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TETH’BRIMASH

Esperaba algo como esto, se dijo Seregil, tratando de no moverse mientras Brythir anunciaba la sentencia.

¿Por qué entonces esas palabras, khi de ya’shel, le resultaban tan dolorosas? El rhui’auros ya le había llamado así y él lo había aceptado como una revelación. Pronunciadas aquí, delante de todos sus parientes, cortaban como un cuchillo. Creía haber entendido, pero ahora el mundo parecía estarse apartando de debajo de sus pies. Ya conocía el exilio pero aquello era aún más severo, si cabe.

—Vete con los eskalianos y vive entre ellos —ordenó el anciano khirnari.

Le dolían las rodillas, pero logró ponerse en pie sin tambalearse. Se quitó la túnica Aurënfaie por la cabeza y la dejó caer a sus pies.

—Acepto la decisión de la Ila’sidra, Honorable —su voz parecía estar llegando desde algún lugar más allá de sí mismo. Apenas era consciente de que alguien estaba sollozando… varias personas, en realidad. Sólo esperaba que él no fuera una de ellas.

Apenas sentía los pies contra el suelo mientras se dirigía hacia los eskalianos. Unas manos lo guiaron hasta la silla y de pronto Alec se encontraba a su lado, cubriendo sus hombros con una capa.

La sesión terminó rápidamente y la sala se vació. Seregil se embozó en la capa y mantuvo la mirada gacha mientras seguía a Korathan hacia el exterior. Aún no estaba preparado para ver los rostros de otros faie.

Sin embargo, mientras se acercaba a la puerta, el rhui’auros llamado Lhial se le acercó y lo tomó por la mano izquierda. Acarició la marca del dragón y obsequió a Seregil con una sonrisa cálida.

—Bien hecho, pequeño hermano. Interpreta tu danza y confía en la Luz.

Seregil tardó un instante en recordar que Lhial estaba muerto, y para entonces el hombre ya había desaparecido. Un grupo de rhui’auros esperaba junto a la puerta, pero la aparición no se encontraba entre ellos. Mientras escrutaba sus rostros, cada uno de ellos alzó una mano en silencioso saludo.

¿Interpreta tu danza? Cerró los ojos un momento y convocó el recuerdo de algo que Lhial había tratado de decirle la primera vez que visitara la Nha’mahat. Al mirarte, veo todos vuestros nacimientos, todas vuestras muertes, todas las obras que el Portador de la Luz ha preparado para vosotros. Pero el tiempo es una danza de muchos pasos y muchos tropiezos. Aquellos de nosotros que podemos ver debemos a veces actuar.

Soy un ciego que baila en la oscuridad. Pensó en el último sueño que había tenido: los orbes que formaban un patrón y la sangre que discurría hacia abajo por una sucesión de armas. El recuerdo trajo consigo la misma y poderosa sensación de convicción que lo había embargado aquella noche. Su poder enderezó su espalda y dibujó una pequeña media sonrisa en las comisuras de sus labios.

Al pasar a su lado, Lhaar a Iriel le dedicó una mirada feroz.

—No te burles de la marca que llevas —le advirtió.

—Tienes mi palabra, khirnari ——le prometió mientras se llevaba la mano izquierda al corazón —. Acepto lo que me envía el Portador de la Luz.

Adzriel y Mydri caminaban del brazo de Seregil mientras seguían la litera de Klia de vuelta a la casa de invitados. Alec les cedió gustoso el puesto pero permaneció cerca, observando a Seregil con preocupación creciente.

Aparentemente aturdido, su amigo se cubría con la capa apretada como si fuera invierno. Lo poco que Alec podía sentir de sus emociones era un torbellino de confusión.

Al menos era mejor que la pura desesperación.

En cuanto estuvieron en el salón, a salvo de ojos indiscretos, Klia lo llamó a su lado y le habló entre susurros. También ella lloraba ahora. Seregil se había arrodillado junto a la litera y se inclinaba hacia delante para poder oírla.

—Está bien —le dijo.

—¿Cómo puedes decir esto? —inquirió Mydri—. Ya oíste lo que dijo Brythir. Con el tiempo, era posible que el exilio hubiese acabado por ser levantado.

Seregil se puso en pie y se encaminó hacia las escaleras.

—Más tarde, Mydri. Estoy cansado.

—Ve con él —murmuró Thero, pero Alec ya marchaba en pos de su amigo.

Subieron lentamente las escaleras. Alec lo seguía unos cuantos escalones atrás. Quería extender el brazo hacia Seregil y confortarlo, pero algo lo retenía. Al llegar al dormitorio, Seregil se quitó la ropa y se metió en la cama. Casi al instante estaba durmiendo.

Alec permaneció de pie junto a la cama un instante, escuchando la suave, incluso acompasada respiración. Se preguntó si era agotamiento o desesperación lo que estaba presenciando. Fuera lo que fuese, el sueño sería probablemente una cura tan buena como la mejor. Se quitó las botas, se tendió junto a Seregil y lo atrajo hacia sí por encima de las mantas. Seregil murmuró algo y continuó durmiendo.

Alec abrió los ojos y se sorprendió al encontrar la habitación prácticamente a oscuras y la otra mitad de la cama vacía. Se incorporó, alarmado, pero entonces escuchó una risilla familiar desde las sombras que se extendían junto a la chimenea. Una forma alargada se levantó de uno de los sillones y encendió una vela con las brasas.

—No tuve valor para despertarte —dijo Seregil mientras se sentaba sobre la cama. Vestía la casaca y los pantalones marrones, y para alivio de Alec, sonreía. Una sonrisa real, cariñosa y tranquilizadora.

—Te has tomado todo esto peor que yo, talí ——dijo, mientras sacudía el pelo de Alec.

—¿Es esto lo que esperabas cuando decidiste regresar? —preguntó Alec. Se sentó y escudriñó el rostro de su amigo en busca de algún signo de locura. ¿Cómo podía estar tan calmado?

—De hecho, ahora que he tenido un poco de tiempo para pensarlo, creo que las cosas han terminado un poco mejor de lo que yo esperaba. Ya escuchaste lo que dijeron. Ahora soy un extranjero.

—¿Y eso no te molesta?

Seregil se encogió de hombros.

—La verdad es que no he sido Aurënfaie durante mucho tiempo. La Ila’sidra y los rhui’auros… ellos me convirtieron en un khi de ya’shel cuando me expulsaron de aquí siendo tan joven. Sólo era algo a lo que me aferré durante todos estos años. ¿Recuerdas cuando por fin me atreví a contarte que eras medio faie y tú dijiste que no sabías quién eras? ¿Recuerdas lo que te dije entonces?

—No.

—Te dije que eras la misma persona que siempre había sido.

—¿Y tú siempre has sido un khi de ya’shel?

—Es posible. La verdad es que nunca terminé de encajar en este lugar.

—¿Entonces no te importa no poder regresar?

—Ah, ¿pero es que no lo ves? Ya no soy un exiliado. Brythir cambió todo eso. Ahora soy uno de vosotros y puedo ir allá donde vosotros podáis.

—Entonces, ¿si vuelven a abrir Gedre…?

—Exacto. Y cuando quiera que decidan levantar el Edicto, y no tengo la menor duda de que algún día lo harán, podré ir donde me plazca. Soy libre, Alec. Mi nombre me pertenece ahora para hacer de él lo que me plazca y nadie podrá llamarme Exiliado nunca más.

Alec lo miró con escepticismo.

—¿Y ya sabías que todo esto iba a ocurrir cuando estábamos en las montañas?

La sonrisa de Seregil se arqueó hacia un lado.

—Ni por asomo.

Seregil tuvo más dificultades para animar a los demás. Klia y Adzriel lloraron. Mydri se había sumido en un silencio malhumorado.

En lo más hondo de su corazón, también él continuaba albergando dudas, pero las palabras del rhui’auros permanecían a su lado: interpreta tu danza.

Afortunadamente, tuvo poco tiempo para recrearse con ellas. La votación seguía pendiente y esta vez Korathan dirigiría las negociaciones. Seregil tenía prohibido el acceso a la cámara de la Ila’sidra, pero durante los dos siguientes días Alec y Thero lo mantuvieron informado sobre los progresos, o más bien sobre la falta de ellos.

—Es como si nada hubiera cambiado —se quejó Alec mientras se sentaban para tomar una cena tardía—. Los mismos argumentos se repiten una y otra vez. No te estás perdiendo nada.

Sentado en la casa con Klia durante el resto de la semana, la inquietud de Seregil fue en aumento. La esperanza inicial que el rhui’auros le había proporcionado empezaba a menguar. Después de todos sus problemas, su parte en las obras del poder había concluido.

O eso pensaba.

En el quinto día de las negociaciones, un joven apareció en la puerta de la casa preguntando por Seregil. El muchacho no llevaba sen’gai y no dio su nombre. Simplemente le tendió un pergamino cuadrado y doblado y se marchó.

No había nadie más allí, salvo los dos Urgazhi que montaban guardia unos escalones más abajo. En cuanto abrió el pergamino, Seregil se alegró de que fuera así. En su interior encontró las palabras: «Copa de Aura esta noche, a solas, en el cénit de la luna», escritas con una caligrafía elegante que le resultaba familiar. Había también una señal: una pequeña borla de seda roja y azul. Seregil la examinó más detenidamente y esbozó una sonrisa al encontrar algunas hebras de un color más oscuro entre las rojas.

Cuando Seregil se la enseñó aquella tarde, Alec se mostró menos complacido.

—¿Qué quiere Ulan de ti? —preguntó con aire suspicaz.

—No lo sé, pero apuesto a que redunda en los intereses de Klia el que lo averigüe.

—No me gusta como suena eso de «a solas».

Seregil soltó una risilla.

—Limpié su nombre. Ahora no va a asesinarme. Y menos después de haber puesto esto en mis manos.

—¿Vas a decírselo a Klia?

—Hazlo tú después de que yo me haya marchado. Díselo a todos.

Era una noche tranquila. El reflejo de la luna llena flotaba como una perla incrustada en azabache sobre la superficie del estanque del Vhadasoori.

Seregil entró en el círculo de piedra y caminó lentamente hacia la Copa. Por un momento pensó que había sido el primero en llegar; hacer que otro te esperase concedía poder. Entonces vio cómo se mecía y parpadeaba el reflejo de la luna mientas una figura oscura se deslizaba sobre la superficie del agua. Unos temores antiguos cobraron vida por un instante, pero aquél no era el demonio de ningún nigromante.

Ulan planeó grácilmente hasta la orilla y se adelantó para reunirse con él. Su oscura túnica se mezclaba con la oscuridad circundante mientras su pálido y alargado semblante reflejaba la luz de la luna como si fuese una máscara del templo flotando en el aire.

Seregil desconfiaba de aquel hombre pero no podía dejar de admirar su elegancia.

—Tenía la sensación de que volveríamos a vernos, khirnari.

—También yo, Seregil de Rhíminee —respondió Ulan mientras lo tomaba por el brazo—. Ven, pasea conmigo.

Caminaron lentamente a lo largo de la orilla del estanque como si fuesen viejos conocidos. A Seregil no le costaba imaginar a Torsin en su lugar. ¿Había sido capaz el embajador de sentir el poder que rodeaba a aquel hombre como el calor de una forja? Incómodo por tal proximidad, soltó su brazo y se detuvo.

—No pretendo ser maleducado, pero es tarde ya y sé que no me has hecho venir para disfrutar del placer de tu compañía.

—Podría ser que sí —replicó Ulan—. Eres un joven de lo más interesante. Estoy seguro de que tienes fascinantes historias que contar.

—Sólo si tengo un arpa en la mano y oro delante de mí. ¿Qué quieres?

Ulan rió.

—Ciertamente has adoptado las costumbres de los Tírfaie. Pero eso es bueno. Me gustan los Tír y su impaciencia. Resultan estimulantes. Adoptaré el estilo y seré directo. Los tuyos todavía quieren que se abra el puerto de Gedre, ¿no es cierto?

Ah, aquí está por fin.

—Sí. Y supongo que has descubierto que Korathan es un negociador menos sutil que su hermana.

—Lo supuse desde el mismo momento en que supe que se dirigía hacia Gedre con barcos de guerra —señaló el khirnari con tono neutro y la mirada fija en la luna.

Seregil se negó a morder un cebo tan evidente. O bien Ulan estaba al corriente de las órdenes originales de Korathan o estaba jugando un farol para tratar de conseguir información. Con un oponente como aquel era mejor no responder de ninguna manera.

Ulan inclinó la cabeza de nuevo hacia Seregil, aparentando no haber advertido su reticencia.

—Eres más sabio y más inteligente de lo que corresponde a tus años. Lo suficientemente sabio como para saber que tengo el poder y la voluntad necesarios para luchar contra el tratado con Eskalia hasta que la flota de Plenimar esté anclada en Rhíminee y vuestra hermosa ciudad arda por los cuatro costados. He estado observando a vuestro príncipe. No creo que sea lo bastante astuto para darse cuenta de esto, pero tu sí, y él te escucha.

—No puedo decirle que abandone. Gedre es esencial.

—No me cabe duda. Por eso estoy dispuesto a atenerme al acuerdo que Torsin y yo alcanzamos antes de su desgraciado fallecimiento. Puede que Rhaish í Arlisandin esté muerto y el teth’sag satisfecho pero, puedes creerme, ahora hay muy pocos en la Ila’sidra dispuestos a lamentarse por la suerte de Akhendi. Su nueva khirnari, Sulat á Eral, es todavía inexperta y cuenta con pocos apoyos entre los poderosos. Tu clan tampoco se encuentra en la mejor de las posiciones, aunque estoy seguro de que Adzriel á Illia lo hará bien. Sin embargo, hay muchos que pretenden utilizar las acciones de su antiguo hermano como un arma de doble filo. ¿No es la tuya una historia aleccionadora para aquellos que no desean contactos con los Tír? ¿No crees que Lhaar á Iriel apuntará su tatuada nariz en tu dirección y dirá, «¿Veis lo que resulta de mezclarse con extranjeros?»? Y luego, por supuesto, está la cuestión del honor de la nueva reina. Esa es una gran preocupación para todos nosotros.

—Me he estado preguntando, khirnari… ¿qué les pagaste a los plenimaranos por esa información?

Ulan alzó una ceja.

—Esa información me fue entregada como pago. Los plenimaranos están ansiosos por asegurar que el Estrecho de Bal permanezca abierto a sus barcos y sus mercaderes. Los eskalianos no son los únicos que necesitan suministros para llevar adelante esa estúpida guerra vuestra.

Seregil sintió que se le encogía el corazón, aunque la verdad es que la información no suponía una verdadera sorpresa.

—¿Me estás diciendo que los habéis apoyado desde el principio? ¿Que Eskalia no tiene esperanzas?

—No, amigo mío, te estoy ofreciendo un compromiso y mi apoyo. Ofrece una apertura limitada de Gedre… digamos, hasta que la guerra termine. Te digo como agradecimiento por haber limpiado mi nombre que es lo mejor a lo que podéis aspirar ¿O es que vuestra desafortunada alianza con los Akhendi te ha vuelto ciego al propósito original de vuestra misión? Klia no vino aquí para desafiar el Edicto, sino para obtener ayuda.

—¿Y podemos siquiera esperar eso? —preguntó Seregil.

—Tú sabes bien lo que debes hacer, mi inteligente amigo. Tú eres el maestro arpista que sabe qué cuerdas debe pulsar. Si accedes a tocar mi melodía, tendrás mi apoyo.

—¿Tiene letra tu melodía? ¿Ciertas cuerdas que quieras que se pulsen?

El fantasmal rostro de Ulan se cernió sobre él, amenazante. Los ojos estaban perdidos en las sombras.

—Sólo quiero una cosa: Víresse debe seguir siendo un puerto franco. Respetad eso y haré cuanto esté en mi mano para proporcionaros lo que necesitéis.

—¿Supongo que no podrás hacer nada al respecto de los navíos plenimaranos que bloquean el estrecho de Bal? —preguntó Seregil con una sonrisa irónica. La sonrisa del khirnari borró la suya de los labios—. No puedes, ¿verdad?

—El brazo de Víresse puede ser muy largo si decide utilizarlo. El comercio eskaliano nunca nos ha sido adverso y la verdad es que soléis ser más dignos de confianza que ellos. ¿Qué me dices?

—No puedo hablar por Klia o Korathan —contestó Seregil.

—No, pero puedes hablar con ellos.

—¿Y qué debería decirle a la gente de Gedre o Akhendi? ¿Que sus días de prosperidad están contados?

—Ya he hablado con Riagil y Sulat. Ambos están de acuerdo en que media manzana es mejor que nada. Después de todo, incluso en Aurëren cambian las cosas con el tiempo y la muerte. ¿Quién sabe lo que puede sobrevenir después de esta pequeña grieta en el Edicto, eh? El cambio lento es mejor para nuestro pueblo. Siempre lo ha sido.

—¿Y si las cosas permanecen igual durante el tiempo suficiente para que conserves tu poder?

—Entonces moriré como un hombre satisfecho.

Seregil sonrió.

—Estoy seguro de que son muchos los que desean tal cosa, khirnari. Hablaré con los eskalianos. Sin embargo, hay una última cosa que quisiera saber. ¿Fuiste tú quien informó a los plenimaranos del lugar en el que podían tendernos la emboscada durante el viaje hacia aquí?

Ulan cloqueó.

—Ahora me decepcionas. ¿Qué utilidad tendría para mí una princesa asesinada por los plenimaranos? Su muerte sólo hubiera conseguido unir a mi oposición y crear una simpatía de lo más inconveniente hacia la causa de Eskalia. Además, eso me hubiera privado del placer del juego que hemos compartido aquí. Y esa hubiera sido una gran pérdida, ¿no te parece?

—Un juego —murmuró Seregil—. O una complicada danza.

—Si así lo prefieres. Eso es precisamente la existencia para quienes son como nosotros, Seregil. ¿Qué haríamos si la vida fuese siempre sencilla y predecible?

—No lo sé —replicó Seregil mientras volvía a pensar en Ilar y en aquel verano tan lejano en el tiempo—. Nunca tuve la oportunidad de averiguarlo.

—Te estás preguntando si tuve algo que ver con los traidores Chyptaulos —dijo Ulan. Y Seregil no hubiera creído imposible que el hombre poseyera el poder de leer las mentes y la audacia de utilizarlo.

—Sí —replicó suavemente. Se preguntó qué haría si Ulan confesaba.

El khirnari le dio la espalda para mirar al estanque.

—Ese juego no necesitaba de mi asistencia, te lo aseguro.

—Pero estabas al corriente, ¿verdad? Podrías haberlo impedido.

Ulan se volvió y lo miró con una ceja entornada.

—En mi lugar, ¿tú lo hubieras hecho?

Seregil podía sentir el escrutinio del hombre, como si Ulan tuviera el poder de asomarse a su misma alma y ver la verdad que se escondía allí. En aquel momento se dio cuenta, con asombro, de que el poder del khirnari de los Víresse no se basaba en algo tan insignificante como la capacidad de leer los pensamientos.

—No —admitió y la sonrisa de aprobación de Ulan le atravesó el corazón con una astilla de hielo—. Hablaré con Korathan.

Mientras Seregil se marchaba, tuvo la inquietante sensación de que Ulan lo estaba observando, acaso recreándose en su triunfo, y ese pensamiento hizo que se le erizara la piel. Sin embargo, al mirar de soslayo por encima de su hombro, vio cómo el hombre se deslizaba trazando lentos y elegantes círculos sobre la suave superficie del estanque.