V
Afloja más los vientos, tú, que mi gotera empieza a empreñar.
Pues te jodes. Yo tengo mandra.
Coño, pero tú estás más cerca de la entrada.
Sí. Mañana me afeitarás.
No te cuesta nada, coño.
¿Y qué, coño? Esta semana le toca al Ferracollons.
Coño, pero está de permiso.
Ah, pues aflójatelos tú. Yo no tengo goteras.
Este Ferracollons es un rácano. Ni ha barrido ni ha llenado el cántaro ni nada.
Hay que hacerle una buena putada.
Sí, tú, pero si alguien no afloja pronto los vientos nos va a entrar más agua que la otra noche.
Por mí, tú, ya puede entrar. Me envuelvo en el plástico y a dormir.
Levantaron todos la cabeza y contemplaron en silencio el mástil de la tienda, la lona parda, oscurecida por la humedad. En torno a la base del mástil, en el armero, había mosquetones dispuestos verticalmente. También había un cántaro y una escoba y, a media altura, liadas con alambre, colgaban dos candelas apagadas. Permanecían apoltronados en los petates cedidos, de charnaques inseguros, torcidos bajo las sucias mantas. Raúl volvió a cerrar los ojos; fumaba sentado de través, apoyando las botas embarradas en el petate vecino.
Lo empreñador es que los mosquetones quedarán hechos una mierda. El que mañana tenga que ir de parada, ya puede pringar.
Hosti, tú, es que esta montaña tiene un clima de cojón de mico.
Es el culo del mundo, coño, las antípodas. Aquí puede llover y, a lo mejor, en las playas de abajo están tomando el sol. Y cuando no llueve, un viento que se te lleva o un sol que te pela las narices. Y la niebla, tú. Yo nunca había visto lo que pasa aquí con la niebla, que todo está seco menos debajo de los árboles, al revés que con la lluvia.
Pero ¿por qué te crees que han escogido este sitio? Los campamentos siempre están en sitios así.
Ahora, mañana que hay tiro, verás cómo hace buen tiempo. Aquí sólo llueve los domingos.
Es que no sabes dónde meterte, coño. En la cantina no se cabe y fuera de la tienda te mojas.
Oh, coño, y en la tienda también.
Si ni puedes ir de un sitio a otro, tú. ¿Por qué no dejarán tener paraguas? Esto son ganas de empreñar por empreñar.
¿Y por qué tenías que ir a dejar tus cuartos en la cantina, coño? Haber comido en la tienda. Por la mitad de dinero comes mucho mejor. Estos dos y yo nos hemos preparado una comida de cojones. ¿Verdad, tú?
¿Pues sabes qué te digo? Que los domingos lo mejor es jalar en los comedores. No hay casi nadie y comes casi como en la cantina.
Ni hablar, tú. Antes que tener que ir formado, cualquier cosa. Lo mejor es comer en la cantina, que es lo más parecido a comer como una persona, sabes, déjate de puñetas.
Lo mejor es ir de putas a Tarragona, tú, y que te hagan una buena mamada.
Hubo un tremolar de risas. Ahora, insistente, sonaba un goteo cada vez más acuoso, tal vez contra el fondo de un jarrillo o de una marmita.
Pues a mí los permisos me compensan cada día menos, ya ves lo que te digo. Entre viajes y tal, te quedan menos de veinticuatro horas, y luego, cuando te vuelves a encontrar aquí arriba, todavía es peor.
Sí, tú, es la verdad. El único permiso que vale la pena es el de la Jura.
Por esto todos los que se quedaron sin permiso eran catalanes.
Pues si no os gustan los permisos me los pasáis a mí, tú. Me habría ido de putas, habría estado en la playa, me habría comido un buen romesco y a estas horas estaría arrambando en el baile, tú, vestido de persona.
Hombre, pero en eso de la Jura es lógico que den preferencia a los aragoneses. Algunos viven en la quinta puñeta y los permisos de fin de semana no les sirven de nada.
No, coño, no. Les sirven igual que a nosotros, que teóricamente tampoco podemos ir a Barcelona. Lo que pasa es que los aragoneses tienen un trifásico como una catedral. Todos los enchufes son para ellos, furriel, cartero, todo.
Caray, y tanto, tú. Pero no es que los prefieran porque son aragoneses, sino que es a nosotros a quienes tienen mala folla porque somos catalanes.
Sí señor, ahora te escucho. Esto es lo que pasa, que a los catalanes no nos gusta el ejército y ellos lo saben y nos tienen mala folla.
Y en cambio, la mayor parte de los oficiales ha pasado por la academia militar de Zaragoza y todos los aragoneses les llegan recomendados. Quien más quien menos, en Zaragoza todo el mundo conoce algún militar.
Qué tíos los aragoneses, tú. Suerte que en la tienda no hay ninguno. ¿Conocéis alguno que se duche? Nunca he visto tíos más marranos y más gamberros.
Cuando pienso en aquel cabrón que cinco minutos antes del toque de Asamblea va y me pide prestado el mosquetón y en la parada le dan un permiso extraordinario de limpio que lo tenía, tú, y cuando yo le digo que el permiso me corresponde a mí, me contesta, sí, con la punta l’haba. Asimismo, tú. Ahora, para rato lo vuelvo a prestar a nadie, coño.
Esto te pasa por aguripado. Te juro que a mí no me la hace.
No, tú, en serio, es que no hay derecho. Nosotros pringando, siempre de culo, y ellos racaneando y escaqueándose todo el día. Pero al final, no te preocupes, que no suspenden a ningún aragonés. Y si alguno va a coroneles será sólo para que no se diga.
Y encima empreñando, tú. Que si el catalán es un dialecto y que tal y que cual. Ellos, que son todos veterinarios, se permiten opinar, tú. ¡Llamar dialecto al idioma de Llull, de Ausias March, de Joanot Martorell, de Verdaguer, de Maragall!
¿Joanot Martorell? Pues tampoco yo sé quién es, tú. ¿Joanot? Tiene un nombre de coña.
Sí, hombre, el de Tirant lo Blanch.
Ah, hombre, claro. Es que ahora me confundía.
¿Te imaginas si llegarán a ser desgraciados? Un idioma es un idioma cuando tiene un diccionario, una gramática y una tradición literaria, coño, y el catalán tiene las tres cosas.
Pues si les quieres empreñar, diles que Agustina de Aragón era catalana, tú, que es la verdad. Era hija de Fulleda y estaba casada con el cabo Roca, también catalán, destinado por casualidad a Zaragoza.
Y Jaime Primero acabó la Reconquista antes que Castilla, y Cataluña era una de las principales potencias del Mediterráneo. Y los almogávares conquistaron Italia y el Norte de África y media Turquía, y eran catalanes, tú, que los aragoneses no pintaban nada. Y cuando los castellanos quisieron tomar Barcelona tuvieron que sitiarla once años, y a los franceses se la hemos hecho pasar más puta que nadie. Es que es la verdad, recoño. No nos gusta el ejército, pero cuando hay que pelear tenemos más cojones que nadie. Ya se vio en la guerra civil, tú; el Tercio de Montserrat era de lo mejor que había, y todos voluntarios. Lo que pasa es que nos gusta trabajar en vez de hacer el manta y por eso nos la tienen jurada.
Sí señor. Antes que militar, lo que sea, tú, picar piedra. Ser militar es pasarse la vida yendo de culo. Todo burocracia, coño, y a los catalanes no nos va. En cambio, cuando nos dejan solos, no hay quien nos gane. En deporte y en todo, tú. Y aquí mismo, coño; los primeros números de compañía siempre los sacan catalanes. No les gusta reconocerlo, pero es así, tú, no hay más cojones.
Eso también me parece una gilipollez, tú. Lo mejor es pasar desapercibido. Si destacas por bueno, te presentas voluntario y tal, ya no paras de pringar. Y si destacas por rácano o por Jaimito, estás jodido. Mira el Pluto Farreras; se quedó sin permiso de Jura, sin el permiso de hoy, y te apuesto lo que quieras a que, con sólo los medianos que ya le han puesto, al final lo bomban. Yo, en cambio, me paso las teóricas clapando, copio en los exámenes y no doy golpe, pero aprobaré. Hay que ser lo más gris posible, tú. El capitán ni me conoce.
Pero el teniente sí, y dice que eres un rácano.
¿Y qué, tú? Más rácano es él. Si me dijeras el alférez, aún. Pero el teniente es un tío cachondo.
Quien no es mal tío es el capitán Mauriño. En serio, tú. No está para puñetas y es más bien un poco estirado, pero es incapaz de hacerte una cabronada. Y yo prefiero un tío así a uno como Cantillo, el de la Primera, que mucho cachondeo, pero después te la fot. Y el que también me gusta es Sánchez Clavijo; nunca te exigirá nada que no sea capaz de hacer él mismo.
¿Estirado? Yo diría que oligofrénico.
¿Y qué leches quiere decir oligofrénico?
Pues peor el alférez, que también es un mal parido y ni siquiera se cachondea. Esto sí que no lo entiendo, tú. Un tío que es universitario como nosotros y que también ha sido aspirante y sargento y que, durante los meses de prácticas, hace más cabronadas que los que son de carrera. Te juro que me gustaría encontrármelo un día cuando los dos hayamos acabado, en la calle, de paisano. Te lo juro, tú.
¿Por qué, coño? Y bien que hace. Cuando yo sea alférez también haré ir de culo a los caloyos. Mientras eres un puto aspirante todos te dan por el saco, ¿no? Bueno, pues espera que sea alférez y verás como seré yo el que se las hará pasar puta a los demás. Aquí, tú, la única ley es el jódete tú para que no me joda yo. Y nada más, tú.
Hostia, pobres regimentales. Esto sí que es pasarlo puta. Al menos, a nosotros, no nos sacuden ni nos cortan el pelo ni tenemos que limpiar letrinas, tú.
Pues a joderse, tú. Por algo son regimentales.
Ya está bien, eh, ya está bien. ¿Cuántas veces os he de decir que no quiero que nadie se siente en mi petate?
Aguardaba a la entrada y el que ocupaba su petate se incorporó. Calla, joder, que pareces un disco, le dijeron. Empieza tú por tener más educación, jolín, dijo él. Se quitó el gorro y de bajo el capote se sacó un compacto paquete. Sacudió los pliegues de las mantas y arrodillado en el asiento, dándoles la espalda, comenzó a guardar en la maleta el contenido del paquete. Y me lo habéis revuelto todo. ¿Quién ha utilizado mi hornillo? Se volvió a mirar al otro que, sentado de nuevo, seguía comiendo galletas, calladamente, como quien va a la suya.
Ha sido el Fofo. También te ha cogido algo de comer.
¿Galletas?
Qué burro eres, coño. El hornillo lo hemos hecho servir nosotros para preparar la comida, pero con alcohol nuestro.
Pues al menos se pide permiso, caramba. Ya os he dicho que no quiero que toquéis nada de mi maleta.
Va, no seas roña, capullo. ¿Has tenido visita? Oye, qué son estas novelas. Déjame una, tú.
No, jolín. Con mis cosas hago lo que me da la gana. Y estoy harto de estar junto a la entrada y de que todos os sentéis en mi petate. Ni que lo hicierais expresamente para fastidiar.
Coño, pues claro.
Tú, me parece que está parando.
Anda, déjame la del Oeste, tú. No vas a leer las dos al mismo tiempo.
Que no, caramba, ya te lo he dicho.
Sí, tú, está parando. Voy a aprovechar para ir de vientre.
Raúl también se levantó; se puso el pesado capote, el gorro. Extrajo la carta de entre las hojas de un libro, el sobre algo pegado a una página por el sello quizás excesivamente humedecido, y la guardó en un bolsillo de la guerrera; se abotonó el capote. De todas las tiendas próximas asomaban soldados, apiñándose, llamándose a gritos.
Déjamela, coño.
Vete a parir panteras.
Un vuelo de nubes sucias se cernía muy bajo y fluido, inmenso, y el campamento aparecía aislado en el paisaje, sólo aquella multitud de pardos conos despuntando sobre los arbolillos claros y raquíticos, de cercos y linderos de piedras encaladas perdiéndose en las ondulaciones del terreno, entre más tiendas, más árboles. Eran pinos de copa redonda, ahora como vidriados, erizados de lluvia, las agujas todavía destilando mansamente, y unos cuantos soldados jugaban a rociarse mediante el sistema de sacudir los troncos más flexibles, se embestían y perseguían con vitalidad de novillos, arrebatados. La compañía se había poblado de voces, de breves corridas, y en pocos momentos se formó un tumulto en torno a los caños de la fuente, gente congregada con cántaros, con cazos de aluminio. Descubrió a Federico aguardándole en la linde de la compañía contigua; no iba en traje de paseo sino en mono, con un machete pendiente del correaje. Sonreía, los pulgares hundidos en el cinto y un pie sobre el blanco reguero de piedras alineadas.
¿Qué hay?, dijo.
Nada, tú, más bien jodido, dijo Raúl. Me parece que voy a llegarme otra vez a Correos por si hay telegrama. ¿Por qué no te vienes?
No, coño, que estoy de cabo cuartel y me jode pedir permiso al cabrón del semana.
Si ni se entera, coño. Te pones el capote por encima y le dices a cualquiera que te sustituya.
Nada, hay que cumplir, hay que cumplir. La disciplina ante todo. Hay que cumplir hasta el final.
Pues lo mismo el final llega de un momento a otro.
Razón de más, razón de más. Lo que podrías hacer es pasarte por el Economato y traerme una botella de ginebra.
No sé, tú. Me escama que ni haya venido Nuria ni tengamos más noticias.
A lo mejor está empapelada. Oye, pero no te olvides de la ginebra.
Que no me olvido, coño, no seas pesado. En realidad, lo más lógico es que no le haya pasado nada. Fortuny la debió localizar ayer tarde y se habrá quedado para averiguar más detalles. Le dije que la llamara desde un bar. Lo más lógico es que no le haya pasado nada. Primero nos engancharían a nosotros.
¿Te imaginas, tú? Si nos enganchan no salimos de un castillo en nuestra puta vida. Juntos hasta que la muerte nos separe.
Leo no dirá nada. Además, lo lógico sería que la caída viniera por Floreal, y a Floreal no le han molestado… Bueno, coño, no quiero darle más vueltas. Lo mejor será esperar a que Fortuny nos cuente lo que pasa. Igual es algo sin importancia, un susto.
O igual es algo tan importante que ya está empapelado hasta el pobre Fortuny.
Releyeron el telegrama, las grises letras agrupadas en tiras, entre azulados dobleces, León grave primo bien Nuria. Seguro que si hace referencia a Floreal es para darnos a entender que, aunque está bien, la caída viene por ahí, dijo Raúl. Cayó una blanda gota en el papel y avivó el azul.
O que Floreal es el único que no ha caído, dijo Federico. Oye, está bien lo del castillo. Los prisioneros del Castillejo de If.
Lloviznaba, no lloviznaba, y el barro escurría pardas aguas. Raúl recorrió el corredor de las letrinas; inspeccionó uno por uno los pequeños compartimentos alineados cara al muro, algunos ocupados por soldados en cuclillas, asidos al vano, con el mono recogido entre las piernas. Se olía mal y las moscas pringaban los tabiques de obra, los desagües embozados, delicuescentes. Por el extremo opuesto del corredor apareció un puto caballero aspirante en traje de paseo y, plantándose con sonrisa boba, empezó a desabrocharse la quincalla. Jodo, parece una feria de ganado, dijo, y se oyeron algunos gruñidos, más bien de irritación.
Pasó de largo. Había que franquear las últimas compañías, adentrarse en el bosque unos cientos de metros, hacia la umbría. Los pinos crecían espigados y negros, en intrincada trama; luego el bosque clareaba, según el terreno cedía en una suave depresión, un terreno llano y muelle, de mantillo musgoso, rezumante. La depresión era breve, bruscamente quebrada por un cortado precipicio, y el lugar resultaba recogido, fuera del alcance de los ruidos del campamento. Allí, diseminados al amparo de las rocas, se divisaban los residuos de otras veces, papeles mojados, aplastados por la lluvia. Eligió un nuevo punto, fresco y limpio, sin moscas, ante el vacío invadido por la niebla, y se entretuvo contemplando el rastro pelado de sus pisadas. El río sonaba en el fondo, al irrumpir crecido en los barrancos, y de vez en cuando se vislumbraba algún cuervo oscuro esfumándose silencioso. Pocos pasos más allá quedaba aquel regazo formado entre los peñascos, sobre el cortado, un rincón apropiado para leer tranquilo durante las horas libres o, simplemente, reflexionar, algo tan importante como ducharse y afeitarse todos los días. Estaba orientado a cierzo, sobre un paisaje ahora sólo presentido, un paisaje quieto, inhabitado, cerrado en la distancia por aquel macizo montañoso que se alargaba como un horizonte, plano, meseteño, de pobre vegetación, un macizo montañoso que, en ocasiones, idéntico que en cualquier otro día, pero inesperadamente próximo, se le imponía igual que si lo viera por primera vez, y entonces mirarlo era como un súbito tirón o sobresalto.
De vuelta, el campamento se ofrecía en un panorama vasto e irreal, preñado de rumores imprecisos, de hormigueros sonoros, aflorando apenas de entre aquellas ralas ramas como de camuflaje, de bosque en marcha. Estaban en la tienda de armamento, jugando al póquer, sentados en torno a un charnaque cubierto por una manta; la lona de la entrada estaba echada y el halo de la vela acrecentaba sus sombras oscilantes, confundidas con las del material enfundado. En segundo término, alguien ajustaba las cuerdas de una guitarra. Alzaron las cabezas, y Pluto, tomando un mosquetón del armero, lo empuñó desafiante.
¡Quién vive!, gritó.
¡España!
¡Santiago!
¡White Horse!
Sí, chaval, quién tuviera una botella. ¿Has comido en la cantina?
Se comentaba la última cabronada del capitán Cantillo, ayer, en la primera, cuando ordenó de improviso una revista de armas, y uno de los que ya se iban de permiso se tuvo que quedar porque le habían mangado el cubrepuntos y no tuvo tiempo de ir a que le prestaran uno en otras compañías. Decían que el pobre chaval estaba en la cantina agarrando una castaña de campeonato. Pero ¿y ya las pasa bien putas este chico?, dijo Pluto. Porque, aquí, lo importante es pasarlo puta, bien puta.
Los otros le llamaron la atención, y Raúl examinó el juego de Pluto. El único santo que me interesa es san Jorge, decía Pluto en tanto estudiaba el descarte. Cazar dragones, eso es lo que debieran haber hecho todos. Se sirvió más coñac; bebían en vasos heterogéneos, de plástico, en copas robadas de la cantina. La botella con la vela, los cigarrillos, los montones de dinero, los naipes boca arriba; había perdido. Raúl preguntó qué tal.
Cojonudo, tú. Sólo que si no me hubieran chorizado el permiso, ahora estaría en Sitges con mi novia; o con la inglesa de Tossa. Pero nada, yo aquí y ellas poniéndome cuernos con cualquier hijo de puta. Esto es lo que se llama ser cornudo y apaleado, me cago en la puñeta. Y todo por un botón de mierda, joder.
Pagó con descuido, como quien apaga una colilla. Esto te pasa por haberte dejado clichar al principio, le dijeron. Cuando el capitán le dijo, Farreras, ¿se cree usted que está en un colegio de Ursulinas?, y él dijo que sí.
Es el capitán, que es un quisquilloso. ¿Qué tiene de malo un colegio de Ursulinas?
Calla y corta, coño.
Córtatela tú, chaval, en vez de tocártela, que se te nota. Esto está lleno de ascetas de la paja en la propia mano, joder. ¿De qué os reís? Pues el domingo que viene ya podéis haceros una pensando que estoy con la viga en buenas manos, que son las ajenas, porque yo salgo tanto si tengo permiso como si no, eso te lo juro.
Hablaba y juraba al mismo tiempo, sin parar, replicando, metiéndose con alguien que empezó a contar que, cuando el último permiso, con una raspa, etcétera. Sí, chaval, tuviste suerte. Os vieron juntos y corrió la voz de que tenías un plan y te la follabas y tal. Ya estamos enterados. Jugaba con dinero prestado y decía que perdía más de trescientas. Es que estoy nervioso, joder. Hoy era mi día de ejercicios carnales y me lo han fastidiado. Después de que me he estado sobrealimentando toda la semana… ¿Qué os pasa? ¿No habéis oído hablar nunca del camino de perfección? Sois todos unos analfabetos. Lo primero es el amor, lo pone la Biblia. Pero no el divino ni el humano, no señor; el femenino. Ahí está el malentendido. Ni Kempis ni leches. Mi libro de cabecera es el Camasutra, o Pichatanta o Pentateuco o Bramaputa o como se llame. Es el libro que describe las 69 posturas elementales. Desde luego las hay que son pura fanfarronada. Además hace falta un caballo. Los otros se agitaron, hubo risas, protestas, y aquel de medicina acabó cabreándose.
Va, va, no seas animal. Un poco de respeto, coño.
¿Qué pasa? ¿Lo has leído? Pues entonces no hables. Yo he sido casi jesuita y sé lo que me digo. ¿Qué te crees que se aprende en el Seminario?
¿Quieres callarte? Me parece que aunque no creas, lo menos que puedes hacer es no ofender los sentimientos de los demás con tus animaladas.
Carajo, ¿pero quién ofende a quién? ¿Se ha preocupado alguien esta mañana de preguntarme si el ir a misa podía ofender mis sentimientos?
Discutían cada vez con más cabreo, las frentes sudorosas al rutilar de las velas, y en un momento dado entraron dos o tres putoaspirantes, también muy acalorados. Hablaban de organizar una jam session en su tienda y reclamaban la presencia del de la guitarra. Ven también tú, Gaminde. Y el Pluto Farreras, coño. Decían que había botellas de sobras, que se iban a divertir más que jugando, y salvo Pluto, los demás de la partida llegaron a dudar. El de la armónica palmeó a Pluto en el cogote. Venga, Pluto, coño. Pluto le miró por encima de sus cinco naipes.
Chaval, me la meneas.
Había vuelto a perder. Tiró sus naipes sobre el charnaque y se levantó con violencia; dijo a gritos que se iba a mear, pero que la partida seguía, que al que abandonara le ponía un mosquetón por sombrero. Sudaba, y todos callaron. Vamos, Raúl, dijo. Dio media vuelta, apartando, abrió la lona a la claridad nubosa, desabrida, y le cedió el paso mientras dentro se alzaba, con clamor creciente, un abucheo, ep, ep, alto, tú, para el carro, ya será menos. Caminaron hacia las letrinas, la cabeza baja y las manos en los bolsillos, sorteando charcos.
Si no haces un poco de teatro estos hijos de puta acaban tomándote por el pito del sereno, dijo Pluto. Pero ahora les voy a plumar a todos, les pienso dejar sin blanca. No es exactamente hacer trampa, sabes; puede salirte mal. Claro que entonces no les pago. Por eso juego siempre con dinero prestado. Joder, es que en este puto lugar, hasta los que no son gatos y aunque no sea de noche, son pardos. Además pienso mangarles unos cuantos cubrepitos y baquetas. Tener un retén para casos de emergencia. Cuánto chorizo, joder. Estoy de una leche… Me parece que me voy a rebajar por unos cuantos días. Aunque nada más sea para compensar lo del permiso.
Salió de las letrinas abotonándose y en la fuente bebieron un trago. Hablaron de Leo.
Esperaba telegrama, dijo Raúl. Ahora ya no creo que llegue.
Pobre chaval. ¿Le habrán cascado?
Coño, sé tanto como tú. Supongo que Fortuny traerá noticias.
Si me necesitas para lo que sea, ya lo sabes. Estaré toda la tarde con esta partida de cabrones.
Fantástica avenida aquélla, lindante con la fuente y las letrinas, fantástica avenida que, montando suavemente hacia la Plaza de Armas, dividía en dos el campamento, escampada, dibujada sobre el terreno como sobre un plano, a escala uno uno, con sus delimitaciones de piedras encaladas, con sus travesías simétricas, dispuestas perpendicularmente, también de piedras encaladas, y sus motivos ornamentales, algún arco truncado, alguna columna aislada, de obra, y las casitas de los oficiales, diminutas, como de maqueta, y los tabiques de otras letrinas, de otras duchas colectivas, y las repisas de otras fuentes, y los picos de las tiendas entre los pinos y los altos postes y los cables espectrales, de urbanización fantasma. Una ciudad trazada a cordel y escuadra en la suave planicie de raquítico arbolado, cuadrícula de compañías, avenidas contrapuestas a calles transversales que conducían a las áreas de servicio, Comedores, Botiquín, Economato, Enfermería, Correos, etcétera, mientras que las tres avenidas, la principal en el centro, el Paseo de Gracia, como le llamaban, desembocaban en la extensa Plaza de Armas, sede de los centros oficiales y edificios públicos, Mayoría, la iglesia, el Imperio, etcétera, y como para darle una nota alegre, en un extremo, la cantina.
Los de artillería formaban enfrente, de cuatro en fondo, en posición de descanso, nerviosos, particularmente nerviosos los que tenían permiso, con su macuto ya dispuesto, toqueteándose el gorro, repasando todo el rato los menores detalles del uniforme. Aún seguían llegando compañías y formaban a continuación, en tanto que cada sargento daba la novedad al teniente, cada teniente al capitán y cada capitán al ayudante del comandante Jefe de Semana. El Jefe de Semana era de Artillería y empezó la revista por su batallón y, a las voces de mando –¡Batallooon! ¡Firmés!–, las filas se crisparon y quedaron cara al sol, como clavadas, mientras allá arriba, al comienzo de la avenida, una silueta aristada se perfilaba contra el cielo de la Plaza de Armas. Se destacó también otra figura y corrió a su encuentro, seguramente el capitán ayudante, a darle la novedad. El comandante era enteco, de escasa estatura, y llevaba gafas ahumadas y, bajo el brazo, una varita de brezo; recorría sin ruido fila tras fila, entre respiraciones contenidas y ojos como de ciego, fijos al frente, rodeado de oficiales escrutadores. Apenas hubo pasado, Raúl pudo ya percibir con el rabillo del ojo las expresiones de gozoso disfrute en el séquito, aun antes de que la varita acabara de apuntar la guerrera de Pluto, señalando, con pausa solemne, la falta mal disimulada, la simetría destruida, el ojal vacío, signo irrefutable del dorado botón ausente. Prosiguieron, y el teniente Noguero, al tomar nota, dijo entre dientes, esta vez te va a caer el pelo, Farreras, risueño, quizás divertido por la fatalidad del caso, por el hecho de que el perdón del castigo que correspondía a la negligente pérdida del cubrepuntos, concedido por el capitán Mauriño a instancia suya, hubiera resultado tan vano, del mismo modo que su vaticinio anterior a la Jura, el te van a joder vivo, Farreras, formulado para significar que en su concepto Pluto estaba predestinado a quedarse sin permiso, se cumplió fatalmente, cuando, al ensayar los ejercicios propios del acto, el comandante distinguió a Pluto ante todo el batallón preguntándole a qué compañía pertenecía, diciéndole, muy posiblemente sin siquiera prestar atención a la respuesta, pues estás dejando cojonudamente a tu capitán, muchachito, pero que cojonudamente. Aquel teniente que en las clases teóricas bajo los pinos, si el capitán estaba ausente, hacía que Pluto saliera a la pizarra para solaz de todos y, en primer lugar de sí mismo, cuando, por ejemplo, lo descubría orinando sobre una mata y lo llamaba con su voz grave, suelta eso y ven para acá, Farreras, indolente, fornido y rubicundo, siempre en actitud bostezante, amigo de pasar el rato, de distraerse con cualquiera de aquellas controversias que hacían más entretenida la mañana y en las que Pluto tan bien sabía dejarse tirar de la lengua y responder con agilidad y precisa indolencia, justo en el límite de lo públicamente tolerable.
Se retrasaba el comienzo de la clase, y el capitán Mauriño, tras su mesa de campaña, les contemplaba en silencio, cada vez más alborotados. El capitán Mauriño, sus pausas, sus vacíos, amparando mediante las gafas negras el desamparo de sus ojos, disimulando el forzado fruncimiento, a punto de recordar, de asir el hilo, de precisar lo que quería decir y, especialmente, qué quería decir lo que quería decir. El teniente Noguero abroncaba al responsable de que no se hubiera nombrado a los encargados de traer la pizarra. Ahora llega el coronel a comer hierba, ¿y qué pasa?, decía. Y el capitán Mauriño hizo un vago ademán, la suave vaguada, los pinos quietos lamidos de resplandor esplendoroso, en dirección al campamento. Vamos, tráiganla. Vayan por ahí, por la niebla.
El capitán Mauriño hablaba de logística y el teniente Noguero se fue a chinchar un rato a Pluto, por lo bajo. Se le aproximaba en las formaciones; aquella mañana, cuando, tras el toque de diana, alegre y español, compareció con cara de gato adormilado, y marcharon a paso de maniobra hacia los comedores atravesando la avenida central y las agrupaciones de Artillería, en busca del obligatorio desayuno dominical de las colas formadas ante cualquiera de las tres calderas de humeante aguachirle repartida a cucharones. Pluto iba delante de Raúl, cabizbajo y abatido, haciendo tintinear el jarrillo, y el teniente Noguero, con aire coñón, le dijo, bonita vista, ¿eh, Farreras?, y Pluto contestó, de los cojones. Las naves de los comedores se alineaban perpendicularmente al cortado, un despeñadero que caía a pico sobre las faldas escalonadas de la solana. Desde allí se dominaba el oscuro llano tendido al pie y, más allá el mar, el mar y las nubes que, como en un cráter explosivo, encerraban el primer sol, el mar inacabable, una inacabable lisura bruñida, con reflejos metálicos, áureos, acerados, manchada de sombríos continentes, de globos terráqueos, sumergidos, una inacabable superficie acabada en bajos fulgores salinos, en cavernas de luz, cubierta de nubes estratificadas, acumuladas en forma de una ciudad encumbrada como un monte, una ciudad almenada, con murallas, con torres y cúpulas y banderas celestes, una ciudad con su propia luz irradiante y su propio horizonte marino nublado, generador de soles y planetas, de días y noches, rotaciones, ciclos periódicos. Pasados los comedores, asimismo de espaldas al cortado, quedaban el almacén de Intendencia y el Economato y, al otro lado de la calle, el Botiquín y la Enfermería y, haciendo ya esquina con la Plaza de Armas, el barracón de Correos.
Preguntó al soldado del mostrador, un regimental absorto, bajo el foco de una lámpara de oficina, en la lectura de una novela del Oeste. De nuevo fuera, echó la carta al buzón; se entreveía apenas el centinela del Parque Móvil paseando en la niebla, mosquetón al hombro, la bayoneta afilada, centelleante, y también como un ángel, apareció otro cuervo, planeando apagadamente. Al cabo del camino, como colgados sobre el vacío, los contornos del Botiquín y de la Enfermería, camino de rácanos y rebajados, que, a modo de concluyente advertencia, terminaba en el abismo. Allí, desde el parapeto, en los días de buena visibilidad, el panorama era espléndido, ahora que el amanecer tardío coincidía con el toque de diana, alegre y español, el aura de la aurora oreándole la frente, gratos aromas de pinar y rocío. Se rebajó, y mientras aguardaba en la puerta del Botiquín, al abrigo del viento, vieron dispersarse las compañías a partir de la Plaza de Armas, marcando el paso, cantando. Los demás se contaban sus dolencias, acurrucados, convenciéndose de la propia miseria, y Raúl se acodó en el parapeto. El sol rosaba los campos y las planicies, los pinares tiernos, las gargantas violáceas, la hierba rociada de los valles como humeantes, nieblas endebles más bien propias del próximo septiembre, equinocciales. Luego la neblina se iba haciendo inmaterial y poco a poco se precisaba el poblado llano, las planas playas de donde partieron las velas blancas del conquistador de Mallorca, y el mar se ampliaba y ampliaba de lúcido azul. Más acá, sobre pueblos y cultivos, se alzaban las primeras estribaciones de la solana, un monte escalonado en sucesivos planos y espolones perpendiculares al llano y paralelos entre sí, escarpados precipicios, volúmenes de presencia abrumadora, difíciles de escalar, un monte enriscado y yermo, de antiguos bancales abandonados, de corcovas enzarzadas hasta la chata cumbre, sin más animal, se diría, que algún que otro cuervo sobrevolando, circunvolando, al acecho de las basuras. Y de espaldas al parapeto, por encima del campamento, tierra adentro, se avistaban más escalones, cotas aún más altas y retiradas, estribos con perfil de mogote, una crispada progresión de alturas entrecortadas por desfiladeros abruptos y bosques profundos, otras chatas cumbres más y más elevadas, desde las cuales debía divisarse, nítidamente destacado, inconfundible, el Montsant, Scala Dei rocoso y estepario, a poniente, perpendicular al valle del Ebro. Era una mañana despejada, y el vandálico vendaval levantaba girantes soplos de polvo en la Plaza de Armas. Entonces salió el sanitario, con su halo de olor a insecticida, y dijo que el comandante médico había dicho que o se callaban inmediatamente o los reenviaba a todos a las respectivas compañías. Lo conocía de antes, de cuando estuvo unos días –¿cuántos?– a principio de verano, y el sanitario hacía recados a cambio de propinas y alquilaba novelas de tiros. Aquella Enfermería donde se entraba con una pierna rota y se salía con colitis, o se entraba con gripe y se salía con forúnculos, aquella sala encalada y calurosa, de camas blancas alineadas, y aquel retrete donde había que echar los papeles en una papelera, y el prodigioso pastillón amargo como único remedio de todos los males, y el olor a insecticida, y las conversaciones de los convalecientes, horas y horas charlando de lo que fuera, planeando la forma de engañar al comandante médico. Le metieron entre unas sábanas blandamente sobadas y todavía calentitas, y el vecino de cama con el que empezó a intimar en cuanto le bajó la fiebre era Fortuny. Federico venía con Pluto y le traían tabaco y la correspondencia, cartas de Nuria y una postal de papá con un Velázquez en el anverso, una venus de sinuoso reverso que causó sensación. Nuria le anunciaba que había decidido abandonar definitivamente la carrera y, en lugar de tomarse vacaciones, empezar enseguida a trabajar con su padre, de secretaria. ¿Nuria? ¿Perfecta secretaria taquimecaestenodactilomagnetelofonografista, cliclic, cliclic, clic? Pajarraco.
La Plaza de Armas extendida a modo de marisma enfangada y exhalante, evaporadora, y la niebla parecía clarear y sucesivos volúmenes se iban conformando en profundidad, la masa de la torre de aguas, cuadrangular y maciza, almenada, piedra a piedra como una fortaleza, con sus gárgolas en forma de cañoncitos y el erecto mástil de la bandera que tan mal casaban con aquel reloj más propio de campanario parroquial, pequeño castillejo de si… Clareaba, sí, y la plaza se desboiraba y abría a todo lo ancho, más y más despejada la fachada del Campamento, una plaza rectangular, cerrada por tres lados, con la torre de aguas y los barracones de Mayoría presidiendo el primer tramo del lado más largo, antes de llegar a la avenida central que, arrancando de ahí, dividía simétricamente el recinto, encarada –también simétricamente– a la Guardia Principal, en el lado opuesto, abierto al campo, a la carretera; y pasada la avenida, ya en el segundo tramo, la capilla y el Imperio, y al fondo, en el lado contrario al de Correos, frente por frente, se adivinaban incluso los porches de la cantina, los tejados agudos de la granja, del estanco, de la barbería, de la Caja de Ahorros. Desapacible lugar, sí, y el jodido limo pardo adherido pesando pegajoso en las botas cada vez más apelmazadas. Sonaban unos desafinados compases de armónica, y a un lado de la torre de aguas descubrió una pareja besándose, ella ceñida al capote, repentinamente desamparados por la niebla alzada y floja, una niebla igual que la de la mañana, no lo bastante densa como para ahorrarse la misa de campaña celebrada en presencia de los tres batallones allí formados, entre clarinazos, todos firmes, inmóviles ante la llamativa casulla visible aun desde los últimos puestos de las más alejadas hileras, verde de enésimo domingo después de Pentecostés. Tenían el alférez detrás, pero hacia el final, cuando el ite missa est, Pluto pudo susurrarle, una de menos, tú.
La cantina estaba todavía repleta, abarrotada de familias empaelladas que tomaban café, las mesas cubiertas de platos sucios, con residuos de arroz y huesos chupados de pollo, padres bienhumorados, satisfechos de ver a sus hijos más sanos y más hombres, recordando su propia juventud, tiempos pasados y mejores, y una mamá, tal vez viuda, que intentaba congraciarse con un graciable brigada en nombre de conocidos comunes, recomendar al vergonzoso chico, un puto aspirante con cordones de perito, lograrle un trato preferente, algún privilegio. Detrás, en el prado de suave declive, prudentemente próximos al protector alero de la cantina, había más visitantes, familiares, prometidas, pequeños grupos dispersos en la hierba, con sus mantas a cuadros, sus termos y sus tarteras, como de picnic. Raúl se cruzó con la vigilancia de día, tres o cuatro putoaspirantes siguiendo al teniente en aburrida ronda, y fuera ya del recinto, buscó una peña más allá de las familias, sobre el desmonte de la Maestranza. La vez que Nuria subió a visitarle, se habían alejado lo más posible, y en un claro luminoso ella dispuso el contenido de la cesta, una cesta de mimbres de lo más tradicional. Se comportaba todavía como si la situación fuera muy divertida, pero ya no tenía la naturalidad de cuando saltó del autocar, radiante, vestida con aquellos colores de lagarto que tan bien sentaban a su tez y a sus cabellos soleados, y le besó delante de todo el mundo, ni de cuando dejaron atrás la cantina, ella cogida de su brazo, la mano descansando sobre la rígida manga de la guerrera. Raúl se esforzaba, hacía preguntas, y en cuanto ella, como contagiada, pareció aflojar, la enlazó por la cintura; hasta para hacer el amor tuvieron que esforzarse y, después, para reírse del desastre que había sido todo. Le escribió el mismo día, no bien se hubo marchado, y se pusieron de acuerdo en que no debía volver a subir. Cuando los permisos era diferente, ávidas escapadas a Sitges o a Tarragona, sin el uniforme; durante el sábado por la noche y la mañana del domingo todo iba bien pero, a partir del mediodía, empezaban también a quedarse callados.
La peña era achatada, de musgo brillante y esponjoso; estaba mojada y escurridiza, y tuvo que sentarse desplegando los faldones del capote. La Maestranza, hundida en el terreno, aparecía convertida en un cenagal, y las piezas de artillería, enfundadas, se reflejaban monstruosas en los charcos lívidos, como abrevándose. A su izquierda quedaba el campamento y a su derecha, hacia poniente, los negros bosques de la umbría, los barrancos, las alturas cubiertas por la niebla alzada, pétreas, encastilladas, coronadas por el Montsant, del que, en día claro, desde aquella peña, se distinguía a lo sumo, diáfana, distante, su lisa cima, áspera sierra alargada como un muro en ruinas hacia el valle del Ebro. En el aparcadero, al pie de la cantina, había mucho movimiento, y por el escaso trecho visible de la carretera, fangosa, estriada, dos o tres turismos marchaban despacio; en la Plaza de Armas, ante las garitas de la Principal, había relevo de centinelas. Mal sitio aquél, demasiado próximo, pasaban oficiales a cada momento y había que saludar y contar las estrellas y avisar, ¡Guardia, a formar! Luego le tocó el cobertizo de las pizarras, por ejemplo, o el polvorín, que aún quedaba más apartado, y pudo fumar tranquilo. Antes de la Jura, los únicos en pelar guardias eran los regimentales, y ellos, caballeros aspirantes no juramentados, velaban armas, se ejercitaban, pringaban cuatro horas seguidas de instrucción, ensayaban, y en los ratos libres, a encalar las piedras de los linderos, a regar el trigo sembrado en el cerco de la tienda para que brotara como grama, a idear el motivo ornamental de la compañía, cualquier virguería con una inscripción, con un rasgo de humor picante, casi travieso, demostrativo, a los ojos de los futuros familiares visitantes, de su característica juvenil y viril alegría. Pringaban la tarde entera, primero cada compañía por su cuenta, ejecutando una y otra vez los mismos movimientos, por tiempos, a toque de silbato, el capitán Mauriño desgañitándose, presenten ¡armas!, descansen ¡armas!, y abrían filas y desplegaban, evolucionaban en orden cerrado, ya aunadas todas las compañías del batallón, ante el comandante, sumidos en una nube de pardo polvo, literalmente acojonados por el riesgo de variar a la izquierda en lugar de a la derecha o de saltarse un tiempo o de perder el paso, un paso en falso que costaba el permiso de Jura, de aquella ceremonia tantas veces ensayada cuando finalmente los batallones desfilaban uno tras otro ante el coronel, a lo largo de la Plaza de Armas. Perfecto desfile, memorable desfile, el desfile con que culminó el brillante acto, la Plaza de Armas engalanada, refulgente, cuajada de flamígeros reflejos, ardiente el aire y como aureolado de oro el sol de aquel 25 de julio, día de Santiago, jinete de blanco caballo, salvador de la cristiana Patria Hispana, cuando los caballeros aspirantes, en presencia de un nutrido público, fueron solemnemente ordenados soldados, militantes diáconos de la guerra. Ondeaban las banderas como en un estallar de colores rojo y gualda, y la banda interpretaba sin interrupción marchas militares, al jurarla la besé y fue el beso una oración, madre mía, madre mía, el beso que te daría con el corazón. Y la breve pero emotiva alocución, no de un orador sino de un soldado, sonando distante e indistinta en la explanada de petrificadas formaciones, España, nación guerrera y gloriosa, patria sacrosanta, nuestro anhelo y nuestro orgullo es tu grandeza, que seas noble y fuerte, y por verte temida y honrada contentos tus hijos irán a la muerte. Y, también desde la tribuna presidencial, la homilía del augusto purpurado de morado o rojo, igual da, sus invocaciones a Dios y al César, hoy festividad de Santiago, señor de los ejércitos, el protoapóstol protopatrón de la protopatria, rayo de la guerra que tantas veces ha intervenido providencialmente, salvando a España de la enemiga internacional, de las conjuras, intrigas y odios de los que tradicionalmente, caballeros aspirantes, ha sido víctima nuestra patria, y sus consideraciones, o mejor, exhortaciones relativas a cómo la paz terrenal debe ser referida a la celestial; diciendo como la paz social es tranquilidad en un orden, disposición armónica de cosas semejantes o de semejantes, cada una en su justo lugar; diciendo como cuando la Ciudad terrena perturba la paz, los hijos de la Ciudad de Dios recurren a la guerra, guerra justa porque su objetivo es la paz, la restauración del orden destruido, y entonces es Dios quien vence en sus hijos, quien les da la victoria; diciendo cómo así es la historia humana, cómo mientras subsista la Ciudad terrena así habrá hijos del sable y del fusil. Y, para terminar, un último llamamiento, aquí arriba, cerca de los luceros, en este monte de aguerridas asperezas, propicio a la meditación y el arrepentimiento, a las firmes resoluciones, airado dominio del relámpago y del trueno.
Un niño exploraba la Maestranza embarrada, pisando con precaución, deambulando en zigzag entre las piezas de artillería cubiertas de lona, parándose a contemplar, aquí y allá, la vista en alto, la amenazante inclinación de los cañones, dispuestos bajo sus fundas como para una salva olvidada. Apenas si quedaban familias y las primeras gotas de lluvia fina precipitaron en pocos segundos la desbandada. Ya que no voces, sonaba de nuevo el río no visible, allá abajo, hundido en el desfiladero, la cascada blanca desencadenándose salvajemente sobre el remanso, un remanso oscuro, de leves burbujeos y crecientes semicírculos aquietados, inquietantes. Llegaba la lluvia, sesgada, recorriendo los bosques como un escalofrío, y en dirección contraria, hacia poniente, la niebla parecía descender de nuevo, invadir los barrancos de cruda roca, ligera y floja, afantasmada. Los últimos coches marchaban en procesión, muy juntos, y ya en las proximidades de la curva se iban decantando con precaución, casi hasta la cuneta, para franquear el paso a un viejo autocar de línea que llegaba, sin duda, con los primeros en regresar del permiso. Raúl hundió la cara entre las levantadas solapas del capote y se llegó en una carrera hasta el aparcadero, por detrás de la cantina. Del autocar no saltaron más de media docena, todos putoaspirantes, con sus macutos, y corrieron apresurados, chapoteando en el barro salpicado por la lluvia. En su lugar subieron los pocos visitantes que aún quedaban, y sólo una pareja se demoró ante la portezuela abierta, abrazándose todavía, ella apretada contra el capote. En las ventanillas se agitaban manos tendidas y se oían palabras de despedida, mensajes, encargos, recomendaciones, adiós, adiós, mi lindo marinero. Raúl remontó la cuesta de la cantina encarando el aguacero menguante, una racha pasajera, reducida ya a parda llovizna. La cantina había cambiado de clima, así, medio vacío el aireado porche, los bancos y las mesas salpicados por la lluvia a todo lo largo de la baranda, bajo el escurriente alero de uralita, límpidas, vítreas gotas refulgentes cayendo rimadas de un extremo a otro, ya sin nadie ajeno al campamento, sólo sargentos y putoaspirantes y un pequeño grupo de oficiales hacia medio mostrador. Le sirvieron un coñac caliente. Alguien discutía si el fútbol era espectáculo o deporte, y distanciados por una gotera, unos cuantos sargentos escuchaban doblados de risa, tú, y él dijo, ¿cabo cuartel?, dijo, joder es la primera vez que veo a un sargento haciendo de cabo, así mismo, tú. Se doblaban cogidos del hombro en alborotado corro. Hosti, tú, fue de espanto. Y antes le dijo, ¿y este caballero qué representa? Y el capitán de culo, tú. Y dos sargentos disputaban por pagar, junto a los oficiales, que no jodas, coño. Los oficiales también estaban en plan de cachondeo, el teniente Noguero y el capitán Cantillo y el comandante mayor y el capitán ayudante, más algún que otro alférez lameculos que, aprovechando la momentánea suspensión de toda jerarquía, les reían simpáticamente las gracias, como entre compañeros de peña. Y el comandante mayor terminó por pasarse al otro lado del mostrador y se puso a servirles personalmente, a llenar copas coñeándose del coronel, jo, decía, joé. Pero quien llevaba la voz cantante era el capitán Cantillo, con su voz requemada y sus ademanes enfoguecidos, de luchador, el cuello venoso, congestionado, y los demás le coreaban, corriéndose de gusto, una verdadera coña. Y llegaron los maños cantando, a mí me gusta el vipiriripipí, de la bota empinar, y el capitán Cantillo contaba lo de las milicianas de cuando la guerra, no tías sino tiorras, que lo único que buscaban era que les pasaran bien la baqueta, eso sí, sifilazo garantizado, el arma secreta que los rojos no atinaron a emplear porque Durruti no tenía dos dedos de frente: dejar que todas se nos rindieran en vez de fusilarlas. O lo de la puta de Tetuán, con el vapararapapá, el capitán Cantillo, con un grano de uva en el paladar, empinador más empinado que un fusil o que un mortero del calibre 133, con más cojones que un toro. Pues tampoco se debe agarrar ninguna mierda en África. Joé, no veas, de purgaciones para arriba. Joé. Joé. Jo. No veas. Menudas mierdas las de África. Eso sí, te la dejan más chupada que una pipa de kif. Joé. Jo. Y la mala puta por ahí, haciéndose rogar hasta que voy y le digo, o te desnudas por huevos ahora mismo o te doy por el culo. Y ella se sube a la mesa y se desnuda y, la mala puta, cuando ya está al pelo, va y se pone a mear en cuclillas. Y yo le digo, que te voy a dar por el culo, nena, y ella me dice, a ver si es verdad. Joé, joé. Jo. Que bebas, coño. Raúl pidió otro coñac.
La cantina cantinera. Cantarina.
La, la, la-la, la-la, la, la
La, la, la-la, la-la, la, la
La, la, la-la, la, la
La, la, la-la, la, la
La polca del barril. El capitán Cantillo.
Desayunaba chocolate con churros mientras los altavoces estrepitoseaban populares pasodobles rayados y, como en una romería, seguían afluyendo visitantes, un público de familiares y prometidas, y hasta la alegre ventolera, caracoleante, verbenera, parecía celebrar la fiesta, el inminente acto de la Jura; desayunaba sentado allí, en la cantina orlada de ondulantes banderas, junto a su esposa morena y casta, enlutada y casta, tetuda y casta, con moño, olé, olé, envidia te tienen las flores, María Dolores, mujer española, ambos sin hablar, él cubierto de dorados y centelleos, altivo guerrero, victorioso cruzado, azul divisionario el capitán Cantillo, de bigote canoso y mirada vacía, ojos absortos que parecían contemplar las evoluciones de la polvareda levantada, su rebelde caracoleo en aquella Plaza de Armas como galopada por un blanco caballo, meditando tal vez en la Escalilla o tal vez, simplemente, gozando el ocio de estar allí, matando el tiempo, en tanto que a dos pasos, en Mayoría, se doblaba como si nada la paga extraordinaria de julio, con sus puntos y sus dietas, en imborrable recuerdo de la gloriosa victoria. O aún, por ejemplo, el capitán Cantillo en la ciudad, de tertulia, una tertulia de compañeros de armas acompañados de sus respectivas esposas, todos de paisano, con el sobrio y mimado traje de vestir, reunidos seguramente en alguna sala del Casino Militar o en cualquier local en otros tiempos renombrado, con neón donde antaño arañas de cristal, los asientos retapizados de plástico, una cervecería antigua, sí, pero todavía socialmente aceptable y, lo que aún es más importante, de precios módicos. Departían, conversaban con la más rancia hidalguía española, con hombría, cortesía y señorío, con elegancia y castizo gracejo, y las respetadas esposas correspondían recatadamente, asentían, se estudiaban unas a otras, las permanentes laqueadas, los reducidos puños y cuellos de astracán, las perlas falsas, sonriendo, celosamente escondidos sus pensamientos más íntimos; apacibles veladas. Y, de pronto, ya otra vez en uniforme de campaña, ya partido el tren entre apiñados adioses –sag mir wo die Blumen sind–, ya en el campamento, con una compañía bajo su mando, una compañía de putoaspirantes en mono y con el pelo cortado, provistos ya de charnaques y de paja para la colchoneta, de marmita, jarrillo, cantimplora y mantas, todo lo necesario, cuando allí, lejos del mundo cotidiano, en aquel monte de planas cumbres, abruptamente escalonado de peldaño en peldaño como la Escalilla, cuando con las primeras formaciones, como a partir de cero, empezó una nueva vida, la brusca transformación: rehostia, ya te puedes ir, cagando leches, a por el gorro, cojones. Y el teniente Noguero le dijo, cómo va eso, Gaminde. Se volvió a los otros. Éste también está hecho un buen golfo, pero es de los que la matan callando. El capitán Cantillo fijó en él sus ojos, negrísimos y penetrantes bajo el entrecejo hirsuto, con una penetración que inmediatamente pareció disiparse, como empañada, bien por incapacidad de persistencia, bien por falta de interés hacia una realidad tan accidental. Coño, pues que beba el Gamíndez, dijo, y el comandante mayor le sirvió, solícito. Para ti, muchacho. El teniente Noguero repitió que cómo iba eso y Raúl empezó a decir que bien, pero nadie le escuchaba, todos pendientes del capitán Cantillo, que hablaba de lo que era, salvo excepciones, el recluta, el guripa, el caloyo, el mozo de reemplazo, el guripa común, morralla, morralla sin espíritu ni heroísmo ni huevos, catetos, patanes cerriles con los que no valía la pena perder el tiempo intentando educarles, inculcarles sentimientos que no tenían, tratarles humanamente, de cualquier modo que no fuera a punta de fusta, a hostia limpia. Y el alférez, un señorito andaluz maligno y remilgado, de gafas ahumadas, escuchaba sonriente, se entretenía haciendo girar la cadenilla del silbato, enroscándola y desenroscándola en torno al dedo índice. Y en la guerra, todo eso de que hay que ir delante de la tropa son historias. Detrás, detrás y con la pistola, y al que retrocede me le dejas seco y te evitas el tiro por la espalda, que yo he estado en Rusia, leche, decía el capitán Cantillo, conceptos probablemente no compartidos por el capitán Sánchez Clavijo, con sus teorías acerca del ejemplo como base del factor moral y del cuartel como escuela de valores, el justo y estricto capitán Sánchez Clavijo, que llegó demasiado tarde para participar en la guerra civil, en la campaña del Este y en la lucha contra los maquis; él, a quien en la academia –recordaba una y otra vez– le sangraban las manos de tanto dar al fusil cuando el golpe de ¡atentos!, consciente del carácter formativo de aquella instrucción en apariencia tan mecánica, primera etapa del camino que conducía al ansiado campo de batalla. Hombre, coño, Clavijo, vente para acá, dijeron. Felices los ojos, coño. Vamos, hombre, no me jodas. ¿A quién se le ocurre empezar a estas horas? Le alargaron un vaso y el capitán Sánchez Clavijo se dejó acoger resistiéndose apenas, corpulento, de cara elemental, con sus mejillas coloradas y sus mostachos de soldadito de plomo, torpe y azorado hasta que tomaba un par de copas y entonces se convertía en uno de esos tímidos que se sueltan y resultan de lo más cachondo. Mauriño, Mauriño, no tengas morriña, gritó de pronto al ver al fondo al capitán Mauriño, solitario. Mira que llegas a ser gallego. Gritaban para entenderse por encima de los coros vociferantes, de los estribillos cantados machaconamente al abrigo del mostrador, viriles consonancias rimadas, coño y moño, cojones y purgaciones, groserías repetidas de reemplazo en reemplazo, de quinta en quinta, año tras año aplaudidos en la cantina, los domingos por la tarde, como una droga evocadora de recuerdos, de evasiones propias de quien, como el capitán Cantillo, sabe que nunca pasará de teniente coronel.
El aire entraba fresco y gris desde la Plaza de Armas, la Plaza de Armas enmarcada entre los pilares de ladrillo y el alero todavía goteante, vasta, cenagosa, los charcos luciendo tal ciegas pupilas. Venía también otro capitán y, por un momento, el grupo se fragmentó en dos o tres corrillos, buen momento para despedirse del teniente Noguero con cualquier frase ingeniosa y desenvuelta que buscó vanamente y acabó reemplazando por una breve explicación relativa al hecho de que ya iba siendo hora de volver a la compañía, o a su proyecto de comprar una botella en el Economato, despedirse y aprovechar para quitarse de en medio, ser olvidado, convertirse en una más de las formas encapotadas que deambulaban por la Plaza de Armas, donde, poco a poco, el mostrador de la cantina, codos y vasos y gorros y cigarrillos se irían confundiendo como en un vago forcejeo, cada vez más apagados los cantos y los ruidos, el a ver si me guardas un trago, del teniente Noguero.
No como el capitán Cantillo, ni tampoco como el capitán Mauriño, serio, sí, pero ya muy cascado, con una lesión, consecuencia de una antigua herida, que le incapacitaba, de hecho, para responsabilidades mayores que el mando de una compañía. No, el capitán Sánchez Clavijo no tenía la voz ni las maneras de Cantillo, ni, sobre todo, su visión de la vida castrense, como quedó bien de manifiesto cuando el capitán Mauriño estuvo con la gripe y el capitán Sánchez Clavijo, sin abandonar su compañía, se hizo cargo, además, de la instrucción y clases teóricas de la tercera. Supervisaba el trabajo del teniente Noguero y, a veces, tomaba el mando directamente. Les habló de la guerra, y todos, sentados en disperso semicírculo bajo los pinos, se pusieron cómodos, plácidamente dispuestos a escuchar, y hasta los que leían con disimulo novelas de tiros dejaron de hacerlo. Pero no se trataba de anécdotas, de experiencias vividas, no, sino de disquisiciones sobre la guerra como fenómeno natural a la vez que social, y al poco ya nadie escuchaba, empezando por el propio teniente Noguero, que recostado contra un tronco, mordiscando una ramita de orégano, chinchaba por lo bajo a Pluto; leían de nuevo; estudiaban los movimientos de los insectos entre la hierba, entrecerraban los ojos, adormecidos por el sol y el aroma de tibia resina. Vivir es pelear y la vida un combate. La guerra es lo normal y cotidiano; la paz es ilusión, es lo anormal. La guerra entre los pueblos, como bien demuestra la historia, subsistirá siempre, y la palabra paz no es sino una tapadera de la que suelen usar y abusar las naciones para ocultar su voluntad de dominio. El final de sus palabras resultaba embarazoso, una súbita y tensa pausa que parecía hacerles despertar mientras él les miraba en silencio desde su mesa plegable, pesado y taciturno, amargado –se decía– porque su mujer le ponía cuernos y habían tenido que separarse. Sólo en la instrucción llegaba a perder los estribos, desgañitándose –uno, dos– cuando por último, al finalizar la tarde, desfilaban ante el coronel por esta Plaza de Armas vasta y cenagosa, cuajada de huellas encharcadas. Miró el cielo, la baja bóveda de nubes bárbaramente aplastadas. Los tejados de los barracones se afilaban acerados, bruñidos por la lluvia caída, y según se acercaba a la pétrea mole de la torre de aguas sonaban con mayor claridad, de nuevo, los desdichados compases de armónica. Fue entonces, más o menos, cuando reparó en la presencia de un reducido grupo de cornetas y tambores formado ante la torre de aguas, campanario o castillejo, ya demasiado tarde para echar a correr y, doblando a la izquierda, refugiarse en el Economato antes de que, fuera, el tiempo pareciera detenerse y todo permaneciera como paralizado en tanto se prolongaban los toques consecutivos de bandera y oración, ceremonia repetida día tras día, antiguos toques resonando cuando, cada atardecer, alineadas las compañías en la Plaza de Armas, primero cara a levante, mientras arriaban, y luego, dando media vuelta, cara a poniente, se mantenían firmes hasta que cesaba el último largo de corneta, la vista fija en el bajo sol muriente, blanco y tenue como una hostia, velado por una neblina amarilla, fluida, poblada de cerros entrevistos, de mansos pinares y ásperas crestas, evocadora del ya cercano equinoccio, del verano en trance de esfumarse igual que se esfumaban aquellos crepúsculos cada vez más tempranos. Aguantó, pues, entre otras dispersas figuras igualmente inmovilizadas dondequiera que hubieran sido sorprendidas por el toque, en esa hora de nostalgia y recogimiento, apropiada para pensar en las visitas recibidas, en los ausentes seres queridos y su mundo cotidiano de allá abajo, mientras que ahí, sobre el reloj de la almenada torre, quedaba desnudo el enorme mástil, erecto, desmantelado. Y al mismo tiempo, mezclada a tales sentimientos y anhelos, una confortadora esperanza basada en el carácter irreversible del paso del tiempo, en la evidencia de que un día más era un día menos, de que con la proximidad del otoño se aproximaba también el momento en que, como los veteranos licenciados en julio, reharían una por una, pero al revés, las diversas etapas de la llegada. Pasaban hacinados en camiones, ya todo cumplido y purgado, cantando, gritando, saludando con el gorro, envueltos en el violento polvo liberado, soldadito español, soldadito valiente, el orgullo del sol es besarte la frente. Cantaban, gritaban, muchachos, adiós, adiós cantina, adiós retreta e imaginarias de la puñeta, se acabaron los trabajos mecánicos, limpiar letrinas y fregar cacerolas, para ellos no habría más cabos primera ni correazos, no más peladas al cero, y serían otros, por lo demás igualmente oscuros y rapados, los que ahora rondarían las compañías de los caballeros aspirantes en busca de un chusco de sobras o de una propina, ofreciéndose para lustrar botas, limpiar mosquetones, lavar la ropa. Serían otros, ellos ya no andarían más escurriendo el bulto, furtivos como espíritus o malhechores, husmeantes, taimados, merodeadores; para ellos, todo eso ya se había acabado.
Pero él seguiría como siempre, con su recorrido de trayectoria generalmente inversa a la del sol, de la compañía a la cantina, en sentido norteoeste, de cara a los desfiladeros de la umbría, a los bosques y las escarpas de aquella sierra que, como de peldaño en peldaño, ascendía en una brusca sucesión de contrafuertes y planos, espolones y despeñaderos, sobre cuyas alturas destacaba, lejana, la lisa cima del Montsant y su Scala Dei, hacia el valle del Ebro, y luego, cruzando la Plaza de Armas, de la cantina al Economato en sentido oeste-sur, como enfilando el parapeto, la vertiente de la solana derrumbada en escarpados volúmenes hacia el llano de matizados cultivos, con el alto mar al fondo, para regresar por último al punto de partida a través de las agrupaciones de artillería, en sentido surnorte, la sombra por delante, torcida hacia la derecha, enana, achaparrada. Sólo excepcionalmente, con algún propósito concreto, asomarse a Correos, por ejemplo, daría un rodeo norte-sur-oeste para llegar a la cantina y a partir de ahí, ya de regreso, desandar lo andado cruzando de nuevo la Plaza de Armas y, a la altura de Correos, doblar a la izquierda y tras efectuar cualquier compra en el Economato, fruta, cien gramos de jamón, una botella de ginebra, esperando tanda pacientemente, como en un colmado de pueblo, adentrarse otra vez en las agrupaciones de artillería, hacia la avenida central, camino de su compañía. Y al día siguiente, el campo de tiro, allá abajo, en un repecho de la desolada solana. Descendían por un sendero brusco y pedregoso cargados con el equipo completo de, campaña, de uno en uno, en un interminable reguero, y al compañero de delante, debido tanto a una excesiva abundancia de legumbres en el régimen alimenticio como a lo dislocado del paso, se le escapaban continuamente de los fondos del pantalón apestosas sonoridades aflautadas. No entiendo cómo aún te quedan ganas de subir a un monte, dijo Pluto. Lo único que verás desde arriba será otros montes. Y después de fagina, cuando sesteaban a la sombra de una peña, aún insistió en el tema. Los montes me la menean. Todo a la vista y nada a mano. También estaba Fortuny, y Federico no tardó en localizarles. Hablaron de lo primero que harían al llegar a Barcelona, cuando acabaran. Pues a mí me parece una experiencia interesante esto del campamento, dijo Federico. Fíjate, es como una cura de balneario. Te bañan, te hacen tragar aguas purgantes o depurativas o lo que sea, y sales como nuevo. Pues aquí, lo mismo. La convivencia con la gente, la disciplina, el embrutecimiento, hacértelas pasar lo más puta posible. Y todo para acabar nombrándote oficial, integrándote en la jerarquía, convirtiéndote en uno de los suyos. Y Pluto: joder, pues como los vampiros.
Más que en un balneario, me hace pensar en la cárcel, dijo Fortuny.
Qué coño de cárcel. Un colegio de monjas. Ya se lo dije al capitán. Sólo que aquí la gente suelta tacos.
Pues ya me dirás qué diferencia ves entre un campamento y la cárcel. Allí, al menos, estás por algo que has hecho. Aquí, en cambio, porque estás en la edad y eres más o menos normal. Y te aseguro que, a igualdad de tiempo, yo preferiría la cárcel. Al menos, en la cárcel, sabes que en la cárcel ya no te pueden meter.
No dramatices, coño. Esto es un colegio y nada más. ¿Dónde, si no, ibas a ver jugar a guerras como aquí? Jugar a guerras a nuestra edad, joder, una colla de adultos jugando a guerras.
Se volvió a Raúl. ¿Por qué no escribes algo sobre esto, a ti que te gustan las novelas? Y Federico: esto es cosa del conde Adolfo, nuestro cronista oficial. Lo haría más en serio, a lo Hemingway, gente amargada, que bebe, y el protagonista tiene que desertar y todo eso.
Con ojos entrecerrados contemplaban, al pie de aquellas planicies escarpadas, de corteza reseca, los cultivos del llano, olivares, algarrobales, viñedos, simétricos avellanares, los campos torrados en la quietud incolora del mediodía, los pueblos desparramados, la borrosa calina, del mar y del cielo, playas de donde partieron las victoriosas naves conquistadoras, los estandartes benditos que como un fuego prendieron en la dulce isla de la calma. Habían armado pabellones y, al ir a llenar la cantimplora, entre los claros guijarros del manantial, descubrieron una serpiente larga y verdigris, escalofriante, que les plantó cara, erguida, bífida, y acabó por escurrirse hasta desaparecer de un modo casi imperceptible. O en vez de tiro, guardia; le había tocado guardia principal y quien revisaba la parada era el capitán Cantillo. Que no te pase nada, le dijeron. Pero se rebajó y, mientras los demás marchaban, permaneció en la tienda haciendo el tigre hasta la hora de presentarse en el botiquín. Había aguardado su turno acodado en el antepecho, desde donde aún se distinguían las últimas columnas descendiendo, tortuosas hileras de soldados y mulos perdiéndose en el impreciso panorama de bosquecillos, planicies rosadas, gargantas violáceas, vastos valles como fraguándose según se esfumaban las nieblas, y cuando le llamaron alegó colitis, algo de puro trámite, lo justo para que lo medicaran y reenviaran a la compañía. Entonces se preparó con calma, el uniforme, las botas, las hebillas, el correaje, el mosquetón, el machete, y salió sin percance de aquella parada en la que el capitán Cantillo consiguió empaquetar a casi todos por el procedimiento de fijarse, más que en el ánima del mosquetón, en si había polvo en la ranura de engarce del machete. Por lo demás, era incluso agradable montar guardia; ante el cobertizo de las pizarras, por ejemplo, fumando con cuidado, las horas de soledad pasadas en aquellos pinares suavizados por la brisa, un verde sedoso, como veteado de aguas, sonando airosamente, tal un ligero organeo. Y el polvorín en un mediodía canicular, allí, tan aislado, dominando, al amparo de la garita, la plana humosa, de céreas lontananzas, la plana como escalfada y el monte como chafándose de cumbre en cumbre, desplomándose escalonadamente, y los desfiladeros quietos, de roca estratificada en curvas depresiones, y el brillo apagado de los peñascos, y los árboles escasos, de estructura negruzca, igual que carbonizados en la solana sin aire, y aquel flojo cigarrear aflorando del monte bajo, bajo un cielo de caliente acero. Y aún los grafismos de la garita, de aquel antro de ensoñación, los detallados dibujos como de urinario, las frases, Aquí tu padre se hizo una solemne paja para celebrar su última guardia, inscripción alentadora, adecuada para despertar la imaginación, pensar en lo que sería su vida cotidiana cuando todo aquello hubiera terminado. Y las otras, más reflexivas, incitadoras a considerar el carácter efímero de tales sueños, la mísera realidad de su situación concreta: Putoaspirante, no celebres tu última guardia sin antes pensar que te queda todavía otro verano. Un verano con galones de sargento, pero, en definitiva, otro verano, estancia pasajera, temporalmente limitada, pero no por ello menos hecha de minutos, menos real e irremisible para quien, no mero visitante, permanece allí arriba y la soporta. Las mismas mañanas de clases teóricas, las mismas tardes de instrucción en orden cerrado repitiendo una y otra vez movimientos y evoluciones, sobre todo la siempre imperfecta variación en fila que tanto exasperaba al capitán Mauriño; entonces, el teniente Noguero organizaba un quinteo y a uno de cada cinco le tocaba verbena, presentarse determinado número de veces, en el curso de la noche, ora con equipo completo de campaña, ora en traje de paseo, ora en conjunto de gimnasia. Y, especialmente después de la Jura, los ejercicios en orden abierto, los supuestos tácticos, las marchas, las maniobras. Y al término de la jornada, el regreso, las canciones, los himnos en camino, largas columnas confluyendo triunfales desde todas partes, irrumpiendo en la Plaza de Armas al ritmo marcial de los tambores y al compás del tararí, cantando, cansados pero orgullosos, sí, arrebatados en el fondo, virilmente machos, las mangas arremangadas y la pelambre del pecho asomando con gallardía, cantando a Lilí, la rubia fenomenal, o bien a la morena Madelón, que tampoco está mal; cantando a Margarita Rodríguez Garcés, una chica chica pun, del calibre 133; cantando a Sole, Sole, Soledad, oirí, oirá, oirí, oirá, a la española una y nada más; cantando y llevando el fusil igual que todo lo demás; y, congregados ya los tres batallones, la espectacular ceremonia de arriar la bandera de la almenada torre de aguas, castillejo de sí, férreamente formados cara a levante y, dando media vuelta, cara a poniente, absolutamente inmóviles en tanto se prolongaran los antiguos toques, y a continuación, en apoteósico desfile final, de nuevo cantando atronadores, compañía tras compañía, el descenso por la fantástica avenida hacia sus respectivos recintos.
Acortó cruzando en diagonal una batería de sargentos, entre las tiendas, y presenció una pelea. Se oían canciones bajo alguna oscura lona, canciones cantadas a coro, con acompañamiento de guitarras y bandurrias, en alguna tienda triste y sola, chicos de la Tuna quizás, estudiantes nostálgicos de otra época, de una universidad que ya no, de ya no poder tener nostalgia de aquella pícara y despreocupada, es decir, sana, vida universitaria de la que, cuando uno está viejo y situado, sólo rememora los buenos malos ratos pasados, el novieo con las novias y el puteo con las putas, y los libros empeñados, etcétera. Y dos salieron a sacudirse, resbalando en el barro, a puñetazo limpio, jaleados por los mirones atraídos, hasta que llegó la vigilancia de día y el teniente se abrió paso y acabó con la gresca. ¡Venga, dadles machetes, cojona! Las peleas se hacen con machete, como en la Legión. ¿Qué? ¿Se os han pasado las ganas? ¡Gilipollas! Pues con el parte que os voy a meter no salís de la prevención en una semana. ¿Y vosotros qué miráis, cojona? ¿Quién más busca un paquete? Hubo una alborotada dispersión general, corridas precipitadas, bullanga, griterío. Entre los tenues troncos, pinos yertos, sin relieve, el campamento aparecía poblado de sombras, de resplandores amortecidos, de formas en movimiento, de carcajadas, de canciones. Las tiendas destacaban mórbidamente, lívidas lonas infladas, con honduras como bocas de horno, humeantes, encendidas.
Dentro, las candelas colgadas del palo goteaban sebo espeso sobre el marco del armero. Nos hemos preparado una cena de miedo, tú, le dijeron. De virguería. Cenaban sentados en los charnaques, frente a frente, mientras en un hornillo se calentaba el agua del café, considerando reposadamente si era o no era macutada la noticia de que, al día siguiente, en el campo de tiro, habría prácticas con granadas de mano. Departían tranquilos, a sus anchas, y al verle cortar un chusco y prepararse el bocadillo de jamón le preguntaron que si gustaba. En cambio, se metieron con el Fofo cuando picó una aceituna de la ensalada; habían tocado fagina y el Fofo entró a por sus cubiertos.
Escucha, mal parido, ¿quieres decirme quién te ha convidado?
Coño, tú, es que el Fofo es de los que se apuntan a todas.
Oh, cojones, pues que se toque los cojones, cojones.
Raúl buscó a Federico en la compañía vecina. Estaba bebiendo con otros, a la entrada de la tienda, y le invitaron a pasar.
Pasa, pasa, un hombre con botella siempre es bien recibido.
Te la pago mañana, tú, que me llega el giro, dijo Federico. Hoy estoy sin gorda.
De lo otro nada, tú, dijo Raúl.
¿Qué?, dijo Federico. Ah, sí. ¿Qué nos caerán? ¿Veinte años? Nos encerrarán juntitos, en un castillo. Y Raúl: déjate de mariconadas. Hablaron aparte. Federico con ojos sonrientes y perezosos, como pensando en otra cosa. Nada, nada, al castillo de If, decía. Y le preguntó si sabía cómo se redactaba el estadillo. Fuera, alguien llamó, ¡cabo cuartel!, ¡cabo cuartel!, y entonces todos los de la tienda empezaron a gritar, ese cabo, vamos, ese cabo, que está hecho un rácano. Federico se puso el gorro precipitadamente. Coño, el parte, dijo. Tengo que ir a Mayoría. Luego reapareció en la tienda de armamento en busca de un repetidor que, complacido, con paternal veteranía, le explicó detalladamente la forma de redactar un estadillo. Y el que barajaba dijo: hostia, tú, éste va de culo. Y Federico: sí, tú, voy de culo. Discutieron si para un alférez servía de algo llegar a saber cómo se redactaba el estadillo, y Pluto dijo que sí, que era fundamental, y expuso su teoría del estadillo como primera causa o aliento creador del ejército. En el principio era el estadillo. Y el estadillo no cuadraba. Y el estadillo tenía que cuadrar, y fue el ejército. Ganaba mucho dinero, como quinientas, y en cierto momento guiñó el ojo a Raúl y le enseñó un cubrepuntos con disimulo, en el hueco de la mano. Los otros tres, por el contrario, parecían de mal humor. Vamos, juega y déjate de cofias, dijo el de medicina. Y Pluto: sí, hombre, no me importa acabar de limpiaros. Se había terminado el coñac y, entre partida y partida, pasaban el pellejo de mano en mano, un vino áspero y espeso, tenso chorrillo amoratado que, tragado como a golpes de garganta, tintaba las comisuras de los labios, el mentón. Y llegó un tío pesado con el uniforme lleno de barro, como si hubiera resbalado, y dijo que en la cantina había un merdé de espanto y que los oficiales, al brindar, hacían el saludo comunista, levantaban el puño. Hosti, tú, qué bufa llevo, repetía riendo, y se dejaba caer sobre las lonas que cubrían el material, embarrándolas. Oye, quieres irte a tomar por el saco, le dijeron. Hablaban aún de lo diferente que todo iba a ser cuando fueran alféreces, del trato que darían a la tropa. Tú dirás, pues claro que hay diferencia, dijo Pluto. Una diferencia inmensa. Como en un atropello; es mejor ser el del coche que el que va a pie. Llegaba dominante, desde otra tienda, el jaleo de los de la jam session, armónicas, guitarra y una batería de marmitas, de modo que sólo se enteraron de que había sonado el toque de retreta porque alguien se asomó a gritarlo. Salieron con cachaza, sin prisas, hasta que corrió el rumor de que estaba el alférez y entonces apretaron el paso ruidosamente, embistiéndose, amontonándose al final de la formación, aferrándose al de delante para no ser empujados todavía más atrás, a los últimos puestos. Pero no fue la voz del alférez, sino la del teniente Noguero, más grave, la que oyeron mientras el sargento les enfocaba la linterna, al ser apremiados con el vamos, esa cola. Que voy a tomar nota de los seis últimos, chilló entonces el sargento, y a la blanca luz, tras una postrera contracción, las filas acabaron de estabilizarse.
Qué, Farreras, cómo va eso, dijo el teniente, la cara como nimbada por la irradiación de la linterna. ¿Ha ido bien el póquer?
Regular, mi teniente, dijo Pluto. Sólo gano unas mil pelas.
Hubo risas traviesas, que se convirtieron en carcajadas cuando el teniente dijo, lo ves, hombre, todo eso te hubieras perdido sin el arresto. Cubrían distancias aún, disimuladamente, y en otras compañías ya estaban numerándose. Diez, once, doce, se oía gritar desde distintos puntos, como un eco, cuatro, cinco, como un eco repetido a distintas distancias, en toda la resonante profundidad del campamento encalmado. Bueno, basta de cachondeo, dijo el teniente. Y cuando resultó que el estadillo no cuadraba y el sargento les hizo volver a cubrirse y empezó a recontarlos de tres en tres por si estaban mal cubiertos, el teniente dijo que ya valía, que cada vez saldría peor, y firmó el estadillo. Entonces, alumbrado por el cabo cuartel, el sargento leyó el parte y la lista de guardias y de imaginarias y, al romper filas, hubo una violenta ovación que poco a poco decayó en algarabía, según se dispersaban oscuramente, todos repitiendo que el teniente era un tío cojonudo.
Le había tocado segunda imaginaria. Caminaron en grupo, rezagados, como a tientas, ofuscados por los que iban delante, formas agitadas, confusamente destacadas contra la leve luz de las tiendas.
¿Has oído?, dijo Pluto. Dicen que mañana hay prácticas con bombas. Si no es macutada, desde luego me rebajo. Me dan un miedo horroroso, coño.
No es radio macuto, no, dijeron. Que se lo han oído decir al tonto l’haba del comandante.
Es que es peligroso, tú. Hay tíos que igual se cargan a cuatro o cinco. Imagínate al Ferracollons tirando bombas, por ejemplo. Seguro que se le escapa alguna y que nos la pone por sombrero, tú.
Eso es lo de menos, joder, dijo Pluto. Lo que pasa es que con el ruido me quedo sordo por un par de días. Cuestión de cojones, tú.
¿Cojones? ¡Qué coño de cojones! ¡Polla! ¡Polla es lo que hay que tener! Y cuanto más gorda, mejor.
Luego, ya solos, se interesó por Leo. ¿No hay nada nuevo?, preguntó. Mira, es que he pensado que habría que hacer algo, tú. Esta gente son unos bestias y lo mismo muelen a palos al pobre chaval y, si no te mueves un poco, encima le clavan veinte años, sabes. Mi padre conoce a un coronel qua está retirado, pero que fue juez militar o no sé qué y tiene bastante influencia. Es un tipo que le debe favores y tal y, si mi padre se lo pide, hará lo que pueda. También conoce a un comisario. ¿Qué te parece si le escribo para que les hable? ¿Crees que servirá de algo? Y, en la fuente, dos o tres putoaspirantes de alguna compañía vecina sostenían un cuerpo doblado, iluminaban la cara chorreante, de ojos cerrados y boca ladeada, entreabierta. Hala, carnuz, decían, y otro aguardaba limpiándose los lentes en la manga, flojo y serio, parpadeante. Había un apretado fluir hacia las letrinas de muros blanquecinos, un ir y volver como en cadena, las botas sonando adhesivas, pegajosas, en el pavimento embarrado de los corredores. Se sucedían en silencio, ocupaban los compartimientos entenebrecidos y, sin adentrarse, intercambiaban perezosas palabras, tarareaban entre dientes, más o menos absortos en las dificultades propias de la micción, problemas tales como presión y continuidad de aquel ya sólo racheado chapoteo sobre papeles empapados, sobre aguas atacadas, hasta que, con un brusco golpe de trasero, se la metían laboriosamente y cedían el puesto. Micromacromundo aquel panorama de orduras verdinegras a la deriva, berzas flotadoras, sulfurosas coles de Bruselas, viscosas cabezas de ajo, troncos de bróquil, cebollas fosfóricas, rábanos explosivos, secas setas de pólvora, huevos oscuros y hongos gelatinosos, piélagos pastosos, densidades, líquidos abisales con firmamentos reflejados, constelaciones arremansadas, astros pantanosos, lunas exhalantes, cráteres convulsos evacuando resoplidos, chorros de estrellas, vacuosidades, ardores, una profunda serie de cálidos desprendimientos infernales, cataclismos y transmutaciones, cosmogónicas imágenes y semejanzas.
Pronto llegarían los últimos en abandonar la cantina, una precipitada copa antes de que cerraran, o bien, en la granja, un yogur para asentar el estómago, y en las tiendas todos empezarían a extender los charnaques, a disponer la colchoneta, el saco de dormir, disputando acerca de si tal o cual no dejaba sitio a los demás, de a quién le tocaba hacer la limpieza y llenar el cántaro aquella semana, comentando los acontecimientos más destacados del día, las macutadas, las putadas, cantando todavía, bebiendo el último trago, disputando, comentando, contando, rebebiendo, disputando, difuso y alborotado vocerío que sólo iba a terminarse cuando, tras el toque de silencio, la vigilancia nocturna comenzara su ronda.
Tuvo un encontronazo con Emilio y se saludaron brevemente, como con prisa. Había creído avistarlo durante los primeros días de campamento, en la cantina, con gafas de sol y bigote, y luego, un domingo, lo reconoció definitivamente, paseando en compañía de sus padres, también muy cambiados. Y aún durante un permiso, en Tarragona, todavía a principios de verano, un sábado en que él iba con Nuria, y divisó a Emilio en medio de un grupo, todos luciendo el uniforme, detrás de unas chicas. Pero no hablaron hasta otra noche, algunos días más tarde, cuando a la salida de las letrinas Raúl encendió un cigarrillo y entonces, a pocos centímetros, apareció aquella cara sonriente, de contornos difusos, la exigua llama rutilando en las pupilas, realzando el brote sobre su boca atrompetada, de mamón berreador y malcriado. No saludes, tú, dijo, y era la misma voz. No saludes. Le preguntó qué estudiaba y si aquella niña era su novia; dijo que él estudiaba Medicina y que todo iba bien, y resultó que estaba en la misma compañía que Federico. ¿Qué?, dijo. ¿Aún te acuerdas de tirar las boleadoras? E inevitablemente terminó por mencionar la muerte de Mallolet. Tuberculosis. Para nosotros, sembrado bilateral específico de origen hematógeno. Habían hecho una de las primeras marchas de la temporada y la compañía estuvo a punto de extraviarse en la niebla. Acamparon en los campos yermos, junto a la pequeña aldea, un poblet de huertas abandonadas, de calles abandonadas, de casas abandonadas, una hermosa ruina donde, a juzgar por el lecho de paja y excrementos machacados que cubría el suelo de alguna estancia, a veces se albergaba el ganado. Después de comer recorrió con Pluto y Fortuny los interiores intrincados y recogidos, de piso pavimentado apenas con piedras desiguales, gastadas por los siglos, un laberinto de escaleras oscuras, hogares negrizos, recovecos como de gruta, vigas carcomidas, grises muros horadados, abiertos a la niebla, y aquel olor a estiércol, a piedra ahumada. Entraron en la iglesia desnuda, de bóvedas con ecos, y desde fuera algunos de otro grupo hicieron tañer a pedradas la campana de la torre. Detrás, en el pequeño cementerio lleno de ortigas, examinaron las inscripciones ilegibles de los nichos, las cruces de hierro clavadas en tierra, torcidas, oxidadas; las fosas señaladas con un dibujo de guijarros, y sólo al cabo de unos minutos se percataron de que el suelo mullido, entre las hierbas mojadas, estaba sembrado de huesos, vértebras anaranjadas, fragmentos de cráneo, maxilares dentados, frágiles costillas. Y más allá, a cierzo, al otro lado de aquel macizo montañoso que se alargaba como un horizonte, plano, meseteño, pobre, un macizo montañoso ahora solamente presentido, esfumado en la niebla, al otro lado, al amparo de la boscosa umbría, al pie de las pronunciadas vertientes de pinares, el monasterio de Poblet señoreando las claras colinas de la Conca, sobrio recinto aislado, con sus torres y murallas, sepulcros oscuros, ruina dorada y calma, naves góticas, frías y resonantes, lápidas húmedas, estatuas yacentes, bajorrelieves, escorial perdido de conquistas, de glorias y victorias, espléndido epitafio de trofeos, Mallorca, Valencia, Murcia, Cerdeña, Sicilia, Túnez, Argel, Atenas, Constantinopla. Y el paseo que pudo hacer, solitario, por el claustro románico semiderruido, y por el claustro gótico, con su apacible fuente, y los cipreses y laureles, y los rosales, y un delirio de golondrinas precipitándose.
Localizó al primer imaginaria, su tienda. Estaba sentado en el petate ya hecho mientras sus compañeros, como en caótica danza, disponían los suyos agachándose, el trasero en alto, o bien en cuclillas, o se desvestían a tirones, saltando a la pata coja en flotantes faldones de camisa, piernas peludas en calcetines, en calzoncillos cedidos, culones, algunos acostándose con el mono puesto, bromeando, alborotando con el revuelo la llama de las velas, el cabrioleo de las sombras en la lona. Y cuando Raúl le propuso hacer en su lugar la imaginaria, el otro le miró engrescado, levantando la voz como para atraer la atención.
¡Mira qué listo!, dijo. ¿Y yo la segunda, eh? ¡Ni hablar, maduro!
No he hablado de cambios, coño, dijo Raúl. Digo que, si quieres, hago también la tuya.
La, la, la-la, la-la, la, la.
Preparó su petate, extendió los charnaques, la colchoneta, el saco de dormir, las mantas; se quitó el traje de paseo y se puso un mono limpio. Había el mismo barullo que en la otra tienda y, al tachar una fecha más del calendario trazado con tiza en la lona, corearon a grito pelado aquello de: un día menos, un día menos, un día menos de estar aquí. Y, mientras se desvestían en no menos caótica, y extravagante danza, hablaron del cachondeo armado en la cantina, de si era o no era macutada lo de las granadas, de los que el año anterior habían muerto durante las maniobras, del complejo de inferioridad y del rencor que por ellos, por los putoaspirantes, sentían en el fondo los capitanes chusqueros, debido tanto a que ellos eran gente de carrera y superior cultura como al hecho de que sólo en seis meses fueran nombrados oficiales; de si el capitán Cantillo sería por lo menos comandante de no habérsele descubierto un negocio que tenía montado a costa de la intendencia; de lo puta que era la vida del militar, toda la vida como ellos ahora, siempre de culo; de lo puto que era el clima del lugar que habían elegido para el campamento; de lo poco que les iba a importar ya todo aquello en el curso de las próximas semanas, ante la tantálica perspectiva del inminente fin de sus pesares; de lo primero que harían al llegar a Barcelona; de las novatadas que gastarían el verano siguiente, cuando fueran sargentos, a los putoaspirantes; de que en ningún caso volverían a pasar una semana tan puta como la primera del presente verano, todo el día atontados, sin entender nada, continuamente al tanto de los toques; de quién era el encargado de hacer la limpieza y llenar el cántaro aquella semana; de lo animales que eran los aragoneses; de la evidente superioridad de Cataluña en todos los terrenos, etcétera. Las velas consumidas, reducidas a breves cuajos de chorreras, apenas si alumbraban otra cosa que el cónico vértice de la tienda; discutieron a quién le tocaba reponerlas y terminaron por encender cada uno la suya, en la cabecera del petate. Hicieron circular el pellejo y se metieron con el Fofo, ocupado en examinarse las hemorroides con la ayuda de un espejito y una linterna. Acaba, coño, que esto pone cachondo a cualquiera. Consideraban las putadas que se podía hacer a los que estaban de permiso.
Coserles el saco de dormir, tú.
No, coño, que entonces nos despiertan a todos.
Dejar escrito a Fortuny que tiene guardia.
Eso, tú, que mañana va de parada.
O disolverles un purgante en el cántaro.
Eso, tú, que el Ferracollons tiene colitis.
Eso es hacerles un favor, tú. Que entonces se rebajan y no van a tiro.
Eso, una buena purga.
Que no, coño.
Raúl buscó el machete y la linterna; se abotonó el capote. Federico no estaba y, al preguntar que dónde, los otros de la tienda, ya todos acostados, empezaron a chillar como con voz de mujer. ¡Oh, un hombre!, ¡es de otra compañía!, pasa, pasa, que te follaremos, soy virgo, qué loca, y tuvo que retirarse, aguardar fuera. Federico compareció con su estuche de aseo y una toalla liada al cuello.
¡Montecristo!, dijo. El conde condenado.
Déjate de coñas, coño. Sabes de sobras que el único que se joderá es Leo.
Al contrario. Creo que todos estamos perdidos. Salvo el conde Adolfo, que es de los que al final se salvan.
Bueno, pues sí. Lo que quería decirte es que hago las dos primeras imaginarias, o sea que hablaré con Fortuny en cuanto llegue.
Está bien esto; solidaridad, apoyo moral, expiación simbólica, está muy bien.
Hostia, Federico, qué pesado eres. ¿Quieres dejarte de coñas? Si hay algo nuevo, te despierto.
Eso, despiértame. Quiero que me despiertes cada hora. Me das la novedad.
Si quieres, cada cuarto.
Mejor, cada cuarto. Pero reconoce que estamos perdidos. Reconócelo.
Está bien, estamos perdidos.
Y resonó el toque de silencio, cuando la madre del soldado rezando está por él. ¡A callar!, se oía en las compañías vecinas, y los imaginarias picaban en las lonas, tensos golpes, relampagueos de linterna. Estas luces, coño. Que va a venir la vigilancia. Toses, risas, protestas, broncas, canciones interrumpidas, dejadas como en suspenso, en una noche clara, de blancos luceros, las dulces quejas de mis amores, de mis tristezas. Raúl se sentó junto a la tienda, contra un tronco, hundido en el capote; un tronco demasiado delgado, algo incómodo. El viento rafagueaba las frases, voces como ecos en la cerrazón del bosque, el viento de rumor huero, de rameo oscuro, y se hacía opresivo el presentido paso de las pesadas nubes, nubes compactas, opacas, desplazándose en cerradas masas.
Trae la foto, tú. A ver si aún me la pelo.
Apaga y déjame dormir, coño.
Joder, ya empieza con la tos.
Estás follado, coño, estás tísico.
Es la humedad, tú; qué quieres que haga.
Pues aguantarte.
Al primero que ronque se la corto.
Callaos, coño.
Tócate los cojones.
Y tú, chúpate el pirulo.
Qué más quisiera yo, tú.
¿Habéis aflojado los vientos?
No seas chorra.
A mí rai, tú, con envolverme en el plástico…
Ojalá llueva y no vayamos a tiro.
Calla, maricón.
Calla tú, que roncas.
Pues te jodes.
Y una mierda.
Voces que se espaciaban poco a poco, se sosegaban y desvanecían, y sólo quedaba el viento, vacíos, abismos nocturnos, noche oscura, noche serena y sin estrellas, calma, clara, callada, noche transfigurada, ardiente, opaca, cerrada, serena, oscura, negra noche negra como ala de cuervo que se cierne y sobrevuela, que, que, quejándose o acaso carcajeándose, que, que, que cae y se eleva y se esfuma, que, que, en lentos semicírculos interrogantes. ¿Qué?