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GUERRA
El entusiasmo de la victoria había hecho que Phoria se sintiera más joven que en muchos años. Durante dos días habían combatido bajo las torrenciales lluvias de primavera hasta obligar a los plenimaranos a abandonar un paso situado al oeste del río. El precio había sido alto para ambos bandos pero Eskalia había recuperado unos pocos y preciosos acres de terreno.
Una salva de vítores se alzó por todo el campamento mientras ella cabalgaba a la cabeza de lo que quedaba del regimiento de la Guardia. Con los gritos de júbilo se mezclaban los lamentos de quienes seguían al ejército cuando reparaban en las bajas. Habría una bienvenida más sombría para los caídos, que venían cargados en carretas por el camino, a cierta distancia.
La ruta seguida por la nueva reina a través del campamento la llevó junto a las tiendas de los artesanos y reparó en la figura de una alfarera que esperaba con los brazos en jarras, sin duda realizando un recuento aproximado de las sillas vacías para estimar cuántas urnas serían necesarias para contener las cenizas de los muertos en aquel último viaje a casa.
Phoria desechó el pensamiento por el momento. Las victorias ya estaban resultando demasiado difíciles por sí solas aquella primavera y ésta pensaba saborearla.
Al llegar a su tienda, fue saludada por más gritos y vítores de los soldados y servidores que la esperaban allí.
—¡Hoy les habéis dado una buena lección, general! —dijo un veterano barbudo que ondeaba una bandera de regimiento en una mano—. ¡Dadnos mañana una oportunidad para haceros sentir orgullosa!
—Me habéis hecho sentir orgullosa cada día que he pasado en el campo de batalla, sargento —respondió Phoria, ganándose otro rugido de aclamación. Los soldados seguían dirigiéndose a ella por su título militar y por el momento era así como lo prefería.
Desmontó y se dirigió seguida por sus oficiales a la comida. No un banquete, quizá, pero una recompensa más que suficiente para unos honestos soldados.
Todavía estaban sentados a la mesa cuando el capitán Traneus apareció en la puerta de la tienda. Estaba cubierto de barro hasta las rodillas y llevaba una bolsa en el hombro.
—¿Qué noticias nos traéis de Rhíminee, capitán? —le llamó Phoria.
—Noticias del príncipe Korathan, mi señora. Y despachos recién llegados de Aurëren —dijo, al tiempo que le tendía la bolsa.
Había tres documentos en su interior. El primero, enviado por Korathan, le robó toda alegría al día. Después de leerlo dos veces, lo bajó lentamente y se volvió a mirar el círculo de caras expectantes vueltas hacia ella.
—Los plenimaranos han atacado la costa sur de Eskalia. Ya han quemado tres ciudades: Kalis, Yalin y Trebolin del Interior.
—¿Yalin? —dijo el general Arlis con voz entrecortada—. ¡Pero eso está sólo a setenta y cinco kilómetros de Rhíminee!
Un dolor sordo latía tras los ojos de Phoria. Dejó la carta de su hermano delante de sí y abrió el pergamino con el sello de Klia. Traía las mismas noticias que de costumbre: se hacían progresos pero con lentitud. Ahora pensaba que quizá el clan Haman estaba inclinándose en su dirección. Pero no se había producido ninguna concesión. El final no estaba a la vista.
Cerró los ojos y se dio un masaje en el puente de la nariz mientras el dolor aumentaba hasta convertirse en una punzante agonía.
—Dejadme.
Cuando el roce de los pies y el crujido del cuero se hubieron desvanecido, levantó la mirada. Traneus todavía se encontraba allí.
Sólo ahora sacó la tercera de las misivas, cerrada con algunas gotas de cera de vela. Como todas las demás que le habían llegado en las pasadas semanas, estaba redactada con mucho cuidado. Klia no estaba mintiendo, pero explicaba los acontecimientos bajo una luz demasiado esperanzadora.
—Nuestro informante dice que los Víresse han incrementado su influencia —le contó a Traneus—. Las negociaciones siguen paralizadas. No comparte el optimista punto de vista de mi hermana. Incluso se rumorea que los Víresse podrían preferir el oro de Plenimar al nuestro.
Le tendió la carta a Traneus, quien la depositó en un cajón cercano con las otras que ya estaban ordenadamente guardadas en su interior.
—¿Qué mensaje debo llevar de vuelta, mi señora? —Phoria tiró del anillo de su mano derecha. Tenía los dedos hinchados a causa de la batalla del día y tuvo que escupir sobre él para sacarlo. Después de limpiarlo con el dobladillo de la túnica, lo sostuvo en alto un momento, admirando los reflejos que proyectaba la luz sobre el dragón tallado en la piedra negra.
—Llévale esto a mi hermano. Quiero que lo reciba antes de dos días. Nadie debe saberlo salvo tú. Márchate inmediatamente.
Traneus acababa de regresar desde Rhíminee, un viaje duro de varios días por tierra o por mar. Las órdenes de Phoria significaban no descansar pero el rostro del hombre no mostró otra cosa que una devoción obediente, tal como ella había esperado. Si sobrevivía a esta guerra, un anillo de naturaleza diferente podría hallar su camino hasta aquella mano de talento.
Sola en su gran tienda, Phoria se reclinó en su silla y sonrió mientras observaba el círculo de piel ligeramente más clara dejado por el anillo.
Su dolor de cabeza casi había desaparecido.