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MÁS FANTASMAS
El último día de luto Seregil despertó antes del amanecer, tratando una vez más de aferrar un sueño antes de que se le escapara entre los dedos. Había empezado con las mismas imágenes familiares. Esta vez, sin embargo, creía recordar al rhui’auros, Lhial, de pie en una esquina de la habitación, tratando de decirle algo muy importante en una voz demasiado baja como para poder escucharla por encima del crepitar de las llamas.
Esta vez no tuvo pánico, sino que supo dónde debía ir: podía sentir la atracción del lugar como un gancho bajo el esternón. Con un suspiro, salió de la cama, preguntándose si podría regresar antes de que los visitantes de aquel día empezaran a llegar.
Alguien estaba cantando una canción desde una ventana alta del Nha’mahat mientras Seregil se aproximaba a lomos de su caballo.
Bandadas de diminutos dragones revoloteaban alrededor del edificio y los primeros rayos del alba trocaban sus grises cuerpos por oro oscuro.
—Maros Aura Elustri chyptir ——susurró, sin saber muy bien la razón de la plegaria, salvo que repentinamente se sentía agradecido por la visión que se le ofrecía y por el hecho de encontrarse allí, en aquel lugar sagrado, para contemplarla.
Después de recoger una máscara en la puerta, siguió a una de los guías hasta la cámara principal. Algunos soñadores ya se encontraban allí.
—Querría hablar con Lhial, si es posible —dijo Seregil a la chica.
—Lhial está muerto —replicó ella.
—¿Muerto? —dijo con voz entrecortada—. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Hace casi cuarenta años. Fueron unas fiebres de la sangre, creo.
El suelo pareció moverse ligeramente bajo los pies de Seregil.
—Ya veo. ¿Podría utilizar una dhima?
Ella le preparó un brasero y le dio un puñado de hierbas del sueño. Seregil las aceptó con una reverencia y se dirigió rápidamente a la caverna inferior. Eligió una de las pequeñas cabañas al azar, se desvistió y se arrastró a través de la entrada. Esta vez le dio la bienvenida a su humeante estrechez. Sentado sobre la estera de juncos, arrojó las hierbas al carbón y agitó la mano para mezclar el humo y el vapor.
Con una respiración profunda y rítmica, se relajó lentamente mientras el humo narcótico hacía su efecto.
Su primer pensamiento fue la comprensión de que no sentía miedo y no lo había sentido desde el momento en que decidiera impulsivamente dirigirse allí. No se estaba ahogando. Había venido por propia voluntad, sin miedo o resentimiento.
Cerró los ojos y meditó mientras el sudor se acumulaba en el interior de la máscara, haciéndole cosquillas en la nariz. El humo de las hierbas le secaba los pulmones y le hacía sentir mareado, pero recibió la sensación con los brazos abiertos y esperó.
—Comienzas a entender, hijo de Korit —dijo una voz familiar.
Seregil abrió los ojos y se encontró sentado sobre la piedra bañada por el sol que se asomaba al estanque del dragón en las montañas de las fai’thast de Akhendi. Lhial estaba sentado a su lado y sus ojos volvían a ser dorados.
—No estoy seguro de que sea así, Honorable —admitió Seregil, mientras soplaba una helada brisa de montaña sobre su piel desnuda y le hacía tiritar.
El rhui’auros cogió un guijarro y lo arrojó al estanque que se extendía debajo de ellos. Seregil lo siguió con los ojos y entonces, al mirar atrás, se encontró con Nysander, sentado en el lugar de Lhial.
Por alguna razón, la transformación no lo sorprendió. Por el contrario, sintió una oleada de la misma inexplicable gratitud que le había causado la visión de las bandadas de crías de dragón.
Nysander estaba sentado con las piernas cruzadas y observaba las aguas. Su franco rostro estaba sereno. Llevaba uno de sus viejos y gastados abrigos y los talones de sus botas estaban húmedos, como si hubiese estado caminando por un campo de hierba cubierto de rocío. El cabello blanco y rizado que enmarcaba su calva se agitaba bajo la brisa y Seregil pudo ver un manchón de tinta en su bien recortada barba. Ni una sola vez desde la muerte de Nysander había soñado con su viejo amigo. Cuando trataba de recordarlo, por mucho que lo intentara, la visión del rostro ensangrentado y muerto de Nysander se alzaba frente al ojo de su mente para ocultar cualquier recuerdo más feliz.
Apartó rápidamente la mirada, esperando que la visión cambiara.
Una mano gentil lo tomó de la barbilla y obligó a su rostro a volverse hacia él.
—Abre los ojos, Seregil.
Lo hizo y casi lloró de alivio al encontrarse allí a Nysander, sin cambio alguno.
—A veces tienes una mente obstinada, querido hijo —dijo, mientras le daba unas palmaditas en la mejilla—. Puedes encontrar a un gato muerto en mitad de una noche sin luna y, sin embargo, gran parte de tu propio corazón sigue resultándote desconocida. Debes prestar más atención.
Nysander apartó la mano y Seregil vio que el mago sostenía ahora uno de los misteriosos orbes de cristal. Con un golpe descuidado de muñeca, la arrojó al aire. Resplandeció un momento bajo la luz del sol y luego cayó sobre las rocas del suelo y se hizo pedazos. Por un terrible instante, Seregil volvió a encontrarse en los salientes rocosos de la costa de Plenimar, mientras de la hoja de su espada destrozada manaba sangre, la sangre de Nysander. Casi igual de rápido, la imagen desapareció.
—¿No te parece que hacen un sonido precioso? —preguntó el mago mientras observaba sonriendo los diminutos fragmentos.
Seregil pestañeó para contener las lágrimas, al tiempo que trataba de encontrarle algún sentido a lo que le estaba siendo mostrado.
—El rhui’auros dijo que tenía que guardarlas.
Pero Nysander había desaparecido y Lhial volvía a sentarse en su lugar, sacudiendo la cabeza.
—Dije que eran tuyas, hijo de Korit. Pero tú ya lo sabes. Lo sabías mucho antes de acudir a mí.
—¡No, no es cierto! —gritó Seregil, pero esta vez con menos convicción—. ¿Qué se supone que debo hacer?
El viento se hizo más frío. Levantó las rodillas y pasó los brazos alrededor de ellas, tratando de calentarse. Sintió un movimiento a su lado y vio que Lhial también había desaparecido, reemplazado esta vez por un joven dragón del tamaño de un toro. Sus ojos eran dorados y afectuosos.
—Eres un hijo de Aura, pequeño hermano, un hijo de Illior. El siguiente paso de tu danza se aproxima. Lleva sólo lo que necesites —le dijo el dragón con la voz de Lhial. Acto seguido, extendió unas alas correosas con un sonido como el retumbar de una tormenta de verano y se alzó por los aires ocultando el sol.
Seregil estaba sumergido en la oscuridad. La atmósfera acre y caliente de la dhima se cerraba a su alrededor como si fuera un puño.
Luchando por respirar, encontró la entrada, salió a rastras y se dejó caer, jadeante, sobre el suelo áspero y cálido del exterior.
Había algo bajo su mano izquierda. Incluso sin la tenue luz que se filtraba hasta él desde la caverna principal, supo lo que era; reconoció la curva del frío y ligeramente áspero cristal bajo sus dedos. Se puso de pie trabajosamente y sopesó la esfera sobre la palma de su mano durante un momento; era pesada, demasiado pesada para algo que no era más grande que el huevo de un cuervo; era preciosa, repugnante; suya para hacer de ella lo que desease.
Lleva sólo lo que necesites.
Con repentina vehemencia, la arrojó contra la pared más lejana.
Esta vez no hubo visión alguna, sólo el agudo y satisfactorio chink del cristal al romperse en mil pedazos.
El sol seguía bajo sobre el horizonte cuando salió del Nha’mahat.
Le dolía todo el cuerpo y estaba tan cansado como si de verdad hubiera viajado hasta las montañas y hubiera vuelto a pie.
Al regresar a la casa de invitados, descubrió que Alec seguía en la cama, con una almohada sobre la cabeza. Despertó al cerrar Seregil la puerta y se incorporó despeinado y bostezando.
—Aquí estás —dijo, apoyándose sobre un codo—. ¿Has vuelto a salir temprano? ¿Dónde has ido esta vez?
No hubo respuesta. Seregil se sentó en el borde de la cama y sacudió los ensortijados cabellos de Alec.
—Sólo estaba dando un paseo —dijo al fin—. Vamos. Nos espera un día muy atareado.
Los Haman se encontraron entre los primeros en ofrecer sus respetos a Klia. Advertido de la llegada de Nazien í Hari, Seregil se retiró discretamente con Alec a una cámara lateral, donde podía presenciar cuanto ocurría desde detrás de la puerta.
El khirnari venía acompañado por diez miembros de su clan, incluyendo a Emiel í Moranthi.
—¿Crees que Nazien sabe dónde estuvo su sobrino anoche? —susurró Alec.
Seregil se descubrió deseando que no fuera así a pesar de sí mismo. Por muy arrogante y orgulloso que el Haman pudiera ser, era evidente que Klia sentía cierta simpatía por él, y el sentimiento parecía ser recíproco.
Nazien y sus acompañantes depositaron pequeños haces de ramitas de cedro en el brasero y saludaron a Klia con reverencias.
Mientras Nazien charlaba en voz baja con ella, Seregil observaba el rostro de su sobrino en busca de alguna expresión que lo delatara. Emiel sólo parecía distante y un poco aburrido.
Cuando se hubieron intercambiado los primeros saludos, Klia se inclinó hacia delante y miró al anciano con seriedad.
—Decidme, khirnari, ¿sabéis si la Ila’sidra someterá pronto a votación mi petición? Añoro mi tierra natal y estoy deseando presentarle los debidos respetos a la tumba de mi madre.
—Ha llegado la hora —asintió Nazien—. Habéis demostrado gran paciencia, aunque me pregunto si el resultado os satisfará.
—¿Entonces creéis que perderé?
Nazien extendió las manos.
—No puedo hablar por los demás. Por lo que a mí se refiere, a pesar de los sentimientos que albergo hacia vuestro pariente, el Exiliado, deseo que sepáis que nunca he apoyado las rigurosas medidas que el Edicto de Separación nos han impuesto.
De pie junto a su tío, Emiel no dijo nada, pero Seregil creyó notar cómo se ponía tenso.
—Soy un hombre viejo y acaso un poco sabio —continuó Nazien—. De tanto en cuanto creo ver en vos un destello de mi amigo Corruth, mi señora, tal como era la última vez que lo vi. Os parecéis a él en muchas cosas: paciencia, franqueza y una mente ágil. Creo que quizá compartáis también su testarudez.
—Qué extraño —dijo Klia con suavidad—. Corruth í Glamien es una figura de leyenda para mí. Su cuerpo, antes de que fuera destruido, era una reliquia de días antiguos. Y, sin embargo, para vos será siempre el amigo de juventud, sin cambiar, como lo es Seregil para mí. ¿Cómo ha de ser, me pregunto, ser faie o mago, vivir lo suficiente como para acumular tantos recuerdos? Mi propia vida es muy breve en comparación, pero a pesar de todo a mí no me lo parece.
—Porque le dais buen uso —replicó Nazien—. Pero me temo que vuestro tiempo en Sarikali se acaba y que puede que no volvamos a encontrarnos. Sería un honor para mí que accedierais a cazar conmigo antes de partir.
—El honor sería mío —replicó Klia con voz cálida—. Los Víresse darán un gran banquete mañana por la noche. ¿Quizá a la mañana siguiente?
—Como gustéis, Klia a Idrilain.
—Quizá deberíais advertirle que nosotros los Haman nos tomamos la caza muy en serio —intervino Emiel con voz agradable—. La tradición dicta que se come sólo lo que se haya cobrado ese día. Siempre existe la posibilidad de que vuestros hombres y vos tengáis que compartir pan y turab con el resto de nosotros.
—Entonces sois afortunado por mi elección de acompañantes, Emiel í Moranthi —rió Klia—. Probablemente, Alec í Amasa podrá proporcionar comida más que de sobra para todos.
Seregil dio un codazo a Alec en las costillas mientras varios Haman escondían sus asombradas miradas.
—Parece que al menos tú estás invitado.