violencia no revolucionaria. Al terminar de hablar parecía emocionado, o al menos los ojos le brillaban y tenía la voz ronca. Alguien había sacado fotos de revelado instantáneo y se las mostraron: Jaime presidiendo la mesa, Jaime de pie, dirigiendo su mensaje a los comensales, Jaime contemplando las fotos que le mostraban, la paulatina aparición de la imagen, el aflorar de su rostro, algo contraída la expresión, como deslumbrado por el flash.
Después de la cena, en el salón, charlamos un rato, o mejor, le escuché un rato. Parecía feliz, o acaso divertido, aunque el que además se le notase le costaba un esfuerzo suplementario que también se le notaba. Sus planes de convalecencia en Ukrania una vez más. Su evocación de nuestra lejana época de militancia política y actividades clandestinas. Y lo que fue aún más embarazoso: su sincera admiración por mis éxitos profesionales, algo acerca de lo cual todavía me resultaba más difícil hablar, más, desde luego, que de política, y también más inútil. ¿Cómo explicarle que la arquitectura había dejado de interesarme, que cuanto con ella se relacionase me cansaba casi tanto como explicar los motivos de que así sucediera, como hablar de ello? O como hablar a secas, como hablar con la gente de las cosas sobre las que la gente tiene por costumbre hablar.
Mi amistad con Jaime fue siempre de carácter superficial. Posiblemente, de no ser hermano de Margarita y Magda ni tan siquiera hubiéramos pasado de simples conocidos. El que además fuésemos primos no añadía ni quitaba nada; también mi madre y su padre fueron primos y en grado más próximo que nosotros, primos hermanos, y tengo entendido que apenas si se veían, con todo y haber veraneado ambos en Vilasacra cuando eran jóvenes. Pero así como para el niño que revuelve un desván el hallazgo más vulgar, más impensado –un triciclo–, puede ser también el más aterrador, el que más profundamente queda grabado en su memoria, así, de modo semejante, con la muerte de determinadas personas, cuya desaparición, por motivos ajenos a lo que esa persona fue, nos afecta mucho más de lo previsto. Y es que así como en el caso del triciclo el elemento aterrador se fundamenta, no en lo que es el juguete, sino en el lugar en que se halla, en el desván, así, en lo que a un fallecimiento concierne, lo que nos impresiona no es el muerto, lo que nos impresiona es la muerte.
Un sobresalto similar al de aquella mañana, años atrás, en la que, como se dice vulgarmente, no sabía dónde tenía la cabeza, entre bajo de tono y presa de inquietud, un estado como de estupor y desconcierto que sólo empezó a despejarse cuando, como el reflejo de la luz de un bote en las negras aguas de una bahía, vislumbré una instantánea del sueño que había tenido aquella mañana. El secreter de mi padre se encontraba en el jardín de casa, entre unos laureles, un elegante mueble estilo chipendale cuya puerta abatible, que se convertía en un tablero de escritorio, se abría con un chirrido inconfundible, pensado sin duda a modo de discreta alarma por si alguien pretendía abrirlo subrepticiamente. Entonces estaba cerrado y, al abrirlo, era como si ya supiera lo que iba a encontrar dentro: un pequeño montón de anaranjados huesos humanos.
CAPTACIÓN DEL MENSAJE. De Gorgs de la Selva a Vilasacra habrá unos tres o cuatro kilómetros, de modo que, hospedándome en la fonda del pueblo, Vilasacra me quedaba a cinco minutos de coche; Magda había insistido en ofrecerme la casa, pero yo le hice ver que esta solución me daba mayor independencia. Y es que, prescindiendo incluso de otras razones, entre un hotel y la casa de un amigo elijo siempre el hotel, la claridad de trato entre personal del hotel y huésped, el derecho del huésped a ser huraño, a seguir el horario que le plazca, a no dar explicaciones a nadie, a no perder el tiempo charlando, libertades que la corrección más elemental me hubiera impedido tomarme con el matrimonio que tiene a su cuidado la finca. Aparte de que una cosa era llegarme a Vilasacra aunque fuese cada tarde y otra vivir allí, rodeado de recuerdos susceptibles de condicionar en exceso la autonomía de mis actividades.
Si el motivo de mi presencia en Vilasacra estaba claro, no podía decirse lo mismo del objetivo. Magda parecía segura de que acabaríamos por encontrar algo, pero ni ella, ni mucho menos yo, teníamos la más mínima idea acerca de la naturaleza del hallazgo. Sobre su localización, en cambio, había menos dudas, directa o indirectamente relacionada como tenía que estar con la que fue habitación de Margarita. ¿No se lo había dicho así, implícitamente, la propia Margarita cuando respondió a sus llamadas en el curso de aquella sesión a la que fue convocada por Irene y Magda mediante una copa de cristal encerrada en un círculo de letras? ¿Y el nítido sí que dibujó la copa al enlazar la s y la i cuando preguntaron si había alguien? ¿Y la firmeza con que se fue hilvanando la palabra Margarita, la copa casi escapando al contacto de sus dedos, cuando preguntaron el nombre de ese alguien, sea por el esfuerzo de mantener el contacto, sea por la emoción con que seguían la filigrana del recorrido cuya significación adivinaron desde las primeras letras? ¿Y aquel: que busque Ricardo, deletreado con calma, casi con fatiga o indiferencia, antes de que el mensaje se perdiera en un errático trabalenguas similar a esa musiquilla que uno tararea por dentro mientras va pensando en otra cosa, encargo menos conminativo, se diría, que malhumorado, con que respondió cuando le preguntaron qué quieres, antes de esfumarse sin dejar rastro como una más de tantas estrellas que caen durante las primeras noches de agosto, dejando a Irene y a Magda no menos frustradas que ese sufrido oyente de las noticias en castellano de Radio París relativas a la salud de Franco bajo el castigo de la acción combinada de los adversos factores atmosféricos y los ruidos de las interferencias, inútil, ya totalmente inútil que preguntaran una y otra vez qué ha de buscar Ricardo, dónde ha de buscarlo, interrogantes que a partir de entonces Magda sólo dejó de replantearse tras dar con la solución, la única solución posible? Pues ¿cómo no relacionar una incógnita con otra, esta ausencia de respuesta con el posible significado de aquella fotografía encontrada en el bolso de Margarita cuando el coche fue sacado del río, detalles que, si momentáneamente marginados por las imperiosas exigencias de la muerte, en modo alguno fueron relegados al olvido? La foto iba metida en un sobre de correo aéreo, sin más señas que el nombre del presunto destinatario, un nombre apenas legible, así emborronado por el agua, pero que bien pudiera ser, en efecto –para Magda estaba clarísimo–, Ricardo, es decir, yo. En cuanto a la foto, en perfecto estado de conservación, el problema no residía en la identificación de la imagen representada –una vista de la habitación de Margarita en Vilasacra tomada desde el pasillo, con la ventana al fondo– cuanto en el significado de esa imagen, en el valor que tenía para Margarita en un contexto determinado. En otras palabras: poco antes de su muerte, acaso cuestión de horas, Margarita había metido aquella foto en un sobre dirigido a mí con la obvia idea de acompañarla bien de una carta –una carta que no llegó a escribir, o que, de haberla escrito, se había extraviado–, bien de una explicación verbal, a fin de pedirme o ponerme al corriente de algo, lo que fuera, relacionado con su habitación de Vilasacra. Esa explicación, oral o escrita, que la foto ilustraba o de la que la foto era tal vez la clave, no me había llegado tal y como estaba previsto, y sólo a partir de ciertas consideraciones, como si la voluntad de Margarita persistiera por encima de su propia vida como el humo persiste sobre el fuego ya apagado, como si esa voluntad, en su resistencia a esfumarse definitivamente, en un último intento de llamar la atención sobre el contenido del mensaje que me había dirigido, hubiera recurrido al lenguaje de la copa de cristal guiando sus movimientos de una letra a otra, como llevada de un impulso autónomo, ya sin otro objetivo que el de dar cumplimiento a un deseo que los acontecimientos habían convertido poco menos que en su última voluntad, sí, sólo a partir de tales consideraciones había que entender la respuesta recibida a las invocaciones de Irene y Magda. Sé de sobras que ella no estaba allí cuando hicimos correr la copa, dijo Magda. ¿Qué más quisiera yo que hablar con ella, esté donde esté, como ahora hablo contigo, tener la certeza de que esto es posible? Pero algo que la preocupaba cuando murió flotaba en el ambiente la otra noche, esto sí que puedo asegurártelo, Ricardo, lo creas o no lo creas. De ahí lo importante que para ella era, aunque no fuera más que por su propia tranquilidad, que yo me llegase a Vilasacra, precisamente yo, y registrase hasta el último rincón, o mejor, interpretase desde todos los puntos de vista, cuanto pudiera relacionarse con la habitación de Margarita.
Al llamarme por teléfono, Magda únicamente había adelantado que se trataba de algo importante, y yo no hice preguntas; quedamos en que pasaría a verlas hacia última hora de la tarde. El living se hallaba casi en la penumbra, iluminado más por el resplandor de la chimenea que por las luces indirectas de los rincones; Magda, no obstante, llevaba puestas las mismas gafas de sol que cuando el accidente de Margarita, las llamas del hogar brillándole en los cristales como luces de cirio. Mientras Magda hablaba, Irene, sentada a sus pies, sobre la piel de oso, removía el fuego en silencio, con ese algo como de loba o galgo que es frecuente en determinadas lesbianas, sólidos los pómulos, hundidas las mejillas, delgadas las líneas del rostro, uniforme el color de la tez y el del cabello. En un momento dado, Magda se quitó las gafas, y entonces pude apreciar que su cara no había mejorado en nada respecto al momento en que tuvo que identificar el cadáver de Margarita, sin la firmeza de ánimo que sin duda se impuso en aquellos momentos, con mayor angustia insomne, como si el papel que le había tocado jugar en todo aquello, sus premoniciones, sus facultades adivinatorias, la facilidad con que se convertía en medio transmisor de lo desconocido, la hubiese llevado al límite de su resistencia. Pues, en definitiva, cuando el accidente de Margarita, también había sido ella la primera en llamarme, en dar la alarma. Y si ya entonces se temía que le hubiera pasado algo, era debido, no tanto a la falta de noticias, que sin duda empezaba a ser preocupante, cuanto al sueño agitado, o mejor, al estado de duermevela en que había pasado la noche. Pero, tratándose de Margarita, no haber telefoneado a Magda como había dicho que haría, haberse olvidado de hacerlo, no haber llegado la víspera a su casa de Rosas como tenía previsto, haber dormido en cualquier otro sitio, eran variantes de conducta que entraban del todo en lo previsible, susceptibles de causar inquietud únicamente en la medida en que persistieran, en que todo siguiera igual horas más tarde, un plazo que, si excesivo para que en caso de accidente de tráfico no se supiera lo sucedido, sería asimismo excesivo para que no hubiera sucedido nada. Por eso sólo empecé a considerar la posibilidad de que le hubiera pasado algo cuando Magda volvió a llamarme hacia el mediodía, tras haber hablado con Vilasacra, donde le confirmaron que Margarita había salido de allí después de cenar, con la idea de dormir en Rosas; esa partida sin llegada, esas veinte horas largas transcurridas desde el comienzo de un recorrido que no daba para más de dos, esa ausencia de noticias, empezaron entonces a incidir sobre un factor instintivamente rechazado hasta aquel momento, como suele rechazarse cuanto, sea por absurdo, sea por horrible, nos resistimos a relacionar con personalidades como la de Margarita, y ello más en función de esa personalidad tan viva que de dato objetivo alguno: las grandes lluvias y consecuentes inundaciones de la víspera, 24 de septiembre, festividad de Nuestra Señora de la Merced, conforme una vez más con la tradición que hace estas fechas pródigas en agua, tal si de un culto a una antigua diosa de la fertilidad se tratase. La noche del 24 al 25, la noche que Magda se pasó en blanco, había sido muy lluviosa, sí, pero cuando salí hacia Gorgs de la Selva acompañado de Magda, dispuesto a seguir el mismo recorrido que Margarita tenía que haber realizado veinticuatro horas antes, dominado aún por esa resistencia a conectar lo que está vivo con lo que no lo está, pensaba en un patinazo del coche, en un despiste, que si en un principio imaginaba sin mayores consecuencias, según nos aproximábamos a Gorgs se me figuraba más y más grave, una curva, un barranco, Margarita herida y aprisionada en el interior, mientras la lluvia que sigue cayendo borra las huellas del accidente. En Gorgs habían visto pasar su coche a eso de las diez, bajo un fuerte aguacero, en dirección a la carretera general, y bastó que alguien comentara que la riera se había llevado más de un coche aparcado en las proximidades del cauce, para que decidiese dirigirme directamente a la oficina de tráfico más próxima. La joven que nos atendió parecía poco versada en esta clase de trámites, o acaso, simplemente, en cuestión de marcas y modelos de automóviles; revisaba informes, decía que sí, que el río había arrastrado varios coches de parecidas características, anotaba los datos del de Margarita, intercambiaba consultas por teléfono, pero de pronto, aprovechando el silencio ensimismado de Magda, me pasó una hoja de bloc en la que acababa de escribir una palabra: muerta. En el Tordera, cerca de la desembocadura; habían sacado el coche aquella tarde, al bajar las aguas. La identificación del cuerpo de Margarita no se efectuó hasta la mañana, tras una noche de insomnio –esta vez general– pasada en un parador de carretera al que no habían tardado en llegar Irene y Rosa, una noche ni mejor ni peor, en definitiva, que la siguiente, cuando, de nuevo en Barcelona, Rosa y yo nos fuimos a casa y Magda se fue con Irene a la suya igual que cualquier otra noche, como si Margarita no hubiera muerto y nosotros no nos hubiéramos pasado el día realizando trámites relativos a su cadáver, el juez, el forense, el secretario del ayuntamiento, la empresa de pompas fúnebres, atendiendo cada problema con esa aplicación algo obcecada de que hacen gala los participantes de un concurso televisivo según se van enfrentando a las imprevisibles pruebas a las que se ven sometidos. Nada más entrar en casa, Rosa se puso a sollozar en mi hombro, a decir que Margarita era la única persona que hubiera podido comprenderla, mayor su desaliento que por la mañana, sin el sobrecogimiento de entonces, en el depósito, cuando abrieron la capilla del cementerio y nos encontramos a Margarita tendida sobre el mármol, el cuerpo en una posición a la vez airosa y forzada, similar a lo que sería la escultura de una danzarina tendida boca arriba, los ojos abiertos y sorprendida la expresión, como si contemplara el coloreado haz de rayos solares que, a partir del rosetón, traspasaba diagonalmente la penumbra interior, por encima de nuestras cabezas; fue en ese momento cuando Magda se quitó las gafas oscuras, réplica trágica del de Margarita su rostro enmarcado entre dos mechas de pelo negro. El principal problema que hubo que solventar se planteó a propósito de la modalidad del entierro, que Magda quería civil, consecuente con la repugnancia que Margarita sentía por el ceremonial religioso previsto para estos casos, lo que ella llamaba ritos necrofílicos, expresión que no se cansó de repetir por lo bajo con motivo de la muerte de Jaime. Pero el secretario del ayuntamiento, que al parecer se había hecho a la idea de vender uno de los nichos recientemente costeados por el municipio y de los que tal vez él era el constructor, se resistía a perder la ocasión, y no se dio por vencido hasta haber agotado todos sus argumentos, que si no había que hacer cuestiones de principio, que si había que ir a lo práctico, a simplificar las cosas, que si el cura igual venía con historias, y ya sabrá usted aquello de que con la iglesia nos tapamos, aparte de que el sepulturero difícilmente iba a tener tiempo de desbrozar el rincón destinado a cementerio civil, a extramuros del recinto sagrado, etcétera, fija y despiadada su mirada de vendedor empeñado en vender algo, inexorable en su designio como un oligofrénico de propensiones homosexuales en su sueño de sodomizar al urbano que cada mañana puede ver desde su balcón, dirigiendo el tráfico. En el juzgado, por el contrario, no pusieron obstáculo alguno a la entrega inmediata de cuantos efectos personales fueron encontrados en el interior del coche, el bolso con la foto a mí dirigida, entre otros.
Me imagino que Magda tenía la convicción, no ya de haber cumplido con su deber, sino de que Margarita le agradecía desde alguna parte el haberlo hecho. Pues lo cierto es que Magda había conseguido despojar el entierro de Margarita de cuantos rasgos necrofílicos, al decir de la propia Margarita, la habían llevado al borde de la histeria en el curso del entierro de Jaime. No fue éste, sin embargo, el único elemento diferencial entre una y otra ceremonia, difícilmente más disímiles, con todo y haberse celebrado en memoria de dos hermanos y en un intervalo tan breve, apenas los nueve meses que tarda en venir al mundo una criatura. Aunque nada hubiera dicho al respecto, también en el caso de Jaime era de suponer que un hombre como él, no sólo comunista convencido sino específicamente ateo, hubiera preferido un sencillo acto de carácter laico a las solemnes exequias con funeral de corpore insepulto organizadas inesperadamente por Ana, la mujer –también ella había pertenecido al partido en sus años universitarios–, con el apoyo de su propia familia y en contra de la escandalizada opinión de Margarita y Magda. Nada más alejado que aquella multitud de parientes y afines de todo grado entre los que se perdían los amigos personales de Jaime, que aquella movilización de personalidades y gente importante relacionada con la familia, que aquel cortejo de automóviles que siguió el traslado del cadáver desde Vilasacra hasta la iglesia del pueblo y, desde allí, tras el oficio cantado, hasta el panteón familiar en el cementerio de Gorgs de la Selva, donde se despidió el duelo, nada más alejado de todo aquello, en efecto, que el sepelio poco menos que clandestino de Margarita en el cementerio civil de un pueblo cualquiera, el que correspondía al término municipal hasta el que fue arrastrado su coche, un sepelio con previa autopsia en lugar de misa, en una fosa abierta al pie de un muro plagado de caracoles, sin más asistencia que la de un reducido grupo de amigos y hasta de algún que otro antiguo amante, caras para mí desconocidas en más de un caso, desconocidas o difíciles de reconocer a causa de la luz menguante. Al acabar, hubo unos abrazos y unos apretones de mano entre los cipreses, y enseguida empezaron a sonar puertas de coche y a encenderse faros, y al salir arrancando, con tanta maniobra entrecruzada, se levantó una gran polvareda.
Así como la huella de un neumático en el barro se superpone a una huella anterior y la suplanta, así la desaparición de Margarita se superpuso a la de Jaime, y cuando Magda me pidió que desentrañara el significado de la foto, Vilasacra estaba ya vinculada por entero al recuerdo de Margarita, y relegada a un segundo término progresivamente difuso su condición de escenario final de Jaime. Pues, inversamente que con el barro, de igual modo que en los interiores de una casa como la de Vilasacra la humedad de las paredes hace saltar la pintura más reciente y siempre acaban por reaparecer aquí y allá manchas de la originaria, clapas de los estucos y óleos que se le aplicaron cuando fue construida, insertos ya en la construcción por debajo de los pasajeros vaivenes de la moda que se suceden con las generaciones, así, de manera similar, los recuerdos de Vilasacra que terminaron por imponerse eran también los más lejanos, anteriores incluso, se diría, a la época en que Margarita y yo la convertimos en sede central de nuestras conflictivas relaciones amorosas, de nuestras discusiones, de nuestros proyectos, de la nueva aventura que para nosotros significaba entonces cada nuevo día. Recuerdos que generaban nuevos recuerdos, o mejor, impresiones fugaces, imprecisas, difíciles de aislar todas ellas, como si, más que sugerir, velaran, y como si, a semejanza de ese limonero injertado que a la primera helada dará paso al pie primitivo, el naranjo que sirvió de base al injerto, vigorosos brotes de amargo fruto, su verdadera naturaleza fuese otra, algo que perviviera por debajo, que estuviera en la raíz y no en las ramas, a semejanza de ese pie cuya parte aérea fue injertada, o a semejanza de esas formas inciertas que aparecen en el primer plano de una fotografía panorámica, difíciles de reconocer en razón de su misma proximidad al objetivo. Como esa nube parda que se alarga oblonga sobre una cadena de montañas, quedando entre ambas una luminosa franja de cielo de poniente, de sesgados haces de sol que, tal dedos de luz, otorgan profundidad a cuantos relieves tocan, o como esas siluetas de árbol que, destacados al filo del horizonte, proyectan su opacidad contra el crepúsculo, formando en los cielos grandes aspas radiales a partir del centro irradiante ya oculto, como esos fenómenos, uno y otro no muy distintos de la claridad que desciende sobre el elegido o de la aureola que expande la santidad en las representaciones pictóricas medievales, toque de gracia divina que se extiende sobre el mundo en el primer caso, halo sagrado en el segundo, así, como esos efectos de luz que se dan en el paisaje no menos que en la pintura, por motivos similares a los que han hecho de Montserrat un monte sagrado desde siempre, con independencia de la clase de culto al que se halle dedicado, así, en la foto encontrada en el bolso de Margarita con el interior de su habitación de Vilasacra como tema, pensé, lo sigo pensando, que bien pudiera encontrarse, al margen de las premoniciones y prácticas adivinatorias de Magda, algún elemento significativo digno de ser explorado. Una habitación sencilla, no más propia de una mujer que de un hombre, que en la familia se consideraba algo triste por estar orientada al norte, sobre la espesura del jardín, sin la amplia vista del campo circundante que tienen las habitaciones de fachada.